Tentar al playboy - Natasha Madison - E-Book

Tentar al playboy E-Book

Natasha Madison

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Beschreibung

playboy (Voz ingl.) 1. m. Hombre, generalmente rico y atractivo, de vida ociosa y sexualmente promiscua. Sinónimos: socialité, buscador de placer. Noah Lo tengo todo: soy rico y guapo y puedo tener a la mujer que quiera. Hasta que la conozco a ella y todo mi universo recibe una patada en el culo, porque Kaleigh no quiere saber nada de mí. Kaleigh Nunca repito una cita con nadie. Así hay menos posibilidades de que me rompan el corazón. Hasta que mis ojos aterrizan sobre el único hombre por el que rompería mi norma. Ella cree que puede huir de mí. Que voy a dejar que se me escape. Él cree que puede hacerse con una mujer como yo. No tiene ni idea. Un hombre que lo tiene todo necesita solo una cosa: a alguien que le tiente. Solo tienes que ver cómo tiento al playboy…

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Seitenzahl: 376

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Título original: Tempt the Playboy

Primera edición: octubre de 2023

Copyright © 2017 by Natasha Madison

© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2023

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-63-5

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías del modelo: Peopleimages.com/depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

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3

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5

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7

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9

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

¡Para A. C., que cambió mi vida solo con una palabra!

1

Kaleigh

—Bip. Bip. Bip.

El sonido que proviene de la habitación de mi hermana hace que me dé la vuelta y mire el reloj.

—Las cinco y media… —gruño contra la almohada, y me vuelvo a acurrucar en el calorcito de mi cama.

Lo primero que hice cuando me mudé con mi hermana fue colocar cortinas opacas. Ah, y un pestillo en la puerta. Me gusta dormir desnuda, así que no quiero que se vuelva a repetir lo de que entren en mi habitación mi sobrino de diez años y mi sobrina de seis mientras estoy dormida. Cierro los ojos, pero solo pasan seis minutos hasta que vuelvo a escuchar el mismo pitido. Me tapo la cabeza con las sábanas y pienso en cuánto ha cambiado mi vida en los seis últimos meses…

Yo era una chica soltera que disfrutaba de la vida. Al fin había conseguido ser mi propia jefa, al haber logrado abrir mi propio taller de yoga y pilates, algo por lo que me he estado dejando el culo desde que tenía dieciocho años. Joder, si ya insistía con el yoga incluso cuando todavía no era popular… Vivía aún en casa, y por eso me pude permitir pagar el anticipo para el taller. Todo iba como la seda, hasta que recibí la temible llamada de mi hermana, que lloraba destrozada desde su coche.

Le había puesto los cuernos. Son las únicas palabras que recuerdo haber escuchado, las únicas que importaban. La rata blandengue que tenía por marido la había engañado. Y por si eso fuera poco, se había tirado a la profesora y tutora de su hijo de diez años, Gabe. Es evidente que le pagó mucho más que por las tutorías. Así que cogí todas las cosas de ese tipo que pude y las tiré por la ventana al patio delantero.

Lauren aparcó en la acera justo cuando yo empezaba a bajar las escaleras. Aparecí por el lateral de la casa con un bidón de gasolina en la mano. Lo eché por encima de la ropa, me acerqué hasta Lauren y le tendí una cajita de cerillas.

—Vamos a quemar a ese hijo de puta.

Nos quedamos sentadas sobre el césped observando cómo ardía todo hasta que uno de los vecinos llamó a los bomberos, que vinieron pitando. Tres camiones enteros, con las sirenas resonando en la noche, además de una ambulancia y un coche patrulla. Vimos las llamas ascender desde la pila de todas sus pertenencias hasta que todo aquel revoltijo quedó bañado en agua.

Obviamente, cuando aquel cabrón apareció poco tiempo después, los bomberos acababan de apagar la última hoguera. De su ropa solo quedaban las cenizas. Lo único que sobrevivió fueron algunos de sus palos de golf.

Se tiró del pelo y empezó a gritar como loco.

—Esta es la gota que colma el vaso. Lauren, ella no se acercará a mis hijos.

Yo me senté en el portal de la casa que había sido su hogar y mi hermana se puso a mi lado. Parpadeó varias veces y miró al infinito.

—Te acostaste con Carmen —fue lo único que dijo al fin—. Esa sí que fue la gota que colmó el vaso.

—Polla mustia —me salió, sin más, y él se giró hacia mí de golpe—. Me has oído bien. —Me levanté—. Te ha dado dos hijos, no uno solo, imbécil, dos. —Le señalé con el dedo—. Ha mantenido la puta casa limpia mientras tú te ibas a meter por ahí la polla. Mira a tu alrededor. —Gesticulé con las manos—. Lo has perdido. Apriétate el cinturón, colega, porque te vamos a machacar.

Él frunció el ceño al comprender mi amenaza.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, mirando a una y luego a la otra.

Lauren se levantó y se acercó a nosotros hasta colocarse a mi lado.

—Significa que te va a dejar pelado, cabeza hueca. Y ahora, ¿por qué no os largáis tu barriga fondona y tú por donde habéis venido? —Desvío la mirada hacia Lauren—. Te dije que deberíamos haber ido al campo de tiro a aprender a disparar. —La agarré de la mano y la metí en casa.

Cuando cerramos la puerta a nuestra espalda, nos sentamos en el sofá.

—Se ha follado a otra persona —susurró—. El sexo duraba como máximo un minuto, la mayoría de las veces.

Yo me senté a su lado y le pasé el brazo por los hombros.

—Ay, cariño, esa fue la primera señal de que deberías haberle dado una patada en el culo mucho antes.

Ella apoyó la cabeza en mi hombro.

—Vamos a ver, los pies le apestan a queso.

Asintió.

—Tiene un pene regulero.

Siguió asintiendo.

—Ni siquiera te lo hacía ahí abajo. Desde hacía un año. —La obligué a mirarme—. No merece tus lágrimas. Vale, a lo mejor un par, porque te dio los dos mejores niños del planeta, pero aparte de eso, ¿cuándo fue la última vez que estuvo aquí de verdad?

Ella ladeó la cabeza tratando de pensar.

—Exacto, estaba aquí, pero no lo estaba, y para ser sincera, os merecéis algo mucho mejor.

—Me merezco algo mejor —murmuró—. ¿Dónde están los niños? —Miró a su alrededor.

—Papá vino a por ellos —le contesté—. Volverán mañana. Porque esta noche… —me acerqué al frigorífico, abrí la puerta y saqué la botella de vodka Grey Goose que ella siempre guardaba— lo vamos a sacar de tu sistema. —Saqué un par de vasos del armario—. O al menos hasta que te desmayes. —Le serví el primer chupito—. Por los cabrones y por las zorras que se los cepillan.

Ella cogió el vaso y se lo bebió de un trago, para hacer una mueca después.

—Quema. —Lo dejó de un golpe en la mesa y yo le serví otro—. Por las mujeres sin manchas en las camisas y el pelo perfecto.

Arqueé una ceja, sorprendida, pero me tomé el chupito igual y volví a rellenarlo.

—Por los maridos que dejan subida la tapa del váter y al final se depilan para otra mujer.

—Ay, cariño. —Dejé el vaso sobre la mesa—. ¿De verdad tenía un matojo?

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Esa debería haber sido la primera pista, ¿verdad?

—Debería haber sido la primera pista de que debías largarte por patas, pero quién soy yo para juzgar. —Cogí la copa—. Por pollas más grandes y pubis depilados.

Ella brindó conmigo y se bebió el tercer chupito de un trago.

—Creo que voy a vomitar. —Salió corriendo.

Ese fue el principio de la operación «Destruyamos a Jake». Se limpió las telarañas, y empezó a hacer yoga conmigo e ir a clases de spinning. Volcó toda su frustración en lo que yo llamé «el cuerpo de la venganza».

Alguien llama a la puerta, y levanto la cabeza.

—Tía Kay, ¿puedes hacerme una trenza? —pregunta mi sobrina, Rachel, desde el otro lado de la puerta—. Porfis. Mami está probándose vestidos.

Me levanto y cojo el albornoz antes de abrir la puerta. En cuanto lo hago, ella entra corriendo y se tira encima de mi cama tamaño king-size. Es una habitación pequeña en la que solo caben mi cama y una cómoda, pero tiene un ropero enorme, y con eso me vale. Parece que duermo encima de una nube porque uso dos colchas.

—¿Qué tipo de trenza quieres? —le pregunto, sentándome detrás de ella, en la cama.

—Una como la de Ariel.

Sigo peinándola, y le hago una pequeña trenza de espiga.

—Vale, tesoro. Ve a vestirte antes de que tu madre te vuelva a avisar a gritos.

Le doy un beso en la coronilla y la veo salir a saltitos de la habitación. Me visto cuando cierra la puerta, y después bajo las escaleras para prepararme un café. Me paso por la entrada y recojo el periódico que nos han dejado en el felpudo.

Me quedo sentada leyéndolo mientras mi hermana corretea de aquí para allá, chillando para que se den prisa. Hoy es su primer día de trabajo. Vuelve a trabajar. Ha aceptado un empleo temporal, y aunque no es lo que buscaba, es mejor eso que nada. Sé que está hecha un manojo de nervios porque no ha parado de caminar de un lado a otro sin darse cuenta siquiera.

Me he puesto unas mallas de yoga, además de una camiseta holgada que deja un hombro al aire, y estoy tratando de saborear mi segunda taza de café. No llevo sujetador porque, bueno, la verdad es que no tengo ganas. Mis copas B perfectas no se van a ir a ningún sitio.

—¿Cómo te acuerdas de esas cosas? —le pregunto, mientras empieza a colocar los platos del desayuno en el fregadero.

—Es magia. Cuando tengas hijos, obtendrás un cerebro —me contesta, sonriendo con suficiencia.

—¿Y entonces qué le pasó a Jake? —Le devuelvo la sonrisa y le doy un sorbo a mi café, que ya casi se ha enfriado del todo.

—Vale, lo retiro. Cuando seas madre, obtendrás un cerebro. A ver, no creo que todos los hombres sean unos gilipollas. Mira a papá —me dice, mientras guarda la leche en el frigorífico y coge la caja de cereales para ponerla en el armario. Vuelve a sonar la alarma de su móvil. Ah, una cosa más: mi hermana está obsesionada con la puntualidad—. ¡Dos minutos, chicos! —Hasta tiene sonidos de alarma distintos—. ¿No vas a llegar tarde? —me pregunta, antes de coger los almuerzos y dirigirse hacia la puerta con los niños.

Doblo el periódico por la mitad.

—No, tengo un cliente a las diez y media. Hoy vamos a hacer yoga en el parque. Para fusionarnos con la tierra y todo eso. —Pongo las manos en la postura de Namasté, y ella se va con los niños a la parada del autobús.

Cojo el teléfono para comprobar qué más tengo hoy. No es que no me pueda permitir tener mi propia casa, es que ahora es aquí donde debo estar. Observo la casa y pienso en cuánto ha cambiado desde aquel fatídico día, hace ocho meses.

Regreso súbitamente al presente al escuchar el sonido de la bocina del autobús. Entro en la sala de estar, aparto la mesita a un lado y empiezo a hacer mis estiramientos. Lauren vuelve a entrar, y admite que está nerviosa.

—Vas a entrar ahí y a clavarlo. Y si no lo haces —me encojo de hombros—, pues nada. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que te caigas de cabeza sobre el paquete de tu jefe?

Ella me lanza una mirada fulminante y levanta las manos al aire.

—No te olvides de que los niños bajan del autobús a las tres menos cuarto. ¿Te has puesto una alarma? —me pregunta.

—Sí, en mi reloj interno. —Pongo los ojos en blanco—. Deja de estresarte. Todo va a ir bien. Si no te vas ya, llegarás tarde. —La empujo hacia la puerta—. No te olvides de ser agradable y de hacer amigos. ¡Amigos que sean simpáticos, estén buenos y tengan unas pollas enormes! —le grito, mientras se sube al coche y cierra la puerta.

La señora Flounder, la vecina de al lado, me saca el pulgar para demostrar que está muy de acuerdo conmigo.

Me despido de ella con la mano cuando da marcha atrás con el coche, y toca la bocina una vez antes de marcharse.

—Hace un día precioso, ¿verdad? —me dice la señora Flounder desde su patio.

—Ya lo creo —admito, asintiendo—. ¿Y sabe qué sería aún mejor? Que el tío bueno de ups que sigue viniendo por aquí intentara ligar con nosotras. Apuesto a que tiene un paquete enorme dentro de ese camión suyo.

La señora Flounder echa la cabeza hacia atrás y empieza a reírse a carcajadas.

—Cariño, si fuera un poco más joven, fijo que intentaría averiguar qué tipo de servicios ofrece. —Me guiña un ojo.

—A eso es a lo que me refiero. —La señalo con el dedo—. Tengo que prepararme. Que tenga un día genial, señora F. —Me despido con la mano, vuelvo a entrar y me preparo para comenzar el día.

2

Noah

Mis pies aporrean el asfalto cuando estoy a punto de terminar mi carrera de diez millas. Es algo que suelo hacer todas las mañanas, si es que no tengo a nadie en mi cama. Con eso quemo más calorías incluso que corriendo. Llego a casa justo cuando mi vecino y mejor amigo, Austin, sale a toda prisa de su edificio.

—Eh. —Me detengo y sigo trotando en mi sitio para no tener calambres.

—Llego tarde de la hostia. ¿Por qué no me has llamado? —Se mira el reloj mientras espera a que el aparcacoches le traiga su Porsche.

Yo meneo la cabeza.

—Me imaginaba que estarías ocupado. ¿No tuviste una cita anoche?

Austin es mi mejor amigo desde que íbamos a la guardería. Nuestros padres eran abogados penalistas, así que siempre estábamos con nuestras niñeras. Aunque, claro, ninguna podía compararse a la de Austin, Barbara, mientras yo tenía una distinta cada semana. Hasta que fui lo suficientemente mayor para despedirlas yo mismo y contratar a quien quisiera. A la madura edad de quince años, había pasado por treinta niñeras, y llegados a ese punto, las contrataba para que me enseñaran todo lo que supieran sobre el sexo. Digamos, sin más, que era su estudiante aventajado. Hasta que mis padres me pillaron follándome a la última inclinada sobre la mesa de billar, mientras llevaba puestos los zapatos de mi madre. Todavía nos reímos de ello hoy en día; bueno, al menos Austin sí lo hace. Yo me suelo quedar sentado, gimiendo.

—Qué va, estaba saturado en la oficina. Tengo que irme. Mi nueva asistente temporal empieza hoy —me dice, poniéndose las Ray-Ban.

—Madre mía, ¿cuántas van ya? —le pregunto, aunque sé muy bien que debe de ir al menos por la décima—. Tienes que relajarte y dejarte llevar.

—Mira quién habla. Vas por la vigésima este año —me informa, haciéndome sonreír.

—Sí, pero las mías no se van porque soy un gilipollas.

—Te has acostado con la mayoría de ellas sin siquiera pestañear.

—Eh, nada de ataduras, es mi lema. Soy un lobo solitario —le contesto, sin dejar de sonreír—. Bueno, tengo que irme. Va a haber una reunión de socios hoy. Algo sobre una demanda por acoso sexual, y adivina qué: ni siquiera se trata de mí. Bum, cabrón. —Gesticulo con las manos como si hubiese habido una explosión, y echo a correr de espaldas antes de darme la vuelta y seguir corriendo hasta mi casa.

Vivo en un barrio genial, prometedor, chic, moderno, en el que todas las casas tienen tres plantas de alto. Veo que acaban de poner a la venta la que hay al lado de la mía. Cojo el móvil, le hago una foto y se la mando a Austin.

¿Quieres ser mi vecino?

Pulso «enviar», subo los escalones de dos en dos e introduzco mi código en la cerradura.

Él me responde de inmediato.

Sí, necesito largarme de mi casa. Pues llama a la chica. Si está buena, iré contigo a visitarla. A lo mejor puede venir ella y decirme una cantidad.

Acabo de chocar contra un autobús.

Joder. ¿Estás bien?

Es el último mensaje que nos enviamos. Espero un segundo hasta que dejo de ver la burbuja con los tres puntos suspensivos. Me quito la camiseta, que está empapada a causa de la carrera. Media hora después, me estoy haciendo el nudo de la corbata azul que va a juego con el traje italiano del mismo color, hecho a medida. Me pongo la chaqueta, me paso las manos por el pelo, cojo el teléfono y las llaves y me marcho a por mi nuevo Mercedes descapotable, de color negro y con el interior de color rojo oscuro. Lo arranco y voy a mi bufete. Veréis, aprendí de mis padres que el derecho penal conlleva mucho más trabajo del que yo tengo ganas de hacer, así que soy abogado corporativo. Agradable, fácil y sencillo, o al menos en su mayor parte lo es.

Llego a nuestro despacho, Coco y Asociados, y aparco en mi espacio. La empresa se fundó hace unos cuarenta años, y el socio fundador se llamaba Leonard Coco. Empezó él solo en la empresa. Se ocupaba del derecho de familia, aunque ahora cubrimos tanto ese como el penal, pasando por el de inmigración y el medioambiental. Tuve la suerte de firmar como socio el año pasado. Subo hasta la planta cuarenta. Paso junto a la nueva recepcionista, que es joven y rubia y parece muy dispuesta, justo mi tipo. La saludo son una sonrisa pícara y un guiño.

—Buenos días, preciosa. —Su sonrisa me dice que este sábado tendré sus piernas en torno a mi cuello.

Me acerco al despacho de Harvey Rhinaldi, uno de los socios, y le sonrío a su secretaria.

—Buenos días, Ruth. Tienes buen aspecto hoy. —La puerta del despacho se abre, así que entro—. Harvey, debes de tener la chica más guapa de la oficina. —Me giro hacia Ruth, y después vuelvo a mirarlo a él, que coge su taza de café. Es el mejor abogado de familia de la ciudad.

—Sabes que tiene noventa años, ¿no? —Deja la taza y yo me siento delante de él.

Me ajusto la corbata.

—No tiene noventa, tiene, como mucho, setenta. Vale, puede que setenta y cinco, pero…

—Estás loco. Menos mal que somos buenos amigos, porque uno de estos días vas a plantar esa semilla tuya y tendré que defenderte ante un tribunal tratando de demostrar que realmente eres humano.

—Eh —le señalo con el dedo—, me gusta disparar mi semilla, solo que lo hago dentro de un plástico, o en la boca de una chica. —Me encojo de hombros—. ¿Y puedes dejar de maldecirme con todo eso de tener un hijo, por favor? —La foto que hay encima de su mesa muestra que está felizmente casado, con tres hijos y medio—. Además, es mi deber asegurarme de que todas las mujeres estén bien cuidadas. Creo que hice un juramento en alguna parte.

—Ah, lo sé todo sobre ese juramento, créeme. Pero después de un tiempo termina cansando. Verás que algún día conocerás a una chica que te agarrará de las putas pelotas y no te soltará.

—Espero que me agarre de las putas pelotas todos los días. O mejor, por la mañana y por la noche. —Le guiño un ojo—. Bueno, tengo a Luca a partir de hoy. Estoy entusiasmado. Se graduó el primero de su clase de Derecho en Harvard. Va a ser un complemento genial para mi equipo.

—Tenemos la conferencia sobre acoso sexual de obligada asistencia después del almuerzo. —Se me queda mirando.

—Ah, ¿la va a dar Hannah? —le pregunto—. Me la tiraría encantado. Está buenísima.

—Sabes que es la jefa de Recursos Humanos, ¿no? Y te ha etiquetado como el mayor lastre de esta empresa. Sabes que contrató a tu última asistente y que lo primero que tenía en la lista era un hombre.

—No sé por qué soy el único al que señalan. —Compruebo mi móvil, que ha vibrado dentro de mi bolsillo.

—Te has follado a tus veinte últimas secretarias. A veces incluso en el trabajo —me señala, reclinándose en su silla—. Además de a un par de becarias, a algunas procesadoras de datos y no nos olvidemos de que también a una madre o dos.

El mensaje que me ha llegado es de Austin.

Voy a necesitar una bebida cargada después del trabajo.

—Bueno —anuncio, volviendo a guardarme el móvil en el bolsillo—, si me disculpas, tengo que ocuparme de un par de fusiones. —Me levanto y miro el montón de casos que tiene sobre el escritorio—. Y tú tienes a gente que divorciar y pensiones que fijar para joder a otros.

Otro motivo más por el que nunca me casaré. Todo eso de «Te querré para siempre, o hasta que venga otra persona y entonces adivina qué: quiero la mitad de todo» no va conmigo. Ni ahora ni nunca.

Doblo la esquina de mi oficina y me detengo en la mesa de mi asistente. Una vez fue el hogar de Cassandra, que medía casi uno noventa y tenía unas piernas que le llegaban a las axilas, además de los implantes de copa C más perfectos que nunca antes haya visto. A ver, vale que no tenía ni idea de lo que hacía a menos que estuviese debajo de mi escritorio. Joder, manejaba la boca como el mejor de los fiscales de la ciudad. Ahora, en su lugar hay un tipo lo suficientemente viejo como para ser el marido de Ruth y con gafas de un cristal tan grueso como el de las botellas de Coca-Cola.

—Buenos días, Alfred —le saludo, mientras recojo mis mensajes.

—Señor, me llamo Aaron. Se lo he repetido un montón de veces.

Le sonrío.

—Y yo te he dicho que soy Batman y que tú eres mi confidente. —Le guiño un ojo, entro en mi oficina e intento leer sus garabatos. Cojo el teléfono y llamo a Hannah, que responde tras dos tonos—. Hannah, cariño —digo, con una sonrisa.

—Noah King… ¿A qué debo el placer? —anuncia en un tono un poco más severo del que debiera.

—Tenemos que hablar sobre mi asistente y sobre el hecho de que no sabe escribir ni usar un ordenador. —Vuelvo a revisar mis mensajes—. Veamos, creo que en uno de los mensajes me dice que llame al doctor Chen.

—Noah, ya hemos hablado de esto. No puedes tener ninguna mujer. La última fue la gota que colmó el vaso, y lo sabes.

—Bueno, vale, ¿pero puedo tener al menos un hombre que sepa navegar por internet y teclear con ambas manos? —Miro a Alfred a través de mi ventana. Tiene la cara casi pegada al ordenador.

—Vale, pero espero verte en el seminario que hemos organizado esta tarde —dice, antes de colgarme.

Abro mi ordenador y reviso mis correos, además de las fusiones que tenemos pendientes.

A mediodía me encuentro saliendo del ascensor de la empresa de Austin. Doblo la esquina y me tropiezo con el mejor culo que haya visto nunca. O, mejor dicho, hoy.

—Madre del amor hermoso —digo en voz alta.

La mujer intenta erguirse, pero se da un golpe en la cabeza con el escritorio. El sonido resuena por todo el amplio espacio de la oficina.

—Ay, Dios, ¿estás bien? —Me acerco a ella corriendo y trato de ayudarla a levantarse—. Lo siento mucho. No quería asustarte.

La sujeto de una mano, y con la otra se frota la parte de atrás de la cabeza.

—No pasa nada. Solo me he sorprendido —comienza a decir, y entonces me mira.

—¿Qué demonios está pasando ahí? —Suena un rugido detrás de ella.

Se separa de mí y mira a Austin. Está ahí plantado, con las manos en las caderas y la vena del cuello pulsándole.

—Ha sido culpa mía, Austin —le digo, soltándole la mano a la mujer—. He entrado y me he sorprendido al verla. La he asustado, y se ha dado un golpe en la cabeza debajo de la mesa. La estaba ayudando a levantarse —le cuento, y rodeo el escritorio hasta llegar junto a Austin para darle una palmada en el hombro—. Me preguntaba si querías comer conmigo.

Me quedo mirando a Austin, que no le ha quitado los ojos de encima a esa mujer.

—No, me quedo aquí. Tengo que revisar los papeles de Grey Stone Park. Lauren, ¿puedes traerme la comida? Ve a la tienda de la esquina: tenemos cuenta allí. Diles que es para mí; ya saben lo que me gusta.

Ella se coloca una mano en la cadera y lo fulmina con la mirada.

—Por favor —sisea Austin.

—Vale. —Coge su bolso y se marcha.

Nos quedamos mirando a Lauren alejarse mientras menea el culo de un lado a otro con cada paso. Austin está tan concentrado observándola que ni siquiera se da cuenta de que lo aparto para entrar en su despacho.

—Madre mía, ¿quién es esa gatita sexy con tacones? Casi me ha dado un ataque al corazón cuando he entrado y la he visto agachada —le pregunto, mirando hacia su mesa.

—Es mi nueva asistente, de la que debes mantenerte alejado —gruñe, y se sienta en la otra punta del sofá.

Echo la cabeza hacia atrás y me río.

—Ah, ¿qué ha pasado con ese discurso de «no follar donde como» que siempre me das? —Cuando estábamos en la universidad, nunca se follaba a nadie de la misma clase, y nunca se acostaba con ninguna chica que estuviese en su grupo de estudio. Se mantenía alejado de todas las de su círculo. Para mí era genial, porque así me las quedaba yo todas.

—Está loca —contesta—. Esta mañana he chocado con su coche, y después ha aparecido en mi oficina. Pensaba que me estaba acosando.

Eso me hace mucha gracia, y me río tanto que hasta tengo que doblarme.

—¿Has chocado con su coche y después has pensado que te estaba siguiendo? Joder. ¿Te has portado con ella como un gilipollas? —Le hago esta pregunta porque sé que a veces puede comportarse como tal.

Él hace una mueca de suficiencia.

—Me ha guardado como «caraculo» en el móvil.

Los dos rompemos a reír.

—Sabes que estás jodido, ¿verdad? —Al fin dejo de reírme y coloco el brazo encima del respaldo del sofá—. Cuando me has visto tocarla, pensaba que ibas a atacarme como uno de esos toros que corren hacia la muleta roja.

—No es más que una loca con el culo firme. Que me traerá el café todos los días.

—Ah, ¿en serio? —La voz de Lauren atraviesa el aire. Mi mirada se desvía de Austin a ella, que está ahí plantada con dos bolsas, y a mi colega se le desencaja la mandíbula—. Bueno, vale, pues me alegra poder ayudarte a lo largo del día —gruñe, y entonces entra y tira las bolsas encima de la mesa que tenemos delante—. También he traído algo para tu amigo —añade, antes de marcharse. Esta vez, da un portazo al salir.

—Ay, joder, te has metido en un lío de cojones. Tío, te va a colgar de las pelotas. ¿Te acuerdas de esa chica con la que jugaste en la universidad? ¿A la que prometiste llevar a casa durante las vacaciones de primavera? Cambió de opinión y canceló todos los billetes. Después, puso aquel anuncio en esa página famosa de anuncios de «Hombre solitario busca a otro hombre solitario» —le recuerdo.

—¡Estaba loca de remate! Tuve que cambiarme de número cuatro veces. ¡Cuatro! Y después tuve que empezar también a llevar gorros para que no pudiera reconocerme. —Niega con la cabeza, y yo me río tan fuerte que me caigo al suelo. Él se me queda mirando—. ¡En el puñetero mes de mayo! Me duchaba tres veces al día. No tenía ni idea de que la cabeza pudiera sudar tanto.

Al fin dejo de reírme y miro dentro de la bolsa que acaba de tirar Lauren sobre la mesa que tenemos delante.

— Si yo estuviera en tu lugar, disfrutaría de esto. Probablemente sea la última comida a la que no le ha dado tiempo de escupirle dentro.

Nos pasamos la siguiente media hora comiendo y echando pestes de todo lo demás.

—¿Vas a salir este fin de semana con Deborah? —le pregunto.

—Todavía no sé qué planes tengo para el fin de semana. ¿Y tú?

Cojo mi teléfono y deslizo el dedo por la lista de contactos.

—Andrea, ese es mi plan. La conocí en Starbucks. Tiene las piernas más largas que he visto nunca. Tengo pensado colgármelas del cuello, y no para hacer lucha libre, precisamente. —Arqueo las cejas—. Tú ya me entiendes.

Me levanto y meto la basura en la bolsa.

—Ha sido divertido, pero, por desgracia, tengo que irme.

Me levanto y salgo directo hacia la mesa de Lauren. Está ocupada tecleando algo, así que se limita a girar la cabeza.

—Muchas gracias por la comida, Lauren. Me has salvado la vida.

Me alejo, no sin antes guiñarle un ojo. Solo para molestar a mi amigo todavía más.

Cuando llego a mi oficina, la porquería del acoso sexual está en todo su esplendor. Me cuelo en la parte de atrás y me siento junto a Harvey.

—¿Me he perdido mucho? —le pregunto.

—Acaban de enseñar una futo tuya y aquello de lo que hay que mantenerse alejado.

Sonrío al mirar el PowerPoint que está mostrando Cassandra y al escuchar lo que dice.

—Si en cualquier momento alguien os arrincona y os hace sentir incómodos —mira a toda la gente de la sala—, tanto si es mediante el contacto o por una insinuación sexual, tenéis derecho a venir y decir algo.

Me inclino y bajo la voz.

—Si arrinconas a alguien y lo que haces y dices la hace sentirse incómoda, entonces es que no lo estás haciendo bien. —No puedo continuar, porque Cassandra me llama la atención.

—¿Hay algo que quiera añadir, señor King?

—Me preguntaba si íbamos a tener restricciones con el código de vestimenta. No me gustaría ofender a nadie si… —me encojo de hombros— me pongo mi falda escocesa un día y no es lo suficientemente larga.

—¿Eres escocés? —pregunta una de las becarias.

Yo le sonrío, y me entran ganas de preguntarle si quiere mirar lo que llevo debajo de la falda, pero Cassandra me vuelve a interrumpir.

—Si en cualquier momento tenéis alguna queja sobre lo que alguien más lleva puesto, por favor, enviadme un correo con la descripción del atuendo en cuestión.

—O la falta de él —la interrumpo.

Algunas becarias ponen los ojos en blanco, mientras que la otra mitad trata de captar mi atención.

El resto del seminario, o conferencia o como quiera que se llame, transcurre riéndome de todas las «situaciones» que describe. En su mayoría, son cosas que he hecho yo. No me malinterpretéis. No suelo arrojarme encima de las mujeres ni hacerlas sentirse incómodas. Pero si conecto con ellas y ellas lo hacen con mi polla, quién soy yo para decir que no.

Cuando llego a casa y me relajo, me quedo dormido viendo SportsCenter.

3

Kaleigh

Termino con el yoga en exteriores a las doce menos cuarto. Si mi cliente no estuviese tan sudado ni tuviera tanto pelo, igual me habrían entrado ganas de hacer la postura del arado con él, pero es que no soporto el vello en la espalda.

En cambio, me detengo en Starbucks para comprarme un frappuccino de soja de camino a mi taller de yoga. Abro la puerta de cristal y la campanilla de conchas de mar tintinea. Hay un mostrador de recepción en cuanto entras, a la derecha. En la pared frontal he colocado en mayúsculas la palabra «Namasté». Al doblar la esquina, entras en lo que llamamos la sala de relajación, que está toda pintada de blanco. Hay sillones de tela de color blanco y tostado alineados contra una pared, mientras que contra la otra hay un sofá bajo de lona en tono marrón. En el centro hemos colocado una mesa baja de madera blanca con velas de color marfil. A la izquierda de la sala están los vestuarios para hombres y para mujeres. Si sigues recto, una puerta te llevará hasta la sala zen. Es más oscura que la de relajación. Las paredes están pintadas en marrón chocolate. Hay una caja negra en el centro. Hay puestas cortinas blancas de gasa, que he atado por todas partes. En el centro hay una lámpara redonda de luz tenue, y cuentas de cristal cuelgan hasta el suelo. Hay seis sofás de dos plazas repartidos por la sala, con unos cojines enormes y mullidos sobre los que te puedes tumbar, y guirnaldas de luces por todos lados. En el centro he colocado una esterilla para los estiramientos, por si se necesita. La música que proviene de la sala es suave y agradable, con flautas sonando de fondo. Solo con escucharla hace que el estrés de tus hombros se relaje. Compruebo si hay alguien dentro. Durante el día viene mucha gente solo a sentarse y aislarse del ajetreo diario en el que todos vivimos. Además, es una zona libre de móviles. Sé que es un concepto escandaloso, pero así es como funciono yo.

Cuando cierro la puerta y paso junto a los vestuarios, me asomo al taller de yoga que hay al otro lado. Abro la puerta y me encuentro con Stephanie en mitad de su sesión de hot yoga. La sala es enorme, y una de las paredes está hecha de ventanales que dan al jardín que tengo fuera. La luz natural que entra rebota contra la pared llena de espejos. Hay unas veinte personas en esta clase. El hot yoga es una variedad de yoga enérgico que se realiza en una clase cuya calefacción se ha subido a cuarenta grados y que tiene una humedad del cuarenta por ciento. El nombre formal de esa variedad es «Bikram yoga». Ahora mismo, es el último grito. La gente se suele poner solo unos pantalones cortos y un sujetador deportivo. Más sería demasiado. En una de las paredes cuelga un cuadro que reza: «Estás a solo una clase de yoga de librarte del mal humor». Y en la pared donde está la puerta pone «Yoga todos los días».

Sé que está acabando la clase, porque están con los estiramientos. Cierro la puerta y vuelvo a recepción, donde ahora está sentada Kathy.

—Hola, bonita —me saluda con una sonrisa.

—Hola, corazón. ¿Puedes añadir al señor Bison la semana que viene, a la misma hora?

Ella se encarga de toda la agenda del taller, y también imparte la clase de pilates que ofrecemos los fines de semana.

—Tienes una sesión de grupo privada que va a empezar dentro de veinte minutos con tres madres. Después tengo que cancelar la sesión de pilates del sábado. Mis padres van a venir y no puedo escaparme.

Miro el perchero de ropa que hemos colocado, con todo organizado por color.

—No la canceles. Puedo hacerla yo. —Le sonrío—. Traeré a Rachel. Le encanta andar por ahí gritándole a la gente que se limite a respirar.

—Ah, eso es mucho mejor.

Sigue publicando nuestras cosas en la página de Facebook y coloca una foto estúpida mía en Instagram. Salgo corriendo del taller a las dos y media, y llego a casa a la misma hora en que el autobús se detiene en la parada.

Rachel es la primera en bajar rebotando.

—Casi te olvidas de nosotros.

Salta con su mochila enorme por encima de la cabeza. Sus brazos apenas me abarcan la cintura. Le acuno la cabeza entre mis manos a la vez que me agacho para darle un beso.

—Os estaba esperando dentro del coche —miento.

—Claro, tía Kay. —Mi sobrino, Gabe, aparece por el camino de acceso botando su pelota de fútbol—. Te he visto dar un volantazo justo antes de que parara el autobús.

—Calla, niño, o te haré comer tofu crudo —le advierto, y él hace una mueca. Soy vegana a tope. Sin embargo, los niños no lo son, y ni hablemos ya de Lauren.

—¿Por qué no entramos y nos lavamos las manos, picamos algo y hacemos algunas posturas en el patio? —Me inclino para coger a Rachel en brazos—. ¿Qué opinas, Rachie? ¿Quieres aprender a hacer el perro boca abajo?

Ella levanta las manos al aire.

—Sí, quiero hacer el perro.

Me río al mismo tiempo que Gabe.

—No digas eso en voz alta.

Entramos, y les hago lavarse las manos y cortar algunas manzanas y queso. He tratado de darles el queso vegano, pero se han dado cuenta y me han hecho cortar uno cheddar normal.

—Creo que esta noche voy a probar una nueva receta, para sorprender a vuestra madre. —Me giro hacia el frigorífico, donde veo las tres botellas de vino que compré ayer, y me alegro de que me haya enviado un mensaje hoy diciéndome que lo necesitaba—. Bueno, ¿qué os parece si hago coliflor? —Me doy la vuelta, asintiendo—. Rica, sí.

Rachel se tapa la nariz.

—Qué asco.

Saco mi móvil y busco una receta.

—Marchaos a empezar los deberes y, cuando acabe, iremos fuera.

Los dos se apartan de la encimera y cogen sus cosas de la mesa de la cocina.

Saco la coliflor, la lavo y la corto en trocitos pequeñitos antes de aderezarla con varias especias y rociarla con un poco de aceite. Me lavo las manos y enciendo el horno.

—Vale, renacuajos, tenemos treinta y cinco minutos antes de que tenga que sacarlo. Vamos fuera a tomar el sol.

—Quiero hacer el perro, porfis. —Rachel viene corriendo hacia mí con la esterilla de yoga.

—Vamos a hacer el perro boca abajo, ¿vale? —Salgo al jardín y cierro la puerta a nuestra espalda.

Gabe sale corriendo con su pelota de fútbol, la tira al césped y empieza a practicar.

—Vale, Rachel, empecemos.

Hacemos entre cinco y seis ejercicios, y después nos tumbamos juntas sobre el césped mientras observamos las nubes flotar, intentando decidir a qué se parecen.

—Voy a por agua —dice Gabe, antes de abrir la puerta—. Tía Kay, algo se está quemando —anuncia, asustado.

—Mierda, la coliflor. —Me levanto y entro corriendo. El olor a quemado me golpea de repente—. Ay, Dios, ay, Dios. —Cojo la manopla y abro el horno.

—Mamá ha llegado —anuncia Gabe, corriendo hacia la puerta delantera.

Ella la cruza justo cuando la alarma contra incendios se dispara.

—Ay, madre, Kay, ¿qué demonios estás haciendo? —Coge una escoba del armario y se coloca debajo del detector, haciendo aire con ella para eliminar el humo—. Dios, Dios, Dios… —canturrea, y mira hacia la cocina justo en el momento en que estoy sacando la bandeja de coliflor chamuscada y humeante del horno.

—¡Ay, madre, ay, madre, ay, madre! ¡Lo siento mucho! Hemos salido a hacer un poco de yoga y se me ha olvidado por completo —trato de explicar, caminando hacia el fregadero con la bandeja. Abro el agua y mojo los restos humeantes de lo que una vez fuera coliflor. El sonido chispeante del líquido al caer sobre el metal llena la habitación en silencio, además del humo que apesta a quemado y que, probablemente, vaya a encender de nuevo la alarma contra incendios.

—Ay, tía Kay, ¿qué vamos a comer ahora? —pregunta Rachel.

Es la única que habría intentado comerse alguna de mis creaciones.

Doy una palmada.

—¡Ah! Podemos cortar un poco de tofu y…

Antes de que acabe la frase, Gabe y Lauren gritan al unísono, presos del pánico.

—¡No!

Les lanzo una mirada furibunda.

—Vale, voy a cambiarme. Gabe, empieza a hacer los deberes. Rachel, ponte a repasar gramática. Y tú —Lauren me señala—, limpia ese follón. Coceré pasta y encontraré algo que ponerle.

Suelto un gemido.

—No tengo pasta sin gluten.

Me acerco al frigorífico mientras Lauren sube a la planta de arriba para quitarse su «ropa de trabajo». Cuando vuelve a bajar, estoy colocando las cosas en el lavavajillas.

—Ah, buenas noticias —la informo—. He encontrado un poco de arroz, así que le pondré la salsa que quieras hacerle. Fácil y rico.

Ella niega con la cabeza y se ríe de mí mientras empieza a cortar verduras para ponerlas en lo que sea que esté cocinando. Me voy a la mesa a estudiar palabras con Rachel.

—Kay, pon la mesa —me ordena.

Me acerco a ella para comprobar que ha cocinado pasta primavera y tiene una pinta deliciosa, pero veo el envase del queso Parmesano junto a ella.

—No puedo comer eso. Le has puesto queso —me quejo.

—No pasa nada —murmura—. No te voy a delatar a la policía vegana. Fingiremos que nunca ha ocurrido.

Sirve un poco de pasta en los platos para los niños.

Abro el frigorífico y chillo al encontrar comida preparada congelada.

—¡Toma! ¡Mira! ¡Raviolis de tofu! ¡Salvada! —Me voy bailando al microondas, levantando las manos y meneando el culo al meter el recipiente—. ¡Oh, sí, oh, sí! —Sigo bailando hasta que pita el microondas. Saco la comida, le quito la tapa de plástico y la muevo delante de la nariz de Lauren—. Huele bien, ¿a que sí?

Ella asiente, pero sé muy bien que está mintiendo. A lo largo de la cena, los niños le cuentan cómo les ha ido el día. Rachel dice que alguien ha vomitado en clase porque otro se ha tirado un pedo. Al parecer, a ella le parece divertidísimo, porque se muere de la risa mientras lo vuelve a contar.

En cuanto todo el mundo termina de cenar, recojo los platos sucios mientras miro a mi hermana, que tiene los ojos cansados.

—Ya lo limpio yo. Ve a bañar a los niños y hacer los deberes con ellos.

Aclaro los platos y los meto en el lavavajillas, y después limpio la cocina, y casi parece que no se ha quemado nada hoy. Bueno, casi. Todavía queda un poco de olor. Cuando veo subir a Lauren, cojo un par de velas, las enciendo por toda la habitación, atenúo las luces y pongo música jazz suave.

Cuando vuelve a bajar, la está esperando una copa llena de vino blanco bien fresco.

—Oooh, si no fueras mi hermana y me gustasen las chicas —y si es que a mí también me fueran las tías—, te convertiría en mi mujer. —Coge su copa y se hace un ovillo en el sofá, recogiendo los pies.

—Bueno, cuéntame lo de tu jefe —le urjo, y le doy un sorbo a mi copa.

—Uf, ¿por dónde empiezo? —Cierra los ojos. Es como si estuviera en trance.

—¿Es guapo? —le pregunto, porque tengo curiosidad por saber por qué mi hermana está como una bomba a punto de explotar.

Ella asiente y se termina la copa de un largo trago. Coge la botella, le quita el corcho con un sonido sordo y se sirve otra.

—Demasiado guapo.

—¿En forma o cachas? —inquiero. Suelo empezar con preguntas inofensivas hasta que llegamos a lo bueno, como el tamaño del pene, el del paquete entero, si le cuelga a la derecha o a la izquierda. Si se le nota o si está aplastado.

—En forma —contesta, aunque se queda pensando y luego le da otro trago a su copa, que ya está a medias—. Muy en forma. —Mira a su alrededor, se inclina hacia mí y me susurra—: Creo que tiene tableta. —Intento no reírme mientras ella se acaba el vino.

—¿Color de pelo? ¿De ojos? —Vuelvo a rellenarle la copa. Para la mayoría de la gente solo es vino, pero para mi hermana es como el suero de la verdad.

—Castaño, y ojos verdes pardos, con motas doradas. —Bebe un poco más.

—¿Vello facial? ¿Te provocaría irritaciones con la barba o no?

Ella levanta la mirada y se sonroja un poco. Yo no digo nada. En cambio, oculto mi sonrisa con mi copa de vino.

—Depende de la hora del día. Esta mañana estaba recién afeitado, pero a las tres de la tarde ya tenía un asomo de barba. —Apoya la cabeza en el respaldo y cierra los ojos mientras sigue pensando en él.

Me yergo, la miro y al fin veo algo que no había visto desde que el polla mustia la jodió.

—¿Te gusta?

Abre los ojos de golpe y se gira hacia mí para negarlo, pero conozco esa mirada.

—¡No! No, no me gusta. Claro que no. No me gusta nada. —Suelta una risita y da otro sorbo a su copa—. Ha chocado con mi coche, Kay, y después el imbécil me ha preguntado si iba borracha —trata de defenderse—. Borracha a las putas ocho de la mañana.

Con esa última frase, sé que piensa en él más de lo que está dispuesta a admitir, incluso a sí misma.

—¡Te ha dejado pillada! No ha habido nadie que te haya puesto tanto de los nervios. Bueno, estaba Pacey, de Dawson crece…

Todos sabemos cómo acabó aquello. Llamó a la cadena de televisión e intentó que cancelaran y prohibieran la serie. Y ni hablemos ya de la petición que intentó hacer a través de Facebook.

—¡Eh! —Me señala con el dedo—. ¡Joey se fue a navegar con él todo el verano! Solo porque Dawson se echa a llorar, ella, Joey, cree que debe estar con Pacey. Él fue siempre su elección. —Se sirve otra copa y tira un poco al hacerlo.

—¿Crees que se depila? —le pregunto, dejando mi vino en la mesa.

—No tengo ni idea, pero supongo que sí. Es decir, ¿quién no lo hace hoy en día? —Me mira, inquisitiva.

Yo no estoy tan segura. En realidad, es una elección. Solo porque a mí me guste que vaya bien aseado, no significa que todo el mundo piense lo mismo.

—A algunos les gusta sentirse libres y dejarlo todo natural; no tiene nada de malo. No hay que juzgarlo. Bueno, a no ser que tengas que chuparle la polla, porque, entonces, más te vale ponerte firme. No hay necesidad de atragantarse con vello púbico largo. De hecho, si crees que no lo está, sal corriendo. Corre rápido, como si estuviera meneando una bomba delante de ti. —Gesticulo con las manos formando una explosión—. ¿Zapatos?