Un largo silencio - Harlan Coben - E-Book

Un largo silencio E-Book

Harlan Coben

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Beschreibung

UN HIJO DESAPARECE. UN EXTRAÑO REGRESA DIEZ AÑOS DESPUÉS. Hace diez años, dos niños de familias acaudaladas fueron raptados. Los secuestradores pidieron rescate, pero luego desaparecieron sin dejar rastro. Ahora, cuando ya se había perdido toda esperanza, sucede lo que parecía imposible: Win y Myron Bolitar creen haber localizado a uno de esos chicos, ahora adolescente. Después de un largo silencio, la vuelta a casa del joven debería ser un paso definitivo hacia el fin de la pesadilla. Pero no lo va a ser. ¿Dónde ha estado estos diez años y qué recuerda del día, hace media vida, en que lo cogieron? Y, todavía más importante: ¿qué puede contar a Myron y Win sobre el destino de su amigo perdido? Con su talento único, Harlan Coben ha escrito un thriller lleno de acción y profundamente emotivo sobre la amistad y la familia.

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Título original: Home

© Harlan Coben, 2016.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO158

ISBN: 9788490569627

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Epílogo. Tres meses más tarde

Agradecimientos

A MIKE Y A GEORGE

Y A LOS «BROMANCES» DE LA MEDIANA EDAD

1

El chico que había desaparecido hace diez años sale ahora a la luz.

No me suelo dejar llevar por la emoción, ni siquiera siento nada que pudiera etiquetarse como perplejidad. He visto muchas cosas en mis más de cuarenta años. Han estado a punto de matarme, y he matado. He visto actos de una depravación que a la mayoría de la gente le costaría entender, o que directamente clasificaría de inconcebibles, y hay quien diría que yo también los he ejecutado. Con el paso de los años he aprendido a controlar mis emociones y —lo que es más importante— mis reacciones ante situaciones tensas e inestables. Puedo atacar de manera rápida y violenta, pero no hago nada que no sea, en cierta medida, deliberado e intencionado.

Estas cualidades, por decirlo así, nos han salvado una y otra vez a mí y a quienes me importan.

Sin embargo, confieso que, cuando veo al chico por primera vez —bueno, ahora será adolescente, ¿no?—, siento que se me acelera el pulso. Un murmullo me retumba en los oídos. De forma inconsciente, aprieto los puños.

Diez años —y ahora cincuenta metros, no más— me separan del chico desaparecido.

Patrick Moore —que así se llama— está apoyado contra el pilar de hormigón del viaducto cubierto de grafitis, con los hombros caídos. Mira a un lado y al otro antes de fijar la vista en la calzada agrietada que tiene delante. Lleva el cabello muy corto, prácticamente al rape. Otros dos adolescentes dan vueltas por debajo del viaducto. Uno está dando caladas a su cigarrillo con tanta intensidad y tal gusto que da la impresión de que quiere hacerle pagar alguna ofensa. El otro lleva un collar de perro con remaches y una camiseta de malla, lo que proclama sin el menor disimulo cuál es su oficio en la actualidad.

Por encima rugen los motores de los coches, ajenos a lo que sucede allí abajo. Estamos en King’s Cross, barrio que ha «rejuvenecido» mucho en las últimas dos décadas, con museos y bibliotecas, el Eurostar e incluso una placa identificativa del andén nueve y tres cuartos, en el que Harry Potter tomaba siempre el tren a Hogwarts. Gran parte de los elementos considerados indeseables han abandonado estas peligrosas transacciones en persona, y las han cambiado por la seguridad relativa del comercio en línea —un efecto positivo más de Internet: la considerable disminución del arriesgado comercio sexual en las aceras—; pero si se va al otro extremo de las vías, tanto en sentido literal como figurado, lejos de esas nuevas torres relucientes, aún hay lugares donde la sordidez pervive, y lo hace de forma concentrada.

Ahí es donde he encontrado al chico desaparecido.

Una parte de mí —la parte impetuosa que mantengo a raya— quiere cruzar la calle a la carrera y agarrar al chico. Si realmente es Patrick, y no alguien que se le parezca o un error de cálculo, tendrá dieciséis años. Visto de lejos, da la impresión de que cuadra. Hace diez años —si hacéis una sencilla operación matemática, veréis la edad que tenía entonces—, en la más que acomodada comunidad de Alpine, Patrick había salido a jugar con Rhys, el hijo de mi prima.

Ese, por supuesto, es mi dilema.

Si ahora agarro a Patrick, cruzo la calle sin más y me lo llevo, ¿qué será de Rhys? Tengo a uno de los chicos perdidos a la vista, pero he venido a rescatarlos a los dos. Y eso significa ir con cuidado. Nada de movimientos bruscos. Tengo que ser paciente. Con independencia de lo que pasara hace diez años, y de cuál fuera el cruel giro de la humanidad (no creo demasiado en crueles giros del destino si puedo echarles la culpa a otros seres humanos) que arrancó a este chico de su opulenta mansión de piedra y lo condujo a esta asquerosa cloaca bajo el viaducto. Ahora me preocupa hacer un movimiento en falso y que uno de los chicos, o los dos, desaparezcan de nuevo, esta vez para siempre.

Tendré que esperar a Rhys. Esperaré a Rhys y luego agarraré a los dos chicos y me los llevaré a casa.

Tal vez se os hayan pasado dos preguntas por la cabeza.

La primera: ¿cómo puedo estar tan seguro de que, en cuanto tenga a los chicos a la vista, podré hacerme con los dos? Supongamos que les hayan lavado el cerebro y que opongan resistencia. Supongamos que sus secuestradores, o quienesquiera que tengan la llave de su libertad, sean muchos, violentos y aguerridos.

Esta es fácil de responder: no os preocupéis.

La segunda pregunta, que a mí me preocupa mucho más: ¿y si Rhys no aparece?

No soy de los que piensan: «Cuando llegue el momento, ya veremos», así que tengo un plan alternativo, que supone vigilar esta zona y luego seguir a Patrick a una distancia discreta. Estoy planeando exactamente cómo hacerlo, pero algo sale mal.

El asunto es tomar decisiones. En la vida todo son prioridades. Y este lugar de mala muerte no es diferente de cualquier otro lugar. Por uno de los pasos bajo el viaducto se mueven hombres heterosexuales que buscan compañía femenina. Es el más transitado. El negocio clásico, supongo. Puedes hablar todo lo que quieras de géneros, preferencias y perversiones, pero la mayoría de los que padecen frustraciones sexuales siguen siendo hombres heterosexuales insatisfechos. Lo clásico. Unas chicas con la mirada perdida ocupan sus lugares contra los muretes de hormigón, los coches se acercan, las chicas se suben y otras chicas ocupan sus puestos. Es casi como ver una máquina expendedora de refrescos en una gasolinera.

En el segundo paso bajo el viaducto hay una pequeña concentración de transexuales o travestidos en todas las fases imaginables de transformación, y luego, en el punto más alejado, donde se encuentra ahora Patrick, está el rincón de los jóvenes homosexuales.

Observo mientras un hombre con una camisa de color salmón se acerca, pavoneándose, a Patrick.

Mientras veía llegar a Patrick me preguntaba qué haría en caso de que apareciese un cliente y solicitara sus servicios. A bote pronto, daba la impresión de que lo mejor sería intervenir de inmediato. Seguramente eso sería lo más compasivo por mi parte, pero, insisto, no puedo perder de vista mi objetivo: devolver a ambos chicos a casa. Lo cierto es que Patrick y Rhys desaparecieron hace una década. Quién sabe por lo que habrán pasado, y aunque no me entusiasma la idea de que puedan sufrir ni un abuso más, ya lo tuve en cuenta en mi lista de pros y contras cuando me decidí. Ahora no tiene sentido pensar más en ello.

Solo que Camisa Salmón no es un cliente.

Me queda claro al momento. Los clientes no se pavonean con esa seguridad. No se pasean con la cabeza alta. Ni con esa sonrisa socarrona. No llevan llamativas camisas de color salmón. Los clientes tan desesperados como para venir a este lugar a satisfacer sus necesidades suelen tener vergüenza o miedo de que los descubran o, la mayoría de las veces, ambas cosas.

Camisa Salmón, por otra parte, tiene los andares, la actitud y el contoneo de alguien peligroso y seguro de sí mismo. Si sabes leer las señales, lo detectas. Lo sientes en tu cerebro reptiliano, una alarma interior, una sensación primitiva que no sabes explicar. El hombre moderno, a veces más preocupado de su imagen que de su seguridad, a menudo la pasa por alto, y puede pagar las consecuencias.

Camisa Salmón echa la mirada atrás. Han aparecido en escena otros dos hombres, que le cubren los flancos. Ambos son muy grandes, y van vestidos con pantalones de camuflaje y camisetas imperio para dejar a la vista sus relucientes pectorales depilados. Los otros chicos que trabajan bajo el viaducto —el fumador y el del collar con remaches— salen corriendo al ver a Camisa Salmón, y dejan solo a Patrick con los tres recién llegados.

Esto no pinta nada bien.

Patrick sigue sin levantar la mirada, y muestra la cabeza casi al rape. No es consciente de la llegada de los hombres hasta que tiene a Camisa Salmón casi encima. Me acerco. Lo más probable es que Patrick lleve un tiempo en las calles. Pienso un momento en ello, en cómo habrá sido su vida, arrancado de la cómoda burbuja de un barrio residencial estadounidense y arrojado a... Bueno, ¿quién sabe a qué?

Pero en todo este tiempo quizás haya desarrollado ciertas habilidades. A lo mejor es capaz de convencerlos para que lo dejen en paz. Quizá la situación no sea tan desesperada como parece. Tengo que ver qué pasa.

Camisa Salmón se planta frente a Patrick. Le dice algo. No lo oigo. Luego, sin más preámbulos, echa el puño hacia atrás y se lo planta como un martillo pilón en el plexo solar.

Patrick cae al suelo mientras trata de respirar.

Los dos culturistas de camuflaje se acercan. Me pongo en marcha a toda prisa.

—Caballeros —les digo levantando la voz.

Camisa Salmón y los dos Camuflajes se vuelven al oírme. Al principio ponen la cara que pondrían unos neandertales al oír un ruido en el bosque por primera vez. Luego me ven y fruncen el ceño. Veo las sonrisas que asoman en sus labios. No se puede decir que mi complexión física imponga. Soy más alto que la media y más bien flaco, diríais, con el cabello rubio tirando a gris, un tono de piel que siendo bienintencionados podría recordar la porcelana, pero que otros verían rubicundo, y unos rasgos que quizá parezcan delicados, con suerte incluso atractivos.

Hoy llevo un traje azul claro hecho a mano en Savile Row, una corbata Lilly Pulitzer, pañuelo de Hermès en el bolsillo del pecho y unos zapatos Bedfordshire hechos por el mejor artesano de G. J. Cleverley, en Old Bond Street.

Todo un dandi, ¿eh?

En el momento en que me acerco a paso tranquilo hacia los tres matones, deseando tener un paraguas para poder girarlo y potenciar así el efecto, percibo que su confianza va en aumento. Eso me gusta. Por lo general llevo una pistola, y a menudo dos, pero en Inglaterra las leyes son muy estrictas al respecto. No me preocupa. Lo bueno de que las leyes británicas sean tan estrictas es que es también muy improbable que mis tres adversarios lleven pistolas. Hago un examen visual rápido de los tres cuerpos, escrutando los puntos en los que podrían ocultar una pistola. Mis matones lucen atuendos ajustadísimos, más pensados por su valor estético que por su capacidad para ocultar armas.

Puede que lleven navajas —y es probable que las lleven—, pero no hay pistolas. Las navajas no me preocupan demasiado.

En el momento en que llego, Patrick —si realmente ese es Patrick— sigue en el suelo, jadeando para respirar. Me detengo, abro los brazos y les ofrezco mi sonrisa más irresistible. Los tres matones me miran como si fuera una pieza de museo que no consiguen entender.

Camisa Salmón da un paso hacia mí.

—¿Quién cojones eres?

Yo sigo sonriendo.

—Ahora deberían irse.

Camisa Salmón le echa una mirada a Camuflaje Uno, que está a mi derecha. Luego mira a Camuflaje Dos, situado a mi izquierda. Yo también miro en ambas direcciones, y de nuevo a Camisa Salmón. Cuando le guiño un ojo, las cejas se le disparan hacia arriba.

—Deberíamos trocearlo —propone Camuflaje Uno—. Cortarlo en pedacitos.

Yo finjo sorpresa y me vuelvo hacia él.

—Oh, Dios mío. No te había visto, perdona.

—¿Qué?

—Con esos pantalones de camuflaje. La verdad es que te confundes con el paisaje. Por cierto, te quedan muy bien.

—¿Tú qué eres? ¿Un listillo?

—Soy mucho más que un listillo.

Todas las sonrisas, incluida la mía, crecen. Se me acercan. Puedo intentar decir algo para quitármelos de encima, pero no creo que eso funcione. Por tres motivos. Uno, porque estos matones querrán todo mi dinero, mi reloj y cualquier otra pertenencia que descubran que llevo encima. Ofrecerles dinero no servirá de nada. Dos, porque ya han olido a sangre —la de una presa fácil y débil— y les gusta ese olor. Y tres, la más importante, porque a mí también me gusta el olor a sangre.

Ha pasado demasiado tiempo.

Intento no sonreír mientras los veo acercarse. Camisa Salmón saca un gran cuchillo de caza. Eso me gusta. No tengo muchos escrúpulos a la hora de hacer daño a quienes reconozco como malas personas. Pero así, de cara a quienes necesitan racionalizarlo todo para determinar mi catadura moral, siempre podré alegar que los primeros en desenfundar un arma han sido los matones, por lo que yo habré actuado en la más estricta defensa propia.

Aun así, les doy una última oportunidad.

Miro a Camisa Salmón a los ojos y le digo:

—Deberíais iros.

Los dos Camuflajes hipermusculados se ríen al oír eso, pero la sonrisa de Camisa Salmón empieza a desvanecerse. Lo sabe. Lo veo. Me ha mirado a los ojos y lo ha sabido.

Todo lo demás ocurre en unos segundos.

Camuflaje Uno se me echa encima e invade mi espacio personal. Es un tiarrón. Me encuentro enfrente sus musculosos pectorales depilados. Me mira, sonriendo, como si yo fuera una golosina que pudiera devorar de un bocado.

No hay motivo para demorar lo inevitable. Le rebano la garganta con la navaja que he ocultado hasta ese momento en la mano. Un chorro de sangre me mancha todo el traje, trazando un arco perfecto. Maldición. Eso significa otra visita a Savile Row.

—¡Terence!

Es Camuflaje Dos. Se parecen y, al acercarme a él, me pregunto si serán hermanos. La muerte del otro lo deja atontado, lo que me facilita mucho la labor, aunque no creo que le hubiera valido de mucho estar preparado.

Soy bueno con la navaja.

Camuflaje Dos perece del mismo modo que su querido Terence, su posible hermano.

Eso deja solo a Camisa Salmón, su querido líder, que tal vez haya alcanzado ese rango por ser algo más astuto y salvaje que sus colegas caídos. Camisa Salmón ha aprovechado el tiempo y ha empezado a moverse mientras yo me deshacía de Camuflaje Dos. Recurriendo a la visión periférica, percibo el brillo de su cuchillo de cazador cayéndome encima desde lo alto.

Eso es un error por su parte.

No atacas a un enemigo así, desde arriba. Es demasiado fácil defenderse. Tu adversario puede ganar tiempo agazapándose o levantando un antebrazo para desviar el golpe. Si le disparas a alguien con una pistola, te enseñan a apuntar al centro del cuerpo para que le des aunque te desvíes ligeramente. Te preparas para un posible error. Con un cuchillo sucede lo mismo. Hay que acortar al máximo la distancia del lance, y apuntar al centro, de modo que, si tu adversario se mueve, lo puedas herir de todos modos.

Camisa Salmón no ha hecho eso.

Me agacho y uso el antebrazo derecho, tal como he explicado, para desviar el golpe. Luego, con las rodillas flexionadas, giro y le cruzo el abdomen con la navaja. No espero a ver su reacción. Me levanto y acabo con él del mismo modo que con los otros dos.

Como he dicho, la cosa acaba en unos segundos.

El agrietado asfalto está cubierto de sangre y hecho un asco. Me concedo un breve instante, no más, para disfrutar de la sensación. Vosotros también lo haríais, si no disimularais.

Me vuelvo hacia Patrick.

Pero ya no está.

Miro a la izquierda, y luego a la derecha. Ahí está, tan lejos que casi no lo veo. Salgo corriendo tras él, pero enseguida me doy cuenta de que no valdrá de nada. Se dirige hacia la estación de King’s Cross, una de las más concurridas de Londres. Estará en la estación —a la vista de todo el mundo— antes de que lo alcance. Me veo cubierto de sangre. Puede que lo que hago se me dé bien; pero a pesar de que King’s Cross es la estación donde Harry Potter tomó el tren a Hogwarts, yo no poseo la capa de la invisibilidad.

Paro, miro atrás, analizo la situación y llego a una conclusión.

La he cagado.

Es el momento de desaparecer. No me preocupa que haya cámaras grabando lo que he hecho. Si los elementos más indeseables escogen lugares como ese es por un motivo. Está lejos de miradas curiosas, incluso de las digitales y las electrónicas.

Aun así, he metido la pata. Después de tantos años, tras todas esas búsquedas infructuosas, por fin consigo un indicio, y pierdo la pista...

Necesito ayuda.

Salgo de ahí a toda prisa y aprieto el 1 en mi teléfono. Llevo casi un año sin apretar el 1.

Él responde al tercer tono.

—¿Sí?

Pese a haber hecho acopio de valor antes de marcar el número, al oír su voz me tiembla todo el cuerpo un momento. Mi número está oculto, así que no tiene ni idea de quién lo llama.

—¿No quieres decir «Articula»?

Oigo que contiene una exclamación.

—¿Win? Dios mío, ¿dónde te has metido...?

—Lo he visto.

—¿A quién?

—Piensa.

Una pausa brevísima.

—Un momento. ¿A los dos?

—Solo a Patrick.

—Vaya.

Frunzo el ceño. ¿«Vaya»?

—¿Myron?

—¿Sí?

—Toma el próximo avión a Londres. Necesito que me ayudes.

2

Dos minutos antes de que Win llamara, Myron Bolitar estaba tendido en la cama, desnudo y con una mujer despampanante al lado. Ambos miraban al bonito revestimiento de madera del techo, con la respiración entrecortada, aún disfrutando de esos momentos deliciosos que vienen después de... bueno, de ese otro momento delicioso.

—¡Guau! —exclamó Terese.

—Sí, ¿verdad?

—Ha sido...

—Sí, ¿no?

Myron tenía su propio código de lenguaje poscoital.

Terese sacó las piernas de la cama trazando una curva, se puso en pie y se acercó a la ventana. Myron la observó. Le gustaba cómo se movía desnuda: como una pantera, con movimientos medidos, suaves y seguros. El apartamento estaba en una planta alta del West Side, junto a Central Park. Terese miró por la ventana hacia el lago y Bow Bridge. Si alguna vez habéis visto una película ambientada en Nueva York en la que una pareja de enamorados corre por un puente peatonal en el parque, habéis visto Bow Bridge.

—Caray, qué vistas —exclamó Terese.

—Eso mismo pensaba yo.

—¿Me estás mirando el culo?

—Prefiero pensar que lo estoy observando. Vigilándolo.

—¿Como si lo protegieras?

—Apartar la mirada sería poco profesional por mi parte.

—Bueno, pues no vamos a dejar que parezcas poco profesional.

—Gracias.

Terese no se volvió.

—¿Myron?

—¿Sí, amor mío?

—Soy feliz.

—Yo también.

—Da miedo.

—Es aterrador —confirmó Myron—. Vuelve a la cama.

—¿De verdad?

—Sí.

—No hagas promesas que no puedes cumplir.

—Oh, sí que puedo cumplirlas —dijo Myron—. ¿Hay algún local por aquí que sirva ostras y vitamina E a domicilio?

Ella se volvió, le mostró su mejor sonrisa y... ¡catapún!, su corazón estalló en un millón de pedazos. Terese Collins había vuelto. Tras todos esos años de separaciones, angustia e inestabilidad, allí estaban, a punto de casarse por fin. Era una sensación increíble. Maravillosa. Delicada.

Y fue entonces cuando sonó el teléfono.

Ambos se quedaron inmóviles, como si lo percibieran. Cuando las cosas van así de bien, prácticamente contienes la respiración, porque quieres que dure. No quieres parar el tiempo, ni siquiera ralentizarlo; lo que quieres es seguir en tu pequeña burbuja.

Esa llamada telefónica, para seguir con la triste metáfora, hizo estallar la burbuja.

Myron quiso comprobar el origen de la llamada, pero era un número oculto. Se encontraban en el edificio Dakota de Manhattan. Antes de desaparecer, un año antes, Win había puesto el piso a nombre de Myron. La mayor parte de ese año, Myron había preferido quedarse en la casa de su infancia en Livingston, en la vecina Nueva Jersey, intentando educar lo mejor posible a Mickey, su sobrino adolescente. Pero ahora su hermano, el padre de Mickey, había vuelto, de modo que Myron les había dejado la casa y había vuelto a la ciudad.

Sonó el teléfono una segunda vez. Terese se volvió de lado, como si el sonido le hubiera dado una bofetada, dejando a la vista la cicatriz de bala en el cuello. Aquella vieja sensación, la necesidad de protegerla, se hizo presente otra vez.

Por un momento, Myron tuvo la tentación de dejar que se activara el buzón de voz, pero entonces Terese cerró los ojos y asintió, una sola vez. Ambos sabían que no responder solo serviría para retrasar lo inevitable.

Myron respondió al tercer tono.

—¿Sí?

Un momento de duda, y el sonido de la electricidad estática, y entonces llegó el sonido de la voz que tanto tiempo hacía que no oía:

—¿No quieres decir «Articula»?

Aunque Myron había intentado prepararse para aquello, hubo de contener una exclamación.

—¿Win? Dios mío, ¿dónde te has metido...?

—Lo he visto.

—¿A quién?

—Piensa.

Myron pensó en él, pero no se atrevió a pronunciar su nombre.

—Un momento. ¿A los dos?

—Solo a Patrick.

—Vaya.

—¿Myron?

—¿Sí?

—Toma el próximo avión a Londres. Necesito que me ayudes.

Myron miró a Terese. En sus ojos vio de nuevo el miedo. Aquel miedo siempre había estado ahí, desde la primera vez que habían huido juntos, años atrás, pero no lo había vuelto a ver desde su regreso. Alargó la mano en su dirección. Ella se la cogió.

—Ahora mismo lo tengo complicado —respondió Myron.

—Ha vuelto Terese —dijo Win. No era una pregunta. Lo sabía.

—Sí.

—Y por fin os vais a casar.

Eso tampoco era una pregunta.

—Sí.

—¿Le has comprado un anillo?

—Sí.

—¿De Norman, en la calle Cuarenta y siete?

—Por supuesto.

—¿Más de dos quilates?

—Win...

—Me alegro por vosotros.

—Gracias.

—Pero no os podéis casar sin vuestro padrino —concluyó Win.

—Ya se lo he pedido a mi hermano.

—A él no le importará. El vuelo sale de Teterboro. El coche está esperando.

Win colgó.

Terese se lo quedó mirando.

—Tienes que irte.

Myron no estaba seguro de si era una pregunta o una afirmación.

—Win no pide las cosas por pedir —dijo Myron.

—No —corroboró ella—. No lo hace.

—No tardaré mucho. Volveré y nos casaremos. Te lo prometo.

Terese se sentó en la cama.

—¿Puedes contarme de qué va?

—¿Qué es lo que has oído?

—Solo palabras sueltas. ¿El anillo tiene más de dos quilates?

—Sí.

—Bien. Pues cuéntame.

—¿Te acuerdas de los secuestros que hubo en Alpine hace diez años?

Terese asintió.

—Claro. Informamos de ello —comentó.

Había trabajado durante años como locutora en uno de esos canales de noticias.

—Uno de los chicos secuestrados, Rhys Baldwin, es pariente de Win.

—Eso no me lo habías contado.

Myron se encogió de hombros.

—En realidad no tuve mucho que ver en el asunto. Cuando nos llegó el caso, ya había quedado bastante aparcado. Pero yo nunca le he dado carpetazo del todo.

—Pero no es el caso de Win.

—Win nunca aparca nada.

—¿Y tiene una nueva pista?

—Más que eso. Dice que ha visto a Patrick Moore.

—¿Y por qué no llama a la policía?

—No lo sé.

—Pero no se lo has preguntado.

—Confío en su sentido común.

—Y necesita que lo ayudes.

—Sí.

Terese asintió.

—Pues más vale que hagas la maleta.

—¿Estás bien?

—Tenía razón Win.

—¿En qué?

—No podemos casarnos sin nuestro padrino —respondió ella, y se puso en pie.

Win había enviado una limusina negra. Estaba esperando bajo el arco de entrada al Dakota. La limusina lo llevó al aeropuerto de Teterboro, en el norte de Nueva Jersey, que estaba a una media hora. El avión de Win, un Business Jet de Boeing, estaba esperando en la pista. Ni control de seguridad, ni facturación, ni billete. La limusina lo dejó junto a la escalerilla. La auxiliar de vuelo, una preciosa mujer asiática vestida con un uniforme ajustado clásico, con su blusa vaporosa y su gorrito redondo, le dio la bienvenida.

—Encantada de verlo, señor Bolitar.

—Lo mismo digo, Mee.

Por si alguien no había caído en ello, Win era rico.

Su nombre completo era Windsor Horne Lockwood III, y sí, su apellido era el que les había dado nombre a LockHorne Investments and Securities y al edificio Lock­Horne de Park Avenue. Su familia tenía dinero desde siempre, y eran de los que bajan del Mayflower con un polo de color rosa y tiempo suficiente como para tomar el té en cualquier momento.

Myron tuvo que encogerse un poco para pasar por la puerta del avión, que no parecía pensada para su metro noventa y tres de estatura. El interior estaba decorado con asientos de cuero, acabados de madera, un sofá, elegantes alfombras verdes, papel pintado con rayas de cebra (el avión había sido propiedad de un rapero, y Win había decidido no redecorarlo, porque le hacía sentir «guay»), una televisión panorámica, un sofá cama y una cama de matrimonio en el dormitorio de atrás.

Myron estaba solo en el avión. Eso lo hacía sentir algo incómodo, pero ya se acostumbraría. Tomó asiento y se abrochó el cinturón. El avión se dirigió hacia la pista de salida. Mee le hizo la demostración de seguridad. No se quitó el sombrerito. Myron sabía que a Win le gustaba aquel sombrerito.

Dos minutos más tarde estaban volando. Mee se le acercó.

—¿Puedo traerle algo?

—¿Lo has visto? —preguntó Myron—. ¿Dónde ha estado?

—No estoy autorizada a responder a eso —contestó Mee.

—¿Por qué no?

—Win me ha pedido que me asegure de que está cómodo. Tenemos su bebida habitual a bordo —informó, y le mostró la bebida de chocolate Yoo-hoo que llevaba en la mano.

—Ya, me he quitado de eso —dijo Myron.

—¿De verdad?

—¿Sí?

—Qué lástima. ¿Qué tal un coñac?

—Ahora mismo no necesito nada. ¿Qué me puedes contar, Mee?

«Me», «Mee». Myron se preguntó si realmente se llamaría así. A Win le gustaba aquel nombre. A veces se la llevaba a la parte trasera del avión y hacía juegos de palabras lamentables con su nombre, como «Necesito un poquito más de Mee» o «Me gusta estar en la cama con Mee y conmigo mismo».

Win.

—¿Qué me puedes contar? —insistió Myron.

—La previsión meteorológica da lluvias intermitentes en Londres —respondió Mee.

—Vaya, qué sorpresa. Quiero decir que qué puedes contar de Win.

—Buena pregunta —respondió ella—. ¿Y qué puede contar usted a Mee —replicó señalándose— sobre Win?

—No empieces con eso.

—En la tele puede ver el partido de los Knicks, si le apetece.

—Ya no veo el baloncesto.

Mee le echó una mirada condescendiente que casi le dio ganas de girar la cabeza.

—He visto su documental sobre deportes en la ESPN —señaló.

—No es por eso —dijo Myron.

Ella asintió, pero no lo creyó.

—Si no le interesa el partido —dijo Mee—, tengo un vídeo para usted.

—¿Qué tipo de vídeo?

—Win me ha pedido que le diga que lo vea.

—No será... esto...

A Win le gustaba grabar sus... bueno, sus encuentros amorosos y luego verlos una y otra vez mientras meditaba.

Mee meneó la cabeza.

—Esos los guarda para su visionado privado, señor Bolitar. Ya lo sabe. Forma parte de nuestro contrato.

—¿Contrato? —Myron levantó una mano antes de que ella pudiera responder—. No importa. No quiero saberlo.

—Aquí tiene el mando a distancia —dijo Mee mientras se lo entregaba—. ¿Está seguro de que no quiere tomar nada ahora mismo?

—No, nada, gracias.

Myron se volvió hacia el televisor integrado y lo encendió.

Casi se esperaba ver a Win en la pantalla con un mensaje al estilo Misión: Imposible, pero no, era uno de esos programas de delitos reales que dan en la tele por cable. Trataba, por supuesto, de los secuestros, y suponía una vuelta atrás, ahora que los chicos llevaban diez años desaparecidos.

Myron se puso cómodo y prestó atención. Le fue bien para refrescar la mente. Básicamente, se trataba de esto:

Hacía diez años, Patrick Moore, que por aquel entonces tenía seis años, había ido a jugar a la casa de Rhys Baldwin, un compañero de colegio, en el «distinguido» —en los medios siempre usaban ese adjetivo— barrio de Alpine, en Nueva Jersey, no muy lejos de la isla de Manhattan. ¿Cómo de distinguido? El precio medio de las casas de Alpine durante el último trimestre era de más de cuatro millones de dólares.

Al cuidado de los dos niños estaba Vada Linna, una au pair finlandesa de dieciocho años. Cuando la madre de Patrick, Nancy Moore, regresó a recoger a su hijo, no salió nadie a abrirle la puerta. Aquello no le preocupó demasiado. Nancy Moore se imaginó que la joven Vada se habría llevado a los niños a tomar un helado o algo así.

Dos horas más tarde, Nancy Moore volvió y llamó de nuevo a la puerta principal. Seguían sin responderle. Aunque aún no estaba demasiado preocupada, Nancy llamó a la madre de Rhys, Brooke. Y ella llamó a Vada al móvil, pero el buzón de voz le salió de inmediato.

Llegada a este punto, Brooke Lockwood Baldwin, prima de Win, volvió a casa corriendo. Abrió la puerta y ambas mujeres llamaron a los niños a gritos. Al principio no hubo respuesta. Oyeron un ruido procedente del sótano, que era una sala de juegos de lujo para los niños.

Allí fue donde encontraron a Vada Linna atada a una silla y amordazada. La joven au pair había tirado una lámpara de una patada para llamar la atención. Estaba asustada. No había sufrido ningún daño.

Pero los dos niños, Patrick y Rhys, no aparecieron por ningún lado. Por lo que dijo Vada, ella había ido a prepararles algo de merienda a la cocina cuando dos hombres armados entraron por las puertas correderas de vidrio. Llevaban gafas de esquí y suéteres negros de cuello alto.

Se llevaron a Vada al sótano a rastras y la ataron.

Nancy y Brooke llamaron de inmediato a la policía. Los padres de los niños, Hunter Moore, médico, y Chick Baldwin, gestor de fondos de cobertura, acudieron corriendo desde sus respectivos trabajos. Durante horas no hubo nada: ni contactos, ni pistas, ni indicios. Entonces llegó una petición de rescate a la cuenta del trabajo de Chick Baldwin a través de un correo electrónico anónimo. La nota empezaba con la advertencia de que no contactaran con las autoridades si querían volver a ver a sus hijos con vida.

Demasiado tarde.

La nota exigía que las familias tuvieran listos dos millones —«un millón por niño»— y los emplazaba a darles nuevas instrucciones. Reunieron el dinero y esperaron. Pasaron tres días agónicos hasta la siguiente comunicación de los secuestradores, que les ordenaban que Chick Baldwin, a solas, fuera en coche al Overpeck Park y dejara el dinero en un lugar específico junto al embarcadero.

Chick Baldwin hizo lo que le habían pedido.

El FBI, por supuesto, tenía el parque perfectamente vigilado, y todas las entradas y salidas cubiertas. También habían puesto un GPS en la bolsa, aunque hace una década esa tecnología era algo más rudimentaria de lo que es ahora.

Las autoridades habían conseguido mantener los secuestros en secreto. No se enteró ningún medio de comunicación. A petición del FBI, no contactaron con ningún amigo ni pariente, incluido Win. Se lo ocultaron incluso a los otros hijos de los Baldwin y los Moore.

Chick Baldwin dejó el dinero y se alejó en coche. Pasó una hora. Luego dos. A las tres horas, alguien recogió la bolsa, pero se trataba de un tipo que había ido al parque a correr y que pensaba hacer de buen samaritano y llevarlo a objetos perdidos.

No acudió nadie a recoger el dinero del rescate.

Las familias se reunieron en torno al ordenador de Chick Baldwin y esperaron la llegada de otro correo. Mientras tanto, el FBI desarrolló varias teorías. En primer lugar examinaron a fondo a Vada Linna, la joven au pair, pero no sacaron nada en claro. Solo llevaba dos meses en el país y apenas hablaba inglés. Solo tenía una amiga. Registraron su correo electrónico, sus mensajes de texto y su historial en Internet, y no encontraron nada sospechoso.

El FBI también investigó a los padres y las madres. El único que les dio juego fue el padre de Rhys, Chick Baldwin. Los correos pidiendo el rescate habían llegado a su cuenta; pero, además, Chick era un personaje desagradable, y estaba implicado en dos casos de uso fraudulento de información privilegiada y en varias denuncias sobre desfalco. Lo habían acusado de organizar una estafa piramidal, y había clientes —algunos de ellos poderosos— muy descontentos.

Pero ¿tan descontentos como para hacer algo así?

Por tanto, esperaron a tener noticias de los secuestradores. Pasó otro día. Luego dos. Luego tres, y cuatro. Ni una palabra. Pasó una semana.

Luego un mes. Un año.

Diez años.

Y nada. Ni rastro de ninguno de los dos niños.

Hasta ahora.

Myron se recostó en la butaca mientras veía pasar los créditos. Mee se le acercó y lo miró.

—Creo que ahora sí me tomaré ese coñac —dijo.

—Enseguida.

A su regreso, Myron le ordenó:

—Siéntate, Mee.

—No, señor.

—¿Cuándo viste a Win por última vez?

—Me pagan para que sea discreta.

Myron tuvo que morderse la lengua para no replicar.

—Había rumores —dijo—. Sobre Win, quiero decir. Estaba preocupado.

Ella ladeó la cabeza.

—¿No confía en él?

—Plenamente.

—Pues respete su intimidad.

—Eso llevo haciendo desde hace un año.

—Entonces ¿qué más le da esperar unas horas más?

Tenía razón, por supuesto.

—Lo echa de menos —añadió Mee.

—Por supuesto.

—Él le tiene mucho cariño, ya lo sabe.

Myron no dijo nada.

—Debería intentar dormir algo.

También tenía razón con eso. Cerró los ojos, pero sabía que no dormiría. Un amigo cercano lo había convencido en fechas recientes para que probara la meditación trascendental, y aunque él no estaba muy convencido de que funcionara, la sencillez y la facilidad de la técnica la hacían perfecta para esos momentos en que no conseguía conciliar el sueño. Programó su app Temporizador de Meditación para veinte minutos —sí, la tenía en el teléfono—, cerró los ojos y se dejó llevar.

La gente cree que la meditación libera la mente. Eso es una tontería. No puedes liberar la mente. Si de verdad quieres relajarte, tienes que dejar que los pensamientos fluyan. Aprendes a observarlos y a no juzgarlos ni reaccionar. Así que eso era lo que hacía Myron en ese momento.

Pensó en el reencuentro con Win, en Esperanza y en Big Cyndi, en su madre y en su padre, que estaban en Florida. En su hermano, Brad, y en su sobrino, Mickey, y en cómo habían cambiado sus vidas. Pensó en Terese, que por fin volvía a estar presente en su vida, en su inminente matrimonio, en la vida que empezarían juntos, en la posibilidad de ser felices que se le presentaba, tan repentina como tangible.

Pensó en lo asombrosamente frágil que le parecía todo aquello.

Al final el avión aterrizó, redujo la velocidad y se dirigió a la zona de aparcamiento. Cuando se detuvo por fin, Mee tiró de la manilla de la puerta y la abrió, luciendo una gran sonrisa.

—Buena suerte, Myron.

—Lo mismo digo, Mee.

—Saluda a Win de mi parte.

3

El Bentley estaba esperándolo en la pista. En el momento en que Myron bajaba por la escalerilla, se abrió la puerta trasera y salió Win.

Myron aceleró el paso; tenía los ojos anegados en lágrimas. Cuando por fin llegó a tres metros de su amigo se detuvo, parpadeó y sonrió.

—Myron.

—Win.

Win suspiró.

—Vas a montarme una escena, ¿no?

—¿Qué es la vida sin escenas?

Win asintió. Myron dio un paso adelante y ambos hombres se fundieron en un gran abrazo, cada uno agarrado al otro como si sus vidas dependieran de ello.

Mientras lo estrechaba, Myron dijo:

—Tengo un millón de preguntas.

—Y no voy a responderlas. —Ambos se soltaron—. Centrémonos en Rhys y Patrick.

—Por supuesto.

Win le indicó a Myron que pasara al asiento de atrás. Myron lo hizo, y se deslizó hasta el fondo para dejarle sitio. El Bentley era negro y de tipo limusina. El cristal que los separaba del conductor estaba cerrado. Solo había dos asientos, mucho espacio para las piernas y un mueble bar bien provisto. La mayoría de las limusinas tienen más asientos. Win no veía la necesidad.

—¿Una copa? —ofreció Win.

—No, gracias.

El coche se puso en marcha. Mee estaba junto a la puerta del avión. Win bajó la ventanilla y la saludó con la mano. Ella le devolvió el saludo. El gesto de Win era algo melancólico. Myron se quedó mirando a su amigo, su mejor amigo desde su primer año en la Universidad de Duke, con miedo de dejar de mirarlo por si volvía a desvanecerse.

—Tiene un trasero imponente, ¿no te parece? —dijo Win.

—Ajá. ¿Win?

—¿Sí?

—¿Has estado en Londres todo este tiempo?

—No —respondió él, sin dejar de mirar por la ventana.

—Entonces ¿dónde?

—En muchos lugares.

—Me han llegado rumores.

—Sí.

—Decían que estabas en la cárcel.

—Lo sé.

—¿No era cierto?

—No, Myron, no era cierto. Esos rumores los difundí yo.

—¿Por qué?

—Ya llegaremos a eso. Ahora tenemos que centrarnos en Patrick y Rhys.

—Decías que has visto a Patrick.

—Eso creo, sí.

—¿Eso crees?

—Patrick tenía seis años cuando desapareció —dijo Win—. Ahora tendría dieciséis.

—Así que no ha habido modo de identificarlo a ciencia cierta.

—Correcto.

—De modo que has visto a alguien que crees que era Patrick.

—Correcto otra vez.

—¿Y luego?

—Y luego lo perdí.

Myron se recostó en el asiento.

—Eso te sorprende —dijo Win.

—Pues sí.

—Estás pensando: «No es tu estilo».

—Exactamente.

—Calculé mal —añadió Win, y asintió—. Ha habido daños colaterales.

Tratándose de Win, eso no era nada bueno.

—¿Cuántos?

—Será mejor que pulsemos el botón de rebobinar. —Win metió la mano en el bolsillo de su traje y sacó un trozo de papel—. Lee esto.

Le dio lo que parecía un correo electrónico impreso. Iba dirigido a la cuenta personal de Win. Myron había enviado media docena de mensajes a esa dirección a lo largo del año anterior. No había obtenido respuesta. El remitente era un tal anon5939413. Decía:

Estás buscando a Rhys Baldwin y a Patrick Moore. La mayor parte de los últimos diez años han estado juntos, pero no siempre. Los han separado al menos tres veces. Ahora vuelven a estar juntos.

Son libres de irse, pero quizá no se vayan contigo. Ya no son quienes tú crees que son. Tampoco son los que recuerdan sus familias. Quizá no te guste lo que encuentres. Aquí es donde están. Olvídate del dinero de la recompensa. Un día te pediré un favor.

Ninguno de los dos recuerda gran cosa de su vida anterior. Ten paciencia con ellos.

Myron sintió un escalofrío en la espalda.

—Supongo que habrás intentado descubrir de dónde ha salido el correo, ¿no?

Win asintió.

—Y supongo que sin resultados.

—Ha salido de una VPN— informó Win—. No hay modo de determinar de dónde ha salido ni quién lo ha escrito.

Myron volvió a leerlo.

—Ese último párrafo...

—Sí, ya sé.

—Tiene algo.

—Un aire de autenticidad —dijo Win.

—Y por eso te lo has tomado en serio.

—Sí.

—¿Y esta dirección que indican? —preguntó Myron.

—Es una zona bastante limitada de Londres, pero sórdida, bajo un viaducto, donde tienen lugar todo tipo de transacciones ilegales. Rastreé el lugar.

—Ya.

—Y me encontré con alguien que se parece mucho a esas imágenes obtenidas con el simulador de edad.

—¿Cuándo?

—Más o menos una hora antes de llamarte.

—¿Lo oíste hablar?

—¿Cómo?

—¿Dijo algo? Podría servir para determinar mejor su identidad. Quizá tuviera acento estadounidense.

—No lo oí hablar —reconoció Win—. Tampoco lo sabemos. Quizá lleve aquí toda su vida, en estas calles.

Silencio.

Luego Myron repitió:

—Toda su vida.

—Sí. No sirve de nada pensarlo mucho.

—Así que viste a Patrick. Y luego, ¿qué?

—Esperé.

Myron asintió.

—Esperabas a que apareciera Rhys.

—Sí.

—¿Y luego?

—Tres hombres que no parecían nada contentos con Patrick lo atacaron.

—¿Y los detuviste?

En los labios de Win apareció por primera vez una sonrisa.

—Suelo hacer esas cosas. Ya sabes.

Así era.

—¿Y... los tres? —preguntó Myron.

Win sonrió y se encogió de hombros. Myron cerró los ojos.

—Esos tipos eran matones de la peor calaña —dijo Win—. Nadie los echará de menos.

—¿Fue en defensa propia?

—Sí. Bueno, digamos que sí. ¿De verdad nos vamos a poner a analizar mis métodos ahora, Myron?

Tenía razón.

—¿Y qué pasó entonces?

—Mientras yo estaba ocupado con los matones, Patrick huyó. La última vez que lo vi se dirigía a la estación de King’s Cross. Poco después te llamé para pedirte ayuda.

Myron volvió a recostarse en el asiento. Se acercaban al puente de Westminster y al Támesis. El London Eye, básicamente una noria que se movía a un ritmo que siendo generoso podría calificarse de glacial, brillaba a la luz de la tarde. Myron había subido en ella once años atrás. Se había aburrido soberanamente.

—Entenderás la urgencia del caso —dijo Win.

Myron asintió.

—Se encargarán de hacerlos desaparecer.

—Exacto. Los sacarán del país o, si temen que los descubran...

Win no tuvo que acabar la frase.

—¿Se lo has dicho a sus padres?

—No.

—¿Ni siquiera a Brooke?

—No —respondió Win—. No veo motivos para darle falsas esperanzas.

El coche iba hacia el norte. Myron miró por la ventanilla.

—Están desaparecidos desde que tenían seis años, Win.

Win no dijo nada.

—Todo el mundo los daba por muertos desde hace tiempo.

—Lo sé.

—Menos tú.

—Oh, yo también pensaba que estaban muertos.

—Pero has seguido buscando.

Win juntó la punta de los dedos de las manos. Era un gesto familiar, que trasladó a Myron a sus tiempos de juventud.

—La última vez que vi a Brooke abrimos una botella de vino muy cara. Nos sentamos en la terraza y nos quedamos mirando al mar. Por un rato, fue la Brooke con la que me crie. Algunas personas solo transmiten tristeza. Brooke hace justo lo contrario. Transmite alegría. Siempre lo ha hecho. ¿Sabes ese tópico de las personas que iluminan una habitación con su sola presencia?

—Claro.

—Pues Brooke era capaz de hacerlo incluso a distancia. Bastaba con pensar en ella, y ya te inspiraba alegría. Es imposible no intentar proteger a alguien así. Y cuando la ves sufrir tanto, quieres... no, necesitas proporcionarle alivio.

Win entrechocó la punta de los dedos.

—Así que allí estábamos, bebiendo vino y contemplando el océano. La mayoría de la gente usa el alcohol para aletargar un dolor como el que sentía Brooke. Pero en su caso sucedía lo contrario. Esa fachada desaparecía con el alcohol. La sonrisa forzada desaparecía. Aquella noche me confesó algo.

Se detuvo, y Myron esperó.

—Durante mucho tiempo, Brooke alimentó la fantasía de que Rhys volvería a casa. Cada vez que sonaba el teléfono, sentía ese cosquilleo dentro. Esperaba que fuera Rhys, diciéndole que estaba bien. Lo veía en las calles llenas de gente. Soñaba con rescatarlo, con verlo, con su reunión, entre lágrimas. Recreaba mentalmente aquel día una y otra vez, pero quedándose en casa en lugar de salir, llevándose a Rhys y a Patrick consigo en lugar de dejarlos con aquella au pair, alterando alguna cosa, cualquier cosa, de modo que aquello no ocurriera. «Se te queda dentro», me dijo Brooke. Como un compañero de por vida. Puedes echar a correr y dejarlo atrás por un tiempo, pero ese día siempre está ahí, dándote palmaditas en el hombro, tirándote de la manga.

Myron escuchaba, inmóvil.

—Todo eso lo sabía, claro. No es ninguna revelación que los padres sufren. Brooke sigue estando guapísima. Es una mujer fuerte. Pero las cosas han cambiado.

—¿Qué quieres decir con que han cambiado?

—Que esto tiene que acabar.

—¿Qué quieres decir?

—En eso consistía la confesión de Brooke. Cuando suena el teléfono, ¿sabes qué es lo que espera ella?

Myron negó con la cabeza.

—Que sea la policía. Que le digan que por fin han encontrado el cuerpo de Rhys. ¿Entiendes lo que te digo? La incógnita y la esperanza se han vuelto más dolorosas que la muerte. ¿Entiendes lo que digo? La incertidumbre, la esperanza, se ha vuelto más dolorosa que la muerte. Y eso no hace más que convertir la tragedia en algo aún más obsceno. Ya es terrible de por sí hacer sufrir a una madre de este modo. Pero esto, me dijo (deseando que, de cualquier modo, llegara a su fin), era aún peor.

Se quedaron en silencio, y luego Win cambió de tema:

—Eh, ¿cómo van los Knicks?

—Muy gracioso.

—Tienes que relajarte.

—¿Adónde vamos?

—Volvemos a King’s Cross.

—Donde no deben verte la cara.

—Soy extraordinariamente atractivo. La gente se acordaría de mí.

—Ergo, necesitas mi ayuda.

—Me alegro de ver que mi ausencia no ha hecho que pierdas esa agudeza mental.

—Pues cuéntamelo todo —dijo Myron—. Tracemos un plan.

4

Cuando pasaron por delante de la estación de tren, Myron leyó el rótulo:

—King’s Cross. ¿No es esa la de Harry Potter?

—Sí.

Myron echó otra ojeada.

—Está más limpio de lo que me esperaba.

—Se ha aburguesado —le explicó Win—. Pero nunca te libras del todo de la basura. Te limitas a barrerla y a amontonarla en los rincones más oscuros.

—¿Y tú sabes dónde están esos rincones oscuros?

—Me lo dijeron en el e-mail. —El Bentley se detuvo—. No podemos acercarnos más sin arriesgarnos a que nos vean. Coge esto.

Win le puso un móvil en la mano.

—Ya tengo teléfono —objetó Myron.

—No como este. Es un sistema de monitorización completo. Puedo seguirte por GPS. Puedo oír cualquier conversación con los micrófonos que tiene instalados. Puedo ver lo que tú ves por la cámara.

—La palabra clave es «vía».

—Me troncho. Hablando de palabras clave, necesitaremos una señal de aviso por si te metes en algún problema.

—¿Qué tal «socorro»?

Win se lo quedó mirando, con rostro inexpresivo.

—Echaba... de menos... tu... sentido del humor.

—¿Te acuerdas de cuando empezábamos? —le preguntó Myron, incapaz de evitar una sonrisa—. Pensábamos que estábamos a la vanguardia de la tecnología.

—Lo estábamos —convino Win.

—Articula —dijo Myron.

—¿Perdón?

—Si tengo problemas, diré «articula».

Myron salió y caminó. La estación quedó atrás. Mientras lo hacía se dio cuenta de que estaba silbando una cancioncita de un musical: «Ring of Keys», de Fun Home. Eso podría parecer un tanto fuera de contexto. Al fin y al cabo, la situación era horrible, peligrosa y muy seria, pero ¿a quién quería engañar? Estaba encantado de trabajar de nuevo con Win. Por lo general era Myron quien ponía en marcha sus a menudo temerarias misiones. De hecho, pensándolo bien, siempre había sido cosa de Myron. Win había sido la voz de la prudencia, el compinche que se veía arrastrado, y que se dejaba implicar más por diversión que por convicción.

Al menos, eso era lo que afirmaba Win.

—Vaya complejo de héroe que tienes —le solía decir Win—. Te crees que puedes hacer del mundo un lugar mejor. Eres como don Quijote, lanzándote contra los molinos.

—¿Y tú?

—Yo soy un imán para las mujeres.

Win.

Aún era de día, pero solo alguien algo corto de entendederas podría pensar que los negocios de este tipo discurren solo bajo el manto de la oscuridad. Aun así, cuando Myron llegó al lugar que había usado como punto de observación Win el día anterior, bajó la mirada y constató que no sería fácil.

Había llegado la policía.

En el lugar donde Win había visto al probable Patrick había dos agentes de uniforme y otros dos tipos que parecían técnicos forenses. La sangre derramada por el suelo aún parecía fresca, incluso vista desde allí. Había un montón. Era como si alguien hubiera lanzado latas de pintura desde una gran altura.

De los cuerpos no había ni rastro. Ni tampoco estaban los que hacían la calle, claro: sabían perfectamente que les convenía evitar un escenario como aquel. «Aquí no hay nada que rascar», pensó Myron. Era hora de buscar otro plan.

Dio media vuelta para volver al lugar donde lo había dejado el Bentley cuando algo le llamó la atención. Myron se detuvo. Allí, en aquel «rincón oscuro», tal como lo había descrito Win, al final de Railway Street, vio a alguien. Solo podía ser una prostituta.

Iba vestida de fulana estadounidense de los años setenta: medias de malla, botas de tacón alto (por contradictoria que pareciese la combinación de ambas cosas), una falda que le cubría poco más de lo que le cubriría un cinturón, y un top morado tan ceñido que podría haberlo usado para embutir salchichas.

Myron se le acercó, y al verlo llegar la mujer se volvió hacia él. Myron la saludó con un discreto gesto de la mano.

—¿Buscas compañía? —le preguntó ella.

—Eh... No. La verdad es que no.

—No sabes muy bien cómo funciona esto, ¿verdad?

—Supongo que no, lo siento.

—Probemos otra vez. ¿Buscas un poco de compañía?

—Ya te digo.

La mujer sonrió. Myron se esperaba una dentadura catastrófica, pero la mujer tenía una boca perfecta, con unos dientes que hasta eran blancos. Le echó unos cincuenta años, pero quizá fueran algunos menos. Era grande y corpulenta, y estaba algo desaliñada, bien entrada en carnes, pero de algún modo aquella sonrisa lo arreglaba todo.

—Eres estadounidense —dijo.

—Sí.

—Tengo muchos clientes estadounidenses.

—No parece que tengas mucha competencia.

—Ya no, es cierto. Hoy en día las jovencitas ya no hacen la calle. Lo hacen todo por ordenador, o con alguna app.

—Pero tú no.

—No, no me va, ¿sabes lo que quiero decir? Es de lo más frío: todo el mundo en Tinder u Ohlala o donde sea... Es una pena. ¿Qué ha sido del contacto humano? ¿Qué ha sido del toque personal?

—Ya —respondió Myron, no muy seguro de qué añadir.

—A mí me gusta la calle. Así que mi modelo de negocio es básicamente el estilo clásico, ¿sabes lo que digo? Yo apelo a la... ¿Cómo se dice? —Se quedó pensando un instante y luego chasqueó los dedos—. ¡Nostalgia! Sí, ¿no? O sea, la gente está de vacaciones. Visitan King’s Cross para ver putas, no para jugar con el iPhone, ¿sabes lo que digo?

—Ajá.

—Quieren la experiencia completa. Esta calle, esta ropa, mi forma de actuar, lo que digo... Es lo que llaman cubrir un nicho de mercado.

—Siempre está bien cubrir una necesidad.

—Yo antes hacía porno.

Se quedó esperando.

—Oh, probablemente no me reconozcas. Solo hice tres películas, cuando... Bueno, no te cuento más. Una no puede contar todos sus secretos. Mi papel más famoso fue el de criada en una escena con aquel italiano famoso, Rocky o Rocco Nosequé. Pero durante años fui una estimuladora de primera. Sabes lo que es eso, ¿no? Estimuladora.

—Creo que sí lo sé.

—Lo cierto es que a la mayoría de los tipos, con las cámaras, las luces y toda esa gente mirando, bueno, no les resultaba fácil mantenerla... bueno, dura. Así que para eso estábamos las estimuladoras. Fuera de plano. Oh, era un trabajo estupendo. Lo hice durante años. Conocía todos los trucos, te lo aseguro.

—No me cabe la menor duda.

—Pero entonces llegó la Viagra y, bueno, una píldora costaba mucho menos que una chica. En realidad es una pena. Las estimuladoras somos una raza extinguida. Como los dinosaurios o las cintas VHS. Así que aquí estoy otra vez, haciendo la calle. Aunque no es que me queje, ¿eh? ¿Verdad que me entiendes?

—Perfectamente.

—Y hablando de todo un poco, el reloj hace tictac.

—No te preocupes.

—Algunas chicas venden su cuerpo. Yo no. Yo vendo mi tiempo. Como un asesor o un abogado. Lo que hagas tú con ese tiempo (y, tal como te digo, ya ha empezado a correr) es cosa tuya. Así que... ¿Qué es lo que buscas, guapo?

—Hum... A un joven —dijo Myron, y la sonrisa de ella desapareció.

—Venga ya.

—Es un adolescente.

—Naaa —respondió ella, dando un manotazo al aire—. Tú no eres un asaltacunas.

—¿Un qué?

—Un asaltacunas. Un pedófilo. No vas a decirme que eres un pedófilo, ¿no?

—Oh, no. Qué va. Solo lo estoy buscando. No quiero hacerle ningún daño.

Ella apoyó las manos en las caderas y se lo quedó mirando un buen rato.

—¿Por qué te creo?

Myron le mostró su sonrisa más seductora.

—Por mi sonrisa.

—No, pero tienes un rostro que inspira confianza. Esa sonrisa es de lo más siniestra.

—Se suponía que tenía que ser irresistible.

—No lo es.

—Solo intento ayudarlo —dijo Myron—. Corre un gran peligro.

—¿Y qué te hace pensar que te puedo ayudar?

—Estuvo aquí ayer. Trabajando.

—Ah.

—¿Qué?

—Ayer.

—Sí.

—¿Así que fuiste tu quien mató a esos patanes bocazas?

—No.

—Qué lástima —dijo ella—. Te habría regalado un servicio gratis.

—Ese chico corre un gran peligro.

—Ya me lo has dicho.

La mujer dudó un momento. Myron sacó la cartera, pero ella le hizo un gesto para que la guardara.

—No quiero tu dinero. O sea, sí que lo quiero. Pero no por eso.

Parecía confusa.

Myron se llevó un dedo a la cara.

—El rostro que inspira confianza, ¿recuerdas?