Una filosofía de la guerra - Henri Hude - E-Book

Una filosofía de la guerra E-Book

Henri Hude

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¿Cómo definir la guerra en la actualidad? El escenario clásico ha cambiado, al disponerse de armas de destrucción masiva en manos de poderes en abierta oposición. ¿Cómo evitar el riesgo de una destrucción de la humanidad? ¿Es el camino reunir todos los poderes en uno solo, que ofrezca protección y seguridad? ¿Es posible alcanzar así una paz política y cultural duradera? ¿A qué precio? Tras su larga experiencia en aulas y en países en conflicto, el autor plantea el problema con una precisión escalofriante, y ofrece un itinerario capaz de garantizar la paz salvaguardando también la libertad.

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HENRI HUDE

UNA FILOSOFÍA DE LA GUERRA

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 byHenri Hude

© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6705-8

ISBN (edición digital): 978-84-321-6706-5

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6707-2

ISNI: 0000 0001 0725 313X

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

Introducción

I. Teorías de la guerra justa

II. El fin justifica los medios

III. Principios de ética militar

I. La definición de la guerra, desde fuera y desde dentro. El problema de la guerra. La solución del Leviatán

I. La guerra vista desde fuera

II. La guerra vista desde dentro

II. El Leviatán no es la solución al problema de la guerra

I. En qué sentido puede el Leviatán hacerse realidad y mantenerse a sí mismo

II. El Leviatán no puede cumplir sus promesas de paz

III. El Leviatán es la más cierta de todas las causas de guerra

III. La otra solución: paz política sin Leviatán

I. Reflexiones sobre el nacionalismo moderno

II. Reflexiones sobre el imperialismo antiguo y moderno

III. Examinar el pacifismo posmoderno

IV. Examen del antinacionalismo posmoderno

V. Esbozo de una solución política sin Leviatán

IV. La alternativa: paz cultural sin Leviatán

I. Para evitar malentendidos

II. Directrices para una Cultura de Paz

III. Crítica universalizadora de la religión como factor de guerra

IV. Universalizar también las nociones de fanatismo, guerra santa y teocracia

V. Nuevos problemas

VI. Primera acusación: La creencia en el Absoluto no puede conciliarse con el mantenimiento de la Paz. Cómo, en una Nueva Cultura Humanista, la Paz presupone el Absoluto

VII. Segunda acusación: La Religión no puede conciliarse con la Libertad de la Mente. Cómo, en una nueva cultura, la libertad de espíritu puede conciliarse con la búsqueda de lo absoluto

VIII. Tercera acusación: La religión no puede conciliarse con la laicidad

IX. Cuando la religión es auténtica y humanista, es un factor de paz

X. Una religión humanista auténtica debe encontrar un equilibrio entre la nostalgia conservadora y las ilusiones liberales

XI. En términos concretos, ¿cómo podemos establecer “la paz de la fe”?

Epílogo

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

Introducción

1. Cuando fui designado para enseñar ética militar a los futuros oficiales del ejército francés, comenzaba el siglo xxi. Había un consenso general sobre un cuerpo doctrinal, al menos dentro de los ejércitos de la OTAN: teoría de la guerra justa, sistema de principios de la toma de decisiones militares (proporcionalidad, necesidad militar, discriminación), derechos humanos, orden mundial individualista y liberal, combinación de moral kantiana y utilitarismo, derecho de los conflictos armados, y todo ello complementado con la formación en las virtudes cardinales. Creo que fui capaz de apreciar el valor de esta doctrina. Explicar cómo me fui desprendiendo gradualmente de ella es, sin duda, la mejor manera de presentar este libro.

I. Teorías de la guerra justa

2. La reflexión moral sobre el tema de la guerra oscila entre dos proposiciones contradictorias:

—Por un lado, la guerra utiliza la violencia y la astucia para producir muerte, sufrimiento y destrucción. Es difícil ver cómo podemos aplicar el término ética a una actividad así. Por tanto, la paz parece un imperativo moral absoluto, y el pacifismo, la moral misma.

—Por otro lado, si ninguna guerra puede ser justa, entonces habría que entender que ambos bandos en conflicto son injustos, sin importar qué bando hizo qué, o en qué bando lucha cada uno. Por tanto, cualquier resistencia armada sería tan inmoral como cualquier agresión. Ninguna defensa sería legítima. La capitulación ante el perverso sería un deber, sujeto a graves faltas morales1. El resultado de esta moral sería dar el poder a los más amorales. Así, la guerra parece a veces un imperativo moral, y el pacifismo la inmoralidad misma.

3. La teoría de la guerra justa es un intento de superar esta contradicción, autorizando la guerra, pero sólo en condiciones muy concretas. Muchos grandes autores han abordado el tema2 y prácticamente todas las civilizaciones han desarrollado una teoría de este tipo3.

4. Diversos cambios han reforzado el pacifismo: con el progreso técnico, la escalada hasta los extremos equivale a la muerte de la humanidad. Es difícil ver a priori cómo se puede hablar de una guerra nuclear justa. La asimetría tecnológica entre voluntades políticas conduce a la generalización de las tácticas terroristas, que también parecen injustificables. El progreso médico ha hecho menos tolerable la muerte prematura. En términos más generales, a medida que se progresa, estamos menos dispuestos a aceptar el daño, porque vemos menos sentido en el sufrimiento. Y con el protagonismo de las imágenes, nos volvemos hipersensibles a ellas (cuando hay imágenes, claro; si no, es indiferencia). Con la urbanización generalizada, la mayoría de las guerras tienen lugar en las ciudades, lo que agudiza las emociones y acelera la comunicación. A falta de una vida comunitaria fuerte, todo se juzga únicamente desde el punto de vista del individuo y sus sentimientos, o sus penas. Por último, con la prosperidad y el aburguesamiento, los sacrificios —antes considerados normales por el bien común— parecen inhumanos. El pacifismo irreflexivo adquiere así el carácter de obviedad inmediata en la opinión pública. Pero como el pacifismo puro es inmoral, queda el eterno problema de la guerra justa.

5. ¿Qué pensar entonces de la teoría de la guerra justa? Se la critica por no ser imparcial, sino partidista. Esto es lo que sostiene el filósofo ruso Boris Kashnikov4, y es cierto, si consideramos la interpretación de la teoría en términos de la cultura occidental del siglo xxi. Supongamos que (1) “justo” significa ante todo «respetuoso de los derechos del individuo», y que (2) el individuo se define por su libertad “posmoderna”, expresión que todo el mundo en esta tierra puede comprender por experiencia directa o indirecta, ya que esta es la atmósfera cultural que reina en Occidente y se extiende a partir de él desde 1960 aproximadamente. Este “posmoderno”, aunque no dure mucho más, se definirá con precisión a su debido tiempo (§ 192-195), al igual que el “moderno” (§ 162-164), por reacción al cual se define. Lógicamente, concluimos entonces (3) que los países en los que la cultura se organiza en torno a este individualismo postmoderno se supone que son los únicos verdaderamente justos. Por tanto, tienen (4) un derecho especialmente indiscutible a defenderse de la agresión. (5) Este derecho implica el deber de proteger a los individuos5. Pero entonces, todo individuo sobre la Tierra es necesariamente, de alguna manera, injustamente coaccionado y agredido cuando una colectividad se niega a someterse a la lógica de los derechos individuales. En consecuencia, (6) todo Estado que rechaza la globalización individualista atenta contra los derechos humanos, se deja calificar de injusto y, si utiliza la fuerza para mantener sus posiciones, es culpable de una agresión contra el hombre y su libertad. La guerra contra un Estado así es una defensa legítima y justa, expresión de la solidaridad humana, aunque parezca ofensiva. A partir de aquí, quizá sólo haya que dar un pequeño paso para concluir (7) que cualquier guerra occidental, por agresiva que sea, sería justa; y cualquier guerra no occidental, por defensiva que sea, injusta. ¿No se convertiría entonces la teoría de la guerra justa en un arma de guerra psicológica y jurídica? Veámoslo más de cerca.

6. Según santo Tomás de Aquino6 la guerra sólo es moralmente concebible bajo tres condiciones:

a. Si lo decide una autoridad legítima,

b. si defiende una causa justa,

c. con la intención adecuada.

Una meditación pragmática sobre estas condiciones arroja resultados poco entusiastas.

7. Los realistas políticos dirán que estas condiciones no pueden utilizarse para decidir qué es lo correcto, porque el vencedor, a posteriori, siempre tendrá una forma de parecer que tiene razón, y que ha tenido razón, legalmente. La fuerza habrá hecho, o rehecho, el derecho. ¿Hasta qué punto habrán sido legítimas las autoridades asesinadas? ¿Quién juzgará justamente sus intenciones? ¿Y qué vencedor reconocerá la causa justa de los vencidos? Los juristas no tendrán problemas para ajustar el resultado del enfrentamiento a la legalidad impuesta por la fuerza. Una batalla no es un debate; es una ordalía. Y la ley suele ser un arma más en la batalla. Cada uno de los beligerantes intenta hacer que el otro se sienta mal consigo mismo, y trata de presentarlo ante todos como un mal sujeto. Todo esto forma parte de la guerra, no de su regulación. Todo esto es cierto, pero es demasiado breve.

8. ¿Qué es la autoridad legítima? Según el derecho internacional, en los casos de legítima defensa, la autoridad legítima es la del Estado agredido, y en todos los demás casos, es el Consejo de Seguridad (CS) de la ONU. Cualquier guerra sin su aprobación es, por tanto, jurídicamente una guerra injusta. Pero los estadounidenses, aliados con otras naciones, entraron en Irak sin mandato del Consejo de Seguridad bajo la presidencia de Bush II, en conciencia. Además, la mejor defensa es un buen ataque. Por tanto, una definición amplia de guerra preventiva autoriza cualquier agresión en nombre de la legítima defensa7. De este modo, todo el mundo puede pretender ser legítimo, y la primera condición establecida por la teoría puede justificar, al menos en apariencia, cualquier cosa.

9. Subjetivamente, tal vez sea así. La mala fe siempre es posible, pero la conciencia siempre puede equivocarse, con más o menos buena fe. Además, ambas partes enfrentadas pueden equivocarse en conciencia, lo que hace que la guerra sea justa para ambos bandos (subjetivamente), aunque quizá objetivamente el derecho esté más de un lado que del otro. Esto justifica al menos el respeto al adversario y la irresponsabilidad penal de los combatientes, salvo en el caso de crímenes de guerra8.

10. Por lo tanto, el derecho internacional no sirve para nada en este caso, sino que funciona más como un ideal internacional que como derecho. Además, dado que los países no nucleares están necesariamente más sujetos a él que los demás, este derecho refuerza la aristocracia de las naciones con armas nucleares.

11. “Autoridad legítima” significa legitimidad. La legitimidad está vinculada a los primeros principios de la cultura. Cuando una guerra es cultural, cada cultura legitima al Estado que se refiere a ella.

12. La condición de “autoridad legítima” exige que sepamos a priori quién es la autoridad legítima, o quiénes son las autoridades legítimas. Pero cuando hay un conflicto entre grandes potencias que se disputan su imperio en el mundo, el conflicto consiste precisamente en determinar quién es y quién será una autoridad legítima, y hasta qué punto lo será. Pretender saber esto es también haber formulado y afirmado una política mundial, sobre la que también puede haber desacuerdo y conflicto. Lo que está en juego en una gran guerra es precisamente la reforma de la constitución mundial, siendo la guerra el ejercicio más flagrante del poder constituyente global, que conduce primero a la redistribución de este poder constituyente9, y después a la de los poderes reguladores constituidos. En efecto, una potencia determinada detenta una parte muy importante del poder constituyente y regulador mundial. Puede pretender ostentarlo legítimamente, por sus méritos y su valor. Pero si este poder es impugnado por un rival, estos títulos quedan evidentemente en entredicho, y el mero hecho del poder no basta para establecer el derecho, tanto más cuanto la impugnación es indicio de un cambio en las relaciones de poder.

13. ¿Concluimos aquí que el relativismo es absoluto? No. Más bien tenemos que discutir el sistema legítimo de poderes y autoridades de nuestro tiempo, y la justa constitución de la raza humana en su conjunto, en relación con el bien del hombre y el bien común de la raza humana, lo que nos lleva a la segunda condición: la causa justa.

14. ¿Qué significa “causa justa”? Una primera causa justa para la guerra, paradójicamente, sería la prevención de la guerra total, que es la primera condición del bien común universal. Pero, ¿cómo podría esta causa justa justificar el recurso a una guerra que siempre corre el riesgo de convertirse en total? Y, más en general, la justicia de la causa de la guerra no puede evaluarse independientemente de un juicio sobre la justicia de una política general llevada a cabo por un Estado para lo que considera su propio bien y el de la humanidad. Para que la guerra sea justa debe estar al servicio de una política justa, y debe estar encaminada a corregir una injusticia manifiesta e intolerable en relación con dicha política. Pero como una guerra surge de una contradicción entre dos políticas generales incompatibles en un mismo espacio común, es evidente que cada una de las dos partes tendrá siempre, subjetivamente, una causa justa.

15. A todo el mundo le gusta decir que es justo, y creerse justo. Pero los dirigentes, los que toman las decisiones, tienen el deber de tratar de pensar la verdad según la Razón. Una guerra justa no puede determinarse al margen de una política mundial justa y de la determinación de una teoría de la justicia, que es algo bien distinto de una estratagema al servicio de un partido. Y si la verdad fuera incognoscible, entonces sólo la fuerza haría lo correcto; también sería la única justicia, y la guerra sería la única esencia verdadera de la política. Si la verdad sólo fuera accesible en el orden material, el resultado sería muy parecido, pues el materialismo sería la razón dura, y los altos ideales sólo serían opiniones sin vigor, más o menos fanáticas. Prevalecería el cinismo. Esto conduciría menos a una guerra entre poderes constituidos que a una guerra contra los pueblos, las libertades y los ideales, para asegurar la supervivencia a toda costa (§ 58). Resistir a la invasión de tales ideas y culturas, y a la opresión resultante, es probablemente una causa justa para la guerra. Tal resistencia sería demasiado débil, a largo plazo, sin una reforma fundamental de la razón, sin una nueva síntesis humanista10. Puede que la reflexión sobre la guerra abra un nuevo camino hacia este nuevo humanismo.

16. ¿Qué significa “recta intención”? Actuar de acuerdo con lo que conscientemente consideramos la jerarquía de valores, y en coherencia con el valor más elevado. Todo el mundo entiende que la rectitud de la propia intención sólo puede conocerse mediante el examen cuidadoso de la propia conciencia. Y, por supuesto, si las conciencias difieren sobre el valor más elevado, pueden tener subjetivamente una intención correcta, aunque lleguen a decisiones opuestas.

17. Empecemos por la conciencia del soldado. Al utilizar la fuerza armada, destruye bienes, hiere o mata a personas. Si actuara como un particular, sería un asesino, un pirómano, un malhechor. Está excusado o justificado, legal o moralmente, porque no actúa como un particular, sino como agente de una autoridad pública. Por tanto, la recta intención del soldado consiste, ante todo, en querer actuar no bajo su propia autoridad, sino en subordinación jerárquica a la autoridad legítima. Este es el primer punto de la recta intención. Hasta dónde debe llegar esta obediencia es el segundo (§ 21). Pero no lleguemos ahí todavía.

18. Ascendiendo en la cadena jerárquica, llegamos al jefe del Estado, que también (en el mejor de los casos) obedece cuando decide legalmente, dentro de los límites de los poderes que le confiere la constitución, y de los derechos que le confieren las convenciones y los tratados. Decide legítimamente, al menos subjetivamente, cuando juzga de acuerdo con los principios de la cultura. Esta característica de obediencia es esencial para la recta intención. Y cuando decimos que la guerra sólo debe decidirse como último recurso, debemos entender que, para un decisor justo, prácticamente no hay otra opción.

19. En una época marcada por el individualismo libertario y la privatización, es esencial recordar este principio: es injusto, incluso para el jefe del Estado, hacer de la guerra ante todo un asunto privado, una mera aventura personal. Esto no impide que el individuo se adhiera personalmente, de forma razonable e incluso apasionada, a la causa pública, a la constitución, a los principios de la cultura y a la nación que estos estructuran y definen, a su patria, a sus intereses e ideales.

20. A menudo, por el contrario, la privatización de la existencia impide la pertenencia a un conflicto público. El individuo se siente perdido en el tumulto que de repente barre su mundo familiar. Sólo puede ver en cualquier guerra un trágico absurdo, en el que se ven arrastrados individuos pobres como él, que sólo querían llevar su vida tranquilamente al margen de cualquier esfera pública más amplia. Se queja de haberse convertido en víctima inocente de ambiciones criminales, intereses sórdidos y egoísmos monstruosos. A menudo es cierto. Pero inocencia no significa «hervir tu propia sopa, a fuego lento, en tu pequeño rincón». Quienes desprecian el bien común deben prepararse para la calamidad pública. Cuando se levanta el telón de las grandes tragedias de la historia, significa que se ha completado la inmensa suma de pequeños egoísmos y pequeñas mediocridades, a nivel de un número infinito de vidas empequeñecidas. Sea la que sea, la guerra también proviene de mí. Todo esto importa a la recta intención, y quien toma decisiones debe reflexionar sobre ello.

21. Hoy en día se hace mucho hincapié en el deber del soldado de desobedecer las órdenes injustas. Ese deber de desobediencia, en un régimen autoritario, conlleva el riesgo de la pena capital. En un régimen liberal, este deber (que también puede ser legal) corre el riesgo de ser un medio de imputar a los subordinados las faltas de los superiores; pues siempre será posible probar que un subordinado ha cometido un acto ilícito, pero será mucho más difícil probar que el superior dio la orden, sobre todo si hay una distancia jerárquica considerable entre ambos y si no se ha respetado la cadena de mando.

22. La autoridad legítima es criminal, y su legitimidad se erosiona, si cree que puede hacer cualquier cosa.

23. El subordinado tiene el deber de obedecer, porque tiene el derecho correlativo de recibir órdenes que no es deshonroso, o condenable. «Un hombre valiente puede ser obligado a hacer la guerra, pero no a hacerla de modo indebido»11.

24. Obedecer órdenes que uno desaprueba no siempre es una traición a la conciencia. Los subordinados tienen a menudo el derecho, o incluso el deber, de dudar de su propio juicio, al menos tanto como del de sus jefes. El subordinado conoce mejor la situación en su propio terreno, pero menos el panorama general. No sabemos con certeza cuáles serán los efectos de nuestra desobediencia, pero sí sabemos con certeza cuáles son los efectos de la desobediencia en general. Sin disciplina, no hay fuerza pública, no hay Estado. La inmensa mayoría de nosotros no sabemos con certeza si las órdenes desconcertantes son proporcionadas a la urgencia o a la necesidad. Por lo tanto, un subordinado ordinario no tiene un deber estricto de desobediencia heroica. La mayoría de las veces, quedará excusado al obedecer incluso órdenes aparentemente muy cuestionables, aunque sólo sea por miedo a las amenazas. Por supuesto, es fácil, sentado en tu sillón, condenar a quienes se movían en la niebla de la guerra.

25. El combatiente de la Resistencia, que lucha contra una autoridad legal pero, a sus ojos, ilegítima, parece no obedecer a una autoridad legítima, y por lo tanto no puede, aparentemente, pretender gozar de una intención justa. Y, sin embargo, puede ser considerado un combatiente regular, si reconoce una autoridad que considera (subjetivamente) legítima, y se somete a ella en su acción. Para los líderes de la resistencia, el problema es más espinoso. Deben poder creer que, por excepción, han recibido su legitimidad directamente de la Historia o de la Providencia. La asimetría del conflicto en la era hipertécnica añade complejidad al problema. Hay situaciones en las que cualquier jerarquía erradicaría la resistencia, y en las que esta sólo puede estar formada por individuos absolutamente aislados. Este es uno de los problemas cuya naturaleza paradójica se ve exacerbada por el progreso técnico.

26. ¿Qué puede justificar la resistencia? La cantidad de energía de que dispone una Potencia puede llegar a ser monstruosa, al igual que su política materialista. Sabemos que una Potencia así nunca renunciará voluntariamente a sus ambiciones. Hay que obligarla. Obligar a la conciencia a obedecer es imposible, salvo en apariencia. Esto significa que debemos considerar la posibilidad de hacerle la guerra, antes de que se establezca, o incluso después, para derrocarla mediante una resistencia que conduzca a la revolución. Pero nadie puede creerse autorizado a decidir sobre la resistencia o la guerra sin obedecer a la razón, y sin haber meditado largamente sobre el tema. En resumen, la teoría de la guerra justa es demasiado formal para ser suficiente en la toma de decisiones. Tanto más cuanto que siempre dudaremos en utilizar medios que, en otras circunstancias, serían criminales.

II. El fin justifica los medios

27. ¿En qué sentido, entonces, el fin justifica los medios? Supongamos (1) que un fin F es tan bueno que es necesariamente obligatorio, y (2) que un medio M es a su vez necesario para alcanzar este fin necesario. En este caso, es obvio que el medio M es necesariamente justo (y por tanto permisible, o incluso obligatorio). De lo contrario, tendríamos tanto la obligación de buscar este fin como la prohibición de usar los medios para conseguirlo. La razón práctica sería completamente absurda. La moral nos volvería locos. Esto no quiere decir que el simple sentido común baste para decidir esto inmediatamente. Se requiere un razonamiento correcto, y ciertos principios.

28. En el sentido muy preciso en que se ha dicho (pero sólo en este sentido), es indudable que el fin justifica los medios. Si, pues, una operación de fuerza (se llame o no guerra) es un medio necesario para un fin moral y necesario (como la mera existencia de la sociedad o del género humano, o de la naturaleza humana, o la protección de su dignidad), el empleo de este medio puede ser bueno, justo o incluso necesario, siempre que... Hay que reflexionar largo y tendido sobre esto.

29. En un modelo puro, el razonamiento es perfectamente claro. Supongamos un Poder malvado, en su concepto puro, un Poder absolutamente materialista y perverso, cuya política tiene por objeto el genocidio de una gran parte de la humanidad y, para los supervivientes, la promoción universal de la inmoralidad y la prevención de toda vida espiritual; supongamos que un medio M (tiranicidio, sedición, revolución o guerra) es un medio necesario para deshacerse de él; este medio no puede ser en sí mismo inmoral, aunque exija grandes sacrificios voluntarios o involuntarios. En términos concretos, es más complejo.

30. ¿Podemos suponer que el mero uso de este medio necesario sería al mismo tiempo la causa inevitable de una destrucción física o moral igual o mayor de este mismo fin necesario? Si así fuera, el mismo medio sería a la vez lo que procura el fin y lo que lo destruye, y una contradicción no menos fatal haría saltar por los aires la razón práctica. Toda decisión sería arbitraria. También en este caso tiene que haber un modo de decidir sobre la base de principios, sin encontrarnos sencillamente ante un dilema insoluble que no deja más que espacio a la arbitrariedad. Por eso es necesario seguir reflexionando.

III. Principios de ética militar

31. Así pues, cuando los éticos o moralistas quieren regular la actividad militar, invocan tres principios esenciales, dos de los cuales son a la vez interdependientes y opuestos: el de necesidad militar y el de proporcionalidad. El tercero se llama “discriminación”. Veamos si estos principios bastan por sí solos para tomar decisiones no arbitrarias, razonables y justificadas.

32. Los dos primeros principios aclaran el significado y limitan el alcance de la frase «el fin justifica los medios». El principio de necesidad autoriza (y sólo autoriza) los medios necesarios para el fin necesario; el principio de proporcionalidad prohíbe los medios innecesarios. El principio de proporcionalidad es fácil de entender: no matar una mosca a cañonazos, no causar sufrimientos innecesarios, controlar el uso de la fuerza. Pero el principio de necesidad, que es más difícil de conseguir que la gente acepte, es el primero. Es este principio el que (1) determina lo que se reconoce como objetivo necesario. Esta necesidad del objetivo determina (2) lo que se considera un medio proporcionado (es decir, necesario, pero sólo suficiente, no superfluo) para este fin necesario. (3) Los efectos inevitables pero no directamente buscados de estos medios necesarios para un fin necesario se declaran entonces inevitables y aceptables, y los medios y actos que los producen se declaran proporcionados.

33. El principio de discriminación exige distinguir entre combatientes y no combatientes, y sólo los primeros constituyen objetivos legítimos. El terrorismo y el principio de discriminación se definen mutuamente, ya que el terrorismo consiste precisamente en golpear sin respetar este principio.

34. ¿Es posible distinguir claramente entre guerra y terrorismo? Sí, si analizamos los modos de acción; pero ¿y si consideramos la esencia misma de la guerra? La guerra adopta la forma de una “subasta sangrienta”. Primero debe quebrarse la voluntad de una persona, porque está cansada de sufrir o tiene miedo; en otras palabras, si no aterrorizada, está al menos horrorizada ante la idea de continuar la lucha. La lógica (disculpen mi sinceridad) aquí es la de la tortura. ¿Y no se denomina comúnmente a esto el “equilibrio del terror”? De hecho, ¿no es común hablar de un equilibrio del terror? Hay una dimensión de terrorismo en la esencia de la guerra.

35. Entre adversarios tecnológicamente comparables (“simétricos”), el principio de discriminación se respetará convencionalmente, o de facto, cuando corresponda a la utilidad mutua. Pero entre adversarios “asimétricos” no será así. El terrorismo es la táctica preferida de los débiles contra los fuertes, porque tienen pocas opciones. Imponer el principio a los débiles es negarles el uso de la fuerza. En el bando más fuerte, el principio de discriminación se respetará, en la medida en que sea un lujo que la parte mejor equipada pueda permitirse. El bando más fuerte, sin embargo, acepta los “daños colaterales”. No se pueden descartar motivos más nobles. Pero en una guerra muy dura, la parte más fuerte también puede actuar sin respetar el principio. Las sanciones económicas, cuando causan muertes masivas, tampoco respetan el principio.

36. ¿Es el principio de discriminación simplemente una aclaración importante del principio de proporcionalidad, o es una ley moral impuesta por imperativo categórico? En el primer caso, sabemos (§ 32) que el principio de proporcionalidad es inseparable del principio de necesidad, que limita la discriminación en la medida en que admite “daños colaterales”, que caen bajo lo que la moral clásica llamaba el “voluntario indirecto”. Si el principio de discriminación se aplicara incondicionalmente, todos los daños colaterales estarían prohibidos. Pero esto equivaldría a excluir el terrorismo, la disuasión nuclear, la guerra urbana, el uso de civiles como “escudos humanos”, cualquier bombardeo aéreo12 o de artillería sobre objetivos que sean civiles o estén incrustados en edificios civiles, etcétera. En otras palabras, estamos al borde del pacifismo puro, que no es una solución, sino un problema aún más grave.

37. La estrategia terrorista sólo tiene impacto gracias a la caja de resonancia de los medios de comunicación13. Sin embargo, el trauma causado por los atentados es profundo14.

38. El principio de discriminación sólo tiene un valor claro si el Pueblo no es soberano, o si no tiene una relación de solidaridad activa con su ejército. En caso contrario, es difícil no reconocer una cierta beligerancia de hecho. Cuando la población es muy activamente solidaria con una fuerza armada enemiga, en medio de la cual se mueve “como pez en el agua”, secar el cauce o (sin metáfora) hacer la guerra a la población es obviamente el medio necesario y proporcionado. Por supuesto, estos medios no son morales si el fin de la guerra no es realmente necesario; y si la guerra ni siquiera es realmente útil, resulta muy mala política.

39. Si no queremos recurrir a los medios objetivamente necesarios, es absurdo hacer una guerra que se alargará y alargará, y que al final sólo puede perderse. En resumen, o bien el principio de no discriminación nos recuerda que, incluso en la guerra, debemos mantener el mayor respeto posible por las personas, y aplicar el principio de proporcionalidad con el máximo rigor, incluso cuando se trata de poblaciones hostiles y peligrosas; o bien se trata de un imperativo absurdo, cuyo pleno respeto entrañaría una contradicción. Cuando los principios de la ética militar se entienden como imperativos categóricos universales, o bien la ética militar deja de ser militar, o bien se convierte en hipocresía. La guerra es una actividad en la que el bien común pesa trágicamente más que los derechos individuales, y escandalizarse de que así sea es escandalizarse de que haya guerra. Después, cuando el pacifismo ha conducido a veces al reino de lo más perverso, nos escandalizamos de que no hubiera habido guerra. Una moral que sólo puede ser apaciguadora y al mismo tiempo, y en el mismo sentido, contraria al apaciguamiento, es una máquina que enloquece. Debemos seguir reflexionando.