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Esta es una recopilación de varios textos políticos fundamentales de José Martí, en los que el autor aborda los temas de la patria, la identidad americana o la independencia: «Con todos y para el bien de todos»; «A la raíz»; «Manifiesto de Montecristi», firmado por Martí y Máximo Gómez; «Mente latina»; «Mi raza»; «El presidio político en Cuba» y «Nuestra América».
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Seitenzahl: 136
Veröffentlichungsjahr: 2021
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José Martí
EL PRESIDIO POLÍTICO EN CUBA
Saga
Textos políticos
Copyright © 1883, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726679472
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Dolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas.
Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ella huellas que no se borrarán jamás.
Nace con un pedazo de hierro; arrastra consigo este mundo misterioso que agita cada corazón; crece nutrido de todas las penas sombrías, y rueda, al fin, aumentado con todas las lágrimas abrasadoras.
Dante no estuvo en presidio.
Si hubiera sentido desplomarse sobre su cerebro las bóvedas oscuras de aquel tormento de la vida, hubiera desistido de pintar su Infierno. Las hubiera copiado, y lo hubiera pintado mejor.
Si existiera el Dios providente, y lo hubiera visto, con la una mano se habría cubierto el rostro, y con la otra habría hecho rodar al abismo aquella negación de Dios.
Dios existe, sin embargo, en la idea del bien, que vela el nacimiento de cada ser, y deja en el alma que se encarna en él una lágrima pura. El bien es Dios. La lágrima es la fuente de sentimiento eterno.
Dios existe, y yo vengo en su nombre a romper en las almas españolas el vaso frío que encierra en ellas la lágrima.
Dios existe, y si me hacéis alejar de aquí sin arrancar de vosotros la cobarde, la malaventurada indiferencia, dejadme que os desprecie, ya que no puedo odiar a nadie; dejadme que os compadezca en nombre de mi Dios.
Ni os odiaré, ni os maldeciré.
Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí mismo.
Si mi Dios maldijera, yo negaría por ello a mi Dios.
¿Qué es aquello?
Nada.
Ser apaleado, ser pisoteado, ser arrastrado, ser abofeteado en la misma calle, junto a la misma casa, en la misma ventana donde un mes antes recibíamos la bendición de nuestra madre, ¿qué es?
Nada.
Pasar allí con el agua a la cintura, con el pico en la mano, con el grillo en los pies, las horas que días atrás pasábamos en el seno del hogar, porque el sol molestaba nuestras pupilas, y el calor alteraba nuestra salud, ¿qué es?
Nada.
Volver ciego, cojo, magullado, herido, al son del palo y la blasfemia, del golpe y del escarnio, por las calles aquellas que meses antes me habían visto pasar sereno, tranquilo, con la hermana de mi amor en los brazos y la paz de la ventura en el corazón, ¿qué es esto?
Nada también.
¡Horrorosa, terrible, desgarradora nada!
Y vosotros los españoles la hicisteis.
Y vosotros la sancionasteis.
Y vosotros la aplaudisteis.
¡Oh, y qué espantoso debe ser el remordimiento de una nada criminal!
Los ojos atónitos lo ven; la razón escandalizada se espanta; pero la compasión se resiste a creer lo que habéis hecho, lo que hacéis aún.
O sois bárbaros, o no sabéis lo que hacéis.
Dejadme, dejadme pensar que no lo sabéis aún.
Dejadme, dejadme pensar que en esta tierra hay honra todavía, y que aún puede volver por ella esta España de acá tan injusta, tan indiferente, tan semejante ya a la España repelente y desbordada de más allá del mar.
Volved, volved por vuestra honra: arrancad los grillos a los ancianos, a los idiotas, a los niños: arrancad el palo al miserable apaleador: arrancad vuestra vergüenza al que se embriaga insensato en brazos de la venganza y se olvida de Dios y de vosotros: borrad, arrancad todo esto, y haréis olvidar algunos de sus días más amargos al que ni al golpe del látigo, ni a la voz del insulto, ni al rumor de sus cadenas ha aprendido aún a odiar.
Unos hombres envueltos en túnicas negras llegaron por la noche y se reunieron en una esmeralda inmensa que flotaba en el mar.
¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! dijeron a un tiempo, y arrojaron las túnicas, y se reconocieron y se estrecharon las manos huesosas y movieron saludándose las cadavéricas cabezas.
—Oíd, dijo uno.— La desesperación arranca allá abajo las cañas de las haciendas; los huesos cubren la tierra en tanta cantidad, que no dan paso a la yerba naciente; los rayos del sol de las batallas brillan tanto, que a su luz se confunden la tez blanca y la negra; yo he visto desde lejos a la Ruina que adelanta terrible hacia nosotros; los demonios de la ira tienen asida nuestra caja, y yo lucho, y vosotros lucháis, y la caja se mueve, y nuestros brazos se cansan, y nuestras fuerzas se extinguen, y la caja se irá. Allá lejos, muy lejos, hay brazos nuevos, hay fuerzas nuevas; allá hay la cuerda de la honra que suele vibrar; allá hay el nombre de la patria desmembrada que suele estremecer.—Si vamos allá y la cuerda vibra y el nombre estremece, la caja se queda; de los blancos desesperados haremos siervos; sus cuerpos muertos serán abono de la tierra; sus cuerpos vivos la cavarán y la surcarán, y el África nos dará riquezas, y el oro llenará nuestras arcas. Allá hay brazos nuevos,—allá hay fuerzas nuevas; vamos, vamos allá.
—Vamos, vamos, dijeron con cavernosa voz los hombres, y aquel cantó, y los demás cantaron con él.
_______
«El pueblo es ignorante, y está dormido.
»El que llega primero a su puerta, canta hermosos versos y lo enardece. »Y el pueblo enardecido clama.
»Cantemos, pues.
»Nuestros brazos se cansan, nuestras fuerzas se extinguen.—
»Allá hay brazos nuevos, allá hay fuerzas nuevas. Vamos, vamos allá».
_______
Y los hombres confundieron sus cuerpos, se transformaron en vapor de sangre, cruzaron el espacio, se vistieron de honra, y llegaron al oído del pueblo que dormía, y cantaron.
Y la fibra noble del alma de los pueblos se contrajo enérgica, y a los acordes de la lira que bamboleaba entre la roja nube, el pueblo clamó y exhaló en la embriaguez de su clamor el grito de anatema.
El pueblo clamó inconsciente, y hasta los hombres que sueñan con la federación universal, con el átomo libre dentro de la molécula libre, con el respeto a la independencia ajena como base de la fuerza y la independencia propias, anatematizaron la petición de los derechos que ellos piden, sancionaron la opresión de la independencia que ellos predican, y santificaron como representantes de la paz y la moral, la guerra de exterminio y el olvido del corazón.
Se olvidaron de sí mismos, y olvidaron que, como el remordimiento es inexorable, la expiación de los pueblos es también una verdad.
Pidieron ayer, piden hoy, la libertad más amplia para ellos, y hoy mismo aplauden la guerra incondicional para sofocar la petición de libertad de los demás.
Hicieron mal.
España no puede ser libre mientras tenga en la frente manchas de sangre. Se ha vestido allá de harapos, y los harapos se han mezclado con su carne, y consume los días extendiendo las manos para cubrirse con ellos.
Desnudadla, en nombre del honor.
Desnudadla, en nombre de la compasión y la justicia.
Arrancadla sus jirones, aunque la hagáis daño, si no queréis que la miseria de los vestidos llegue al corazón, y los gusanos se lo roan, y la muerte de la deshonra os venga detrás.
_______
Un nombre sonoro, enérgico, vibró en vuestros oídos y grabó en vuestros cerebros: ¡Integridad nacional! Y las bóvedas de la sala del pueblo resonaron unánimes: ¡Integridad! ¡Integridad!
Hicisteis mal.
Cuando el conocimiento perfecto no divide las tesis, cuando la razón no separa, cuando el juicio no obra detenido y maduro, hacéis mal en ceder a un entusiasmo pasajero.
Cuando no os son conocidos los sacrificios de un pueblo; cuando no sabéis que las doncellas bayamesas aplicaron la primera tea a la casa que guardó el cuerpo helado de sus padres, en que sonrió su infancia, en que se engalanó su juventud, en que se reprodujo su hermosa naturaleza; cuando ignoráis que un país educado en el placer y en la postración trueca de súbito los perfumes de la molicie por la miasma fétida del campamento, y los goces suavísimos de la familia por los azares de la guerra, y el calor del hogar por el frío del bosque y el cieno del pantano, y la vida cómoda y segura por la vida nómade y perseguida, y hambrienta, y llagada, y enferma, y desnuda; cuando todo esto ignoráis, hacéis mal en negárselo todo, hacéis mal en no hacerle justicia, hacéis mal en condenar tan absolutamente a un pueblo que quiere ser libre, desde lo alto de una nación que, en la inconsciencia de sí misma, halla aún noble decir que también quiere serlo.
Olvidáis que tuvo la garganta opresa y el pecho sujeto por manos de hierro; olvidáis que la garganta se enronqueció de pedir, y el pecho se cansó de gemir oprimido; olvidáis su sumisión, olvidáis su paciencia, olvidáis sus tentativas de sumisión nueva, ahogadas por el conde de Valmaseda en la sangre del parlamentario Augusto Arango.
Y cuando todo lo olvidáis, hacéis mal en divinizar las garras opresoras, hacéis mal en lanzar anatemas sobre aquello de que, o nada queréis saber, o nada en realidad sabéis.
Porque era preciso que nada supieseis para hacer lo que habéis hecho. Si supierais algo, y lo hubierais hecho, lo vería y lo palparía, y diría que era imposible que lo veía y lo palpaba.
Un nombre sonoro, enérgico, vibró en vuestros oídos y grabó vuestros cerebros: ¡Integridad nacional! Y las bóvedas de la sala del pueblo resonaron unánimes: ¡Integridad! ¡Integridad!
¡Oh! No es tan bello ni tan heroico vuestro sueño, porque sin duda soñáis. Mirad, mirad hacia este cuadro que os voy a pintar, y si no tembláis de espanto ante el mal que habéis hecho, y no maldecís horrorizados esta faz de la integridad nacional que os presento, yo apartaré con vergüenza los ojos de esta España que no tiene corazón.
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Yo no os pido que os apartéis de la senda de la patria, que seríais infames si os apartarais.
Yo no os pido que firméis la independencia de un país que necesitáis conservar y que os hiere perder, que sería torpe si os lo pidiera.
Yo no os pido para mi patria concesiones que no podéis darlas, porque, o no las tenéis, o si las tenéis os espantan, que sería necedad pedíroslas.
Pero yo os pido en nombre de ese honor de la patria que invocáis, que reparéis algunos de vuestros más lamentables errores, que en ello habría honra legítima y verdadera; yo os pido que seáis humanos, que seáis justos, que no seáis criminales sancionando un crimen constante, perpetuo, ebrio, acostumbrado a una cantidad de sangre diaria que no le basta ya.
Si no sabéis en su horrorosa anatomía aquella negación de todo pensamiento justo y todo noble sentimiento; si no veis las nubes rojas que se ciernen pesadamente sobre la tierra de Cuba, como avergonzándose de subir al espacio, porque presumen que allí está Dios; si no las veis mezcladas con los vapores del vértigo de un pueblo ávido de metal, que al tocar la ansiada mina que en sueños llenó de miel su vida, ve que se le escapa, y corre tras ella desalentado, loco, erizados los cabellos y extraviados los ojos, ¿por qué firmáis con vuestro asentimiento el exterminio de la raza que más os ha sufrido, que más se os ha humillado, que más os ha esperado, que más sumisa ha sido hasta que la desesperación o la desconfianza en las promesas ha hecho que sacuda la cerviz?—¿Por qué sois tan injustos y tan crueles?
Yo no os pido ya razón imparcial para deliberar.
Yo os pido latidos de dolor para los que lloran, latidos de compasión para los que sufren por lo que quizás habéis sufrido vosotros ayer, por lo que quizás, si no sois aún los escogidos del Evangelio, habréis de sufrir mañana.
No en nombre de esa integridad de tierra que no cabe en un cerebro bien organizado; no en nombre de esa visión que se ha trocado en gigante; en nombre de la integridad de la honra verdadera, la integridad de los lazos de protección y de amor que nunca debisteis romper; en nombre del bien, supremo Dios; en nombre de la justicia, suprema verdad, yo os exijo compasión para los que sufren en presidio, alivio para su suerte inmerecida, escarnecida, ensangrentada, vilipendiada.
Si la aliviáis, sois justos.
Si no la aliviáis, sois infames.
Si la aliviáis, os respeto.
Si no la aliviáis, compadezco vuestro oprobio y vuestra desgarradora miseria.
Vosotros, los que no habéis tenido un pensamiento de justicia en vuestro cerebro, ni una palabra de verdad en vuestra boca para la raza más dolorosamente sacrificada, más cruelmente triturada de la tierra.
Vosotros, los que habéis inmolado en el altar de las palabras seductoras los unos, y las habéis escuchado con placer los otros, los principios del bien más sencillos, las nociones del sentimiento más comunes, gemid por vuestra honra, llorad ante el sacrificio, cubríos de polvo la frente, y partid con la rodilla desnuda a recoger los pedazos de vuestra fama, que ruedan esparcidos por el suelo.
¿Qué venís haciendo tantos años hace?
¿Qué habéis hecho?
Un tiempo hubo en que la luz del sol no se ocultaba para vuestras tierras. Y hoy apenas si un rayo las alumbra lejos de aquí, como si el mismo sol se avergonzara de alumbrar posesiones que son vuestras.
México, Perú, Chile, Venezuela, Bolivia, Nueva Granada, las Antillas, todas vinieron vestidas de gala, y besaron vuestros pies, y alfombraron de oro el ancho surco que en el Atlántico dejaban vuestras naves. De todas quebrasteis la libertad; todas se unieron para colocar una esfera más, un mundo más en vuestra monárquica corona.
España recordaba a Roma.
César había vuelto al mundo y se había repartido a pedazos en vuestros hombres, con su sed de gloria y sus delirios de ambición.
Los siglos pasaron.
Las naciones subyugadas habían trazado a través del Atlántico del Norte camino de oro para vuestros bajeles. Y vuestros capitanes trazaron a través del Atlántico del Sur camino de sangre coagulada, en cuyos charcos pantanosos flotaban cabezas negras como el ébano, y se elevaban brazos amenazadores como el trueno que preludia la tormenta.
Y la tormenta estalló al fin; y así como lentamente fue preparada, así furiosa e inexorablemente se desencadenó sobre vosotros.
Venezuela, Bolivia, Nueva Granada, México, Perú, Chile, mordieron vuestra mano, que sujetaba crispada las riendas de su libertad, y abrieron en ella hondas heridas; y débiles, y cansados y maltratados vuestros bríos, un ¡ay! se exhaló de vuestros labios, un golpe tras otro resonaron lúgubremente en el tajo, y la cabeza de la dominación española rodó por el continente americano, y atravesó sus llanuras, y holló sus montes, y cruzó sus ríos, y cayó al fin en el fondo de un abismo para no volverse a alzar en él jamás.
Las Antillas, las Antillas solas, Cuba sobre todo, se arrastraron a vuestros pies, y posaron sus labios en vuestras llagas, y lamieron vuestras manos, y cariñosas y solícitas fabricaron una cabeza nueva para vuestros maltratados hombros.
Y mientras ella reponía cuidadosa vuestras fuerzas, vosotros cruzabais vuestro brazo debajo de su brazo, y la llegabais al corazón, y se lo desgarrabais, y rompíais en él las arterias de la moral y de la ciencia.
Y cuando ella os pidió en premio a sus fatigas una mísera limosna, alargasteis la mano, y le enseñasteis la masa informe de su triturado corazón, y os reísteis, y se la arrojasteis a la cara.
Ella se tocó en el pecho, y encontró otro corazón nuevo que latía vigorosamente, y, roja de vergüenza, acalló sus latidos, y bajó la cabeza, y esperó.
Pero esta vez esperó en guardia, y la garra traidora solo pudo hacer sangre en la férrea muñeca de la mano que cubría el corazón.