Una larga mirada - Elizabeth Jane Howard - E-Book

Una larga mirada E-Book

Elizabeth Jane Howard

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Beschreibung

Una de las grandes novelas de la autora de las crónicas de los Cazalet. 1950, Londres. Antonia y Conrad Fleming esperan a los invitados a la cena de compromiso de su hijo Julian. Con sus magníficas vistas sobre la ciudad, todo está listo en su hermosa e impecable mansión de Hampstead Hill para recibir a lo más destacado de la alta sociedad londinense. Sin embargo, la voz y la mirada de Antonia parecen veladas por el desencanto y la sensación, casi la certeza, de que, después de todo, las cosas podrían haber sido de otra manera… Así se abre el repaso por la historia de los veinte años del matrimonio Fleming, un viaje hacia atrás, tan delicado como implacable, por las alegrías y los sinsabores de la vida conyugal, desde el incierto presente hasta su luminoso primer encuentro. Una larga mirada es tanto una prometedora historia de amor como su contrario, el sincero y descarnado proceso de descomposición de una pareja expuesta al desgaste de los años. Sin duda, una de las grandes novelas de esa figura fundamental en la literatura inglesa del siglo XX que fue Elizabeth Jane Howard. «No hay ninguna otra autora que yo haya recomendado más a menudo. Léanla, ese es mi consejo, y en particular acérquense a esos pequeños milagros que son Después de Julius y Una larga mirada».Hilary Mantel «No se puede escribir sobre Elizabeth Jane Howard sin mencionar su mirada, su extraordinario poder de descripción, su dominio para transmitir casi sensorialmente paisajes, animales, objetos o casas; lo mucho que ha visto y la exquisita magia y precisión con que lo evoca».  Sybille Bedford Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

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Título original: The long view

En cubierta: Cruise the Great Lakes. Canadian Pacific.Póster publicitario, años 1930.

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Elizabeth Jane Howard, 1956

© De la traducción, Raquel G. Rojas

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19419-92-7

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para E. M.

PRIMERA PARTE1950

Uno

Esta, pues, era la situación. Ocho personas iban a cenar esa noche en la casa de Campden Hill Square. La señora Fleming había organizado la fiesta (era la clase de idea poco original que se esperaba de ella y se plegó obediente a la ocasión) para celebrar el compromiso de su hijo con June Stoker. Los invitados estaban convocados a las ocho menos cuarto para sentarse a la mesa a las ocho. Al llegar, los hombres serían despojados con cortesía de sus abrigos, sombreros, paraguas, periódicos vespertinos y cualquier otro efecto de exterior más personal por parte de la inestimable Dorothy, hasta que, reducidos a la uniformidad de sus esmóquines, se les exhortaría a subir la empinada escalera curva en dirección al salón. Las mujeres irían a la habitación de la señora Fleming, en la segunda planta, donde más tarde esta encontraría polvos ajenos derramados sobre su tocador, misteriosos cabellos de ningún color que asociara con las cabezas de sus invitadas enredados en su peine de marfil y un olor compuesto por la mezcla de perfumes ordinarios. Cuando aquellas hubieran confirmado frente al espejo de la señora Fleming lo que ya habían pensado de sí mismas un rato antes frente al suyo; cuando alguna, quizá, hubiese hecho en voz alta un breve apunte despectivo sobre su propio aspecto y oído que las demás lo negaban con indiferencia, el grupito bajaría con cuidado las escaleras (era fácil pisarse la falda unas a otras en los cerrados y vertiginosos recodos) hasta el salón, donde encontrarían a los hombres bebiendo y comiendo canapés glaseados. Presentarían a June Stoker a unos comensales que, por lo demás, hacía ya mucho que no encontraban los unos en los otros nada capaz de despertar su interés ni estrechar sus lazos, y esbozarían el futuro inmediato de la joven junto a Julian Fleming (luna de miel en París y un piso en St. John’s Wood).

A su debido tiempo, bajarían al comedor y tomarían ostras y urogallo y suflé de naranja frío y (por deferencia con June Stoker) beberían champán. La conversación consistiría en una inocua mezcla de la situación en el mundo y la situación de June Stoker y Julian Fleming en St. John’s Wood. En ningún caso se daría suficiente información ni detalles curiosos para despertar un interés real. Después del suflé, las mujeres se retirarían al salón (o a la habitación de la señora Fleming) para comparar la posible experiencia de June con la suya propia, mientras que los hombres seguirían con el brandi (o el oporto si el señor Fleming se presentaba en su propia casa a tiempo para decantarlo) y pasarían a los beneficios económicos, por no decir financieros, de la situación en Corea. El grupo se uniría de nuevo en el salón hasta que, a las once, la perspectiva de otro día exactamente igual al que acababan de pasar trasladaría su pensamiento a las contrariedades de última hora de la noche —la puerta del garaje atascada, mensajes telefónicos urgentes e incomprensibles de sus criados extranjeros, lámparas de lectura fundidas—, tal vez incluso a la necesidad de discutir con un conocido el trillado asunto de alguna afrenta mutua e involuntaria. Luego abandonarían la encantadora fiesta, Julian acompañaría a June a su casa y la señora Fleming se quedaría en el salón sembrado de ceniceros, copas de brandi, cojines aplastados y, quizá, con el señor Fleming.

Ese, pensó la señora Fleming, era el único factor de la noche mínimamente incierto y, aun así, se trataba de una mera disyuntiva. O se quedaba o se iba. Las disyuntivas reducen la propia perspectiva y petrifican la imaginación de un modo que las posibilidades jamás pueden hacerlo. Las posibilidades, innumerables y abigarradas, podían llover como esporas de hongos entre disyuntivas como estar aquí o allí, vivo o muerto, ser viejo o joven.

La señora Fleming cerró el libro que no había estado leyendo, se desovilló en el sofá y subió a vestirse para la cena.

La vista, incluso desde la segunda planta de la casa, era hermosa e inquietante. Desde las ventanas delanteras, la pronunciada pendiente del parque atestado de césped, arbustos y árboles gigantescos —amarilleando y marchitándose bajo la fría y silenciosa luz del día— llenaba la mirada de forma que apenas se veían las casas del otro lado y, un poco a la derecha calle abajo, pronto quedaban ocultas del todo. Al fondo no había ninguna: la plazuela se abría directamente a la calle principal, como la «cuarta pared» de un teatro o la tierra de nadie entre trincheras. El efecto, desde la habitación de la señora Fleming, era misterioso y gratificante: la gran metrópoli sabía estar en su sitio y retumbaba en la distancia de un lado a otro.

Desde las ventanas de atrás, el paisaje era casi una versión en miniatura del anterior, pero en vez del parque de la plazuela había estrechas franjas de jardines traseros que iban menguando hasta que solo se podía ver el negro remate de sus muros. Detrás de los jardines se extendía una hilera descendente de casas construidas en las antiguas caballerizas, todas un poco diferentes entre sí, y más allá la ciudad, bajo un cielo que el sol, al ponerse, estaba tornando azul jacinto. Miró abajo, hacia la casa que daba a su jardín, y vio que su hija había vuelto del trabajo. La mano de un hombre, al menos no la de Deirdre (su hija no se llevaba bien con las mujeres), tiró de las cortinas rojas para cerrarlas. La señora Fleming no tenía en verdad ninguna curiosidad, ni salaz ni moral, por la vida privada de su hija y solo sabía que esta transcurría en un dramático equilibrio de conflictos. Siempre había dos hombres involucrados: uno, una criatura sosa y entregada cuyo único rasgo destacable era su determinación por casarse con ella frente a una despiadada serie de obstáculos; el otro, un joven más atractivo pero aún más insatisfactorio. Sospechaba que Deirdre no era feliz, pero era un recelo cómodo y, puesto que la propia Deirdre estaba sin duda convencida de que la ignorancia mutua era lo único que las mantenía a una distancia tolerable, la señora Fleming nunca trataba de forzar la falta de confianza de su hija. Suponía que quienquiera que hubiese cerrado las cortinas probablemente iría a cenar, pero era incapaz de recordar su nombre…

Louis Vale entró en su piso de la planta baja de Curzon Street, cerró de un golpe la puerta metálica, tiró el maletín sobre la cama, o diván (él prefería llamarlo cama), y abrió el grifo de la bañera. Su apartamento, uno de un bloque enorme, parecía la celda de un prisionero privilegiado. Solo los muebles indispensables, pero muy caros, se disponían de forma simétrica en un espacio tan pequeño y tan oscuro que el color, el desorden o cualquier tipo de trivialidad que supusiera una pérdida de tiempo habría sido confuso o inservible allí. Todo cuanto era posible estaba integrado en las paredes. El armario para su ropa, la balda para la bebida, la radio… Incluso las luces estaban pegadas como sanguijuelas bulbosas a la pintura gris. Había un sillón rastrero y una mesita de dos alturas donde tenía un cenicero, un teléfono y el último número de la revista The Architectural Review. Las cortinas eran grises: nunca las corría. El cuarto de baño, equipado como un miniquirófano para afeitarse y asearse, y que ahora se iba inundando poco a poco de vapor, era de un blanco luminoso y sin concesiones. Se vació los bolsillos, se quitó la ropa a toda prisa y se bañó. Diez minutos después tenía puesto el esmoquin y bebía whisky con agua. Había un solo cajón, empotrado en la pared por encima del cabecero de la cama. No tenía tirador y se abría con un diminuto llavín. Dentro había tres sobres blancos sin cerrar. Cogió uno, lo sacudió para sacar otra llave y cerró de nuevo el cajón.

Aparcó el coche en el callejón de las antiguas caballerizas de Hillsleigh Road y entró en el piso de Deirdre Fleming. Era muy pequeño y, según observó con desagrado, presentaba un estado de desorden transitorio muy femenino. Una pila de ropa yacía amontonada en un rincón, a la espera de llevarla a la lavandería o al tinte. Había platos y vasos (los que habían utilizado dos noches antes) acumulados en el escurridor junto al fregadero. La cama, o diván (Deirdre prefería llamarlo diván), no tenía sábanas y estaba cubierta solo por la colcha. Vio dos cartas a medio escribir sobre la mesa, con un paquete envuelto en papel de estraza y sin dirección. La papelera estaba llena. La única silla que había tenía unas medias colgadas, ya casi secas, extendidas sobre paños de cocina sucios. En una olla, descubrió restos de pollo remojándose en agua. Leyó las cartas. Una era para su padre: le agradecía el cheque que le había enviado por su cumpleaños; y la otra —aquello hizo crecer rápidamente su interés— era para él. Sentía la necesidad de escribirle, leyó, puesto que nunca la dejaba hablar. Sabía que lo irritaba, pero la hacía tan infeliz que no podía quedarse callada. Sabía que en realidad no la quería, pues, si fuera así, seguro que la entendería mejor. Si de verdad sabía el efecto que causaba en ella cuando no la llamaba o si la dejaba plantada después de haber hecho planes y la consideraba una ridícula, sin más, le rogaba que se lo dijera; pero no podía creer que lo supiese. Era imposible que quisiera hacer a nadie tan infeliz: ella sabía cómo era en el fondo, una persona completamente diferente a la que dejaba ver. Sabía que su trabajo era para él más importante…

Ahí se había interrumpido. Ya estamos otra vez, pensó cansado, y volvió a dejar la carta sobre la mesa mientras se le venía a la cabeza la repentina imagen de Deirdre desnuda, intentando no llorar y suplicando que la amasen. Tiene que estar despojada de su autoestima para vestirme yo con ella. Para cuando deje de ser una romántica, ya no la desearé. Soy un asqueroso canalla por seguir viviendo de su capital emocional. Tal vez, concluyó sin mucha convicción, creí que me infundiría su fe. Si lo hubiera conseguido, la habría compensado con creces, pero no lo logrará. Ella no tiene la capacidad y yo no le doy la ocasión.

De pronto, avejentado y triste por ella, cerró las cortinas para que pensara que había estado a oscuras y que no había visto la carta. Luego se tumbó en la incómoda cama y se quedó dormido.

La oyó tratando de interrumpir su sueño con cierta cautela: abriendo la puerta sin ningún cuidado, cerrándola con una elaborada calma, probando la luz del techo —encendida, apagada— y encendiendo al fin la lamparita habitual. La sentía inmóvil en mitad de la habitación, observándolo, y a punto estuvo de abrir los ojos para truncar lo que estuviera pensando de él. Luego recordó la carta y se quedó quieto. La oyó acercarse y detenerse de nuevo; los dedos sobre el papel; ese repentino suspirito que siempre lo había encandilado y los ruidos indeterminados del que actúa a hurtadillas. Entonces, como no quería que lo despertara, abrió los ojos…

June Stoker salió de los cines Plaza algo aturdida y bañada en lágrimas, paró un taxi y pidió al conductor que la llevase a Gloucester Place tan rápido como fuera posible. Tenía la confusa sensación de que llegaba tarde, no a nada en concreto —la cena no era hasta las ocho menos cuarto y tenía intención de saltarse el cóctel de los Thomas—, simplemente tarde: una sensación que, de hecho, la asaltaba siempre que había estado haciendo a escondidas algo de lo cual se avergonzaba. Y es que preferiría morir antes que contarle a su madre cómo había pasado la tarde, sola en un cine viendo una película que, delante de cualquiera, habría tachado de sensiblera. En realidad, le parecía muy pero que muy triste y puede que hasta auténtica si eras ese tipo de chica. Para June, la esencia del romance sugería la idea del hombre adecuado en circunstancias desfavorables, pero por algún motivo no podía imaginarse a Julian en esas circunstancias, a pesar de su padre, cuyo comportamiento resultaba desde luego bastante extraño. Le daba un poco de miedo conocerlo: incluso Julian, que se lo tomaba todo con tanta calma, parecía algo vacilante ante la perspectiva. Su madre había sido agradable, aunque ya se imaginaba que eso no se puede saber la primera vez que ves a alguien. Se suponía que las suegras eran horribles, pero tampoco había que verlas demasiado. Abrió la polvera y se empolvó la nariz. Cualquiera un poco observador se daría cuenta de que había estado llorando. Parecía que las lágrimas le hubieran brotado de toda la cara y no solo de los ojos. Se escabulliría a su cuarto y diría que le dolía la cabeza. Sí que tenía algo de jaqueca, ahora que lo pensaba. Su hogar. Pero dentro de poco ya no será mi hogar, se dijo: tendré otro apellido y otra casa y toda mi ropa será nueva (bueno, casi toda) y mamá ya no podrá preguntarme constantemente adónde voy, aunque espero que Julian me pregunte cuando vuelva de la oficina, e invitaremos a nuestros amigos a cenar, seré una cocinera maravillosa y no dejará de descubrir cualidades insospechadas en mí… Me pregunto cómo será pasar dos semanas enteras a solas con Julian…

Ya había pagado el taxi y se había metido en el ascensor. Tendría que llamar a Julian para decirle que la recogiera allí y no en casa de los Thomas. Se preguntó cómo sería esa cena con sus padres. La fiesta estaría llena de gente interesante e inteligentísima y a ella no se le ocurriría nada que decir. Suspiró y buscó la llave.

Angus, su terrier escocés, empezó a ladrarle mecánicamente alrededor de los pies y, por supuesto, su madre la llamó desde el salón. Estaba tomando el té con una vieja amiga del colegio, Jocelyn Spellforth-Jones. June se sometió primero a los reproches de su madre por llegar tan tarde, porque parecía acalorada y porque nunca cerraba las puertas tras ella, y luego a una invitación genérica y muy poco apetecible de Jocelyn Spellforth-Jones para que «se lo contara todo». A nadie salvo a mamá se le ocurriría contarle nada a Jocelyn: tal vez por eso siempre tenía tantas ganas de saber, pensó June, y un inevitable rubor le abrasó la cara y el cuello mientras protestaba con voz débil que en realidad no había mucho que contar. La señora Stoker miró a su mejor amiga con fingida desesperación. Jocelyn le devolvió la mirada e invitó a Angus a que la olisqueara. Era un perrito muy sensato y declinó la oferta. Jocelyn le recordó entonces a la señora Stoker lo ridículas que habían sido ellas a la edad de June y contó una historia de lo más repulsiva sobre un juego de conejitos de porcelana azul que se había empeñado, cuando se casó, en llevar de la repisa de la chimenea en su antiguo cuarto a una balda dispuesta a propósito junto a su nueva cama. La señora Stoker se acordaba muy bien de los conejitos y June creyó que era un buen momento para escapar. Murmurando algo sobre una jaqueca, se puso en pie. De inmediato, su madre empezó a bombardearla con preguntas. ¿Había encontrado los zapatos? ¿Se acordaba de lo de los Thomas? ¿Qué le habían dicho en Marshall’s de los camisones? A ver, ¿qué había estado haciendo toda la tarde y por qué de repente le dolía la cabeza? June se sonrojó y mintió y al fin huyó a su habitación molesta y cansada.

En su dormitorio, todo era de color melocotón claro. A ella le gustaba, pero cuando sugirió replicarlo en su propio piso, Julian le dijo que el crema resultaba más apropiado. Era más neutral, había dicho, y la joven esperaba que tuviera razón. Se quitó el vestido rosa de lana y los zapatos y vació el bolso a los pies de la cama. Angus, con sus andares de pato (estaba engordando demasiado), daba vueltas sin rumbo alrededor de sus zapatos y luego saltó a su silla, que estaba cubierta con una mugrienta manta de viaje de tartán verde Hunting Stewart.

Si no se hubiera pasado casi toda la tarde deshecha en lágrimas, desde luego habría llorado entonces. Justo cuando todo debería ser maravilloso, por alguna razón en realidad no lo era. Sin duda se debía en gran parte a esa horrible mujer que estaba sentada con mamá, hablando sobre su matrimonio con una espantosa mezcla de estupidez y maldad, y a que su madre (aunque, por supuesto, en el fondo no era así) cuando menos lo toleraba sin darse cuenta. ¿Qué había que decir de Julian, en cualquier caso? Trabajaba en una oficina, anunciando cosas —June no sabía mucho al respecto y, la verdad, no sonaba muy interesante— y «decían» que, teniendo en cuenta a su tío y su aptitud general para el puesto, llegaría a director antes de cumplir los treinta, lo cual, «decían», estaba muy bien. Julian no habría podido casarse tan joven sin esas perspectivas, aunque al principio tendrían que ser prudentes, claro. Se esforzó por imaginar lo que significaba ser prudente, pero solo se le ocurría algo así como comer pastel de carne cubierto de puré de patata y no ir al Berkeley. Julian estaba decidido a conservar su coche, y ella, sencillamente, no podía arreglarse el pelo sola. Tenía una melena poblada, de color castaño oscuro, y bastante fosca —espantoso—, aunque sus amigas le decían que era afortunada por tener ondas naturales. Julian, sin embargo… Bueno, era bien parecido y pensaban lo mismo sobre cuestiones como no creer mucho en Dios, que los circos eran crueles, no querer criar a los niños de esas formas modernas y… todo ese tipo de cosas. Montones de cosas, en realidad. Se habían conocido en un baile y se comprometieron en el coche de Julian, junto al Serpentine. Solo había pasado un mes desde aquella noche; fue maravilloso y había pensado tanto en ello desde entonces que ahora no podía recordar todos los detalles, lo cual era un fastidio. Una debería recordar la noche de su compromiso. Julian parecía un poco nervioso —eso le había gustado— y hablaba muy deprisa sobre ellos, salvo cuando la tocó; entonces no dijo nada en absoluto. Aún recordaba haber sentido sus dedos en la nuca justo antes de que la besara. Nunca había vuelto a cogerla así y ella no se había atrevido a pedírselo por si, al hacerlo, fuese diferente. Vivía con nostalgia de ese breve estremecimiento y de la esperanza de que volviese a envolverla cuando las circunstancias lo permitieran.

En fin, dentro de una semana estaría casada y todo el mundo, excepto la asquerosa de Jocelyn (y qué le importaba esa), se mostraba de lo más amable. A fin de cuentas, ella era hija única —mamá, a pesar de su frenética cooperación, probablemente se sentiría un poco sola cuando todo acabase— y Julian era el único chico en su casa. Una pena para los padres estar preocupándose por ellos durante años y tener que dejarlos marchar. Se preguntaba si a la señora Fleming le importaría. Julian no parecía estar lo que mamá describía como «muy unido» a ella. Tal vez la señora Fleming prefería a su hermana. O quizá estaba centrada en su extraordinario (y seguramente sofisticado) marido. Había oído todo tipo de cosas sobre él. Al parecer no llevaba una vida muy familiar, lo cual había despertado en mamá una simpatía por la señora Fleming que de otra forma no sentiría. June sabía que su madre desconfiaba de las mujeres de su propia edad que no lo aparentaban, pero las frecuentes ausencias del señor Fleming en sus dos casas la hacían compadecerse de ella.

Estaba sentada frente a su tocador rosa, quitándose el maquillaje: el carmín claro de los labios y la capa de polvos rosados que se intensificaba de una forma muy poco favorecedora sobre el rubor de su rostro. No llevaba colorete —si una se sonrojaba demasiado, quedaba espantoso— y ya tenía las pestañas oscuras y gruesas como las de un bebé. Se echó el pelo hacia atrás, para retirárselo de la frente estrecha y recta, y se lo sujetó con una vieja cinta de chifón rosa. Parecía atractiva porque era muy joven y, como era tan joven, de esa guisa se sentía muy poco atractiva. ¿Cómo iba a ocuparse en aquellos ritos con un marido siempre rondando? ¿Qué pensaría él cuando la viera así por primera vez? Imposible recogerse el pelo para echarse crema en la cara por la noche, pero ¿cómo iba a mantenerse una atractiva si nunca podía hacer esas cosas? Se lo preguntaría a Pamela, que llevaba casi un año casada, aunque Pamela era arrebatadora —diferente, por supuesto, pero aun así arrebatadora— sin maquillaje ni nada, mientras que ella parecía una colegiala a la que no dejaban arreglarse más. Y entonces, como para convencerse a sí misma de que ya no era una chiquilla, corrió a la puerta y echó el cerrojo, se despojó del resto de la ropa y se encendió un cigarrillo. Ahora, pensó, parecía un horrendo cuadro francés. Desde luego no tenía el aspecto de una colegiala. Ahora llamaría a Julian.

Solo cuando llegó junto al teléfono se hizo consciente, con una turbación que le llenó los ojos marrones de inopinadas lágrimas de pudor, de que, ni siquiera si él se lo preguntaba, le contaría que había pasado la tarde sola en un cine.

Se echó la colcha por los hombros y levantó el auricular.

El señor Fleming volvió a dejar el teléfono en su sitio y se recostó en la bañera. Había sido una tarde en extremo agotadora y se sintió tanto mejor por ello. Se tomaba con calma la cena que su mujer había organizado para su hijo y decidió que llegaría tarde. Ponerse en contra la opinión de los demás era uno de sus placeres secretos. No parecía considerar ni por un momento los esfuerzos hechos por personas amables o sensibles para templar los ánimos o, si alguna vez se le había pasado por la cabeza una idea semejante, los habría observado con jovial indiferencia y habría vuelto a cargar las tintas.

Un profesor poco convencional de su colegio escribió una vez en la esquina de sus calificaciones: «Brillante, pero tozudo». En su momento, aquello deleitó al señor Fleming y, desde entonces, se había ceñido a esa fórmula. Lo había llevado muy lejos. A lo largo de su diverso y asombrosamente próspero recorrido profesional (había arrasado en los exámenes para contable jurado, luchó en una arriesgada guerra al servicio de la Armada, acabó en el sector del comercio, arriesgó sus ganancias en la bolsa con una suerte o un ingenio espectacular y, casi con la misma despreocupación, empezó su periodo como estudiante de Derecho), se había concentrado en sí mismo con una especie de ferocidad imparcial hasta que ahora, a una edad que no hacía sino acrecentar su encanto, se había construido una personalidad tan elaborada, misteriosa e irrelevante como un capricho arquitectónico del siglo diecinueve. A su vez, había cultivado la información, el poder, el dinero y sus propios sentidos sin dejar jamás que nada de eso influyera en él de manera exclusiva. Su incesante curiosidad le permitió amasar una cantidad de conocimientos que su ingenio y su criterio se combinaban para divulgar u ocultar con el fin de controlar las ideas y a las personas. Sacaba dinero de ambas cosas sin que la gente fuera muy consciente de ello, pues todos solían quedar tan deslumbrados por su atención que sus propios objetivos se eclipsaban. Era compasivo si se lo proponía, pero en general no se preocupaba ni lo más mínimo por otras personas y ni esperaba ni deseaba que los demás se preocupasen por él. Se preocupaba simple y abrumadoramente por sí mismo y ahora por fin sentía que era el hombre que quería ser. La única criatura en el mundo que le causaba un ápice de inquietud era su esposa y solo, pensó, porque en un momento dado de su vida le había permitido ver demasiado de él. Aquello había derivado de manera indirecta en sus hijos, que, aunque un caso claro para la teoría de la eugenesia de Shaw, eran por lo demás, en su opinión, la consecuencia de un entusiasmo social erróneo. El chico lo aburría. No tenía ninguna duda de que se iba a casar con una jovencita excepcionalmente sosa, hasta el límite incluso del patetismo, y el único rasgo que podía mitigar el asunto, la extrema juventud de Julian, no tenía visos —considerando su trabajo y su disposición— de servir para mucho. Era probable que tratase de liberarse de todo aquello a los treinta, más o menos, y para entonces ya tendría dos o tres mocosos y una mujer que, agostados los escasos alicientes que al principio lo habían cautivado, estaría al mismo tiempo en posesión de un conocimiento destructivo sobre su conducta. Esto lo llevaría inevitablemente a abandonarla (si es que lo conseguía) por razones del todo erróneas.

Su hija le parecía un desastre más sutil. Era sin duda atractiva, pero —aunque no idiota— no estaba equipada con suficiente lastre intelectual para sus encantos. La suya era una inteligencia impulsiva y no tenía sentido común ni para respaldar ni para rechazar sus impulsos. Se complicaría la vida con hombres que la explotaban y trabajos donde no la aprovechaban hasta que, al menguar su atractivo e impulsada por el miedo, se casase. Esto último, si se daba el milagro. El señor Fleming solo creía en los milagros que obraba él mismo: «por su mano», querría aclarar con una expresión cándida que se dibujó diabólica en su rostro. Todo aquello era el resultado de los intentos de su mujer por ser una buena madre, mientras que él… Él era de lo más optimista e intentaba no ser un padre de ningún tipo.

Innumerables mujeres le habían preguntado por qué se casó con su esposa y le fascinaba ver los diversos grados de curiosidad, solicitud y rencor con los que ideaban la manera de plantear la dañina cuestión. No menos le había fascinado contestar (descartando con desdén excusas de gacetillero como la juventud o la inexperiencia) con detalles fantásticos y en apariencia pormenorizados, de forma que difería sus esperanzas, exacerbaba su interés o refutaba sus teorías, descubriendo en cada ocasión (y nunca contaba la misma historia dos veces) que no había límites ni horizontes para la credulidad humana. Lo hacía, consideraba, con el mejor gusto posible. Jamás menospreció a su mujer, ni siquiera con insinuaciones. Se limitaba a añadir, por decirlo así, otro piso más al edificio de su personalidad e invitaba a la señorita en cuestión a tomar posesión de él de manera temporal: allí se encaramaban ellas, en precario equilibrio, en lo que no era difícil venderles como un castillo aislado en un paraje lujoso y exótico.

Se había bañado; se había vestido.

En el dormitorio, contempló la maraña de sábanas, sedoso pelo húmedo y brazos desnudos enfurruñados con vago, muy vago, interés. Cuando, horas antes, le había dicho que no cenarían juntos, empezó con el chantaje emocional. Su comentario de que, para ella, la monotonía era la sal de la vida la redujo a un dramático silencio herido que esperaba, bien lo sabía, que rompiera él. En lugar de eso, puso dos billetes de cinco libras y algo de calderilla sobre el tocador, los pisó con el frasquito de Caron y se marchó. Le divertía ver cómo reaccionaban las mujeres ante aquello; siempre afirmaba que el insulto teatral de los peniques tirados al escenario era únicamente por el valor de las monedas. Los soberanos causaban un efecto diferente. Las mujeres sentimentales (eran legión) devolvían los billetes y se quedaban con el cambio. Las profesionales lo cogían todo y nunca lo mencionaban. Las románticas poco experimentadas lo devolvían todo y discutían durante semanas con diversos grados de tortuosa indignación (a estas había aprendido a evitarlas). Una lo había dejado en el tocador del hotel varios días y al final, cuando se marcharon, dijo que era una propina para la doncella. Otra se había quedado los billetes y le había devuelto el cambio como donación a la causa de su sensibilidad.

Cogió un taxi y fue al club a tomarse una copa y a llamar por teléfono. Sentía que había llegado la hora de hacer varios cambios drásticos…

Leila Talbot llamó a su casa para decirle a su criada que le dijera a la niñera que los niños no la esperasen despiertos porque saldría tarde de la peluquería, que llamase a los Thomas para decirles que llegaría tarde al cóctel (madre mía, y le habían pedido que llegase pronto) y que llamase a los Fleming para decirles que llegaría tarde a la cena porque saldría tarde de casa de los Thomas. Luego, con un gruñidito de orgullo por sus dotes administrativas, se encerró con cuidado en el secador eléctrico. La mayoría de la gente llegaba tarde a los sitios sin avisar, se habían perdido los buenos modales…

Me gustaría ser muy desagradable con él. Monstruoso de verdad, pensó Joseph Fleming mientras con dedos gotosos intentaba anudarse la corbata negra. Llevaba tantos años aborreciendo a su hermano mayor con tanta intensidad que incluso ante la mera idea de verlo se complacía en una orgía preliminar de odio. La marea de su pensamiento fluía y refluía y volvía a romper contra las rocas de la insolencia de su hermano, su éxito con otros hombres, con cualquier mujer, con el dinero (su oficio parecía, para exasperación de Joseph, combinar mujeres y ganancias a raudales) y, por último, con ese misterio colectivo que era el mundo. Tampoco le agradaba la señora Fleming, pero, claro, a él no le entusiasmaban las mujeres, detestaba a los hombres a los que les gustaban y execraba a cualquiera que alguna vez hubiese mostrado simpatía por su hermano.

Era muy propio de Joseph sufrir severos ataques de gota, sobre todo en las manos, sin beber vino tinto siquiera. Sabía que los furiosos altibajos a los que estaba entregado le darían muchísima hambre, que comería demasiado y demasiado deprisa en la cena y que se pasaría la noche en vela por la indigestión. También era propio de él que, por poco que creyera que le apetecía ir a cenar a Campden Hill Square para conocer a esa muchachita amargada con la que el pollo de su sobrino iba a casarse (y probablemente para reunirse con alguna chusma de tipos deprimentes como los que tan a menudo se había encontrado allí), no se lo habría perdido por nada. De hecho, sospechaba que estaba cogiendo uno de sus descomunales resfriados… Pero aun así iría, aunque no le entraba en la cabeza que nadie pudiese esperar pasárselo bien esa noche.

Dos

Estaban todos sentados alrededor de la mesa, comiendo ostras. June dijo que le encantaban. Leila Talbot comentó lo emocionante que era volver a tomarlas por primera vez cada mes de septiembre. Joseph conocía a alguien en su club que había vivido en Nueva Zelanda, donde se podían sacar con solo meter la mano en casi cualquier charca. El señor Fleming apostilló que, si allí fueran tan fáciles de conseguir, probablemente no le interesasen. Deirdre dijo que, bueno, alguna compensación tenía que haber por vivir en Nueva Zelanda. Louis, que había estado muy callado, replicó que él había nacido allí, y con eso, y con Deirdre hundida en una agónica susceptibilidad, se acabó el tema.

La señora Fleming, como resultado de un interés formal, supo que Louis Vale era arquitecto, miembro del Grupo Georgiano y colaborador de varias publicaciones afines en asuntos como los planos de grandes edificios demolidos hacía mucho tiempo. La conversación floreció —como lo hacen los monólogos de esos hombres jóvenes e inteligentes que hablan de sus propias carreras frente a una mujer inteligente y comprensiva— hasta que, cuando Deirdre ya se estaba ablandando al ver a su amante defenderse tan bien (no había atendido a lo que Louis decía, solo al efecto que causaban sus palabras) y Joseph, incapaz de mantener la atención de Leila Talbot frente a un rival así, retumbaba y gruñía por dentro como un volcán, el señor Fleming se inclinó hacia delante y, con engañosa delicadeza, le preguntó a Louis qué estaba diseñando o haciendo entonces.

Louis, perdiendo el hilo por la interrupción, dijo que impartía clase a estudiantes de segundo año y que (hablaba muy rápido) estaba diseñando retretes públicos prefabricados… Para distribuirse, desde luego, por todo el país.

Durante unos segundos, las imágenes del estilo georgiano, o lo que ellos concebían como tal, se derrumbaron en el abismo de un silencio tan breve pero tan profundo que todos se hicieron bruscamente conscientes unos de otros, como quien ha sobrevivido a un terremoto. Podría haber sido un personaje de Stevenson, pensó Joseph, solo de Stevenson. Es un villano, un villano intelectual.

Deirdre, subyugada por una batería de emociones —odio hacia su padre y resentimiento hacia su madre—, de pronto vio a Louis separado de sí misma: como debió haber sido antes de conocerlo, como era ahora sin ella; tal vez esa parte de él que retrocedía ante su padre acabase envolviéndolo y excluyéndola. La embargó una desesperación inútil y, por un momento, su belleza fue absoluta y destructiva: los párpados cargados hasta proporciones botticellianas, la boca barroca simplificada por su infelicidad. Miró a su madre de reojo, por instinto, pero esta tenía bajo control hasta la última facción de su rostro. Estaba siempre tan ocupada en sus pensamientos, sus sentimientos, que no tenía tiempo para los de nadie más. Y sin embargo, milagrosamente, entonces lo tuvo. Se inclinó hacia delante y, con una perfecta manipulación convencional, le devolvió a Louis la confianza en sí mismo. La arquitectura volvía a ser segura, Joseph volvía a acaparar a Leila Talbot y el señor Fleming, impasible, procedió a diseccionar a June, que, como casi todo el mundo sabía, incluido el señor Fleming, apenas era una presa legítima… Fue, de hecho, una minúscula concesión por su parte. June pronto quedó reducida a las manifiestas profundidades más extremas de una mente sin formar. El verde oscuro y el rojo intenso le recordaban al acebo, que le recordaba a la Navidad, que le recordaba a su infancia. De haber sido menos simple, se habría dado cuenta de que las reacciones eran uniformes. Si hubiera sido más hábil, habría evitado aquellas revelaciones sobre sí misma. Tal y como era (y como el señor Fleming se proponía), se sonrojó entre tópicos de instituto e indestructibles estereotipos que había leído y repetido desde que aprendió a leer y a hablar. Sin embargo, sus limitaciones y su bochorno eran tan rutinarios que el señor Fleming apenas encontraba placer en ello. Era una chiquilla remilgada, ignorante, reprimida, nerviosa y falta de imaginación, perfectamente diseñada para reproducirse y, observándola, al señor Fleming le resultaba difícil creer en El origen de las especies.

Julian saboreaba el urogallo y se preguntaba qué demonios iba a hacer con June en París. Después de todo, había límites, unos límites bastante estrictos, si nunca se había acostado con nadie. Eso le parecía bien, pero convertía la perspectiva de su luna de miel en una especie de suplicio. Con cierta arrogancia, repasó su propia experiencia para reafirmarse: la fulana intelectual de Oxford; aquella extraordinaria mujer que había conocido en una sesión de fotos en Norfolk; y la señora Travers, que tendría al menos cuarenta años y había sido infinitamente estimulante. Era raro que, aunque se había acostado con ella cuatro veces, siguiera llamándola «señora Travers». A veces, en tono despreocupado y para sí mismo, intentaba decir «Isobel», pero nunca se sentía cómodo. La señora Travers había tenido esposo, un amante que vivía en su casa y una retahíla de jovencitos en su cama. Era muy afable y a todos les contaba patrañas con la máxima desenvoltura, pero mientras fingieran creerla, era muy generosa con ellos. De ella había aprendido que todo costaba el doble de tiempo de lo que él creía necesario, pero salvo por su irritante costumbre (cuando, por lo demás, se dejaba llevar por el entusiasmo) de llamarlo Desmond, el escarceo había resultado tan divertido como educativo.

Fortalecido por estos fugaces y exagerados recuerdos, pensó con gran solemnidad si le convendría más no despedir a Harrison. Harrison era el director de su oficina desde hacía casi veinte años. Julian no estaba realmente en posición de despedirlo, pero cualquiera con una pizca de interés podía ver que los métodos de Harrison estaban del todo anticuados y que su única preocupación (la de contener los gastos generales) estaba empezando a poner serias trabas al desarrollo de la compañía e incluso a crearles mala fama. Harrison debía su puesto a una lisonjera habilidad para tratar con el tío Joseph, que consistía sobre todo en un nauseabundo teatrillo dickensiano de inútiles recuerdos feudales que el tío de Julian, que nunca se acordaba de nada, apreciaba mucho. Bueno, en París podía pensar en despedir a Harrison. Casi deseaba haber vuelto ya de allí: June decía que no hablaba mucho francés y ninguno de los dos conocía a nadie en la ciudad, aunque tendrían el coche y podrían ir al cine. June decía que las películas francesas eran mucho mejores que las inglesas o las americanas… Se lo estaba diciendo ahora mismo a su padre y este, mal rayo lo partiese, le estaba preguntando por qué. Pobrecilla, se estaba sonrojando y, por supuesto, no sabía por qué. Con una repentina actitud protectora, buscó la mano de su prometida, que estaba retorciendo nerviosa la servilleta por debajo de la mesa. Cuando la tocó, June se volvió hacia él con una gratitud tan radiante que, por un segundo, supo que la amaba.

La señora Fleming, al tiempo que escuchaba al complicado y atractivo acompañante de Deirdre, escudriñaba el rostro de su marido, que en ese momento permanecía descarada, casi ofensivamente inexpresivo mientras indagaba sobre los prejuicios y predilecciones de June. Era una falta de expresión tan absoluta que, aunque la había visto varios cientos de veces, nunca podía creerlo y ahora buscaba, con algo más de urgencia de lo habitual (¿tal vez porque quería proteger a June?), alguna pista de lo que pensaba en su semblante. Sin embargo, su amplia y pálida frente no mostraba arruga alguna; sus ojos azules y casi redondos no tenían ni siquiera ese tono vidrioso tan intenso y familiar, y sus labios —tan disparejos, tan finos que era imposible verlos como una boca— se tocaban y se separaban para comer y para hablar como si no tuvieran interés en ninguna de las dos cosas. Ella creía que, en momentos así, su mente trabajaba a destajo, pero el aislamiento era tan completo y ensayado que nunca estaba segura. Se estaría aburriendo. Después de sus primeros tres años juntos, la señora Fleming se había pasado los otros veinte luchando contra el aburrimiento de su marido y, de pronto se dio cuenta, jamás tuvo esperanza alguna de ganar, pues desde el principio él estuvo caprichosa e inexorablemente en su contra. Fue él el que había sugerido aquella cena y el que se había opuesto al más ligero intento por su parte de animarla con invitados menos previsibles, y ella, en la solitaria y peligrosa posición de saber solo la mitad de lo que pensaba, no había insistido.

Ahora, tras perder de repente el interés por June, se inclinaba hacia Deirdre y le decía con su voz suave y pedante: «Pero tú, mi querida Deirdre, nunca contestas una carta hasta que la ilusión del destinatario está ya consumida por la desesperanza. Nunca serás una Clarissa. Te dejarás la voz en el teléfono, y tu virtud, incapaz de dar evasivas por ningún medio civilizado, se revolverá inquieta en su doble sepultura».

Y Deirdre, que conocía a su padre lo suficiente para no agradecerle entonces el regalo que le había enviado por su cumpleaños, repuso: «Papá, ¿para qué te van a interesar a ti mi voz ni mi virtud?».

A lo cual, con un destello casi imperceptible de malicioso reconocimiento, él replicó: «Para nada, salvo porque soy un estudioso de los conflictos», y se quedó mirando tranquilamente su suflé de naranja.

La señora Fleming enseguida renunció a Louis Vale para devolver a Deirdre a su posición anterior. ¡Cuántas veces se había sentado a esa mesa bloqueando las ofensivas de su marido! Un poco demasiado pronto, y él se mostraba resentido; un poco demasiado tarde, y los invitados sufrían los daños; tal vez, en el peor de los casos, en el momento exacto, cuando se sentía retado a emprender ataques más feroces e ingeniosos, siempre sobre personas sin la agudeza ni el aplomo suficientes para responderle (como tal vez le habría gustado). Una vez lo había amenazado con dejarlo en evidencia, pero él ignoró la imposibilidad de tal proposición y la calló diciendo, sin más, que las circunstancias de un matrimonio eran tan penosamente familiares para ellos que sin duda resultaba obvia la necesidad de que fueran un enigma para todos los demás. No es que le tuviera miedo, pero en veintitrés años la había agotado y, por tanto, nunca había intentado contrariarlo en público. Habrá tenido una tarde difícil, supuso. Entonces se volvió hacia Joseph, que (lo sabía) sentía por ella una aversión tan simple e inflexible que le resultaba patético e incluso a veces entrañable.

Louis, consciente de que lo habían arrojado al vacío, recompuso los fundamentos de su combatividad y de su autocontrol, midió al señor Fleming (y calculó mal) y se vio desafiado de inmediato por este y su selección de obras de Bellamy, que basó en todo tipo de argumentos de peso. Pronto se habían perdido en los altiplanos de Tiahuanaco. Deirdre cometió la imprudencia de intentar mencionar las pirámides, pero su padre las desdeñó como parte de tantos otros púdines arquitectónicos y continuó exponiendo y desarrollando las teorías de Bellamy con una afable genialidad de la que, antes, Louis no lo habría creído capaz.

Leila Talbot era una mujer que hablaba a los hombres sobre ellos mismos y a las mujeres sobre otras personas. Cuando no hacía ninguna de las dos cosas, dedicaba un estricto juicio a su propia apariencia o una valoración más frívola al aspecto de cualquier otra mujer presente (rara vez estaba sola). Ya había acabado con June: había observado que era lo bastante inexperta o concienzuda o rica para llevar sus mejores medias con un vestido largo; que oscilaba infelizmente y sin éxito entre las joyas familiares victorianas o eduardianas y la bisutería; que sin duda tenía problemas para peinarse y que había perdido peso desde que se compró el modelo de seda de Jersey en color ante que llevaba puesto. Ahora, Leila, mientras daba cuenta del suflé, y como hacía siempre en estas ocasiones, se volvió hacia su anfitriona. Conocía a la señora Fleming desde hacía mucho tiempo y su amistad, nunca íntima, descargada tanto de rivalidad como de compañerismo, les proporcionaba no obstante cierta complacencia, como mujeres que se han tratado durante más de veinte años sin que por ninguna de las dos partes se revele nunca un efímero detalle engañoso sobre su vida privada. Ni siquiera cuando el marido de la señora Talbot murió en un accidente aéreo le había confiado esta a la señora Fleming lo poco que le importó ni lo culpable que se había sentido por ello, pero la señora Fleming se mostró discreta y amable con ella en esos momentos, por lo que recordaba. Leila, por su parte, se guardaba para sí misma cualquier especulación sobre la vida de la señora Fleming con su marido, que era más de lo que hacía por cualquier otra persona. La señora Fleming estimulaba lo mejor que había en ella y, aunque por esa razón no quisiera verla demasiado a menudo, le gustaba que la considerase reservada, sin interés por los asuntos personales de los demás, digna de confianza y más inteligente de lo que era.

En ese momento, sin embargo, estaba ocupada —como era propio de ella— con la apariencia de su amiga: con su pelo, que, aunque todavía oscuro y tupido, estaba entreverado de solitarios cabellos blancos visibles ahora incluso a la luz de las velas, más evidentes, pensó Leila, porque llevaba la melena recogida con esmero en la nuca y sin raya; con su piel, que era tersa y de un tono uniforme y árido; con sus ojos, que parecían haber sido de un azul brillante en otro tiempo y haberse decolorado hasta adquirir una textura acuosa por efecto de alguna luz violenta. Salvo por los ojos, ninguno de sus rasgos era destacable, pero la absoluta regularidad de su estructura le daba una suerte de distinción, una extraña y agradable elegancia tal vez más frecuente, o por lo menos buscada más a conciencia, en tiempos de Jane Austen que entonces. Esa era la respuesta, concluyó Leila, a su misteriosa eterna juventud: simplemente había salido de otra época… Y ahora va camino de convertirse en abuela. Leila pensó en sus propios hijos, los tres igual de poco agraciados, de diez, doce y catorce años —como si fueran tallas de una prenda espantosa fabricada en serie—, y dio gracias a Dios por el hecho de que al menos aún estaban muy lejos de la edad en la que empezarían a bombardearla con nietos.

La mirada de su anfitriona puso fin a aquellas especulaciones. Las cuatro mujeres salieron del comedor y, una vez que la señora Fleming dejó a sus invitadas camino de su dormitorio, ella se fue al salón a preparar el café.

Había cuatro tazas en la bandeja junto a la chimenea, lo cual quería decir que el señor Fleming estaba ejecutando la misma operación en el piso de abajo. La señora Fleming hacía un café excelente, pero nunca al gusto de su marido. Cuando lo preparaba él, se convertía misteriosamente en una bebida extraña, que sabía al color que tenía y tan caliente que uno casi esperaba que las frágiles tacitas estallasen. Hizo el café y creyó que no estaba pensando en nada en absoluto, pero cuando June entró en la sala y, aceptando su invitación, avanzó con timidez para sentarse junto a ella en el banco, se dio cuenta de que su marido y Julian y Deirdre habían estado rondándole la cabeza como una interminable e insatisfactoria fuga musical que no pararía hasta que se resolviese o la interrumpieran.

June parecía esperar, nerviosa, que ese cara a cara se convirtiera en un interrogatorio sobre su aptitud para cuidar de Julian. En vano hablaba la señora Fleming, con apacible dulzura, de París y del piso nuevo; June concluía cada intento con afirmaciones defensivas sobre sus habilidades domésticas e incluso maternales. Cuando le preguntó si podía enseñarle a preparar el café como lo hacía ella, zalamería cuya torpeza fue para la señora Fleming tan alarmante como desagradable, Deirdre entró al salón comentando que Leila estaba al teléfono con los Thomas porque creía haberse dejado la pitillera en su casa. Luego pidió en tono cariñoso una taza del inmundo café de su madre.

—El tuyo es como una especie de té saludable y papá lo hace como una droga. Mismo café, misma cafetera. No sé cómo os las apañáis.

—Supongo que la naturaleza de cada persona se filtra en su forma de prepararlo —repuso la señora Fleming con una sonrisa dirigida a June, que tenía cara de que Deirdre le hubiese asestado un ladrillazo. Luego le dijo muy seria a su hija—: Los cigarrillos están sobre la repisa de la chimenea.

Deirdre cogió la caja, se la tendió a June y le dio fuego antes de encenderse el suyo.

—¿Siguen llegándote decenas de regalos espantosos? —le preguntó con una especie de conmiseración que, sin embargo, resultaba agresiva.

—Bastantes. —June sonrió con tristeza. Deirdre la aterrorizaba y no le caía bien.

—Yo todavía no os he dado nada. ¿Qué te gustaría?

Sometida al potro de tortura de esta despiadada generosidad, June solo pudo decirle que era mejor que le preguntase a Julian.

—¡Bah, Julian! Mi hermano nunca quiere nada. —De pronto, se levantó y tiró el cigarrillo apenas consumido a la chimenea—. Mamá, ¿puedo tomar un poco de brandi?

En ese momento entró Leila.

—No la encuentran, pero seguirán buscándola. ¡Si no aparece, volveré sobre cada uno de mis pasos desde ayer!

Sin terminar de cerrar la puerta, fue a dejarse caer en una silla.

—Parece una obra de Priestley —murmuró la señora Fleming antes de ofrecerle un café.

—Gracias, sí, me encantaría. Es que es deprimente, de verdad. Es la pitillera que por fin encontré la semana pasada, después de haberla extraviado durante tanto tiempo.

June pensó que era evidente que la madre de Leila nunca le había reprochado que se dejara las puertas abiertas. Se estremeció y la señora Fleming, que había estado calentando las copas, le dio un poco de brandi.

Deirdre continuó sin piedad:

—Intentábamos decidir qué debería darle a June como regalo de boda.

—Vaya, querida, eso sí que es un problema. Pero te lo advierto, por repelentes que sean los regalos y las exageradas felicitaciones cuando te casas, no es nada para lo que te espera cuando tienes un bebé. ¿Me das un cigarrillo?

Deirdre la abasteció, se encendió otro para ella, se quedó mirándolo y lo dejó apoyado en un cenicero.

—Libros horrendos sobre desarrollo y peso en cualquier etapa concebible, chaquetitas de lana amarillas feísimas (¿por qué casi siempre son amarillas?), recomendaciones de hospitales y fotografías de los bebés de otros para que veas lo horrible que se va a poner el tuyo cuando empiece a estirar, y cepillitos y peines y cosas abarrotadas de duendecillos, una especie de corriente subterránea de Margaret Tarrant y Walt Disney salpicada con angelitos. ¡Ah! Te enviaré dos docenas de pañales.

La señora Fleming se divertía, y June, aunque algo estupefacta, se estaba riendo cuando Deirdre, con un torpe movimiento repentino, tiró la copa de brandi que había dejado sobre la chimenea y la rompió. Ignorándola, se dirigió hacia la puerta.

—Qué asco de corrientes —protestó, y luego volvió junto a los cristales rotos.

La señora Fleming estuvo a punto de hablar, pero se fijó en la expresión tormentosa de su hija y guardó silencio. Algo va mal, pero no me enteraré de lo que es hasta que ya no importe si lo sé o no, y supongo que con razón. Me creo que puedo ahorrarle algunas extravagancias innecesarias del corazón, o tal vez solo creo que debería hacerlo. Madre mía, qué error el de escuchar los propios pensamientos. Pero es un error de una variedad tan infinita que cometerlo constituye un placer capital en la vida. En voz alta, dijo:

—Recoge los cristales, cariño. Ya sabes cómo le sienta a tu padre que se rompa cualquier cosa.

—No creo que lo sienta por nada hasta que está roto.

Sin embargo, recogió hasta el último fragmento que vio y los envolvió con el periódico de la tarde.

Leila y June se habían entregado de buena gana al absorbente e incontestable tema de lo caro que estaba todo. Deirdre torció el gesto y miró desesperada por toda la habitación. Tiene la misma capacidad para aburrirse que su padre, pensó inquieta la señora Fleming. No sé si habrá…

Pero en ese momento los hombres entraron al salón: de vuelta de las misteriosas conversaciones técnicas sobre el dinero, el sexo, las tendencias sanguinarias del norcoreano; después de haber discutido los asuntos trascendentales tan superficialmente como trascendentalmente discutían las mujeres en el salón los asuntos superficiales. Tras media hora de incómodo amalgamiento, el grupo se disgregó.

El señor Fleming no dio muestras de que fuera a marcharse tras ellos, pero los acompañó a la puerta con grandes alharacas de anfitrión y dejó a la señora Fleming en el salón. Seguro que estaba cansada, dijo…

Julian cerró la puerta de June cuando esta entró en el coche y dio la vuelta hasta la suya diciendo algo que su prometida no pudo oír. En cuanto giró la llave en el contacto, la joven le preguntó qué había dicho. (Un ritual que iban a repetir en el futuro hasta que el tedio los hiciera discutir siempre en el coche). Ahora, sin embargo, le pareció un detalle que se interesase por lo que decía.

—Digo que menos mal que tenemos la cuesta para arrancar, porque hace semanas que la batería no se carga en condiciones.

Soltó el freno y empezaron a deslizarse calle abajo, con una breve sacudida cuando arrancó el motor.

—¿Y en París? —le preguntó June.

—¿En París qué?

—Si no arranca.

—Ah, eso. Voy a arreglarlo mañana por la mañana.

Hubo una pausa y luego June dijo con cautela:

—Tu madre me cae bien, aunque toda tu familia asusta un poco.

—Bueno, las únicas opciones para la familia política son asustar o aburrir. Es mejor que empiecen por asustar, creo yo.

—Pero tu madre es simpática —insistió la joven, que quería saber hasta qué punto Julian consideraba agradable a su madre.

Sin embargo, este contestó con indiferencia.

—No está mal. Una criatura del todo intachable. Mi padre, en cambio, no es para tomárselo a broma.

—Pues él se toma a broma a todo el mundo.

—Mira, creo que ahí tienes razón. ¡Muy agudo por tu parte!

Lo dijo tan sorprendido que June podría haberse echado a reír, pero era tan joven y conocía tan poco a las personas que se sintió dolida y replicó:

—Conozco a la gente. Se me da bien.

—¡Cielo, la gente se te da de maravilla!

La fila de luces que bajaba por Bayswater Road se iba ensartando delante de ellos como el pésimo soneto de Douglas sobre Londres.

—¿No son bonitas?

—¿El qué?

—Las luces del centro de la carretera.

—Preciosas. No se ven policías por aquí, ¿verdad?

Empezó a conducir más deprisa. Un minuto después, June le preguntó:

—¿Has tenido un día muy cansado?

—No mucho. Aburrido. Ordenando cosas.

La joven esperó a que Julian le preguntara qué tal su día, para poder contarle de pasada lo del cine, pero no lo hizo. Estaban en Marble Arch y solo gruñó:

—Mierda. Tenía que haber girado a la izquierda.

Cuando pararon frente a la casa de su prometida, Julian apagó el motor y se quitó el sombrero. En Marble Arch, June había planeado contárselo cuando llegase ese momento, muy rápido, justo antes de que la besara, porque que quisiera besarla haría que pareciese todo menos vergonzoso o absurdo; pero su lentitud, que se le antojaba tanto ensayada como cruel, volvió a acobardarla. No sabía que era lento solo porque estaba nervioso.

Así que no se lo contó.

Deirdre y Louis se fueron juntos a toda prisa. Dejaron a Leila y a Joseph esperando el taxi que Julian les había pedido. Louis se iba con pesar y Deirdre con un alivio exacerbado por la evidente reticencia de Louis a que la noche acabase. Sabía que sus padres lo habían impresionado, pero aunque eso era algo que parte de ella necesitaba fervientemente, con el mismo fervor quería que Louis la respetase «por sí misma», como dicen las mujeres, lo cual significa «por algún esquivo encanto que no creen tener».

Caminaron en silencio los escasos metros que había hasta llegar a lo alto de la cuesta y giraron en la esquina hacia los apartamentos de Hillsleigh Road, donde estaba el coche de Louis. Al verlo, Deirdre cayó en un estado de terquedad que se parecía mucho al pánico. Decidió no abrir la boca, pero en su interior farfullaba y suplicaba alternando entre la abyección y la amargura: la inmensa desconfianza que sentía por todo el mundo y que empezaba por ella misma iba completando el círculo hasta que, para cuando llegaron a su puerta y al coche de Louis, nada de lo que pudiera decir habría tenido sentido y tal vez hubiese dicho cualquier tontería si Louis no se hubiera adelantado.

—Te acompañaré adentro y luego creo que me iré a casa, a dormir en mi cama. Cariño… —añadió. Había estado rezando (en términos más comedidos) para que Deirdre también estuviera cansada. Tranquila, pero cansada. Ahora, sin embargo, se giraba para mirarlo, sin soltar el pomo de la puerta (una postura incómoda porque estaba demasiado alto), con las pupilas dilatadas y encendidas por la llama de la súplica. Se acercó más a ella, preparado para desearla, pero entonces esta extendió los dedos de la mano izquierda en un gesto de rechazo apenas pasional (tenía las manos como su madre, elegantes y elocuentes), enarcó las cejas, temblorosas en la deriva de la humillación, y se volvió de nuevo hacia la puerta, dándole la espalda.

Por un momento le dio mucho miedo… Le dieron miedo las peligrosas profundidades de su sentimentalismo, que parecían arrastrarla despojada de orgullo y dejarlos a ambos varados en un desierto de ansioso silencio y manos nerviosas. Luego recordó la carta y pensó, enfadado, que su sentido del drama la hacía ridícula y la vida con ella intolerable. Si incluso su desesperación era en cierto modo erótica, ¿qué esperaba que sintiera?

Tratando de suprimir el tono de exasperación de su voz, continuó.

—Pero te veré mañana por la noche. —Y luego, como no le contestaba, insistió—: Deirdre, ¿qué ocurre?

Eso, desde luego, le daba la oportunidad de hablar.

—Es tener que pedirte que te quedes —le dijo sin mirarlo—. Me resulta insoportable. Verme obligada a pedírtelo. Hará que pienses que…

Había empezado muy despacio, como si le costara elegir las palabras, y cuando se hizo fácil se detuvo, temerosa sin duda de adónde podrían llevarla. Las mujeres son sensibles a la temperatura en proporción exacta a lo aburridas que estén, pensó Louis. Él también tenía muchísimo frío.

—Deirdre, querida —dijo en voz alta—, me alegra decir que a menudo quieres acostarte conmigo. E igual de a menudo crees que no, pero descubres que sí. Si solo quieres hablar, ¿no puede esperar hasta mañana? Te prometo que te escucharé mucho mejor…

—¡Pero tengo que decirte una cosa! —exclamó ella como si eso aclarase y precipitase la situación.

Cielos, la maldita carta, pensó Louis. Recordó lo joven que era, lo poco versada que estaba en las sutiles leyes de la oferta y la demanda emocional, y decidió ser delicado con ella, pero manejar la situación de forma que no volviera a olvidarlas en futuras situaciones similares.

—De acuerdo, pues si abres la puerta, subiré contigo al salón.

Deirdre abrió la puerta, enfiló las empinadas y desvencijadas escaleras y luego, antes de llegar arriba, se volvió hacia él y le dijo en un tono forzado de despreocupación:

—Louis, cariño, te aseguro que, en este caso en particular, yo soy la mosca.

Este se dio cuenta de que la muchacha estaba temblando de la cabeza a los pies y, con una especie de temor reacio, por primera vez se la tomó en serio. La carta, recordó, no estaba terminada…

«Si sabe que yo vivo en Chiltern Court y ella en Pelham Crescent, ¿por qué espera que compartamos el taxi? Para tener a alguien con quien parlotear y que le pague la carrera, rediez». Joseph miró malhumorado a Leila Talbot mientras esperaban y, durante aquellos interminables minutos, se las arregló para achacar la culpa de esta estratagema femenina a su hermano. La señora Talbot le desagradaba, en concreto, porque no era solo una mujer, sino una viuda, y miraba a todas las viudas con egocéntrica desconfianza: con independencia de su edad, eran depredadoras y demodé, como tigresas comehombres. El hecho de que la señora Talbot, durante toda la noche, hubiera dividido sus atenciones entre los comensales con indiferente parcialidad solo le enfurecía más y racionalizó maliciosamente su comportamiento como otro ejemplo más de su perfidia.

El trayecto en taxi no fue por tanto muy agradable. Leila estaba a la vez nerviosa y aburrida. Trató de introducir tres o cuatro temas lo bastante anodinos para merecer algún tipo de respuesta, pero los gruñidos de su acompañante la desconcertaban. Sabía que había algo que le apasionaba… (¿eran las monedas o las cuevas?), pero mantener una conversación seria en un taxi le parecía un anacronismo.

Ya en Pelham Crescent le dio las gracias, hizo un amago de pagar su parte de la carrera y luego, de dientes afuera, le dijo mientras salía:

—Sé que tenía algo importantísimo que contarte, pero no soy capaz de recordar qué es. —Hubo una pausa y al fin añadió—: Tendré que llamarte por teléfono.

Leila lo olvidó de inmediato, pero Joseph estuvo dándole vueltas con infinito recelo hasta que llegó a Chiltern Court y durante toda la consiguiente noche de indigestión.

El señor Fleming echó el cerrojo a la puerta tras sus últimos invitados y se acercó pensativo a la mesa de ébano donde antes había visto una pila de cartas dirigidas a él. Se las metió en el bolsillo, volvió a la puerta, descorrió el cerrojo y subió las escaleras hasta el salón.