Te encontraré - Harlan Coben - E-Book

Te encontraré E-Book

Harlan Coben

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

EL DESESPERADO INTENTO DE UN PADRE, INJUSTAMENTE CONDENADO POR LA MUERTE DE SU HIJO, POR DESCUBRIR LA VERDAD. David Burroughs vive una vida idílica junto a su esposa Cheryl y su querido hijo Matthew, de tres años, en un tranquilo suburbio de clase trabajadora. Una fatídica noche despierta y descubre que el pequeño ha sido asesinado mientras él dormía. Media década después, David cumple condena por la muerte de su hijo en una prisión de máxima seguridad. Él está rendido ante su destino, hasta que un día, Rachel, la hermana menor de su esposa, le hace una sorprendente visita para llevarle una fotografía de un parque de atracciones. Al fondo y casi fuera de cuadro, se puede observar a un niño que tiene un parecido inquietante con Matthew. A pesar de las pocas posibilidades que existen de que ese niño sea realmente su hijo, David tiene la absoluta certeza de que Matthew sigue vivo y se convierte en un prófugo decidido a lograr lo imposible: encontrarlo, limpiar su propio nombre y descubrir la verdadera historia sobre lo sucedido. ¿HASTA DÓNDE LLEGARÍAS PARA PROBAR TU INOCENCIA?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 474

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

Primera parte

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

Segunda parte. Doce horas más tarde

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

Tercera parte

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

Ocho meses más tarde

Agradecimientos

Harlan Coben

Otros titulos de Harlan Coben en RBA

Título original inglés: I will find you.

La edición española ha sido publicada gracias a un acuerdo

con Casanovas & Lynch Agencia Literaria.

© del texto: Harlan Coben, 2023.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: marzo de 2025.

REF.: OBDO460

ISBN: 978-84-1098-186-7

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PARA MIS SOBRINOS Y SOBRINAS

THOMAS, KATHARINE, MCCALLUM, REILLY, DOVEY,

ALEK, GENEVIEVE, MAJA, ALLANA, ANA, MARY, MEI,

SAM, CALEB, FINN,

ANNIE, RUBY, DELIA, HENRY Y MOLLY

CON CARIÑO,

EL TÍO HARLAN

PRIMERA PARTE

1

Estoy cumpliendo mi quinto año de una condena por haber matado a mi propio hijo.

Atención, spoiler: no lo hice.

Mi hijo Matthew tenía tres años de edad cuando lo asesinaron brutalmente. Era lo mejor de mi vida, y de pronto desapareció, así que cumplo condena desde entonces. No metafóricamente. O, mejor dicho, no solo metafóricamente. Sería una cadena perpetua en cualquier caso, aunque no me hubieran detenido, juzgado y condenado.

Pero en mi caso, en este caso, la cadena perpetua es a la vez metafórica y literal. Y os preguntaréis: ¿cómo es posible que sea inocente?

Lo soy, sin más.

Pero ¿no protesté, no defendí mi inocencia con cada fibra de mi ser?

No, en realidad no. Y supongo que en eso tiene que ver la cadena perpetua en sentido metafórico. Lo cierto era que no me importaba demasiado que me declararan culpable. Sé que suena raro, pero no lo es. Mi hijo está muerto. Eso es lo que importa, la verdadera noticia. La noticia, la entradilla y el titular, todo con grandes mayúsculas. Mi hijo está muerto, ya no está, y eso es algo que no iba a cambiar aunque la portavoz del jurado me hubiera declarado inocente. Culpable o no culpable, le había fallado a mi hijo. En cualquier caso. Matthew no estaría menos muerto si el jurado hubiera sido capaz de ver la verdad y liberarme. Un padre tiene el deber de proteger a su hijo. Esa es su principal prioridad. Así que, aunque no fuera yo quien empuñara el arma que convirtió a mi precioso hijito en la sangrienta imagen con la que me encontré aquella terrible noche de hace cinco años, tampoco lo impedí. No cumplí con mi deber como padre. No lo protegí.

Culpable o no culpable del asesinato en sí, es culpa mía, y, por tanto, mi condena es justa.

Y por eso apenas reaccioné cuando la portavoz del jurado leyó el veredicto. Por supuesto, los observadores concluyeron que debía de ser un sociópata o un psicópata, o que debía de estar trastornado o mentalmente enfermo. No era capaz de sentir, afirmaron los medios. Carecía del gen de la empatía, o no podía experimentar remordimientos, tenía la mirada vacía, entre otras muchas cosas que se les ocurrieron. Nada de eso era cierto. Simplemente, no podía reaccionar. Había recibido un golpe devastador la noche en que me encontré a mi hijo Matthew, vestido con su pijama de héroes de Marvel. Aquel golpe me había hecho caer de rodillas, y no podía levantarme. Ni podía hacerlo entonces. Ni ahora. Ni nunca.

Mi cadena perpetua en sentido metafórico acababa de empezar.

Si creéis que esto va a ser la historia de un hombre acusado injustamente que consigue demostrar su inocencia, os equivocáis. Porque esa no sería una gran historia. Al final, no cambiaría nada. Que me sacaran de este agujero para mí no sería ninguna redención. Mi hijo seguiría muerto.

La redención no es posible en este caso.

O al menos eso es lo que pensaba hasta el momento en que el guardia, un tipo particularmente excéntrico al que llamamos Rizos, se ha presentado en mi celda y me ha dicho: «Tienes visita».

Yo no me he movido, porque pensaba que no estaba hablando conmigo. Llevo aquí casi cinco años, y en todo ese tiempo nunca he tenido visitas. Durante el primer año, mi padre intentó visitarme. También la tía Sophie y un puñado de amigos cercanos y familiares que creían en mi inocencia, o que al menos confiaban en que no era tan culpable. Yo no les quise ver. La madre de Matthew, Cheryl, mi entonces esposa (que, como era de esperar, ahora es mi exesposa) también lo había intentado, aunque no muy convencida. Tampoco dejé que me viera. Lo dejé claro: nada de visitas. No iba a caer en la autocompasión, ni quería compasión de ningún tipo. Las visitas no ayudan al visitante ni al visitado. No les veía sentido y sigo sin vérselo.

Pasó un año. Luego dos. Luego todos dejaron de intentar venir a verme. No es que estuvieran deseando darse el largo viaje hasta Maine —bueno, quizá Adam sí—, pero ya me entendéis. Ahora, por primera vez en mucho tiempo, alguien ha venido aquí, a la cárcel de Briggs, para verme.

—Burroughs, vamos —dice Rizos—. Tienes visita.

Yo hago una mueca.

—¿Quién es?

—¿Tengo pinta de ser tu secretaria?

—Muy bueno.

—¿El qué?

—El chiste sobre la secretaria. Ha sido muy gracioso.

—¿Te estás haciendo el listillo conmigo?

—No tengo ningún interés en recibir visitas —le recuerdo—. Por favor, dile que se vaya.

Rizos suspira.

—Burroughs.

—¿Qué?

—Que levantes el culo. No has rellenado los impresos.

—¿Qué impresos?

—Hay que rellenar impresos si no quieres visitantes —me dice Rizos—. Pensaba que tenían que estar en mi lista de visitas.

—Lista de visitas... —repite Rizos, negando con la cabeza—. ¿Te parece esto un hotel?

—¿Los hoteles tienen listas de visitas? —replico yo—. En cualquier caso, sí que rellené algo para indicar que no quería visitas.

—Cuando llegaste aquí.

—Exacto.

Rizos vuelve a suspirar.

—Tienes que renovarlo cada año.

—¿Qué?

—¿Has rellenado el impreso este año diciendo que no querías visitas?

—No.

—Ahí tienes —concluye Rizos, extendiendo las manos—. Ahora levanta.

—¿No le puedes decir que se vaya a casa?

—No, Burroughs, no puedo, y te diré por qué. Eso supondría más trabajo para mí que arrastrar tu culo hasta el pabellón de visitas. Si hago eso, tendría que explicar por qué no estás ahí, y tu visitante me haría preguntas, y probablemente tendría que ser yo quien rellenara un impreso, y tendría que ir arriba y abajo, y no necesito nada de eso, ¿sabes? No lo necesito. Así que esto es lo que va a pasar: tú te vienes conmigo ahora mismo, y por mí te puedes quedar ahí sentado sin abrir la boca. Luego rellenas los impresos necesarios y ninguno de los dos tendrá que pasar por esto otra vez. ¿Lo has pillado?

Llevo aquí el tiempo suficiente como para saber que un exceso de resistencia no solo es inútil, sino que puede llegar a ser dañina. Además, a decir verdad, tengo curiosidad.

—Lo he pillado —respondo.

—Genial. Vamos.

Me conozco el procedimiento, por supuesto. Dejo que Rizos me ponga las esposas, y luego la cadena en torno a la cintura para que me pueda fijar las manos. Se salta los grilletes de los tobillos, sobre todo porque es una lata ponerlos y quitarlos. El camino es bastante largo desde el DE (departamento especial, para quien no domine la jerga) de la cárcel de Briggs hasta la zona de visitas. Actualmente somos dieciocho los internos en el DE —siete pedófilos, cuatro violadores, dos asesinos en serie caníbales, dos asesinos en serie «normales», dos asesinos de polis y, por supuesto, un maníaco filicida (un servidor)—. Una buena camarilla.

Rizos me echa una mirada de advertencia, lo cual es raro. La mayoría de guardias son aspirantes a polis aburridos y/o gorilas que nos miran con una apatía impresionante. Me dan ganas de preguntarle qué pasa, pero sé cuándo debo estar callado. Aquí aprendes esas cosas. Siento que las piernas me tiemblan un poco al caminar. Estoy extrañamente nervioso. Lo cierto es que ya estoy acostumbrado a estar aquí. Es un horror —peor de lo que os imagináis—, pero, aun así, me he acostumbrado a este horror en particular. Esta visita, sea quien sea, después de tanto tiempo, ha venido a darme una noticia que va a poner mi mundo del revés.

Y eso no me apetece nada.

La mente se me va a aquella noche, a la imagen de la sangre. Pienso mucho en la sangre. También sueño con ella. No sé con qué frecuencia. Al principio era cada noche. Ahora yo diría que es más bien una vez por semana o así, pero no llevo la cuenta. En la cárcel el tiempo no pasa de forma normal. Se detiene, parte, traquetea y hace zigzags. Recuerdo que esa noche me desperté en la cama que compartía con mi esposa Cheryl. No miré el reloj, pero para quienes llevan la cuenta del tiempo en la familia eran las cuatro de la mañana. La casa estaba en silencio, pero tuve la sensación de que algo no iba bien. O quizá eso es lo que me parece ahora. La memoria puede llegar a ser la narradora de historias más creativa que existe. Así que probablemente no tuviera ninguna sensación. Ya no lo sé. No es que me despertara sobresaltado y saliera de la cama a la carrera. Tardé lo mío en ponerme en pie. Me quedé en la cama varios minutos, con el cerebro atascado en ese extraño umbral entre el sueño y la vigilia, emergiendo lentamente hacia la conciencia.

En algún momento levanté por fin la cabeza. Eché a caminar por el pasillo hacia la habitación de Matthew.

Y fue entonces cuando vi la sangre.

Era más roja de lo que imaginaba: de un rojo intenso, como un lápiz de cera, de un rojo llamativo, burlón, como el maquillaje de un payaso contra el blanco de la piel.

Caí presa del pánico. Llamé a Matthew. Fui corriendo a su habitación, golpeándome contra el marco de la puerta. Volví a llamarlo por su nombre. No hubo respuesta. Entré y me encontré... algo irreconocible.

Según me han dicho, me puse a gritar.

Así es como me encontró la policía. Aún gritaba. Los gritos se convirtieron en esquirlas de vidrio que se me clavaban por todas partes. En algún momento dejé de gritar, supongo. Eso tampoco lo recuerdo. Quizá se me partieran las cuerdas vocales. No lo sé. Pero el eco de esos gritos no me ha abandonado nunca. Esas esquirlas siguen clavándoseme, cortando, segando y hundiéndoseme en las carnes.

—Date prisa, Burroughs —dice Rizos—. La mujer lleva ya un rato esperando.

La mujer.

Ha dicho «la mujer». Por un momento me imagino que podría ser Cheryl, y el corazón se me acelera. Pero no, ella no vendrá, y yo tampoco querría que viniera. Estuvimos casados ocho años. Felizmente casados, pensaba yo, la mayoría de esos años. Al final no fue tan bonito. Los nuevos motivos de tensión habían creado grietas, y las grietas se estaban convirtiendo en fisuras. ¿Habríamos podido seguir adelante? No lo sé. A veces pienso que Matthew nos habría hecho esforzarnos más, que él nos habría mantenido unidos, pero me da la impresión de que estoy hablando por hablar.

Poco después de que me condenaran firmé unos papeles concediéndole el divorcio. No volvimos a hablar. Fue más decisión mía que suya. Así que eso es todo lo que sé de su vida. Ahora mismo no tengo ni idea de dónde está, si aún está sufriendo, de duelo, o si ha conseguido hacerse una vida nueva. Y creo que es mejor que no lo sepa.

¿Por qué no presté más atención a Matthew esa noche?

No estoy diciendo que fuera un mal padre. No creo que lo fuera. Pero esa noche, sencillamente, no estaba de humor. Los niños de tres años pueden suponer un esfuerzo. Y pueden acabar aburriendo. Todos lo sabemos. Padres y madres tienden a fingir que cada momento que pasan con su hijo es una delicia. No lo es. O al menos eso era lo que pensaba esa noche. No le leí un cuento antes de dormir porque no tenía ganas. Horrible, ¿verdad? Envié a mi hijo a la cama solo porque estaba distraído con mis propios asuntos sin importancia y mis inseguridades. Idiota. Qué idiota. Todos somos tan idiotas cuando las cosas nos van bien en la vida...

Cheryl, que acababa de terminar su residencia en cirugía, tenía guardia esa noche, en el pabellón de trasplantes del Boston General. Yo estaba solo con Matthew. Me puse a beber. No suelo beber mucho y no aguanto bien el alcohol, pero en los últimos meses, con las tensiones propias del matrimonio, me parecía que me proporcionaba cierto alivio. Así que me tomé unas copas y supongo que se me subieron a la cabeza enseguida. En pocas palabras, bebí de más y perdí la conciencia, de modo que en lugar de cuidar a mi hijo, en lugar de protegerlo, en lugar de asegurarme de que todas las puertas estuvieran cerradas con llave (no lo estaban) o de prestar atención por si entraba algún intruso, en lugar de oír a un niño chillando de terror y/o agónicamente, estaba en un estado que el fiscal en el juicio definió como de «letargo alcohólico».

No recuerdo nada más hasta que percibí ese olor.

Ya sé lo que estáis pensando. Quizá sí que lo hiciera. Al fin y al cabo, las pruebas en mi contra eran bastante apabullantes. Lo entiendo. Es justo. A veces yo también me lo pregunto. Habría que estar ciego, o muy engañado, para no considerar esa posibilidad, así que dejad que os cuente una historia breve que tiene que ver con esto: una vez golpeé con fuerza a Cheryl mientras dormíamos. Tenía una pesadilla, y estaba soñando que un mapache enorme estaba atacando a nuestro perrito, Laszlo, así que en mi sueño, presa del pánico, le di una patada con todas las fuerzas al mapache, solo que acabé dándosela a Cheryl en la espinilla. Ahora que lo pienso, incluso es gracioso recordar a Cheryl intentando no alterarse mientras yo defendía mis acciones («¿Habrías preferido que dejara que un mapache se comiera a Laszlo?»), pero mi maravillosa mujer, cirujana, una mujer que adoraba a Laszlo y a todos los perros, seguía furiosa.

—A lo mejor, inconscientemente, querías hacerme daño —repuso.

Pero lo dijo con una sonrisa, así que no creo que fuera en serio. O quizá sí. Olvidamos ese asunto de inmediato y pasamos un día estupendo juntos. Pero ahora pienso mucho en aquello. Esa noche también estaba dormido y tenía un sueño. Una patada no es un asesinato, pero quién sabe, ¿no? El arma del crimen era un bate de béisbol. La señora Winslow, que llevaba cuarenta años viviendo en la casa del otro lado del jardín, me vio enterrarlo. Esa fue la prueba crucial, aunque siempre me he preguntado por qué iba a ser tan estúpido de enterrarlo tan cerca del escenario del crimen, con mis huellas por todas partes. Y no es lo único que me suscita dudas. Por ejemplo, yo ya me había quedado dormido después de tomar una o dos copas de más alguna vez —¿a quién no le ha pasado?—, pero nunca así. Quizá me drogaran, pero cuando llegaron a la conclusión de que yo era un posible sospechoso ya era tarde para hacerme análisis. Al principio, los agentes de la policía local, muchos de los cuales adoraban a mi padre, me apoyaron mucho. Buscaron entre los delincuentes que había encarcelado mi padre, pero no parecía que fueran por ahí los tiros. Ni siquiera me lo parecía a mí. Papá se había creado enemigos, claro, pero eso había sido hacía mucho tiempo. ¿Por qué iba a querer vengarse alguno de ellos matando a un niño de tres años? No cuadraba. No había señales de agresión sexual ni de ningún otro móvil, así que en realidad, sumándolo todo, solo quedaba un sospechoso posible.

Yo.

Así que a lo mejor sí que pasó algo parecido a lo de mi sueño de la patada al mapache. No es imposible. Mi abogado, Tom Florio, quería alegar algo así. Mis familiares, o algunos de ellos al menos, también creían que debía de ir por ahí. Declarar una discapacidad transitoria o algo así. Tenía un historial de sonambulismo y algo que, forzando la definición, podría describirse como problemas mentales. Podía usar eso, decían.

Pero no, yo no quería confesar porque, a pesar de todo aquello, yo no lo hice. No maté a mi hijo. Sé que no lo hice. Lo sé. Y sí, ya sé que es lo que dicen todos los asesinos.

Rizos y yo giramos la última esquina. La cárcel de Briggs tiene un estilo que podríamos definir como Asfalto Americano Temprano. Todo es de un gris apagado, como una carretera vieja después de una tormenta. Yo, que vivía en una casa de estilo colonial, con paredes de un amarillo intenso y postigos verdes, tonos tierra y muebles antiguos de pino, en una posición estupenda, en una calle sin salida, con un terreno de tres mil metros cuadrados, y ahora estoy aquí. No importa. El entorno es irrelevante. Acabas aprendiendo que el exterior es algo temporal, una ilusión, y por tanto irrelevante.

Se oye un zumbido y Rizos abre la puerta. Muchas cárceles tienen salas de visitas modernizadas. Los internos menos peligrosos se pueden sentar a una mesa con su visita o visitas sin barreras o separaciones físicas. Yo no puedo. En Briggs aún tenemos mamparas de plexiglás a prueba de balas. Me siento en un taburete de metal atornillado al suelo. La cadena de la cintura es bastante ancha, así que puedo coger el teléfono. Así es como se comunican los visitantes de una cárcel de máxima seguridad: por teléfono y a través del plexiglás.

La visitante no es Cheryl, mi exmujer aunque se parece a ella.

Es su hermana, Rachel.

Rachel está sentada al otro lado del plexiglás, pero veo cómo se le abren los ojos cuando me ve. Su reacción casi me hace sonreír. Su antes adorado cuñado, el hombre con ese sentido del humor tan poco convencional y con esa sonrisa socarrona, sin duda ha cambiado en los últimos cinco años. Me pregunto qué es lo que ve primero. Quizá la pérdida de peso. O quizá los huesos de la cara fracturados que no se han soldado a la perfección. Podría ser mi piel cetrina, lo caídos que tengo los hombros, antes atléticos, o el cabello, cada vez menos espeso y cada vez más gris.

Me siento y la miro a través del plexiglás. Descuelgo el teléfono y le indico con un gesto que haga lo mismo. Cuando Rachel se lleva el teléfono al oído, hablo.

—¿Por qué has venido?

Rachel casi consigue sonreír. Siempre hemos tenido buena relación. Me gustaba pasar tiempo con ella. A ella también le gustaba pasar tiempo conmigo.

—Ya veo que no estamos para formalidades.

—¿Has venido a intercambiar formalidades, Rachel?

Cualquier rastro de sonrisa que quedara en su rostro desaparece. Niega con la cabeza.

—No.

Espero. Aunque parece fatigada, Rachel sigue siendo guapa. Su cabello es del mismo rubio ceniza que el de Cheryl; sus ojos, del mismo color verde oscuro. Cambio de posición en mi taburete y la miro de lado porque me duele mirarla de frente.

Rachel parpadea para contener el llanto y mueve la cabeza de lado a lado.

—Esto es una locura.

Baja la mirada y por un momento veo a la chica de dieciocho años que conocí la primera vez que Cheryl me llevó a su casa, en Nueva Jersey, desde la facultad de Amherst, durante nuestro primer año de universidad. En realidad los padres de Cheryl y Rachel no me veían con buenos ojos. Para ellos no tenía la categoría suficiente, con un padre policía y habiéndome criado en un barrio humilde. A Rachel, en cambio, enseguida le había caído bien, y acabé cogiéndole cariño, como si fuera mi hermana pequeña. Me preocupaba por ella, despertaba en mí un instinto de protección. Un año más tarde le ayudé a mudarse a la Universidad de Lemhall para cursar su primer año, y luego a la de Columbia, donde estudió periodismo.

—Ha pasado mucho tiempo —dice Rachel.

Asiento. Quiero que se vaya. Me duele mirarla. Espero. Ella no habla. Al final digo algo, porque parece que Rachel necesita que le eche un cable, así que no puedo evitarlo.

—¿Cómo está Sam?

—Bien —dice Rachel—. Ahora trabaja para Merton Pharmaceuticals. En ventas. Es jefe de la sección, viaja mucho. —Luego se encoge de hombros y añade—: Nos hemos divorciado.

—Oh —digo yo—, lo siento.

Ella le resta importancia con un gesto de la mano. En realidad no lo siento tanto. Nunca pensé que Sam fuera lo suficientemente bueno para ella, pero tampoco me lo parecían la mayoría de sus novios.

—¿Aún trabajas para el Globe?

—No —dice, con una voz que zanja de golpe el tema. Permanecemos en silencio unos segundos más. Vuelvo a intentarlo.

—¿Vienes por Cheryl?

—No, en realidad no.

Trago saliva.

—¿Cómo está?

Rachel se retuerce las manos. Mira a todas partes para no mirarme a mí.

—Ha vuelto a casarse.

Es como un puñetazo en el vientre, pero lo aguanto sin parpadear siquiera. «Eso es —pienso—. Por cosas como esta es por lo que no quiero visitas».

—Ella no te culpó nunca, ya lo sabes. Ninguno lo hicimos.

—¿Rachel?

—¿Qué?

—¿A qué demonios has venido?

Volvemos a quedarnos en silencio. Detrás de ella veo otro guardia, uno que no conozco. Nos mira. Ahora mismo hay otros tres internos aquí dentro. No conozco a ninguno de ellos. Briggs es muy grande, y yo procuro no mezclarme con la gente. Tengo la tentación de ponerme en pie y marcharme, pero Rachel habla por fin.

—Sam tiene un amigo —dice.

Espero.

—En realidad no es un amigo. Más bien un colega. Trabaja en marketing. Y en administración. En Merton Pharmaceuticals. Se llama Tom Longley. Está casado y tiene dos hijos. Una familia agradable. Solíamos salir juntos. A barbacoas de la empresa, cosas así. Su esposa se llama Irene. Irene me gusta. Es muy simpática.

Se detiene y menea la cabeza.

—No lo estoy contando bien.

—No, no —digo yo—. Hasta ahora es una historia estupenda.

Rachel sonríe, sonríe de verdad en reacción a mi sarcasmo.

—Ahí está el viejo David.

Volvemos a quedarnos callados. Cuando Rachel vuelve a hablar, sus palabras salen más despacio, más mesuradamente.

—Los Longley se fueron a un viaje organizado por la empresa de él hace dos meses, a un parque de atracciones en Springfield. Six Flags, creo que se llama. Se llevaron a los dos niños. Irene y yo somos amigas, así que el otro día me invitó a almorzar. Me habló del viaje para cotillear un poco, supongo, porque Sam llevó a su nueva novia. Como si me importara. Pero no se trata de eso.

Me muerdo la lengua para no hacer otro comentario sarcástico y la miro. Ella me aguanta la mirada.

—Y entonces Irene me enseñó un montón de fotos.

Rachel se detiene. No tengo la más mínima idea de adónde quiere llegar, pero en mi cabeza ya oigo el preludio de una banda sonora agorera. Rachel saca un sobre marrón. De veinte por veinticinco, supongo. Lo apoya en la repisa que tiene delante. Aguanta la mirada más de lo normal, como si estuviera planteándose el paso siguiente. De pronto mete la mano en el sobre, saca algo y lo pone contra el plexiglás.

Es una foto, claro.

No sé qué es lo que tengo que ver. Efectivamente, la foto parece tomada en un parque de atracciones. Una mujer —me pregunto si será la simpática Irene— sonríe tímidamente a la cámara. Tiene a dos niños en el regazo, probablemente los Longley, y ninguno mira a la cámara. El de la derecha va disfrazado de Bugs Bunny; el de la izquierda de Batman. Irene parece algo molesta con ellos, pero no está enfadada. Ya casi me imagino la escena. El bueno de Tom, de marketing, animando a la simpática Irene para que pose; la simpática Irene, que en realidad no tiene ningunas ganas, pero le da el gusto; y los dos niños que no quieren ni oír hablar del tema. Todos hemos pasado por eso. Hay una montaña rusa roja enorme al fondo. El sol ilumina los rostros de la familia Longley, lo cual explica las muecas y que intenten girarse.

Rachel me mira fijamente.

Yo levanto la vista y la miro. Ella sigue presionando la fotografía contra el cristal.

—Fíjate más, David.

Me la quedo mirando un segundo o dos más y luego vuelvo a posar la vista en la fotografía. Esta vez lo veo de inmediato. Una garra de acero se me clava en el pecho y me presiona el corazón. No puedo respirar.

Hay un niño.

Está detrás, en el extremo derecho de la foto, casi fuera de cuadro. Está de perfil, como si posara para aparecer en las monedas. El niño debe de tener unos ocho años. Alguien, un hombre adulto, quizá, le coge de la mano. El niño tiene la vista levantada hacia lo que supongo que es la espalda del hombre, pero el hombre no sale en la foto.

Siento que afloran las lágrimas y acerco unos dedos temblorosos. Acaricio la imagen del niño a través del cristal. Es imposible, claro. Un hombre desesperado ve lo que quiere ver y admitámoslo: ni alguien perdido en el desierto, enloquecido por el calor y muerto de sed y de hambre podría estar más desesperado que yo. Matthew no había cumplido aún los tres años cuando lo mataron. Nadie, ni un padre devoto, podría adivinar qué aspecto tendría cinco años más tarde. No podría estar seguro. Hay cierto parecido, eso es todo. El niño se parece a Matthew. Se parece. Es un parecido, nada más. Un parecido.

Contengo el llanto. Me llevo el puño a la boca y me lo muerdo. Tardo unos segundos en poder hablar. Cuando lo hago, mis palabras son muy claras.

—Es Matthew.

2

Rachel mantiene la foto presionada contra el plexiglás.

—Tú sabes que no es posible —dice.

Yo no respondo.

—Se parece a Matthew —dice Rachel, con una voz monocorde—. Reconozco que se parece a él. Mucho. Pero Matthew era un bebé cuando... —Se frena, respira hondo y sigue adelante—. Y aunque nos basáramos en la mancha de nacimiento que tenía en la mejilla... esta es más pequeña que la de Matthew.

—Es lo que se suponía que tenía que pasar —le digo.

El término médico para la enorme marca de nacimiento de color vino que tenía mi hijo en el pómulo derecho era «hemangioma congénito». El niño de la fotografía también lo tenía: más pequeño, de un tono más suave, pero más o menos en el mismo sitio.

—Los médicos dijeron que ocurriría —añado—. Con el tiempo desaparece del todo.

Rachel niega con la cabeza.

—David, los dos sabemos que no puede ser.

No respondo.

—No es más que una coincidencia extraña. Un gran parecido, combinado con el deseo que tenemos de ver lo que queremos, lo que necesitamos ver. Y no te olvides del examen forense y del ADN...

—Para.

—¿Qué?

—No me has venido aquí con la foto porque pensaras que simplemente se parecía a Matthew.

Rachel cierra los ojos y aprieta los párpados.

—Fui a ver a un técnico que conozco que trabaja para la policía de Boston. Le di una foto antigua de Matthew.

—¿Qué foto?

—La foto en la que lleva la sudadera de Amherst.

Asiento. Cheryl y yo se la habíamos comprado durante la celebración del décimo aniversario de la promoción. Habíamos usado esa foto para nuestra felicitación de Navidad.

—El caso es que este técnico tiene un software de envejecimiento artificial. De los más avanzados. La policía los utiliza para buscar a desaparecidos. Le dije que me envejeciera al niño de la foto cinco años y...

—Coincidía —digo, acabando la frase por ella.

—Bastante. No es concluyente. Lo entiendes, ¿verdad? Hasta mi amigo dijo eso, y él no sabe por qué se lo pedí. Así que ya lo sabes. No se lo he contado a nadie más.

Eso me sorprende.

—¿No le has enseñado esta foto a Cheryl?

—No.

—¿Por qué no?

Rachel se mueve en el taburete, incómoda.

—Es una locura, David.

—¿El qué?

—Todo esto. No puede ser Matthew. Estamos dejando que los deseos nos enturbien la razón.

—Rachel —insisto. Ella me mira—. ¿Por qué no se lo has enseñado a tu hermana?

Rachel hace girar los anillos de sus dedos. Aparta la mirada, la pasea por la sala como un pajarillo asustado, y luego vuelve a mirarme.

—Tienes que entenderlo. Cheryl está intentando pasar página. Está intentando dejar todo esto atrás.

Siento mi propio corazón golpeándome el pecho.

—Si se lo digo, será como arrancarle la vida de nuevo de raíz. Darle falsas esperanzas con algo así... la destrozaría.

—Sin embargo, me lo estás diciendo a mí.

—Porque tú no tienes nada, David. Si te arranco la vida de raíz, ¿qué pasa? Tú no tienes vida. Dejaste de vivir hace mucho tiempo.

Sus palabras pueden parecer duras, pero no hay rabia ni amenaza en su tono. Tiene razón, por supuesto. Es una observación justa. Yo no tengo nada que perder. Si nos equivocamos con esa foto —y, siendo objetivo, me doy cuenta de que las probabilidades de que nos equivoquemos son muchas— nada cambiará para mí. Seguiré aquí, erosionándome y degradándome, sin ningún deseo de ralentizar ese proceso.

—Ha vuelto a casarse —repite Rachel.

—Ya me lo has dicho.

—Y está embarazada.

Un directo de izquierda a la barbilla seguido de un potente gancho de derecha por el lado ciego. Me tambaleo y espero al conteo del árbitro.

—No iba a decírtelo... —se excusa Rachel.

—No pasa nada.

—... y si vamos a intentar hacer algo con esto...

—Lo entiendo.

—Me alegro, porque yo no sé qué hacer. No es que dispongamos de una prueba que pueda convencer a alguien razonable. A menos que quieras que lo intente. Quiero decir, que podría llevárselo a un abogado o a la policía.

—Se reirían en tu cara y se te quitarían de en medio.

—Ya. Quizá podríamos acudir a la prensa.

—No.

—O... o a Cheryl. Si crees que es lo mejor. Quizá podamos obtener un permiso para exhumar el cuerpo. Una nueva autopsia o un test de ADN podrían demostrar una cosa o la otra. Quizá consiguieras un nuevo juicio.

—No.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Aún no, en todo caso. No podemos dejar que se entere todo el mundo.

—No lo entiendo —responde Rachel, confundida.

—Tú eres periodista.

—¿Y qué?

—Pues que lo sabes —digo yo, acercándome un poco—. Si esto se hace público, será una gran historia. Tendremos a la prensa encima otra vez.

—¿Tendremos? ¿O quieres decir que la tendrás tú?

Por primera vez detecto un tono de reprobación en su voz. Espero. Se equivoca. Enseguida se dará cuenta. Cuando apareció el cadáver de Matthew, los medios de comunicación se mostraron respetuosos y comprensivos. Trataron el tema destacando el drama humano, destacando que el asesino seguía por ahí suelto, de modo que ustedes, querido público, debían prestar atención. Las redes sociales no se mostraron tan respetuosas. «Es un familiar», aseguraba alguien en Twitter. «Seguro que es el padre, ese perdedor que se quedaba en casa —afirmaba otro, que recibió muchos “me gusta”— probablemente cabreado por el éxito de su mujer». Y así, muchos más.

Cuando vieron que no detenían a nadie —cuando el tema empezaba a perder fuerza—, los medios se mostraron más frustrados e impacientes. Los comentaristas empezaron a preguntarse cómo había podido permanecer dormido durante la carnicería. Luego las pequeñas filtraciones empezaron a multiplicarse: el arma del crimen, un bate de béisbol que había comprado yo mismo cuatro años antes, había aparecido enterrado cerca de la casa. Una testigo, nuestra vecina, la señora Winslow, sostenía que me había visto enterrándolo la noche del asesinato. El examen forense confirmó que en el bate estaban mis huellas, y ninguna más.

A los medios les encantó ese nuevo enfoque, básicamente porque les servía para reanimar un tema que ya agonizaba y ganar audiencia. Empezó a aparecer gente. Un psiquiatra que me había tratado en el pasado filtró mi historial de pesadillas y sonambulismo. Cheryl y yo habíamos tenido graves problemas de pareja. Quizá ella tuviera una aventura. Ya os hacéis a la idea. En los editoriales de los periódicos exigían que se me detuviera y se me juzgara. Me estaban tratando con especial deferencia, decían, porque mi padre era poli. ¿Qué más habrían escondido? Si no hubiera sido blanco, ya estaría entre rejas. Eso era racismo, privilegios, la prueba evidente de un doble rasero.

Probablemente tuvieran razón en muchas de esas cosas.

—¿Crees que me preocupa la mala prensa? —le pregunto.

—No —responde, suavizando la voz—, pero no lo entiendo. ¿Qué daño nos puede hacer la prensa en este momento?

—Lo harán público.

—Sí, lo pillo. ¿Y?

Me miraba fijamente.

—Todo el mundo se enterará —digo yo—. Incluido... —Señalo la mano del adulto que tiene cogida la de Matthew en la fotografía—... este tipo.

Silencio.

Espero que diga algo. Como no lo hace, prosigo:

—¿No lo ves? Si él se entera, si sabe que le seguimos la pista, ¿quién sabe cómo reaccionará? Quizá huya. Quizá se esconda y no lo encontremos nunca más. O quizá se dé cuenta de que no puede arriesgarse. Pensaba que no corría ningún riesgo y ahora se da cuenta de que sí, así que quizá esta vez se deshaga de todas las pruebas de una vez por todas.

—Pero la policía... Ellos podrían investigar en silencio.

—Imposible. Se filtrará. Y tampoco se lo tomarán en serio, solo con esta foto. Eso ya lo sabes.

Rachel niega con la cabeza.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres hacer?

—Tú eres una reputada periodista de investigación.

—Ya no.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Hace un gesto de resignación.

—Es una larga historia.

—Tenemos que saber más —insisto.

—¿Tenemos?

Asiento.

—Tengo que salir de aquí.

—¿De qué demonios estás hablando?

Me mira con preocupación. Me doy cuenta. Y también lo noto en mi tono. He recuperado en parte el timbre de antaño. Cuando asesinaron a Matthew me hice un ovillo, adoptando la posición fetal, y solo quería morir. Mi hijo había muerto. No importaba nada más.

Pero ahora...

Suena un zumbido. Entran los guardias. Rizos me pone la mano en el hombro.

—Se ha acabado el tiempo.

Rachel mete rápidamente la foto en el sobre marrón. Cuando lo hace siento el efecto de la nostalgia, un deseo de seguir mirando la fotografía, el miedo a que no haya sido más que un espejismo, y ahora que no la veo, aunque solo sean unos segundos, me parece que todo se vuelve difuso, como si intentara agarrarme a una nube de humo. Intento grabar la imagen de mi hijo en el cerebro, pero su rostro empieza a difuminarse, como la imagen final de un sueño.

Rachel se pone en pie.

—Estoy alojada en el motel al final de la carretera.

Asiento.

—Volveré mañana.

Asiento otra vez.

—Y, por si te sirve de algo, yo también creo que es él.

Abro la boca para darle las gracias, pero no me salen las palabras. No importa. Ella se da la vuelta y se va. Rizos me aprieta el hombro.

—¿De qué iba todo eso? —me pregunta.

—Dile al alcaide que quiero verle —digo yo.

Rizos sonríe con unos dientes que parecen caramelitos de menta.

—El alcaide no recibe a los prisioneros.

Me pongo en pie y le miro a los ojos. Y por primera vez en años, sonrío. Sonrío de verdad. Al darse cuenta, Rizos da un paso atrás.

—A mí me recibirá —insisto—. Tú, díselo.

3

—¿Qué es lo que quieres, David?

El alcaide Philip Mackenzie no parece contento con mi visita. Su despacho es austero, formal. Hay una bandera estadounidense con su mástil en una esquina, junto con una fotografía del gobernador actual. Su escritorio es gris, metálico y funcional, y me recuerda los de mis profesores cuando iba a primaria. A la derecha hay un reloj con un soporte para un lápiz y una pluma, algo que podrías encontrar en el departamento de regalos de T. J. Maxx. Detrás se alzan dos grandes archivadores de metal gris, como torres de guardia.

—¿Y bien?

He ensayado lo que le iba a decir, pero no me atengo al guion. Intento mantener un tono de voz constante, llano, monótono, incluso profesional. Sé que lo que le diré le parecerá una locura, así que necesito que mi tono exprese lo contrario. Tengo que decir que el alcaide se sienta y me escucha pacientemente, y al principio no parece demasiado perplejo. Cuando acabo de hablar, echa el cuerpo atrás y aparta la mirada. Respira hondo varias veces. Philip Mackenzie tiene más de setenta años, pero por su aspecto aún sería capaz de demoler una de las paredes de hormigón blindadas con acero que rodean la cárcel. Tiene un tórax voluminoso y es calvo, pero la cabeza parece aprisionada entre dos enormes hombros sin necesidad aparente de un cuello. Sus manos son enormes y nudosas. Las tiene apoyadas sobre la mesa como si fueran dos arietes.

Por fin se vuelve hacia mí y me mira con esos ojos azules fatigados desde debajo de unas cejas de espeso pelo blanco.

—No lo dirás en serio —dice.

Levanto la cabeza, estirando la espalda.

—Es Matthew.

Él agita una mano gigante, restando importancia a mis palabras.

—Venga ya, David. ¿Qué es lo que intentas?

Me lo quedo mirando fijamente.

—Estás buscando el modo de salir de aquí. Como todos los internos.

—¿Crees que me he inventado esta historia para que me soltéis? —replico, esforzándome para que no se me quiebre la voz—. ¿Crees que me importa lo más mínimo salir de este agujero?

Philip Mackenzie suspira y menea la cabeza.

—Philip, mi hijo está ahí fuera, en algún lugar.

—Tu hijo está muerto.

—No.

—Lo mataste tú.

—No. Te puedo enseñar la foto.

—¿La que te ha traído tu cuñada?

—Sí, claro. Se supone que voy a ver claro que un niño que aparece en el fondo es tu hijo Matthew, que murió cuando tenía... ¿cuántos? ¿Tres años?

Yo no digo nada.

—Y pongamos, no sé, pongamos que lo reconozco. Es imposible. Quiero decir, no puede ser, por mucho que tú lo digas. Pero pongamos que es idéntico a Matthew. Has dicho que Rachel hizo una comprobación con tecnología de envejecimiento artificial, ¿no?

—Exacto.

—Entonces, ¿cómo puedes estar seguro de que ella no ha modificado el rostro de la foto en cuestión para obtener ese mismo resultado?

—¿Qué?

—¿Sabes lo fácil que es falsificar fotografías?

—Estás de broma, ¿no? —replico, frunciendo el ceño—. ¿Por qué iba a hacer algo así?

Philip Mackenzie se frena de golpe.

—Un momento. Ah, claro.

—¿Qué?

—No sabes lo que le pasó a Rachel.

—¿De qué estás hablando?

—Su carrera como periodista. Se ha acabado.

No digo nada.

—No lo sabías, ¿verdad?

—No importa —insisto. Pero, por supuesto, sí que importa. Echo el cuerpo hacia delante y miro fijamente al hombre que he conocido toda la vida como tío Philip—. Llevo aquí cinco años —digo, en el tono más mesurado que consigo poner—. ¿Cuántas veces he venido a pedirte ayuda?

—Ninguna —dice—, pero eso no significa que no te haya ayudado. ¿Crees que es coincidencia que hayas acabado en mi cárcel? ¿O que lleves tanto tiempo en el pabellón de aislamiento? Querían que volvieras con los presos comunes, incluso después de aquella paliza.

Fue tres semanas después de mi ingreso en prisión. Yo estaba en uno de los módulos ordinarios, no aquí, en el pabellón de aislamiento. Cuatro hombres de una corpulencia solo superada por su nivel de depravación me arrinconaron en la ducha. La ducha. El truco más viejo del manual. No para violarme. No fue nada sexual. Solo querían darle la paliza del siglo a alguien para dar rienda suelta a sus instintos más primitivos. ¿Y quién mejor que el nuevo asesino de niños del que hablaba todo el mundo? Me rompieron la nariz. Me reventaron el pómulo. La mandíbula, desencajada, me quedó colgando como una puerta a la que le falta una bisagra. Cuatro costillas rotas. Conmoción cerebral. Hemorragia interna. Desde entonces no veo bien con el ojo derecho.

Me pasé dos meses en la enfermería.

Saco el as que llevo guardado en la manga.

—Estás en deuda conmigo, Philip.

—No exactamente: estoy en deuda con tu padre.

—Ahora es lo mismo.

—¿Tú crees que las deudas se heredan?

—¿Qué diría papá?

Philip Mackenzie parece incómodo; de pronto lo veo agotado.

—Yo no maté a Matthew —insisto.

—Un interno diciéndome que es inocente —responde, meneando la cabeza en un gesto casi cómico—. Vaya, es la primera vez.

Philip Mackenzie se levanta de su silla y se da la vuelta hacia la ventana. Mira hacia fuera, hacia los bosques, más allá de la verja.

—Cuando tu padre se enteró de lo de Matthew... y, aún peor, cuando supo que te habían detenido... —No acaba la frase—. Dime, David, ¿por qué no alegaste enajenamiento temporal?

—¿Crees que tenía algún interés en encontrar un truco legal para escabullirme?

—No era un truco legal —insiste Philip, y ahora percibo comprensión en su tono. Se vuelve hacia mí—. Te quedaste en blanco. Saltó algún circuito en tu interior. Tenía que haber una explicación. Todos te habríamos apoyado.

Empieza a dolerme la cabeza: otra consecuencia de esa paliza, o quizá la causa sean sus palabras. Cierro los ojos y respiro hondo.

—Por favor, escúchame. No era Matthew. Y fuera lo que fuera lo que ocurrió, yo no lo hice.

—Te tendieron una trampa, ¿eh?

—No lo sé.

—Entonces, ¿de quién era el cuerpo que encontraste?

—No lo sé.

—¿Y cómo explicas que encontraran tus huellas en el arma?

—Era mi bate. Lo guardaba en el garaje.

—¿Y qué hay de esa anciana que te vio enterrándolo?

—No lo sé. Solo sé lo que he visto en esa fotografía.

El viejo vuelve a suspirar.

—¿Te das cuenta de que es imposible no pensar que te engañas?

Ahora yo también me pongo de pie. Para mi sorpresa, Philip da un paso atrás, como si me tuviera miedo.

—Tienes que sacarme de aquí —susurro—. Aunque solo sea por unos días.

—¿Has perdido el juicio?

—Consígueme un permiso por fallecimiento de un familiar o algo así.

—Eso no se les concede a los convictos por cargos como el tuyo, y lo sabes.

—Entonces ayúdame a escaparme.

Se echa a reír.

—Oh, sí, claro, no hay problema. Y pongamos que, hipotéticamente, pudiera hacerlo. Irían a por ti con toda la tropa. Se te echarían encima. Eres un asesino de menores, David. Te dispararían sin pensárselo dos veces.

—Eso no es problema tuyo.

—Y una mierda que no lo es.

—Supón que te hubiera ocurrido a ti —le planteo.

—¿El qué?

—Supón que estuvieras en mi lugar. Supón que el niño asesinado fuera Adam. ¿Qué harías para encontrarlo?

Philip Mackenzie menea la cabeza y se deja caer en su silla. Se lleva ambas manos a la cara y se la frota vigorosamente. Luego aprieta el botón del intercomunicador y llama a un guardia.

—Adiós, David.

—Por favor, Philip.

—Lo siento. De verdad.

Philip Mackenzie apartó la mirada para no ver entrar al funcionario de prisiones que se llevó a David. No le dijo adiós a su ahijado. Cuando se fue, Philip se quedó sentado en su despacho, a solas. De pronto sintió que el aire le oprimía. Había albergado la esperanza de que la petición de David para verle —la primera que había realizado David en los casi cinco años que llevaba allí encerrado— fuera algún tipo de señal positiva. Quizá por fin quisiera recibir ayuda psicológica. Quizá quisiera profundizar en lo que había hecho aquella noche horrible o, cuando menos, intentar hacer algo productivo, aunque fuera allí dentro, incluso después de lo que había hecho.

Philip abrió el cajón de su escritorio y sacó una fotografía de 1973 de dos hombres —o no, más bien dos chavales atontados— vestidos con traje de faena en Khe San. Philip Mackenzie y Lenny Burroughs, el padre de David. Antes de ser reclutados ambos estudiaban secundaria en la Revere High School. Philip había crecido en el último piso de una casa adosada de tres plantas en Centennial Avenue. Lenny vivía a una manzana, en Dehon Street. Eran grandes amigos. Hermanos de armas. Polis que patrullaban juntos Revere Beach. Philip había querido ser el padrino de David. Lenny lo había sido de Adam, el hijo de Philip. Adam y David habían ido juntos al colegio. Los dos habían sido grandes amigos en la Revere High School. Se repetía el ciclo.

Philip se quedó mirando la fotografía de su viejo amigo. Lenny estaba tendido en su lecho de muerte. No había nada que nadie pudiera hacer para ayudarle. Era solo cuestión de tiempo. El Lenny de la vieja foto tenía en el rostro esa sonrisa típica de Lenny Burroughs que hacía que la gente se derritiera, pero sus ojos ahora se clavaban en los de Philip.

—No hay nada que pueda hacer, Lenny —dijo en voz alta.

El Lenny de la foto seguía mirándolo y sonriendo.

Philip respiró hondo varias veces. Se hacía tarde. En unos minutos cerrarían el despacho. Apretó el botón del intercomunicador otra vez.

—¿Sí, alcaide? —respondió su secretario.

—Sácame un billete para el primer vuelo de la mañana a Boston.

4

En una cárcel no existe el silencio.

Mi pabellón «experimental» es circular, con dieciocho celdas en el perímetro. La entrada de la celda aún tiene los clásicos barrotes. Curiosamente, el váter y el lavabo de acero —sí, están unidos— se encuentran junto a los barrotes. Nuestras celdas, a diferencia de las del resto de los reclusos, tienen una pequeña ducha privada en la esquina de atrás. Los guardias tienen una llave de control por si alguien alarga la ducha demasiado. La cama es de cemento, y el colchón es tan fino que casi transparenta. En las esquinas de la cama hay unas anillas integradas a la estructura por si hay que atar correas de contención. Hasta el momento, en mi caso, no ha sido necesario. También hay un escritorio de cemento y un taburete de cemento. Tengo un televisor y una radio en la que solo se pueden oír programas religiosos o educativos. Y la única ventana, estrecha, está orientada hacia arriba, de modo que solo puedo ver el cielo.

Me tiendo sobre la cama de cemento y me quedo mirando el techo. Conozco ese techo a la perfección. Cierro los ojos e intento analizar los acontecimientos. Repaso de nuevo todo lo que pasó aquel día —aquel día horrible— en busca de algo que se me pasara por alto. Había salido con Matthew, primero al parque infantil del barrio, junto a un estanque con patos, y luego al supermercado de Oak Street. ¿Vi a alguien sospechoso en alguno de los dos sitios? No, por supuesto, pero ahora vuelvo a retroceder en el tiempo y a peinar mis recuerdos en busca de nuevos detalles. No encuentro ninguno. Cabría pensar que debería recordar mejor ese día, que cada momento se me debería haber quedado grabado en la mente, pero cada día que pasa está más borroso.

Me había sentado en un banco junto al parque infantil, junto a una joven madre que llevaba un moderno carricoche muy vistoso. La joven madre tenía una hija de la edad de Matthew. ¿Me dijo el nombre de su hija? Probablemente, pero no lo recuerdo. Llevaba ropa de yoga. ¿De qué hablamos? No lo recuerdo. ¿Qué estoy buscando exactamente? Tampoco lo sé. Al propietario de aquella mano, supongo; aquella mano de adulto que tenía a Matthew cogido de la mano en la fotografía de Rachel. ¿Nos estaba observando en el parque infantil? ¿Nos había seguido?

No tenía ni idea.

Repaso el resto del día. La vuelta a casa. Llevé a Matthew a la cama. Me puse una copa. Vi la televisión, cambiando de canal constantemente. ¿Cuándo me dormí? Eso tampoco lo sé. Solo recuerdo que me desperté con el olor a sangre. Que me dirigí al pasillo...

Las luces de la cárcel se encienden con un sonoro chasquido. Reacciono de golpe, con el rostro cubierto de sudor. Ya es de día. El corazón me late con fuerza en el pecho. Tomo aire varias veces, intentando calmarme.

Lo que vi, el niño con el pijama de dibujos de Marvel, esa masa sangrienta... no era Matthew. Esa es la clave del asunto. No era mi hijo.

¿Lo era?

Las dudas empiezan a abrirse camino en mi mente, pero de momento no dejo que me dominen. ¿Cómo no iba a serlo? No se gana nada dudando. Si estoy equivocado, al final lo descubriré y volveré al mismo punto en el que estoy ahora. Quien no arriesga no gana. Así que, de momento, nada de dudas. Solo preguntas sobre cómo podría ser eso. Quizá, conjeturo, la brutalidad desplegada fuera para emborronar la identidad de la víctima —sí, me gusta hablar de él como la víctima, no como Matthew—. La víctima era un niño, por supuesto. Del tamaño, la complexión y el color de piel de Matthew. Pero no le habían hecho un análisis de ADN ni nada parecido. ¿Por qué iban a hacerlo? Nadie dudaba de la identidad de la víctima, ¿no?

¿No?

Mis compañeros de reclusión inician sus rituales diarios. En nuestras celdas de tres y medio por dos metros estamos solos, pero podemos ver a casi todos los demás reclusos del pabellón. Se supone que es más «sano» que en los antiguos pabellones en los que no había interacción social y se estaba muy aislado. Por mí no hacía falta que cambiaran el sistema, porque cuanta menos interacción, mejor. Earl Clemmons, un violador en serie, empieza su día ofreciéndonos a los demás una retransmisión detallada de su rutina matinal, con efectos de sonido como la ovación del público, imitando la voz de un locutor de radio que detalla cada movimiento y otro que hace coloristas comentarios. A Ricky Krause, asesino en serie que corta los pulgares a sus víctimas con una podadera, le gusta empezar su día con una especie de parodia de canciones clásicas, cambiando la letra y dándoles un toque perverso. Ahora mismo, Ricky está transformando el romance de un clásico de Nat King Cole en una escena de sexo en la cocina, a pleno pulmón, hasta que los vecinos de celda le gritan que se calle.

Nos ponemos en fila para el desayuno. Antiguamente, a los reclusos de este pabellón nos traían la comida a la celda, como si hubiéramos pedido un Glovo, o algo así. Eso se acabó. Uno de nuestros compañeros protestó diciendo que obligar a un hombre a comer solo en su celda era anticonstitucional. Puso una demanda. A los reclusos les encantan las demandas. En este caso, no obstante, la dirección de la prisión se mostró encantada con la oportunidad que se les abría. Servir la comida a los reclusos en sus celdas era caro y consumía tiempo de los funcionarios.

La pequeña cafetería tiene cuatro mesas, cada una con sus taburetes metálicos, todo atornillado al suelo. Yo suelo pasearme un poco y esperar a que los demás estén sentados para poder encontrar el taburete más alejado posible de mis compañeros de reclusión más animados. No es que las conversaciones no sean estimulantes. El otro día, varios de ellos tuvieron una acalorada discusión para determinar quién había violado a la mujer de más edad. Earl «ganó» a todos sus oponentes al afirmar que había sodomizado a una anciana de ochenta y siete años después de colarse en su apartamento por la salida de incendios. Otros reclusos cuestionaban la veracidad de la afirmación de Earl —pensaban que estaría exagerando solo para impresionarlos—, pero al día siguiente Earl volvió con los recortes de periódicos que había conservado.

Esta mañana tengo suerte. Una de las mesas está completamente vacía. Después de recoger mi ración de huevos liofilizados y tostadas —me saltaré el comentario obvio sobre lo horrenda que es la comida de la prisión— me sitúo en un taburete en la esquina más alejada y me pongo a comer. Por primera vez en muchísimo tiempo, tengo hambre. Me doy cuenta de que mi mente ha dejado de viajar a aquella noche o incluso a pensar en esa fotografía y que ha empezado a centrarse en algo ridículo y fantástico.

En cómo huir de Briggs.

Llevo aquí el tiempo suficiente como para conocer las rutinas, a los guardias, el edificio, los horarios, el personal, todo. Conclusión: no hay modo posible de escapar. Ninguno. Tendría que ponerme muy creativo.

Una bandeja golpea la mesa y hace que me sobresalte. Me encuentro una mano frente a la cara, esperando que la estreche. Levanto la vista y miro al tipo a la cara. La gente dice que los ojos son la ventana del alma. Si eso es cierto, los ojos de este hombre son una ventana abierta al vacío.

—David Burroughs, ¿verdad?

Se llama Ross Sumner, lo sé. Lo trajeron la semana pasada, supuestamente a la espera de la vista por una apelación que no ha acabado de materializarse, pero me sorprende que le hayan dejado siquiera salir de su celda. El caso de Sumner ha llenado titulares, documentales en streaming y pódcasts sobre crímenes reales. Era un niño de papá superrico que se volvió psicótico. Ross, que era un guapo clásico de anuncio de Ralph Lauren, había matado al menos a diecisiete personas —hombres, mujeres, niños de todas las edades— y se había comido sus intestinos. Solo eso. Los intestinos. En un congelador de primera calidad que había en el sótano de la casa de su familia aparecieron otros miembros y órganos. Ninguno de esos hechos es opinable. La apelación de Sumner se basa en que el juez ha concluido que está cuerdo.

Ross Sumner sigue tendiéndome la mano, a la espera de que se la estreche. Veo una sonrisa en su rostro. Yo preferiría darle un beso de tornillo a una rata viva que estrechar la mano a este tipo, pero en la cárcel haces lo que tienes que hacer. A regañadientes, le estrecho la mano lo más rápido que puedo. La mano es sorprendentemente pequeña, muy fina. Mientras retiro la mía, no puedo evitar preguntarme qué habrá tocado esa mano. Se supone que rajaba a sus víctimas aún vivas y que usaba las manos —ambas, esa también— para abrir la raja aún más, hurgar dentro y agarrar el intestino.

Menos mal que tenía hambre.

Ross Sumner sonríe como si pudiera leerme el pensamiento. Tiene unos treinta años, el cabello negro intenso y rasgos delicados. Se sienta en el taburete que tengo justo delante. Qué suerte la mía.

—Soy Ross Sumner —dice.

—Sí, ya lo sé.

—Espero que no te importe que me siente contigo.

No digo nada.

—Es que los otros hombres que hay aquí... —Ross menea la cabeza—. Los encuentro bastante toscos. Poco refinados, por decirlo así. ¿Sabes que tú y yo somos los únicos con un diploma universitario?

—¿Ah, sí?

—Tú fuiste a Amherst, ¿no es así?

Asiento, sin levantar la vista del plato. Ha dicho Amherst correctamente, sin pronunciar la H, que es muda.

—Buena universidad —prosigue—. Me gustaba más cuando se hacían llamar Lord Jeffs. Los Amherst Lord Jeffs. Un nombre regio para un equipo de fútbol universitario. Pero, claro, los progres creían que era discriminatorio. Tienen que poner el blanco en un hombre que murió en el siglo XVIII. Ridículo, ¿verdad?

Yo jugueteo con mis huevos liofilizados.

Y ahora son los Amherst Mammoths. ¿Mamuts? Por favor. ¡Qué patética, la corrección política!, ¿no crees? Pero te gustará saber una cosa: yo fui al Williams College. Los Ephs. Eso nos convierte en rivales. Gracioso, ¿no?

Sumner esboza una sonrisa infantil.

—Sí —respondo yo—. La monda.

Entonces dice:

—He oído que ayer tuviste una visita.

Me pongo rígido. Ross Sumner se da cuenta.

—Oh, no te hagas el sorprendido, David.

De nuevo esa sonrisa infantil. Probablemente esa sonrisa le ha dado muy buenos resultados. A nivel puramente físico, es una sonrisa agradable, con encanto, de las que abren puertas y hacen que la gente se desinhiba. Probablemente sea también lo último que han visto sus víctimas.

—Es una cárcel pequeña. Aquí se oyen cosas.

Eso es cierto. Se dice que la familia Sumner no tiene reparos en usar su dinero para influir en el trato que recibe él. Yo creo esos rumores.

—Intento mantenerme informado.