Otra noche de bodas - Lee Wilkinson - E-Book

Otra noche de bodas E-Book

Lee Wilkinson

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Beschreibung

Perdita Boyd tenía que salvar el negocio de su familia para proteger a su padre enfermo. ¿Pero qué podía hacer si el único inversor era Jared Dangerfield? ¡Su esposo! Muy enamorada, se había casado con Jared en secreto, pero el matrimonio nunca fue consumado porque en la noche de bodas lo encontró en la cama con otra mujer. Jared había vuelto para vengarse de aquellos que le tendieron la trampa, para recuperar su negocio y... también a su esposa.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Lee Wilkinson. Todos los derechos reservados. OTRA NOCHE DE BODAS, N.º 2068 - marzo 2011 Título original: Claiming His Wedding Night Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9826-3 Editor responsable: Luis Pugni

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Otra noche de bodas

Lee Wilkinson

Capítulo 1

HACÍA un día maravilloso. Después de una fría primavera, el cielo azul anunciaba la llegada del verano. Junio acababa de comenzar y el calor todavía no abrasaba el asfalto. Una brisa fresca y ligera jugaba al escondite, agitando banderas y toldos, y dando un aire festivo a la ciudad de Londres.

A pesar de los problemas financieros de J.B. Electronics, la luz del sol levantó el ánimo de Perdita Boyd y la hizo apretar el paso mientras caminaba por Piccadilly. Alta y esbelta, con una gracia natural que los trajes de negocios no ocultaban, ella siempre hacía volverse a los hombres al pasar. Sin embargo, Perdita jamás se hubiera considerado llamativa. A pesar de sus ojos color turquesa y su cabello dorado, se hubiera llevado una gran sorpresa de haber sabido lo mucho que la miraban. Incluso el gerente del banco, viejo y cascarrabias, le había sonreído esa mañana mientras le negaba un préstamo a la empresa.

Después de salir del banco, Perdita trató de hacer acopio del optimismo que le quedaba y llamó a la residencia donde su padre se recuperaba de una operación de corazón. John Boyd estaba sentado junto a los ventanales que ofrecían la mejor vista de la propiedad. Era un hombre alto y de apariencia amable. Acababa de cumplir cincuenta y cinco años, pero siempre había tenido un aspecto aniñado.

–No ha habido mucha suerte, supongo –le dijo a su hija, recibiendo su beso con agrado.

Ella se sentó frente a él y sacudió la cabeza.

–Me temo que no. El gerente del banco fue muy amable, pero no nos prestan más dinero.

John suspiró.

–Bueno, como lo de Silicon Valley es aún peor que lo nuestro, no nos queda otro remedio que negociar con Salingers.

–Eso no va a ser fácil. Son duros de pelar. Nos tienen en sus manos y lo saben.

–Aun así, no podemos permitir que lleguen a controlarlo todo, si podemos evitarlo. No puede pasar de un cuarenta y cinco por ciento de las acciones.

–Haré todo lo que pueda.

–Sube hasta cincuenta si es necesario. ¿Cuándo vas a verlos?

–Voy a las oficinas que tienen en Baker Street mañana a primera hora.

–Bien. No tenemos tiempo que perder. ¿A quién vas a ver?

–Tengo una cita con un tal Calhoun, uno de sus altos ejecutivos.

–Sí, he oído hablar de él. Es un tipo duro.

En un intento por disipar la preocupación de su padre, Perdita cambió de tema.

–Ah, por cierto, Sally me dijo que a lo mejor se pasaba luego si te parece bien.

–Ah, estupendo.

–Me dijo que tenía que desquitarse o algo así.

Él sonrió.

–Tiene un juego de ajedrez y la última vez que jugamos le gané.

–Entonces, por lo que veo, te cuida muy bien, ¿no?

–¿Es que alguna vez lo has dudado?

–No. Algunas veces me pregunto cómo hemos podido arreglárnoslas sin ella.

Sally Eastwood había tomado el relevo del ama de llaves anterior seis meses antes. Era una atractiva viuda de cuarenta y cinco años que había vuelto a su Inglaterra natal después de la muerte de su esposo en los Estados Unidos. Trabajadora y simpática, Sally había resultado ser toda una joya. Un golpecito en la puerta anunció la llegada del carrito de la comida.

–Bueno, creo que tengo que irme –dijo Perdita, inclinándose para besar a su padre en la mejilla.

–Mucha suerte mañana, cariño –le dijo él, agarrándole la mano–. No creo que podamos llegar a un acuerdo fácilmente, aunque Dios sabe que lo necesitamos con urgencia.

–Si surge la posibilidad de llegar a un acuerdo rápido, ¿tienes que consultárselo a Elmer primero?

–No. Él me ha dado carta blanca para hacer lo que sea necesario con tal de salvar la empresa. Llámame en cuando veas a Calhoun.

–Claro.

Siempre habían estado muy unidos y ella sabía lo mucho que él odiaba estar fuera de combate en un momento tan decisivo.

–Sé que preferirías hacer tú las negociaciones, o mandar a Martin, pero...

–Ahí te equivocas, cariño –dijo él con firmeza–. Tú tienes lo que hace falta y creo que tienes más posibilidades que yo de sacarlo adelante. Más que Martin, ya puestos.

Martin vivía con ellos en Londres y se ocupaba de la sección de Información Técnica de la empresa. Era el único hijo de Elmer Judson, el socio estadounidense de su padre. Martin no sólo era el preferido de Elmer, sino también el favorito de John, que veía en él al hijo que nunca había tenido. Profundamente satisfecha por su voto de confianza, Perdita salió de la residencia y echó a andar por el parque. Tenía un poco de hambre, así que se sentó en un banco y se comió los sándwiches que le había preparado Sally antes de volver al trabajo. Después se tomaría un café antes de empezar con el trabajo de la tarde. Su padre estaba convaleciente y Martin estaba cerrando un negocio en Japón, así que era ella quien estaba al frente de J.B. Electronics. La responsabilidad añadida podía llegar a hacerse muy pesada en algunas ocasiones, sobre todo con la boda a la vuelta de la esquina. Quedaban menos de seis semanas para el enlace con Martin y había muchas cosas que hacer. Él le había comprado un hermoso solitario y el compromiso había sido anunciado de forma oficial a principios de la primavera, desencadenando así un torbellino de preparativos y actividades. Sin embargo, las cosas parecían encajar, por fin. Ya habían reservado la iglesia y el catering, y Claude Rodine le estaba haciendo el vestido. El día anterior, después de hablar con su padre, lo había arreglado todo para que levantaran una carpa en el jardín de su casa de Mecklen Square. Ya sólo quedaba...

De repente, la mente de Perdita se quedó en blanco. Un hombre alto y fuerte, de pelo oscuro, acababa de bajarse de un taxi justo delante del Arundel Hotel de Piccadilly. Perdita se paró en seco, ajena al peatón que estuvo a punto de tropezar con ella.

No podía ser él. No podía ser. Tenía que ser un error.

Al pagarle al taxista, el hombre se volvió y se dirigió hacia la entrada del hotel.

–Oh, Dios mío –susurró la joven para sí.

Jared...

Al llegar a la puerta, él se detuvo de repente y entonces, como si pudiera sentirla, se dio la vuelta y miró atrás. Él siempre sabía dónde estaba ella sin necesidad de mirar, incluso en una habitación llena de gente. Sus miradas se encontraron y Perdita sintió como si le dieran un puñetazo en el pecho. De pronto él sonrió, lentamente y sin alegría, y a ella se le heló la sangre. El momento que tanto había temido había llegado. Era inevitable. Un chorro de adrenalina le recorrió las entrañas y, aunque supiera que era inútil escapar, dio media vuelta y echó a correr. Justo cuando él empezó a moverse para interceptarla, un taxi se detuvo para dejar a unos pasajeros. Perdita corrió hacia el vehículo como si le fuera la vida en ello y abrió la puerta al tiempo que el conductor arrancaba de nuevo. Entró a toda prisa. Le temblaban las rodillas incontrolablemente, y su corazón parecía a punto de estallar.

–¿Adónde la llevo? –preguntó el taxista, incorporándose al tráfico.

–Al final de Gower Street –dijo ella, mirando atrás, con los ojos clavados en aquel hombre que la observaba desde la acera.

A lo largo de Piccadilly el tráfico era lento y el taxi avanzaba a duras penas. La joven no dejaba de mirar atrás, oyendo el sonido de su propio corazón, que le retumbaba en los oídos. Parecía que nadie la seguía, pero, aun así, le llevó unos minutos calmarse y volver a respirar de nuevo.

Estaba segura.

Por el momento.

¿Pero y si lograba encontrarla? ¿Y si sabía exactamente dónde buscarla?

Perdita tembló. Pero, aunque la encontrara, ¿qué podía hacerle? De pronto recordó aquella sonrisa descarnada y sintió un terrible escalofrío. El Jared del que se había enamorado era un hombre apasionado y cariñoso, con un sentido de la justicia y el juego limpio, pero, incluso por aquel entonces, había mostrado su lado más cruel en alguna ocasión. Volvió a estremecerse y el pánico se apoderó de ella nuevamente. Cruel y despiadado... Apretando los dientes, trató de mantener la cabeza fría. Todo dependía del motivo por el que Jared estuviera en Londres. A lo mejor no tenía nada que ver con ella... Quizá había viajado desde los Estados Unidos para hacer negocios, o a lo mejor estaba de vacaciones. Su madre había nacido en Chelsea y él siempre había sentido debilidad por la ciudad de Londres.

No. Ninguna de esas opciones parecía razonable. El Arundel era el hotel de los más ricos y la última vez que había tenido noticias de él estaba prácticamente en la calle; aunque quizá no se hospedara en el Arundel. A lo mejor sólo iba a comer allí. Respiró hondo. Era posible que el encuentro hubiera sido accidental. Bien podía haber estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. De no haber pasado por delante del hotel en ese momento jamás hubiera sabido que Jared estaba en la ciudad, y él tampoco hubiera sabido que ella estaba viviendo allí. Tres años antes, al dejar California para volver a casa, su padre había tomado todas las precauciones del mundo para que no pudieran encontrarlos. Había cambiado el nombre y la dirección de la empresa, había comprado una casa en un lugar discreto y había quitado el número de teléfono de la guía. En definitiva, le había puesto las cosas difíciles a Jared para que no pudiera localizarles, pero... Aunque difícil, no era imposible.

–¿Aquí? –la voz del taxista atravesó los pensamientos de Perdita.

–Ah, sí...Gracias.

Recuperando la compostura, le pagó la carrera, bajó del vehículo y siguió andando. Las oficinas de J.B. Electronics en Calder Street estaban a unos trescientos metros, pero ella había querido que el taxi la dejara más cerca por si acaso Jared se había quedado con la matrícula del vehículo. Todavía le temblaban las piernas y sólo deseaba que Martin volviera cuanto antes. Había luchado mucho para olvidar a Jared, para olvidar todo el dolor que su maldad le había causado, y Martin había sido su punto de apoyo, su refugio. Lo echaba tanto de menos...

Martin era un hombre muy atractivo, alto y de constitución fuerte, con los ojos azules y el pelo rubio; un hombre que sería un buen padre y esposo. Sin embargo, había necesitado más de tres años de devoción y paciencia para convencerla de que aceptara su propuesta.

Perdita sólo deseaba que la boda se celebrara cuanto antes. Marido y mujer... No se sentiría segura hasta que estuvieran unidos de esa forma. Sólo entonces sería capaz de creer que por fin había dejado atrás el pasado. Martin la había amado con locura desde siempre, pero ella sabía que jamás podría corresponderle con esa clase de amor. Lo que una vez había sentido por Jared era algo incomparable que jamás volvería a sentir. De eso estaba segura. Y tampoco quería sentirlo. Era demasiado traumático. Aquello no le había deparado más que sufrimiento, desilusión y amargura. O eso se había dicho a sí misma. En realidad, lo que ocurría era que ya no le quedaba nada que dar. Una vez había entregado el corazón y estaba vacía por dentro. Sólo había un hueco en el sitio donde debería haber estado su alma. Todo lo que sentía por Martin era gratitud por su apoyo incondicional. Sin embargo, aun así, él la deseaba y, si bien nunca llegaría a hacerla vibrar por dentro, tampoco le causaría dolor. Tanto su padre como Elmer se habían alegrado mucho al conocer el compromiso.

–Siempre he sabido lo que sentía por ti –le había dicho Elmer–. Así que no me sorprendió cuando se vino a Inglaterra, detrás de ti. Me alegro mucho de que su tesón haya dado sus frutos al final. No querría tener a ninguna otra como nuera.

–No sabes lo mucho que me alegro de que por fin hayas decidido comprometerte con Martin. Dangerfield no era de fiar. No era más que un perdedor. Estaba empezando a pensar que nunca llegarías a superarlo.

Perdita pensó en las palabras de su padre un instante... En lo más profundo de su ser ella sabía que jamás había llegado a pasar esa página. Nunca había superado lo de Jared, y nunca sería capaz. ¿No se había pasado los últimos tres años intentándolo? Al llegar al edificio acristalado que albergaba la sede de J.B. Electronics, saludó al guardia de seguridad y tomó el ascensor, rumbo al segundo piso. En la oficina exterior estaba Helen, la rubia secretaria y asistente personal. Al verla acercarse levantó la vista del ordenador.

–¿Ha habido suerte?

Perdita negó con la cabeza.

–Me temo que no.

–¿Y cómo se lo tomó tu padre? –preguntó Helen, suspirando.

–Bien, bien. Creo que se ha resignado.

–Entonces, ahora la única esperanza es Salingers, ¿no?

–Sí.

–Entonces tendrás que encandilar al señor Calhoun.

–No fui capaz de encandilar al gerente del banco –dijo Perdita con tristeza.

Helen esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

–A lo mejor no eras su tipo.

Ya en su propio despacho, Perdita soltó el bolso, colgó la chaqueta y se sentó frente al escritorio. Tenía mucho papeleo que hacer, pero no era capaz de concentrarse. Jared ocupaba de nuevo sus pensamientos y no podía dejar de preguntarse cómo habrían terminado las cosas si el taxi no hubiera aparecido en el último momento. Pero no había sido así. Tenía que dejar de pensar en lo peor y ahuyentar a Jared de su cabeza. Sin embargo, era muy fácil decirlo, pero hacerlo era otra cosa. Aquel rostro sombrío y los recuerdos que llevaba consigo no dejaban de atormentarla, una y otra vez. A eso de las cuatro y media, Perdita se rindió. Apenas había podido sacar el trabajo adelante y casi todo estaba por hacer. De pronto sonó el teléfono.

–La secretaria del señor Calhoun quiere hablar contigo. Está en la otra línea.

–Gracias, Helen.

Temiéndose lo peor, Perdita descolgó el auricular.

–Hola. Soy Perdita Boyd.

–Señorita Boyd... –dijo una voz de mujer, suave y eficiente–. Tengo un mensaje para usted. Desafortunadamente, el señor Calhoun tiene que cancelar su cita.

A Perdita se le cayó el alma a los pies.

–¿Se puede saber por qué motivo? –preguntó la joven, tratando de mantener la ecuanimidad.

–El señor Calhoun tiene que viajar a los Estados Unidos mañana a primera hora –le dijo la secretaria en el mismo tono de antes–. Sólo puede verla si queda con él en el aeropuerto para el desayuno.

–Sí. Sí. Claro –dijo Perdita rápidamente–. No hay problema.

–En ese caso, si me da su dirección, haré que la recojan mañana a las seis y media.

Perdita le proporcionó la información y le dio las gracias antes de colgar. Sintiéndose como una mujer condenada a la que le han concedido un aplazamiento en el último minuto, llamó a su padre y lo puso al tanto de todo. Después, se puso la chaqueta, agarró el bolso y se dispuso a salir.

Helen también estaba a punto de irse.

–¿Problemas? –le preguntó.

–Sólo un cambio de planes, gracias a Dios.

Le explicó brevemente de qué se trataba.

–Podría haber sido mucho peor. Sólo espero que no tenga demasiada prisa como para no escucharme.

–Eso espero –dijo Helen–. Bueno, si te marchas ya, voy a cerrar.

–Gracias. Te veo mañana, en algún momento.

La llamada de teléfono la había distraído durante un rato, pero nada más salir de las oficinas, Jared había vuelto a sus pensamientos. Mientras caminaba, los recuerdos del pasado la arrollaban como una avalancha de nieve. Ella había nacido en los Estados Unidos, pero su madre norteamericana había muerto demasiado pronto y su padre se la había llevado consigo a su Inglaterra natal. Después de terminar el colegio, su padre se la había llevado de nuevo a California para que conociera el lugar donde había nacido. Elmer, que tenía una mansión cerca de Silicon Valley, había insistido en que se quedaran con Martin y con él.

Sólo llevaba unos días en San José cuando le conoció en una fiesta. Se enamoró de él a primera vista; un amor tan fuerte como el torrente de un río caudaloso en el que se sumergió sin pensárselo dos veces. Desde el primer momento, fueron uno solo. Se complementaban a la perfección y el amor llenaba sus corazones. Eran como almas gemelas. Sin embargo, al final todo resultó ser una mera ilusión. Una mentira... Él era guapo, alto, sombrío... Un hombre carismático que siempre había atraído al sexo opuesto como la miel a las abejas. Pero él apenas les hacía caso y sólo parecía tener ojos para ella. No obstante, desde el principio de la relación, Perdita tuvo que luchar contra los celos que la embargaban cuando alguna mujer lo tocaba o le sonreía. Un día se lo dijo.

«No tienes por qué estar celosa, mi amor», le dijo él. «Nunca habrá nadie más para mí».

Deseando creerle desesperadamente, Perdita casi lo consiguió, pero entonces llegó aquella noche nefasta en Las Vegas y la pesadilla empezó. Recordaba muy bien el silencio de él cuando su padre, todavía convaleciente después del ataque al corazón, le había lanzado toda clase de insultos. Un casanova sin corazón... Eso le había llamado, entre otras cosas, y entonces le había dicho que se marchara de la casa de San José. Y también recordaba muy bien como Elmer y Martin, ambos corpulentos y fuertes, lo habían amenazado cuando se había negado a marcharse sin ella. Pero ni siquiera en ese momento, Jared había dicho lo que ella temía que dijera, lo único que hubiera dejado paralizados tanto a su padre como a Elmer y a su hijo.

A lo mejor él esperaba que fuera ella quien lo dijera.

Pero no lo hizo.

Y entonces ocurrió lo peor.

Jared era joven y fuerte y más que capaz de defenderse, pero, a pesar del moratón que tenía en la mejilla, y del labio roto, no devolvió ni un solo golpe. No obstante, incluso así, hizo falta toda la fuerza de Elmer y de Martin para echarlo de la casa. Ella, por su parte, contemplaba la escena sin poder reaccionar, llorando desconsoladamente.

«Ven conmigo, Perdita. Ven conmigo...», le decía una y otra vez, pero ella no le había hecho caso.

El golpe final llegó cuando su padre se negó a solventar los problemas financieros de Dangerfield Software. Aquella negativa se produjo en el último minuto, e incumplía el acuerdo que había sido firmado. Jared lo perdió todo, pero siguió intentando recuperarla. Después de muchas semanas de cartas sin respuesta y llamadas perdidas, se presentó en las oficinas de Silicon Valley de Judson Boyd y exigió hablar con ella en privado. Perdita, que aún tenía las heridas abiertas después de su traición, sabía que nada que dijera podría cambiarlas cosas, así que le dijo que se fuera. Él, decidido a no rendirse tan fácilmente, le juró que era inocente y le recriminó su falta de confianza. Le dijo que jamás lo había querido de verdad y entonces los ojos de Perdita se llenaron de lágrimas; lágrimas que el orgullo no la dejó derramar.

Con Martin a un lado y su padre al otro, la joven le dijo que estaba perdiendo el tiempo, que no quería volver a verlo. Y después lo echaron del lugar sin contemplaciones.

Las últimas palabras que habían intercambiado, amargas y crudas, habían sido por el teléfono. Cuando se sintió con fuerzas, ella lo llamó para dejarle claro que todo había terminado entre ellos, que quería librarse de él y que su padre y ella se marchaban de los Estados Unidos para siempre.

«No creas que voy a dejarte marchar así como así. Tarde o temprano te encontraré, dondequiera que estés...», le había advertido él.

Con sólo pensar en aquella amenaza, Perdita se estremecía de la cabeza a los pies. Habían pasado más de tres años, pero el recuerdo seguía vivo en su memoria. Después de tanto tiempo, él podía haber seguido adelante con su vida. Probablemente estuviera casado. Alguna vez habían hablado del futuro y él siempre le había dicho que quería tener niños, así que quizá tenía una familia. Con un poco de suerte ya tendría su vida hecha y se habría olvidado del pasado.

¿Pero y si no? ¿Y si estaba en Londres por ella? ¿Y si le había seguido la pista hasta Inglaterra?

Al darse cuenta de que sus pensamientos habían llegado demasiado lejos, Perdita trató de borrarlos de su mente. Ya era hora de dejar de pensar en Jared. Tenía que concentrarse en la reunión del día siguiente, probablemente la más importante de toda su vida.

A la mañana siguiente, después de pasar la noche en vela, Perdita se levantó a las cinco y media. Le dolía mucho la cabeza y se sentía como si le hubieran dado una paliza. Se miró en el espejo del cuarto de baño e hizo una mueca. Esa mañana debería haber estado radiante, pero no. Parecía un fantasma, pálida y agotada. El maquillaje tendría que obrar un milagro.

Se dio una ducha, se puso un discreto traje de color gris, se recogió el cabello en un elegante moño y entonces se miró varias veces en el espejo. Su piel siempre estaba impecable, así que no solía necesitar muchos cosméticos. Sin embargo, ese día precisaba algo más. Se puso una base ligera, un poco de brillo en los labios y un toque de colorete. Se aplicó la máscara de pestañas y volvió a mirarse por última vez. Agarró el bolso y se dirigió hacia las escaleras.

–Ha llegado el coche –le dijo Sally.

–Ya voy.

El ama de llaves, que había insistido en levantarse con ella, la esperaba en el vestíbulo.

–Espero que todo salga bien –le dijo, dándole un abrazo–. De verdad que quiero lo mejor para ti –añadió en un tono desconcertante.

–Gracias –le dijo Perdita, devolviéndole el abrazo–. Te llamaré cuando todo haya terminado.

–No estaré en casa. Le prometí a tu padre que iría a desayunar con él. Pensé que así tendría la mente ocupada con otras cosas, o que por lo menos tendría algo de qué hablar. Espero que no te importe.

–Claro que no. Al contrario. Creo que es una buena idea.

Fuera hacía otro día espléndido. El aire fresco acariciaba el rostro y el sol lo bañaba todo con sus cálidos rayos. A esa hora de la mañana la plaza todavía estaba en calma y en los jardines centrales las gotas de rocío resplandecían sobre la hierba. Los primeros tulipanes del verano ya empezaban a asomar.

Había una limusina azul oscuro aparcada junto a la acera. Un chófer de uniforme la esperaba para abrirle la puerta.

–Buenos días, señorita.

Perdita le devolvió el saludo, subió al vehículo y se abrochó el cinturón de seguridad. El tráfico era denso y el viaje se hacía interminable, así que empezó a preocuparse un poco. Quizá llegara tarde y, si perdía la cita, las consecuencias serían desastrosas. Con el alma en vilo, respiró hondo cuando por fin llegaron al aeropuerto. Unos minutos más tarde el coche se detuvo en una zona que Perdita no reconoció de inmediato. Un joven bien vestido y de pelo claro los esperaba fuera.

–Buenos días, señorita Boyd. Me llamo Richard Dow y trabajo para Salingers –le dijo con una sonrisa, llevándola hacia el edificio de la terminal–. Me alegro de que haya podido llegar a tiempo –añadió mientras atravesaban la sala VIP–. El tráfico está cada vez peor.

Sorprendida, Perdita cruzó unas pesadas puertas de cristal y se dirigió hacia una pequeña pista privada donde esperaba un jet privado. El rótulo azul y blanco del aparato relucía a la luz del sol.

–¿No le ha dicho la secretaria del señor Calhoun que los Salingers suelen desayunar en el avión? –le preguntó el joven al notar su sorpresa.

–No. No, no me dijo nada. Pero no tiene importancia –dijo Perdita rápidamente–. Es que esperaba... –sus palabras se desvanecieron cuando empezó a subir la escalerilla de acceso.

–Buenos días, señorita Boyd. Me llamo Henry. ¿Me acompaña, por favor?

Bajo de estatura y de constitución ágil, el auxiliar de vuelo la guió hasta una pequeña sala amueblada a todo lujo. La mesa estaba preparada para el desayuno, con mantel de seda, copas del más fino cristal, una botella de champán en hielo y una jarra de zumo de naranja recién exprimido.

Henry retiró una silla y la invitó a sentarse.

–¿Desea una copa de champán o un zumo de naranja mientras espera? ¿O un café quizá?