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LAUREN Se suponía que volver al trabajo después de mi ruptura iba a ser una transición poco dolorosa, pero cuando mi nuevo jefe resultó ser un idiota arrogante y engreído, toda mi vida profesional se convirtió en una tortura. Vale, lo admito: llamarlo «caraculo» antes de saber que era el director de la empresa no fue lo más acertado. Hubiera debido ser fácil odiarlo. Solo que no contaba con que fuese tan guapo ni encantador cuando le da la gana y no se dedica a sacarme de quicio, claro. AUSTIN Esperaba que mi asistente fuese profesional y puntual, pero lo único que recibo son miradas fulminantes y comentarios fuera de tono. Debería despedirla, y, sin embargo, lo único en lo que puedo pensar es en recostarla sobre mi escritorio y romper todas las reglas que yo mismo me he impuesto con mis subordinadas. Una mirada. Una caricia. Una noche. Si rompemos las reglas, nuestras vidas nunca volverán a ser iguales. Lo bueno es que las reglas se hicieron para romperlas. Y además, no está tan mal tentar al jefe…
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Seitenzahl: 391
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Título original: Tempt the Boss
Primera edición: febrero de 2023
Copyright © 2017 by Natasha Madison
© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2023
© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-19301-43-7
BIC: FRD
Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®
Fotografías de cubierta: Curaphotography/Depositphotos.com
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
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Epílogo
Agradecimientos
Contenido especial
Para Lisa.
¡Sin ti no habría libro!
Lauren
—Bip, bip, bip.
Saco la mano de debajo del calorcito de mi manta. Cojo el teléfono de la mesita, lo apago y lo meto debajo de las sábanas, conmigo. Siete minutos más tarde lo noto vibrar contra la almohada, entre mis manos.
Me levanto, saco las piernas de la cama y bajo a la planta inferior, directa hacia la cafetera. Le doy gracias a Dios por tener esa máquina programable, que ya tiene el café listo para tomar.
Parpadeo varias veces mientras enciendo la luz que hay sobre la encimera. Bajo la iluminación a un tono tenue, me apoyo y miro el reloj. Las cinco y media en punto. Huelo el café y le doy un sorbo pequeño para no quemarme. El cerebro se me despierta de golpe cuando el líquido, fuerte y caliente, se desliza por mi lengua.
Es la calma antes de la tormenta. En treinta minutos tendré que despertar a los niños y prepararlos para subir al autobús, que llegará justo a las siete y diez.
Miro el salón y contemplo el huracán que han dejado mis hijos. Hay mochilas abiertas por el suelo, junto a las sillas, papeles tirados sobre la mesa, deberes que han acabado pero que no han guardado… Da igual cuántas veces les repita que recojan la mesa antes de irse a dormir, porque Gabriel, de diez años, y Rachel, de seis y medio pero que se cree muy mayor, siempre lo dejan todo para el último minuto. Es algo que han heredado de su padre.
Le doy un repaso a la casa —su estructura, de espacio abierto, hace más fácil echar un vistazo a todas las habitaciones que hay a mi alrededor— y observo los cambios que ha sufrido a lo largo de los seis últimos meses. Ya no hay zapatillas de hombre junto a la puerta. No hay chaquetas de traje colgadas sobre el respaldo de la silla que hay junto a la mesa, al lado de las mochilas.
No. Nothing. Niente.
Le doy otro sorbo al café y dejo que mi mente divague hasta el momento en que todo cambió…
Voy corriendo al colegio de los niños para la entrevista con su tutora, y llego tarde, como siempre. He tenido que recoger a Gabriel del entrenamiento de fútbol de camino mientras llevaba a Rachel a gimnasia rítmica, y después he pasado por el McDonald’s con el coche antes de ir a casa. Me he manchado de mostaza la camisa por haberme comido la hamburguesa dentro del coche. Cojo un pañuelo que encuentro en el asiento trasero y me lo coloco en el cuello, esperando que tape la mancha.
Cuando llego al colegio, entro en la clase donde está la profesora de Gabriel. Repaso una lista de cosas que tengo que hacer al llegar a casa. Pienso en las fiestas de cumpleaños a las que han invitado a los niños este fin de semana. Los regalos ya están en el maletero, a falta de envolverlos. Espero que Jake esté libre al menos el domingo.
Soy mamá y ama de casa. Ese es mi trabajo, y me encanta. A veces. La mayor parte del tiempo. Los más de los días. Mi marido, Jake, tiene un puesto ejecutivo en la empresa de marketing más grande de la ciudad. Se ha pasado los ocho últimos años escalando puestos. Sus largas horas de trabajo son nuestro sacrificio hasta que consiga ese despacho con vistas, y entonces podrá tomárselo con más calma. Al menos, eso es lo que me repite siempre. Yo sigo pensando que es adicto al trabajo.
Nos conocimos recién acabada la universidad; yo acababa de empezar a trabajar en la misma agencia que él. No en la que está ahora, sino en la que empezó a trabajar después de la carrera. A mí me contrataron de forma temporal como asistente. Al tratarse de un despacho pequeño de solo cinco personas, era normal que pasásemos todo el día juntos. Todas esas horas en compañía tuvieron como resultado que nos convirtiésemos en buenos amigos. Después, fue natural que nos hiciésemos novios. No creo que nadie se sorprendiera al vernos entrar un lunes por la mañana cogidos de la mano y mirándonos con corazoncitos en los ojos.
Llego a la puerta de la señorita Alvarez, llamo y después entro. Recorro la sala con la mirada y me sorprendo al ver a Jake sentado en una de las sillas que hay ante el escritorio, y a la señorita Alvarez en su silla.
Me acerco a él, me inclino y le doy un beso en los labios.
—Hola… No sabía que estarías aquí —le digo, sentándome junto a él.
Me saluda con la cabeza y después se mira los pies. No sé cómo describir lo que ocurre a continuación si no es que todo mi mundo se viene abajo. Es como si mi corazón ya lo supiera. Como si mi cuerpo supiera que debía entrar en modo protección.
—Lauren —comienza él, mirándose todavía los zapatos. Yo se los observo también, y me pregunto qué es lo que está viendo exactamente. No los olvidaré nunca. Marrones, con cordones de color más claro. Sin manchas, sin rasguños. Limpios.
En ese momento empiezo a entrar en pánico y a pensar que algo anda mal.
—¿Qué pasa? —le pregunto, y después miro a la señorita Alvarez. Es guapa, con un pelo moreno rizado precioso, que siempre lleva muy bien peinado. Tanto si lo lleva recogido en una coleta como si lo lleva suelto, es imposible no envidiar su fantástica melena. Siempre parece muy serena, pero hoy mira muy nerviosa a mi marido y parpadea varias veces para reprimir unas lágrimas, y las manos, que tiene recogidas en el regazo, le tiemblan.
—He conocido a alguien. —El aire que estaba conteniendo se me escapa de los pulmones. Las piernas me fallan, y siento como si me fuese a caer, incluso estando sentada. El corazón me late fuerte y a toda prisa, y escucho cómo me retumba en los oídos. Se me seca la boca, me empiezan a temblar las manos y el corazón se me desgarra.
—¿Qué? —Lo miro, y después miro a la señorita Alvarez—. Jake, ahora no es un buen momento. Aquí no. —Es como si le estuviese rogando que no me lo cuente. Como si le estuviese rogando que lo retire.
—La quiero —dice, en un susurro, y entonces todas las piezas del puzle comienzan a encajar. Las clases de refuerzo de Gabe, de las que siempre lo recoge él, esas de las que siempre llegan tarde. Miro a la profesora de mi hijo y veo que se le cae una lágrima por el rabillo el ojo, mientras sonríe a mi marido. Mi puñetero marido, ese que me dedicó unos votos. El que me prometió amarme, honrarme y cuidarme durante el resto de su vida.
—¿Tú…? —le digo a él, y luego la miro a ella—: ¿Te has acostado con mi marido? —le pregunto a ella, y siento la mano de Jake sobre la mía. La aparto, porque ahora mismo no quiero sentir su tacto. No quiero que intente calmarme.
—Fui yo. Lo empecé yo. Lo hice yo, no Camilla. —Alarga la mano para tocarme otra vez. Me levanto de la silla y empiezo a caminar de un lado a otro. Todo tipo de pensamientos me pasan por la cabeza. ¿Cómo es que no me he enterado? ¿Cómo no lo he sospechado? ¿Ha sido porque yo estaba demasiado cansada para acostarme con él? ¿Ha sido porque todavía tenía que perder esos cinco kilos de más? ¿Porque estaba demasiado cansada al acabar el día como para hablar siquiera con él?
Me detengo de repente y los miro. Él se ha levantado y ella también. Todavía los separa el escritorio.
—Anoche nos acostamos —le digo, y él ya no me mira; en lugar de eso, la mira a ella.
—Fue la última vez. Algo así como una despedida —dice, mirando de nuevo al suelo.
—Una despedida. —Alzo la voz—. ¿Una despedida? —Niego con la cabeza—. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo lleváis así? ¿Cuánto tiempo llevas acostándote con el padre casado de tu alumno? —Mi voz es firme. Noto que la rabia empieza a correrme por la sangre.
—Lauren, no hagamos… —intenta decir, pero no le doy la oportunidad.
Grito, y esta vez muy alto.
—¡¿Cuánto tiempo?! ¿Cuánto tiempo llevas acostándote con ella y viniendo a casa conmigo? ¿Cuánto tiempo llevas diciéndome que me quieres y mintiéndome? ¿Cuánto puto tiempo, Jake? ¿Hasta qué punto ha sido una mentira toda mi vida?
Se miran el uno al otro.
—Siete meses —responde él justo antes de que alguien llame a la puerta. El director asoma la cabeza—. Ah. Señor y señora Watson, ¿va todo bien? —El pobre hombre no ha visto nada venir.
—Ah, estamos perfectamente. —Empiezo a alzar la voz, y las manos me tiemblan—. He venido a la reunión con la tutora de mi hijo solo para enterarme de que su profesora se está follando a mi marido. ¡Parece que, como servicio añadido a las clases de refuerzo que les da de matemáticas, ofrece clases de educación sexual a los padres! Se merece un aumento. —Me río sin humor. Puede que me esté dando un ataque. Quizá, solo quizá, todo esto solo sea un sueño—. Pero, aparte de todo eso, diría que todo va perfectamente.
Me acerco a la silla en donde estaba sentada y cojo el bolso, que se me había caído del hombro al mismo tiempo que se derrumbaba mi vida. Después me doy la vuelta para marcharme, y Jake me agarra de la muñeca.
—Lauren, espera.
Me suelto con tanta fuerza que le sorprendo a él y me sorprendo a mí misma.
—Ni te atrevas a tocarme —siseo, antes de pasar junto al director y salir al pasillo, donde me tropiezo con la presidenta de la asociación de padres y profesores, Colleen.
Ahora las lágrimas resbalan sin parar por mis mejillas.
—Ay, cariño, acabo de escucharos.
Miro a esta mujer, que pensaba que era mi amiga, y ladeo la cabeza.
—¿Lo sabías? —La verdad es que no necesito que me responda, porque agacha la cabeza y se mira las manos, que se está estrujando.
No puedo evitar soltar una carcajada de rabia. Soy esa esposa ignorante de la que todo el mundo se ríe. Soy la esposa que dijo que nunca me pasaría a mí. Soy la mujer por la que todos sentían pena. Yo soy ella. Esa pobre inconsciente que no sabe evitar que su marido le meta la polla a una mujer sexy de veintipocos años. Miro a mi alrededor para comprobar quién más nos está observando.
La secretaria, el director, Colleen y cuatro más de su panda —que han venido a intentar que se unan otros padres a la asociación—, Jake y ella.
—¿Todo el mundo sabía que él estaba teniendo una aventura? ¿Era yo la única que no lo sabía? —Levanto las manos al aire, y me doy la vuelta para salir del colegio, jurando no regresar jamás.
Me subo al coche y llamo a Kaleigh, mi hermana. No sé cuánto entiende entre los sollozos y los gritos, pero diez minutos después, cuando aparco junto a la acera de mi perfecta casa, ya está allí, tirando la ropa de Jake por la ventana de nuestro dormitorio. Aterriza toda sobre el césped que hay justo delante de mi casa.
Tarda cinco minutos enteros en arrojarlo todo. Yo me quedo plantada, todavía en shock, como en una nube, mirando la montaña de ropa. Ropa que yo le he comprado. Ropa que yo he escogido. Ropa que yo he lavado, planchado y guardado. No veo a Kaleigh aparecer por el lateral de la casa con el bidón de gasolina en la mano. Solo la veo cuando echa toda la gasolina sobre las prendas. Se acerca a mí y me tiende una cajita de cerillas.
—Vamos a quemar a ese hijo de puta.
Y lo hacemos. Hasta que uno de los vecinos llama a los bomberos, que acuden corriendo. Tres camiones completos, con las sirenas resonando en la noche, una ambulancia y una patrulla de la policía. Yo me siento en el césped y observo las llamas ascender desde la pila de todo lo que eran sus cosas, antes de que inunden toda esa porquería de agua.
Suena la segunda alarma y me trae de regreso de aquella pesadilla.
—¡Gabe! ¡Rachel! ¡Hora de levantarse, chicos! ¡Hoy empieza mamá su nuevo trabajo! —grito, esperando que me escuchen. Le doy otro sorbo al café antes de subir y prepararme para mi nuevo empleo. Bien por mí.
Lauren
Me miro en el espejo y me estiro la parte delantera de la falda. Qué diferencia suponen seis meses. Ha desaparecido el peso de más que llevaba colgado de mi pequeña figura durante seis años gracias a un poco de cardio en el gimnasio y al hecho de que he dejado de comer. Puede que pienses que, si tu marido te dejase, te ahogarías en carbohidratos, helado y queso, pero la verdad es que a mí me ha ocurrido todo lo contrario. En las raras ocasiones en las que tengo un poco de apetito, en cuanto me meto algo en la boca, me entran náuseas. Así que lo estoy consiguiendo a paso lento pero seguro. Me he dejado crecer el pelo y me lo he cortado a capas, para dejar atrás el «corte bob de mamá» que llevaba antes. También he añadido unas cuantas mechas doradas.
Llevo puesta una falda de tubo ajustada, de color gris, que me llega hasta la rodilla y que he combinado con una camisa de seda rosa de cuello fruncido y mangas acampanadas. He añadido mis Mary Jane negros favoritos de Manolo Blahnik, un regalo del día de la madre de hace tres años. Al menos, mi marido me ha dejado dos hijos preciosos y un armario lleno de tacones de diseño.
Respiro hondo. Ya está.
Mi teléfono vuelve a pitar.
—Nos quedan diez minutos, chicos; vamos.
Salgo de mi habitación, bajo las escaleras y veo a mi hijo de diez años tirar el cuenco de cereales en el fregadero y coger todos sus papeles de la mesa para meterlos en la mochila.
—Rachel, no te olvides de guardarte el registro de lectura, que está en el sofá.
Miro a mi hermana, que se está tomando su segunda taza de café. Está sentada con las piernas cruzadas, observándolo todo. Va vestida con unas mallas que se amoldan perfectamente a su delgado cuerpo de más de metro setenta y una camiseta de cuello ancho que le deja un hombro al descubierto.
—¿Cómo te acuerdas de esas cosas? —pregunta.
—Es magia. Cuando tengas hijos, obtendrás un cerebro —le contesto, sonriendo con suficiencia.
—¿Y entonces qué le pasó a Jake? —Me sonríe también y da otro sorbo.
—Vale, lo retiro. Cuando seas madre, obtendrás un cerebro. A ver, no creo que todos los hombres sean unos gilipollas. Mira a papá —afirmo, mientras vuelvo a meter la leche en el frigorífico y cojo la caja de cereales para ponerla en el armario. La alarma del móvil vuelve a sonar—. ¡Dos minutos, chicos!
Me he puesto la alarma del teléfono a horas distintas para no llegar tarde nunca. Es otra cosa que empecé a hacer cuando tuve hijos.
Miro a Kaleigh, que ahora está leyendo el periódico.
—¿No vas a llegar tarde? —le pregunto, mientras cojo los almuerzos y me dirijo hacia la puerta con los niños.
Ella dobla el periódico por la mitad.
—No, tengo un cliente a las diez y media. Hoy vamos a hacer yoga en el parque. Para fusionarnos con la tierra y todo eso. —Pone las manos en la postura de Namasté, y yo me marcho con los niños a la parada del autobús.
Sujeto la mano de Rachel de camino hacia allí. Lleva su pelo castaño recogido en una coleta a un lado de la cabeza, y una diadema con una flor enorme.
—No te olvides de que la tía Kay te estará esperando cuando bajes del autobús esta tarde, porque mami tiene un nuevo trabajo.
Levanta la mirada y me regala una sonrisa desdentada.
—Ya lo sé, mamá. Ya me lo has dicho. Dos veces.
Miro hacia delante y veo que Gabe está hablando con otro niño que está esperando en la parada del autobús. Cuando se suben, me despido de ellos con la mano y me doy la vuelta para regresar a casa.
La señora Flounder, mi vecina de al lado, sale con rulos en el pelo y un cigarro colgado de los labios.
—Eh, Lauren, estás genial. ¿Es hoy el día en el que al fin te verás libre de ese pedazo de escoria? —me pregunta mientras coge su periódico.
Las noticias de que Jake me había engañado se expandieron más rápido que las llamas que surgieron de su montón de ropa empapada en gasolina. Aunque, claro, una vez que se confirmó que Camilla se había acostado con el padre de uno de sus alumnos, fue trasladada con toda discreción. Ahora está dando clase en otro colegio de la ciudad contigua.
Fue difícil contarles a los niños que nos íbamos a divorciar, pero no parecieron sorprenderse. Supongo que los padres de la mitad de sus amigos estaban divorciados ya, así que no lo vieron como algo poco habitual. A mí, por mi parte, me costó más acostumbrarme a la idea. De verdad pensaba que «para siempre» significaba «para siempre», no «hasta que alguien más sexy meneara el culo delante de su cara y le prestara atención». Si él hubiera venido a casa y se hubiese ocupado de pasar la aspiradora de vez en cuando, quizá yo le habría prestado más atención. Joder, a lo mejor, si él hubiese recogido siempre sus calcetines sudados, me habrían entrado ganas de hacer más cosas por él.
Niego con la cabeza y miro a la señora Flounder.
—Hoy empiezo en un trabajo temporal.
—Ah, qué bien, cariño. Es el momento de ganarse las lentejas.
Menea la cabeza y entra en su casa.
Yo hago lo mismo y cojo mi bolso. Miro a Kaleigh, que está en medio de mi salón haciendo una postura loca de yoga.
—Estoy hecha un manojo de nervios. ¿Y si la cago, o lloro, o… la cago? —La veo ponerse de pie de nuevo y dejar de balancearse sobre su cabeza.
—Vas a entrar ahí y a clavarlo. Y si no lo haces —se encoge de hombros—, pues nada. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que te caigas de cabeza sobre el paquete de tu jefe?
La fulmino con la mirada y levanto las manos al aire.
—No te olvides de que los niños bajan del autobús a las tres menos cuarto. ¿Te has puesto una alarma? —le pregunto.
—Sí, en mi reloj interno. —Pone los ojos en blanco—. Deja de estresarte. Todo va a ir bien. Si no te vas ya, llegarás tarde. —Me empuja hacia la puerta—. No te olvides de ser agradable y de hacer amigos. ¡Amigos que sean simpáticos, estén buenos y tengan unas pollas enormes! —me grita, mientras me subo en el coche y cierro la puerta.
La señora Flounder me saca el pulgar, muy de acuerdo con mi hermana.
—Por Dios —murmuro para mí misma, y arranco el coche.
No debería usar la palabra «coche» porque no lo es: es un monovolumen. Un vehículo grande, seguro, que lleva escrito en rótulos fluorescentes que es un coche familiar. Evidentemente, me lo quedé tras el acuerdo de divorcio, y él va por ahí en su nuevo Mercedes, que no es para familias. Es para cabrones infieles que solo ven a sus hijos fines de semana alternos y una vez durante la semana.
De camino al trabajo, me quedo atrapada en un poco de tráfico. No está demasiado congestionado, solo fluye con lentitud. Mis ojos siguen desviándose del reloj al gps del tablero de mandos, y de vez en cuando también miro el de mi teléfono, que calcula además el tráfico que hay desde donde estoy hasta mi destino.
Voy cantando la canción Don’t Wanna Know, de Maroon 5, cuando entra una llamada. El nombre de Penelope aparece en la pantalla. Es mi amiga de la universidad, la única con la que he seguido en contacto. Dirige una empresa de Recursos Humanos que se especializa en trabajos temporales. El mío de ahora lo he conseguido gracias a ella.
—Hola —contesto, mientras espero que su voz llene el coche.
—Hola. Solo te llamo para comprobar qué tal. ¿Estás lista? —me pregunta.
De fondo oigo que revuelve papeles, así que adivino que ya está en su despacho.
—Sí, voy de camino ahora. Aunque estoy tan nerviosa que creo que voy a vomitar. Pero llego a tiempo.
Suelto una risita al imaginarme potando encima de mi nuevo jefe. Piso el freno, porque el tráfico está yendo a paso de tortuga, y entonces noto que mi coche da un pequeño salto hacia delante. Mi cabeza sale disparada y luego vuelve hacia atrás de golpe. Miro por el retrovisor y veo que alguien acaba de chocar conmigo por detrás.
—Ay, Dios mío. Alguien acaba de chocar conmigo. Joder, P. Luego te llamo —le digo, y luego me desabrocho el cinturón y salgo del coche.
Me pongo mis gafas de sol de Tory Burch encima de la cabeza y me acerco a comprobar los daños. Ni siquiera me ha dado tiempo a llegar antes de escuchar una voz ronca.
—¿Qué coño pasa contigo? ¡Acabas de dar un frenazo!
Me coloco las manos sobre los ojos para protegerme del sol y mirarlo. Madre mía, vaya si lo miro. Mi corazón da un brinco cuando se quita las gafas de sol de aviador de la cara.
Mide más de metro ochenta, tiene el pelo, oscuro, corto en las sienes y un poco más largo por arriba, y parece que se lo ha peinado con las manos. Sus ojos son verde musgo, con brillantes motas doradas que puedo ver gracias a que el sol le da justo en ellos. Va recién afeitado, y estoy segura de que dentro de unas horas su angulosa barbilla la cubrirá una ligera barba deliciosa.
Lleva traje, pero sin chaqueta. Los pantalones azul oscuro le quedan de maravilla, se amoldan a él como si se los hubieran hecho a medida, y por el aspecto que tienen, seguro que ese es el caso. Lleva la camisa, blanca e inmaculada, abierta en el cuello, y pegada a un pecho amplio y unos gruesos bíceps. Se ha enrollado las mangas hasta los codos, y se puede ver en su muñeca un enorme Rolex de color plata.
Levanta el brazo antes de hablar.
—¿Te pasa algo? ¿Estás borracha?
Doy un paso atrás y me llevo la mano al estómago.
—¿Estás hablando conmigo? —Miro a mi alrededor y me pregunto si no se estará dirigiendo a otra persona—. Me has dado tú a mí. Tú. A. Mí. —Doy un par de zancadas hasta la parte trasera del coche para evaluar los daños. Veo que el parachoques de mi coche está un poco rayado, pero la carrocería de su Porsche va a necesitar un buen repaso—. No me lo puedo creer. ¡No me puedo creer una mierda! Ahora voy a llegar tarde porque seguramente estabas demasiado ocupado mandando mensajes por el móvil en vez de prestar atención a la carretera. —Me acerco a mi coche, abro la puerta y me inclino sobre el asiento para coger mi bolso. Los coches nos adelantan despacio, y todo el mundo se asoma para ver qué pasa.
Miro el reloj en el cuadro de mandos y veo que me quedan veinte minutos para estar en mi nuevo puesto de trabajo. Cojo mi carné de conducir, los papeles del coche, el seguro y mi carné de identidad, cierro de un portazo y me acerco de nuevo a donde está él, apoyado ahora en el lateral de mi coche, observándome.
—Voy a llegar tarde. ¿Podemos intercambiarnos los números de teléfono y obtener la información después? —le pregunto, revisando los papeles.
Le escucho resoplar.
—A lo mejor no tienes seguro y por eso quieres llamarme después para poder contratar uno mientras yo tengo que ir por ahí conduciendo con un faro menos. —Se acerca a su coche, se inclina y coge su teléfono del asiento del conductor.
Yo lo miro.
—Entonces ¿no estabas al teléfono? Claaaaaaro —le digo, fulminándolo con la mirada.
—No dispongo de todo el día. Algunos tenemos un trabajo de verdad. ¿Qué quieres de mí? —pregunta, en tono mordaz.
—La verdad es que no quiero nada de ti. Mi coche está rayado, el tuyo es el que tiene más daños. Además, ni siquiera ha sido culpa mía. Quizá debamos llamar a la policía para poner una denuncia y dejar patente que conducías mientras ibas con el móvil. —Ladeo la cabeza—. No soy policía ni nada parecido, pero creo que eso va en contra de la ley.
—Tú dame tu teléfono —me gruñe.
Se lo doy, y cuando me pregunta mi nombre, le digo tan contenta:
—Soy la mujer con cuyo coche has chocado porque estabas enviando un mensaje mientras conducías. —Me mira y frunce el ceño—. ¿Ya tenías ese nombre en la agenda? —le pregunto, esperando respuesta. Cuando me doy cuenta de que no va a responder, entonces le pregunto yo—: Vale, dame tu número.
Él lo suelta de carrerilla y yo me lo guardo en el móvil.
Me doy la vuelta y comienzo a alejarme.
—¿No me vas a preguntar mi nombre? —Se coloca las manos en las caderas, los bíceps se le hinchan y su pecho no puede parecer más ancho.
—No, no hace falta. Te añadiré como «El caraculo que manda mensajes mientras conduce y ha chocado con mi coche». —Le sonrío—. Que tengas un día espléndido —murmuro, y entonces me giro y vuelvo a meterme en mi coche.
Joder. Ahora solo me quedan diez minutos para llegar. Marco el número de Penelope justo después de abrocharme el cinturón y arranco, al tiempo que veo al gilipollas meterse en su coche.
—Creo que aún puedo llegar —le digo, antes de que ni siquiera pueda saludar.
—No pasa nada. He llamado y les he dicho que ha habido un accidente de camino, y me han dicho que no hay problema, que Austin también va a llegar tarde. Así que aún te queda tiempo. ¿Cuáles son los daños? —pregunta.
—Monovolumen 1, Porsche 0. —Me río, y le digo que volveré a ponerme en contacto con ella a la hora de la comida.
Cuando al fin llego al edificio de mi nueva oficina, compruebo cómo tengo la cara y me pongo brillo de labios otra vez antes de entrar. Miro el teléfono y veo que solo llego siete minutos tarde. No es para tanto, teniendo en cuenta todo lo ocurrido. Entro y le digo al guarda de seguridad que he venido a ver a Barbara, de Mackenzie Jacob Associates. Cuando llama para preguntar, recibe la confirmación de que puedo subir.
Subo hasta la planta cuarenta y seis y me acerco hasta la recepcionista, que me sonríe de oreja a oreja.
—Hola; he venido a ver a Barbara. Me llamo Lauren. Soy la empleada temporal —le explico.
Ella se levanta y sale para estrecharme la mano, y se presenta como Carmen. Después me lleva hasta donde está Barbara.
Es bajita, con el pelo canoso y lleva las gafas en la punta de la nariz.
—Hola, Lauren. Me alegro mucho de conocerte al fin. Penelope me ha contado maravillas de ti. —Extiende la mano para estrecharme la mía y me indica que me siente.
—Muchas gracias. Siento llegar tarde; he tenido un pequeño accidente de tráfico, y he tratado de terminar lo antes posible —le cuento, tomando asiento al otro lado de su escritorio.
—No pasa nada. Me avisaron de que Austin iba a llegar unos diez minutos tarde, pero al final ha llegado justo antes que tú. Ahora, si me rellenas estos documentos, te prepararé el pase para el ascensor —dice, mientras se acerca a un armario que hay en una esquina.
Como es solo un trabajo temporal, no tengo que hacer demasiado. Solo rellenar un impreso sobre contactos en caso de emergencias.
—Tengo que avisarte de que eres la décima persona a la que hemos contratado para este puesto… este mes —termina, a toda prisa.
Me quedo mirándola confundida.
—Pero si estamos solo a diecisiete de noviembre…
El corazón me late a toda prisa. ¿Y si mi nuevo jefe me echa? ¿Y si se ríe de mí por no haber trabajado en diez años?
—El señor Mackenzie es, eeeh, bueno…, es complicado de tratar —murmura, observando los papeles que tiene delante y esquivando mi mirada.
—¿Complicado? ¿Qué quiere decir eso? —pregunto, arqueando las cejas.
—Digamos que lo he apostado todo por ti. —Se levanta—. ¿Vamos? —Señala hacia la puerta. Yo asiento e intento tragar saliva. Tengo la boca seca y me sudan las palmas de las manos. Creo que las axilas también me están sudando. Ay, madre. No puedo hacerlo. Debería darme la vuelta y echar a correr.
Pero antes de que eso ocurra llegamos a una puerta cerrada. Es grande y sólida, de color marrón, y las ventanas del despacho tienen las persianas bajadas. Oigo llamar a Barbara antes de entrar.
No veo demasiado delante de ella. Miro a los lados, a las vistas a la ciudad, porque hay unos ventanales de pared a pared que ofrecen una panorámica impresionante. No me da tiempo a mirar más, porque entonces escucho una voz ronca.
—¿Me estás acosando? ¿Me has seguido hasta aquí? —Giro la cabeza de golpe hacia él.
Maldita sea mi suerte. Es el caraculo de esta mañana, el que ha chocado conmigo. Solo que ahora ese caraculo está sentado tras el escritorio; ese que, al parecer, pertenece a mi nuevo jefe temporal.
Austin
Ya estoy teniendo un día de mierda y ni siquiera son las putas ocho de la mañana. La alarma no me ha despertado a las cinco, como todos los días, así que ni siquiera he podido salir a correr antes de ir al trabajo.
Solo me he dado una ducha rápida y me he tomado un café antes de largarme pitando. He salido de mi apartamento, he corrido hasta el ascensor y me he topado con mi ex, que, según ella, «pasaba por ahí».
Me ha costado horrores no hacerle una mueca de exasperación. No «pasaba por ahí»; se está tirando al tío que vive en el piso de arriba. Tampoco es que me importe. Fui yo quien la dejó. Sea como sea, le he dado puerta y he ido a por mi coche.
Justo al arrancar, mi madre ha decidido que era un día genial para llamar y exponer todo lo que anda mal en mi vida. Voy camino de los cuarenta, lo único que tengo es mi carrera y bla, bla, bla. Entérate, mamá: es lo único que quiero.
Así que, justo cuando pensaba que no podía ir peor, he chocado contra un minibús, o una furgoneta, o monovolumen, o como sea que se llame.
Esperaba que saliese del coche un ama de casa desarreglada, pero en su lugar me ha saludado una mujer a la que podría describir como «sexo con patas». O, mejor dicho, sexo con un buen par de piernas, porque no voy a poder olvidar en un tiempo esas dos tan largas que tiene. Me he quedado tan perplejo que ni siquiera he podido hablar. Después se ha inclinado sobre su asiento y me ha regalado la vista del culo más perfecto del mundo. Creo que hasta se me ha escapado un gemido.
Mi polla se estaba preparando para saludarla allí mismo cuando ha vuelto hacia mí desde su monovolumen, sí, así se llama ese tipo de coche. Pensar que era la mujer de otro y que yo estaba babeando por ella me ha puesto la carne de gallina. Puede que sea un cabrón, pero no me meto en los matrimonios ni en las relaciones de nadie. Hay más que suficientes solteras en el mundo como para liarme con alguien que no lo es.
Intenté ver si llevaba anillo, pero me fue imposible. Me he quedado con su número y se ha ido pitando.
Durante todo el camino al trabajo he vuelto a visualizar la escena una y otra vez en mi cabeza. He intentado recordar algo que pueda haber dicho para que ella haya reaccionado de manera tan hostil hacia mí.
He llegado a la oficina solo cuatro minutos tarde. Odio por completo la impuntualidad; la gente que llega tarde me pone de los nervios. Creé esta empresa desde los cimientos. Soy el promotor comercial más codiciado de la ciudad, sobre todo en lo que respecta a establecimientos de ocio. Si quieres abrir un restaurante o una discoteca en esta ciudad, digamos que se me conoce como la mejor opción para conseguir que ocurra.
No hay tiempo para aburrirse en este negocio. Si tengo que ir yo mismo y dar golpes con un martillo o lavar los malditos vasos, lo hago. No hay nada que no sea capaz de hacer con tal de protegerme a mí y a la reputación de mi empresa. Si quieres abrir un restaurante o una discoteca y los relacionas con el nombre de Mackenzie Jacob, lo más seguro es que sean un éxito desde el primer día.
Así que aquí estoy, entrando en mi oficina unos cuantos minutos tarde. La nueva y guapa recepcionista, Carmen, parpadea varias veces al verme entrar y me saluda con entusiasmo.
—Buenos días, señor Mackenzie.
Lleva poco tiempo, así que aún no debe de haberse enterado, pero no follo donde como. Nunca.
—Buenos días. ¿Ha llegado ya mi nueva asistente? —le pregunto, yendo directamente al grano cuando me da mis mensajes. Otra nueva asistente, que es otra cosa que no necesitaba hoy.
Desde que mi secretaria se jubiló el mes pasado he pasado por seis o siete asistentes temporales… Bueno, vale, puede que diez. Pero no todo es culpa mía. No puedo aguantar que sean tan tontas que deba quedarme sentado y deletrearles todas las cosas. Necesito a alguien capaz de recibir órdenes, comprenderlas a la primera y hacer simplemente lo que pido en cuanto lo pregunto. Es sencillo, en realidad.
Si te pido que me traigas café, no te estoy pidiendo que te sientes conmigo a tomarte una taza. Si te pido que escanees algo y lo envíes por correo, no necesito que me informes de que ya lo has hecho como si estuvieses esperando que te ponga una medallita. Si tienes a alguien a la espera al teléfono, no necesito que me lo comuniques canturreando a través del interfono. Y tampoco necesito que llames a mi puerta cada pocos minutos para preguntarme si necesito algo. Créeme: si necesito algo, serás la primera en enterarte.
—¿Puedes avisar a Barbara de que ya he llegado? —le exijo, alejándome mientras me tiro del cuello de la camisa y camino por el pasillo hasta llegar a mi despacho con vistas.
Al entrar, observo el panorama de la ciudad. Estamos en la planta cuarenta y seis, así que veo el horizonte a la perfección, y por la noche es todavía mucho mejor. Como, duermo y respiro mi trabajo. No tengo horario fijo. Si tengo que quedarme en la oficina quince horas al día, no se habla más. Y por no eso no necesito, ni quiero, a una mujer en estos momentos. Solo terminaría decepcionándola.
He perdido la cuenta de cuántas relaciones he tenido que han acabado porque no estaba allí cuando dije que iba a estarlo. Estoy casado con mi trabajo, y es mi prioridad principal.
Una vez sentado, comienzo a revisar mis mensajes. Los leo por encima, y veo que tengo dos de Las Vegas. Estoy pensando en expandirme y abrir una oficina allí, pero algo me detiene. Me gusta limitarme a un lugar. Me gusta aparecer durante la fase de construcción. Me gusta dejarme ver cuando menos se lo esperan, y no podría hacerlo si abro una sucursal en Las Vegas.
Estoy a punto de devolverles la llamada cuando alguien llama a la puerta. Ni siquiera me da tiempo a decirles que pasen antes de que Barbara abra la puerta. La miro. Lleva aquí conmigo desde el primer día, pero no es a ella a quien me quedo mirando hoy, sino a la mujer que hay detrás.
¡No me lo puedo creer! Esa loca me ha seguido hasta mi despacho. Probablemente habrá venido a demandarme. Se va a enterar.
—¿Me estás acosando? ¿Me has seguido hasta aquí? —rujo mientras me levanto de la silla.
La cara de Barbara palidece, y se le desencaja la mandíbula, pero no le ocurre lo mismo a la fresca de atrás.
—¿Seguirte? ¿Estás loco? —Mira a Barbara—. No puedo hacer esto. No solo ha chocado con mi coche —se gira hacia mí— mientras enviaba mensajes con el móvil…, sino que, además, ¡lo primero que me ha preguntado es si estaba borracha! —Vuelve a girarse hacia Barbara, que me lanza una mirada furibunda. Genial, fantástico… Está de parte de la loca—. Lo lógico es que me preguntase si estoy bien, ¿no? Pues no, este tipo no. Quería saber si estaba borracha a las ocho de la mañana. ¿Pero quién coño bebe a las ocho de la mañana?
Se cruza de brazos y se le levantan los pechos, así, como si nada. Joder. No puedo evitar imaginármela así, con los brazos cruzados por debajo de los pechos, con nada puesto, salvo los zapatos. Meneo la cabeza para alejar ese pensamiento.
—Espera. —Tiro los mensajes sobre mi mesa—. ¿Eres mi asistente?
—No, señor —contesta, y, que me jodan, pero eso me hace querer ponerle las manos detrás de la espalda, hacer que se doble sobre mi escritorio y ensartarla, mientras sigue llamándome «señor»—. Era tu asistente. —Se dirige hacia Barbara—. Que vaya todo bien.
Después se da la vuelta y se va hacia la puerta.
Barbara alza la voz para detenerla.
—¡Espera un segundo! —Me mira—. Austin Montgomery Mackenzie, ¿me está diciendo Lauren que has chocado con su coche y que le has preguntado si ella iba borracha? Te he educado mucho mejor que eso, jovencito —me reprende en ese tono cortante que recuerdo de mi infancia.
Vale, Barbara era también mi niñera cuando era pequeño. Es lo que se espera cuando eres hijo de unos médicos famosos en el mundo entero que lo recorren salvando vidas. Uno es cardiólogo y la otra, neurocirujana. Tenían muy poco tiempo para criar a un niño. Y por eso apareció Barbara, y se quedó conmigo hasta que cumplí dieciocho años. Se retiró, pero, cuando abrí esta empresa, fue la primera en quien pensé para ocuparse de la parte de Recursos Humanos, algo que sabía que haría mucho mejor ella que yo.
—Discúlpate ahora mismo, Austin —exige, y yo resoplo. No pienso hacer nada de eso.
—¡Ha pisado el freno sin motivo alguno! No tenía a nadie delante —me defiendo. Ella frunce el ceño y se quita las gafas, que deja colgando de la cadena que lleva al cuello. Sé que si no pido perdón, acabará dejando el trabajo de nuevo. La última vez me costó un crucero por el Mediterráneo durante todo un mes—. Vale —refunfuño—. Siento haberte acusado de estar borracha. Debería haberte llamado lo que eres, una conductora imprudente y despistada.
Lauren se queda ahí plantada, fulminándome con la mirada, y Barbara grita de nuevo:
—¡Lo dejo!
Eso debe de haber espantado a Lauren, porque se acerca de inmediato a la mujer y le acaricia la espalda.
—Ay, no. No, no, no. Por favor, de verdad, no pasa nada. Está bien, acepto su disculpa. —Me lanza una mirada fulminante—. Ahora entiendo por qué lo han dejado tantas mujeres; es un… —Se inclina y le susurra algo a Barbara en el oído.
No sé qué es lo que dice, pero ambas sueltan unas risitas. Genial. Sencillamente genial.
—Sí, apuesto por Lauren. —Barbara me mira—. Tienes suerte de que te haya salvado esta vez. —Le sonríe—. Quedemos mañana para comer. Invita Austin.
Sale del despacho y nos deja a solas.
—Vale. Supongo que intentaré trabajar contigo, por Barbara. —Se marcha hacia el escritorio que hay frente a mi despacho. Coloca su bolso encima. Arranca el ordenador, coge un bolígrafo y una libreta y vuelve a entrar—. Cuanto antes nos quitemos esto de encima, mejor, así que ¿por qué no empiezas diciéndome qué esperas de mí?
Me quedo mirándola mientras se sienta en la silla que hay delante de mí y cruza las piernas por los tobillos. Yo también tomo asiento, me reclino en mi sillón y empiezo a mecerme.
—Bueno… Bien. Espero que seas puntual. Todos los días. Sin excepciones.
No lo anota.
—Eso no es problema. Odio que la gente llegue tarde, así que no tienes que preocuparte por eso. A no ser que, evidentemente, algún irresponsable choque contra mi coche mientras voy conduciendo tan tranquila, suelo llegar a tiempo.
—Encima de tu escritorio tienes una lista de tareas rutinarias para este puesto que debes leer. Si no está lo suficientemente claro, ven y pregúntame. ¿Qué te parece?
Se levanta.
—Me parece un buen plan.
Se da la vuelta, y yo me quedo mirándola. A cada puto paso que da, mueve las caderas; y lo mejor de todo es que no tiene ni idea de que lo hace. No tiene ni idea de que estoy aquí sentado negociando conmigo mismo sobre mi propia regla. No estoy seguro de cómo voy a poder hacer nada, porque follar con ella sobre el escritorio es lo único en lo que puedo pensar y que necesito hacer ahora mismo.
Lauren
Salgo de su despacho con las piernas temblando, pero logro llegar a mi escritorio. Levanto la mirada y suelto el aire lentamente.
Compruebo la lista que hay sobre mi mesa y que contiene las tareas que debo hacer a lo largo del día.
Al repasarla, me doy cuenta de que es bastante directa. Guardo el bolso debajo de la mesa, saco el móvil y le envío un mensaje a Penelope.
Sácame de este puto trabajo. Ahora mismo.
Me doy la vuelta y empiezo a revisar los correos. Le reenvío la mayoría a Austin, porque no tengo ni idea de cuáles son importantes y cuáles no.
Cuando suena el teléfono que hay encima de la mesa, compruebo si está escrito cómo responderlo. Al ver que no hay instrucciones al respecto en la hoja, respondo simplemente con un «Dígame».
—¿Puedes decirme por qué me has reenviado cincuenta correos de más? —Su tono sarcástico me obliga a cerrar los ojos y contar hasta diez. Es como tratar con mis hijos.
—No sabía cuáles son importantes y cuáles no, así que te los he reenviado para que te ocupes o me des órdenes —contesto, mirando la lista para ver si se me ha escapado algo.
—Si tengo que responder yo mismo a los correos, no sé para qué tengo una asistente. —Escucho cómo resopla—. Ven aquí. Te enseñaré cómo se hace —gruñe, antes de colgar de golpe.
Alejo el aparato de mi oído y me quedo mirándolo. ¿Me acaba de colgar? ¿Sin decir «por favor», ni un puñetero «gracias»?
Vuelvo a colocar el auricular en su sitio con demasiada fuerza. Hay un par de cosas que no pienso tolerar. Que me llamen zorra es una de ellas, y la otra es que no digas ni un maldito «por favor» o «gracias». Tres palabras. Son muy fáciles de decir, y suponen completamente una diferencia en cualquier conversación.
Me levanto, me acerco a su puerta y llamo una vez. Entro y me siento delante de él.
—¿Cómo vas a ver lo que tienes que hacer si no estás aquí para que te lo pueda explicar? —me pregunta.
—Vale, un minuto. Puede que hayamos empezado con mal pie. —Se me queda mirando—. Pero no soy tu esclava. Soy tu asistente. Aunque me pagan por trabajar para ti, no llevo ni una hora aquí contigo, una hora que, por cierto, nos hemos pasado discutiendo, y no revisando las cosas. Estoy aprendiendo sobre la marcha, y mientras aprendo, cometeré errores. Entiendo que no sabes cómo socializar con las personas. —Empieza a erguirse para hablar, pero yo levanto la mano—. Sin embargo, no pienso tolerar la grosería. Si quieres que haga algo, tienes que decir «por favor»; si hago algo por ti, independientemente de si me pagas por ello o no, tienes que decir «gracias».
Él asiente.
—Por favor —dice, entre dientes—, ven aquí para que lo puedas ver. —Está rechinando tanto los dientes que creo que se los va a destrozar.
—¿Ves? ¿Tanto te costaba? —Me levanto y me acerco a su lado del escritorio. En cuanto llego junto a él, me doy cuenta del error que he cometido.
Antes de ese momento no he podido su presencia junto a mí, no he podido oler su aroma a madera y especias. Me digo a mí misma que debo recordar no acercarme tanto a él otra vez.
Revisamos los cincuenta correos que le he enviado, y tomo nota mientras tanto. Tardamos una hora más o menos. Justo antes de marcharme, me doy la vuelta para preguntarle:
—¿Cómo respondo al teléfono cuando me llames? No hay nada escrito en las notas. —Tengo una mano en el pomo, lista para salir.
—¿A qué te refieres? —Me mira y arquea una ceja—. Pensaba que me llamabas caraculo.
—Vale, pues entonces responderé justo así —le contesto, y me marcho, luchando contra las ganas de dar un portazo a mi espalda.
Voy a mi mesa, pongo la libreta encima y me dejo caer sobre la silla.
Miro el móvil y veo que tengo cinco mensajes de Penelope.
¿Qué ha pasado?
¿Sigues allí?
¿Estás bien?
No sé qué has hecho, pero Barbara me acaba de llamar para ampliar tu contrato. ¿Qué le digo?
Sea lo que sea, ¡no lo mates!
Respondo al instante.
Es un caraculo, y un maleducado. Es un gilipollas y un imbécil.
Ella contesta de inmediato.
Me lo ha contado Barbara, pero tú eres la persona más adecuada para ese trabajo.
Pongo los ojos en blanco.