Abuso en la Iglesia - Patrick C. Goujon - E-Book

Abuso en la Iglesia E-Book

Patrick C. Goujon

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Beschreibung

"Nunca imaginé cómo las agresiones sexuales cometidas contra un niño podían también destruir su vida adulta". Así se inician las profundas reflexiones que Patrick C. Goujon comparte con sinceridad y extrema delicadeza en este libro testimonial, que da cuenta del largo y farragoso camino que se recorre tras una experiencia traumática. Está el dolor de ese niño que fue y aquel del hombre que no logra procesar sus heridas mientras no hable, mientras no le dé existencia a lo que ha permanecido oculto. Y está el duro encuentro con la realidad, con los sistemas de justicias, con las demás personas que supieron y no dijeron ni hicieron nada; con el largo tiempo que por sí solo no trae consuelo ni olvido.

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ABUSO EN LA IGLESIA. Palabras de un testigo

Patrick C. Goujon

Traducción de Carlos Álvarez sj

Título original Prière de ne pas abuser

© Éditions de Seuil, 2021

Ediciones Universidad Alberto Hurtado

Alameda 1869 – Santiago de Chile

[email protected] – 56-228897726

www.uahurtado.cl

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Los libros de Ediciones UAH poseen tres instancias de evaluación: comité científico de la colección, comité editorial multidisciplinario y sistema de referato ciego. Este libro fue sometido a las tres instancias de evaluación.

ISBN libro impreso: 978-956-357-407-4

ISBN libro digital: 978-956-357-408-1

Dirección editorial

Alejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutiva

Beatriz García-Huidobro

Diseño interior

Gloria Barrios A.

Diseño portada

Francisca Toral R.

Imagen de portada: iStock

Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

Al equipo de consulta de dolores crónicos del hospital Saint-Joseph de París.

Precario del latín precari.

Precari (latín): plegaria.

Recobré la palabra, aun cuando ignoraba haber estado privado de ella. De niño, fui abusado por un sacerdote durante varios años. Un día se dio la ocasión de decírmelo y luego hablar. No había imaginado que esto sería tan beneficioso. Me hubiera bastado creer que la vergüenza no era más que un fantasma, que era nada en comparación con la paz de liberarse de los obstáculos. No sabía que me había callado.

No recuerdo haber decidido callar: la palabra no llegó. Durante largos años, había buscado mis palabras por instinto de supervivencia. Admiro a poetas y músicos que escuchan cantar el silencio. Son ellos los que me han abierto el oído. Tuve que sondear el corazón de un dolor que creía ya pasado. Felizmente, pude inventar una vida, recibirla de muchos encuentros y asombros. Esta vida me salvó. Elegí ser sacerdote católico en el seno de los jesuitas. De eso, hace ya veinticinco años.

Durante años, sospeché que algo estaba oculto. Pero nada estaba a la vista, nada se podía decir. O, más bien, otros cuidaron de mí y me invitaron suavemente a hacer por mi parte lo mismo. Hablé cuando ya no hubo dolor. Tuve que llevar —tuve que traer— un pesado secreto amurallado en mis vértebras, un grito ahogado incluso antes que pudiera ser expulsado. Para aliviar mis dolores, fueron otros los que permitieron dar forma a mi palabra. Pudo escapar de allí donde estaba cautiva. Mediante masajes, ejercicios y presiones liberadoras, convirtieron sus manos en una palanca (un impulsor). Lo que sufría en mi espalda subió hasta mis labios. Mi palabra fue extirpada de mis músculos adoloridos. Me hizo tomar forma y elegir la libertad. Esto se puede contar.

Era en otoño de 2015. Había ido a la urgencia del hospital por un dolor cervical agudo. El examen confirmó dos hernias que se sumaban a otras tres que tenía en la región lumbar. El médico prescribió fuertes cantidades de antinflamatorios. El farmacéutico no quiso dispensarlos sin antes verificar por teléfono si aquel no había exagerado la dosis. El tratamiento no fue muy eficaz. Los dolores se extendieron. Algunas semanas más tarde, me caí en la calle. Mi cuerpo se rechazaba a avanzar.

Fui a consultar a mi médico generalista. Quedó perplejo, pensó en una enfermedad crónica. Luego soltó, como de pasada: “Usted está anestesiado. Su cuerpo lo protege antes del colapso”. Recibí el golpe en pleno estómago. Era exactamente eso. Lo sabía, sin entender de qué se trataba. No respondí nada, pero notaba mi estupefacción.

Desde hace algunos años, anulaba cursos y cancelaba reuniones. Le temía a los largos desplazamientos y a los cambios de cama durante los viajes. Mis noches se acortaban. Solo la natación apaciguaba mi pena. En periodos de crisis, nada lo lograba. Me desanimaba. Se evocaban razones psicosomáticas, pero una vez dicho esto, nadie podía ayudarme. Mis dolores eran relegados a una imaginación hipocondríaca. Si había un sufrimiento psíquico, no veía cuál era, ya que, a pesar de los dolores, era feliz. Me gustaba mi trabajo. Era director de los programas de licenciatura en filosofía y teología en el Centre Sèvres, las Facultades Jesuitas de París. Estaba realizando investigaciones sobre la historia de mi orden en el contexto de un seminario en la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Me sentía en mi lugar en la vida religiosa. Lo único que me preocupaba era la salud de mi madre. Estaba hospitalizada en cuidados paliativos y su estado se deterioraba.

La idea de estar anestesiado nunca más me abandonó, por paradójica que fuera, pues sentía dolor. Me había encorvado sobre mí mismo, enredado en torno a mi columna. Mis músculos se estaban atrofiando. Desde la infancia, mi cuerpo me hacía sufrir. ¿Cómo se puede enroscar así una estatura de más de un metro noventa? Siempre he dejado que eso se vea poco. Lumbagos intensos traían a la superficie esta pena oscura. No distinguía nada de mi historia que hubiera podido ayudarme a salir de allí. La frecuencia de las crisis de estos últimos años me cuestionaba y minaba mi moral. Estaba extremadamente sensible, como si la excitación del nervio ciático me hubiera vencido totalmente. Un dolor de muelas se extendía, durante semanas, a los miembros inferiores. Sin embargo, no escuchaba mi sufrimiento allí donde se expresaba. Buscaba silenciarlo con medicinas. Los dolores me habían insensibilizado... Choqué con un bloque que hizo un sonido sordo, como golpes sobre una piedra roma.

Me enviaron al hospital para ver un reumatólogo. Quiso explorar todos los detalles de mi estado de salud. Me preguntó desde cuándo tenía dolores. Las hernias dorsales y las lumbalgias eran recurrentes desde hacía casi treinta años. Se habían incrustado nudos en mis músculos. El reumatólogo se aleja del computador donde tomaba sus notas. Antes de auscultarme, me escuchó. Me permitió entrar en mi historia. Auscultare, escuchar. Yo podía hablar.

Hablé del dolor de espalda soportado desde la infancia. Había sentido dolores hasta en la ingle. Les avisé a mis padres y al médico de la familia. No era una apendicitis. No era nada. Sin embargo, este dolor me había preocupado. Me había transformado en alguien que tiene dolores de espalda. Me rodeé de barreras contra los juegos y los deportes de la infancia. Me dolía. Tenía miedo de hacerme daño. Tenía miedo.

A mis veinte años, investigaron una posible enfermedad reumática ligada a la psoriasis, pero los exámenes no arrojaron nada. En torno a mis treinta años, terminaron por detectarme algunas hernias. Los dolores eran desproporcionados, los síntomas no coincidían con las causas. Había agotado la gama de antinflamatorios. Un año, un médico me recomendó un antiepiléptico. Acababan de recetarme opioides. Todos ellos me adormecían. No tenía ánimo para continuar.

“Treinta años de antinflamatorios, se suspende. ¿Me permite que lo cuide? Lo voy a remitir a nuestro centro de anti dolor. Ensayaremos con la auriculoterapia y la hipnosis”. Por una vez, no tuvieron que convencerme de los beneficios de la osteopatía y la acupuntura, que ya me estaban haciendo efecto. Me fui confiado, sorprendido de que me recomendaran medicinas alternativas.