Adiós, Princesa - David Rocasolano Llaser - E-Book

Adiós, Princesa E-Book

David Rocasolano Llaser

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Beschreibung

Adiós, Princesa es la historia del choque de un gran tren expreso, los borbones, contra una modesta caravana de gitanos, los Ortiz-Rocasolano. Nos han arrollado y ni siquiera se han preocupado de mirar hacia atrás. Érika está muerta y los demás nos hemos quedado solos y mutilados. Por eso escribo esto. Sé que la historia no tiene vuelta atrás. Pero esa historia, hasta ahora, solo ha sido contada de arriba abajo, con todo su glamour y su mentira. Ahora yo voy a contarla de abajo arriba. Desde lo que queda de aquella caravana destruida de gitanos. Advierto desde ya: no es una historia alegre.

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Foca / Investigación / 120

David Rocasolano

Adiós, Princesa

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© David Rocasolano, 2013

© Ediciones Akal, S. A., 2013

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-96797-68-0

Para mis hijos, por si algún día este libro les ayuda a comprender cuánta hipocresía sustenta algunas historias de amor y de Estado.

Para Érika

capítulo i

Una visita esperada

Creo que todo esto empezó una tarde de viernes en mi despacho de abogados. Ejerzo esta azarosa profesión desde hace dieciséis años. Los mismos que he dedicado al estudio del Derecho. Del «directum»: lo que está conforme a la «ley, a la regla, a la norma». Hasta que entendí que las leyes son injustas, como lo son la vida y la muerte. El derecho resulta inútil contra el poder.

Era octubre, quizá noviembre de 2008. Los viernes yo acostumbraba a quedarme hasta bastante tarde en el despacho, a veces resolviendo algún asunto del bufete y otras estudiando un poco la semana bursátil. Me gusta invertir en Bolsa. Calma los instintos ludópatas y, además, te obliga a mantenerte muy bien informado.

Aunque ya habían sonado las nueve en los campanarios, era noche cerrada, y la única luz todavía encendida en toda la planta era la mía, no me extrañó escuchar el timbre de la puerta. Algunos clientes conocían mi costumbre de no abandonar los viernes el despacho hasta muy pasada la hora de la cena, y se dejaban caer por allí para consultarme algo. Me levanté y abrí.

No conocía de nada al hombre que me encontré en el umbral. Tendría cuarenta y tantos años, era más alto que yo –mido 1,74–, el pelo canoso algo revuelto y vestía ropa informal pero no inelegante. De alguna manera me recordó a Corso, el traficante de libros malditos de El Club Dumas. Llevaba un bolso de cuero viejo y negro colgado en bandolera, y cuando me sonrió me di cuenta de que sabía con quién hablaba. Lamentablemente, me habían convertido en un personaje semipúblico, bastante a mi pesar, desde hacía algunos años.

—¿David Rocasolano?

—Soy yo. ¿Qué quiere?

Sonrió otra vez y me tendió una tarjeta. No recuerdo su nombre. Era bastante corriente. Antonio Pérez, Pedro Martínez o José Flores. Yo qué sé. Debajo del nombre ponía «Periodista y escritor», pero no se especificaba de qué medio, y el correo electrónico que aportaba al lado de un teléfono móvil era un hotmail particular.

—Quería hablar con usted, si tiene unos minutos.

—¿De algo relacionado con su profesión o con la mía? –le pregunté.

—Con la mía –volvió a sonreír comprendiendo mi tono irónico.

—Entonces, mejor vamos a tratarnos de tú –impuse mis reglas–. Pasa. La sala de juntas está por el pasillo. La segunda puerta de la derecha.

Durante los últimos años, he tenido ya bastantes oportunidades para hartarme de periodistas que demandan información sobre mi prima. Mi prima: para ustedes su Alteza Real la Princesa de Asturias, doña Letizia Ortiz Rocasolano. Para mí, Letizia.

Incluso había recibido suculentas ofertas económicas para ir a decir chorradas en programas de televisión, aunque nunca lo suficientemente apetitosas como para vencer mi deber de lealtad hacia ella. La palabra lealtad siempre me ha impuesto mucho. Siempre me he negado a decir nada, entre otras cosas porque nada tenía que decir, pero intento deshacerme de los periodistas con la máxima educación posible a pesar del hartazgo. Al fin y al cabo, si rebuscas muy bien, algunos de ellos son incluso gente honesta.

Me dirigí a la sala provisto de mi grabadora. La grabadora es un arma portentosa contra los que sienten inclinación a desdecirse: abogados, clientes, periodistas... Nos sentamos cada uno a un lado de la mesa y le ofrecí un cigarro antes de obsequiarle con un rotundo no.

—Tú dirás. Pero te advierto que no acepto entrevistas, ni colaboro en la redacción de libros, ni doy ningún tipo de información. En definitiva, el tema sobre el que me vas a preguntar no me interesa –le expliqué.

—Ya sé. Ya me imaginaba. No es exactamente eso. Quería que vieras una cosa –abrió el bolso de cuero viejo y, de entre unos periódicos y unos libros, extrajo unos papeles y me los tendió por encima de la mesa.

Los reconocí enseguida. Levanté la vista hacia él y traté de deducir cómo habrían llegado aquellos papeles a aquel desastrado bolso. Me di unos segundos.

En definitiva, yo había sido el encargado de destruir el rastro de esos documentos. Cuatro pequeñas cuartillas, mitad de un folio y el expediente médico. Encomendarme a mí, y no, por ejemplo, al Centro Nacional de Inteligencia, la eliminación de unos expedientes que podían poner en peligro la ya escasa respetabilidad de la monarquía, había sido una chapuza. Una enorme chapuza urdida por Letizia y Felipe para que Juan Carlos y Sofía no se enteraran de nada y no frustraran una boda que les encantaría haber impedido.

Ya en 2003, seis años antes, cuando veía arder aquellos papeles en el fregadero de mi cocina, sabía que era imposible garantizar la eliminación de todos los rastros. Mucha gente en la clínica podría haber tenido la tentación de hacerse con copias, si habían reconocido a mi popular prima. Ahora, esa gavilla de folios podía valer mucho dinero.

—No tienes pinta de chantajista –le dije con cierta sorna para quitarle importancia al asunto–. Son fotocopias. No valen nada.

—Tengo originales –sonrió–. Pero no pretendo hacer un chantaje.

—¿Qué quieres entonces?

—Voy a escribir un libro sobre Letizia y quería que me ayudaras. Tú eres una de las personas que más cerca ha estado de Letizia durante toda su vida. Estoy dispuesto a ofrecerte la mitad de los derechos y a que todo lo que se publique pase antes por tu supervisión –recitó como si se trajera el párrafo aprendido de memoria.

—No –respondí sin pensarlo–. No tengo ninguna necesidad de colaborar contigo. Ni ningún interés en lo que vayas a contar. ¿Te crees que algún editor va a publicar esto?

—A lo mejor en España, no...

—¿Has contactado ya con alguno?

—No. Prefiero negociarlo todo con el texto ya cerrado. Necesito discreción.

—¿Discreción? –me reí–. ¿Y quién te dice que en cuanto salgas de aquí no voy a descolgar el teléfono?

—Nadie –se encogió de hombros–. Pero vosotros tenéis mucho más interés que yo en ser discretos.

—Disculpa. Eso me ha sonado parecido a una amenaza –sonreí con suficiencia.

El tono de la charla era relajado y amable, como el de dos personas que conversan acerca de algo banal. Los abogados y los periodistas estamos bien entrenados en disimular lo que verdaderamente nos interesa.

—¿Te puedo hacer una pregunta personal? –asintió con la cabeza–. ¿Por cuánto me venderías esos documentos?

—No están en venta, de verdad –contestó sin dramatismo–. Quiero escribir el libro, no vengo a pedir dinero.

—¿No escribes por dinero? –pregunté con sorna.

—Algunas cosas sí y otras no. Si quisiera dinero nada más, vendería estos papeles a cualquier televisión y me iría de vacaciones un par de meses.

—O de años, si tienes de verdad los originales –maticé–. ¿Y de qué va el libro? ¿Te dedicas a la prensa rosa? No tienes pinta.

—El libro va sobre la hipocresía, no sobre la vida íntima de nadie –se puso serio–. ¿Entiendes?

Por supuesto que entendía y entiendo mucho de hipocresía. Asentí con un gesto. Vale. Un idealista. El peor enemigo que se puede tener en un asunto de esta especie. No se le puede comprar y, si lo intimidas, se hace más fuerte. Lo tienes chungo, prima. Tu única esperanza es que este tío, como tantos idealistas, sea un vago y se acabe olvidando del libro.

—Imagínate que te pongo encima de esta mesa un millón de pavos –le vacilé.

—¿Y qué coño iba a hacer yo con un millón de pavos? ¡Yo no sé conducir eso! –recuerdo las palabras exactas y que soltamos los dos una carcajada. La verdad es que el tío resultaba gracioso.

Seguimos hablando un rato sobre el libro y confirmé mi primera impresión. Un soñador con un pie en Marx y el otro en las estrellas. Su forma de hablar, en algunas cosas, me recordó la de Alonso Guerrero, el primer marido de mi prima. Otro revolucionario de salón. Radicales de interior que no saben por dónde se agarran una hoz o un martillo. Nos despedimos bastante amigos y rechacé con cierto pesar su invitación a una cerveza, porque estaba pasando un rato agradable. Los soñadores son como los niños. Consiguen que no te importe perder el tiempo con sus tonterías.

Cuando se marchó no levanté el teléfono. Me sorprendí a mí mismo dándome cuenta de que me importaba un carajo lo que sucediera con aquellos papeles, con mi prima, con Felipe. En otro tiempo, hubiera corrido a Palacio a informar de la crisis que se nos echaba encima. Pero en aquel momento me daba igual. Supongo que ya me había hartado de tanto vasallaje, de tantos desprecios familiares, de reconvertir nuestras vidas en altares solo dedicados a la adoración de una princesa caprichosa. Érika ya había muerto, y yo no estaba dispuesto a pagar tantos peajes. Arrugué la tarjeta del periodista, la tiré a la papelera y me fui a mi casa.

Los meses siguientes fueron fascinantes y me ayudaron a olvidar todo este asunto. La caída de Lehman Brothers y el estallido de la burbuja inmobiliaria me dejaron con varios cientos de miles de euros hipotecados en inversiones invendibles. La prensa me salpicó con varios escándalos políticos y financieros. Me separé de la madre de mi hijo Nano y abandoné el bufete de Ledesma. Y me corté el pelo al cero para que los periodistas dejaran de reconocerme por la calle. Por lo demás, todo bien.

Recibí alguna llamada de Palacio preguntándome no por mi situación anímica, sino hasta qué punto mis escándalos periodísticos podrían afectarles a ellos. En cuanto al resto de mi familia, tampoco pusieron demasiado énfasis en que les aclarase si era culpable o inocente, si podía terminar en la cárcel o qué tal me encontraba. Finalmente, cambié todos mis teléfonos y corté mi comunicación con cualquiera de los Ortiz-Rocasolano. Página cerrada.

Habría pasado más de un año y pico de la visita del periodista cuando recibí la llamada de Ramón Akal. Conocía su editorial de mi época de colaborador con algunas editoriales, y me había sorprendido su osadía al publicar El negocio de la libertad, un magnífico libro del periodista Jesús Cacho en el que se detallan varios trapicheos del rey y de su entorno. Acepté su invitación a vernos a la mañana siguiente a pesar de que Akal no quiso especificarme por qué deseaba conocerme. Descarté que necesitara mis servicios como abogado. Un editor tan ideologizado a la izquierda jamás acudiría al primo hermano de la princesa de Asturias para dirimir sus litigios.

Así que recordé a mi reportero idealista y conduje a la sede de la editorial, en Tres Cantos, sabiendo que otra vez me iban a enseñar aquellos dichosos papeles o algo parecido. Y acerté. Los papeles estaban sobre la mesa de Akal a los pocos minutos de iniciar la conversación.

Mientras habla, Akal no renuncia a sus ojos y su sonrisa rasgados, como un pequeño Confucio vacilón. Si en vez de editor hubiera decidido ser actor, no le hubieran faltado ofertas para interpretar el papel del Diablo. En el Fausto de Goethe, por ejemplo.

—Mi propuesta es la siguiente –me dijo–. Tú escribes lo que quieras, la historia de tu familia desde dentro. Eres únicamente autor del texto. La documentación que se aporte posteriormente al libro será responsabilidad exclusiva del editor.

—Los papeles de Dator –señalé hacia la mesa.

—¿Y qué quieres? –preguntó sin dejar de sonreír–. Esto es una editorial y eso es una noticia. Ya está bien de obispos hipócritas coronando princesas y pidiendo que se derogue la ley del aborto. ¿No te parece?

—¿Me estás hablando de moralidad? –le pregunté con cierta sorna.

—Yo nunca hablo de moral. La moral es de cintura para abajo y de eso es dueño cada uno. Hablo de ética, que es de cintura para arriba. Y publicar esos papeles es una cuestión ética.

—Escucha Ramón, yo no soy nadie en esta historia, ni tiene interés alguno lo que yo pueda o quiera contar.

—¿Eso crees?

—Bueno, creo que se han contado muchas mentiras, pero que aun así tampoco interesan mucho. Lo que interesa es lo que venden las revistas del corazón. Mejor lo dejamos y quedamos tan amigos.

Salí de allí un tanto confuso, la verdad. Aún debía digerir la propuesta, que en definitiva no me parecía tan mala. Al fin y al cabo, «otros» habían escrito sobre mí sin tener la menor idea de nada, hasta el punto de difamarme, y «muchos» habían fantaseado sobre mi prima y su historia sin acertar ni una sola coma.

Tardé un tiempo en tomar la decisión, pero los hechos que ocurrieron no mucho más tarde me ayudaron a aceptar la propuesta. En definitiva, se trataba de narrar lo que he vivido durante unos años, y de contar la verdad, esa cosa tan intangible.

El 4 de febrero de 2010 de nuevo me puse en contacto con Ramón Akal.

—Buenas. Acepto tu propuesta.

—Bien, David. ¿Cuándo te parece que nos veamos?

—¿Eres consciente de que te van a cerrar la editorial?

—Ya veremos.

Esa misma noche empecé a escribir y a grabar recuerdos. Cientos de horas de recuerdos.

capítulo ii

La visita de la confesión

Era un día de primeros de septiembre de 2003 cuando Letizia me llamó. Aquella vez no hubo rodeos ni cordialidades. Sencillamente, me dijo:

—David, tienes que venir a casa. Necesito hablar contigo de un asunto importante. Y no puede ser por teléfono.

De su tono deduje inmediatamente que no se trataba de otra chorrada protocolaria. En aquellos días, además, todo lo relacionado con Letizia era asunto de Estado. Así que cogí el coche de inmediato y me dirigí a la Casa del Príncipe. La ceremonia de petición de mano se anunciaría para el primero de noviembre, apenas dos meses después.

En cuanto le colgué el teléfono a Letizia, pisé a fondo el acelerador y antepuse mis deberes de primo de una futura princesa a la posibilidad de que me endosaran un par de multas.

Me dirigí por la A-6 hasta la carretera de El Pardo. En la entrada a la finca, me identifiqué ante los cuatro guardias civiles, armados con subfusiles Z-70, que vigilan la barrera de la entrada institucional. Uno de ellos colocó en el parabrisas de mi coche el distintivo azul de seguridad que identifica a los familiares y te permite llegar hasta el Pabellón del Príncipe. Conduje despacio por la carretera sinuosa que se adentra entre olivares y encinares. El paisaje allí es de una belleza espectacular. Durante los quince minutos de trayecto entre la barrera de seguridad y el pabellón principesco, puedes cruzarte con una manada de ciervos en libertad, o con un gamo o algún jabalí que te observan con indiferencia aristocrática, como si ellos también formaran parte de la casta real.

Pasé el segundo control de seguridad, dejé a la izquierda la Casa del Rey, conduje otro par de minutos, rodeé el pequeño estanque y aparqué frente al pabellón, una enorme construcción de granito de dos plantas con grandes ventanales. Más de cuatro millones de euros en piedra y madera que estaban a punto de convertirse en el nuevo hogar de mi querida prima, y lo digo sin acritud. Un salto considerable desde su lúgubre pisito de Vicálvaro. Vaya prima.

Felipe y Letizia me recibieron en el gran salón de la planta baja. Más de 200 metros cuadrados presididos por el famoso retrato de Joaquín Sorolla a Alfonso XIII vestido de húsar. Estaban nerviosos y se les notaba. Aunque ambos, por sus respectivas profesiones, están muy entrenados para nunca parecerlo. Felipe se comportaba con la encantadora cordialidad de siempre, aunque sus facciones presentaban un rictus menos relajado que de costumbre, más maduro, más envejecido. Quizá llevaba sin dormir bien un par de noches. Tenía razones para no conciliar fácilmente el sueño.

Se sentaron en un sofá, muy juntos, y yo en un butacón, frente a ellos. Al hablar, Letizia movía las manos tan nerviosamente como en sus peores telediarios.

—Tengo que contarte una cosa, David. Una cosa que nos puede afectar a Felipe y a mí muy seriamente –recitó como si hubiera estudiado la frase; Felipe me miraba y no abría la boca–. Si lo que te voy a contar se llega a saber, es muy probable que esto no siga adelante… Y necesitó tu ayuda. Mira. Hará un año que tuve una intervención quirúrgica en una clínica.

— Bueno. ¿Y qué? –le espeté.

—Pues que fue una intervención de la que me gustaría que no se supiera nada.

—¿Y a quién le interesa lo que hiciste hace un año, Letizia? Aún no entiendo cuál es el problema. Además, ¿qué interés tiene una intervención quirúrgica? –algunas veces, uno peca de ignorante, de ingenuo.

—Tuve un aborto voluntario hace un año en la clínica Dator de Madrid.

—Bueno, a ver –dije tras procesar la información durante algunos segundos–. Estamos en el siglo xxi, ¿no? Si no ha pasado nada con lo del divorcio, un aborto… Bueno, muchas chicas han abortado… –mi ignorancia rayaba ya el horizonte de la estupidez.

—No, no, no, David. No lo entiendes –me cortó Letizia con un tono de voz más alto de lo normal–. Si esto lo sabe la madre de Felipe, la boda es inviable.

—Vale, vale. Tranquila. ¿Qué quieres que haga yo?

—Quiero que vayas a la clínica y limpies todos los papeles que hay allí.

—Espera, espera, ¿qué es lo que quieres exactamente?

—Es muy importante –intervino Felipe por primera vez–. Asegúrate de que nadie va a tener jamás acceso a esos datos.

La voz de Felipe elevó mis niveles de atención. Aún no andaba yo muy habituado a que un príncipe se dirigiera a mí. Ni en esos términos ni en ninguno.

—Es decir, que lo que queréis, de alguna manera, es que me dirija al centro médico y que, aún no sé cómo, hagamos desaparecer unos papeles: el expediente, ¿no?

—Lo que quiero, David –enfatizó Letizia–, es que desaparezcan todos los papeles. Todos.

—¿Qué papeles, Letizia? –volví a preguntar.

—Todos los papeles que tengan que ver con lo que te he comentado. Y además...

—Esto hay que hacerlo ya –interrumpió Felipe con voz rotunda.

No me estaba pidiendo un favor. Era una orden. Vale. Salí de allí sintiendo que me acababan de encargar un trabajo de espías. No era la reina de Inglaterra encargándoselo a James Bond, pero era el príncipe de España encargándoselo a David Rocasolano.

A pesar de este nuevo parentesco intrépido con el superagente, no me sentía a gusto. En primer lugar, porque el nombre y apellidos de Letizia Ortiz Rocasolano ya eran demasiado conocidos. Primero su estrellato en la tele. Por aquel entonces ya presentaba el telediario de TVE de las tres de la tarde. Y lo más importante, en unas fechas sería princesa de Asturias y futura reina consorte de España. Yo no sé por cuántas manos puede pasar la documentación de cada cliente de una clínica de este tipo. Alguno de sus trabajadores podría haber recordado a Letizia y haber caído en la tentación de copiar o robar unos documentos que, en el mercado negro del siniestro cuore, podrían alcanzar un valor considerable en cuanto se hiciera público el compromiso.

En segundo lugar, si me habían elegido a mí para limpiar el rastro era porque no tenían a nadie más. Es decir, que Felipe no se había atrevido a encargárselo a alguien de su entorno porque temía que se le filtrara la información al rey. De todos es sabido que Juan Carlos y Sofía se opusieron frontalmente, desde el principio, a que Felipe se casara con una divorciada. Y solo la amenaza firme de Felipe, dispuesto a renunciar a la sucesión para casarse, logró que Letizia acabara instalándose en Palacio. O eso es lo que se ha contado. Pero ahora estábamos hablando de un aborto, de la Iglesia, de Rouco Varela.

En otras ocasiones en que Letizia pedía mi intervención en asuntos de familia, como cuando me encargó convencer a su padre de que no fuera a la boda acompañado de su segunda mujer, yo tenía la certeza de que mi prima recibía órdenes de arriba. Ahora, sin embargo, estábamos los tres solos. En cierto modo, Felipe estaba traicionando al rey y a la reina. Ocultando unos hechos que, si en el futuro salían a la luz, podrían complicar la sucesión. Estábamos dando un pequeño golpe de Estado íntimo y muy arriesgado. No. No me sentía nada cómodo. Siempre pensé que este tipo de cuestiones se resuelven de otra manera.

Don Felipe de Borbón carecía de personas de su total confianza a las que encomendar un asunto así. Personas tan capaces o mucho más capaces que yo. Y, desde luego, en principio mucho más leales que un abogado, yo, al que Felipe aún apenas conocía. Sorprendentemente, Felipe y Letizia estaban solos frente a este problema.

Por la actitud de Felipe durante aquella tarde, calculé que Letizia se lo habría confesado muy pocos días antes. Por las fechas de la interrupción de su embarazo, supuse que el padre de la criatura había sido el periodista David Tejera. Otro eslabón suelto. Aunque mi relación con él era excelente, no podía llamarlo y decirle si sabía algo del asunto o si conservaba alguna documentación. David Tejera jamás la hubiera utilizado contra Letizia, pero nunca se sabe en qué manos pueden caer unos papeles despistados. Tiempo después, supe que Letizia había actuado a espaldas de David, a quien nunca confesó su embarazo. Pero en aquel momento David era otra puerta abierta que yo no podía cerrar.

Felipe, coño, teniendo ahí a todo el Centro Nacional de Inteligencia y me escoges a mí. Suena ridículo. Pero es lo que pensé entonces. No creo que los servicios secretos españoles supieran nada del aborto. Supongo que alguien le preguntaría a Letizia sobre aspectos de su pasado que pudieran comprometer su imagen. Y tanto ella como Felipe ocultaron el asunto.

Pero Felipe también podría haber recurrido a alguno de sus amigos, muchos de ellos abogados. Habrían actuado con la misma discreción que yo pero con más contundencia, tratando directamente con la dirección de la clínica, amparados en sus sonoros apellidos. Yo me veía obligado a hacerlo de otra manera. En resumen, que acababa de aceptar un buen marrón.

Medité un poco y llegué a la conclusión de que no estaba demasiado bien preparado para enfundarme un traje negro de neopreno, un pasamontañas y unas botas con clavos, escalar la pared de la clínica, colarme por una ventana y robar los documentos con una linterna sorda en la boca. Ahí se me fue la mitad de mi personaje de 007.

Por tanto, me puse a estudiar. Lo primero que necesitaba era información sobre la clínica. Mucha información. Trámites, papeleos, servicio jurídico, burocracias… Tenía que prepararlo todo a la perfección para agilizar el proceso. Si me veía obligado a acudir varias veces a Dator, muy probablemente mi apellido acabara llamando demasiado la atención de alguien. El apellido Rocasolano todavía no era tan popular como es ahora, pero empezaba a sonar demasiado. Mi prima todavía era, sencillamente, Letizia Ortiz. Otra novia del príncipe. Pero si alguien apellidado Rocasolano pedía los papeles del aborto de una tal Letizia, las posibilidades de ser descubierto se multiplicaban exponencialmente. Tenía que actuar rápido y con todo muy bien atado.

Así que lo primero que hice fue llamar al amigo de un amigo que tenía una exnovia que había trabajado en Dator. Y empecé a recabar información. Una chica muy amable. Para justificar la entrevista, le dije que tenía entre manos un asunto de divorcio y que había un aborto de por medio. Yo pagué la factura del restaurante.

Después me empapé en la Ley de Protección de Datos, que me permitía exigir que se borraran todas las huellas de la operación.

Durante aquellas semanas, recibía llamadas de Letizia a diario. Estaba cada vez más nerviosa. Más crispada. Más autoritaria. Siempre había sido así con sus cosas, pero en esta ocasión empezaba a hacerse insufrible. Yo la soportaba porque la comprendía. Y, por qué no, porque la quería. Letizia estaba profundamente enamorada que aquel señor alto al que todos llamaban príncipe. Necesitaba mi ayuda y yo estaba dispuesto a concedérsela. A muerte.

No se trataba únicamente de ocultárselo a Juan Carlos, a Sofía y a la opinión pública. Yo creía, y aún creo, que Felipe estaba en situación de suficiente fuerza y popularidad como para superar el escándalo. Letizia no es tonta y sabía, como yo, que el problema más grave era la Iglesia. Según el Derecho canónico, mi prima estaba excomulgada. El canon de 1938 referido a los casos de excomunión es explícito: «Quien procura el aborto, si este se produce, incurre en excomunión latae sententiae». Oficialmente, una pena de latae sententiae sigue automáticamente, por fuerza de ley en sí misma, sin necesidad de declaración por una autoridad eclesiástica. Letizia podría haber solicitado la absolución a monseñor Rouco Varela, pero por la forma en que se desarrollaron los hechos no creo ni que se planteara seguir esta vía. Una opción demasiado comprometida, además, para el ultraconservador Rouco, el adalid de los antiabortistas, capaz de comparar la interrupción voluntaria de un embarazo con el genocidio nazi. Textual. Si se llegara a saber que Rouco había absuelto a la princesa abortista, hubieran temblado los cimientos de los templos españoles. En resumen, que yo estoy convencido de que el 22 de mayo de 2004, en la catedral de la Almudena, Rouco casó a una princesa excomulgada. Aunque, sinceramente, a mí todo aquello me daba igual. Yo me debía a mi prima, uno de los míos. Eso era lo único que me importaba.

El caso es que, pocos días antes de formalizar los papeleos con la clínica Dator, sonó mi teléfono. En la pantalla de mi móvil apareció un número largo. Otra vez Palacio, pensé con cierta desgana. En aquellos meses, Letizia y sus cortesanos nos tenían bastante agotados con sus constantes consejos sobre cómo debíamos comportarnos, con los protocolos a seguir y otras frivolidades que ellos se toman muy solemnemente. Era la voz engolada del secretario de Felipe.

—¿Don David Rocasolano? Soy Jaime Alfonsín, secretario personal de Su Alteza Real don Felipe de Borbón. ¿Cómo está usted?

—Bien, estoy bien –contesté.

En aquel momento se me pasó por la cabeza que algo había ido mal. Que la noticia del aborto había trascendido y el secretario de Felipe me llamaba para informarse, para sonsacarme, yo qué sé. Todo era muy extraño en esa casa. Desde que comenzara aquel cuento de hadas, nada de lo ocurrido se había desarrollado dentro de los cauces de la normalidad.

—Mire, le llamaba para comprobar algunos aspectos jurídicos del anterior enlace y divorcio de doña Letizia Ortiz. Me ha informado doña Letizia que usted la asesoró en el proceso de separación y divorcio. ¿Podría decirme qué tipo de divorcio era?

Respiré aliviado. Letizia podría haber tenido el detalle de llamarme antes.

—Pues un divorcio normal. Consensuado.

—Y al decir… consensuado, ¿a qué se refiere usted exactamente?

Vale. Jaime Alfonsín, licenciado en Derecho y en Económicas, que habla con soltura un montón de idiomas, que ha cursado másteres en algunas de las más prestigiosas universidades del mundo, no sabe lo que es un divorcio consensuado.

—Pues mire… –me armé de paciencia–. Que decidieron cesar su convivencia de mutuo acuerdo, y de mutuo acuerdo firmaron primero un convenio de separación y luego otro de divorcio en los que no se dice nada especial. Consensuado: de mutuo acuerdo.

—Ah, comprendo.

Intercambiamos unas cuantas zalamerías antes de despedirnos y solté una carcajada. Alfonsín me había dado un buen susto.

Los trámites con los servicios jurídicos de la Dator se agilizaron por fin, y el 22 de octubre de aquel año recibí la llamada de María Virtudes, la gerente de la clínica.

—David Rocasolano, por favor.

—Sí.

— Mira, soy María Virtudes, la gerente de la Clínica Dator. Es relativo a tu visita del otro día. He hablado con Juan, nuestro abogado, y me ha indicado que hoy te remitirá un fax a tu despacho y que puedes pasarte por aquí a recoger el dossier.

— Bien, ¿y qué es lo que me vais a entregar? –lo cierto es que no tenía ni la menor idea de lo que me iban a entregar.

—Mira, es mejor que te pases por aquí y hablamos.

—¿A qué hora te parece que puedo pasarme?

—Como a la una del mediodía. Mañana mejor. Hay menos gente.

El 23 de octubre, nueve días antes de la petición de mano, me fui de allí con los papeles del aborto y con la sensación de que nadie había reparado en la identidad de mi prima. También me aseguraron que habían eliminado todos los archivos informáticos referentes a la operación. Pero yo no estaba tan seguro de que pudiéramos haber borrado todos los rastros.