Yo vieja - Anna Freixas Farré - E-Book

Yo vieja E-Book

Anna Freixas Farré

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Beschreibung

Este es un recorrido por los derechos humanos en la vejez y, concretamente, por los derechos de las mujeres, sintetizados en tres principios que a Anna Freixas le parecen fundamentales en la edad mayor: la libertad, la justicia y la dignidad. Por tanto, estos apuntes de supervivencia están pensados para la nueva generación de viejas que van estrenando libertades, para las que mantienen su dignidad, para las ancianas que mientras se desplazan por el calendario son capaces de escudriñar la vida y las relaciones cotidianas con perseverancia y agudeza. Este libro pretende ser una reflexión y un divertimento sobre un surtido de pequeñas cosas que en este momento de la vida nos la pueden amargar o, por el contrario, hacérnosla más fácil. Una especie de foco para iluminar situaciones de la vida cotidiana que creemos tan normales que no las consideramos importantes y que, sin embargo, constituyen el grueso de la discriminación y el rechazo social hacia las personas mayores, únicamente por el hecho de serlo. Freixas también trata de visibilizar determinados factores que consolidan los estereotipos que la sociedad tiene sobre las veteranas. Yo, vieja es un canto a la libertad y al desparpajo; a la vejez confortable y afirmativa. Con la pretensión de que entre todas consigamos vivir una edad mayor elegante, relajada y firme.

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Cuando ellas llegaron

«… y los llevó donde Adánpara ver cómo los llamaría»

Génesis, 2:19

Los peces y las aves

habían recibido ya sus nombres

cuando ellas llegaron.

Extrañas en su idioma,

no pisaban el césped

para evitar el ruido.

En sus cuencos recogían la sangre

por otros derramada,

lavaban los agravios

junto al brocal del pozo,

amasaban el pan que no comían.

Siempre al filo del fuego

las vistieron con camisas de azufre,

les lacraron los libros

y ellas, bajo la lámpara,

supieron recitarlos de memoria.

Denunciadas por respirar el aire

les sellaron las grietas de la alcoba.

Y ahora

el vuelo detenido

bajo las almohadas

remonta.

Es el principio,

hermanas.

Marisa Calero (Para Anna)

Agradecimientos

Este libro es fruto del buen humor y la paz que sentí a la vuelta de un tiempo de salud oscilante, que dejé atrás de la mano de mi amiga Rosa Sender y, por encima de todo, gracias a la mirada y el cuidado que tuvieron Juan Serrano —en este equipo tú no puedes ponerte enferma— y nuestro hijo Bruno. Ellos, junto con mis hermanas y mi vigilante charpa de amigas y amigos, formaron un conjunto orquestal perfectamente afinado en pos de mi curación. Y aquí estoy. En ese tiempo de compartir y disfrutar, cuando di por terminado el libro en julio de 2020, aún no sabía que muy pronto iba a tener que despedirme de mi compañero de vida a lo largo de cuarenta años. ¡Ay!

Durante el proceso de escritura del libro me ha asaltado una preocupación intermitente acerca de su pertinencia; en ocasiones me parecía demasiado loco, atrevido, quizás descarado. Marisa Calero —urgencias lingüísticas 24 horas— y Marina Fuentes-Guerra han seguido paso a paso su proceso de elaboración y han bandeado mis neuras. Ellas, junto con Consuelo Borreguero y Araceli Velasco, lo han leído con ojo crítico y me han hecho aportaciones que lo han enriquecido. Heide Braun ha deslizado sobre estas letras su atenta mirada azul. A todas les debo sus buenos consejos y un eficaz limpia, brilla y da esplendor. Mi corazón agradecido y mi mente en paz. En determinados momentos una se da cuenta de que la vida está trufada de gentes generosas. Veamos. Manuela Carmena aceptó a la primera escribir el prólogo, entusiasmada, en sus propias palabras. Cuánto honor. Mis poetas de cabecera, Juana Castro y Marisa Calero, han escrito para mí sendos poemas que enmarcan el libro. Son ya muchos lustros de amistad robusta y feminista. Gracias siempre, Juana, amiga generosa; y qué puedo decirte a ti, Marisa, en todo momento hada silenciosa. Con Brigitte Rossignot comparto una mirada crítica y divertida sobre la parte ridícula y chistosa de la existencia; le agradezco las ilustraciones que me ha ido enviando a medida que leía fragmentos del libro, aunque ahora mismo no formen parte de él. On verra. Marisa Pineda, donde estés, tu generosa libertad disponible iluminó nuestra amistad. Siempre en mi corazón. Por otra parte, un aspecto crucial en mi vida ha sido poder compartir con mis compañeras de las Veladas[1]—durante veinticinco años— una reflexión sistemática desde el prisma poliédrico del feminismo, en una complicidad que traspasa cualquiera de los vendavales que airean nuestras vidas. La música de fondo que envuelve mi pensamiento feminista se la debo a ellas y también la consiguiente felicidad del sentimiento de pertenencia. Con estos mimbres, en los últimos años, he disfrutado afilando el lápiz de la frescura de la tertulia Las frescas, una habitación propia. Soy una vieja afortunada. También en este libro, como en todos los demás, Rosa Bertrán, mi agenteamiga, desde su atalaya, ha movido hilos y consejos, impagables. A Dani, el Capitán Swing, le agradezco su confianza reincidente, en esta y en otras pequeñas complicidades. Y, finalmente, llega el momento de nombrar a l@s innombrables. A esa plétora de mujeres —y algunos hombres, por supuesto— jóvenes, medianas y viejas que, en mi vida de cordobesa de adopción y barcelonesa errante, me han acompañado generosamente en diversos charcos y proyectos, generalmente frescos. Mujeres de muchos lugares de este país y de Latinoamérica que han sido y son claves en mi vida. Algunas son amigas de muchos años, otras de antes de ayer, pero todas forman parte constitutiva del mosaico de diminutas teselas que configura mi pensamiento y mi corazón saltimbanqui y agradecido.

[1]Marisa Calero, Marina Fuentes-Guerra, Juana Castro, Pilar de la Torre, Natividad Povedano, Consuelo Borreguero y también Pilar del Pino, a quien, en febrero de 2021, los vientos del atardecer, suspirando tristemente, se llevaron su alma lejos de la tierra (en palabras de Emily Brontë). Y, siempre, Caleli Sequeiros.

Me he leído el libro de tirón. Gracias, gracias, Anna. Me ha hecho mucha gracia el catálogo de consejos que nos das a las mujeres mayores. Y esto, en sí mismo, resulta algo relevante. Quizás no suficientemente reconocido, lo cierto es que las mujeres hemos tenido que pelear también, entre otras muchas cosas, por que se nos conociera como tales. Pelear por que se conociera, y conociéramos, nuestra propia biología, con lo que tiene de grandioso, diferente y singular.

Conocer, y entender, nuestros propios comportamientos físicos. Había que aprender sobre nuestro funcionamiento orgánico en general y sobre lo que todavía es más importante: nuestra tan desconocida sexualidad. Algo sobre lo que la tradición venía corriendo como mínimo un tupido velo, cuando no recurría, con ancestral crueldad, al intento de su anulación. Conviene no olvidar que la terriblemente cruel práctica de la extirpación del clítoris no es algo salvaje y exclusivo de algunas de las sociedades del continente africano. Durante el siglo XIX, y hasta a principios del XXfue nada menos que una prescripción técnica de ilustres doctores europeos y americanos, que tuvieron el valor de esgrimir que el orgasmo femenino, ni siquiera identificado por supuesto como tal, era solo expresión de algo que llegaron incluso a identificar como enfermedad: la histeria. Encuentro en internet la cita de un médico ginecólogo inglés quien, en 1866, defendió públicamente la ablación del clítoris como remedio a la enfermedad de la histeria. Qué expresión de su ideológica dolosa ignorancia.

¡Qué necesario es que todo esto se investigue y se estudie!

Sí, es esencial que lo estudiemos, que recordemos el sufrimiento femenino que ha venido causando esa mezcla letal de prepotencia e ignorancia, tan enraizadas en el ancestral machismo. Incluso llegó a inventar aquella fantasía de la teología cristiana de que la mujer era un ser biológicamente imperfecto, que había perdido su pene, el cual solo recobraría al entrar en el paraíso. Eso, quedaba claro, si había sido buena y se lo había ganado. Que sórdida imagen daba también esa narcisista fantasía de paraíso hermafrodita. Con esa visión resultaba difícil competir con un islamismo, igual o aún más machista, pero que prometía a los hombres un paraíso con huríes.

Todas esas barbaridades, unas solo teóricas y otras con mayor crueldad práctica añadida, no solo crearon en las mujeres un desconocimiento social tan fuerte sobre ellas mismas, sino que contribuyeron, durante siglos, a crear un manto de ocultación, más allá del misterio, sobre el cuerpo femenino. Este devenía en sí mismo objeto de pecado, ¡incluso para la mujer misma! Tanto es así, que las mujeres llegamos a cuestionarnos nuestra propia estructura orgánica, e incluso nuestras propias sensaciones, que ni siquiera nos atrevíamos a reconocer ni indagar. En ese marco tan negativo, cuando no aberrante, de pecado y maldición, hemos tenido que salir adelante, desprendiéndonos de la mochila histórica que nos atenazaba. Así, hemos ido aprendiendo lanzándonos a experimentar, con nosotras mismas y con otr@s, unas de otras, aprendiendo de nuestras confidencias y de aquellos conocimientos que, sustentados muy especialmente por mujeres médicas o por algunos hombres médicos absolutamente apasionados por el entendimiento femenino, nos han dado algo de esa luz que nosotras necesitábamos. Lo que nos hacía falta, hay que ver qué paradoja, para conocernos a nosotras mismas.

Como te decía al inicio, Anna, gracias por tu libro, lleno de sabios consejos. Me ha gustado eso que recomiendas a las mayores, a las que ya no somos tan jóvenes. Nos dices que nos acordemos de peinarnos por detrás, después de haber estado ricamente hundidas en un cómodo sillón. Pues sí, ahora que tú lo dices, me doy cuenta de que a mí me ha pasado eso de levantarme con un poco de cresta trasera. Y eso, ¿por qué pasa, Anna? ¿Se vuelve el pelo también un poquito más perezoso? En otras cosas, que se notan más, quizás hacemos más esfuerzo por mantenernos ágiles. Pero, ante el pelo, reconozco que no lo controlamos, ni con las canas, que a saber de dónde y de qué provienen (creo que los hombres tampoco lo saben) ni en su acomodo, que solo las peluqueras/os dominan.

Bueno, quizás será obligado reconocer que nos hemos hecho viejas. Es curioso eso de la vejez, tan evidente y que a la vez puede resultar tan falso, al menos como sensación. Ni me ha gustado nunca el término, ni nunca lo he sentido como tal, pese a mis 77 años. Durante mucha parte de mi vida he estado acostumbrada a que era la joven, la pequeña dentro de los grupos a los que me iba incorporando, encaramándome a un mundo de mayores. Ese proceso ascendiente pasó, sin duda, pero ha marcado mi trayectoria. Incorporarme a la cabeza de una candidatura en marcha con miembros que podrían ser mis hij@s quizás constituyó un aldabonazo de realismo. Era sin duda la mayor y con diferencia. Sin embargo, ni aun así me sentí distinta. Era la de siempre. Mi cuerpo es diferente, está más deteriorado, más arrugado, pero yo en mi yo más íntimo no me siento diferente. Creo que es bueno. En símil deportivo se diría no tirar la toalla.

Entiendo mucho todo lo que cuentas en tu libro. Yo he hecho y sigo haciendo cosas que parece que la sociedad ya no nos reserva a l@s viej@s. Estoy convencida de que las podemos hacer igual de bien, o mejor, que los que tienen menos años. No se trata de decir que la experiencia fuera una baza inalcanzable por las más jóvenes. Pero sí una afirmación, al contrario. L@s más jóvenes pueden ser más baratos si las mayores han generado un reconocimiento en la mochila, que se convierte en algo muy «caro» para las grandes empresas. Estas están dispuestas a desaprovechar la experiencia, con lo que cuesta adquirirla. No obstante, esa dilapidación presenta el mayor problema al traspasarse a la sociedad, que tiende igualmente, o en mayor medida, a minusvalorar la aportación de l@s mayores, de quienes tendemos a llamar viej@s. Las mujeres, que han tenido tanta dificultad para alcanzar el reconocimiento, la encuentran aún en mayor grado para superar la simplificación clasificatoria de los calendarios biológicos.

Siendo alcaldesa, se hizo una de tantas concentraciones de protesta delante del edificio del ayuntamiento. Bajé, como otras veces, a ver qué pasaba. Se había reunido un grupo de alborotadores, seguramente vinculados al Partido Popular. Comenzaron a gritarme: «¡Vieja, vieja, vieja roja!». Esperé a que acabaran de gritar y los saludé cordialmente. La sorpresa los calló. Les dije que sí, que, aunque ellos habían utilizado lo de vieja como insulto, no lo era. Efectivamente, estaban en lo cierto, yo sí era vieja. Sin embargo, en términos más empáticos, yo era efectivamente una señora mayor que, les añadí, podía tener alguna ventaja. Precisamente por eso de haber vivido más años, había vivido en una dictadura y había sido de aquellos que, oponiéndose a esta, habíamos contribuido a traer a España la democracia. Esa democracia a la que todos debíamos cuidar y que era la que, precisamente, les permitía a ellos expresarse, criticar y criticarme. No estaban acostumbrados a que nadie les razonase y en menor medida les respondiese cariñosamente. Algunos mayores sabemos, y nos gusta especialmente, hacerlo.

Sí, la experiencia es algo extraordinario. Es, como a mí me gusta decir, una grandísima mochila que nos permite tener más recursos, ser más sabios, más prudentes y todavía, lo que es mejor, ser más creativos. Tenemos, y valga el símil, más pinceles y más colores para dibujar, y representar, mucho de lo vivido.

La vejez, suelo argumentar, puede ser todo eso. Ello, sin duda, si el deterioro de la carcasa corporal no ha avanzado sensiblemente, ni el cerebro ha dejado de procesar. Si es así, la vejez puede ser esa etapa dichosa, libre y creativa, que nos haga disfrutar. Eso sí, aparece otra condición, que será difícil de recuperar del todo si no la hemos practicado antes, siempre que hayamos vivido conscientemente cada paso de nuestra vida. En cierta medida, somos responsables de nuestra vejez lo mismo que, cuando nos hacemos adultas, somos responsables de nuestra cara, de nuestra imagen.

Cuando yo tenía 15 años, llegaba a mi casa la revista Blanco y Negro, que era como el suplemento dominical del periódico ABC. En esa revista escribía una escritora que yo adoraba: Begoña García de Diego. En uno de sus artículos («Di que sí») decía que, cuando nos hacemos mayores, somos responsables de nuestra cara. Bueno, eso lo decía la escritora en los años sesenta del siglo pasado y no sé si ahora podría seguir afirmándose, con el gran desarrollo que ha tenido desde entonces la cirugía plástica. Respecto a esto, también mientras fui alcaldesa pude constatar, en los actos sociales en que había muchas mujeres de un muy alto nivel económico, que todas se parecían mucho entre sí. En un primer momento, podían incluso confundirse con sus propias hijas.

Pero, si esto es así, si somos responsables de nuestro semblante exterior, lo somos, y en mucha mayor medida, de nuestra mochila interior. Por eso, Anna, me gusta sumarme, en este rincón del prólogo de tu libro, a tu enseñanza para la vejez.

En primera persona te digo, y os digo a todas aquellas que nos leáis, que la vejez puede ser una etapa maravillosa, libre, sin ataduras, sin jefes, con capacidad para organizarnos a nosotras mismas, para absorber nuestra mochila llena, para contar, para profundizar, para crear.

Fue en el verano pasado cuando me pediste que te hiciera este prólogo y yo me puse a ello. De pronto, me escribiste diciendo que lo dejara. Te había pasado algo. Luego, más tarde, lo supe. Habías vivido la inmensa pérdida de tu compañero de vida. Archivé el borrador y ahí quedó con una interrogación, con un vacío, que creo que tú misma no habías contado. Sí, la vejez es esa época de la vida que puede ser dichosa, pero en la que también nos podemos encontrar con el dolor. El dolor que vivimos, que siempre tratamos de esquivar pero que sin duda está ahí, en la vida misma. El dolor de las inevitables separaciones de l@s que queremos y, en cierta medida, de nosotras mismas.

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo hacerlo bien? Para eso no hay recetas, ni quizás consejos.

No sé, nos quedan incógnitas que quizás solo podamos afrontar con la argamasa de la felicidad construida, con ese esfuerzo de creatividad para no desaprovechar todo aquello tan bueno de la vida vivida que no queremos olvidar nunca.

Junio de 2021

Claror

Eran tristes las sombras del anochecer.

A la luz del carburo, repartías

la sopa del invierno.

Yo no sabía entonces la aflicción

en tus manos, la cantarera

oscura ni el llanto de los pozos.

Hasta que ayer, de pronto, vislumbré

en las calles a las mujeres fuertes

que contigo enlucieron

las paredes y el suelo de la historia.

Blancas de cal y brillo, ayer

todas las casas refulgían.

Ventanas, los balcones, el dintel y las puertas.

Cuánto trabajo, madre, la limpieza

sin fin después del frío, la purgación

de las celebraciones y la limpieza clara

de esculpir el sol de los veranos.

Madres arrodilladas, madres

del lebrillo y la escoba,

del trajín y la espuma por las cámaras.

Resplandece hoy el pueblo, madre

del agua medianera y la dehesa.

Casas altas de estropajo y de luz,

mayo en el patio, arcoíris de fuego

las macetas, el verde y los geranios,

las desmayadas lilas, los claveles,

aromas de tomillo y yerbaluisa. Madre

de la cal y del tiempo, señora

que atraviesas los campos

del hambre y la langosta con tu hoz

encendida, la mirada

vesperal y brillante de la zarza. El fuego

de la Diosa.

Juana Castro (Para Anna)

Un toque de humor

no viene mal

«No son las catástrofes, los asesinatos, las muertes,

las enfermedades las que nos envejecen y nos matan,

es la manera como los demás miran y ríen

y suben las escalerillas del bus».

Virginia Woolf

Esta frase de Virginia Woolf creo que resume a la perfección el espíritu de este libro. Un libro que parece que va en broma, pero que va completamente en serio. En él conviven amigablemente nuestras contradicciones evidentes y también las posibles, la realidad descarnada y el arrebato emocionado que caracterizan la vida en la edad mayor.[2] Sí, es cierto, no es la vejez lo que nos amenaza, son nuestras ideas, nuestras conductas y sobre todo nuestra disposición interior a la obediencia y el conformismo las que nos precipitan en ella. En realidad, de lo que trata el libro es de los derechos humanos en la vejez y, concretamente, de los derechos de las mujeres en la edad mayor, sintetizados en tres principios que me parecen fundamentales: la libertad, la justicia y la dignidad. Por tanto, estos apuntes de supervivencia —que también podrían considerarse propuestas de resistencia— están pensados para la nueva generación de viejas que van estrenando libertades, pero sobre todo para las que mantienen su dignidad —en la forma y en el fondo—, para las ancianas que mientras se desplazan por el calendario son capaces de escudriñar la vida y las relaciones cotidianas con perseverancia y agudeza, con la clarividencia que dan los muchos tiros pegados, y no están dispuestas a pasar ni una.

Llevo muchos años dándole vueltas a temas relativos al envejecer femenino. He leído, investigado y escrito sobre el tema, de manera que creo haberme hecho una idea acerca de los asuntos que resultan cruciales para hacerlo manteniendo el tipo. Especialmente en un tiempo en que disfrutamos de uno de los privilegios más interesantes del envejecer: la posibilidad de mirar de manera ponderada los acontecimientos y situaciones con los que nos vamos topando, a pesar de las imágenes apocalípticas y deprimentes que tenemos alojadas en el cerebro, que son fruto del pesimista discurso social acerca de la vejez que hemos ido incorporando en nuestra mente desde pequeñas y de las representaciones que nos muestran como seres poco atractivos en todos los sentidos.

A lo largo de estos años de estudio he publicado algunos libros en los que analizo los variados temas del envejecer femenino: los cambios en la vida después de la mediana edad;[3] la menopausia en sí misma;[4]la sexualidad en la madurez[5] y las relaciones intergeneracionales,[6] y también soy autora de un texto en el que analizo y desarrollo todos y cada uno de los temas que hacen referencia al proceso de hacernos mayores.[7] Con esto quiero advertir que este breve texto no es un ensayo teórico, ni el resultado de una investigación; pretende ser una reflexión y un divertimento sobre un surtido de pequeñas cosas que en este momento de la vida nos la pueden amargar o, por el contrario, facilitárnosla. Una especie de foco para iluminar situaciones de la vida cotidiana que creemos tan normales que no las consideramos importantes y que, sin embargo, constituyen el grueso de la discriminación y el rechazo social hacia las personas mayores, únicamente por el hecho de serlo.

En estas páginas también pretendo hacer visibles determinadas formas de comportarnos o de situarnos en el mundo que consolidan los estereotipos que la sociedad tiene sobre las veteranas. Es un canto a la libertad y el desparpajo; a la vejez confortable y afirmativa. Con la pretensión de que entre todas consigamos vivir una edad mayor elegante, relajada, firme y libre del amor merengue con que la sociedad nos trata para deshacerse más o menos amablemente de nosotras. A pesar de que todavía no tenemos una idea clara de cómo queremos ser al envejecer, podemos ir poniendo ya algunos andamios, elaborando diversas propuestas que nos sirvan para la construcción de una idea más global acerca de este periodo de la vida. Lo propongo como algo que podemos ir proyectando en común. Deberemos ser nosotras, las interesadas mismas, quienes promovamos los cambios, tanto a nivel individual como los de carácter social y ecológico. Necesitamos desarrollar una agenda política para la vejez que dé espacio a vivirla con libertad, tranquilamente, a nuestro aire, con prácticas que favorezcan la vida en común. Promover una ancianidad que no imponga nuevos estándares y expectativas inalcanzables, en la que no nos veamos atrapadas por flamantes mandatos que nos sometan a modernas torturas y obligaciones y, sobre todo, que nos dé la oportunidad de experimentar la vida sin ataduras. Ahora o nunca. Nadie vendrá a resolvernos los temas que nos atañen para que podamos vivir una existencia suelta en la vejez.

La psicología como ciencia se ha mostrado históricamente bastante desinteresada por conocer la vida real de las viejas y viejos, de manera que, ante la falta de nuevas teorizaciones al respecto, siguen vigentes los antiguos modelos de lo que suponía ser mayor en siglos anteriores. No resulta fácil encontrar descripciones realistas acerca de los límites y las fortalezas con que cuenta la población mayor hoy, cuya vida dista meridianamente de la de las ancianas de hace solo medio siglo. Tenemos pocas narraciones sobre la vejez que nos permitan mostrar la diversidad y complejidad que se da en esta etapa; en la mayoría de las existentes se ofrecen verdades sesgadas, como el relato catastrófico acerca de la menopausia, el cuento del nido vacío y el desnortamiento de la jubilación, pero no encontramos nada acerca de la vida y la experiencia cotidiana de las mujeres que hoy tienen 70, 80 o 90 años y más que han vivido vidas comprometidas en proyectos profesionales, políticos y sociales que constituyen una población de gran interés; es decir, de nosotras ahora o dentro de unos años, si tenemos un poco de suerte.

La mayoría de los trabajos elaborados por las pensadoras feministas sobre envejecimiento femenino se han ido llevando a cabo a medida que hemos ido envejeciendo y cuando las nuevas situaciones vitales nos han urgido a encontrar respuestas. No necesitamos autoflagelarnos por ello; lo cierto es que en las últimas décadas estuvimos muy ocupadas con los temas relacionados con los derechos productivos y reproductivos. Ahora los asuntos que en otros tiempos ocuparon la investigación —la depresión, la menopausia, la viudedad, el nido vacío—, la mayoría de ellos relacionados, por cierto, con la consideración de las mujeres como seres dependientes de los hombres, parecen estar suficientemente encauzados y ya nos queda claro que ninguno de ellos significa mucho en nuestra vida actual. Por lo tanto, podemos centrarnos, nombrar y analizar los que sí nos afectan: la jubilación, la pobreza, la salud, la sexualidad, la diversidad de experiencias en el envejecer, las residencias, el hábitat y el edadismo, por ejemplo.

En los últimos años, las gerontólogas feministas se han puesto a la tarea y han empezado a estudiar todos y cada uno de los asuntos que se relacionan con el envejecer femenino. Desde su perspectiva crítica han cuestionado muchos de los presupuestos de la gerontología clásica centrada fundamentalmente en la patología —en el lado oscuro— y han puesto en valor el potencial de que disponemos en este momento del ciclo vital. Han situado en el centro de su trabajo la vida y la experiencia de las mujeres mayores, teniendo en cuenta las enormes diferencias que a todos los niveles se dan entre ellas. Uno de los objetivos claves de sus trabajos ha sido la identificación y transformación de las desiguales relaciones de poder que se producen en nuestra sociedad en función del sexo y la edad; no pretendiendo ofrecer respuestas universales, sino señalando la diversidad de la experiencia del envejecer en unos u otros entornos y situaciones. Un punto crítico de esta perspectiva lo constituye el reconocimiento de la importancia del contexto social y la validación de la escucha, la voz y la narrativa de las mujeres acerca de su vivencia.

Por el momento, no tenemos una idea muy concreta y definida acerca de las virtudes y haceres que caracterizan a las personas que envejecen de manera más satisfactoria y en paz o, por el contrario, sobre los rasgos de personalidad y las características de vida que nos pueden abocar a una vejez desasosegada y gris. Sin embargo, en el mundo de la gerontología hay un cierto acuerdo acerca de algunos asuntos dignos de tener en cuenta en este proceso, como que la curiosidad intelectual y cultural, la actividad física y mental, disponer de una vida con significado y objetivos personales, el optimismo y la gratitud parecen ser predictores claros de una vejez interesante, con recursos, especialmente, para afrontar la enfermedad y el estrés. Algo es algo.

Llevo algún tiempo tomando nota de situaciones diversas que suelen darse en nuestras vidas, las cuales trataré de exponer de manera sucinta y clara y con suficiente humor para que podamos reírnos de nosotras mismas, que es muy sano, y de paso incorporarnos a una vejez desdramatizada. Ahora que vivimos tantos, tantos años, me parece sugerente glosar algunos temas que nos pueden orientar en este mapa en blanco con que nos encontramos cuando navegamos hacia vidas centenarias, sin saber cómo manejarnos de forma medianamente armoniosa. La pátina de la vejez sobrevuela incesantemente a nuestro alrededor, de manera que a poco que nos despistemos nuestra vivienda, nuestra ropa, nuestra vida, pueden quedar envueltas en ella, impregnadas, y en determinadas situaciones y con ciertas actitudes podemos ofrecer imágenes bastante penosas de la edad mayor. Pienso que si somos capaces de nombrarlas y escenificarlas podemos hacerlas visibles y risibles. Transformarlas.

Todas nosotras nos hemos ido haciendo mayores y hemos podido comprobar que las desigualdades económicas y sociales se van acumulando a lo largo de los años, pero también sabemos que en este momento de la historia disponemos de una buena cantidad de fortalezas que nos pueden permitir vivir bastante bien si conseguimos desprendernos de algunos mandatos acerca de cómo ser viejas y nos proponemos vivir una vejez a nuestro aire. En contra de este deseo se alían numerosos factores que pueden limitarnos enormemente: el contexto en el que vivimos, la falta de poder en las relaciones, la imposibilidad de agencia[8] por nuestra parte o la pobreza, entre otros. Ha llegado el momento de pensar de qué manera podemos minimizar algunos de estos obstáculos y participar de la vida sin autorrelegarnos diciendo yo ya,a mi edad, con lo que hacemos de nuestra existencia un espacio físico y mental cada vez más reducido.

No pretendo sostener un optimismo ciego respecto al envejecer, algo así como que con los años nos vamos desplazando por un tiempo sin tropiezos, donde todo es bienestar y divertimento. Sé que no es cierto, ni esta es mi pretensión. Tampoco me planteo promover la idea de un envejecer que sea como no envejecer, sometiéndonos a una nueva presión cultural. Sabemos que vivir supone afrontar situaciones de gran dolor y que nacer lleva tatuado el morir, incluidos los años previos, que pueden ser complicados. Sin embargo, me resisto a mirar el ciclo vital con un desánimo persistente, poniendo la mirada exclusivamente en las diversas pérdidas y deterioros con que determinados agoreros amenazan nuestra vejez. Ni optimismo alucinado, ni desánimo sombrío. Intento presentar con un talante relajado el panorama que tenemos por delante, en un caleidoscopio multicolor. Invitando a poner en práctica la firme resolución de pasarlo lo mejor posible, de disfrutar de lo poco y de lo mucho, a pesar del repertorio de malestares que nos acompañan y, sobre todo, de mantener activada la curiosidad que nos permite vivir vidas más sugerentes y actualizar nuestro conocimiento del mundo. Promoviendo una mirada compasiva sobre nuestro propio envejecer.

Pretendo que este libro sea un instrumento útil, reconociendo, identificando y poniendo en el centro la complejidad crucial de hacernos mayores. No es un documento con grandes certezas, ni de disquisiciones teóricas; son solo chispas que tratan de interrogarnos sobre una serie de hechos, circunstancias y momentos que vivimos, y, sobre todo, es un libro que quiere ilustrarnos sobre situaciones cotidianas en las que se perpetúan los estereotipos negativos que la sociedad mantiene sobre la vejez. Es una instigación a la resistencia, a no ceder ante las fuerzas que nos precipitan a una vida sin significado y a impedir que nos arrebaten nuestros recuerdos y espacios. Son divertimentos, verdades y a veces exageraciones que tratan de invitarnos a cuestionar lo que damos por inmutable. Las propuestas, a modo de destellos, pueden sugerir una cosa y también la contraria, depende. Lo importante es no tomar por la vía trágica los pequeños o grandes inconvenientes que trufan nuestra vida cotidiana, saber mirar el lado menos malo y respirar hondo. Además, si vamos a intentar vivir nuestra vejez con una cierta autonomía, no nos queda otro remedio que pararnos un momento y empezar a tomar decisiones respecto a nuestro día a día. Ahí entra en juego nuestra libertad disponible. Nosotras como personas con iniciativa, agentes de nuestra vida física, mental, sexual, espiritual, emocional —no como víctimas de un destino—, celebrando la necesidad de vivir una existencia con sentido, sin imponernos nuevos estándares y expectativas que nos aboquen al agotamiento y a la ruina.

En nuestra sociedad conviven dos modelos dicotómicos de mujeres en la edad mayor: la viejecita pasita que no aporta nada, a la que se le atribuye un listado de defectos como tacaña, reiterativa, pelma, lenta, quejica, olvidadiza e ineficiente, y la vieja llena de vigor, activa y comprometida y, sobre todo, con apariencia juvenil (con el sufrimiento y el gasto consiguientes), que se presupone que es una persona serena, tolerante, flexible, generosa, compasiva, eficiente, creativa, ligera, sabia, glamurosa, divertida. Como todas las dicotomías, ni tanto ni tan calvo. Frente a este pensamiento dual sin salida, lo que sí parece claro es que a estas alturas existen muchos modelos de vejez femenina y que ahora disponemos de un buen puñado de cualidades que hemos ido adquiriendo a lo largo de los años, algunas de las cuales nos pueden hacer la vida en relación algo más fácil. Entre otras, destaco la gratitud, la generosidad, la honestidad, el coraje, la capacidad de sobreponernos a los desastres que la vida nos ofrece, la capacidad de perdonar, de mostrar afecto hacia los demás y, por supuesto, también la ira, la sabia y necesaria rabia, que he trasladado conscientemente a la columna de las virtudes porque supone una invitación a no aceptar pasivamente condiciones, situaciones y tratos injustos.

En esta tarea incluso carecemos de palabras para nombrar esta nueva larga etapa de la vida y hacerlo de manera realista (ni edulcoradamente optimista, ni forzosamente taciturna). Palabras que nos permitan identificarnos de manera veraz con el periodo vital en que nos encontramos en compañía de otras mujeres y hombres. No nos gusta que nos llamen ancianas, nos estremece la palabra vieja, lo de adultasmayores eso sí que no, y lo de tercera edad es para hacérselo mirar. Me van gustando, además de vieja, las palabras veterana, sénior, pionera, longeva e incluso viejales. ¿Qué tal? A lo largo del texto utilizo prioritariamente el término vieja, viejas. ¡Qué horror! Ya lo sé. Sin embargo, ser vieja es, como he dicho antes, un regalo, justamente porque significa que he vivido muchos años y lo que sí está claro es que no soy joven. No es posible ser a la vez joven y vieja y menos aún la tontería de decir soy joven en un cuerpo viejo. Reconciliémonos con esta palabra,[9] utilicémosla con tranquilidad, naturalidad y humor. Es el único camino a través del cual podemos colaborar a borrar su estigma negativo y hacer de ella una realidad, tal cual. Todos los eufemismos que podamos utilizar: persona mayor, adulta mayor y otros similares, no restan años del DNI.

La vejez es algo real, no algo que les ocurre a las demás. Tratemos de vivirla bien y confortablemente con una cierta dosis de humor imprescindible.

[2]Tanto para las mujeres como para los hombres. Estos apuntes de supervivencia están pensados para hacer grande el mundo de los seres libres. Que cada cual tome nota.

[3]Coria, Clara; Freixas, Anna y Covas, Susana (2005). Los cambios en la vida de las mujeres. Temores, mitos y estrategias. Barcelona: Paidós.

[4]Freixas, Anna (2007). Nuestra menopausia. Una versión no oficial. Barcelona: Paidós.

[5]Freixas, Anna (2018). Sin reglas. Erótica y libertad femenina en la madurez. Madrid: Capitán Swing.

[6]Freixas, Anna (ed.). (2005). Abuelas, madres, hijas. La transmisión sociocultural del arte de envejecer. Barcelona: Icaria / UCO. Reedición actualizada en 2015.

[7]Freixas, Anna (2013). Tan frescas. Las nuevas mujeres mayores del siglo xxi. Barcelona: Paidós.

[8]La capacidad de ser agentes de nuestra propia vida; la posibilidad de tomar las decisiones que nos atañen.

[9]Pensadoras como Toni Calasanti y Kathleen Slevin han hecho hincapié en las connotaciones positivas de la palaba vieja, con el fin de neutralizar su negatividad social y normalizar su uso en la vida cotidiana.