Una noche especial - Penny Jordan - E-Book
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Una noche especial E-Book

Penny Jordan

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Beschreibung

La relación de Piers con Georgia era estrictamente profesional. Aquello debería haber servido para que su convivencia bajo el mismo techo hubiera sido un asunto relativamente sencillo. Pero Piers no podía evitar que se metiera en sus pensamientos. Él no era un hombre que actuara por impulso y había conseguido resistirse a ella... hasta ese momento. Pero entonces, una noche...

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Seitenzahl: 190

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 1999 Penny Jordan Partnership

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una noche especial, una, n.º 1136 - febrero 2020

Título original: One Intimate Night

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-077-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GEORGIA… bien… Siento que hayamos tenido que avisarte en tu día libre, pero tenemos una cierta emergencia.

La sonrisa de Georgia Evans se convirtió en un fruncimiento de ceño al ver la preocupación asomar a los ojos del compañero de la consulta donde trabajaba desde que se había licenciado seis meses antes.

–No iba a hacer nada especial –respondió, recordando con culpabilidad las paredes a medio pintar de su apartamento que había abandonado con gusto en cuanto había recibido la llamada telefónica de la consulta.

–¿Qué es…?

Adelantándose a su pregunta, Philip Ross le respondió con rapidez:

–Es la yegua de la granja Barton; está de parto y está teniendo complicaciones. Gary está con ella, pero sospecho que tendremos que operar. Yo voy a reunirme con él ahora mismo. Jenny se encargará de mis operaciones de la mañana y Helen se encargará de la consulta de Gary, lo que te deja a ti para las urgencias y si pudieras encargarte de las clases de entrenamiento canino también…

Mientras hablaba, Philip ya estaba saliendo de la habitación y, consciente de la gravedad, Georgia no quiso retrasarlo con más preguntas.

En cuanto se fue, ella entró en la oficina principal y área de recepción de la consulta.

Aunque todas las mascotas pequeñas a las que se iba a operar ya habían sido llevadas a casa por sus dueños, la clínica principal no había empezado todavía y Georgia pudo prepararse una taza de café y examinar el correo mientras discutía lo que había pasado con los otros compañeros más veteranos.

–Espero que no haya urgencias –le confió a Jenny–. No estoy segura…

–Si yo fuera tú, me preocuparía más por las clases de entrenamiento que por las urgencias –la advirtió Jenny–. Ben vendrá hoy.

–¿Ben? ¿El de la señora Latham? –preguntó Georgia con un gemido.

Jenny asintió con la cabeza.

–¡Oh, no!

El perro de la señora Latham era un setter inglés. Un precioso perro sin un gramo de agresividad, pero por desgracia muy inquieto. Para poner las cosas peor, era un perro rescatado y la señora Latham era su segunda propietaria. Ben había sido rescatado de acabar en la perrera municipal gracias a la decisión de la mujer de acogerlo en su casa y Georgia recordaba muy bien el primer día que lo había visto.

Ella llevaba trabajando en la clínica menos de un mes cuando había sido asaltada por una joven que había aparecido con Ben, que entonces tenía poco más de un año y ya estaba físicamente maduro. Era un perro adorable, bonito y encantador pero su propietaria se había quejado de tener que ocuparse de su anciano padre, un marido cuyo trabajo lo tenía fuera de casa varios días por semana y dos niños a los que cuidar. Simplemente no podía encargarse de un perro tan grande y enérgico.

Al mirar a los ansiosos ojos de la mujer y a los confiados del animal, a Georgia se le había hundido el alma. Por la salud, juventud y pedigrí del animal, debía haber costado bastante dinero, pero la mujer estaba asegurando a la defensiva que no podía quedárselo.

Había sido en aquel momento cuando había entrado en la consulta la señora Latham y a Georgia se le había hundido más el alma.

La señora Latham era la propietaria de un travieso gato callejero al que había adoptado cuando sus vecinos se habían mudado de casa. Ginger se había aprovechado con cinismo del tierno corazón de la señora Latham y de las delicadas raciones de carne y pescado con que lo alimentaba y se había trasladado encantado al número uno de Ormond Gardens. Pero Ginger era un guerrero independiente de corazón y sus aventuras nocturnas con otros gatos de la vecindad lo llevaban de visita a la clínica de forma habitual.

Después de asegurarle a la señora Latham que se estaba recobrando muy bien de la pequeña operación en que le habían cosido una oreja rasgada, Mientras Georgia iba a buscar a Ginger, había dejado a la señora Latham en la sala de espera con la propietaria de Ben y a su regreso la mujer le había anunciado expectante que era la nueva dueña de Ben.

Georgia había intentado disuadirla en vano señalando los problemas con los que iba a enfrentarse con un perro tan grande en su pequeña casa en el pueblo. Sin embargo, la señora Latham se había mostrado inesperadamente resistente a cualquier argumento. Ben era suyo ya.

Así que Ben se había ido a vivir con la señora Latham, y Ginger y todo el mundo en la consulta afirmaba que no debía haber un par de mascotas más mimadas.

Y Ben, a pesar de todos los intentos de la señora Latham por educarlo, seguía organizando líos en las clases semanales de adiestramiento para propietarios que organizaba la clínica.

–El problema es que la señora Latham no consigue imponerse y enseñarle a Ben quién es el dueño –se había quejado Jenny con amargura después de que Ben le saboteara por completo la clase.

–Es un perro encantador, pero necesita una mano firme. Como buen setter de raza, es muy inquieto durante los dos primeros años. Necesitan espacio y ejercicio y un propietario que sepa dominarlos. La señora Latham lo quiere, pero tiene sesenta y dos años y, antes de la aparición de Ben en su vida, vivía para sus sesiones semanales de bridge.

Helen se había reído.

–¿Te ha contado la vez en que Ben estaba tan tranquilo bajo la mesa y cuando se levantó como una tromba lanzó todas las cartas por los aires? Ahora no lo dejan asistir a las sesiones de juego.

–Es una pena, porque es un perro adorable.

–Cuéntamelo cuando le hayas dado una clase –le había advertido Helen.

–Ya se la he dado y sé lo que quieres decir, pero no tiene malicia; es solo…

–No es el perro apropiado para el estilo de vida de una mujer como la señora Latham.

Eso era verdad. La señora Latham vivía en el centro del pequeño pueblo que, aunque era tranquilo y estaba rodeado de granjas, no era el sitio adecuado para un perro que necesitaba largos paseos por el campo y quizá un dueño más enérgico.

De forma previsible, la antigua propietaria había sido imposible de localizar y en la clínica no tenían su ficha.

Todos habían intentado sugerir a la señora Latham que debía buscar otro propietario, pero ella se había negado en rotundo.

–Ya lo han abandonado una vez –le había dicho a Helen con firmeza–. Pobrecito, ha sido tan traumático para él. Fíjate, la primera vez que llegó a casa estaba tan asustado que insistió en sentarse en el sofá a mi lado. Es tan dulce…

Helen había parpadeado al relatar aquella historia de manipulación canina.

–¡Tan dulce! –se había reído–. Ese perro sabe cuándo tiene algo bueno. Vaya si está consentido.

Sonriendo para sí misma al recordarlo, Georgia había recogido su correo.

Una joven baja y delicada, con rizos pelirrojos y enormes ojos de color azul violáceo y rasgos finos, Georgia, había querido ser veterinario desde que tenía memoria.

Conseguir aquel trabajo en una clínica tan prestigiosa y a dos horas de la casa de sus padres había sido el trabajo ideal y pronto se había instalado en su pequeño apartamento y había empezado a hacer amistades entre sus colegas.

No había ningún hombre en su vida; los años que había pasado estudiando no le habían dejado tiempo para una relación permanente. Tenía buenos amigos, sin embargo, y le gustaba salir. Últimamente deseaba conocer a alguien «especial», enamorarse, comprometerse y formar una familia, pero no tenía ninguna prisa. Su cálida personalidad y cuerpo sensual conseguían que nunca anduviera escasa de admiradores, pero su carrera era su prioridad. Su hermano mayor a menudo bromeaba diciendo que menos mal que él ya tenía familia porque si no, sus padres tendrían que esperar mucho tiempo para tener nietos.

Por mucho que adorara su trabajo y a los animales, Georgia no tenía mascota propia debido a sus largas horas de trabajo, pero tenía asignadas las clases de los cachorros, un trabajo que adoraba.

La consulta llevaba muchos años establecida y había sido creada por el abuelo del actual propietario. Tenía la ventaja de tener un gran jardín en la parte trasera de una antigua casa eduardiana, que se había convertido en oficinas, quirófanos y consultas. Aparte de la gatera y perreras, la casa disponía de una buena sala de entrenamiento.

Agarrando su bolsa de premios y asegurándose de que tenía todo lo necesario, Georgia abrió la puerta y salió al pasaje que daba a la sala de entrenamiento.

 

 

Piers Hathersage puso una mueca de desagrado al mirar al asiento trasero de su coche, antes inmaculado y ahora cubierto de pelo de perro y de un montón de papeles rasgados de lo que antes era una revista.

–¡Perro malo! –masculló con disgusto.

Ben respondió ladrando con agudeza y alzando las patas traseras. Era un perro poderoso y Piers se preguntó por centésima vez en qué habría estado pensando su madrina cuando lo había adoptado.

Era cierto que era un perro muy bonito de pelo brillante y ojos chispeantes de humor inteligente y pícaro.

Piers había llegado a casa de su madrina la noche anterior para hacer una corta visita en el camino de vuelta a casa de sus padres, pero al descubrir que se había torcido un tobillo al tropezar con el perro y su principal preocupación era la imposibilidad de llevarlo a sus clases semanales de entrenamiento, se había sentido obligado a hacerlo por ella.

–¿Oh, Piers! ¿Lo harías? –había suspirado ella con evidente alivio–. ¿Has oído eso, Ben? El tío Piers te va a llevar a tus clases.

«¡Tío Piers!». Piers casi había apretado los dientes y había resistido la tentación de decir en alto lo que estaba pensando.

Cinco meses antes, cuando su madrina había acogido a Ben, sus padres le habían dicho lo preocupados que estaban porque hubiera aceptado un perro tan grande.

–¿Por qué diablos lo ha acogido? –había preguntado Piers frunciendo el ceño.

–Bueno, ha sido muy vaga al respecto –le había dicho su padre–. Sin embargo, parece que le llegó por medio de la clínica de veterinaria donde lleva a ese horrible gato.

Los padres de Piers era un poco más jóvenes que Emily Latham, y su amistad databa de cuando habían sido una pareja recién casada.

Diez años atrás, justo cuando Piers había regresado de un trabajo en el extranjero, el marido de Emily había muerto y al recordar todas las gentilezas que había tenido con él desde pequeño y la generosidad, el tiempo y el cariño que le había dedicado, Piers se había asegurado de visitarla con regularidad.

Emily y su marido no habían tenido niños y Piers sospechaba que por eso ella contemplaba a los niños y animales con un sentimentalismo tan rosado.

Piers había imaginado lo fácil que le habría resultado a cualquiera cargarla con un perro abandonado y después, por un comentario de su madrina, sabía que una joven veterinaria era la culpable de haberle presentado a Ben. Animar a una vieja viuda a que adoptara a un perro tan inadecuado para ella era muy poco profesional para alguien supuestamente experto en animales. Pero a pesar de todos sus argumentos lógicos, Emily había permanecido inflexible: Ben era una de las víctimas de la vida, un pobre perro incomprendido que, muy lejos de necesitar una mano firme, necesitaba que lo trataran con ternura, amor e indulgencia.

Examinando el caos en que se había convertido el otrora inmaculado jardín de su madrina, Piers no había quedado convencido. Sin embargo, su visita a Emily había tenido dos motivos. Gracias a la creciente demanda de programas de su empresa de software, ahora estaba considerando aceptar proyectos más complejos y eso le había hecho considerar irse de la ciudad donde trabajaba y volver al pueblo donde se había criado, donde la propiedad era mucho más barata.

Se encontraba en la peligrosa edad de los treinta y siete años, no muy lejos de la frontera de los cuarenta, y ya prefería cambiar el ritmo rápido de la gran ciudad por algo más tranquilo. También estaba listo para cambiar la soltería por una vida más hogareña y acompañada. ¿Una mujer? ¿Hijos? No era que estuviera contra el matrimonio, pero quizá fuera demasiado escogido, porque hasta el momento, no había encontrado a la mujer adecuada.

Ahora, gracias a Ben y al tobillo de su madrina, había tenido que retrasar las citas que había fijado para ver varias propiedades por los alrededores.

–¿A cuántas clases ha ido? –le había preguntado a su madrina mientras ella forcejeaba con Ben, que no quería que le pusieran el collar.

–¡Oh, no estoy segura! Creo que es la tercera. Por supuesto, perdimos algunas clases al principio. Se disgustaba mucho porque había allí un perro que no le gustaba y la profesora sugirió que no fuera en unas pocas semanas. Estaba tan disgustado, el pobre perro, y realmente me dio pena que los otros perros se graduaran con buenas puntuaciones. Él parecía tan frustrado.

–¡Ya me imagino! –dijo Piers mirando sin pasión al causante de tantos problemas.

–Es un animal muy sensible –había insistido su madrina con gentileza–. Y tan listo. Siempre sabe cuándo va a sonar el teléfono y va a buscarme donde quiera que esté.

Piers, que había oído la triste historia de cómo el perro había mordido todo el cordón del teléfono, había ignorado su comentario sobre la inteligencia del can. Su madrina siempre había sido demasiado tierna.

Ahora, mientras ordenaba con dureza a Ben que se sentara, se volvió a investigar el caos de papel masticado esparcido por toda la parte trasera. Maldijo para sus adentros, porque la revista contenía un artículo que necesitaba leer de nuevo.

A juzgar por la variedad de coches del aparcamiento de la clínica, los propietarios de los animales debían de ser de lo más variopinto, pensó Piers al ver desde un brillante Mercedes a un baqueteado Land Rover, pasando por un bonito Citroen de color crema y rojo.

Tenía que admitir que su propio Jaguar, un deportivo que había comprado en un raro momento de impulsividad, había sido un puro capricho.

–¿Qué ha pasado con el coche práctico y cómodo que ibas a comprar? –le había preguntado Jason Sawyer con sequedad cuando lo había visto.

Jason era un hombre casado con cuatro hijos y, para su estilo de vida, solo podía contemplar coches familiares.

–No estoy muy seguro –había admitido Piers.

–Pues disfrútalo mientras puedas –le había dicho Jason–. Belinda me está insistiendo para que compremos una caravana. Dice que es lo ideal para irnos de vacaciones con los críos.

Mientras Piers se acercaba a la entrada de la clínica vio un cartel en una puerta con una flecha indicadora que decía:

Clases de entrenamiento por aquí.

Siguiendo la dirección de la flecha alrededor de un lateral del edificio, vio una serie de casitas exteriores que se habían reformado para una gran variedad de usos. Estaba claro cuál era la de las clases por el pequeño grupo que se arremolinaba junto a la puerta, rodeando a una joven pelirroja vestida con una camiseta blanca, que se amoldaba de forma sensual a sus senos suavemente redondeados, y unos vaqueros que envolvían unas nalgas igualmente jugosas.

Muy sexy, fue el primer pensamiento de Piers. Y el segundo fue que no era de extrañar que la mayoría de los propietarios que rodeaban a la joven fueran varones.

Era evidente que era la profesora, pero Piers se mantuvo a distancia. Tenía la costumbre de evaluar a la gente con distancia y atención antes de involucrarse con nadie. Un poco de cautela no era malo, pero Ben parecía tener otras ideas. En un lapso de atención momentáneo, Ben buscó su oportunidad.

Georgia había visto a Ben y a su desconocido acompañante por el rabillo del ojo, pero había estado demasiado ocupada dando la bienvenida a los otros perros con pequeñas golosinas y suaves palabras como para prestar demasiada atención. Para sus adentros pensó que no había nada raro en la lentitud de sus reacciones, ni en la forma en que sus sentidos se iluminaron al registrar el masculino aspecto del acompañante de Ben. Era alto, de anchas espaldas y bien musculado a juzgar por la forma en que la camiseta ondeaba contra su torso por la brisa.

De pelo moreno y corto, y una expresión un poco sombría en sus ojos de color chocolate, tenía una mueca de firme determinación en los labios, pero por lo demás era muy atractivo y mucho más sexy con vaqueros y camiseta de lo que ningún hombre tenía derecho a estar salvo que fuera actor.

Ben, mientras tanto, había vislumbrado al ser humano responsable de su paradisíaca vida actual con la señora Latham, y en cuanto divisó a Georgia se deslizó la cabeza con facilidad del collar y se lanzó a la carrera hacia ella, tirándose contra su pecho y casi derrumbándola con la fuerza de su entusiasmo.

–Ben… abajo –le ordenó Georgia con firmeza.

Con la lengua colgante, Ben solo agitó el rabo.

–Ben –repitió Georgia–. Abajo.

Ben le lamió con amor el cuello.

–Doctora Dolitte, supongo –masculló Piers con sarcasmo mientras agarraba a Ben y lo arrancaba del regazo de ella sin contemplaciones, diciéndole con voz mortífera–: Siéntate.

Ben sabía cuándo debía usar un poco de diplomacia y obedeció restregándose contra Piers y mirándolo con adoración.

Sin hacer caso de su tierna actitud, Piers le volvió a sujetar el collar, esta vez más apretado.

Georgia sabía que era su momento de tomar el mando, pero por alguna razón su proceso de pensamiento parecía ralentizado. En lo único que podía concentrarse era en lo maravilloso y ancho que era el torso de aquel hombre y en lo tensos que estaban sus bíceps al sujetar con firmeza el collar de Ben.

–No sé quién será el responsable de haber cargado a mi madrina con este delincuente, pero si lo descubro alguna vez…

Así que aquel era el ahijado de la señora Latham. Recordándose con severidad que ella era una profesional entrenada y que debía dedicar su atención a sus pupilos caninos y no a aquel tipazo de hombre que excitaría las hormonas de cualquiera mujer, Georgia metió la mano en la bolsa de las golosinas y le dio una a Ben.

–Buen chico, Ben. Siéntate.

–No… –empezó Piers con agudeza antes de callarse al ver al más obediente de los animales mirar a Georgia con ojos de adoración y comerse la golosina.

–Vamos todos –ordenó Georgia al pequeño grupo–. Vamos adentro a empezar.

 

 

Una vez dentro de la gran sala vacía, Piers pronto notó que mientras la mayoría de los demás perros obedecían con atención las instrucciones que Georgia le daba a los propietarios, Ben tenía un sentido de la disciplina propio.

Después de interrumpir la clase por quinta vez, mirando con picardía al pequeño collie que tenía al lado y levantándose a propósito para ir por su cola, Piers decidió que ya estaba harto.

No había duda al respecto: Ben era un maestro de la manipulación y, desde luego, no era el perro indicado para una mujer tan incapaz de disciplinar a nadie como su madrina.

A unos pasos de distancia, Georgia intentó concentrarse en lo que estaba haciendo. La inquietud de Ben se estaba contagiando al resto de la clase y pudo notar la expresión de sarcasmo en la mirada de Piers cuando los perros empezaron a perder la concentración gracias al sabotaje de Ben.

El problema de Ben no era que no fuera lo bastante inteligente, pensó Georgia; sino lo contrario. Era demasiado inteligente y vital para la vida tan tranquila que llevaba. Los setters eran perros de carrera y necesitaban montones de ejercicio y la misma dosis de mano firme.

La clase llegó a su final y como era su costumbre, Georgia se acercó a despedir a cada perro antes de que sus dueños se los llevaran.

Ben se quedó hasta el final. No por otro motivo, se aseguró a sí misma, que por saber la causa de que la señora Latham no lo hubiera llevado ella misma.

–Mi madrina se ha torcido un tobillo –la informó Piers con cortesía después de que Georgia se presentara y le preguntara por Emily.

De cerca, Piers era todavía más excitante y masculino de lo que había imaginado. Los hombres serios y de mirada fría no eran normalmente su tipo. Georgia prefería el buen humor al atractivo a cualquier precio. Pero definitivamente algo le estaba causando aquellos leves estremecimientos de aprecio femenino y podía sentir una agitación anormal en su personalidad calmada y cerebral.

Sin embargo, estaba claro que Piers no estaba tan impresionado por ella como ella por él, aceptó Georgia con desgana al oírle decir con sequedad:

–Si lo de hoy es una prueba del éxito de sus clases de entrenamiento, no me extraña que Ben sea tan desobediente. ¿Tiene usted calificaciones profesionales para hacer esto?

Georgia se indignó al instante.

–Soy una veterinaria perfectamente entrenada.

–Usted puede estar entrenada, pero desde luego Ben no lo está –la cortó con frialdad Piers–. Es demasiado para mi madrina y…

Mientras lo escuchaba a Georgia se le cayó el alma a los pies. Tenía razón en lo que estaba diciendo, por supuesto, pero en su corta vida, Ben ya había tenido dos hogares y a pesar de resistirse a la instrucción, no había duda de que, a su manera, quería a la señora Latham. Dios sabía lo que le pasaría a Ben si su ahijado la convencía de que se separara del animal.

Cruzando los dedos mentalmente, Georgia intentó la persuasión:

–Los setters pueden ser al principio un poco salvajes, pero en cuanto lo superan se calman una barbaridad.

–Estoy seguro –dijo Piers entrecerrando los ojos al mirarla–, suponiendo que vivan en el entorno adecuado y, en mi opinión, la casa de una mujer sedentaria y mayor no es el apropiado para Ben.

–Pero ya ha cambiado de casa una vez –dijo Georgia con tono protector–. Es una experiencia traumática para un perro separarse de un dueño al que ha tomado cariño.

–De acuerdo. Sin embargo, acordará conmigo en que para mi madrina será una experiencia igualmente traumática que Ben intente tirar de ella y en vez de caerse y romperse el tobillo como esta vez, sea arrollado por un coche.