Una boda insospechada - Sandra Marton - E-Book
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Una boda insospechada E-Book

SANDRA MARTON

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Beschreibung

Julia 932 A Damian Skouras no le gustaban las bodas, y Laurel Bennett no pudo llegar a la iglesia a tiempo... pero aún así, coincidieron como invitados en la boda del año. Damian no buscaba ningún compromiso, y los tipos como él no eran del agrado de Laurel... pero entre ellos surgió una extraña química... y después de una noche de pasión, fue el propio Damian quien le exigió que se casara con él, por el bien del hijo que habían concebido. Así que Laurel se convirtió de repente en una mujer casada... aunque en lo más profundo de su corazón, sabía que nunca podría ser la esposa de Damian.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Sandra Marton

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una boda insospechada, n.º 932- nov-22

Título original: The Bride Said Never!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-324-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A DAMIAN Skouras no le gustaban las bodas.

No era realista que un hombre y una mujer se juraran votos de amor y de fidelidad delante de un sacerdote, unos votos que se comprometían públicamente a no romper jamás. Eso era algo que pertenecía a las novelas de amor y a los cuentos de finales felices, no a la realidad.

Y sin embargo allí estaba, delante de un altar decorado con flores mientras el organista de la iglesia ejecutaba los primeros acordes de la marcha triunfal de Mendelssohn, un centenar de personas contemplaba la escena y una novia ruborizada avanzaba hacia él por la nave central.

La novia era, tenía que admitirlo, espectacularmente hermosa, pero Damian ya conocía el viejo dicho: todas las novias lo eran. Y sin embargo, con su vestido de blanco satén bordado, con el ramillete de orquídeas rojas en sus manos temblorosas, aquella novia tenía un aura especial. Sus labios, apenas visibles a través del fino velo, esbozaban una radiante sonrisa mientras se dirigía hacia el altar.

Su padre la besó. Sonriendo, la joven lo soltó del brazo y lanzó una amorosa mirada a Nicholas, que la contemplaba expectante. Fue entonces cuando Damian elevó una silenciosa plegaria de agradecimiento a los dioses de sus ancestros, contento de no encontrarse en el lugar del novio.

Ya era demasiado malo que el novio fuera Nicholas. Con una víctima era más que suficiente.

Percibió cómo Nicholas, a su lado, se estremecía visiblemente. Damian miró al joven que, hasta hacía tres años, había sido su pupilo, casi su hijo adoptivo. Estaba pálido.

—¿Te encuentras bien? —murmuró, frunciendo el ceño.

—Claro —respondió Nick con un nudo en la garganta.

«Todavía estás a tiempo, chico», quiso decirle Damian, pero cambió de idea. Nick ya tenía veintiún años; no era ningún niño. Y ya era demasiado tarde, porque estaba perdidamente enamorado.

Eso era lo que le había dicho a Damian la noche en que se presentó en su apartamento, para decirle que iba a casarse con una chica a la que había conocido menos de dos meses antes.

Damian había sido muy paciente, y había medido con mucho cuidado sus palabras. Durante aquella conversación le había enumerado al menos una docena de razones para justificarle por qué una boda tan apresurada, y a su edad, constituía un tremendo error. Pero Nick había opuesto una respuesta a cada argumento, y al fin Damian había terminado por perder la paciencia.

—Maldito estúpido —había gruñido—, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Las has dejado embarazada?

Nick había reaccionado sacudiéndole un tortazo. Damian casi sonrió al recordarlo. Sería más preciso decir que Nick había intentado sacudirle un tortazo, ya que Damian era mucho más alto que el chico, y de reflejos más rápidos, a pesar de que era diecisiete años mayor. No había olvidado las duras lecciones que había aprendido en las calles de Atenas, durante su adolescencia.

—No está embarazada —había replicado Nick, furioso—. Ya te lo he dicho, estamos enamorados.

—Enamorados… —había repetido Damian con tono desdeñoso, para mayor irritación de su antiguo pupilo.

—Sí, enamorados. Maldita sea, Damian, ¿es que no puedes comprenderlo?

Por supuesto que lo comprendía. Nick estaba colgado de una chica, pero no enamorado. Estuvo a punto de decírselo, pero para entonces ya se había tranquilizado lo suficiente para darse cuenta de que con ello sólo conseguiría empeorar las cosas. Además, toda aquella discusión no había hecho más que afirmar la decisión del chico.

Por esas razones optó por hablarle suavemente, de la manera en que lo habrían hecho su hermana y su cuñado si hubieran vivido. Le habló de responsabilidad, de madurez, y de la conveniencia de esperar varios años, y cuando terminó, Nick asintió sonriendo con expresión irónica. Claro, ya había escuchado todas esas cosas antes, de labios de los padres de Dawn; valoraba sus consejos, pero todo aquello no tenía nada que ver ni con ella ni con él.

Damian, que había labrado su fortuna a base no de saber cuándo tenía que mostrarse agresivo, sino cuándo tenía que ceder, aceptó lo inevitable y le deseó que le fuera bien en su matrimonio.

A pesar de todo, no pudo evitar albergar la esperanza de que en el último momento tanto Dawn como Nick recuperaran la cordura. Pero no lo hicieron, y ahora se encontraban todos allí, en la iglesia, escuchando el sermón del sacerdote acerca de la vida y el amor mientras a un montón de estúpidas mujeres, la propia novia incluida, se les escapaban las lágrimas. ¿Y por qué razón? Probablemente la mayoría de ellas se habrían divorciado y conocían de primera mano la fragilidad de aquellos votos de fidelidad tan solemnemente pronunciados…

Todo aquello era absurdo.

El mismo Damian se había divorciado. Al menos su propio matrimonio, cuando tuvo lugar una docena de años atrás, había sido bien diferente. Nada de invitados, nada de música de órgano y flores por doquier. Nada de palabras cantadas en griego, ni de discursos de sacerdotes.

Su boda había sido lo que los periódicos sensacionalistas solían llamar una veloz e impulsiva escapada a Las Vegas, después de un fin de semana colmado de sexo y champán y bien escaso de sentido común alguno. Desafortunadamente había llegado a aquella conclusión con veinticuatro horas de retraso. Aquel matrimonio le había llevado directamente a un proceso de divorcio mucho más lento, por culpa de su avariciosa esposa y de un costoso equipo de abogados.

Una sombría expresión oscureció los ojos de Damian, de un azul glacial. Apenas disponía de tiempo para pensar en tales cosas. Quizá ocurriera un milagro y todo volviera a la normalidad. Quizá, con el paso de los años, Nick llegara a admitir que se había equivocado…

Ojalá fuera así.

Quería a Nick como si fuera carne de su carne y sangre de su sangre. Aquel chico era el hijo que nunca había tenido y que probablemente nunca tendría. Por eso había aceptado participar en la ceremonia y fingir seguirla con atención. Por eso había consentido en bailar, en la recepción posterior, con una de las damas de honor de la novia que, según le había contado Nick, era la mejor amiga de Dawn. Una chica demasiado tímida a la que nunca nadie solía sacar a bailar. Oh, sí, haría todas aquellas cosas que se suponía tendría que hacer un antiguo tutor.Y cuando todo por fin terminara, subiría al coche que había alquilado para dirigirse al hotel donde Gabriella y él habían pasado juntos la noche anterior.

Damian miró a su actual amante, sentada en aquel momento en la tercera fila de bancos. Como él mismo, Gabriella había probado el matrimonio y no le había gustado. El matrimonio era otra palabra que definía la esclavitud, le había dicho ella misma al comienzo de su relación… Aunque, a esas alturas, Damian había creído percibir un cambio en su comportamiento.

—¿Dónde has estado, Damian? —le había preguntado en una reciente ocasión, cuando había pasado un día entero sin llamarla.

Y también se había tomado de una manera muy personal el hecho de que él se hubiera cambiado de apartamento. Damian apenas había dispuesto de tiempo para negarse cuando Gabriella se atrevió a encargarle muebles nuevos, diciéndole que era una «sorpresa».

Su actitud no le había gustado nada a Gabriella, y había reaccionado con furia. Damian percibía una vulnerabilidad en ella que jamás había detectado antes… aunque ese día, durante la ceremonia, presentaba un aspecto radiante.

Incluso la tarde anterior, durante el ensayo de la ceremonia, había creído distinguir un sospechoso brillo de emoción en sus ojos castaños. En aquel momento había levantado la mirada hacia él esbozando una temblorosa sonrisa. Y, mientras Damian la observaba, se había enjugado una lágrima con su pañuelo.

Damian sintió una punzada de resentimiento. Quizá había llegado la hora de cortar con aquella relación. Llevaban casi seis meses juntos, pero cuando una mujer miraba a un hombre de esa manera…

—¿Damian?

Damian parpadeó, saliendo de su ensimismamiento. Nichoras le estaba murmurando algo con disimulo. ¿Acaso el chico había recuperado la cordura y cambiado de idea?

—¡El anillo, Damian!

El anillo, claro. El padrino se puso a rebuscar frenéticamente en sus bolsillos, pero no lo encontró. Nick le había encargado que le grabara su nombre en él, y así lo había hecho, pero se había olvidado de devolvérselo.

Al fin sacó el sencillo anillo de oro de un bolsillo y se lo entregó a Nick. Al otro lado del altar, la madrina de honor suprimió un sollozo; la madre de la novia, con las mejillas bañadas de lágrimas, se aferró al brazo de su ex-marido por un instante, antes de soltarlo apresurada como si fuera una patata caliente.

«Ah, las delicias del matrimonio», se dijo Damian, irónico. Luego se esforzó por concentrarse en las palabras del sacerdote.

—Y ahora —declamó en un tono apropiadamente solemne—, si alguien tiene algo en contra de que se celebre esta unión entre Nicholas Skouras Babbitt y Dawn Elizabeth Cooper, que lo diga ahora o que calle para siem…

¡Bang!

Las dobles puertas de la iglesia se abrieron de repente, golpeando contra los muros encalados. Entre los asistentes se levantó un murmullo de sorpresa mientras todas las cabezas se volvían para ver qué sucedía; incluso los propios novios giraron sobre sus talones, estupefactos.

Una mujer se encontraba en el umbral, y su silueta se recortaba contra la luz de aquella tarde primaveral. Un fuerte viento hacía ondear su melena, causándole graves problemas con la falda. De hecho, había sido el viento lo que le había hecho soltar las puertas cuando las abrió.

Un murmullo de admiración volvió a levantarse entre la multitud. El sacerdote se aclaró la garganta.

La mujer entró en la iglesia y se detuvo. El excitado rumor de voces, que antes había parecido disminuir, se animó de nuevo. A Damian no le extrañaba nada, porque aquella recién llegada era increíblemente hermosa.

Le resultaba familiar, pero si se la hubiera encontrado antes, con toda seguridad habría recordado su nombre. Una belleza así no se olvidaba fácilmente.

Su cabello tenía el mismo color de las hojas en otoño, una mezcla de tonos caoba y dorado, y se rizaba alrededor de su rostro perfecto. Sus ojos, más que grandes, eran enormes. Eran… ¿qué? Grises, o quizá azules. A la distancia a la que se encontraba, Damian no podía precisarlo. No llevaba joyas, y su vestido era muy sencillo: azul, de escote redondo y mangas largas, falda corta y de amplio vuelo.

Deslizó la mirada por su senos, altos y redondeados; por su estrecha cintura y las suaves curvas de sus caderas. Sugería una extraña mezcla de sexualidad e inocencia, aunque aquella inocencia debía ser por fuerza artificiosa. No era ninguna niña. Y su belleza era demasiado impresionante como para que no fuera consciente de ella.

Otra ráfaga de viento entró en la iglesia por las puertas abiertas de par en par. La joven se apresuró a sujetarse la falda, pero no con la suficiente rapidez como para impedir que Damian admirara unas piernas tan largas y bien torneadas, las piernas más bonitas que había visto en su vida.

El murmullo de la multitud creció en intensidad, y alguien se echó a reír. La mujer lo oyó, Damian estaba seguro de ello, pero en lugar de mostrarse turbada por la atención que estaba concitando, irguió los hombros y adoptó una expresión de desdén.

«Podría borrarte esa expresión de la cara», pensó de repente Damian, sintiendo cómo el deseo corría por sus venas como un torrente de lava. Claro que podría hacerlo. Sólo tenía que avanzar por la nave, levantarla en brazos y llevarla a las bajas colinas que se extendían detrás de la iglesia. Allí, tumbados en el fresco césped, saborearía la dulzura de sus labios mientras le bajaba la cremallera del vestido, la cubriría de besos… Se imaginó a sí mismo entrando en ella, moviéndose sin cesar hasta hacerla gritar de pasión y…

Con la boca seca, Damian se preguntó de repente qué le estaba sucediendo. No era ningún adolescente para excitarse con aquellas fantasías. Y tampoco era dado a fantasear con mujeres que no conocía, al menos desde que tenía dieciséis años. «Esto es absurdo}, pensó de pronto, y justo entonces, la mujer levantó la cabeza y sus miradas se encontraron. Por un instante lo miró fijamente mientras el corazón de Damian latía acelerado, y luego sonrió de nuevo.

«Sé en lo que estás pensando, y lo encuentro terriblemente divertido», parecía decirle su sonrisa. Damian escuchó un sordo rumor en sus oídos, y cerró los puños a los costados antes de dar un paso hacia adelante.

—¿Damian? —le susurró Nick, y justo en aquel instante, el viento azotó las puertas de nuevo estrellándolas contra los muros encalados de la vieja iglesia.

Aquel ruido pareció romper el hechizo que hasta ese momento había mantenido cautiva a la concurrencia. Alguien se aclaró la garganta, otro más tosió, y finalmente un hombre se levantó para cerrar de una vez las puertas. El tipo sonrió a la recién llegada, pero ella lo ignoró y buscó con la mirada un lugar donde sentarse. Una vez que tomó asiento, cruzó sus largas piernas, entrelazó las manos en el regazo y asumió una expresión de discreto hastío, como si se estuviera preguntando a qué esperaban para continuar con la ceremonia.

El sacerdote se aclaró la garganta. Lentamente, casi con desgana, los asistentes se volvieron de nuevo para mirar a los novios.

—Si no hay nadie en contra de que celebre esta unión —pronunció apresurado, como si temiera una nueva interrupción—, entonces, de acuerdo con las leyes de Dios y con las del Estado de Connecticut, os declaro marido y mujer.

Nick se volvió hacia su esposa, la tomó en brazos y la besó. El organista ejecutó una melodía triunfal, los asistentes se levantaron y Damian perdió de vista a la mujer entre la multitud.

 

 

«Salvada por la campana», pensó Laurel. ¡Vaya una entrada horrible que había hecho! Ya era suficientemente malo haber llegado tarde a la boda de Dawn, pero haberla interrumpido llamando tanto la atención de todo el mundo…

Apenas la semana anterior, durante la comida, Dawn le había predicho exactamente lo que luego habría de suceder.

Annie había llevado a su hija a Nueva York para dar los toques finales a su vestido de novia, y habían quedado a comer juntas con Laurel en un restaurante griego.

—¡Oh, tía Laurel! —había exclamado Dawn al verla—, eres tan bonita! Ojalá fuera como tú.

Laurel había contemplado su rostro fresco e inocente, sin traza alguna de maquillaje o de las huellas que solía dejar la vida, y se había limitado a sonreír.

—Si yo fuera como tú… —replicó con tono suave—, ahora mismo todavía seguiría apareciendo en las portadas de Vogue.

Aquel comentario había hecho derivar la conversación hacia la declinante carrera de Laurel, expresión que tanto Annie como Dawn se habían negado a aceptar, y luego a sus planes futuros. Por último, y de manera inevitable, había terminado hablando de la boda que se avecinaba.

—Vas a ser la novia más bonita del mundo —le había dicho Laurel.

La jovencita se había ruborizado, para después comentar que desde luego esperaba que Nick fuera de la misma opinión, pero que indudablemente la mujer más hermosa en la boda sería su tía Laurel.

Laurel había decidido en ese momento que, ni siquiera inadvertidamente, le quitaría el protagonismo a la novia. Llamar la atención sería lo último que haría en la ceremonia. Por eso aquella misma mañana había elegido aquel vestido azul tan sencillo. En lugar de peinarse a la manera que la había hecho tan famosa, se había dejado la melena suelta. Se había negado a ponerse joyas y ni siquiera se había maquillado.

Había salido temprano de su casa para tomar un tren en Penn Station, que se suponía tenía que haberla dejado en Straham una hora antes del comienzo de la ceremonia. Pero el tren se había averiado en New Haven, y cuando Laurel ya se disponía a tomar un taxi, los empleados de la estación le habían insistido en que esperara al siguiente, que no tardaría en llegar.

Pero al final había tenido que esperar media hora, y para colmo no llegó un nuevo tren sino un autobús, que tardó mucho más tiempo en alcanzar su destino. Por si fuera poco, en Strahan no encontró ningún taxi a la vista que la llevara a la iglesia.

—¡Tía Laurel!

Laurel levantó la mirada. Dawn y su radiante novio se acercaban para saludarla.

—¡Cariño! —exclamó, abrazando a su sobrina.

—¡Vaya entrada que has hecho! —le comentó Dawn, riendo.

—Oh, Dawn, siento tanto que…

Demasiado tarde. La pareja nupcial ya la había rebasado, dirigiéndose hacia la salida. Laurel esbozó una mueca. Sabía que Dawn se lo había tomado a broma, pero… ¡ojalá hubiera podido enmendar aquella desastrosa entrada!

Cuando poco antes llegó a la iglesia, por unos momentos había permanecido indecisa en el exterior, pensando si sería preferible entrar tarde o bien perderse la ceremonia. Cuando se decidió por entrar y entreabrió cuidadosamente las puertas, se levantó una ráfaga tan fuerte de viento que se las quitó de las manos, y lo siguiente que podía recordar era la sensación de estupor que se apoderó de ella cuando se encontró sola en medio de la nave atrayendo las miradas de todo el mundo.

Incluida la mirada de aquel hombre. Aquel hombre de aspecto tan petulante y egoísta.

¿Sería el tutor de Nicholas? Bueno, el ex-tutor. Creía recordar el nombre: Damian Skouras. Tenía que ser él, dado el puesto que había ostentado en la ceremonia.

Sólo había tenido que lanzarle una mirada para saber todo lo que necesitaba saber sobre Damian Skouras. Desgraciadamente, conocía demasiado bien a los tipos como él. Era el clásico tipo que volvía locas a las mujeres: anchos hombros, caderas estrechas, masculino, guapo, con unos ojos que parecían despedir fuego azul en contraste con su rostro bronceado. Tenía el cabello muy negro, ondulado, y llevaba un arete dorado en una oreja.

Pero lo peor no era ni su belleza ni su apariencia de millonario. Era su masculina arrogancia, y la forma en que la había mirado, como si ella se tratara de un nuevo juguete, envuelto en papel de regalo para que lo disfrutara a placer. Su sonrisa había sido discreta y comedida, pero su mirada se lo había dicho todo.

«Cariño, me encantaría quitarte ese vestido y ver lo que esconde», le habían dicho sus ojos.

Laurel estaba harta. El mundo estaba demasiado lleno de hombres insolentes, a quienes tanto poder y dinero se les había subido a la cabeza. ¿Acaso no se había pasado casi un año entero haciendo el ridículo para uno de ellos?

Laurel se dedicó a saludar a los invitados temiendo encontrarse con aquel tipo que casi la había desnudado con la mirada. Sí, allí estaba, con una de las damas de honor, una chica a la que debía de doblar en edad, colgada de su brazo como si fuera una lapa.

La chica lo miraba embobada mientras él le lanzaba una seductora sonrisa. Laurel frunció el ceño. Aquella niña se encontraba extasiada, deslumbrada. Y Míster Macho debía de estar disfrutando a placer de tanta adulación.

«Bastardo», pensó fríamente Laurel, mirándolo entre la multitud, y antes de que tuviera tiempo para pensárselo dos veces se dirigió hacia él.

La dama de honor estaba tan ocupada mirando a su pareja que se sorprendió al ver que se detenía de repente.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Nada —contestó Damian, sin apartar la mirada de Laurel.

—Vamos, Damian —lo animó la chica, después de mirar a la mujer que acababa de aparecer frente a ellos—. Tenemos que reunirnos con los otros.

—Ve tú, Elaine. Luego me reuniré contigo.

—Me llamo Aileen.

—Aileen —repitió, todavía mirando a Laurel—. Anda, ve.

La jovencita lanzó a la mujer una mirada glacial.

—Ya —repuso, y se apresuró a reunirse con los demás.

De cerca, Laurel pudo ver que los ojos de aquel hombre tenían un color azul que jamás había visto antes. Eran puro hielo. El corazón empezó a latirle acelerado. «Debía de haberme quedado donde estaba en lugar de arriesgarme a enfrentarme con él», pensó de pronto, arrepentida.

—¿Y bien? —le preguntó Damian.

Su voz, de tono bajo y con un leve acento, encajaba perfectamente con la frialdad de su mirada.

En aquel momento la iglesia estaba vacía. Unos pasos más atrás, justo al otro lado de la puerta, Laurel alcanzaba a escuchar las voces y risas de los demás en la sala contigua, pero allí, en aquel sombrio silencio, sólo acertaba a oír el pesado latido de su propio corazón.

—¿Quería decirme algo?

Su tono era educado, pero la frialdad de sus palabras la hizo estremecerse. Por un segundo pensó en dar media vuelta y escapar, pero nunca en toda su vida había huido de nada. Intentó decirse que no tenía nada qué temer, nada en absoluto.

Así que se irguió en toda su estatura, se echó la melena hacia atrás y lo miró con expresión altanera. La misma expresión que lucía como una máscara cuando participaba en los desfiles de moda, que la había convertido en una estrella internacional de la pasarela.

—Sólo que me parece usted tan patético… jugueteando con esa pobre chica.

—¿Jugueteando con…?

—Sí —afirmó, permitiéndose adoptar un tono de leve diversión—, ¿no cree que debería practicar esos juegos con alguien lo suficientemente mayor como para que lo reconozca tal cual es?

Damian la miró fijamente durante unos interminables segundos. La sonrisa que esbozó al fin la llenó de inquietud, antes de dar un paso hacia ella.

—¿Cómo se llama?

—Laurel. Laurel Bennett, pero no veo por qué…

—Estoy completamente de acuerdo con usted, señorita Bennett, este juego es mucho más agradable cuando lo practican rivales de un mismo nivel.

Laurel supo lo que seguiría a continuación; podía leerlo en sus ojos. Pero fue demasiado tarde. Antes de que pudiera apartarse o retroceder, él la tomó en sus brazos y la besó.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LAUREL lanzó una discreta mirada a su reloj. Otra hora más, y podría marcharse sin llamar la atención. Sólo otra hora… suponiendo que pudiera aguantar tanto tiempo.

El hombre que se encontraba a su lado ante la mesa para seis, un tal Evan, le estaba contando un chiste. Annie se lo había presentado poco antes como doctor, pero ya se había olvidado de su apellido. Era un tipo simpático, y su nariz de punta colorada le recordaba a un conejo. Aquel debía de hacer el chiste número nueve mil, por lo menos, en lo que llevaban de velada. Laurel ya había perdido la cuenta durante la cena.

No era que eso la importara. Habría tenido problemas para concentrarse en cualquier cosa aquella tarde. Sus pensamientos vagaban en una única dirección, directamente hacia Damian Skouras, que estaba sentado en otra mesa al lado de una muñequita rubia de aspecto despampanante. Por cierto que la presencia de aquella joven no servía de obstáculo para que siguiera observando a Laurel…

Sabía que era así sin tener necesidad de comprobarlo. Podía sentir la fuerza de su mirada. Si se decidía a mirarlo, temía encontrarse con aquel par de ojos azules tan penetrantes como una rayo láser, destacando en su rostro orgulloso y arrogante.

Damian Skouras, el tutor de Nicholas. O, mejor dicho, el ex-tutor. Nick ya tenía veintiún años, y no había necesitado el permiso de nadie para casarse.

Para Laurel, Damian era un auténtico bastardo egoísta, escrito con mayúsculas. Y así se lo había dicho después de recibir su beso. Después había intentado ignorarlo como si no existiera, pero él se lo había impedido agarrándola de una mano.

Ruborizada de indignación, Laurel se había esforzado por liberarse. Y ese gesto le había hecho reír.