Amante contra su voluntad - Dulce inocencia - Venganza y traición - Lee Wilkinson - E-Book

Amante contra su voluntad - Dulce inocencia - Venganza y traición E-Book

Lee Wilkinson

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Beschreibung

Amante contra su voluntad Lee Wilkinson A Zane Lorenson no le gustaba que le engañaran. Pero ese caso era diferente. ¡Zane sentía especial debilidad por la impostora! Sabía que la inocente Abigail estaba atada de pies y manos, así que decidió jugar con ella todo lo que le apeteciera. Seducir a su preciosa secretaria quizás fuera una forma de enseñarle una lección. Dulce inocencia Kathryn Ross Ganar dinero era la gran pasión de Damon Cyrenci… hasta que conoció a la bella y dulce Abbie Newland. Seducido por sus encantos, bajó la guardia… y tuvo que pagar un precio muy alto por ello: Abbie se lo llevó todo y mantuvo en secreto el hecho de que estaba embarazada de su hijo. Pero Damon no pensaba dejar que se saliera con la suya. Venganza y traición Carol Marinelli El atractivo millonario Lazzaro Ranaldi sentía desconfianza hacia las mujeres, pero había algo en Caitlin que lo tentaba irremediablemente… Pronto, sin embargo, empezó a creer que no era tan inocente como parecía. ¿Habría sido capaz de traicionarlo? Se vengaría arrancándola de su corazón… ¡y poniendo un anillo en su dedo!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 406 - junio 2020

 

© 2008 Lee Wilkinson

Amante contra su voluntad

Título original: Mistress Against Her Will

 

© 2008 Kathryn Ross

Dulce inocencia

Título original: The Italian’s Unwilling Wife

 

© 2008 Carol Marinelli

Venganza y traición

Título original: Italian Boss, Ruthless Revenge

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-371-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Amante contra su voluntad

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Dulce inocencia

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Venganza y traición

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERAN las siete y veinticinco de la mañana, y el tráfico en Londres era todavía soportable cuando el Jaguar azul de Paul se dirigía hacia el centro de la ciudad.

Como Gail sabía perfectamente, Paul, en un día normal, estaría a esa hora desayunando tan ricamente en casa antes de empezar su ajetreada agenda de reuniones, y ese cambio de rutina, a juzgar por la expresión de su cara, no le sentaba bien a su humor.

Sentada a su lado en el coche, suspiró. Se lo había dicho mil veces, que podía ir en transporte público a las prestigiosas oficinas de Jenson Lorenson, en Londres. Pero, a pesar de tener que salir tan temprano, y de que le alteraba su horario, él había insistido en recogerla y llevarla al trabajo.

Paul había llegado antes de lo previsto, y con las prisas del último momento, no se había acordado de tomar dinero. Sólo llevaba el monedero con las tarjetas de crédito y algo de cambio.

Cuando se lo comentó, Paul se limitó a contestar de mala gana:

–Qué más da. No necesitas más dinero para nada.

Quizás era verdad. Llevaba suficiente para pagarse el autobús de vuelta.

–Lo importante ahora es que te centres en lo que estamos. Y que, pase lo que pase, mantengas la calma. A Lorenson le gusta que el personal dé una imagen de profesionalidad y eficiencia. Te has metido en esto, y ahora que ha llegado el momento de hacerle frente, tienes que demostrar que estás a la altura.

Gail no había dormido en toda la noche, tenía los nervios de punta, y francamente no estaba para sermones.

–Lo único que quisiera es que no te hubieras empeñado en hacer las cosas así –contestó de mala gana–. No soporto todo esto de tener que mentir y engañar.

–No hay necesidad de mentir demasiado. Es mejor que, en la medida de lo posible, nos atengamos a la verdad. Tu currículum es magnifico, y se ajusta perfectamente a lo que Lorenson está buscando. Y encima vienes recomendada por una mujer de su confianza, o sea, que no hay motivo para que sospeche nada. Todo lo que tienes que hacer es olvidar por completo que nosotros nos conocemos, y todo irá perfectamente. Y, por cierto, ¿no se te habrá olvidado quitarte el anillo?

–No.

El anillo de compromiso con tres diamantes que Paul le había regalado, lo llevaba en una fina cadena de oro colgado del cuello.

–Y no te olvides de insistir en que no tienes ni novio ni pretendientes de ningún tipo. Lorenson tiene unas oficinas inmensas en Manhattan, y quiere que su secretaria personal esté disponible en todo momento para viajar con él a Nueva York cuando le viene en gana.

–Pero…

–Otra cosa. No es un jefe fácil, como era Randall. Es un tipo frío y arrogante, que trata al personal como si fueran objetos de su propiedad.

–¿Y tú cómo sabes todo eso?

–Mi hermana Julie se tomó la molestia de hacerse amiga de la antigua secretaria personal de Lorenson, que estuvo con él cinco años, y seguiría con él si no fuera porque está a punto de casarse… Le dijo a Julie que a pesar de que considera que el personal debe estar a su disposición veinticuatro horas al día, era un buen jefe…

–Veinticuatro horas al día a su disposición no significará que… –dijo Gail con cierta aprensión.

–No. Con eso no hay problema. Es sabido que Lorenson no mezcla negocios y placer, más bien lo contrario.

–¿Quieres decir que está casado?

–No. Y nunca lo ha estado. Su ex secretaria personal, que admitió haber estado locamente enamorada de él en un cierto momento, le dijo a Julie que está convencida de que no hay sitio para una mujer en su vida. Pero es cierto que se lleva a las mujeres de calle, y que cuando le apetece una noche loca, no tiene problema en conseguir a quien quiera. Así que, por ese lado, no tienes nada que temer. Una vez que te den el trabajo, todo lo que tienes que hacer es ser tan buena y eficiente como has sido siempre, y todo irá sobre ruedas.

A Gail no le convencía nada toda esa seguridad de Paul.

–Pero incluso si me dan el trabajo, seré totalmente nueva, y no hay ninguna razón por la que debería confiarme toda esa…

–Todo el mundo dice lo mismo –le interrumpió él impaciente–. Si no confía en alguien, no lo contrata, y si lo contrata, es porque confía en esa persona. Así que por ese lado tampoco vas a tener problemas…

En cierta medida, eso la dejaba todavía más preocupada.

–Un tipo que lleva tiempo ya infiltrado me ha pasado una información importante –continuó Paul, totalmente ajeno a las preocupaciones de Gail–. Los planes para el proyecto Rainmaker van a estar listos en las próximas semanas, lo que quiere decir que llegamos justo a tiempo. Tan pronto como consigas verlos y hacerte con la versión más reciente, me lo dices.

Paul hablaba de todo aquello como si fuera lo más trivial e inocente, pero para ella era espionaje puro y duro, y le hacía sentirse fatal saber que estaba involucrada en ello.

Pero, tras semanas de insistencia, Paul le había dicho que era una prueba de su amor por él.

–Es una ocasión única, que no se repetirá. Se va su secretaria personal justo cuando están con el proyecto Rainmaker, y justo cuando tú estás sin trabajo. Si esto no es que te pongan las cosas en bandeja…

–Pero es que…

–Lorenson tiene fama de empresario audaz, de arriesgarse como nadie en las grandes operaciones. Por eso es multimillonario a la edad de treinta años. Sólo necesito información desde dentro, y contigo de secretaria personal, ya está… Supongo que tiene intención de hacer lo que hace siempre, pero si yo voy y me entero antes, puedo tener el hacha preparada. Gail, esto es muy importante para mí –dijo tomándole la mano y besándosela–. Necesito saber cuáles son sus planes. Necesito estar un paso por delante. Así, si no puedo acabar con él, y desgraciadamente es demasiado poderoso para eso, por lo menos, puedo hacerle ponerse de rodillas y suplicar.

La primera vez que Paul le había nombrado a Jenson Lorenson, Gail sintió que se le paraba el corazón, y luego inmediatamente después, que se le aceleraba incontroladamente.

–¿Jenson Lorenson? –había repetido ella temblorosamente.

–No me digas que nunca has oído hablar de ellos. Es una compañía anglo-americana inmensa. Richard Jenson la fundó en Estados Unidos justo cuando el inicio del boom de la informática. Hace cinco años, cuando Jenson se retiró, le pasó el testigo a Zane Lorenson, su sobrino, que había sido su mano derecha durante años…

O sea, sí, se trataba del mismo Zane Lorenson.

Sin poderlo remediar, la imagen de Zane Lorenson se le vino a la mente. Alto, pelo oscuro, hombros anchos, un tipo increíble, una boca de ensueño, ojos verdes oscuros con asombrosas pestañas. Preciosos ojos que parecían ver el interior de su alma.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

Paul había seguido hablando sin percatarse de su reacción.

–Lorenson, de madre americana y padre inglés, es un auténtico tiburón, listo como el hambre para los negocios. Le añadió el «anglo» al negocio, se metió en Investigación y Desarrollo en el campo de Informática, y triplicó los beneficios de la compañía en dos años…

–Pero, y yo qué…

–Llevamos años de dura competencia ese miserable y yo. Él fue quien hundió mi primera empresa, y se la tengo jurada desde entonces. Ahora, con tu ayuda, voy a tener la oportunidad de machacar su Proyecto Rainmaker, y vengarme finalmente.

Gail le miró con los ojos muy abiertos.

–¿Con mi ayuda? Yo no…

–Escucha. Va a salir todo de maravilla…

Cuando Paul le contó sus planes, la aprensión de Gail fue en aumento. Tan pronto como Paul le dejó meter baza, insistió:

–No, Paul. Yo no quiero tener nada que ver con todo eso.

–No va a haber ningún problema. Piénsatelo. Seguro que cambias de idea.

–No. No voy a cambiar de idea.

Con una sonrisa que en otras circunstancias le hubiera derretido el corazón, Paul intentó convencerla por la vía del chantaje emocional:

–Vamos, cariño, hazlo por mí.

Incluso si Zane Lorenson no hubiera estado en medio de todo aquello, Gail, no habría querido tener nada que ver. Pero como, además, sí estaba envuelto en todo aquello, de ninguna manera iba ella a…

–Jamás podría salir bien.

Sorprendido de que por primera vez se negara a hacer lo que él decía, y sabiendo como sabía que Gail estaba locamente enamorada de él, Paul zanjó la cuestión sin andarse por las ramas:

–Lo mínimo que podías hacer es intentarlo.

–Es que no quiero verme mezclada en eso.

–Una vez me dijiste que harías lo que fuera por mí –respondió él en un tono más que seco.

–Dije lo que fuera que yo pudiera hacer, pero esto es algo que no puedo.

–¿Por qué no puedes?

–Porque no.

–Habrá alguna razón.

–Conozco a Zane Lorenson.

–¿Cómo que lo conoces?

–Lo conocí cuando estuve viviendo en Estados Unidos. Era… amigo de Rona.

–¿De tu hermanastra?

–Sí.

–Creí que llevabas años viviendo aquí en Inglaterra.

–Y los llevo.

–Pues entonces hará mucho tiempo de eso.

–Siete años –dijo, sin confesar que desde aquel momento había estado obsesionada con él–. Yo tenía diecisiete años entonces.

–Pero ¿lo trataste mucho?

–No…

A pesar de todo lo pasó, no podía decirse que lo había tratado mucho.

–Nos vimos dos o tres veces, y yo…

Paul, impaciente, la interrumpió:

–Cuando tu madre se volvió a casar tras la muerte de tu padre, ¿te adoptó tu padrastro?

–No.

–O sea, que tu hermanastra y tú tenéis apellidos diferentes.

–Sí, pero…

–Pues entonces, no sé lo que te preocupa. No se va a acordar de tu apellido, si sólo os visteis dos o tres veces, y encima hace siete años.

–¿Y si se acuerda?

–Si por lo que sea, se acordara, tampoco pasa nada.

–Sí, porque cuando yo…

–Gail, corazón, ¿de verdad te crees que se va a acordar de ti después de todo este tiempo?

A decir verdad, no. Ella realmente no había significado absolutamente nada para el joven Zane Lorenson. Hasta que Rona la puso en evidencia, Zane Lorenson ni siquiera se había enterado de su existencia.

–Y si tanto te preocupa que te reconozca, haz algo para evitarlo, y ya está. Ponte gafas, o lo que sea. Pero, vamos, te digo yo que no hay de qué preocuparse. En siete años tienes que haber cambiado muchísimo.

Así era.

En aquella época, ella era una adolescente desgarbada, tímida e insegura, con trazas todavía de acento norteño. Después, las críticas y artimañas de Rona, y el verse locamente enamorada de un hombre al que había visto de lejos escasamente en un par de ocasiones, le hicieron decidir cambiar su imagen. Lo que le valió las risas y humillaciones de su hermanastra que a la edad de veintitrés años era toda una joven de mundo y llena de glamur.

Y eso no había sido lo peor…

Intentó alejar aquellos horribles recuerdos de su mente, dolorosos y humillantes incluso después de tantos años, e intentó concentrarse en lo que se había convertido.

Desde todos los puntos de vista, era lo más chic y refinada que se podía pedir: melena oscura y sedosa, piel perfecta, figura envidiable, y ni rastro de acento alguno.

Cierto. Había muy pocas posibilidades de que Zane Lorenson la reconociera.

Pero, sólo recordar cómo él la había mirado la última vez que se habían visto, con los labios apretados y la furia saliéndole por esos preciosos ojos verdes, era suficiente para ni siquiera correr ese riesgo.

–No quiero volver a verlo. Me da miedo que…

«Me da miedo él», pensó, pero no se atrevió a decirlo por si a Paul le parecía una tontería.

–… Me da miedo que me pueda reconocer. Es un tipo que no me gusta. Y simplemente, no quiero trabajar para él.

Paul la miró serio.

–Me parece muy egoísta por tu parte, dadas las circunstancias. Y ni siquiera sería por mucho tiempo. Tan pronto como consigas la información, te buscas una excusa y te vas.

–Por favor, Paul, no me pidas que lo haga.

Paul, ignorando su súplica por completo, contestó con la mayor crudeza de que fue capaz:

–Creo que no es tanto lo que te estoy pidiendo, y si de verdad me quisieras, lo harías. Si no lo haces, no creo que tenga mucho sentido que sigamos adelante con nuestro compromiso.

–Yo sí te quiero.

–Pues demuéstralo.

Acorralada, finalmente, decidió rendirse.

–Lo intentaré.

–Buena chica. Ya sabía yo que no me defraudarías. Y otra cosita. Esto tiene que quedar entre tú y yo. Nadie más tiene que enterarse. A tu compañera de piso le dices simplemente que has encontrado otro trabajo.

–Ni siquiera sabemos si me lo van a dar –respondió preocupada.

–Por supuesto que te lo van a dar. De eso no hay ninguna duda.

Aquella noche, como recompensa, Paul la sacó a cenar, y le compró un anillo de prometida.

Con su pelo rubio rojizo, sus ojos azul intenso, su sonrisa angelical, y su pinta de David de Miguel Ángel, Paul estaba acostumbrado a sacar a las chicas lo que quisiera.

Y Gail no había sido una excepción.

Paul había llamado una mañana para ver a David Randall, su ex jefe, y tras años convencida de que nunca se volvería a enamorar, eso era exactamente lo que había hecho al ver a Paul: volverse a enamorar.

La pequeña Compañía Randall había tenido un enorme éxito en el sector informático, causando una especie de revolución con sus brillantes innovaciones.

Estaban a punto de cosechar un gran éxito en el mercado, cuando un repentino ataque cardiaco hizo que David Randall decidiera retirarse a la edad de cincuenta y cinco años. El Grupo Manton, propiedad de Paul, había realizado entonces una oferta para adquirir la compañía que a los ojos de David Randall era poco menos que inadmisible, y que supuso extensas negociaciones. Paul visitaba las oficinas con frecuencia, hasta que un día invitó a cenar a Gail, que aceptó encantada y halagada.

Desde entonces, habían salido con frecuencia, pero Paul, al contrario que su anterior novio, nunca había mostrado intenciones de llevarla a su piso, ni de acostarse con ella.

Eso, junto a su guapura y encanto personal, había hecho que ella lo viera como un hombre diferente a los demás, y había intensificado sus sentimientos por él.

Finalmente, alcanzaron un acuerdo financiero, y David Randall abandonó la empresa que había sacado adelante gracias a su esfuerzo y trabajo personal, convencido de que había asegurado la continuidad laboral de sus empleados.

Sin embargo la cruda realidad fue que Paul, tan pronto como tomó las riendas de la empresa, despidió a todos los trabajadores y cerró la compañía. Ante las quejas de Gail, Paul se limitó a decir que todos ellos habían recibido una indemnización.

–Pero eso no era lo que David quería. Dedicó su vida entera a consolidar esta empresa. Trataba a los trabajadores como si fueran su familia, y quería que mantuvieran sus puestos de trabajo.

–Mira, amor, en los negocios hay que dejar los sentimientos a un lado, conviene que lo vayas sabiendo. Había que eliminar la competencia que suponía Randall, deshacerse de ellos. Eso es todo.

–Pero eso no es lo que negociaste con David.

–Los negocios son los negocios. Esto era lo mejor, créeme.

Consciente de que los sentimientos de Gail hacia él se estaban tambaleando, y de que la necesitaba todavía de su parte para el plan que tenía en mente, Paul abrazó a Gail y la besó.

–Vamos ya a dejar de hablar de trabajo. Y si realmente necesitas otro trabajo, yo te puedo ofrecer uno. Pero pensé que preferirías ser la señora de Paul Manton…

¡Paul quería casarse con ella! Colada como estaba por él, dio un brinco de alegría.

–Pero antes de empezar con los preparativos de la boda, hay algo que quiero que hagas por mí…

Tras el brinco, vino la caída. Paul le explicó lo que tenía que hacer. Ni siquiera el anillo de pedida que lucía en su dedo lograba disipar sus preocupaciones.

–¿Y cómo sabemos que me van a dar el trabajo?

–Tú de eso no tienes que preocuparte. Conozco a la señora Rogers, la persona que se encarga de reclutar al personal.

Al día siguiente ya la habían citado para ver a Lorenson. El único problema, por lo menos para Paul, era que la cita era a primera hora de la mañana.

–¿Es que no puede trabajar de nueve a cinco como todo el mundo? Y el muy estúpido es un maniático de la puntualidad. Será mejor que te lleve yo.

La forma en que él había insistido en llevarla, a pesar de su oferta de tomar un taxi, le hizo sospechar a Gail que no se fiaba de ella.

Así que en esos momentos se dirigía a ser entrevistada para el puesto de secretaria personal de un hombre al que había esperado no tener que volver a ver en la vida.

¡Qué situación tan paradójica!

Y sin salida. Si no conseguía el trabajo, Paul se enfadaría con ella. Si sí lo conseguía, estaría en todo momento contra la espada y la pared.

–Ya hemos llegado. Tiene las oficinas y su apartamento ahí a la vuelta. Bájate aquí, no vaya a ser que nos vea alguien. Por encima de todo, mantén la calma, o echarás a perder todo el plan, con el trabajo que me ha costado llegar hasta aquí. Y ni nombrarme por lo más remoto, o se dará cuenta de que nos conocemos. Cuando termines y te hayas alejado de las oficinas, dame un toque al móvil, y me cuentas si te han dado el trabajo.

–¿Es que me va a entrevistar él y lo va a decidir en el momento?

–Así es como él trabaja.

–¿Nos vemos esta noche? Lynne no va a estar. Te puedes pasar a cenar.

–Mejor no. Desde que sepa tu dirección, lo mejor es que yo ni aparezca por allí.

–Podríamos ir a un restaurante.

–No, es muy arriesgado. Si nos viera juntos, se iría todo al garete. Me llamas para decirme si te han dado el puesto, y después es mejor que no tengamos contacto hasta que tengas alguna información que pasar. Y si tienes algo que decirme, me llamas al trabajo. Y no lo olvides, esto significa mucho para mí. Buena suerte.

Tras bajarse del coche, Gail intentó despedirse con la mano, pero Paul ya enfilaba su Jaguar calle abajo sin volver la cabeza.

Abrió el bolso, sacó unas gafas de leer baratas que se había comprado para la ocasión, y se las puso.

Con el corazón latiéndole a toda velocidad, cruzó el inmenso hall de entrada de aquel imponente edificio, y pudo verse reflejada en uno de los largos espejos de marco dorado frente a ella.

Vestida con un elegante traje de chaqueta gris oscuro, camisa blanca, cabello exquisitamente recogido, y un aire de confianza en sí misma, aunque sólo fuera exteriormente, no había duda de que daba más que el perfil de mujer de negocios eficiente y al día que de ella se esperaba.

–La señora Bancroft, secretaria del señor Lorenson, la está esperando, señorita North.

En la segunda planta, la señora Bancroft, la condujo hasta otro ascensor.

–El señor Lorenson la recibirá en su apartamento. Prefiere un ambiente distendido cuando tiene que realizar entrevistas. Pase por aquí, señorita North, por favor –le dijo adentrándose en una lujosa suite.

Aparte de un escritorio con toda suerte de equipamiento tecnológico de última generación, el resto de la espaciosa y soleada habitación estaba amueblada claramente como un salón.

–Tome asiento, por favor. El señor Lorenson saldrá en breve a recibirla.

Aliviada de tener por lo menos ese breve respiro, y con demasiados nervios como para sentarse, Gail se dedicó a inspeccionar curiosamente la habitación.

Considerando lo mucho que Zane Lorenson había significado para ella, era sorprendente lo poco, aparte de su atractivo físico, que había llegado a saber sobre él.

El ecléctico mobiliario y la refinada decoración, sobrios y distinguidos a la vez, parecían reflejar un marcado gusto por la sencillez y la elegancia.

En la pared frente a ella, un lienzo con paisaje nevado de Jonathan Cass, compartía protagonismo con un cálido paisaje de la Toscana de Marco Abruzzi. Una combinación que, por decirlo suavemente, reflejaba sus originales gustos.

Convencida de que las lecturas preferidas de una persona dan una estupenda y valiosa información sobre ella, se acercó a la librería, donde pudo ver todo tipo de publicaciones, desde literatura clásica a poesía, pasando por novelas de misterio o aventuras, autobiografías y premios nacionales de literatura.

Estaba echando una ojeada a uno de esos últimos cuando, al levantar la cabeza, vio un par de brillantes ojos verdes que la miraban desde la puerta. Apoyado en el umbral, con aire de multimillonario que se debate entre el desdén y la arrogancia, y con aspecto viril y peligroso, Zane Lorenson se dedicó a examinarla intensamente.

Como no podía ser de otra manera, pues su imagen la había obsesionado durante años, recordaba su físico perfectamente, pero aun así el impacto de su poderosa presencia, que había ganado madurez con el paso de los años, le obligó a hacer un esfuerzo para reponerse y no dejar traslucir que el corazón le latía desesperadamente, y que le flaqueaban las piernas.

¿Había estado él observándola mientras ella curioseaba por la habitación?

Por lo menos no había dado ninguna señal de reconocerla.

Tratando de actuar con naturalidad, se dirigió a reponer el libro que había tomado en el estante.

–Lo siento, simplemente estaba echando un vistazo a…

–¿El tipo de lecturas que me gustan? ¿Y a qué conclusión ha llegado?

Hubiera reconocido su atractiva y seductora voz entre un millón.

–Que tiene usted unos gustos interesantes.

–No me diga. Y los cuadros, ¿qué le parecen?

–Me gustan.

–¿Conoce usted a los autores?

–Si. Cass y Abruzzi son dos de mis pintores favoritos.

–Vaya, vaya, pues sí que tenemos gustos similares. O sea, que usted también los tiene colgados en su salón.

–No. En mi caso además, por supuesto, se trata de reproducciones, y tengo dos de Cass, y…

–¿Cuáles?

–Nevada y Viaje al Invierno.

–¿Y de Abruzzi?

–El Olivar, Puesta de Sol, y Campos de Girasoles.

–¿Todos colgados en la misma habitación?

–No, no creo que sea una buena combinación.

–¿Y qué opina de mi combinación?

–No debería ser la más adecuada, pero debo reconocer que funciona.

–Me alegra que le agrade –dijo con cierto retintín–. Bien, y ahora que sabemos que somos prácticamente almas gemelas en lo referente al arte, ¿qué le parecería tomar asiento para empezar la entrevista de trabajo?

Si Zane Lorenson la hubiera reconocido, no la habría tratado con mayor descortesía y petulancia.

–Muchas gracias –contestó Gail secamente–, pero acabo de decidir que no deseo el puesto. No me parece correcto el tono que está usted utilizando, además de no ser el más adecuado para una entrevista profesional, y…

–¿No sabe usted mantener la calma ante una pequeña prueba?

–No veo ninguna necesidad de hacerlo.

–Pues sepa usted que es una de las cosas que mayor información me aportan sobre una persona. Ahora, haga el favor de sentarse.

Lo dijo en un tono calmado, pero frío y cortante, que hizo que Gail encontrara superior a ella el desobedecer.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ESO ESTÁ mejor. ¿Cómo desea el café, señorita North? –preguntó él con exagerada cortesía.

–Una gota de nata y sin azúcar –contestó ella, convencida de que el latido de su corazón debía de estarse oyendo en toda la habitación.

–Exactamente como a mí me gusta. ¿Otra extraña coincidencia?

Decidida a no entrar en la misma historia de antes, se mantuvo en silencio.

–¿Sigue usted molesta por unos comentarios carentes de relevancia? Pues bien, pasemos estrictamente a lo profesional. ¿De dónde es usted?

–Del norte…

Nada más decirlo, se arrepintió. Rona siempre la había ridiculizado precisamente debido a su acento del norte, y él podría recordarlo. Por el momento, no parecía ser el caso.

–¿De dónde exactamente?

–De Tyneside –respondió sin saber a qué atenerse.

Por supuesto que Gail no estaba enamorada ya de él, pero volver a ver aquella sonrisa tan tremendamente seductora, le hizo entender por qué todo el episodio que había vivido con él la había marcado de tal manera.

–¿A qué edad se marchó de allí?

–A los doce años. Mi padre murió cuando yo tenía diez, y dos años después mi madre se volvió a casar.

La estricta verdad. Por ahora, no había necesidad de mencionar que su padrastro era americano, y que se mudaron a vivir a Estados Unidos.

–Cuénteme sobre usted, edad, dirección, experiencia laboral…

–Todo eso está en mi currículum.

–Sin duda, pero prefiero que usted me lo cuente. ¿Cuál es su nombre de pila?

–Gail

–¿De Abigail?

–Así es.

En Inglaterra sus padres siempre la habían llamado Abbey, pero Rona se había reído de ella diciendo que Abigail era nombre de chacha, y siempre la llamaba por el nombre completo para humillarla. Por eso, cuando regresaron a Inglaterra, comenzó a utilizar simplemente Gail.

–Abigail es un nombre antiguo y sonoro. ¿Cómo decidieron ponérselo?

–Mi abuela materna se llamaba así.

–Resulta difícil de creer, lo sé, pero mi abuela materna también se llamaba Abigail.

–Efectivamente, resulta difícil de creer.

–Por lo menos, sincera y directa –contestó riéndose–. Pero le aseguro que es verdad. Se llamaba Abigail, un nombre nada común hoy en día.

La duda volvió a asaltarla. ¿La habría reconocido? No, la verdad es que no había nada en aquella bronceada y preciosa cara que hiciera pensar en ello. Simplemente, tenía que relajarse.

–¿Perdón? –preguntó al ver que él la miraba con cara de esperar una respuesta.

–Le he preguntado su edad.

–Veinti… seis años.

Primera mentira.

–¿A qué colegio fue?

–Langton Chase.

–¿En Surrey?

–¿Sus padres viven todavía allí?

–Mis padres han fallecido ambos.

–¿Se llevaba bien con ellos?

–Con mi madre, mucho.

–¿Tiene hermanos?

–No.

–¿Qué hizo al terminar el colegio?

–Estudié en el St. Helen Business College, y después entré a trabajar en la empresa de David Randall…, hasta que la cerraron tras el ataque al corazón que sufrió el señor Randall.

–¿Qué le parece el señor Paul Manton?

–¿Perdón?

–Salió en la prensa que el grupo Manton había comprado la empresa, acabado con la empresa, para ser exactos. Es de suponer que fue Paul Manton en persona quien llevó las negociaciones a cabo. ¿O no? Le he preguntado qué opina del señor Manton.

–En realidad fue el señor Desmond quien se ocupó de la operación.

–¡Qué raro! A Paul Manton le gusta ejecutar las sentencias en persona. ¿Qué piensa usted de la decisión de cerrar la empresa?

–Me pareció un error. David Randall había luchado para que eso no sucediera.

–Será porque no era consciente de con quién se las estaba viendo, en otro caso hubiera sabido que podía esperar cualquier cosa. Y dígame, ¿dónde vive usted exactamente?

–Comparto un piso en Rolchester Square, en Kensington –contestó de mala gana.

–¿Con un amante?

–No. Con una compañera.

–¿Tiene usted novio o similar?

–No.

–Me sorprende. ¿O quizás haya oído usted que prefiero que mi secretaria personal esté libre de compromisos?

–Hace seis meses que rompí con mi novio, Jason.

–¿Y no ha habido nadie desde entonces? ¿Quizás porque tiene usted el corazón roto?

–No tengo el corazón roto. ¿Es realmente necesario hablar de todo esto?

–Completamente. ¿Quiere usted decir que ya lo ha superado, o que nunca lo quiso?

–Simplemente quiere decir que no tengo el corazón roto.

–¿Está usted libre para viajar?

–Totalmente.

–¿Ha viajado usted mucho?

–No tanto como me hubiera gustado. Solamente por Europa…

–¿Ha estado usted en Estados Unidos?

–No –contestó mirando al suelo.

Tras una larga pausa, él continuó:

–Dígame una cosa, ¿siempre lleva usted gafas?

–Por supuesto.

Aquello estaba empezando a resultar insoportable.

–Curioso. A la señora Rogers se le debió de pasar por alto cuando me habló de usted. ¿Por qué lleva gafas?

–¿Qué quiere decir con eso?

–Que son simplemente gafas de leer.

Acorralada, apabullada, no pudo hacer otra cosa que sonrojarse.

–O sea, que se las ha puesto específicamente para la entrevista.

–Pensé… que me darían un aire más… eficiente…, más profesional.

–Es decir, no está usted segura de su capacidad para ejercer este puesto.

–Estoy totalmente segura de mi capacidad para ejercer este puesto.

–No dudo que lo esté, pero recurrir a una mentira no es la mejor forma de conseguirlo.

Fatal. Todo lo había hecho fatal. Seguro que Paul se iba a enfadar con ella.

–Le pido disculpas por haberle hecho perder el tiempo –dijo incorporándose del asiento, quitándose las gafas y metiéndolas en su bolso.

Él se levantó también, y dio un paso hacia ella. Por muy alta que ella fuera, y lo era, él a su lado era realmente como una torre.

–Un momento –dijo él–. Un momento, le he dicho –repitió tomándola ligeramente por la cintura al ver que ella hacía intenciones de dirigirse hacia la puerta.

–Por favor, déjeme marchar –suplicó ella, al notar que él la empujaba ligeramente en el hombro para que se sentara otra vez en su silla, sin poder evitar recordar todo lo que había sucedido entre ellos–. No tiene usted ningún derecho a retenerme aquí.

–No es cuestión de ponerse melodramática.

–Perdón, no sé lo que me ha pasado.

–Supongo que estará nerviosa por la entrevista. Bien, si le interesa el trabajo, debe saber que espero que mi secretaria personal esté disponible veinticuatro horas al día…, por eso le he preguntado si tenía compromisos, y, sobre todo, que espero discreción absoluta y lealtad total. A cambio, las vacaciones tienen en cuenta las posible horas extras, y el sueldo es generoso…

Al oír la cifra, a Gail se le pusieron los ojos en blanco. No era de extrañar que la anterior secretaria personal no quisiera irse.

–Y una cosa más, fuera de la oficina prefiero un trato familiar y relajado, incluido llamarnos por nuestros nombres de pila. Ahora sí, ya tiene usted toda la información, así que si lo desea, el puesto es suyo.

No, no lo deseaba, pero de pensar en cómo se pondría Paul si lo rechazaba, y en cómo la había tratado el propio Zane Lorenson, decidió que cualquier treta que Paul intentara llevar a cabo con él, la tendría más que merecida.

Y por mucho que de verdad no quisiera tomar parte en ello, lo cierto es que una vez más Zane Lorenson tenía un poder irresistible sobre ella. Sólo con volver a verlo, la profesional segura y confiada en que se había convertido se volvía un manojo de nervios como cuando tenía diecisiete años. Simplemente no podía decirle no. Además, no podía decepcionar al hombre que amaba y con el que iba a casarse.

–Sí, acepto el trabajo.

–Muy bien –dijo en un tono estrictamente profesional–. Son tres meses de prueba, y mi secretaría se encargará de todo el papeleo–. Tengo entendido que está usted disponible desde hoy mismo.

–Así es –contestó arrepentida de haber aceptado.

–¿Cómo vino hasta aquí?

–¿Perdón?

–Que si vino en coche, en taxi…

–En… taxi.

–¿Tiene un pasaporte vigente?

–Sí.

–¿Cuánto tarda en hacer las maletas?

–¿En hacer las maletas? ¿Para ir de viaje?

–¿Para qué otra cosa suele usted hacer las maletas?

–Perdón, es que me parece todo un poco precipitado.

Paul se lo había dicho, que tenía un complejo de oficinas inmenso en Nueva York, y que le gustaba llevar allí a su secretaria personal sin previo aviso.

–¿Cuánto tarda? –insistió.

–Unos quince minutos.

–Pues salimos, mi avión nos espera en el aeropuerto –dijo empujándola ligeramente por el brazo.

Entre una cosa y otra, Gail se sentía como si le acabara de pasar un tsunami por encima.

–Paso un instante a decirle una cosa a mi secretaria, y salimos hacia su casa a recoger sus cosas.

–De verdad, no es necesario que se moleste, puedo encontrarme con usted en el aeropuerto.

–No es ninguna molestia.

Toda esperanza de Gail de poder pasar sola por su piso para llamar a Paul y ponerlo al tanto, se desvaneció. Parecía que Lorenson le hubiera leído la mente, y trataba de evitar dejarla sola. Si por lo menos Paul supiera todo aquello, seguramente le diría que no se fuera con Lorenson, y que abandonara el puesto inmediatamente.

–¿Algún problema?

–No. Ninguno.

–Mejor. Ahora que trabajamos juntos, lo mejor es que haya confianza y armonía entre nosotros. Un segundo, tengo que hablar un par de minutos con la señora Bancroft.

Con los pensamientos en otra parte, y sin prestar demasiada atención a lo que pasaba a su alrededor, Gail no escuchó las últimas frases de Lorenson:

–Voy a estar fuera dos semanas, y no quiero que nadie me moleste. Si hay algo que requiera mi atención urgentemente, ya sabe cómo localizarme.

–Por supuesto, señor Lorenson.

Rodeándola por la cintura con el brazo, cruzaron el hall de entrada. El chófer le esperaba ya fuera con la puerta abierta.

–Buenos días, John. Tenemos que pasar por Rolchester Square. ¿Qué tal está tu mujer?

–Bastante bien, dadas las circunstancias, muchas gracias, señor. Los gemelos pueden nacer en cualquier instante.

–¿Ya sabes lo que son?

–Un niño y una niña, señor.

–Pues enhorabuena. Voy a estar fuera un par de semanas, así que te puedes tomar unas vacaciones pagadas ese tiempo, que buena falta vas a hacer en casa.

–Muchas gracias, señor. No sabe cuánto se lo va a agradecer Jenny, mi mujer. Lleva tiempo preocupada por cómo íbamos a arreglarnos, y eso que yo se lo dije, seguro que el señor Lorenson nos echa una mano.

Gail pensó que la forma en que Paul lo había descrito, como un hombre cruel y despiadado, cada vez le parecía más alejada de la realidad.

–Parece que está usted preocupada.

–No, no, en absoluto, señor Lorenson –respondió intentando diseñar alguna estrategia por si él decidía acompañarla al interior del piso, lo que destrozaría por completo su última oportunidad, hasta quién sabía cuándo, de poder llamar a Paul.

–Como dije antes, fuera de la oficina es mejor que me llames Zane, y yo te llamaré Abigail.

–Preferiría Gail.

–Perfecto.

Nerviosa por el hecho de que él no paraba de observarla en todo momento, dijo:

–Es un nombre muy poco común, Zane.

–Durante mucho tiempo le reproché a mi padre, que tenía pasión por las novelas del oeste de Zane Grey, que me pusiera este nombre. Pero fue sólo hasta que me enteré de que mi madre quería que me pusieran Tarquin –contestó con una amplia sonrisa.

Bien a su pesar, Gail tuvo que sonreír también.

–Te pones muy guapa cuando sonríes –dijo él con toda naturalidad.

Si lo hubiera hecho aposta, Zane Lorenson no habría logrado pillarla más desprevenida para su comentario, y destrozar más sus esfuerzos por mantenerse en control de la situación. Se puso roja hasta la raíz del pelo.

–Lo siento, ahora te he hecho sonrojar, no era mi intención. Se me había olvidado que todavía quedan mujeres que se sonrojan ante un cumplido…, o ante lo que sea, tal como están las cosas. La mayoría de las mujeres, incluso las de dieciséis o diecisiete años, se abalanzan a los brazos de un hombre sin el más leve sonrojo…

¿Había dicho lo de dieciséis o diecisiete años a propósito? Santo cielo, entonces sí se había dado cuenta.

Como si se hubiera convertido en estatua de sal, Gail se limitó a clavar la mirada al frente, e intentar aparentar calma.

–No tardo nada –dijo abriendo la puerta cuando el coche aparcó frente a su casa.

–No me vendría nada mal un café, si no es molestia y no te importa que suba un momento.

–En absoluto.

Por la cabeza de Gail pasaron las mil y una cosas que podía y no podía hacer ahora, como por ejemplo, llamar a Paul, o incluso mandarle un mensaje de texto, aunque seguramente ni lo vería hasta después, y entonces ya sería demasiado tarde. También podría llamarlo desde el baño del aeropuerto, y cuando él le dijera que abandonara la idea y que no se fuera con Zane, podría tomar un taxi de vuelta a casa.

–Ahora mismo traigo el café –dijo señalando un sillón para que se sentara.

Haciendo caso omiso de sus palabras, Zane la siguió hasta la cocina, y al ver que sólo preparaba una taza, preguntó:

–¿Tú no tomas nada?

–Tengo que escribir una nota a mi compañera de piso, además de hacer la maleta.

Si lograba finalmente ponerse en contacto con Paul, no tendría más que romper la nota a su vuelta. Si no lo lograba, y mejor no pensar en eso, era mejor que Lynne supiera lo que estaba pasando.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

GAIL explicó brevemente la situación en una nota a su compañera, indicándole que cabía la posibilidad de que pasara una o dos semanas en Estados Unidos. La puso bien visible en la cocina, y se dirigió a su dormitorio a hacer la maleta.

–No te molestes en meter demasiado. Allí habrá de todo lo que puedas necesitar. Lo fundamental es que no olvides llevar el pasaporte –dijo Zane desde el salón.

Gail terminó de hacer la maleta en un instante, sin prestar la más mínima atención a lo que metía en ella, pues era de esperar que no llegara a tener que necesitarla.

–Vaya, ¡qué rapidez! –exclamó Zane al verla entrar de nuevo en el salón con la maleta en una mano, y el pasaporte en otra–. Déjame que te ayude.

Antes de que pudiera responder ni hacer nada al respecto, Zane se había acercado, le había quitado la maleta y el pasaporte, y había metido este último de forma inmediata en el bolsillo de su chaqueta.

–¿Has metido el bañador? –preguntó él.

–¿El bañador? –repitió ella sin entender nada.

Gail sabía que numerosos hoteles tienen piscina hoy en día, pero francamente ni se le hubiera pasado por la cabeza meter el bañador ni siquiera aunque hubiera pensado que iba a realizar el viaje, cosa que seguía esperando no llegara a ser el caso.

–Ya veo que no. No importa. Eso se arregla fácilmente. Entonces, ¿todo listo? Pues adelante.

De camino al aeropuerto, Zane pareció estar embebido en sus pensamientos. Gail, que no veía el momento de llegar al mismo, clavó los ojos en el infinito, repitiendo para sí sin parar: «Por favor, que Paul me entienda».

Nada más llegar al aeropuerto se dirigieron a la zona VIP del aparcamiento, donde un joven los estaba esperando a pie de coche para encargarse del equipaje.

Al contrario de Paul, que siempre iba cinco pasos por delante de ella y a gran velocidad, Zane tomó su cartera, y poniéndole una mano en la cintura, anduvo a su lado la corta distancia que los separaba del edificio del aeropuerto.

Una vez allí, se encargó de la facturación, y de enseñar los documentos al pasar por el control policial, mientras Gail seguía sumida en sus pensamientos, tratando de planear lo mejor posible lo que iba a hacer.

Nada más pasar el control, Zane metió el pasaporte de Gail cuidadosamente de nuevo en su cartera con el resto de sus documentos.

Fue en ese instante cuando Gail tomó consciencia de que todo había ido demasiado lejos, y de que quizás tendría que empezar a pensar en escapar de allí a toda velocidad, incluso si ello significaba abandonar equipaje y pasaporte.

Pero lo primero era ponerse en contacto con Paul.

–Lo siento, pero tengo que pasar un instante al baño –dijo a toda prisa.

–Vamos ya un poco retrasados, y en el avión hay un baño tan perfecto como el de aquí –contestó él sujetándola por el brazo.

–Es que…

–Es que ya tenemos asignado la hora del despegue, y hay que embarcar de inmediato.

Antes de que pudiera articular palabra, se vio cruzando la pista, a toda velocidad, en dirección a un lujoso jet privado aparcado allí frente a ellos.

Nada más subir a bordo, y tras ser recibidos amablemente por un auxiliar de vuelo, Zane indicó al mismo:

–Jarvis, la señorita North desea pasar al baño a lavarse las manos. Muéstrale por favor dónde se encuentra.

–Por supuesto. Acompáñeme, señorita North.

–Voy a aprovechar para saludar un instante al capitán Giardino, y nada más vuelvas, despegaremos –le dijo Zane mientras se alejaba en dirección al baño.

Lo dijo con una expresión en apariencia normal, pero Gail pudo adivinar, por el brillo de sus ojos, que era perfectamente consciente de lo aturdida que ella se encontraba, y que, además, a él todo aquello le parecía muy divertido.

Mordiéndose la lengua para no decir nada, y aferrándose a su bolso con auténtico frenesí, se metió en el baño, cerró el pestillo, y metió la mano en el bolso desesperadamente para tomar su móvil.

Con un poco de suerte, todavía podría contactar con Paul, y salir de allí zumbando antes de que el equipaje llegara al avión, y cerraran la puerta del mismo.

Por más que revolvió y manoseó todo el contenido del bolso, no pudo encontrarlo. Se dijo de todo por haber metido tal cantidad de cosas y en semejante barullo. Con los nervios de punta, y consciente de que cada segundo que pasaba era crucial, volcó el contenido del bolso en el lavabo, y buscó el móvil revolviendo todo frenéticamente.

Le llevó unos segundos aceptar la evidencia del hecho. Su móvil había desaparecido.

Era imposible. No podía haberlo perdido. Lo había tomado del cargador y metido directamente en su bolso delante de Paul esa misma mañana, y no había abierto el bolso en todo el día, excepto para sacar y volver a meter las dichosas gafas.

Sea como fuera, el hecho era que su móvil no estaba allí. Y que el único instante que había estado fuera de su vista había sido cuando lo dejó en el salón de su casa mientras hacía la maleta en su habitación.

¿Se lo habría quitado Zane?

Por todos los santos, ¿cómo se le ocurría pensar una cosa así? ¿Por qué demontre iba a querer él quitarle el móvil?

A menos que… supiera exactamente en qué consistía su plan.

La mente se le disparó ante la mera posibilidad de que ése pudiera ser el caso.

Era ridículo. Estaba sacando las cosas de quicio. No había ni la más leve posibilidad de que lo supiera. Y si hubiera sospechado la más mínima conexión entre Paul y ella, evidentemente no le habría dado el trabajo.

Aliviada tras recuperar el sentido común, decidió que tenía que pensar rápidamente en un plan de acción.

Tenía dos opciones. Echarlo todo a perder diciéndole a Zane que realmente no quería el trabajo, e insistir en que se quería bajar del avión en ese momento, o seguir adelante con todo, irse a los Estados Unidos las dos semanas y ver qué pasaba.

Si elegía la primera opción sin haber consultado a Paul en primer lugar, conociéndole como ella lo conocía, y con el carácter que se gastaba, nunca la perdonaría. Si se decantaba por la segunda opción, tendría que buscar una fórmula rápida para blindarse al tratar con Zane Lorenson.

Un golpecito en la puerta le hizo pegar un brinco hasta el techo.

–Perdone, señorita North, que la moleste –dijo el auxiliar de vuelo en un discretísimo tono–, pero el señor Lorenson me ha pedido que le informe de que en breve pasaremos a la pista de despegue.

A Gail se le encogió el alma. Ya no había nada que hacer. Era demasiado tarde para decidir.

Haciendo de tripas corazón, contestó en el tono más neutro que pudo:

–Enseguida salgo.

Metió todo en el bolso de nuevo a gran velocidad, y se dispuso a seguir al auxiliar de vuelo para regresar a su asiento.

Con todo lo que en ese momento le iba pasando por la cabeza, no era de extrañar que Gail ni siquiera notase la excelencia y el lujo de todo lo que la rodeaba.

En escasos instantes se encontraría volando, y Paul ni siquiera sabía que había conseguido el trabajo, por no nombrar que en esos momentos se dirigía a Estados Unidos a pasar dos semanas.

El pensar que Paul, al ver que ella no daba señales de vida, evidentemente se pondría en contacto con Lynne, no pareció valerle de gran alivio.

Al llegar de nuevo a la zona de los asientos, Zane, con un aspecto algo más relajado y en mangas de camisa, le preguntó con el mismo tono displicente y superior que había utilizado todo el día:

–¿Todo bien?

–Perfectamente –respondió ella, tratando de calibrar lo que se escondía exactamente detrás de aquella pregunta.

Gail se dio cuenta de que tenía que controlarse. Si se empeñaba en ver una segunda intención detrás de cada una de sus palabras, terminaría paranoica en nada de tiempo.

Ajeno, por lo menos en apariencia, a las preocupaciones de Gail, Zane le ayudó a poner sus cosas en el maletero, a acomodarse en el asiento de al lado de la ventana, y a abrocharse el cinturón. Después, tomó asiento al lado de ella.

Gail se sentía atrapada y sin salida. ¡Ojalá no hubiera subido nunca a aquel avión!

No, por ahí no iba a hacer más que amargarse. Nada de lamentaciones. A lo hecho, pecho.

Eso tampoco pareció tener el deseado efecto de tranquilizarla.

Preparados ya para el despegue, Zane se volvió hacia ella:

–¿Te da miedo volar?

La cruda realidad era que a ella siempre le habían dado miedo los aviones, pero a raíz de su estancia en Estados Unidos, y debido a lo mucho que Rona se había burlado de ella siempre en público al respecto, había aprendido a superar ese miedo. Bueno, por lo menos a esconderlo.

Se le ocurrió que podría decir que sí, porque así tendría alguna explicación el que estuviera tan extremadamente nerviosa y tensa, pero al recordar esa experiencia pasada, decidió negarlo rápidamente:

–No.

–Pues es curioso porque tienes toda la pinta de que sí.

–En absoluto.

–Bueno. En cualquier caso, si te da miedo, te puedo tomar de la mano.

–No, gracias. Insisto, no me da miedo volar.

–No hay nada de que avergonzarse porque le dé a uno miedo volar. Mi antigua secretaria personal le tenía miedo a volar en estos aviones más pequeños que los comerciales.

–A mí no me da miedo volar ni en aviones grandes ni en pequeños.

–Bien, bien. Está claro que, en cualquier caso, que yo te tomara de la mano te pondría incluso más preocupada.

Gail apretó la mandíbula, y trató de parecer todo lo más relajada que pudo mientras realizaban el despegue.

Una vez en el aire, Zane le preguntó:

–¿Quieres conocer al capitán?

En la cabina, Gail se quedó fascinada al ver aquel inmenso panel de control.

–Gail, éste es el comandante Giardino… Carlo, te presento a la señorita North.

Ni mención de que se trataba de su secretaria personal.

–Encantado, señorita North –respondió el comandante–. Impresionante, ¿verdad?, el panel de control. Pues aunque no se lo crea, es mucho más sencillo todo de lo que parece. Hoy en día los aviones vuelan prácticamente solos.

–Carlo –interrumpió Zane–, creo que es mejor dejar ese tema. La señorita North, aunque no quiera admitirlo públicamente, siente cierta aprensión a volar. Seguro que preferiría saber que vas a estar al cargo tú en todo momento.

–En ese caso, le prometo que no dejaré el mando del avión en ningún momento –contestó con una amable sonrisa el comandante.

De nuevo en sus asientos, Zane se volvió hacia Gail:

–¿A qué hora desayunaste esta mañana?

Esa mañana Gail no había estado para mucho desayuno, con tantos nervios. Un café solo a las seis y media de la mañana.

–¿O ni siquiera desayunaste?

–No, no lo hice.

–Por los nervios de la entrevista, supongo.

Ella asintió.

–Pues mientras Jarvis nos prepara su exquisito almuerzo, vamos a tomar unos aperitivos al salón. ¿Qué te apetece? ¿Un gin tonic?

–Un refresco, por favor.

–Buena idea para un estómago vacío.

Gail se le quedó mirando mientras servía las bebidas.

Al contrario que Paul, de belleza más hollywoodense, menos masculina, Zane rebosaba todo él una guapura más viril. Ese aspecto varonil era precisamente el que tanto le había impactado desde que lo conoció, y le había hecho sentir esa punzada interior sólo de mirarlo.

Cuando él le acercó la copa, ella se quedó mirando sus manos, tan esculturales y perfectas, las mismas con las que él la había tomado y… las mismas con las que la había…

Fuera de la mente. Todo eso había que echarlo fuera de la mente de forma instantánea. Francamente, no era momento de ponerse a recordar el pasado.

Al pasarle la bebida, sus manos se rozaron, y Gail sintió un calambre de tal intensidad que casi tiró la bebida.

–¿Todavía nerviosa?

–No, en absoluto. Es que creí que se me iba a caer el vaso.

Él no hizo ningún comentario.

–Está muy bien, gracias –comentó Gail en relación a la bebida.

Con cara de ligerísima sorna, ante sus modales de buena chica, Zane tomó su bebida y se sentó frente a ella.

Gail, viendo que se ponía más tensa todavía con él allí enfrente, intentó rápidamente poner la mente en otra cosa.

Sin éxito.

La llegada de Jarvis en ese momento con el carrito de la comida la rescató de aquella embarazosa situación.

–¿Desea el señor que sirva ya la comida?

–No, Jarvis, muchas gracias. Puedes retirarte.

–¿Prefieres marisco o carne? –preguntó Zane tras dirigirse a la mesa que Jarvis había dejado perfectamente preparada para los dos.

–Marisco, por favor.

Zane sirvió mariscos y ensalada para los dos.

–Tienes que estar muerta de hambre.

Tenía todo un aspecto delicioso, pero, con el nudo que le atenazaba el estómago, se sentía incapaz de comer.

–Por el futuro de nuestra relación, y porque sea larga y fructífera –dijo él alzando la copa de vino que acababa de servir para acompañar el marisco.

«De nuestra relación… laboral», podría haber especificado, en aras de evitar malentendidos.

–Creo que ha llegado la hora de empezar a conocernos seriamente –continuó él–. ¿Qué me cuentas de ti?

Gail se quedó pensando qué contarle que no supusiera posteriormente una trampa para ella.

–Por ejemplo, ¿qué tipo de música te gusta? –lanzó Zane, viendo que no contestaba.

–La música clásica, cosas de aquí y de allá, un poco de pop, un poco de jazz…

–¿Qué me dices de la ópera?

–También.

–¿Tienes un compositor favorito?

–Puccini.

–Ajá, un romántico.

Así siguieron durante un buen rato, mientras descubrían que en general sus gustos eran básicamente los mismos, y que en las pocas ocasiones que diferían se trataba sólo de pequeños detalles.

Zane resultó ser un perfecto interlocutor, culto, entretenido y con gran sentido del humor. Todo parecía tan normal y tan distendido, que Gail por primera vez empezó a sentir una cierta relajación interior.

Terminada la comida, pasaron al salón. Estaban placidamente sentados en los cómodos sillones de cuero deleitando un exquisito café, cuando se acercó de nuevo el auxiliar de vuelo, y se dirigió a él:

–Si no es molestia, señor, el comandante desearía comentar algo con usted.

–Gracias, Jarvis. Ahora me paso por la cabina –respondió.

Tras terminar el café, se levantó y le dijo:

–Perdóname un instante, tengo que pasar a ver a Carlo. En ese mueble tienes todo tipo de música, o de libros, si lo prefieres.

–Gracias.

Mientras se dirigía a la cabina, Gail se quedó admirando sus anchas espaldas y su precioso cabello oscuro, y notó que tenía un remolino en la parte de detrás, justo al filo del cuello.

Ésa había sido una de las primeras cosas que recordaba haber notado de él hacía tantos años.

Ella vivía en el piso que su padrastro tenía en el centro de la ciudad. Una tarde, cuando iba a salir de su habitación, vio que el último novio de Rona había llegado justo en ese momento a recogerla.

El tipo de hombres con los que solía salir su hermanastra le desagradaba grandemente pues eran normalmente arrogantes y presumidos. Así que para evitar coincidir con ellos, decidió permanecer en su habitación, desde donde se quedó mirando con la puerta ligeramente entreabierta.

Él estaba de espaldas sentado en el sofá. Al principio se le notaba relajado y distendido, pero luego, como si pudiera sentir que ella le estaba mirando, volvió la cabeza y miró hacia atrás. Aunque sabía que era ridículo y que de ninguna manera la podía ver, Gail pegó un brinco del susto.

Tras reponerse, volvió a espiarlo otra vez. Se había cambiado de sitio, y esa vez podía ver su atractivo perfil, que la había dejado enamorada de él de forma inmediata y fulminante.

Como bajo el efecto de una droga, Gail se había quedado allí mirándole hasta que, finalmente, una despampanante Rona, con vestido de seda escarlata y estola de armiño, a juego con las carísimas joyas que su orgulloso padre acostumbraba a regalarle, hizo acto de presencia.

El apuesto joven se levantó, y Gail pudo comprobar que, además de guapo, era alto y con un tipazo que su inmaculado terno de gala acentuaba todavía más.

Se dirigió hacia Rona, y le tomó las manos.

–Estás absolutamente sensacional –le dijo con voz profunda y seductora.

Rona, acostumbrada a las galanterías desde siempre, lo miró displicentemente, y cuando él hizo intención de atraerla hacia sí para besarla, se limitó a decir:

–Ahora no, cariño, que me puedes estropear el maquillaje. Además, vamos justos de tiempo.

Él abrió la puerta para dejar pasar a Rona, y fue entonces cuando Gail pudo ver su cara de frente por primera vez. Rona debió de comentar algo porque él sonrió con ganas, lo que terminó de derretir el corazón de Gail.

La mayoría de los novios de Rona eran jóvenes mimados y decadentes, hijos de las familias más rancias y destacadas de la sociedad. Pero éste en particular era diferente. A pesar de tener no más de veintitrés o veinticuatro años, mostraba una madurez, una fuerza interior, que no tenían los otros. No se trataba solamente de que fuera varonil y de buena planta, sino que de él emanaba una especie de vitalidad, de magnetismo, que Gail encontró superior a ella.

Descubrió que se llamaba Zane Lorenson, y a partir de ese momento empezó a vivir sólo para espiarle en sus visitas a la casa.

Al principio sólo su madre se dio cuenta de su obsesión, pero, finalmente, un día Rona la descubrió, y con su típica crueldad se propuso amargarle la existencia incluso más de lo que lo había hecho durante los últimos cinco años.

–¿Así que te has quedado colgada de él? Vamos, admítelo, si no hay más que verte la cara –le había espetado un día.

–Simplemente me parece que es simpático y agradable.

–Sólo le parece simpático y agradable –repitió Rona haciéndole burla sobre su acento del norte que, para colmo de males, se le acentuaba en los momentos de tensión.

–¿Y qué piensas hacer para conquistarlo?

–Yo no…

–Por mí no hay problema. Voy a cortar con él ya mismo –la interrumpió Rona.

–¿Vas a terminar con él?

–Sí. Es una pena que no sea rico. Además de generoso, es un amante fabuloso. Bueno, que me quiten lo bailado. Yo lo que quiero es un millonario de verdad.

Miró a Gail burlonamente.

–O sea, que si quieres, cuando le mande a freír espárragos, le puedo decir que por lo que a ti se refiere te puede considerar un caso resuelto.

–Por favor, Rona, no le digas nada –suplicó Gail horrorizada.

–Era broma. Primero, porque tú no sabrías ni por dónde empezar con un tipo de sangre caliente como éste, y segundo, porque las virgencitas atemorizadas no son su tipo. Cuando necesite consolarse por mi pérdida, ya se buscará a alguna rubia glamurosa y espectacular… no necesita ninguna colegiala con la cara llena de granos y sin pecho…

Fue en ese momento cuando Gail decidió que usaría el dinero que le habían dado por su diecisiete cumpleaños para cambiar su aspecto.

Se compró todos los productos que pudo para luchar contra el acné. Se rizó el pelo y se lo tiñó de rubio, se empezó a maquillar y, para completar el cambio, se compró toda una serie de sujetadores con relleno y braguitas a juego.

Aquello fue todavía peor, porque ocasionó que Rona se burlara todavía más de ella.

Intentó ignorar a Rona y sus hirientes comentarios todo lo que pudo, hasta que una tarde, pocos días después, Rona entró en su habitación y, agarrándola de un brazo, la llevó literalmente en volandas al salón.

Allí, de pie, se encontraba Zane Lorenson, a quien Rona anunció:

–Ésta es mi hermana pequeña Abigail… Abigail es tu admiradora secreta… Está enamorada de ti, y este pelo rubio, el maquillaje y el sujetador con relleno… son para ver si tú te enamoras de ella…

Él pareció encontrar todo aquello divertido, y se quedó simplemente mirando.

–Está dispuesta a dártelo todo –continuó Rona, zafándola por el brazo aún más fuerte ante sus intentos de liberarse–, pero me temo que ni así llegaría a mucho contigo, te cansarías de ella antes de empezar. No tiene ni las más mínimas agallas, y jamás estaría a tu altura…

Eso último ya no le hizo tanta gracia a Zane, que ordenó:

–Ya está bien de tanta crueldad, Rona. Haz el favor de soltar a la niña ya.

Gail, nada más verse libre, corrió a su habitación.

Por primera vez desde que había ido a vivir a Nueva York, y tras haberse contenido todos esos años, la vergüenza y la humillación que acababa de vivir hizo que Gail diera rienda suelta a sus lágrimas.

Lo único que la consolaba era que él había intervenido a su favor frenando a Rona, aunque se había sentido herida de que él se hubiera referido a ella como la niña.