Novia robada - Lee Wilkinson - E-Book

Novia robada E-Book

Lee Wilkinson

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Beschreibung

Cassandra siempre había querido ser la esposa de un alto ejecutivo, así que, cuando el jefe de su novio les invitó a una fiesta en su propia casa, ella estuvo más que dispuesta a acudir con la idea de impresionar a todos los presentes y conseguir el ansiado ascenso de su prometido. Sin embargo, nada más llegar se dio cuenta de que aquello era un montaje. No era en su novio en quien Lang Dalton estaba interesado, sino en ella, y no le estaba ofreciendo un puesto de trabajo, sino un matrimonio... Cassandra no estaba dispuesta a permitir que aquel hombre se saliera con la suya, pero pronto descubrió que tenía un poder de seducción muy fuerte.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Lee Wilkinson

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novia robada, n.º 1429 - septiembre 2021

Título original: The Marriage Takeover

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-884-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA LIMUSINA de color plata conducida por un chófer de Lang Dalton, los esperaba en el aeropuerto internacional de San Francisco. Arrellanada en el lujo, Cassandra Vallance suspiró y miró al hombre moreno y atractivo que tenía a su lado.

En respuesta al gesto de aprensión de su mirada, Alan Brent le dio una palmada reconfortante en la mano que llevaba el brillante que él mismo le había regalado.

Aislados del conductor por la mampara de cristal, Alan dijo:

–Sé que este fin de semana nos lo han impuesto, pero intenta relajarte, querida. Lang Dalton puede ser famoso y multimillonario, pero no hay nada de qué preocuparse.

–¡Sé tan poco de él! ¿Tiene mujer?

–Sí. Se casó con una mujer que la prensa definió como una de las más bellas de la alta sociedad. Supongo que será de una de las familias más importantes de California, del tipo de las que se codean con estrellas de cine y presidentes.

–¿Llevan mucho tiempo casados?

–Como un par de años.

–¿Y sabe que vamos a casarnos?

–Sí. Se lo dije yo mismo, aunque no creo que hubiera hecho falta. Parece estar al tanto de todo lo que pasa a su alrededor, aunque no me digas cómo lo averigua.

–¿Le conoces bien?

–Aunque llevo trabajando para él más de cuatro años, sólo le he visto una vez. Fue hace dieciocho meses, cuando vino a Inglaterra.

–¿Cómo es?

–Duro, autoritario, implacable y frío. Todo lo que dicen de él. No es el tipo de hombre con el que debas enfrentarte.

–La mayoría de la gente parece admirarle. Decían que hasta su asistente personal le tenía miedo.

–Pero entre las cualidades buenas, se le conoce por sus firmes principios, el cuidado por el medio ambiente y una honestidad y justicia escrupulosas. Y hasta como una persona generosa.

Al ver que todavía parecía muy lejos de estar contenta, Alan añadió:

–¿Y qué si es un poco déspota? No va a comernos.

–Eso es lo que no dejo de decirme, pero mis instintos no lo aceptan. Siento…

Se detuvo y apartó la vista. ¿Cómo iba a decirle que tenía la premonición de que algo desastroso iba a pasar que cambiaría su vida para siempre?

Posando la mirada en su precioso perfil, Alan insistió:

–¿Cómo te sientes?

–Amenazada –confesó ella.

–¡Oh, vamos! –se rió incapaz de entender sus miedos–. Lang Dalton no es un ogro. Y no es normal en ti que te pongas tan melodramática.

–No sé lo que me pasa, pero no me puedo quitar de la cabeza que nada va a salir bien.

Frunciendo el ceño con impaciencia, Alan la apremió:

–Piensa en positivo. Lo único que tienes que hacer es no buscarle las cosquillas…

Ella se mordió el labio sabiendo que aquella sensación de amenaza era irracional, pero incapaz de evitarla.

–Míralo de esta manera: en el caso improbable de que le cayeras mal, lo peor que podría pasar es que prescindiera de tus servicios. Odiaría tener que irme contigo, que eres la mejor asistente personal que he tenido nunca, pero tampoco sería el fin del mundo. Y ahora, por Dios bendito, deja de preocuparte y disfruta de tu estancia en California. El Big Sur es una de las más maravillosas costas del mundo y cuando bajemos, tendremos oportunidad de verlo desde el aire. Hemos tenido mucha suerte. Este tipo de reunión social no tiene precedentes. Normalmente Dalton mantiene muy separada su vida profesional de su vida privada.

–Lo que me hace preguntarme qué le habrá impulsado a invitarnos.

Sabiendo que más que una invitación había sido una orden, Alan se encogió de hombros.

–Puede que sea una nueva política.

–Sigo sin entender por qué insistió en que te acompañara yo.

–Quizá fuera una cuestión de números. Supongo que dará una especie de fiesta en su casa. Y tampoco es que insistiera exactamente.

No había insistido. Dalton había ordenado sin rodeos:

–Quiero que vengas a San Francisco a pasar un puente y que traigas a la señorita Vallance contigo.

Alan suspiró para sus adentros. Sabiendo que Cassandra siempre había querido viajar, había supuesto que le gustaría la idea. Sólo al llegar a su destino había comprendido que por algún motivo que él no podía intuir, sentía más bien lo contrario.

–Mira, cariño. Siento que te muestres tan contraria a todo este asunto, pero hubiera sido muy difícil negarse.

Con el futuro entero de Alan pendiente de no disgustar a Dalton, más bien hubiera sido un suicidio y Cassandra lo sabía. Se sentía orgullosa de Alan, que con solo veinticinco años, era el jefe de finanzas de la sucursal de Londres de Dalton Internacional y tenía una brillante carrera por delante.

–Sólo serán cuatro días –dijo él sin poder ocultar su exasperación.

–Sí, ya lo sé. Lo siento. Me estoy comportando como una perfecta idiota –sonrió y sus ojos verdes hicieron que su cara de corazón se iluminara–. Por favor, olvida lo que he dicho y vamos a disfrutar del fin de semana.

–¡Esa es mi chica!

La limusina aparcó entonces frente a las puertas de cristal del edificio de Dalton Internacional.

Casi antes de que el chófer hubiera abierto la puerta del coche, un joven rápido y competente llegó a recibirlos, se hizo cargo de su equipaje y los escoltó al ascensor de alta velocidad que los llevó a la azotea, donde los esperaba un helicóptero.

Unos momentos después, se elevaron sobre el cielo limpio de nubes para dejar el espectacular horizonte del San Francisco tras ellos. Cassandra sólo pudo admirar la meticulosa eficacia de toda la operación.

Después de un vuelo para dejar sin aliento por la escarpada costa, se dirigieron tierra adentro hacia Sierra Roca, donde Lang Dalton tenía su mansión. El soberbio paisaje montañoso estaba bañado por el sol y el final de su trayecto era igual de impresionante.

Una vez más, la larga limusina estaba esperando por ellos para llevarlos de la pista aterrizaje a una hacienda blanca de un solo piso de estilo español.

Construida alrededor de un enorme patio central y de una piscina, estaba rodeada de extensos jardines, arcos, terrazas cargadas de buganvillas y esculturas.

Por el lujo que ostentaba, parecía el escenario de una película, el verdadero paradigma de los ricos y privilegiados.

Cuando el enorme coche aparcó en el camino pavimentado frente a la casa, el chófer uniformado salió al instante y abrió la puerta. Casi antes de darle tiempo a salir, un sirviente vestido de blanco había aparecido para llevarse su equipaje.

Al mismo instante, un hombre alto de anchas espaldas con espeso pelo aclarado por el sol apareció en la terraza y bajó el tramo de escalones para recibirlos.

Iba vestido informalmente: pantalones verde oliva muy bien cortados y camisa de seda desabotonada. Parecía un hombre completamente seguro y fríamente elegante.

–Brent.

Le estrechó la mano a Alan y se volvió para mirar a Cassandra.

Ella observó su cara fina, sus espesas pestañas y su fuerte y huesuda nariz.

–Señorita Vallance… –esbozó un atisbo de sonrisa que no le llegó a los ojos–. Soy Lang Dalton.

Muy consciente de la altura que le sacaba y de la anchura de sus espaldas, Cass murmuró un formal:

–¿Cómo está?

–Bienvenida a la Villa San Gabriel. Espero que haya tenido un buen vuelo.

Su voz era atractiva e inesperadamente cultivada, su tono cortante e incisivo.

Su mano, bien formada y musculosa, se cerró sobre la de ella y Cass sintió un pánico creciente cuando la miró de la cabeza a los pies con frío aprecio.

Ella iba vestida de forma profesional con un traje de seda gris y el pelo castaño recogido en un elegante moño que resaltaba su largo cuello, sus altos pómulos y la pura línea de su mandíbula.

Con aquella maravillosa estructura ósea, podría haber sido en parte Cherokee pensó él. Sus cejas aladas, sus ojos ligeramente verdes, su boca generosa y limpia barbilla hacían de ella una de las mujeres con belleza más original de las que había conocido en su vida.

Viendo que la estaba poniendo nerviosa su silencioso escrutinio, observó:

–Decidí que ya era hora de conocerla.

–Me sorprende que conociera mi existencia si quiera.

Su voz ronca y la forma en que retiró la mano traicionaron su nerviosismo.

–Procuro informarme de la gente que trabaja para mí.

Pero seguramente no podría saberlo todo de la cantidad de gente que trabajaba para aquella organización tan vasta. Cass sintió miedo. Se sentía como la víctima elegida para ser sacrificada.

De forma abrupta, él comentó:

–No es para nada como… la había imaginado.

–Ni usted tampoco.

Las imprudentes palabras le salieron antes de poder detenerlas.

–¡Ah! ¿Y qué esperaba?

Un hombre bajo y barrigón, de cuello ancho y calvo con modales agresivos y beligerantes en vez de aquel aire de control contenido, pero absolutamente autoritario.

Pero eso no se lo podía decir.

–No… no tenía idea de que fuera tan joven.

Con un extraño tono de voz, él comentó despacio:

–Y yo no tenía idea de que fuera tan bonita.

Al hablar, Cass se fijó en su dentadura perfecta, en su boca ancha y firme, en el labio superior más delgado que el inferior… Una boca bien formada, pensó, pero con un inquietante toque de sensualidad. A pesar del sol ardiente sintió un escalofrío.

Él notó el traidor movimiento y sus ojos azules se clavaron en ella. Posiblemente debió intuir su aprensión porque comentó:

–¿Tiene miedo de mí, señorita Vallance?

–¿No se lo tiene la mayoría de la gente?

Se sonrojó violentamente mientras se arrepentía de su comentario impulsivo y le veía esbozar una sonrisa.

–Ya veo que ha escuchado algunos antiguos rumores.

Hubo un helado silencio hasta que Alan, que había permanecido al margen, se adelantó, le dirigió una mirada de advertencia y empezó apresurado:

–Estoy seguro de que Cass no quería decir…

–Quizá pueda permitirle a la señorita Vallance que hable por sí misma –le interrumpió.

Cassandra alzó la barbilla y le miró a los ojos.

–Lo siento –dijo despacio–. No debería haber dicho lo que he dicho.

–¿Incluso aunque fuera verdad?

–Especialmente si fuera verdad.

A su lado, Alan se puso rígido mientras se preguntaba por qué ella, que normalmente era tan prudente y diplomática parecía dispuesta a firmar su sentencia a muerte.

Temblando un poco, Cass esperó a que cayera el hacha.

En vez de eso, el enfado de los azules ojos se transformó en irónica diversión.

–Ya veo que tiene sentido del humor.

–Yo diría que sentido de supervivencia sería más apropiado.

Él lanzó una carcajada y los dientes blancos resaltaron contra su bronceado.

–Pensé que quizá le gustaría vivir peligrosamente.

Ella sacudió la cabeza.

–No soy de ese tipo. Demasiado cobarde.

–De alguna manera lo dudo. Pero me alegrará juzgarlo por mí mismo en cuanto la conozca mejor…

Desconcertada por el firme propósito que sentía bajo sus palabras mundanas, Cass miró a Alan, que, excluido de la conversación, se movía con inquietud.

La mirada de Lang Dalton se dirigió a él y de nuevo a Cassandra.

–Mientras tanto, estoy seguro de que os apetecerá una ducha e instalaros antes de cenar –dijo alzando una mano.

Un chico mexicano con pantalones blancos y una túnica apareció como por arte de magia.

–Manuel os enseñará vuestras habitaciones.

–Gracias.

Con una oleada de alivio, Cassandra se dio la vuelta y siguió al delgado muchacho por las escaleras y la amplia terraza consciente de que la mirada de Lang Dalton seguía clavada en ellos.

Cuando estuvieron fuera del alcance de sus oídos, Alan comentó:

–Bueno, podría haber sido peor, supongo… pero a partir de ahora, probablemente habrá otra gente presente. Ya no seremos los dos solos sentados en la silla eléctrica.

Pero no habían sido los dos. Después de haberle estrechado la mano, Lang Dalton había ignorado por completo la presencia de Alan y se había dirigido a ella de una manera enervante.

–Y a pesar del desafortunado comienzo, creo que le has caído bien.

No, a Lang Dalton no le había caído bien. Cassandra estaba segura de eso. Algo había hecho que se interesara en ella. Algo que, le decía la intuición, la inquietaría en lo más hondo si supiera de lo que se trataba.

El sentido de miedo y premonición, habían aumentado en vez de haber desaparecido. Se sentía como alguien ciego al borde de un precipicio, muy consciente del peligro, pero sin tener ni idea de cómo salvarse.

El criado los condujo a través de una impresionante cristalera al fresco interior de la villa.

Les sorprendió encontrarse en una especie de enorme atrio, con un patio abierto a los tejados y una serie de amplios arcos que abrían a corredores diferentes.

A la izquierda, en niveles diferentes había un espacioso salón y un comedor. Las paredes blancas, los suelos de terrazo y las plantas verdes con el mínimo de mobiliario, hacían a las estancias placenteras y acogedoras, con uno o dos dramáticos cuadros que daban vida y color.

Era evidentemente la casa de una pareja a la que le gustaba vivir con estilo y al aire libre.

–Por aquí, señor, señorita –al final del largo corredor, el chico abrió una puerta a la izquierda–. Esta es su habitación, señor –entonces se dirigió a Cassandra–. Si me sigue, señorita, su habitación está por este camino.

Por alguna razón, ella había esperado que los hubiera instalado en habitaciones contiguas y el corazón le dio un vuelco. Esbozando una sonrisa de incertidumbre a Alan, se dio la vuelta y siguió al joven.

Para cuando le enseñó su habitación en el extremo opuesto de la casa, ya había comprendido que la había alejado de su prometido todo lo posible.

–¿Lo habría hecho a propósito? ¿O era que las habitaciones más próximas ya estaban ocupadas?

Pero no había rastro de nadie más aunque quizá no hubieran llegado o estaban echando una siesta.

Su habitación, con paredes de colores pasteles, moqueta de color marfil y cortinas de muselina drapeada, era deliciosamente fresca y espaciosa. El equipaje estaba ya sobre un arcón español.

La pared externa estaba formada por una serie de arcos que abrían al patio central y a la piscina. Con su agua azul y sus palmeras, sus hamacas de colores y las mesas bajo las sombrillas, parecía extremadamente tentadora, pero estaba totalmente desierta.

Por un momento estuvo a punto de sacar el traje de baño que Alan le había dicho que llevara. Pero como huésped, no podía usar la piscina hasta que la invitaran.

En vez de eso, se daría una ducha. Había un suntuoso cuarto de baño adosado a la habitación con una mampara de cristal glaseado, montones de espejos y una enorme bañera con escalones.

Estaba a millones de años luz del enano cuarto de baño que ella compartía con Penny, su compañera de cuarto en la universidad y ahora su compañera de un piso, en el que la bañera tenía marcas de agua, la ducha chorreaba y el espejo moteado estaba colgado mucho más abajo de la cuenta. Imaginar a su amiga chillar ante tanto placer sensual le hizo sonreír.

Cuando se había enterado del viaje de Cassandra a California, había exclamado:

–¿Y es eso tan horrible? Pensé que siempre habías querido viajar. Yo daría los ojos y los dientes por estar en tus zapatos. Prácticamente me dan mareos ante la idea de estar con un millonario.

Animada al pensar en su amiga, Cassandra deshizo el equipaje dejando fuera un juego de ropa interior limpio y una simple túnica de seda de sutiles tonos turquesa, oro y verde.

Duchada y vestida, se acababa de cepillar el pelo cuando escuchó una discreta llamada a la puerta.

Así que Alan la había localizado.

Con una sonrisa en los labios, se apresuró a abrir para encontrarse al joven sirviente esperando.

–El señor Dalton le pide que se reúna con él a tomar una copa antes de la cena.

Apenas lista, vaciló.

–¿Ahora?

–Sí, señorita.

Sabiendo que no sería prudente mantenerlo esperando, se cruzó de brazos y dejándose el pelo ondulado suelto, cerró la puerta y siguió al mexicano.

Por las ventanas abiertas llegaba el sonido de una cortadora de césped y el del agua de algunas fuentes, pero aparte de eso, estaba casi fantasmalmente silencioso y no había rastro de un alma.

Cuando llegaron a la sala, el sirviente le informó:

–El señor Dalton está en la terraza.

–Gracias, Manuel.

El chico esbozó una tímida sonrisa y desapareció.

La puerta de cristalera daba a una recogida terraza cubierta por una parra y separada del patio y la piscina por una barandilla de hierro forjado.

Había algunos cómodos muebles de jardín diseminados y una bar pequeño, pero bien aprovisionado en un extremo.

Lang Dalton, que estaba reposando en una hamaca, se levantó al instante para recibirla.

Cass había estado rezando para que su mujer hubiera estado allí o que hubiera otros huéspedes, pero el anfitrión estaba solo.

Con un smoking blanco de noche y pajarita negra estaba atractivo y carismático como un pecado.

Tomando su mano con un gesto formal, dijo:

–¿Debo disculparme por haberla metido prisa?

–No, de ninguna manera –murmuró ella esperando que no hubiera notado que se había puesto rígida ante su contacto.

Sin soltarle la mano, él se interesó:

–¿Está contenta con su habitación?

–Mucho, gracias. Y hasta Cleopatra hubiera dado su aprobación al cuarto de baño.

Con ojos chispeantes, él comentó:

–Lo dudo. No tenemos leche de burra.

Incómoda ante su masculinidad y su innegable atractivo, Cass retiró la mano y preguntó con la mayor ligereza posible:

–¿Dónde están todos los demás?

–¿Qué quiere decir todos los demás?

–Bueno… el resto de los invitados –él esbozó una sonrisa–. Alan dijo algo de una fiesta en la casa.

–He cambiado de idea. No hay otros invitados –Cass tuvo la sensación de que el suelo se había derrumbado bajo sus pies–. Espero que no se sienta decepcionada.

El brillo de sus ojos dejaba claro que él sabía cómo se sentía y que estaba disfrutando de su incomodidad.

Recuperando el equilibrio, ella puso una máscara de despreocupación y contestó:

–No, de ninguna manera. ¿Quién fue el que dijo que menos gente sólo puede traer ventajas?

–¡Bravo!

Cass tuvo la impresión de que él estaba aplaudiendo su actuación más que sus sentimientos.

La mirada de él se deslizó de su cara a la masa de pelo sedoso y alzando la mano le estiró un rizo antes de soltarlo.

–¿Es natural el rizado?

–Sí –contestó ella con voz ahogada.

Alan no había mencionado que Lang Dalton fuera un mujeriego, así que quizá su intención fuera hacerle perder el equilibrio una vez más.

Si era así, lo había conseguido.

Con la cabeza ladeada, la estudió.

–Con el pelo suelto, parece deliciosamente joven e inocente.

Aunque sus palabras eran halagadoras, Cass se sintió extrañamente convencida de que no había pretendido hacerle un cumplido. De hecho, su alabanza bordeaba la crítica y preguntándose si encontraría su aspecto demasiado desenfadado para su gusto, empezó a defenderse.

–Bueno, normalmente me lo recojo, pero…

–Pero no tuvo suficiente tiempo –deslizó la punta de los dedos por su mejilla haciéndola estremecerse–. Y no lleva nada de maquillaje. Querida, a pesar de su negativa educada, debo haberla metido demasiada prisa.

–Con este tipo de clima prefiero no maquillarme en absoluto.

–¿Verdad o discreción? –preguntó él con una sonrisa burlona.

–Es la verdad.

Con cejas y pestañas bien marcadas y una piel inmaculada, realmente ella no necesitaba maquillaje.

–Siéntese, señorita Vallance –señaló una mecedora a su lado–. ¿O puedo llamarte Cassandra?

–Por favor –aceptó con civismo mientras se sentaba con la mayor desgana.

¡Oh, Dios! ¿Por qué no estaba allí su mujer?

–¿Qué quieres beber, Cassandra?

–Algo frío y refrescante sin demasiado alcohol.

Al verlo enarcar una ceja añadió:

–Me siento bastante deshidratada del vuelo.

–Entonces prepararemos una margarita muy suave –cruzó hasta el bar, mojó el borde de dos copas para empaparlas en sal y vació el contenido de la coctelera–. ¿Te gusta volar?

Mientras se preguntaba donde diablos se habría metido Alan, contestó distraída:

–No he hecho muchos.

–¿Cuántos has hecho?

–Sólo un viaje a París. Esta es la primera vez que cruzo el Océano.

–¿Y no te ha gustado?

–Sí, me ha gustado.

–Pero no querías venir a California, ¿verdad?

–¿Qué le hace pensar eso? –preguntó ella sorprendida.

–Es bastante evidente.

–De verdad que está confundido.

–No me mientas –dijo él mientras se preguntaba si aquella mujer tendría la más remota idea de con quien estaba hablando–. ¿Y por qué no querías venir?

Cass escarbó sus neuronas en busca de alguna respuesta diplomática, pero tenía la mente en blanco.

–No… no lo sé. Por ningún motivo en concreto. Tenía la extraña impresión de que las cosas no iban a salir bien y…

Con cuidado de no mirar en su dirección, escuchó el rítmico agitamiento de la coctelera antes de que él le pusiera un alto vaso helado en la mano y tomara asiento a su lado.

–¿Y?

–Y no han salido. Usted y yo hemos empezado con mal pie.

–Corrección. Tú has empezado con mal pie.

Cass se obligó a mirarlo a los ojos.

–Sí, supongo que sí. Lo siento.

Él no hizo ningún comentario y después de un momento, Cass apartó la mirada incómoda.

Mientras sorbían sus bebidas, ella notó que no dejaba de mirarla. Sonrojada por aquel incansable escrutinio, intentó pensar en algo que decir mientras el silencio se hacía insoportable.

Al final, desesperada, explotó:

–No puedo imaginar donde habrá ido Alan.

–Si quisiera a Brent aquí, ya lo habría mandado buscar –informó con sequedad Lang–. Eras tú con la que quería hablar. Tienes una voz adorable, por cierto. Cuéntame cosas tuyas.

Con la sensación de que si le hablaba a aquel hombre de sí misma, se pondría más vulnerable, empezó con desgana:

–Bueno, empecé a trabajar para Dalton Internacional cuando…

–No estoy hablando de la parte profesional –interrumpió él con tono de impaciencia–. Es de ti de lo que quiero saber. ¿Cuántos años tienes?

Recordándose que era el jefe de Alan, replicó con rigidez:

–Veintidós.

–¿Dónde vives?

–En Bayswater.

–¿Sola?

–Comparto apartamento.

–¿Con Brent?

–Con una amiga.

–¿Dónde naciste?

–En Oxford.

–¿Tienes hermanos?

–No, soy hija única.

Cassandra estaba respondiendo a cada pregunta con estudiada cortesía, pero sin extenderse en absoluto.

Lang apenas contuvo el enojo cuando dijo:

–Preferiría que me lo contaras con tus propias palabras antes de que parezca un interrogatorio. Supongo que podrías empezar por tu entorno: tus padres, casa, colegio… todo ese tipo de cosas.

–Mi padre era historiador, un académico que vivía en la Edad Media en vez de en el mundo actual. Mi madre era también una mujer de carrera y tenía una agencia de secretarias de bastante éxito. Los dos estaban a finales de la treintena y ya establecidos cuando me tuvieron –él esperó sin apartar los ojos de su cara antes de que ella prosiguiera sin apasionamiento–. Como ninguno de los dos quería o tenía tiempo para un niño contrataron a una niñera hasta que tuve edad de ir a un internado

Una expresión indescifrable bañó la cara de su anfitrión.

–¿Eras feliz allí?

–La mayoría del tiempo sí.