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Era la secretaria perfecta... ¿y la esposa ideal? Chesnie Cosgrove estaba emocionada desde que había empezado a trabajar para el guapísimo magnate Joel Davenport. Lo más difícil de aquel empleo no era las exigencias de Joel, que eran muchas, sino la cantidad de mujeres que intentaba seducirlo. Las tornas cambiaron cuando Joel se enteró de que Chesnie estaba saliendo con su máximo rival. La mejor manera de solucionar aquel pequeño problema era anunciar su propio compromiso... ¡con Chesnie! Pero ¿su proposición era estrictamente profesional... o había también algo personal?
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Seitenzahl: 132
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Jessica Steele
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Algo personal, n.º 1776 - julio 2014
Título original: A Professional Marriage
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4697-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
El señor Davenport la está esperando.
Chesnie sintió que le daba un vuelco el corazón, pero se puso en pie con elegancia y siguió a Barbara Platt, la mujer a quien esperaba sustituir, al despacho contiguo.
–Chesnie Cosgrove –anunció Barbara al hombre alto y rubio que lo ocupaba.
–Gracias, Barbara –contestó este, que tendría unos treinta y seis o treinta y siete años–. Siéntese, señorita Cosgrove –le indicó Joel Davenport cuando su secretaria se hubo retirado–. ¿Le ha costado encontrar la empresa? –añadió en tono agradable mientras observaba a aquella mujer de ojos verdes y pelo ámbar.
–No –contestó ella, pensando que era difícil no ver las oficinas de Yeatman Trading.
–Bien… Hábleme de usted –le indicó Joel Davenport comenzando la entrevista.
–He estudiado…
–Si no supiera que tiene tres años de experiencia como secretaria de dirección, que escribe a máquina increíblemente rápido y que, según su antiguo jefe, posee unas habilidades natas para la organización y la comunicación, no estaría aquí –la interrumpió.
¿De verdad quería aquel trabajo? ¡Aquel tipo era realmente duro! Antes de llegar frente a él había pasado dos entrevistas en Recursos Humanos. Obviamente, aquel hombre lo sabía todo sobre ella. ¿Y por qué no volverse a Cambridge? Porque había decidido probar suerte lejos de allí y debía intentarlo. Decidió dar otra oportunidad a Joel Davenport.
–Tengo veinticinco años –dijo dándose cuenta de que eso, evidentemente, también lo sabría–. He trabajado siempre en Cambridge –añadió. «Tranquila, Chesnie, tranquila», se dijo–. ¿Qué quiere saber exactamente?
Joel Davenport la miró fijamente.
–Tiene usted unas referencias inigualables. Lionel Browning pensaba que es usted la mejor secretaria del mundo. Obviamente, la estima mucho.
–Y yo a él –contestó Chesnie.
–Entonces ¿por qué se ha ido?
Pensó en contestar lo mismo que les había dicho a los de Recursos Humanos, que deseaba un puesto mejor, pero decidió que no quería mentir a aquel hombre que podría convertirse en su nuevo jefe.
–Siempre me han gustado los retos y quería mejorar en la profesión…
–¿Pero?
–Pero nunca habría dejado a Lionel si no hubiera sido porque su hijo decidió incorporarse a la empresa. La compañía de Hector Browning se arruinó y entonces decidió echarle una mano a su padre.
–¿No se llevaban bien?
–Eso no es relevante a nivel profesional –contestó Chesnie muy digna.
–Entonces ¿qué fue mal?
–¡Todo! –contestó sinceramente. Aquella entrevista iba fatal, así que ya no tenía nada que perder–. El mismo día que mi casero me anunció que iba a vender la casa en la que vivo y que debía buscarme otro sitio, tuve una buena pelea con Hector.
–¿Suele pelearse con las personas con las que trabaja?
–¡Lionel y yo no intercambiamos una palabra más alta que otra en todos los años que trabajé con él! –exclamó Chesnie pensando que, sin embargo, con Joel Davenport podría pelearse en cualquier momento.
–¿Hector Browning la trató mal?
–Eso me habría dado igual –contestó Chesnie haciendo una pausa–. Lo que no podía soportar era… Verá, por lo comentarios que hacía, me di cuenta que no podía soportar que su padre y yo estuviéramos tan unidos –volvió a dudar, pero decidió seguir. Al fin y al cabo, era inocente y estaba contando la verdad–. Cuando Hector me acusó de tener una aventura con su padre, supe que uno de los dos se iba a tener que ir de allí y obviamente iba a ser yo, porque él es su hijo.
–Dimitió.
–Me fui la semana pasada…, cuando finalizó el mes.
–¿Y era cierto? –preguntó Joel Davenport.
–¿A qué se refiere?
–¿Era cierto que tenía usted una aventura con su padre?
Chesnie lo miró con los ojos muy abiertos. ¿Cómo se atrevía a hacerle aquella pregunta?
–¡Claro que no! –contestó muy digna.
Joel Davenport asintió y no insistió, así que ella asumió que la creía.
–El departamento de Recursos Humanos ya le habrá explicado otros aspectos del cargo: el sueldo, la jubilación y las vacaciones. Supongo que le parecerán bien o no estaría aquí…
–Me parecen bien –contestó Chesnie.
¿Bien? ¡Le parecían insuperables!
–Le aseguro que el puesto está bien pagado, pero la persona que lo ocupe se lo va a ganar de verdad. Mi secretaria personal tiene que tener cien por cien de disponibilidad –le explicó–. Aparte de sus estudios y su experiencia, es usted una mujer guapa y supongo que tendrá varios admiradores –añadió. Aquello la sorprendió.
No tenía ninguno y, además, lo último que buscaba en su vida era una relación, pero, de repente, en un alarde de feminidad, le dejó creer lo contrario.
–Le aseguro que no interferirán en mi trabajo.
–A veces, puede que tenga que venir conmigo a las oficinas de Glasgow –le advirtió él–. ¿Y si la aviso media hora antes de que empiece la representación teatral a la que va con el hombre de su vida?
–Espero que el hombre de mi vida sepa disfrutar de una obra de teatro con o sin mí –contestó Chesnie.
–¿No existe ese hombre todavía?
–No.
–¿No tiene planes de casarse ni nada parecido?
Chesnie lo estudió despacio y se dio cuenta de que aquellos grandes ojos azules la estaban escrutando también.
–No estoy ni remotamente interesada en casarme –contestó por fin.
–Parece como si tuviera usted algo en contra del matrimonio.
Con el ejemplo de sus padres y de sus hermanas, como para no tenerlo…; pero no se lo dijo.
–Creo que, según las últimas estadísticas, el cuarenta por ciento de las parejas que se casan se divorcian. Me interesa más el trabajo que el matrimonio, la verdad.
Joel Davenport asintió.
–¿Sigue viviendo en Cambridge?
–Sí, de momento sí, pero estoy pasando unos días en casa de mi hermana aquí en Londres.
–Ya sabe que se tendría que mudar aquí, claro. ¿Ha buscado ya un piso?
–No, me pareció más sensato que, primero, me dieran el trabajo –contestó, sorprendida al verlo ponerse en pie.
–Pues vaya buscando –le dijo amablemente.
Chesnie lo miró. Obviamente, la entrevista había terminado. Se levantó
–Me gustaría que empezaras el lunes, Chesnie –sonrió dándole la mano.
Chesnie mantuvo la compostura y la seriedad hasta que hubo abandonado el edificio de Yeatman Trading, pero, una vez en la calle, sonrió encantada. ¡Lo había conseguido!
Le apetecía aquel trabajo. Iba a ser duro, pero aquello había sido una constante en su vida. Trabajo y más trabajo, siempre ocupada.
Mejor que casarse, desde luego.
Sus padres se habían llevado mal toda la vida y ninguna de sus hermanas tenía una bonita historia de amor.
Nerissa se casó por primera vez cuando ella tenía doce años. La relación había durado muy poco y su hermana mayor no tardó en volverse a casar y en cansarse de su segundo marido.
Robina, la segunda, se pasaba el día entre la casa que compartía con su marido y la de sus padres. Siempre estaban discutiendo.
Tonia, la tercera, se había casado, había tenido dos hijos inmediatamente y su relación con su marido se había ido al garete.
Con semejantes antecedentes, Chesnie no tenía ni la más mínima intención de contraer matrimonio. Así había sido siempre. De hecho, lo único que había hecho en su vida había sido estudiar y trabajar.
Había salido de vez en cuando con algún chico en la universidad y había intercambiado algunos besos con uno o dos, pero, en cuanto había visto que la cosa se ponía seria, había dejado de verlos.
Cuando terminó la universidad, ya llevaba dos años trabajando y decidió independizarse, sobre todo porque la casa de sus padres se convertía en una casa de locos cuando sus tres hermanas casadas se ponían de acuerdo para pelearse con sus respectivos maridos el fin de semana y llegaban gritando y llorando.
Tras hablarlo con sus padres, su madre la ayudó a encontrar un piso. Al principio, todo fue bien, pero a los dos meses se dio cuenta de que no podía mantenerse. Para no decepcionar a su madre, se buscó otro trabajo.
Así llegó a Browning Enterprises, donde entró como secretaria de dirección y ganaba mucho más. Todo iba bien. El único problema era Hector, el hijo de Lionel Browning, que solía aparecer por allí cuando necesitaba dinero. Pronto había descubierto que Hector no la apreciaba, pero nunca supo por qué.
Un año después, murió su abuela paterna y su abuelo vendió su casa de toda la vida y se mudó con sus padres. Chesnie, que ya iba a verlos a ellos cada dos o tres semanas, comenzó a ir más a menudo porque temía que el anciano, al que siempre había estado muy unida, se sintiera incómodo con las riñas de sus padres.
Al final, su abuelo se volvió a Herefordshire, de donde según él nunca tendría que haber salido, y le dejó su coche. Su padre se lo tomó bien, pero su madre se lo tomó a la tremenda. Chesnie sabía perfectamente lo que eso quería decir. Su madre no era una mujer fácil.
Eso había sido hacía tres meses. Poco después, Hector Browning la había acusado de mantener una relación sentimental con su padre y ella decidió que no quería seguir trabajando en aquella empresa.
Para colmo, el propietario de la casa la iba a vender y, por lo tanto, tenía que cambiar de piso.
Era el momento de cambiar de vida.
Vio un anunció que solicitaba una secretaria personal y llamó. Pasó la primera entrevista, pasó la segunda y cruzó los dedos…
¡Y lo había conseguido! Para cuando llegó al edificio donde vivía su hermana, todavía no se le había borrado la sonrisa de la cara. ¡La nueva secretaria personal de Joel Davenport, nada más y nada menos!
–¡Ya es tuyo! –exclamó Nerissa al abrirle la puerta y verle la cara.
Tras unos emocionados abrazos, le dijo que Stephen, su marido, le estaba buscando piso y le hizo prometer que volvería el sábado para la fiesta que daban en casa.
Chesnie regresó a Cambridge e hizo la maleta.
El primer día de trabajo fue agotador. Llegó a casa de su hermana con la cabeza dándole vueltas y la sensación de que tardaría al menos dos meses en asimilar toda la información que Barbara le había proporcionado. Quería meterse en la cama porque no tenía fuerzas ni para cenar. Su hermana tenía otros planes, sin embargo.
–¿Qué tal el primer día? –le preguntó Nerissa.
–Estoy destrozada.
–Eso es bueno, ¿no? ¿Y qué tal es tu nuevo jefe?
–No lo he visto. Está en Escocia hasta el miércoles.
–Bueno, ni te quites la cazadora porque el piso del que te hablé se ha quedado libre. Vamos a verlo.
Chesnie sacó fuerzas de flaqueza y obedeció.
El piso tenía un salón, un baño, una mini-cocina y dos dormitorios, y estaba situado a las afueras de Londres.
–Me lo quedo –dijo.
El alquiler era altísimo, pero su sueldo también.
–¿Seguro? –le preguntó su hermana–. Ya sabes que te puedes quedar en mi casa todo el tiempo que quieras. No te precipites.
–Seguro.
–Muy bien. ¡Vamos a celebrarlo!
Menos mal que la celebración fue cenar con una copa de vino…
El martes resultó tan agotador como el lunes. Barbara Platt estaba intentando no agobiarla, pero ambas sabían que les quedaban pocos días juntas, ya que Barbara dejaba la empresa el viernes siguiente y había muchísimas cosas que aprender.
Joel Davenport llevaba ya más de una hora en su despacho cuando Chesnie llegó a trabajar el miércoles. No era que llegara tarde, claro que no. De hecho, llegaba con un cuarto de hora de antelación, pero ya le habían advertido que aquel hombre no paraba de trabajar desde que se levantaba hasta que se acostaba.
Aquel día, Chesnie comprobó que era cierto.
El resto de la semana no fue mejor, pero le gustaba el trabajo.
Cuando llegó el viernes a casa de su hermana, estaba exhausta.
–Te ha llamado Philip Pomeroy –le dijo Nerissa.
–¿Y ese quién es?
–Te lo presenté el sábado en la fiesta. Alto, rubio, de unos cuarenta y tantos años… Quería saber si te apetecía salir con él a dar una vuelta.
–¿Le has dicho que estoy ocupada?
–No, le he dicho que lo llamarías al llegar.
–¡Nerissa!
–Venga, por favor, llámalo. Es muy simpático.
Lo hizo por educación y, aunque le dijo que no iba a salir a cenar con él, Philip le cayó bien.
Al día siguiente, sábado, tuvo que hacer la mudanza al nuevo piso. Aquello, en lugar de agotador intelectualmente, fue agotador físicamente.
La semana siguiente pasó muy deprisa y pronto llegó el viernes, último día de Barbara en el trabajo.
–Te quedas sola –anunció Joel Davenport yendo hacia su mesa– porque me llevo a Barbara a comer.
–Bon appétit –Chesnie sonrió.
No solía sonreír en el trabajo, pero aquella vez le salió sin pensarlo.
–Es imposible que esas pestañas tan largas sean de verdad –apuntó él muy serio.
–Me temo que así es –contestó ella un poco avergonzada.
Barbara le había contado que Winslow Yeatman, el presidente, se jubilaba un par de semanas más tarde y que Joel anhelaba aquel puesto. Por lo visto, su jefe se había incorporado a la empresa cuando esta estaba atravesando un mal momento y enseguida había conseguido mejorar la situación. De ese modo se había ganado un sitio en el consejo de administración.
Pero, como empresario con ideas revolucionarias que era, Joel quería el puesto de presidente para llevar a cabo más cambios beneficiosos para el negocio.
–¿Crees que lo conseguirá? –había preguntado Chesnie.
–Si hay justicia en el mundo, sí –había contestado Barbara, que admiraba ciegamente a su jefe–. El problema es que esta empresa es muy familiar, ¿sabes? La fundó la familia Yeatman hace más de un siglo y, aunque desde entonces han ido entrando otros accionistas, yo sé, por ejemplo, de tres miembros del consejo de administración que quieren a un Yeatman en la presidencia. El consejo está formado por nueve personas y hay otras tres que casi seguro votarán a Joel. No sé, si al final hay empate y le toca decidir al señor Yeatman, creo que va a elegir a un hombre de familia.
–¿De su familia? –preguntó Chesnie.
–No, un hombre casado y con hijos, quiero decir.
–¿El señor Davenport… está casado?
–No.
Chesnie la miró sorprendida.
–Está encantado con su condición de soltero –le explicó Barbara–. Arlene Enderby, se acaba de divorciar, ¿sabes? Es una de las sobrinas del señor Yeatman y le tiene echado el ojo.
–¿Y el señor Davenport lo sabe?
Barbara se rio.
–No creo que haya nada que Joel no sepa sobre la mente femenina. Además, ha salido con ella un par de veces, así que supongo que le habrá quedado claro –se interrumpió–. Estoy hablando demasiado. Ha debido de ser el champán de la comida. No estoy acostumbrada –se disculpó Barbara.
A las cinco menos cuarto, Joel llamó a Barbara a su despacho y, diez minutos después, la ya ex secretaria, salió con lágrimas en los ojos, un estuche de una joyería en una mano, un cheque en la otra y un precioso ramo de flores en los brazos.
–Oh, Chesnie, espero que seas tan feliz aquí como lo he sido yo.
–Seguro que sí –sonrió Chesnie, preocupada por que sabía que su compañera, que se iba porque a su marido lo habían destinado a otra ciudad, dejaba el listón muy alto.