Y que nadie sepa nada - Alfonso Muñoz - E-Book

Y que nadie sepa nada E-Book

Alfonso Muñoz

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Beschreibung

Mis propósitos para este verano: Terminar la carrera de Arquitectura con nota ✅ Ser menos intensito ❌ Firmar un contrato de prácticas en el estudio más top de Madrid ✅ Visitar más a mi abuela ❌ Contar con amigos de verdad que me quieren a pesar de mis rayadas ✅ Beber menos entre semana ❌ Conseguir que mi "novio" belga esté dispuesto a dejarlo todo por mí ✅ Evitar que la tensión sexual con mi atractivo jefe italiano arruine el resto de propósitos ❌ Cuando me aceptaron en el estudio de Marco Mancini, el arquitecto más cotizado de Madrid, supe que acababa de subirme a un tren que solo pasa una vez. Si te dan la oportunidad de demostrar tu talento e impresionar a alguien a quien admiras tanto, ¿qué sería más imperdonable: no lanzarse al vacío… o hacerlo con todas las consecuencias? Lo que no entraba ni en mis sueños más locos es que mi interés por Marco pudiera ser recíproco, y que se convirtiese en una atracción que nos pusiera a prueba y nos sumergiera en el mejor verano de nuestras vidas. Uno marcado por las nuevas experiencias, las mentiras que lo cambian todo y, sobre todo, por un excitante tira y afloja que nos está llevando al límite.

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Índice de contenido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Agradecimientos

Título: Y que nadie sepa nada

©️ 2023 Alfonso Muñoz De acuerdo con Sandra Bruna Agencia Literaria SL.

____________________

Ilustración @ Óscar T. Pérez

Diseño de cu­b­ier­ta: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: marzo 2023

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2023: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

Para Adriano, por todas las historias que nos quedan por contar.

Parte 1: Bruselas - Madrid

Capítulo 1

Las manos me sudan, las piernas me tiemblan y juraría que noto un tic en el ojo que me debe de dar un aspecto de lo más creepy. Sé que no debería de estar así de nervioso por una entrevista para ser becario, pero arrancar mi carrera profesional en la empresa que me inspiró para estudiar Arquitectura es algo con lo que llevo fantaseando los últimos cinco años de mi vida. No puedo cagarla ahora.

—Alberto, ¿verdad? ¿Alberto Úbeda? —me pregunta la recepcionista—. Patricia tardará unos minutos, puedes esperarla ahí.

Me dirijo al sofá que hay junto a la puerta, me siento e intento tranquilizarme. Por mucho que traiga bajo el brazo uno «de los tres mejores expedientes de mi promoción», siento que ahora mismo las notas y los trabajos de la carrera se quedarán en nada si no soy capaz de venderlos correctamente. De venderme. Tengo que impresionarlos y demostrar que soy algo más que un estudiante aplicado, así que toca vencer la timidez y destacar frente al resto de candidatos. Cuando un estudio como este llama a las puertas de tu universidad para ofrecer a un único alumno la oportunidad (¡y bien remunerada!) de formar parte de su equipo durante los próximos tres meses, no la puedes desaprovechar. ¿Julio, agosto y septiembre en Madrid? Es un precio que estoy dispuesto a pagar; y más, después de haberme pasado el último curso de Erasmus en Bruselas, demostrando a todos los que se echaron las manos a la cabeza, cuando decidí irme el último curso, que estaban equivocados, porque conseguí acabar la carrera con buenas notas. Erasmus y TFC eran dos opciones compatibles. Era entonces o nunca.

Formar parte de este estudio es una de las metas que yo, y prácticamente todos mis compañeros, nos marcamos desde el primer día de carrera. Aunque, en mi caso, además de mi admiración por su trabajo y mis ganas de plasmar su nombre en mi currículo, mi admiración por él supone un atractivo añadido. Y también una presión añadida. Suficientes ingredientes para hacer que, a las palmas sudorosas, las piernas de gelatina y un ojo que guiña por su cuenta, se añada a la ecuación un sarpullido incipiente alrededor del cuello de la camisa.

Comienzo a aflojarme disimuladamente la corbata cuando me doy cuenta de que soy el único a mi alrededor que lleva puesta una. Genial. En un intento por ir «arreglado pero informal» accedí a ponerme una corbata para darle un toque más maduro y serio a los pitillos beis, la camisa blanca y la americana azul. Sabía que no debía haber hecho caso a mi amiga Lara cuando sugirió lo de la corbata, aunque es verdad que ella me dijo que comprase una estrechita y moderna en Zara, y yo le he cogido a mi padre una de las suyas, clásica, ancha y sobria. Así que voy de un rollo viejoven.

Tengo la pinta de un niño cuando se disfraza con la ropa de los mayores para jugar a ser adulto, y no me gustaría que fuera esa la primera impresión que él tenga de mí cuando me vea entrar por la puerta de su despacho. Él, Marco Mancini, el dueño y señor de Archer. Un arquitecto rompedor, un empresario de éxito y, sobre todo, uno de los hombres más sexis que he visto en mi vida. Y lo único que me separa de trabajar bajo sus órdenes es esta entrevista. Vale, sí, sé que, aunque me contrate, no trabajaría codo con codo con él, porque yo no seré más que un becario precario, pero solo el hecho de poder verlo todas las mañanas me parece una fantasía. En todos los sentidos.

Marco ha conseguido con su firma arrebatar proyectos a estudios el doble de grandes y con el doble de trayectoria. Y en tiempo récord. Sus propuestas y sus trabajos se enseñan no solo en las carreras de Arquitectura y Diseño de Interiores, sino también en las escuelas de negocios y los círculos de empresarios. Y todo ello, sin haber cumplido los cuarenta, lo que le ha valido para estar en el top tres de los rankings de empresarios jóvenes más influyentes de nuestro país desde hace varios años. En definitiva, lo que viene siendo un triunfador. Por eso, cada vez que pienso que está a punto de hacerme una entrevista, un cosquilleo me recorre todo el cuerpo: desde la punta de los pies al último pelo de la cabeza, tomándose algo de tiempo cuando pasa por la entrepierna.

De acuerdo, reconozco que lo de que esté realmente bueno me tiene loco, además de su éxito, su talento y su dinero. Recuerdo la primera vez que vi una imagen suya. No fue ni en una charla sobre arquitectura, ni posando en la inauguración de uno de sus proyectos. No. Fue hojeando un ¡Hola! en la sala de espera del dentista. Yo, a punto de enfrentarme a un empaste. Él, sonriente en un photocall junto a la actriz del momento, Mónica Álvarez. Una relación que le valió para convertirse por una breve pero intensa temporada en un habitual de la prensa del corazón. «La actriz y el arquitecto italiano saliendo juntos de un bar de Malasaña»; «La actriz y el arquitecto del año, juntos en un yate en Ibiza», etcétera, etcétera, etcétera.

Cuando su relación se acabó, las apariciones públicas de Marco se redujeron al mínimo, lo que aumentó ese halo de misterio en torno a él y a su vida privada. Pero, antes de eso, yo ya había quedado cautivado por su trabajo, por su historia y, sobre todo, por él. Por eso, cuando la universidad consiguió firmar su primer convenio con Archer, supe que aquella era la oportunidad que había estado esperando desde que comencé la carrera. Ahora solo tengo que aprovecharla.

El picor del cuello comienza a extenderse hacia abajo, lo que me saca de mi ensimismamiento y me devuelve a la recepción, donde llevo esperando más de diez minutos. Temo que, si voy al baño, justo venga alguien a buscarme, pero decido arriesgarme y preguntar por el servicio. Sé que si no le pongo remedio, me voy a pasar la entrevista rascándome el cuello y no quiero que piensen que este posadolescente disfrazado de señor mayor tiene sarna o algo parecido. No creo que sea la mejor carta de presentación para una entrevista de trabajo.

—Tienes que volver al hall, el pasillo que hay antes de llegar a la puerta —me indica la recepcionista sin levantar la mirada de su ordenador.

Como me temía, mi reflejo en el espejo es de todo menos amable: el cuello de un rojo encendido, los ojos apagados, los labios tensos… Me acerco al lavabo, integrado directamente en la encimera de pizarra, y me mojo bien la cara. Me libero de la corbata y respiro aliviado al desabrocharme el último botón de la camisa, que deja asomar la rojez de mi pecho. Me suelto un par de botones más y me doy algo de agua también por esa zona. Ahora que me he refrescado tengo mejor aspecto, tengo la piel más calmada y los ojos, azules como los de mi madre, han recuperado cierto brillo; aunque haberme quitado la corbata me ha devuelto de golpe a mis veintitrés años. Me mojo un poco el cabello e intento darme algo de forma de onda al flequillo, pero el duro pelo negro, en este caso herencia directa de mi padre, hace de las suyas y vuelve a alborotarse por su cuenta.

Me traslado de golpe a la noche anterior, en la que me pasé al menos dos horas delante del espejo ensayando una y otra vez posibles respuestas a posibles preguntas de la entrevista: «¿Cuándo decidiste que querías estudiar Arquitectura?».

—Cuando tenía once años y fui con mis padres a Roma. Siempre se me dio bien dibujar y me gustó el diseño, pero recuerdo que, durante la visita al Coliseo, el guía nos explicó que su construcción comenzó en el año 70 después de Cristo. Lo primero que pensé fue en lo paradójico que resultaba que la persona que lo diseñó se muriese sin imaginar que, casi dos mil años después, sería uno de los monumentos más conocidos y visitados del mundo.

—Y entonces pensaste que algún día tú diseñarías algo por lo que se te recordaría los próximos dos mil años, ¿verdad?

La pregunta viene de la entrada de los lavabos, donde una figura me observa apoyada contra el marco de la puerta. No soy consciente de haber recitado en alto la respuesta, ni del tiempo que llevo aquí, pero ese hombre me acaba de pillar en pleno ensayo, y solo puedo dar gracias al cielo por que la tenue iluminación del baño no deje ver ni mi gesto de susto ni el fuego de mi cara.

—Perdona, yo, yo… Yo ya me iba —titubeo.

—No te preocupes. Sigue con… con lo que sea que estés haciendo.

Da un paso al frente y al alejarse de la penumbra veo como se ilumina su rostro. Marco Mancini se detiene frente a mí y me dedica algo que se parece bastante a una sonrisa. Descubro que es, si cabe, mucho más guapo en persona. Debe llegar al metro noventa, lo que me obliga a levantar la mirada desde mi metro setenta y poco para ver sus ojos color miel, algunos tonos más claros que su pelo castaño, perfectamente despeinado. Supongo que nada en su aspecto queda al azar. Todo parece estudiado y medido al milímetro para, a la vez, dar sensación de naturalidad absoluta. Me quedo bloqueado, mirando esa barba castaña de tres días, los hoyuelos que le asoman en las mejillas y el abultado bíceps que se intuye bajo su camisa. Me maldigo por tener la boca tan seca que soy incapaz de cerrarla. Pero, sobre todo, maldigo porque me haya pillado hablando solo en un baño. Y que esa sea su primera impresión de mí.

—Perdón, ya me iba —me excuso, cogiendo la corbata y agachando la cabeza.

—Sea lo que sea lo que tengas que hacer, quizá quieras terminar de vestirte antes —sentencia. A pesar de llevar ya muchos años en España, se puede apreciar un ligero acento italiano. Un deje sutil, casi imperceptible, pero que está ahí, y que le da a cada palabra una musicalidad especial. Irresistible.

Reacciono con extrañeza y veo que tiene la mirada fija en mi pecho, sin perder esa media sonrisa que me está poniendo cada vez más nervioso y que vuelve a revivir ese maldito cosquilleo. Pies, cabeza, entrepierna. Estupendo, sigo con la camisa medio desabrochada, con el pecho húmedo… y no encuentro cómo secarme por ningún sitio. Marco da un paso hacia mí, me rodea con el brazo y dirige la mano hacia un hueco en la pared de donde asoman las toallas desechables. Noto como mi cuerpo se pone tenso cuando me roza con el brazo y me llega su olor penetrante. Un olor a desodorante, a Armani y a testosterona. Me giro para coger una y, por un segundo, nos quedamos frente a frente. Yo, totalmente bloqueado; él, con una tranquilidad absoluta.

—Gracias. —Exhalo un hilo de voz, mientras cojo el papel de su mano.

Sin contestarme, se gira y se dirige a uno de los urinarios de pared. Permanezco frente al espejo, disimuladamente, mientras termino de secarme. Sé que no es plan que mi potencial futuro jefe me pille espiándole mientras mea, pero soy incapaz de quitar los ojos de él.

—No me has llegado a contestar. —Gira la cabeza y nuestras miradas se cruzan por el reflejo —. A lo de antes, lo del Coliseo.

—Ah, ya… Bueno, más o menos, sí. Aunque me gustaría ser recordado por diseñar un rascacielos, en vez de por un circo en el que la gente se mataba por diversión —intento que suene a broma pero, por su silencio, diría que no le ha hecho mucha gracia.

Por el rabillo del ojo veo que mueve el brazo, sacudiéndose antes de guardársela y abrocharse el pantalón. Retiro la mirada antes de que me pille, mientras él se acerca hacia el lavabo que está junto a mí y comienza a enjabonarse las manos con una calma intencionada.

—¿En la carrera no os han enseñado que no se conoce la identidad del arquitecto del Coliseo, que es una obra anónima? —No sé cómo reaccionar ante eso, soy incapaz de descifrar si está vacilándome o me está juzgando.

—Sí, o sea… —Directamente, no sé qué coño contestar.

Marco me señala con la cabeza el dispensador de la pared y ahora soy yo quien le acerca el papel. Me lo coge y su mano húmeda roza la mía. El cosquilleo se transforma en una fuerte descarga y el cuerpo entero se estremece.

—Hasta luego.

Y, secándose las manos, abandona el baño y me deja ahí plantado, aún con los brazos extendidos. En ese momento, el móvil me vibra en el bolsillo. Un wasap de Lara.

¿Qué tal ha ido la entrevista? Ya has salido?

¡Mierda, la entrevista! Termino de secarme en el pantalón y vuelvo corriendo a recepción, donde Patricia, la directora de Recursos Humanos, o de Administración, o de no sé qué cargo que me dijeron por teléfono, espera de pie, mirando impaciente a su alrededor. Por suerte, sonríe al verme aparecer.

—Ya pensábamos que te habías cansado de esperar. Perdona, pero hemos tenido que apagar un pequeño fuego y se nos ha ido el tiempo. Sígueme.

Obedezco y juntos recorremos la oficina. Todo es, definitivamente, tal y como me lo había imaginado; el gusanillo en el estómago se me vuelve a despertar y me concentro en dónde estoy, tratando de olvidar el episodio del baño. El estudio, situado en pleno número 1 de la Gran Vía madrileña, ocupa dos plantas completas del edificio, distribuidas en una serie de espacios diáfanos, amplios y muy muy luminosos. Todos siguiendo el estilo orgánico y minimalista que constituye el sello de la marca Marco Mancini. Recorro las diferentes salas de ladrillo visto, el suelo de parqué y las columnas blancas, fijándome en todos los detalles y apreciando la armonía entre el techo de vigas tipo industrial y las lámparas de acero que cuelgan en hileras sobre nuestras cabezas. Observo a mi alrededor a la gente trabajando en sus Mac, consultando planos en tablets o debatiendo alrededor de una maqueta, y no puedo disimular cierta envidia.

Llegamos a una sala tipo pecera de cristal y siento una ligera decepción al ver que Marco no se encuentra allí. Y, lo peor, cierta vergüenza por haber llegado a pensar que haría la entrevista directamente con él. Ubícate, Alberto.

—Vaya —suelto cuando me acerco al balcón y me asalta la Gran Vía a mis pies.

—No te cansas nunca de mirarla desde aquí —asegura Patricia con una sonrisa.

—Nunca había estado en un edificio de Gran Vía que no fuese un teatro o una tienda. —No sé por qué he dicho eso, en vez de algo más interesante. Por suerte, ella me sonríe cómplice.

—Pasa a menudo, apenas quedan ya oficinas. Solo pisos turísticos y hoteles. Me alegro de que seamos la resistencia.

Me indica una silla y ambos nos sentamos alrededor de la mesa, sobre la que nos esperan una tablet y una carpeta con mi nombre. Patricia la abre y saca de ella mi currículum.

—Antes de nada, ¿por qué no me cuentas un poco quién es Alberto Úbeda?

Me retuerzo en la silla. ¿Que quién soy yo? ¿En qué sentido?

—Pues… Bueno, acabo de terminar Arquitectura y…

Me callo, pero ella me sonríe y con un gesto me indica que continúe.

—Y… Y acabo de volver de un Erasmus en Bruselas. He hecho allí el último curso.

—Ya he visto, ya… ¿Erasmus en el último curso de Arquitectura? Eres un valiente.

—O un inconsciente…

Ríe de nuevo, y poco a poco el ambiente se va relajando.

—Bruselas es una ciudad maravillosa, ¿verdad?

—Muchos dicen que es sucia o muy gris, pero a mí me ha fascinado. Su ambiente, la mezcla de culturas, sus parques… Sus gofres. —Se ríe. Me río. Bien, lo estás haciendo bien, Alberto.

—¿Y cómo ha sido la experiencia Erasmus?

—Intensa. —Genial, ahora se pensará que me he pasado los últimos nueve meses de fiesta sin pisar una clase. Sin ser del todo cierto, al menos… —Quiero decir, que muy enriquecedora. Me ha permitido estudiar en otro país, vivir en otro idioma, aprender a desenvolverme solo, hacer amigos de otras culturas… —«Y enamorarme», pienso, aunque eso no creo que proceda confesarlo en una entrevista. «Verás, Patricia, fui con el objetivo de tirarme a todo el que pudiese y acabé enganchándome del primer belga que se me cruzó. Vivimos una historia apasionada y, creíamos, con fecha de caducidad. Sin embargo, ahora estoy en Madrid, medio enredado en una relación a distancia y deseando hacer algo de provecho que me permita tener la mente ocupada, no pensar en hacia dónde va lo nuestro y comenzar a hacerme un CV de verdad».

—Me imagino —contesta, al hilo de mi respuesta—, yo hice un Erasmus en París. Son experiencias que te cambian la vida.

Coge la tablet y comienza a repasar conmigo el porfolio de trabajos y proyectos que me recomendó mi profesora que le enviase. Después de unos comentarios genéricos sobre la carrera se detiene en un boceto. Un diseño de un rascacielos.

—Es realmente interesante —prosigue—. Nos llamó mucho la atención cuando lo vimos. Hoy en día estamos tan contaminados por los mastodónticos rascacielos de China y de los países árabes, con sus formas imposibles, que nos alegró ver que alguien de tu edad no se dejase arrastrar por esos diseños tan… futuristas. Es muy interesante cómo combinas las nuevas tendencias y el uso del cristal, con elementos más propios de la arquitectura neoyorquina clásica.

Maravilloso, ahora me estoy poniendo rojo.

—Bueno, siempre he querido probar suerte en Nueva York, aunque sea una temporada. Es la capital del mundo, también en lo que se refiere a la arquitectura, y no me veo en otro sitio en el futuro. —Arquea sutilmente la ceja—. Bueno, menos aquí, claro.

Sonríe ante mi giro final.

—¿Por eso decidiste estudiar Arquitectura?

En ese momento, una voz me sorprende por la espalda. Me giro y veo a Marco, que entra hablando por teléfono. Mira directamente a Patricia, sin percatarse de mi presencia.

—D’accord… Oui, oui, au revoir. —Cuelga y se queda en el umbral de la puerta, con una mano apoyada en el pomo—. Me tienen hasta los cojones. Me acaban de pedir nuevos cambios. Si quieres que hagamos las cosas a tu manera, necesito que le des ya un toque al equipo de Elisa y se pongan las pilas con este proyecto. Si no, entraré yo y lo haremos a la mía.

Ella intenta mantener la sonrisa y me señala con un discreto gesto de cabeza, consiguiendo que baje la mirada y se dé cuenta de que no están solos.

—Marco, él es Alberto. Justo estamos con la entrevista para la beca.

Me pongo de pie, torpemente, y le tiendo la mano. Él me la estrecha, sin apartar su mirada de mis ojos. Es un apretón fuerte. Ninguno de los dos decimos nada.

—Justo Alberto estaba a punto de contarme qué le motivó para estudiar Arquitectura, ¿verdad?

Joder, joder, joder. Lo del Coliseo otra vez no. Percibo cómo, poco a poco, Marco comienza a analizarme con la mirada. Al hacerlo, esa media sonrisilla con la que me sorprendió en el baño comienza a aflorar, iluminando aún más su cara. Mierda, el cosquilleo otra vez.

—Seguro que te gustaría que tus obras se sigan admirando durante los próximos dos mil años, ¿verdad? —Sonríe abiertamente, desafiante. Seguimos mirándonos a los ojos, como si Patricia ya no formase parte de esto y la conversación fuese solo entre nosotros dos. Las pulsaciones se me disparan y el cuello vuelve a picarme, pese a no llevar puesta la corbata.

—Bueno, no sé si en los próximos dos mil años —intento improvisar—, pero sí me gustaría diseñar y crear proyectos que trasciendan. Siempre me ha parecido muy estimulante formar parte del skyline de las ciudades, con edificios sostenibles que sean reconocibles por mi sello personal y mi estilo, sin que rompan con la armonía del entorno.

¿Le habrá sonado tan bien como a mí? Porque juro que no lo tenía ensayado. Él continúa mirándome. Analizándome. Sin dejar de sonreír.

—Madrid es una ciudad complicada para eso.

—El skyline de Madrid es horrible, no tiene planificación ni personalidad. —Quizá no debería estar siendo tan directo, pero su mirada ha conseguido desarmarme y siento que he perdido el control.

Marco se ríe y, por primera vez desde que nos hemos saludado, deja de mirarme a los ojos y se dirige hacia Patricia.

—¿Qué opinas?

Me giro hacia ella, que asiente divertida con la cabeza.

—Que tiene toda la razón. El skyline de Madrid es un despropósito.

Respiro aliviado.

—Patricia, búscame cuando acabéis, ¿vale? —Marco abandona el despacho sin despedirse. Siento una sacudida en el estómago cuando la puerta se cierra detrás de él.

—Pues este es el famoso Marco Mancini —concluye, obligándome a salir de mi embobamiento—. ¿Por qué no te sientas y seguimos charlando?

Obedezco y continuamos con la entrevista. Me habla de las condiciones, es una beca de tres meses prorrogables a seis en función de la situación y necesidades de los proyectos, especialmente de cómo se desarrolle uno en concreto para una marca de moda francesa que va a desembarcar en España y para el que necesitan un apoyo extra en el equipo. Pongo el piloto automático cuando comienza a contarme la historia del estudio y su estructura y organización, desde la gran Archer, la matriz que engloba toda la empresa y que da nombre al estudio de arquitectura, hasta la firma Mancini de diseño de mobiliario y decoración, para la que «tienen importantes planes de expansión internacional». Pero su explicación me llega como un eco lejano. No porque no me interese, sino porque no me quito de la cabeza este nuevo encuentro con Marco. Ese instante fugaz al que me hubiese gustado agarrarme unos minutos más. La fuerza con la que me ha estrechado la mano. Su voz, grave y potente. Su olor a… él. Tengo que conseguir estas prácticas, ya no solo por la experiencia y la oportunidad; tengo que formar parte de esto porque necesito estar en contacto con Marco Mancini.

—Creo que no me dejo nada por contarte. La capacidad de síntesis no es una de mis virtudes.

La risa de Patricia me devuelve a la realidad. Alberto, concéntrate, está yendo muy bien.

—Suena genial. De verdad.

La entrevista ha llegado a su fin, así que atravesamos de nuevo el estudio, de vuelta a recepción. Busco a Marco a mi alrededor, pero ni rastro de él.

—No sé si tienes alguna pregunta o hay algo más que quieras saber —comenta cuando llegamos a la puerta.

—No, de verdad. Todo muy claro. Muchísimas gracias de nuevo. —Cruzo la puerta y, justo cuando va a cerrarla, me giro—. Bueno sí, una cosa, ¿cuándo, más o menos, podría saber algo?

—¡Cierto! Perdona, estaba convencida de que te lo había dicho. Es una incorporación inmediata y, como sabéis, solo vamos a valorar a los candidatos con los mejores expedientes de la promoción, así que no deberíamos tardar más de dos o tres días.

—Genial, pues… Eso, muchas gracias otra vez.

Patricia se aleja y me deja solo. ¿Dos o tres días? Sean los que sean, se me van a hacer muy muy largos.

Capítulo 2

—Espera, espera, ¿lo estabas diciendo en alto?

—¿Delante del espejo?

Lara y Andrés sueltan una carcajada que hace que media urbanización no nos quite ojo. Andrés se deja caer sobre el césped, partiéndose de risa, mientras Lara le da con la mano para evitar que arme tanto escándalo, aunque ella tampoco puede parar de reír.

—Lo sé, es ridículo —reconozco, mientras me tumbo boca arriba en mi toalla y me tapo la cara con las manos—. Si se pudiese morir de vergüenza, creo que en ese momento me habría desplomado de manera fulminante.

Definitivamente, no he debido entrar tanto en detalle al contarles mi primer encuentro con Marco. Lara me da un par de palmadas de ánimo en la pierna y me acerca una bolsa de Cheetos Pandilla y unas chucherías.

—Azúcar y grasas procesadas, te lo has ganado.

—Me las merezco, no me digas que no.

—Bueno, ¿y cómo es él? —me pregunta Lara, que también lo tiene idealizado.

El hecho de que los dos hayamos ido juntos siempre a la misma clase del colegio y que eligiéramos la misma carrera y universidad nos ha convertido en una especie de curioso matrimonio que comparte gustos, aficiones y, en muchas ocasiones, crushes. Marco Mancini entra directamente en la lista de inalcanzables en la que en su día también nos resignamos a meter a Miguel Ángel Silvestre, Jacob Elordi o Noah Centineo. Al menos, ahora he podido tachar de la lista conocer a uno de ellos, así que supongo que algo es algo.

—Pues, es… —Me quedo unos segundos pensando en cómo podría describírselo. En cómo podría definir lo que sentí al desvirtualizarlo—. Intimidante.

—Madre mía, sí que os ha dado fuerte con el tío ese. —Andrés se incorpora y me quita la bolsa de Cheetos—. Rihanna, esa sí es intimidante.

—Siempre he dicho que sería la única tía por la que me cambiaría de acera —confirmo.

—Así se habla. —Andrés levanta la mano para que se la choque, pero le hago una cobra—. ¿En serio? —Mira a Lara, que le devuelve una mirada de «no seas básico». Mi amigo se encoge de hombros, baja la mano y aprovecha para quitarme las golosinas.

En momentos como este admiro la paciencia de Andrés. Aunque él también fue al colegio con Lara y conmigo, y hemos formado un trío inseparable desde que tengo uso de razón, temí que se sintiera algo desplazado desde que salí del armario. Algo que, sin pretenderlo, me unió un poco más a Lara. Aunque tanto ella como yo nos prometimos que, a pesar de las nuevas amistades de la facultad o del tiempo que pasaríamos sin él, siempre seríamos nosotros por encima de todo. Nos conocemos desde los tres, nuestras carreras terminan este año y aquí seguimos, después de dos décadas, dando la bienvenida al verano en la piscina de Lara. Prueba superada, supongo.

—¿Sabes lo que más me llamó la atención de él?

No puedo evitar resultar monotemático. Con solo mencionarlo se me vuelve a poner el corazón a mil por hora. Lara se acerca expectante.

—¿Su acento? ¿Su pelo? ¿Su pecho?

—Su mirada —respondo—. Te mira intensamente, como si no hubiese nada ni nadie más alrededor. Como si pudiese leer tu mente y supiese todo lo que estás pensando.

—Madre mía, hasta a mí me están entrando los calores. —Andrés resopla exageradamente.

Los tres nos reímos.

—Lo que me recuerda que estamos como a mil grados y junto a una piscina. —Lara se levanta con decisión—. ¿Nos bañamos o qué?

Sin esperar nuestra respuesta, se va directa hacia el bordillo y se tira de cabeza sin pensárselo, con la gracia que le han dado muchos años de clases de gimnasia rítmica.

—¿Venís o qué, nenazas?

—Sabes que, como el único gay del grupo, solo yo estoy autorizado a usar ese término como insulto, ¿verdad? —Le grito desde la toalla.

Lara me salpica con fuerza, mojándonos a los dos. Andrés se levanta de un salto, corre hacia el agua y se tira en bomba casi encima de ella.

—¡Capullo, que me matas! —Lara se ríe y comienzan a salpicarse. Al segundo, se giran hacia mí y empiezan a arrojarme agua.

—Como me mojéis el móvil, os despellejo vivos.

Abandono la toalla y me siento en el bordillo.

—¿Qué haces?, ¿no te metes?

—Por ahora, no. En un rato.

Desde la entrevista, no he sido capaz de separarme un solo segundo del móvil. Tampoco es que a día de hoy nadie lo haga, pero reconozco que ahora lo único que hago es mirarlo compulsivamente, comprobando que no haya ninguna llamada perdida, que está en modo vibración y que hay cobertura suficiente. Ya han pasado un par de días y la ausencia de noticias me está volviendo loco.

—Te llamarán, tío, hazme caso. —Me anima Andrés, leyéndome el pensamiento.

—Y si no, piensa en el verano que tenemos por delante.

El verano. Eso sí que me desmotiva. Desde que volví de Bruselas, he dedicado tanto tiempo a planificar lo inmediato, que no me he parado ni un segundo a pensar en un plan b para todas las semanas «vacías» que me quedan por delante si no consigo la beca. Si la respuesta de Marco Mancini es un «no» tendré que buscarme la vida como pueda con tal de no estar muerto del asco en Madrid.

—No sé, tía. Necesito sentir que no malgasto las vacaciones, que hago algo productivo.

—¿Más productivo que esto? —pregunta Andrés.

—Pues sí. Si al menos hubiésemos organizado un viaje juntos, o con los del cole, como otros veranos… Pero la perspectiva de quedarme aquí solo mientras todos os vais por ahí de vacaciones…

—Siempre puedes irte con tus padres al piso de San Juan. —Lara sale de la piscina y se sienta a mi lado.

—Quita, quita, el mes entero ahí me pego un tiro. Este año van a bajar todo julio y en agosto le dejarán la casa a mi tía, así siempre hay alguien en Madrid para estar cerca de mi abuela… Y eso.

No me gusta hablar de cosas tristes, y menos con mis amigos, así que fijo la vista en el centro de la piscina y espero que uno de los dos cambie rápido de tema; pero continúan mirándome, callados, hasta que Andrés rompe el silencio.

—Tío, no nos habías dicho que estaba tan mal.

—Bueno, está muy mayor, ya sabéis… Cuando vine en Navidad ya ni me conocía, así que imaginaos ahora. Pero bueno, los de la residencia nos han dicho que puede tirarse así años, que tampoco sé hasta qué punto es un consuelo.

Andrés imita a Lara y se sienta a mi lado.

—Sabes lo que necesitas, ¿verdad?

Sin darme tiempo a responder, me empuja con fuerza y caigo al agua. Noto como el frío recorre de golpe mi cuerpo en contraste con el calor del exterior.

—Eres un cabrón —le suelto cuando saco la cabeza. Andrés se encoge de hombros y sonríe con malicia—. Bueno, y vosotros, ¿qué? ¿Me vais a abandonar durante el verano?

—Pues Luis y yo nos bajaremos la segunda quincena de agosto a Cádiz con mis padres —contesta Lara. Luis, su flamante hermano mayor, que espero con todas mis fuerzas que se digne a bajar a la piscina y nos deleite con la imagen de su cuerpo en bañador—. Ya sabéis: playa por la mañana, pádel por la tarde, fiesta por la noche. La misma gente, los mismos planes, exactamente igual que siempre —comenta mientras pone los ojos en blanco.

—No entiendo por qué sigues repitiendo una y otra vez lo de todos los veranos, si es que no es tu rollo. Entiendo que a tus padres les guste, porque van sus amigos, pero eso no significa que tú tengas que ser amiga de sus hijas a la fuerza. No a estas alturas —le espeta Andrés—. Por muy buenas que estén, no dejan de ser una panda de niñas pijas más preocupadas por buscar un buen marido ahora que han terminado la carrera, que por vivir su propia vida. Tú no eres así.

—Claro que no soy así. Pero son muchos años, y también son mis amigas, al fin y al cabo. Si no es que no me lo pase bien, es solo… No sé, tengo la sensación de que pasarme el verano allí es lo que se espera de mí. Pero tranquilos, pondré la mejor de mis sonrisas y disfrutaré al máximo. Al fin y al cabo, son mis vacaciones.

Lara se queda callada. Andrés y yo nos miramos, sabiendo que ninguno de los dos va a conseguir sacarle nada más. Lara siempre se ha sentido muy presionada por lo que su familia espera de ella. Su padre es un importante constructor al que las cosas le han ido muy bien, y no ha dudado en inculcarle su profesión a Lara y a Luis. Sin embargo, aunque aceptase a regañadientes que su hija se decantase por Arquitectura, sus planes siempre han pasado por que se especialice en temas administrativos y comerciales que le permitan dedicarse a la gestión de la empresa. Con su hermano lo consiguió, pero, conociendo a Lara, nos cuesta creer que vaya a poder con ella. Ya pasó por el aro cuando sus padres le pidieron que se dejase de Erasmus y de historias y se centrase en sacar la carrera con las mejores calificaciones. «Ya viajarás cuando acabes», aunque después vendrían otras excusas para no dejarla marchar. Pero lo de formar parte de la empresa familiar… No, por ahí ella no va a pasar. Al menos, nos decepcionaría bastante si ocurriese.

—Pues yo voy a empezar el curso. —Andrés cambia de tema y Lara sonríe agradecida.

—Espera, espera, ¿el intensivo ese de teatro?

—Sí. Durante el mes de julio voy a dedicar mi valioso tiempo libre al noble arte de la interpretación. Y en agosto, pues ya veré. Seguramente me quede a cargo del bar de mis padres para que ellos se puedan ir unos días a la playa.

—Pero, un momento, ¿desde cuándo quieres ser tú actor? —Lara suena entre incrédula y divertida—. Pensé que no hablabas en serio, como cuando dijiste que te ibas a apuntar a esgrima…

—O a clases de funky —añado.

—Bueno, la vida es muy corta y hay muchas cosas que quiero hacer. A lo mejor siendo actor puedo serlas todas…

—Dicho así tiene sentido… creo.

—A ver, he estudiado Comunicación Audiovisual, que viene a ser un poco el «pinta y colorea» de las carreras, seamos sinceros. Y ya habéis visto que me he pasado los últimos meses empalmando cursos de todo tipo porque solo con esto no voy a ningún sitio. Además, no tengo ni ganas ni pasta para un máster. No sé si quiero ser guionista, director, actor, cómico o todo a la vez. O nada. Qué sé yo. Por eso, mientras pueda, quiero formarme y vivir todas las experiencias posibles.

—Joder, Andrés, de mayor quiero ser como tú. —Lara lo dice en broma, pero no consigue disimular cierta pena y envidia en su tono—. Voy a secarme un poco a la toalla, ¿vale?

Se levanta y nos deja a Andrés y a mí en el bordillo, disfrutando del frescor del agua en los pies.

—Sus padres no saben que quiere hacer el voluntariado. —Andrés mira hacia atrás con disimulo para comprobar que no puede oírnos—. La escuché discutiendo con su hermano cuando llegué.

—Espera, espera, ¿entonces Luis está aquí?

—Estás muy salido, tío, necesitas urgentemente una videollamada guarra con tu chico belga. —Ríe y me da un codazo en las costillas.

—Es coña… No sabía que iba tan en serio con eso. Cuando los de Arquitectos sin Fronteras vinieron a la facultad a darnos la charla sí le moló el proyecto, pero de ahí a dejarlo todo e irse a África a ayudar a construir casas, escuelas o lo que sea…

—Su padre va a flipar, él piensa que ha solicitado plaza en el máster.

—Qué tía. Tiene más huevos que nosotros dos juntos.

Andrés asiente con la cabeza. Permanecemos un rato en silencio, meciendo los pies en el agua. Los suyos parecen de albino por el efecto lupa del sol en la piscina. Ningún año se libra de que le vacilemos con su pinta de guiri, su piel fucsia, sus pecas y su pelo castaño volviéndose rojizo a medida que va avanzando el verano. De hecho, fue justo durante unas vacaciones en las que su pelo se volvió más naranja que nunca cuando nuestros compañeros del colegio nos bautizaron como Ron, Harry y Hermione: un pelirrojo, un moreno de ojos claros y una castaña esbelta y de melena larga. Aunque no íbamos a Hogwarts, sino a un colegio del extrarradio de Madrid. No se puede tener todo.

—Y tú, ¿qué?

—Lo de las prácticas me ha tenido entretenido. Y lo agradezco, la verdad…

—¿Has mirado lo de las becas en Nueva York que nos dijiste? Solo como plan b, pero vamos, seguro que te pillan aquí, ¿eh? —Recula en cuanto percibe la mirada que le lanzo.

—No, tío, no quiero irme a la otra punta del mundo hasta ver qué pasa con Gilles. —Por el rabillo del ojo capto que hace amago de abrir la boca y rebatirme, hasta que vuelve a centrarse en los círculos que dibuja su dedo gordo en el agua—. Además, acabo de volver, no quiero pensar en irme otra vez justo ahora.

—De todos modos lo vas a petar en el sitio este, ya lo verás. Y si te cogen, seguro que Gilles puede venir a Madrid, o puedes irte tú para allá cuando acabes o yo qué sé. Tú no le des más vueltas, que te conozco.

Hago un gesto con la mano, como quitándole importancia, aunque soy consciente de que sí, de que le voy a dar mil millones de vueltas. Y eso que prometí no volver a España con mochila. Pero lo que empezó como el típico rollo de una noche de fiesta ha acabado por tenerme pensando una y otra vez en cómo he llegado a este punto: copas en una residencia de estudiantes y cervezas en el Delirium, el pub por excelencia de los universitarios y los turistas; y, en un momento de la noche, chico conoce a chico; chico se lía con chico; los dos se dan los teléfonos pensando que en el fondo eso no va a ir más allá y, cinco meses después, chico vuelve a España y ambos prometen seguir intentando estirar algo sin saber si llegará o no a romperse.

—Bueno, quedamos en ir viendo poco a poco.

—¿Gilles, no? —Lara nos observa mientras agita su larga melena castaña para desprenderse del exceso de agua, consciente de que ese sencillo y sensual gesto provoca que media urbanización se gire para mirarla. Sus ojos, de un verde intenso, brillan con luz propia bajo el fuerte reflejo del sol, mientras que su cuerpo, esculpido por la gimnasia rítmica, aún retiene las horas de ejercicio. Aunque dejó de entrenar cuando comenzamos la carrera, más como un acto de rebeldía que por convicción, sigue manteniendo la delicadeza y elegancia en cada uno de sus movimientos—. Deberíais hablar —sentencia mientras se sienta a mi lado.

—Otra igual, ¿y si se agobia?

—¿Agobiarse? Alberto, cielo, lo digo por ti. Gilles es un amor de niño, y me cayó genial cuando fuimos a verte. Pero el único al que veo agobiado aquí es a ti, tienes que empezar a tomar decisiones. ¿Has mirado algo de las becas de Architect New York? Solo por tener más opciones, pero vamos, que seguro que te pillan en Archer, ¿eh? —Otra que recoge cable al ver mi reacción.

—No sé, ya veré. Qué complicado es todo, coño, con lo fácil que sería pasar de él y centrarme en algún rollo ocasional y sin compromiso… ¿Cuándo decías que bajaba Luis?

Lara me da un manotazo y me salpica con el pie. Andrés y yo nos echamos a reír.

—Da gracias si no te aparta de una hostia —dice mi amigo, alejándose antes de que le alcance con otro manotazo—. Todo el mundo sabe que tu hermano es un fachilla, ¿verdad, Lara?

—Bueno, eso se lo curo yo cuando quiera —digo entre risas mientras ella continúa con sus aspavientos.

—Ejem… ¿Lara?

Una voz grave y profunda nos interrumpe, al tiempo que una sombra se dibuja sobre nosotros. A mis pies, el torso y la cara de Luis aparecen reflejados en el agua. No hace falta que me gire para notar que se siente algo molesto. Andrés, mirándome de reojo, intenta aguantar la risa mientras nuestras caras se van volviendo cada vez más rojas. Lara se vuelve hacia su hermano y levanta la cabeza, con actitud cortante.

—¿Qué quieres?

—Tranquilita, enana.

Levanto un poco la cabeza para que no parezca que lo ignoro y rezo para que no me haya escuchado, hasta que me detengo a la altura de su entrepierna y del bulto que se marca bajo su bañador de cuadros. No es que haya sido intencionado, pero es un buen sitio en el que fijar la mirada mientras espero a que pase este momento «tierra, trágame».

—¿Es vuestro? —Extiende el brazo y coloca un móvil a la altura de nuestras caras.

Lara me da un codazo para que levante del todo la cabeza. Todos me miran fijamente.

—Que es tu móvil, atontao.

—Lleva vibrando un rato. Estaba en vuestras toallas.

—Es mío, gracias —contesto mientras lo cojo sin cruzar miradas.

Sin mediar palabra, Luis nos bordea y se tira de cabeza a la piscina. Lara aprovecha mi embobamiento para arrebatarme el móvil y meter mi código de desbloqueo sin preguntarme.

—Tienes seis llamadas perdidas.

—Espera, dame eso. —Recupero el teléfono y reviso el historial con ansiedad—. Es un número fijo. Joder, ¡para un minuto que me separo de él!

Me levanto de un salto y corro a una zona apartada para devolver la llamada. Mis rayadas con Gilles, las rayadas de mis amigos y todo lo demás se esfuman de inmediato mientras escucho el tercer tono, el cuarto… Noto que el tembleque en la pierna y el tic en el ojo se apoderan de nuevo de mí.

—Archer, ¿dígame?

Capítulo 3

—¿Alberto, verdad? ¿Quieres que les ponga nata?

Asiento y me llevo los dos frappuccinos gigantes antes de que a la cola que se ha formado a mi espalda le dé por amotinarse. El asfalto me recibe como una bofetada asfixiante de calor cuando abandono el oasis de aire acondicionado del Starbucks. Me tapo la frente con la mano a modo de visera y levanto la cabeza por encima de los cientos de personas, que cruzan de un lado a otro en busca de una triste sombra que los resguarde mínimamente en esa aberración de hormigón en la que se ha convertido la plaza de Callao.

—¡Alberto, ven, aquí!

Mi madre agita los brazos y se acerca, esquivando con mala cara a una jovencita de sonrisa demasiado risueña que se acerca a ella carpeta en mano.

—De verdad, entre los captadores, el Bob Esponja ese de ahí y el que imita a Michael Jackson, el centro se está convirtiendo en un circo. ¡No me vuelves a traer más por aquí, ya te lo digo!

—¡Si fuiste tú la que se empeñó en venir de compras conmigo!

Mi madre me arrebata uno de los frappuccinos y se pasa el vaso congelado por la cara, haciendo que el «Gloria» marcado con rotulador negro se difumine e impregne su frente. Está muy graciosa con la cara tiznada. ¿Qué hago, se lo digo?

—Yo solo quiero que tengas algo de ropa buena para que te vistas como un arquitecto. No puedes tener un fondo de armario solo con básicos del Zara.

—Tampoco es que empiece a trabajar en un bufete, no hace falta ir de punta en blanco.

—¿Has visto cómo llevas las zapatillas? Tienes todas igual, todas para tirar. De aquí no nos vamos hasta que te compre unos zapatos decentes.

La combinación del sol de mediodía achicharrando nuestras cabezas y la previsible matraca de mi madre con su concepto de lo presentable empieza a ponerme un poco de los nervios. Respiro y le doy un buen trago a mi bebida mientras asiento de manera automática ante el nuevo rumbo que ha tomado su monólogo: cuando acabe conmigo piensa llevarse a mi padre a renovar su vestuario. Sonrío para mis adentros rememorando una escena que he visto muchas veces de pequeño, y el recuerdo consigue ablandarme un poco y que tenga presente qué se esconde detrás de toda esa verborrea.

—Mamá —la interrumpo—, ya he hablado con la tía. Me he organizado con ella para turnarnos para ir a ver a la abuela, ¿vale? —añado, intentando sonar lo más despreocupado posible.

—Ah, vale… ¿seguro?

—Sí, y por mí no te preocupes. Llevo nueves meses solo, estoy deseando que os vayáis.

Mi madre me arrea un manotazo cariñoso en el brazo.

—No me digas eso, que acabas de llegar y no me va a dar tiempo a disfrutarte.

—Bueno, así te vas acostumbrando, que de este año no pasa que me vaya de casa.

—¿Con qué dinero?

—Pues el de mi sueldo en Archer, por supuesto. Y si no… pues ya me buscaré la vida. Puedo buscar un curro mientras miro lo del máster, o unas prácticas mientras…

La pobre agita los brazos en el aire, como espantando la conversación. Igual que hace cuando le digo que «A mi edad, en las películas ya se han ido todos de casa», a lo que ella siempre me rebate: «Déjate de tantas películas y baja los pies a la tierra, que esto es España. Y aquí la película para los de tu generación es un drama con final abierto». Ella, siempre tan práctica y tan alentadora.

—¿No querías entrar a mirarte un bañador?

Señalo con la cabeza una tienda frente a El Corte Inglés. Mi madre hace amago de echarse atrás, hasta que finalmente se acaba de un trago la bebida y me da el vaso.

—Tú espérame aquí, que no tardo.

—Sí, claro, tú eres la Preysler y yo tu asistente. Me voy a buscar una sombra que tengo que llamar por teléfono.

Antes de que pueda rebatirme, doy media vuelta y enfilo la calle en busca de un banco. A los pocos metros, desisto y me conformo con el escalón de un portal semicubierto. Me acicalo como puedo con la cámara frontal del móvil y, tras esperar a que se me quite el acaloramiento de la cara, voy directo a Gilles y pulso videollamada. A los pocos segundos, su cara de niño que no ha roto nunca un plato y sus rizos rubios me saludan a través de la pantalla.

—¡Por fin! —grita a modo de recibimiento—. ¿Me vas a contar ya eso tan importante?

Sonrío con malicia, intentando alargar el momento.

—Pues… Bueno, no, cuéntame primero tú qué tal. Llevas unos días desaparecido.

—¡Alberto!

—Vale, vale… ¡Me han cogido en Archer!

A mil quinientos kilómetros de Madrid, Gilles abre sus enormes ojos verdes y la pantalla se ilumina con la sonrisa que se le ha dibujado en la cara.

—De becario, no nos flipemos —añado al ver su entusiasmo inicial, antes de contarle con todo lujo de detalles la entrevista y cómo fue mi primer encuentro con Marco Mancini, del que tanto nos ha oído hablar a mí y a mis compañeros de clase en los últimos meses.

—¿Realmente es para tanto?

—Es… Buah. —No sé ni por dónde empezar.

—Seguro que no te llega ni a la suela de los zapatos.

—Ese es mi chico, ni un solo día sin aprender una nueva frase hecha.

Gilles abre la boca para responder, pero en ese momento un «llamando» se interpone entre nosotros y deja la videollamada en suspenso. Cuelgo la llamada de mi madre y vuelvo a la conversación con mi belga favorito con el corazón a mil por hora.

—Aprendo muy rápido, ya lo sabes —contesta en cuanto aparezco de nuevo en la pantalla.

—Tus padres tienen un montón de academias de idiomas, no te eches tantas flores. Así yo también sería políglota.

—¿Tantas flores?

—Que… Bueno, da igual. Ya te enseñaré esa cuando vengas. Porque… Vas a mirar lo de las prácticas aquí, ¿no? Es decir, que tú ya habías averiguado sitios en Madrid, y yo en nada empiezo en Archer… —Después de todas las vueltas que le hemos dado a lo nuestro, a si tendríamos un futuro más allá de Bruselas. Parece que por fin se abre ante nosotros esa puerta que hace tan solo unos días nos moríamos de ganas por abrir. Y no quiero dejar pasar la oportunidad—. ¿Gilles?

—Eh… sí, sí, perdón.

—Pensé que se había quedado colgado.

—No, no. O sea, que sí, que he mirado un par de sitios. De hecho, hay uno que tiene muy buena pinta y en el que creo que podría empezar a finales de agosto.

Me tapo la cara con la mano para que no vea la sonrisa de pánfilo que soy incapaz de contener. Gilles ríe ante mi reacción y me hace gestos para que deje que me lo cuente.

—¡Perdón, perdón!

—Es un banco, en temas de inversión de esos que tanto te aburren.

Sí, lo cierto es que cada vez que Gilles se ponía a hablarme de temas de banca y de rollos financieros me volvía el meme de la mujer con la mirada perdida entre fórmulas matemáticas. Supongo, siendo justos, que igual que se pondría él cada vez que yo le aburría con mis temas sobre diseño de estructuras y la fatiga de materiales… y sobre Marco.

—Bueno, tenemos tiempo de sobra para que consigas que me interesen.

—Serían seis meses. Pero aún no me han cogido ni nada, ¿eh? Que te veo muy optimista.

—A ver, lo tienes hecho. Verás cuando se lo cuente a estos —digo, regodeándome en la cara que pondrá Lara cuando vea que no necesito planes b.

—Anda, vamos a dejar los temas de mayores y vamos a lo importante. ¿Tienes ganas de verme? Porque nosotros muchísimas…

—¿Nosotros…?

Pero no necesito preguntar más. Gilles desvía la cámara de su cara y enfoca directamente a su entrepierna. El cabrón lleva toda la conversación sin pantalones… y por lo que se aprecia en la pantalla, sí, tiene muchas ganas de verme.

—Uf… para, para, que estoy en la calle.

—Bueno… pero yo estoy en mi casa —zanja, mientras empieza suavemente a masturbarse.

—Joder, que voy con un pantalón corto.

Me llevo las manos a la entrepierna por instinto y, por un momento, me planteo entrar en cualquier portal y terminar la conversación en privado.

—Seguro que te queda muy bien, ¿puedo verlo?

Pongo los ojos en blanco, en señal de que él gana. Tapando el móvil con una de las bolsas, enfoco directamente al bulto que se marca bajo mi bermuda y que crece a medida que mis ojos no quitan detalle del suave movimiento de su mano.

—No muevas el móvil —me ordena en un susurro.

Al otro lado de la pantalla, Gilles acelera el ritmo. Oigo su respiración entrecortada a través de los auriculares, cada vez más fuerte y agitada, hasta que finalmente se corre sobre su vientre en un vertiginoso jadeo final.

—Joder, sí que tenías ganas de verme.

—No te imaginas cuántas —contesta, guiñándome un ojo en cuanto su cara vuelve a llenarlo todo—. Tengo unas ganas de pillarte que…

—Mejor vamos a dejar el tema, que te recuerdo que sigo en medio de la calle.

—Va, perdón. Ahora en serio… Me hace mucha ilusión lo de Madrid. Y me hace mucha ilusión lo de Archer. Te lo mereces.

—¿Sabes? Volví a Madrid acojonado porque no sabía qué iba a hacer con las prácticas, ni si te volvería a ver, aunque nos prometiésemos mil veces que sí. Y mírame, comprando ropa nueva para empezar en Archer y contando los días para que te seleccionen a ti en Madrid.

—Es muy fuerte, ¿no?

—Mucho. Pero en plan bien, ¿eh?

—Muy bien.

Sonreímos como dos bobos durante unos segundos hasta que una voz corta por completo la intensidad del momento. A pocos metros, mi madre se acerca sorteando a turistas y viandantes con cara de agobio.

—Oye, te tengo que dejar. ¿Te puedo llamar cuando llegue a casa? Es que tengo un asuntillo para el que necesito que me eches una mano.

Vuelvo a orientar la cámara al centro de mi entrepierna antes de levantarme y recolocarme el pantalón tapándome disimuladamente con las bolsas.

—Te ayudaré con mucho gusto.

—¡Hijo, de verdad! Llevo una hora buscándote.

Guiño un ojo a Gilles antes de colgar y de bajarme de la nube en la que acabamos de levitar juntos.

—No exageres, si solo llevo aquí diez minutos.

—Antes de ir a casa vamos a pasar por la residencia. Le quiero llevar a tu abuela un pijama nuevo, que los de verano los tiene todos viejísimos.

—Le llevaste dos la semana pasada.

Pero, por su gesto con la mano, sé que no la voy a convencer.

—¿Con quién hablabas?

—Nadie, un amigo.

—Un amigo no, un chico.

—Es lo mismo.

—No es lo mismo. Cuando hablas con Andrés no se te queda esa sonrisa de bobo.

Río sin poder aguantarme. La tía no puede evitar ejercer ni aunque esté de vacaciones. Cuando te has criado con dos profesores de instituto como padres, sabes que, hagas lo que hagas y digas lo que digas, todo puede ser utilizado en tu contra.

—Ahí me has pillado, madre.

—¿Y quién es? ¿Es el belga ese del que nos hablaste cuando fuimos a verte?

—Sí, Gilles. A lo mejor viene a hacer prácticas a Madrid.

—Ah, pues mira. ¿Pero entonces estáis juntos-juntos? Yo pensé que erais follamigos de esos.

—¡Mamá!

—Hijo, ¿por qué te escandalizas? ¿Tú qué te piensas que veo cada día en clase?

—Bueno, pero ellos son tus alumnos, no tu hijo.

—Lo que quiero decir es que, después de verano, entre unas cosas y otras, vas a tener que tener la cabeza muy despejada si quieres hacer todo lo que tienes en mente. Las prácticas, buscar trabajo, irte a compartir piso…

—¿Y? —Aunque sé muy bien por dónde va.

—Pues que no quieras correr antes de andar.

—Mamá, ni que nos fuésemos a casar. Solo es un amigo. Una cosa —digo, sufriendo aún las consecuencias del calentón y cayendo en que puedo tener un rato solo en casa para llamar a Gilles y ponerle remedio al asunto—, a mí déjame en casa primero, ¿vale? Que tengo que preparar un par de temas para mañana…

—Pero esta semana te acercas. Y así practicas antes de que nos vayamos a Alicante, que se te va a olvidar conducir.

—Que sí…

—Y póntelos cuando vayas a verla, que vean el nieto tan guapo que tiene.

Mi madre abre una de las doscientas bolsas que acarrea.

—Son tu número, no se te ocurra cambiarlos, que necesitas calzado bueno.

Saco del interior una caja de cartón, la abro y descubro un par de zapatos de ante beis, de ese rollo arreglado pero informal que Lara tanto se empeña en inculcarme y con el que, la verdad, muchas veces fantaseo cuando buceo en perfiles random de Instagram. Solo de imaginarme entrando a trabajar en Archer con la ropa nueva y con esos zapatos tan suaves, delicados e impecables se me dibuja una sonrisa triunfal.

—Se te ha quedado la misma cara de bobo que cuando hablabas con tu amigo. Sí que te han gustado, sí.

Me humedezco el dedo con saliva y le borro con un toque de pulgar los restos de rotulador que siguen impregnando su cara. Qué menos, ¿no?

Capítulo 4

El primer día de algo nuevo siempre es complicado. A la emoción por ese comienzo se le suman los nervios por hacerlo bien, por encajar o, simplemente, por sobrevivir. En mi caso, además de la presión que me impongo yo solito, tengo que añadir el peso de no querer decepcionar a nadie a mi alrededor. Tras los «estaba cantado que te iban a coger» y «lo vas a petar» de mis amigos, esta mañana mis padres me han despedido con un: «Estamos muy orgullosos de ti», «ahora son prácticas, pero mañana puede ser un contrato».

Las primeras horas en el estudio me han obligado a apartar todo eso de mi cabeza y dejar espacio para toda la información que me han soltado al entrar. Nombres que tardaré días en aprenderme, rutinas, procedimientos… Definitivamente, hoy con sobrevivir tengo más que suficiente.

—… Y cuando te hayan habilitado la dirección de correo, debes mandar un e-mail con tus datos bancarios a Raquel. Recuerda hacerlo antes de irte, porque tiene que pasarlos por el sistema. ¿Alberto?

Ignoro la constante vibración que me llega del bolsillo y vuelvo la cabeza hacia Patricia, que se ha sentado en mi mesa para terminar de darme instrucciones. Por mi cara, se da cuenta de que me he perdido hace un rato

—Perdona, sí, e-mail a Raquel antes de irme.

—¿A dónde se lo piensas mandar?

—Pues…

Patricia se ríe y apunta una dirección de correo en un post-it.

—Es broma. No te preocupes, sé que son muchos temas de golpe. Lo más importante ahora es que te presente al equipo al que vas a dar apoyo. Olvídate de todos los nombres que te he ido presentando hace un rato, por el momento no hace falta que te los aprendas. —Me guiña un ojo y se levanta—. Elisa, ¿puedes venir?

Hace un gesto con la mano a una chica que acaba de entrar en la oficina. No tiene pinta de llegar a los treinta. Alta, rubia e imponente, se mueve con mucha seguridad en sí misma; se acerca a nosotros, se quita unas enormes gafas de sol y, con la otra mano, rebusca despreocupada la funda en el bolso.

—Elisa, este es Alberto, el estudiante en prácticas que entrará a daros apoyo en el proyecto de los franceses.

—No sabía que tuviéramos programa de prácticas. —Elisa levanta la cabeza y mira a Patricia con un falso gesto de asombro. Por sus miradas diría que se están desafiando, lo cual contribuye poco a rebajar mi estado actual de nervios.

—Bueno, Archer siempre ha sido muy selectiva con los perfiles junior. No da la opción de entrar en la dinámica profesional del estudio así como así. —Patricia se gira hacia mí y fuerza una sonrisa—. Por eso, Alberto, te invito a que disfrutes y aproveches al máximo esta oportunidad única.

—Gracias, Patricia, muy motivador —contesta Elisa con sarcasmo—. Si te parece, ya sigo yo y le cuento lo que necesita saber.

Ambas se dedican una última mirada desafiante hasta que, finalmente, Patricia da por perdido su particular duelo y se marcha. Me quedo delante de Elisa, sin saber si estrechar su mano o esperar a que ella lleve la iniciativa. Por suerte, deja de rebuscar entre sus cosas y me observa de arriba abajo.

—¿Cuántos años tienes?

—Pues… Veintitrés.

—Qué mono, pareces más mayor. —Se acerca y me da dos besos—. Por fin voy a dejar de ser de las más junior. Cumplí treinta este año, que sé que no te atreves a preguntarlo, ¿a que no los aparento?

—Pues…

—No hace falta que contestes, sé que hoy no es mi mejor día, seguro que la resaca me hace parecer una cuarentona.