Te echo de menos - Harlan Coben - E-Book

Te echo de menos E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2017
Beschreibung

La agente Kat Donovan se topa en una web de citas con su exprometido, Jeff, el hombre que desapareció dieciocho años antes rompiéndole el corazón. Pero ¿es realmente él? Confusa por sus renovados sentimientos y esperanzas, Kat contacta con él antes de que alguien la alerte sobre esa web, sobre Jeff y sobre la desaparición de su madre. Juntos tirarán del hilo e irán entrando en una espiral de sospechas y de terror al descubrir un montaje monstruoso contra las víctimas más vulnerables, las que anhelan encontrar un amor en sus vidas.

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Título original: Missing You

© Harlan Coben, 2014.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO044

ISBN: 9788490568187

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

DEDICATORIA

1

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AGRADECIMIENTOS

NOTAS

A RAY Y MAUREEN CLARKE

1

Kat Donovan acababa de bajarse del viejo taburete de su padre, dispuesta a dejar el O’Malley’s, cuando Stacy dijo:

—No te va a gustar lo que he hecho.

El tono de aquella frase hizo que Kat se detuviera de golpe.

—¿Qué?

El O’Malley’s había sido un bar de policías de los de toda la vida. El abuelo de Kat ya había pasado muchas tardes en él, igual que su padre y sus colegas del Departamento de Policía de Nueva York. Ahora lo habían convertido en un bar de yupis estirados, y estaba lleno de tipos engreídos con camisas blancas impecables, trajes negros y una barba de dos días cuidada al máximo para que pareciera descuidada. Eran unos tipos blandos que sonreían con petulancia y que llevaban hasta el último cabello esculpido con geles y espumas, y que bebían Ketel One en lugar de Grey Goose porque habrían visto algún anuncio en la tele donde decían que ese era el vodka que bebían los hombres de verdad.

Stacy paseó la mirada por el bar. Evitándola. A Kat eso no le gustó.

—¿Qué es lo que has hecho? —le preguntó.

—¡Vaya! —dijo Stacy.

—¿Qué?

—Capullo hostiable a las cinco en punto —dijo Stacy. Kat se giró hacia la derecha para echar un vistazo—. ¿Lo has visto?

—Sí, sí —respondió Kat.

En cuanto a decoración, el O’Malley’s no había cambiado tanto con el paso de los años. Sí, claro, los viejos televisores habían sido reemplazados por pantallas planas que mostraban una exagerada gama de partidos y deportes variados (¿a quién le importaba si los Edmonton Oilers ganaban o perdían?), pero, aparte de eso, conservaba aquel ambiente de bar de polis, y eso era lo que atraía a aquellos pretenciosos, que al invadir el bar estaban eliminando lo que le había dado ida, convirtiéndolo en una especie de versión Disney de lo que había sido en el pasado.

Kat era la única poli que aún iba al bar. Sus colegas se marchaban a casa al acabar el turno, o a sus reuniones de alcohólicos anónimos. Kat todavía seguía yendo a aquel lugar, y se sentaba en el viejo taburete de su padre con sus fantasmas, especialmente aquella noche, en que el asesinato de su padre volvía a rondarle la cabeza. Solo quería estar allí, sentir la presencia de su padre, que de algún modo —por ridículo que sonara— le diera fuerzas.

Pero aquellos idiotas no la dejarían en paz, no...

Aquel capullo hostiable en particular —expresión para llamar a cualquier tipo que se mereciera una hostia en los morros— había cometido un pecado clásico digno de hostia. Llevaba gafas de sol. A las once de la noche. En un bar mal iluminado. Otros detalles dignos de hostia incluían llevar la cartera cogida con una cadena, los pañuelos pirata, las camisas de seda desabotonadas, la profusión de tatuajes (con mención especial para los de símbolos tribales), las chapas militares (en los tíos que no habían servido en el ejército) y los relojes de pulsera blancos enormes.

Gafas de Sol sonrió con suficiencia y levantó la copa en dirección a Kat y Stacy.

—Le gustamos —dijo Stacy.

—Déjate de evasivas. ¿Qué es lo que no me iba a gustar?

Cuando Stacy se giró de nuevo hacia ella, Kat observó el gesto de decepción en el rostro hiperhidratado del capullo hostiable. Ya lo había visto muchas veces. Stacy gustaba a los hombres. No, más que eso: Stacy era un bombón, de esos que dejan a los hombres temblando, castañeteando y rabiando por dentro. Cuando se le acercaban, les fallaban las piernas y se volvían tontos. Muy tontos. Tontos de capirote.

Por eso quizá fuera un error salir por ahí con alguien con el aspecto de Stacy: los tipos llegaban a la conclusión de que no tenían ninguna posibilidad con una mujer así. Parecía inalcanzable.

Kat, en cambio, no.

Gafas de Sol fijó el objetivo en Kat e inició el ataque. Más que caminar hacia ella, se deslizó sobre su propia baba. Stacy contuvo una risita.

—Esto va a ser divertido —dijo.

Con la esperanza de desalentarlo, Kat miró al tipo de frente con expresión de desdén. Gafas de Sol no se achantó. Siguió avanzando, bamboleándose al ritmo de la música..., de alguna canción que debía de sonar solo en su cabeza.

—Hola, guapa —dijo Gafas de Sol—. ¿Te llamas wifi? —Kat esperó—. Porque siento una conexión especial...

Stacy explotó en una carcajada.

Kat siguió mirándolo. El tipo siguió adelante.

—Me gustan las mujeres menudas como tú, ¿sabes? Me pareces adorable. ¿Y sabes cómo estarías mejor aún? Conmigo.

—¿Alguna vez te funcionan esas frases tan tontas? —le preguntó Kat.

—Aún no he acabado. —Gafas de Sol tosió cubriéndose la boca con el puño, sacó su iPhone y se lo mostró a Kat—. Felicidades, cariño: acabas de pasar al primer puesto de mis tareas pendientes.

Stacy estaba disfrutando de lo lindo.

—¿Cómo te llamas? —dijo Kat.

El tipo arqueó una ceja.

—Como tú quieras que me llame, cariño.

—¿Qué tal Baboso? —Kat se abrió la americana, mostrándole el cinto con la pistola—. Voy a sacar la pistola, Baboso.

—Caray, chica, ¿eres mi nueva jefa? —dijo él señalándose la bragueta—. ¡Porque le acabas de dar un ascenso a mi compañero el calvo!

—Fuera de aquí.

—Mi amor por ti es como la diarrea —dijo Gafas de Sol—. Incontenible.

Kat se lo quedó mirando, horrorizada.

—¿Me he pasado? —preguntó él.

—¡Tío, eso es asqueroso!

—Ya, pero apuesto a que es la primera vez que lo oyes —dijo él. Aquella apuesta la habría ganado.

—Desaparece. Ya.

—¿De verdad? —insistió el tipo.

Stacy estaba casi por el suelo, partiéndose de la risa. Gafas de Sol empezó a retirarse.

—Un momento —continuó—. ¿Es una prueba? ¿Eso de Baboso no será... un cumplido o algo así?

—Lárgate.

Él se encogió de hombros, dio media vuelta, se fijó en Stacy y pensó: «¿Por qué no?». Repasó con la mirada su largo cuerpo y dijo:

—Bonitas piernas. ¿A qué hora abren?

Stacy se lo estaba pasando de cine.

—Poséeme, Baboso. Aquí mismo. Ahora mismo.

—¿De verdad?

—No.

Baboso volvió a mirar a Kat. Kat apoyó la mano en la culata de su pistola. Él levantó las manos y se apartó.

—¿Stacy? —dijo Kat.

—¿Hummm?

—¿Por qué creen estos tíos que tienen alguna oportunidad conmigo?

—Porque eres mona y tienes pinta de cachonda.

—Yo no soy cachonda.

—No, pero lo pareces.

—En serio, ¿tengo la misma pinta que ese perdedor?

—Tienes pinta de estar herida —dijo Stacy—. Odio decirlo. Pero ese sufrimiento... lo transmites, como una especie de feromona que a los capullos les resulta irresistible.

Ambas le dieron un sorbo a sus copas.

—Bueno, ¿y qué es eso que has hecho y que no me va a gustar? —preguntó Kat.

Stacy volvió a mirar hacia Baboso.

—Ahora me siento mal por él —dijo Stacy—. Quizá debería concederle un polvete rápido.

—No empieces.

—¿El qué?

Stacy cruzó sus largas piernas de modelo y le mostró una sonrisa a Baboso. El tipo puso una cara como de perro abandonado en un coche demasiado tiempo.

—¿Crees que esta falda es demasiado corta, Kat?

—¿Falda? —respondió Kat—. Yo pensaba que era un cinturón.

A Stacy le gustó la respuesta. Le encantaba que se fijaran en ella. Le encantaba ligar con tíos, porque estaba convencida de que con pasar una noche con ellos les cambiaba la vida. También era parte de su trabajo. Stacy era socia de una agencia de investigación privada junto con otras dos mujeres espléndidas. ¿Su especialidad? Pillar (atrapar, en realidad) a maridos infieles.

—¿Stacy?

—¿Hummm?

—¿Qué es eso que no me va a gustar?

—Esto.

Sin dejar de mirar a Baboso, Stacy le dio un trozo de papel a Kat. Kat miró el papel y frunció el ceño: «KD8115 SexoaTope».

—¿Qué es esto?

—KD8115 es tu nombre de usuaria. —Sus iniciales y su número de placa—. SexoaTope es tu contraseña. Ah, y distingue mayúsculas de minúsculas.

—¿Y esto para qué es?

—Para un sitio web..., EresMiTipo.com.

—¿Cómo?

—Es un servicio de citas por internet.

—Por favor, dime que es una broma —dijo Kat haciendo una mueca.

—Es un sitio exclusivo.

—Eso es lo que dicen de los clubes de estriptis.

—Te he pagado la inscripción —dijo Stacy—. Es para un año.

—Estás de broma, ¿verdad?

—No bromeo. He trabajado para esta empresa. Son buenos. Y no nos engañemos: necesitas un hombre. Quieres un hombre. Y aquí no vas a encontrarlo.

Kat suspiró, se puso en pie y le hizo un gesto al camarero, un tipo llamado Pete que parecía un personaje secundario que siempre hiciera de camarero irlandés —que era en realidad lo que era—. Pete le devolvió el gesto, indicándole que le había apuntado las copas a su cuenta.

—¿Quién sabe? —dijo Stacy—. A lo mejor encuentras a tu príncipe azul.

Kat se dirigió hacia la puerta.

—Sí, o un nuevo filón de babosos.

Kat escribió «EresMiTipo.com», apretó la tecla Enter e introdujo su nuevo nombre de usuaria y su embarazosa contraseña. Frunció el ceño cuando vio el lema que había escogido Stacy para su perfil: ¡MONA Y CACHONDA!

—Se ha dejado «y herida» —murmuró.

Era más de medianoche, pero Kat no tenía costumbre de dormir demasiado. Vivía en un barrio demasiado elegante para ella —en la calle Sesenta y siete, al oeste de Central Park, en el Atelier—. Cien años atrás, aquel edificio y los contiguos, incluido el famoso Hotel des Artistes, acogían a escritores, pintores, intelectuales..., artistas. Los amplios apartamentos de estilo europeo daban a la calle, y los estudios de artistas, más pequeños, atrás. Con el tiempo, los antiguos estudios fueron convirtiéndose en apartamentos de un dormitorio. El padre de Kat, un poli que había visto hacerse ricos a sus amigos sin hacer nada más que comprar fincas, quiso probar suerte. Un tipo al que le había salvado la vida le vendió aquel piso muy barato.

Kat se había trasladado allí en su época de estudiante en la Universidad de Columbia. Se había pagado los estudios universitarios con una beca de la policía. Según el proyecto de vida que se había trazado, se suponía que tenía que estudiar derecho y luego entrar en un gran bufete de Nueva York, renunciando por fin al maldito legado familiar de servicio en la policía.

Solo que no había ido así la cosa.

Junto al teclado tenía una copa de vino tinto. Kat bebía demasiado. Sabía que aquello era un cliché —el poli que bebe demasiado—, pero a veces los clichés tienen una razón de ser. Funcionaba bien. No bebía en el trabajo. Realmente no afectaba a su vida de un modo ostensible, pero si hacía una llamada o si tomaba decisiones a última hora de la noche, solían ser... algo torpes. Con los años había aprendido a apagar el teléfono móvil y a no responder el correo electrónico a partir de las diez de la noche.

Y, sin embargo, ahí estaba, echando un vistazo a los perfiles de unos tipos desconocidos en una página de citas.

Stacy había subido cuatro fotografías a la página de Kat. La fotografía del perfil de Kat, un primer plano de la cara, la había recortado de una foto de grupo de las damas de honor de una boda del año anterior. Kat intentó ver su propia imagen objetivamente, pero le resultó imposible. Odiaba aquella foto. La mujer de la foto parecía insegura, con una sonrisa débil, casi como si esperara que le dieran un bofetón o algo así. Cuando se decidió a afrontar el doloroso ritual de ver el resto de las fotos, vio que todas estaban recortadas a partir de fotografías de grupo, y que en todas parecía casi como si estuviera sufriendo.

Vale, ya estaba bien de mirar su perfil.

En el trabajo, los únicos hombres con los que trataba eran policías. No quería un policía. Los policías eran buenos hombres y terribles maridos. Eso lo sabía perfectamente. Cuando la abuela enfermó y entró en fase terminal, su abuelo, incapaz de afrontarlo, huyó hasta que..., bueno, hasta que fue demasiado tarde. Pops, como llamaba a su abuelo, nunca se lo perdonó a sí mismo. O al menos aquella era la teoría de Kat. Era un hombre solitario y, aunque para muchos había sido un héroe, se había encogido en el momento decisivo. Pops no podía vivir con aquel peso sobre los hombros, su pistola reglamentaria estaba allí mismo, en el mismo estante alto de la cocina donde siempre la había guardado, así que un día fue al estante, la cogió, se sentó en la mesa de la cocina y...

Bum.

El padre de Kat también cogía cogorzas, y a veces desaparecía durante días. Su madre se ponía exageradamente contenta cuando ocurría —lo cual hacía aquello más misterioso y alarmante—, fingiendo que él había ido de misión secreta, o bien, directamente, comportándose como si no hubiera desaparecido, como si no fuera cierto que no se le veía el pelo. Luego, de pronto, quizás una semana después, papá aparecía recién afeitado, con una sonrisa y una docena de rosas para mamá, y todo el mundo actuaba como si fuera normal.

EresMiTipo.com. Ella, la monísima y cachonda Kat Donovan, estaba en una página de citas por internet. Desde luego, para eso se planifica tanto uno la vida. Levantó la copa, hizo un gesto de brindis hacia la pantalla del ordenador, y le dio un buen sorbo.

Desgraciadamente, el mundo ya no ofrecía la posibilidad de encontrar una pareja para toda la vida. Sexo sí, claro. Eso era fácil. De hecho, eso era lo esperado, lo único que se podía dar por descontado en las citas, y aunque a ella le gustaban los placeres de la carne como a cualquiera, lo cierto era que cuando se iba a la cama con alguien demasiado pronto, con motivo o sin él, las probabilidades de que aquello desembocara en una relación a largo plazo descendían en picado. No hacía juicios morales al respecto. Es que era así.

El ordenador emitió un aviso. Apareció un mensaje:

¡TENEMOS PERSONAS AFINES A TI! ¡HAZ CLIC AQUÍ PARA VER A TUS CANDIDATOS!

Kat se acabó la copa de vino. Se planteó si ponerse otra, pero no: la verdad es que ya había bebido bastante. Hizo autoexamen y reconoció la verdad, evidente pero no manifiesta: querría tener a alguien en su vida. Más valía tener el valor de admitirlo, ¿no? Por mucho que se esforzara en ser independiente, Kat quería un hombre, un compañero, alguien en su cama por las noches. No es que suspirara por conseguirlo, ni forzaba la situación; ni siquiera se esforzaba mucho. Pero no estaba hecha para estar sola.

Empezó a curiosear entre los perfiles. Quien no juega no gana, ¿no?

Patético.

Algunos de aquellos hombres podía eliminarlos con solo echar un vistazo a la fotografía de su perfil. Pensándolo bien, aquello era clave: la fotografía que cada uno de ellos había escogido con tanto esmero era, sin duda, la primera impresión (perfectamente controlada) que iban a dar. Por lo que decía muchísimo de ellos.

Así pues, si alguien había escogido conscientemente ponerse un sombrero de fieltro, eso era un no automático. Si había escogido presentarse sin camisa, por cachas que estuviera, otro no automático. Si llevaba un auricular bluetooth en la oreja —Dios, ¿tan importante eres?—, no automático. Si llevaba una barbita tipo mosca o un chaleco o guiñaba un ojo o hacía gestos con las manos o había elegido una camisa de color mandarina (eso era una manía personal) o si llevaba las gafas de sol subidas y apoyadas sobre la cabeza, no, no, no automático. Si el nombre de perfil era Semental, Sonrisa Sexy, Guapetón, Sex Machine o algo así... Sí, exacto. Lo mismo.

Kat abrió unos cuantos perfiles de tipos que parecían... abordables, suponía. Todas las descripciones tenían un tono parecido, deprimente. A todos los que estaban en ese sitio web les gustaba pasear por la playa, salir a cenar, hacer ejercicio, los viajes exóticos, catar vinos, ir al teatro y a los museos, ser activos, correr riesgos y grandes aventuras; y, sin embargo, también se mostraban satisfechos quedándose en casa y viendo una película, tomando café y conversando, cocinando, leyendo un libro..., los placeres más simples de la vida. Todos decían que la cualidad que más valoraban en una mujer era el sentido del humor —sí, ya, seguro—, hasta el punto en que Kat se preguntó si «sentido del humor» no sería un eufemismo para «tetas grandes». Por supuesto, todos los tipos decían que preferían los cuerpos atléticos, delgados y con curvas.

Aquello parecía más sincero, si no ya una pura ilusión.

Los perfiles nunca reflejaban la realidad. En lugar de representar la realidad, eran un magnífico —aunque fútil— ejercicio de descripción de lo que uno cree que es o lo que quiere que su pareja potencial crea que es —o, más probablemente, los perfiles (material abonado para cualquier psicólogo con ganas de hacer prácticas) simplemente reflejaban lo que cada uno quería ser.

Había descripciones personales para dar y vender, pero si hubiera tenido que resumirlas todas con una sola palabra, probablemente sería sensiblería. La primera decía: «Cada mañana, la vida es un lienzo en blanco esperando a que lo pinten». Clic. Algunas querían comunicar honestidad a base de repetir constantemente lo honestos que eran los sujetos en cuestión. Algunas fingían sinceridad. Algunas eran presuntuosas, soberbias, inseguras o desesperadas. Pensándolo bien, como la vida misma. La mayoría de aquellos tipos se esforzaban demasiado. El hedor a desesperación atravesaba la pantalla en efluvios de colonia mala. Todas aquellas frases manidas sobre almas gemelas eran desalentadoras. En la vida real, pensó Kat, nadie encuentra a nadie con quien quiera volver a salir una segunda vez, ¿y sin embargo en EresMiTipo.com iban a encontrar a una persona con la que querer despertarse cada mañana el resto de sus vidas?

Aquello era engañarse. ¿O había que pensar que la esperanza es lo último que hay que perder?

Eso era lo malo. Resultaba fácil mostrarse cínica y burlona, pero, cuando ya se iba a echar atrás, Kat cayó en la cuenta de algo que le atravesó el corazón: cada perfil era una vida. Era una simpleza, sí, pero detrás de cada perfil cargado de clichés e inconfesable desesperación había un ser humano como ella, con sus sueños, sus aspiraciones y sus deseos. Aquella gente no se había apuntado, pagado la inscripción e introducido sus datos porque sí. Había que admitirlo: cada una de esas personas solitarias acudían a aquel sitio web —se apuntaban y revisaban un perfil tras otro— con la esperanza de que esta vez fuera diferente, esperando, contra todo pronóstico, encontrar por fin a la persona que, al final, se convirtiera en la más importante de su vida.

Vaya. Era para pensárselo un momento.

Kat se había quedado sumida en aquel pensamiento, pasando perfiles a una velocidad cada vez mayor, mirando los rostros de aquellos hombres —hombres que habían acudido a aquel sitio web con la esperanza de encontrar su mujer ideal— hasta verlos convertidos en una mancha borrosa, cuando vio aquella foto.

Por un segundo, o quizá dos, su cerebro no quiso creerse lo que habían visto sus ojos. Tardó otro segundo en detener el dedo, que seguía apretando el botón del ratón, otro más en que la sucesión de perfiles fuera frenándose y se detuvieran. Kat se sentó de nuevo y respiró hondo.

No podía ser.

Había pasado un montón de perfiles a gran velocidad, pensando en los hombres que había detrás de las fotografías, en sus vidas, sus deseos, sus esperanzas. Su mente —su gran virtud y su defecto como policía— se había puesto a pensar por su cuenta, no necesariamente concentrada en lo que tenía delante, pero registrando la imagen global. En su trabajo, eso le permitía valorar las posibilidades, las rutas de escape, los escenarios alternativos, ver las figuras acechando tras los obstáculos, las ofuscaciones, los escollos y los subterfugios.

Pero eso también significaba que, a veces, a Kat se le pasaba lo obvio.

Hizo clic repetidamente en la flecha de retroceso.

No podía ser él.

La imagen no había durado más que un instante. Todas aquellas ideas sobre el amor verdadero, el compañero, la persona con la que querría pasar el resto de su vida... No sería de extrañar que su imaginación le hubiera jugado una mala pasada. Habían pasado dieciocho años. Le había buscado en Google algunas veces, en noches de alcohol, pero no había encontrado más que algunos artículos que había escrito años atrás. Nada actual. Eso le había sorprendido, y había despertado su curiosidad —Jeff había sido un gran periodista—, pero ¿qué más podía hacer? Kat había tenido la tentación de investigarlo en mayor profundidad. En su posición, no le habría costado mucho. Pero no le gustaba usar sus contactos como agente de la ley para fines privados. También podía haberle preguntado a Stacy, pero ¿qué sentido tenía?

Jeff se había ido.

Perseguir a un examante, o incluso buscarlo en Google, era patético. Sí, vale, Jeff había sido más que patético. Mucho más. Sin pensarlo, Kat se tocó el dedo anular con el pulgar. Vacío. Pero no siempre lo había estado. Jeff se le había declarado, haciendo las cosas como se debe. Le había pedido la mano a su padre. Había hincado la rodilla en el suelo. Nada cutre. No había escondido el anillo en un postre ni habían aparecido en la pantalla del Madison Square Garden. Había sido una declaración con clase, romántica y tradicional porque él sabía que era así exactamente como lo quería ella. Los ojos empezaron a llenársele de lágrimas.

Kat clicó la flecha de retroceso, dejando atrás un popurrí de rostros y peinados, una representación multirracial de solteros disponibles, hasta que el dedo se detuvo. Se quedó mirando un momento, sin atreverse a mover un músculo, conteniendo la respiración.

Entonces un pequeño grito ahogado se le escapó por entre los labios.

El dolor de antaño volvió de golpe, atravesándole el corazón de nuevo, como si Jeff acabara de salir por aquella puerta, en aquel mismo instante, en aquel mismo segundo, y no dieciocho años antes. Con una mano temblorosa, se acercó a la pantalla y le tocó el rostro.

Jeff.

Aún estaba guapísimo, el maldito. Había envejecido un poco, las sienes se le habían teñido de gris pero, caray, qué bien le quedaba. Habría podido suponerlo. Jeff era uno de esos tipos que mejoraban con la edad. Le acarició el rostro. Una lágrima le surcó la mejilla.

«Vaya», pensó.

Kat intentó recomponerse, dar un paso atrás y ver aquello con perspectiva, pero la habitación le daba vueltas y no había manera de frenarla. Su mano, aún temblorosa, volvió a agarrar el ratón y presionó sobre la fotografía del perfil, ampliándola.

La pantalla parpadeó y apareció la página siguiente. Jeff estaba de pie, con una camisa de franela y vaqueros, las manos en los bolsillos y unos ojos tan azules que era inevitable mirar a fondo buscando en vano el perfil de una lentilla de color. Guapo. Increíblemente guapo. Estaba delgado y fuerte y a pesar de todo, después de tantos años, le había vuelto a despertar algo en lo más hondo de su ser. Por un momento, Kat tuvo la tentación de echar un vistazo al dormitorio. Cuando estuvieron juntos, ella ya vivía allí. Después de él habían pasado otros hombres por aquel dormitorio, pero ninguno le había dado la satisfacción que había experimentado con su exprometido. Sabía cómo sonaba aquello pero, cuando estaba con Jeff, vibraba de emoción. No era cuestión de técnica, de tamaño ni de nada de eso. Era —por antierótico que sonara— una cuestión de confianza. Eso era lo que hacía que el sexo fuera tan alucinante. Kat se sentía segura con él. Se sentía tranquila, guapa, despreocupada y libre. Él a veces la hacía rabiar, la controlaba, le hacía pasar por el aro, pero nunca la hacía sentir vulnerable ni insegura.

Kat nunca había podido dejarse llevar de aquel modo con otro hombre.

Tragó saliva y abrió el perfil. Su descripción personal era corta y, a juicio de Kat, perfecta: A VER QUÉ PASA.

Sin presiones. Sin planes ostentosos. Sin ideas ni condiciones previas, sin garantías ni grandes expectativas.

A ver qué pasa.

Fue a ver la ficha de «estado». En los últimos dieciocho años, Kat se había preguntado innumerables veces cómo le habría ido la vida, así que la primera pregunta era la más obvia: ¿Qué había pasado en la vida de Jeff, si ahora estaba en un sitio web para solteros?

Claro que, ¿y a ella? ¿Qué le había pasado a ella?

En el «estado» decía: VIUDO.

Otra sorpresa.

Intentó imaginárselo: Jeff casándose con una mujer, viviendo con ella, amándola, y luego viéndola morir. No podía procesarlo. Aún no. Estaba bloqueándose. Vale, no pasa nada. Asúmelo. No hay motivo para darle tantas vueltas.

Viudo.

Debajo, otra sorpresa: UN HIJO.

No se especificaba el sexo o la edad del hijo, por supuesto. Eso no importaba. Cada revelación, cada nuevo dato sobre el hombre que en otro tiempo había amado con todo su corazón, hacía que el mundo se balanceara de nuevo. Él había vivido toda una vida sin ella. ¿Por qué le sorprendía tanto? Sí, fue él quien la dejó, pero había sido culpa de ella. Él se había ido, en un abrir y cerrar de ojos, y con él la vida como la había conocido y como la había planeado.

Y ahora había vuelto, mezclado entre cien o quizá doscientos hombres cuyos perfiles había ojeado.

La pregunta era: ¿y ahora qué?

2

Gerard Remington estaba a pocas horas de declararse a Vanessa Moreau cuando su mundo se sumió de pronto en la oscuridad. La declaración, como tantas otras cosas en la vida de Gerard Remington, estaba cuidadosamente planeada. Primer paso: tras una extensa búsqueda, Gerard había comprado un anillo de compromiso de 2,93 quilates, corte princesa, claridad VVS1, color F, con una banda de platino y disposición en aureola. Lo había comprado en la tienda de un famoso joyero, en el distrito de los diamantes de Manhattan, en la calle Cuarenta y siete Oeste, y no en una de las más caras, sino en una caseta del fondo, cerca de la esquina de la Sexta Avenida. Paso dos: su vuelo, el JetBlue 267, saldría del aeropuerto Logan de Boston a las 7:30 de la mañana, y aterrizaría a las 11:31 en St. Maarten, desde donde Vanessa y él tomarían una avioneta a Anguila, donde llegarían a las 12:45. Pasos tres, cuatro, etc.: unas horas de relax en una casa dúplex en el Viceroy, con vistas a Meads Bay, un baño en la piscina infinita, hacer el amor, ducharse y vestirse, y cenar en Blanchards. La reserva de la cena era para las siete de la tarde. Gerard había llamado con antelación y había encargado una botella del vino preferido de Vanessa, un Château HautBailly Grand Cru Classé 2005, Burdeos de denominación Pessac-Léognan, para que lo tuvieran a punto. Tras la cena, Gerard y Vanessa pasearían por la playa descalzos y cogidos de la mano. Había consultado el calendario de fases lunares y sabía que la luna estaría casi llena. A 256 metros por la playa (lo había medido) había una cabaña con el tejado de paja que de día se usaba para alquilar equipo de buceo de esquí acuático. De noche no había nadie. Un florista local decoraría el porche de la cabaña con veintiún (el número de semanas que hacía que se conocían) lirios de agua blancos (la flor preferida de Vanessa). También habría un cuarteto de cuerda que, a una señal de Gerard, tocaría Somewhere Only We Know, de Keane, la que Vanessa y él habían decidido que sería siempre su canción. Entonces, como los dos en el fondo eran tradicionales, Gerard pondría una rodilla en el suelo. Gerard ya casi se imaginaba la reacción de Vanessa. Se quedaría sin habla de la sorpresa. Los ojos se le llenarían de lágrimas. Se llevaría las manos a la cara, asombrada y encantada.

—Has entrado en mi mundo y lo has cambiado para siempre —diría Gerard—. Como el catalizador más potente, has cogido este ordinario pedazo de arcilla y lo has transformado en algo mucho más fuerte, mucho más feliz y lleno de vida de lo que habría podido imaginar. Te quiero. Te quiero con todo mi ser. Quiero todo de ti. Tu sonrisa da color y forma a mi vida. Eres la mujer más bella y apasionada del mundo. ¿Quieres hacerme el hombre más feliz del mundo y casarte conmigo?

Gerard había estado estudiando hasta la última palabra —quería que fuera perfecto— cuando se hizo la oscuridad. Pero hasta la última de aquellas palabras era cierta. Quería a Vanessa. La quería con todo su corazón. Gerard nunca había sido muy romántico. A lo largo de su vida, mucha gente le había decepcionado. La ciencia no. Lo cierto es que siempre se había sentido a gusto solo, batallando contra los microbios y otros organismos, desarrollando nuevas medicinas y agentes que pudieran ganar aquellas batallas. Estaba tan a gusto en su laboratorio de Benesti Pharmaceuticals, pensando en una ecuación o una fórmula de la pizarra. Era, como solían decir sus colegas más jóvenes, de la vieja escuela. Le gustaba la pizarra. Le ayudaba a pensar —el olor de la tiza, el polvo que le ensuciaba los dedos, la facilidad para borrar— porque lo cierto era que, en cuestión de ciencia, eran muy pocas cosas las que duraban para siempre.

Sí, era allí, en aquellos momentos de soledad, donde más satisfecho se sentía Gerard. Satisfecho. Pero no feliz. Vanessa había sido la primera persona o cosa de su vida que le había hecho feliz. Gerard abrió los ojos y pensó en ella. Todo se elevaba a la décima potencia con Vanessa. Ninguna otra mujer le había estimulado mentalmente, emocionalmente y —sí, por supuesto— físicamente como Vanessa. Y sabía que ninguna otra mujer podría hacerlo.

Había abierto los ojos, y sin embargo todo seguía oscuro. Al principio se preguntó si de algún modo seguía estando en su casa, aunque hacía demasiado frío para estarlo. Él siempre tenía el termostato digital a 22 grados exactamente. Siempre. Vanessa a menudo se burlaba de su precisión. Durante su vida, algunas personas le habían planteado la posibilidad de que su obsesión por el orden se debiera a una fijación retentiva anal o incluso a un trastorno obsesivo compulsivo. Vanessa, en cambio, lo entendía y lo valoraba, y le parecía una ventaja. «Eso es lo que te convierte en un gran científico y en un hombre atento», le había dicho en una ocasión. Ella le explicó su teoría de que las personas que ahora consideramos «anómalas» en el pasado eran los genios del arte, de la ciencia y de la literatura, pero que ahora, con la medicina y los diagnósticos, los normalizan, los vuelven más uniformes, anulando su sensibilidad.

—La genialidad nace de lo insólito —le había explicado Vanessa.

—¿Y yo soy insólito?

—En el mejor sentido de la palabra, cariño.

Pero mientras el corazón se le hinchaba de orgullo con aquel recuerdo, no pudo evitar notar ese extraño olor. Algo olía a húmedo, a viejo y a mohoso, como..., como el estiércol. Como la tierra fresca. De pronto el pánico se adueñó de él. Aún rodeado de oscuridad, Gerard intentó llevarse las manos al rostro. No podía. Algo lo tenía atado por las muñecas. Parecía una cuerda o, no, algo más fino. Quizás un alambre. Intentó mover las piernas. Las tenía atadas entre sí. Apretó los músculos del vientre e intentó levantar ambas piernas juntas, pero dieron contra algo. Algo de madera. Justo por encima. Como si estuviera en...

Su cuerpo empezó a agitarse del miedo. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Vanessa?

—¿Oiga? —gritó—. ¿Oiga?

Gerard intentó levantar la espalda, pero también estaba amarrado por el pecho. No podía moverse. Esperó a que los ojos se le adaptaran a la oscuridad, pero parecía que le costaba.

—¿Hola? ¿Hay alguien? ¡Que alguien me ayude!

Ahora sí, oyó un ruido. Justo por encima. Parecía como si algo rascara la madera, como si se deslizara por ella o... ¿Pasos? Pasos justo por encima de él. Gerard pensó en la oscuridad. Pensó en el olor a tierra fresca. La respuesta de pronto se hizo evidente, pero no tenía sentido. «Estoy bajo tierra —pensó—. Estoy bajo tierra». Y entonces empezó a gritar.

3

Más que quedarse dormida, Kat perdió la conciencia. Como cada día laborable, la alarma de su iPod la despertó con una canción al azar —esa mañana fue Bulletproof Weeks, de Matt Nathanson— a las seis. No se le pasó que estaba durmiendo en la misma cama en la que había dormido con Jeff tantos años atrás. La habitación aún conservaba los paneles de madera oscura. El dueño anterior había sido un violinista de la Filarmónica de Nueva York que había decidido decorar todo el apartamento, de cincuenta y cinco metros cuadrados, como si fuera el interior de un viejo barco. Todo era madera oscura y ojos de buey en lugar de ventanas. Jeff y ella se reían de aquello, haciendo bromas de doble sentido sobre hacer zozobrar el barco o pedir desesperadamente un salvavidas o lo que fuera.

El amor convierte lo empalagoso en conmovedor.

—Este lugar —decía Jeff— no va contigo.

Él, por supuesto, veía a su novia universitaria mucho más alegre y llena de vida que su entorno, pero ahora, dieciocho años más tarde, cualquiera que entrara en su casa pensaría que el apartamento se adaptaba a la perfección a Kat. Del mismo modo que los miembros de una pareja acaban pareciéndose entre sí con el paso de los años, ella había empezado a parecerse a su apartamento.

Kat se planteó la posibilidad de quedarse en la cama y dormir un poco más, pero la clase empezaba dentro de quince minutos. Su instructor, Aqua, un travestido minúsculo con un trastorno de personalidad esquizofrénica, nunca aceptaba ninguna excusa para faltar a clase a menos que se tratara de un peligro de muerte. Además, Stacy podía estar allí, y Kat quería ponerla al día de todas aquellas noticias sobre Jeff y ver qué decía. Kat se puso sus pantalones de yoga y su camiseta sin mangas, cogió una botella de agua y se fue hacia la puerta. Cuando pasó delante del escritorio, la vista se le fue sin querer al ordenador.

¿Qué tenía de malo echar un vistazo rápido?

La página de EresMiTipo.com aún estaba abierta, aunque el sistema la había desconectado a las dos horas de inactividad. Mostraba una «emocionante oferta de bienvenida» a los «nuevos usuarios» (¿a quién si no iban a ofrecer una oferta de bienvenida?), un mes de acceso ilimitado (a saber qué significaría eso) por solo 5,74 dólares «facturados con discreción» (¿eh?) en la tarjeta de crédito. Afortunadamente para Kat, Stacy le había pagado la inscripción por un año.Yupi.

Kat introdujo su nombre y su contraseña de nuevo y pulsó Enter. Ya tenía mensajes de varios hombres. No hizo caso. Encontró la página de Jeff —que, por supuesto, había incluido en sus marcadores.

Clicó el botón Mensaje, y se quedó con los dedos apoyados en el teclado.

¿Qué podía decirle?

Nada. Al menos de momento. Mejor pensarlo bien. Ahora se le hacía tarde. La clase estaba a punto de empezar. Kat meneó la cabeza, se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Tal como hacía cada lunes, miércoles y viernes, recorrió la calle Setenta y dos a la carrera y entró en Central Park. El «alcalde» de Strawberry Fields, artista callejero que vivía de las propinas de los turistas, ya estaba colocando sus flores sobre el mosaico Imagine en recuerdo de John Lennon. Lo hacía casi todos los días, pero casi nunca tan temprano.

—Eh, Kat —dijo ofreciéndole una rosa. Ella la cogió.

—Buenos días, Gary.

Siguió corriendo por la parte superior de Bethesda Terrace. El lago aún estaba tranquilo —aún no había barquitas—, pero el agua que salía de la fuente brillaba como una cortina de cuentas. Kat tomó el sendero de la izquierda, y llegó cerca de la estatua gigante de Hans Christian Andersen. Tyrell y Billy, los mismos sintecho (si es que lo eran, ya que, por lo que ella sabía, vivían en el edificio San Remo y se vestían así por gusto) que se sentaban allí cada mañana, estaban, como siempre, jugando al gin rummy.

—Bonito culo, niña —dijo Tyrell.

—El tuyo también —respondió Kat.

Tyrell parecía encantado. Se puso en pie, se contoneó como si bailara algo muy sexual y luego chocó los cinco con Billy, tirando las cartas por el camino.

—¡Recoge las cartas! —le regañó Billy gritando.

—Cálmate, ¿quieres? —dijo Y luego se dirigió a Kat—: ¿Tienes clase esta mañana?

—Sí. ¿Cuántas personas?

—Ocho.

—¿Ya ha pasado Stacy?

Al oír su nombre, ambos hombres se quitaron el gorro y se lo colocaron sobre el corazón en señal de respeto.

—Dios se apiade de nosotros —murmuró Billy.

Kat frunció el ceño.

—Aún no ha pasado —dijo Tyrell.

Kat siguió hacia la derecha y rodeó el Conservatory Water. Aquella mañana había una regata de barquitos de modelismo. Tras la Kerbs Boathouse, encontró a Aqua con las piernas cruzadas. Tenía los ojos cerrados. Aqua, de padre afroamericano y madre judía, solía describir su piel como café con leche con un toque de nata montada. Era menudo y ágil, y, en esos momentos, estaba absolutamente inmóvil, ofreciendo una imagen que entraba en serio conflicto con la del chico nervioso que ella había conocido muchos años atrás y del que se había hecho amiga.

—Llegas tarde —dijo Aqua sin abrir los ojos.

—¿Cómo haces eso?

—¿El qué? ¿Verte con los ojos cerrados?

—Sí.

—Es un secreto especial de maestro yogui —dijo Aqua—. Se llama mirar por entre los párpados. Siéntate.

Lo hizo. Un minuto más tarde, Stacy se unió al grupo. A ella, Aqua no la riñó. Antes solía dar la clase en el césped del amplio Great Lawn, pero eso fue hasta que Stacy empezó a acudir a clase y a demostrar su flexibilidad en público. De pronto, los hombres mostraron un tremendo interés por el yoga al aire libre. A Aqua, aquello no le hacía gracia, así que había decidido que aquella clase de la mañana sería solo para mujeres, y que la daría en aquel rincón oculto detrás de la caseta de los botes. El «lugar reservado» de Stacy era el más próximo a la pared, de modo que quienes quisieran mirar desde lejos no tuvieran una visión directa.

Aqua les guio a través de una serie de asanas. Cada mañana, hiciera sol, lloviera o nevara, Aqua daba la clase en aquel mismo sitio. No cobraba una tarifa determinada. Cada uno le daba lo que le parecía justo. Era un profesor magnífico: se explicaba bien, motivaba a los alumnos, era amable, sincero y divertido. Corregía tu Perro Cabeza Abajo o tu Guerrero Dos con un mínimo contacto, y sin embargo, al hacerlo, todo tu cuerpo reaccionaba.

La mayoría de los días, Kat se concentraba en las posturas y no pensaba en nada más. Su cuerpo trabajaba duro. La respiración se le volvía más lenta. La mente se abandonaba. En su vida normal, Kat bebía, fumaba algún cigarrillo que otro, comía mal. Su trabajo podía ser un chute de toxinas puras, sin cortar. Pero allí, oyendo la voz relajante de Aqua, todo aquello solía desaparecer.

Ese día no.

Intentó soltarse, centrarse en el momento y todas esas cosas zen que sonaban a tontería a menos que las dijera Aqua, pero el rostro de Jeff —el que había conocido ella, el que acababa de ver— le perseguía. Aqua notó que estaba distraída. La miró con preocupación y dedicó algo más de tiempo a corregir sus posturas. Pero no dijo nada.

Al final de cada clase, cuando los alumnos descansaban en la postura del Cadáver, Aqua los sometía a todos con su hechizo de relajación. El cuerpo se relajaba por completo. La mente descansaba. Entonces él les daba a todos sus bendiciones y les deseaba un día especial. Se quedaban allí unos momentos más, respirando profundamente, sintiendo las cosquillas en las puntas de los dedos. Lentamente, iban abriendo los ojos —como estaba haciendo Kat en aquel momento—, y Aqua ya no estaba allí.

Kat volvió lentamente a la vida, igual que sus compañeras. Enrollaron sus esterillas en silencio, casi incapaces de hablar. Stacy acudió a su lado. Caminaron juntas unos minutos, dejando atrás el Conservatory Water.

—¿Recuerdas ese tipo con el que me he visto un par de veces? —dijo Stacy.

—¿Patrick?

—Sí, ese.

—Parecía muy agradable —dijo Kat.

—Sí, bueno, he tenido que darle puerta. He descubierto que hace algo muy chungo.

—¿El qué?

—Clases de spinning —dijo Stacy.

Kat puso los ojos en blanco.

—Que sí, Kat. El tío va a clases de spinning. ¿Qué será lo próximo? ¿Ejercicios de Kegel?

Pasear con Stacy era divertido. Al cabo de un rato, dejabas de notar las miradas y los piropos. No te ofendían ni tenías que mirar a otra parte. Simplemente dejaban de existir. Caminar junto a Stacy era lo más parecido al camuflaje que conocería Kat.

—¿Kat?

—¿Sí?

—¿Me vas a decir lo que te pasa?

Un tipo corpulento con músculos de gimnasio cubiertos de venas y el cabello engominado se paró delante de Stacy y bajó la vista hasta su pecho.

—Vaya, eso sí que es una buena delantera.

Stacy también se paró y bajó la vista hasta su entrepierna.

—Vaya, eso sí que es una polla minúscula —dijo, y volvieron a ponerse en marcha.

Sí, vale, quizá no dejaran de existir del todo. Según el tipo de acercamiento, Stacy respondía de diferentes modos. Odiaba las bravatas de los fanfarrones, los que le silbaban, los maleducados. Los tipos tímidos, los que simplemente admiraban lo que veían y lo disfrutaban... Bueno, eso también lo disfrutaba Stacy. A veces incluso les sonreía o les saludaba, casi como si fuera un personaje famoso dándose un poco a su público porque no le costaba nada y así les hacía felices.

—Anoche entré en ese sitio web —dijo Kat.

Stacy sonrió al oírlo.

—¿Ya?

—Sí.

—Vaya. No has tardado mucho. ¿Has ligado con alguien?

—No exactamente.

—¿Pues qué ha pasado?

—He visto a mi exprometido.

Stacy se detuvo, con los ojos como platos.

—¿Cómo?

—Se llama Jeff Raynes.

—Un momento. ¿Estuviste prometida?

—Hace mucho tiempo.

—Pero... ¿prometida? ¿Tú? ¿Con anillo y todo?

—¿Por qué te sorprende tanto?

—No lo sé. Quiero decir... ¿cuánto tiempo hace que somos amigas?

—Diez años.

—Pues eso. Y en todo ese tiempo, no has tenido nada mínimamente parecido a una relación amorosa.

—Yo tenía veintidós años —dijo Kat encogiéndose de hombros.

—No tengo palabras —respondió Stacy—. Tú. Prometida.

—¿Podemos saltarnos esa parte de una vez?

—Sí, vale. Lo siento. ¿Y anoche viste su perfil en ese sitio web?

—Sí.

—¿Y qué le dijiste? ¿Qué le escribiste a... Jeff?

—No lo hice.

—¿Cómo?

—No le escribí.

—¿Por qué no?

—Me dejó tirada.

—Después de prometeros —dijo Stacy meneando la cabeza de nuevo—. ¿Y nunca me lo has contado? Me siento como utilizada.

—¿Y eso por qué?

—No lo sé. Quiero decir, en cuestión de amor, siempre pensé que eras un poco cínica, como yo.

Kat siguió caminando.

—¿Y cómo crees que me convertí en una cínica?

—Touché.

Encontraron una mesa en Le Pain Quotidien de Central Park, cerca de la calle Sesenta y nueve Oeste, y pidieron café.

—Lo siento mucho —dijo Stacy. Kat le quitó importancia con un gesto de la mano—. Te he apuntado en ese sitio web para que pudieras echar un polvo en condiciones. Dios sabe que necesitas echar un polvo. Quiero decir, que necesitas un polvo urgente.

—Como disculpa no está nada mal —dijo Kat.

—No pretendía resucitar antiguos recuerdos.

—Tampoco pasa nada.

Stacy no parecía muy convencida de aquello.

—¿Quieres hablar de ello? Claro que quieres. Y yo me muero de curiosidad. Cuéntamelo todo.

De modo que Kat le contó toda la historia de Jeff. Le contó cómo se habían conocido en la universidad, cómo se habían enamorado, la sensación de que aquello sería para siempre, que todo con él era fácil, cómo se había declarado y cómo cambió todo cuando mataron a su padre, cómo se volvió más introvertida, hasta que por fin Jeff se había largado, sin que ella opusiera resistencia, por debilidad o quizá por un exceso de orgullo.

Cuando acabó, Stacy dijo:

—Guau.

Kat siguió dando sorbos a su café.

—¿Y ahora, casi veinte años más tarde, ves a tu exprometido en un sitio web?

—Sí.

—¿Está soltero?

Kat frunció el ceño.

—Habrá poca gente casada en la web.

—Sí, claro, tienes razón. ¿Y entonces? ¿Está divorciado? ¿O se ha quedado en casa todo este tiempo, languideciendo, como tú?

—Yo no estoy languideciendo —protestó Kat—. Es viudo.

—Guau.

—Deja de decir eso. «Guau». ¿Qué tienes, siete años?

Stacy no hizo caso del rapapolvo.

—Se llama Jeff, ¿no?

—Sí.

—Y cuando Jeff cortó, ¿tú le querías?

Kat tragó saliva.

—Sí, por supuesto.

—¿Y tú crees que él aún te quería?

—Se ve que no.

—Olvídate de eso. Piensa en la pregunta. Deja de pensar por un momento en que él te dejó.

—Sí, me cuesta bastante hacerlo. Soy de esas que creen que los hechos dicen más que las palabras —dijo Kat.

Stacy se le acercó antes de hablar.

—Pocas personas han visto el lado sórdido del amor y del matrimonio más claramente que una servidora. Eso lo sabemos las dos, ¿verdad?

—Sí.

—Aprendes mucho de las relaciones cuando tu trabajo, en cierta medida, consiste en romperlas. Pero lo cierto es que casi todas las relaciones tienen puntos de ruptura. Toda relación tiene fisuras y grietas. Eso no significa que sea insustancial, mala o incorrecta. Sabemos que todo en nuestra vida es complejo y gris. Y sin embargo, de algún modo, esperamos que nuestras relaciones sean siempre sencillas y puras.

—Tienes toda la razón —dijo Kat—. Pero no sé adónde quieres llegar.

Stacy se inclinó hacia ella.

—Cuando Jeff y tú cortasteis, ¿aún te quería? Y no me sueltes ese rollo de los hechos y las palabras. ¿Aún te quería?

Y entonces, sin pensarlo realmente, Kat dijo:

—Sí.

Stacy se quedó allí, mirando a su amiga sin decir nada.

—¿Kat?

—¿Qué?

—Sabes perfectamente que yo no soy religiosa, pero esto tiene pinta..., no sé..., como de algo del destino o algo así —dijo Stacy. Kat dio otro sorbo a su café—. Jeff y tú sois solteros los dos. Ambos estáis libres. Ambos habéis pasado por lo del anillo.

—Y yo he salido mal parada —dijo Kat.

Stacy se quedó pensando en aquello.

—Eso no es lo que yo... Bueno, sí, en parte sí, claro. Pero no es tanto que hayas quedado mal parada; yo diría que ahora eres más... realista. —Stacy sonrió y apartó la mirada—. Oh, Dios mío.

—¿Qué?

Stacy miró a Kat, aún sonriendo.

—Esto podría ser como un cuento de hadas, ¿sabes? —continuó Stacy. Kat no dijo nada—. Solo que aún mejor. Tú y Jeff estabais bien antes, ¿no? —Kat seguía sin decir nada—. ¿No lo ves? Esta vez ambos podéis afrontar esto con los ojos bien abiertos. Puede ser como un cuento de hadas..., pero real. Ahora veis las fisuras y las grietas. Llegáis con un bagaje y una experiencia, y con expectativas honestas. Es una compensación por lo que ambos estropeasteis hace tanto tiempo. Kat, escúchame. —Stacy alargó la mano por encima de la mesa y agarró la de Kat, que tenía lágrimas en los ojos—. Esto podría ser muy, muy bueno.

Kat seguía sin responder. Tenía miedo de que le fallara la voz. Ni siquiera se permitía pensar en ello. Pero lo sabía. Sabía exactamente lo que quería decir Stacy.

—¿Kat?

—Cuando vuelva a mi apartamento le enviaré un mensaje.

4

Mientras se duchaba, Kat pensó en lo que le diría exactamente a Jeff. Se planteó una docena de posibilidades, a cual más ñoña. Odiaba sentirse así. Odiaba tener que preocuparse de lo que le iba a escribir a un tío, como si estuvieran en el instituto y fuera a dejarle una nota en la taquilla. Ufff... ¿Es que aquello iba a durar toda la vida?

Un cuento de hadas, había dicho Stacy. Pero real.

Se puso su uniforme de poli de diario —unos vaqueros y una americana— y un par de zapatillas ligeras. Se recogió el cabello en una cola de caballo. Kat nunca había tenido valor para dejarse el pelo muy corto, pero le gustaba recogérselo hacia atrás, para no sentirlo en el rostro. A Jeff también le gustaba así. La mayoría de los hombres preferían que llevara el pelo suelto. Jeff no. «Me encanta tu rostro. Me encantan esos pómulos y esos ojos...».

Tenía que parar.

Era hora de ir a trabajar. Ya pensaría en qué escribir más tarde.

La pantalla del ordenador parecía burlarse de ella cuando pasaba por delante, retándola a irse sin más. Se detuvo. El salvapantallas mostraba su baile de líneas. Miró la hora.

«Acaba con esto de una vez», se dijo.

Se sentó y, una vez más, abrió la página EresMiTipo.com. Cuando inició sesión, vio que tenía «nuevas coincidencias interesantes». No se molestó en mirar. Encontró el perfil de Jeff, hizo clic en la foto y volvió a leer su descripción personal: A VER QUÉ PASA.

¿Cuánto tiempo habría tardado Jeff en pensar en algo tan simple, tan tentador, tan informal, tan poco comprometedor y a la vez tan sugerente? No suponía ninguna presión. Era una invitación, nada más. Kat presionó el icono para escribirle un mensaje directo. Se abrió la ventana. El cursor parpadeó, impaciente.

Kat escribió: SÍ, A VER QUÉ PASA.

Ufff...

Lo borró inmediatamente.

Probó otras cosas: ADIVINA QUIÉN ES...; HA PASADO MUCHO TIEMPO...; ¿CÓMO ESTÁS, JEFF? ES AGRADABLE VOLVER A VERTE. Borra, borra, borra. Todo lo que se le ocurría era soso hasta no poder más. Quizá, pensó, esa fuera la naturaleza de aquellas cosas: que era difícil mostrarse tranquilo y relajado cuando se está en un sitio web intentando encontrar al amor de tu vida.

Un recuerdo le trajo una sonrisa nostálgica al rostro. Jeff tenía debilidad por los vídeos musicales rancios de los años ochenta. Eso era antes de que YouTube hiciera fácil ver cualquier vídeo al momento. Había que encontrarlos cuando la VH1 emitía algún programa especial o algo así. De pronto, se imaginó lo que estaría haciendo Jeff en aquel momento, probablemente sentado en su ordenador, buscando viejos vídeos de Tears for Fears, Spandau Ballet, Paul Young o John Waite.

John Waite.

Waite tenía un antiguo éxito que ponían en la MTV, una canción pop, casi new wave, que le gustaba mucho, incluso ahora, cuando la oía por casualidad en la radio o en algún bar que pusiera éxitos de los ochenta. Cuando Kat oía a John Waite cantando Missing You, le traía recuerdos de aquel vídeo sensiblero en el que se veía a John caminando solo por la calle, exclamando una y otra vez «No te echo de menos en absoluto»,1 con una voz tan angustiosa que hacía que el verso siguiente («No puedo mentirme a mí mismo») resultara superfluo y demasiado explicativo. John Waite aparecía en un bar, ahogando en alcohol su evidente dolor, evocando recuerdos felices de la mujer que siempre amaría, al tiempo que repetía que no la echaba en absoluto de menos. Ya, pero la mentira se le ve. Se le ve a cada paso, a cada movimiento. Luego, al final del vídeo, un John solitario vuelve a casa y se pone los auriculares, ahogando esta vez sus penas en música, en lugar de en alcohol, y así, en un giro de tintes casi shakesperianos con estética de serie de televisión cutre, no oye cuando —¡oh!— su amor vuelve y llama a su puerta. Al final, la persona con la que estaba destinado a vivir hasta la eternidad llama otra vez, pega la oreja a la puerta y acaba por irse, dejando a John Waite con el corazón roto para siempre, insistiendo en que no la echa de menos, mintiéndose eternamente.

Ironías del destino.

El vídeo se había convertido en una especie de broma recurrente entre Jeff y ella. Cuando estaban lejos el uno del otro, aunque fuera por poco tiempo, él solía dejarle mensajes diciendo «No te echo de menos en absoluto», y ella quizá respondiera algo como que podía mentirse a sí mismo.

Sí, el amor no siempre es bonito.

Pero cuando Jeff quería ponerse más serio, firmaba sus notas con el título de la canción, que ahora mismo los dedos de Kat escribían en la caja de texto sin proponérselo siquiera:

TE ECHO DE MENOS.

Se lo quedó mirando un momento y se planteó si debía clicar en Enviar.

No podía hacerlo. Él se presentaba con toda sutileza, con su «a ver qué pasa», y ella va y responde con un «te echo de menos». No. Lo borró y volvió a intentarlo, esta vez transcribiendo el verso completo del estribillo:

NO TE ECHO DE MENOS EN ABSOLUTO.

Eso quedaba demasiado frívolo. Borrar de nuevo.

Vale, ya basta.

Entonces se le ocurrió una idea. Abrió otra ventana del navegador y encontró un vínculo al viejo vídeo de John Waite.

No lo había visto en... unos veinte años, quizá, pero aún tenía aquel encanto pringoso. Sí, pensó Kat, asintiendo. Perfecto. Copió y pegó el vínculo en la caja de texto. Apareció una fotografía de la escena del bar del vídeo. Kat no se lo pensó más.

Hizo clic en el botón Enviar, se puso en pie enseguida y casi salió corriendo hacia la puerta.

Kat vivía en la calle Sesenta y siete, en el Upper West Side de Nueva York. El Distrito Diecinueve, donde trabajaba, también estaba en la calle Sesenta y siete, solo que en el lado este, no muy lejos del Hunter College. Le encantaba el camino de casa al trabajo: solo tenía que atravesar Central Park. Su brigada ocupaba un edificio emblemático de la década de 1880 de un estilo que alguien le había dicho que se llamaba Neorrenacimiento. Ella era investigadora, y trabajaba en la tercera planta. En la tele, los investigadores suelen tener alguna especialidad, como los homicidios, pero la mayoría de esas especializaciones o destinos particulares han desaparecido hace tiempo. El año en que mataron a su padre había habido casi cuatrocientos homicidios. Ese año llevaban doce. Los grupos de homicidios con seis agentes cada uno habían quedado obsoletos.

En cuanto pasó por la recepción, Keith Inchierca, sargento de guardia, le dijo:

—El capitán te quiere ver ipso facto.

Keith le señaló el camino con su pulgar rechoncho, como si ella no supiera dónde estaba el despacho del capitán. Subió los escalones de dos en dos hasta el primer piso. A pesar de su buena relación personal con el capitán Stagger, casi nunca la llamaba a su despacho.

Llamó suavemente con los nudillos.

—Adelante.

Abrió la puerta. El despacho era pequeño y de color gris, como una acera mojada. El capitán estaba inclinado sobre la mesa, con la cabeza gacha.

Kat de pronto sintió que se le secaba la boca. Stagger también llevaba la cabeza gacha aquel día, dieciocho años atrás, cuando se presentó a la puerta de su apartamento. En aquel momento, Kat no lo había entendido. Al menos al principio. Siempre había pensado que, si alguien se presentaba a darle aquella noticia, ella lo sabría, que habría tenido algún presagio de algún tipo. Se había imaginado la escena un centenar de veces: sería entrada la noche, mientras llovía, unos golpes secos. Abriría la puerta, ya consciente de lo que se avecinaba. Se encontraría de frente la mirada de algún policía, negaría con la cabeza, vería el lento asentimiento del policía y luego caería al suelo gritando: «¡NO!».

Pero cuando llegó aquella llamada a su puerta, cuando Stagger se presentó para comunicarle la noticia que partiría su vida en dos —habría un antes y un después—, el sol brillaba con fuerza, ajeno a todo. Ella estaba a punto de salir hacia la biblioteca de la universidad, en el norte de Manhattan, para preparar un trabajo sobre el plan Marshall. Aún se acordaba de aquello. El maldito plan Marshall. Así que abrió la puerta, con prisa por ir a coger la línea C del metro, y ahí estaba Stagger, de pie, con la cabeza gacha, como ahora, y no entendió nada. Él no la miró a la cara. La verdad —la sobrecogedora y triste verdad— era que, la primera vez que había visto a Stagger en el rellano, Kat había pensado que quizás hubiera venido por ella. Sospechaba que Stagger tenía cierta debilidad por ella. Los policías jóvenes, especialmente los que consideraban a su padre como una figura paterna, solían encapricharse de ella. Así que cuando Stagger apareció frente a su puerta, eso fue lo que pensó: que a pesar de que sabía que estaba comprometida con Jeff, quería mover ficha con delicadeza. Nada forzado. Stagger —de nombre se llamaba Thomas, pero nadie le llamaba por el nombre— no era de esos. Más bien era un tipo dulce.

Cuando vio la sangre en su camisa, entrecerró los párpados, pero seguía sin entenderlo. Entonces él dijo tres palabras, tres simples palabras que se combinaron hasta detonar en su pecho, haciendo estallar el mundo en pedazos:

—Es grave, Kat.

Ahora Stagger tenía casi cincuenta años, estaba casado y tenía cuatro niños. Su mesa estaba llena de fotografías. Había una antigua de Stagger con su compañero desaparecido, el agente de homicidios Henry Donovan, el padre de Kat. Así son las cosas. Cuando mueres en servicio, tu foto acaba por todas partes. Para algunos es un bonito homenaje. Para otros, un doloroso recuerdo. En la pared, detrás de Stagger, había un póster enmarcado del hijo mayor de Stagger, de unos dieciséis años, jugando a lacrosse. Stagger y su mujer tenían una casa en Brooklyn. Debían de tener una vida agradable, o eso suponía Kat.

—¿Querías verme, capitán?

Fuera de comisaría le llamaba Stagger, pero, cuando se trataba de trabajo, no podía hacerlo. Cuando Stagger levantó la vista, Kat se sorprendió al ver su rostro lívido. Sin querer dio un paso atrás, casi esperándose oír aquellas tres palabras de nuevo, pero esta vez fue ella la que se adelantó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Monte Leburne —dijo Stagger.

La simple mención de aquel nombre extendió un frío gélido por todo el despacho. Tras una vida perdida en la que no había provocado más que destrucción, Monte Leburne estaba cumpliendo cadena perpetua por el asesinato del agente de homicidios Henry Donovan.

—¿Qué le pasa?

—Se está muriendo.

Kat asintió, haciendo tiempo, intentando rehacerse de la impresión.

—¿De?

—Cáncer de páncreas.

—¿Cuánto tiempo hace que lo tiene?

—No lo sé.

—¿Y por qué me lo dices ahora? —dijo con más énfasis del que habría deseado. Él levantó la vista y la miró. Ella se disculpó con un gesto.

—Acabo de enterarme —dijo él.

—He intentado ir a visitarle.

—Sí, lo sé.

—Antes me dejaba. Pero últimamente...

—Eso también lo sé —dijo Stagger.

Silencio.

—¿Sigue en Clinton? —preguntó Kat.

Clinton era una prisión de máxima seguridad al norte del estado, cerca de la frontera canadiense, con pinta de ser el lugar más solitario y frío del mundo. Estaba a seis horas en coche desde la ciudad. Kat había hecho aquella deprimente excursión demasiadas veces.

—No. Lo han trasladado a Fishkill.

Bien. Aquello estaba mucho más cerca. Podía llegar en hora y media.

—¿Cuánto tiempo le queda?