Un jefe engañado - Lee Wilkinson - E-Book

Un jefe engañado E-Book

Lee Wilkinson

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Beschreibung

Pasó una noche perfecta con un desconocido… que resultó ser su nuevo jefe. Ross Dalgowan se enfureció cuando descubrió que la mujer con la que había compartido una apasionada noche de amor estaba casada. Pero la verdad era que Cathy estaba divorciada. Sólo trataba de ayudar a su hermano haciéndose pasar por su esposa. Y eso la llevó a meterse en un lío, dado que el atractivo desconocido con el que había pasado una noche maravillosa era su nuevo jefe. Cuando Ross descubrió la verdad, decidió hacerle pagar caro a Cathy su engaño… en el trabajo y en el dormitorio.

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Seitenzahl: 170

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Lee Wilkinson

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un jefe engañado, n.º 1945 - septiembre 2021

Título original: The Boss’s Forbidden Secretary

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-693-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CATHY había cargado el coche, se había despedido de los vecinos, había entregado las llaves del piso y había partido de Londres aquella mañana.

Como era un trayecto tan largo y Carl estaba preocupado por ella, había accedido a hacer el viaje en dos etapas y dormir en Ilithgow House, un pequeño hotel cómodo y barato regentado por una familia.

Carl le había dicho:

–Levántate lo antes posible, hermana. Hay un montón de kilómetros hasta Ilithgow; además, estos días antes de Navidad hay más tráfico.

A pesar de la advertencia, el viaje había sido más largo de lo que había imaginado y ya llevaba varias horas viajando de noche.

Acababa de dejar Inglaterra y había entrado en Escocia cuando empezó a nevar. Le encantaba la nieve y pensó en lo maravilloso que sería una Navidad blanca.

O lo sería de no haberse dejado convencer por Carl de vivir una mentira.

Cuando, por fin, vio un cartel en la carretera anunciando el hotel, el viento arreciaba con fuerza haciendo que la nieve golpeara contra los cristales del parabrisas y, prácticamente, estaba conduciendo a ciegas.

Al reservar habitación en Ilithgow House, se había enterado de que el hotel estaba a un kilómetro de la carretera principal. Sin embargo, para llegar había que cruzar un viejo puente de piedra que cruzaba el río Ilith.

Después de haber tomado la carretera secundaria que llevaba al hotel y de recordar el puente, Cathy detuvo el coche. En esas condiciones, podría no ver el puente y acabar en el río.

Tras reflexionar unos segundos, le pareció que lo mejor era salir del coche y echar un vistazo.

Con la mano en la manija de la puerta, vio un coche aproximándose detrás de ella. Era un coche grande, un Range Rover. El vehículo se detuvo al lado del suyo y la oscura silueta de un hombre se hizo visible en la ventanilla.

Cuando Cathy bajó la ventanilla, una agradable voz varonil le preguntó:

–¿Necesita ayuda?

Brevemente, ella explicó lo que le ocurría.

–Por suerte, conozco esta zona muy bien –dijo él–. La llevaré hasta allí, sígame.

Antes de que ella tuviera tiempo de darle las gracias, él se había puesto en marcha.

Por fin, a través de la tormenta de nieve, Cathy divisó las ventanas iluminadas del hotel.

Un momento después, el coche que la guiaba puso el intermitente de la derecha y se detuvo delante de los escalones de la entrada.

Mientras Cathy aparcaba su coche al lado del de él, el hombre apagó los faros de su vehículo, salió de él y se subió el cuello del chaquetón.

Aunque ella no podía verle la cara, sí vio que era un hombre alto y de anchos hombros.

Entonces, él le abrió la portezuela del coche y le preguntó:

–Supongo que tiene habitación reservada, ¿no?

–Sí.

Al ver los zapatos de ante y tacón de ella, él le dijo:

–El suelo está mal. Tenga cuidado al andar.

–Sí. Debería haberme puesto algo más apropiado, pero no esperaba esta tormenta de nieve.

Él no llevaba gorro y, al darse cuenta de que los copos de nieve caían con fuerza sobre su cabeza, Cathy salió del coche con demasiada rapidez y se escurrió.

Agarrándola por el brazo, él la sujetó.

–Ahora puede decirme: «Se lo advertí».

Él se echó a reír.

–Jamás haría una cosa así. ¿Tiene equipaje?

–Sólo una bolsa con lo que necesito esta noche.

Cuando Cathy la sacó del maletero, él dijo:

–Déjeme a mí –y se la quitó de la mano.

–Gracias –murmuró ella–. Pero… ¿no tiene usted también equipaje que llevar?

–No, no llevo equipaje. No tenía intención de pasar la noche aquí. Sin embargo, una reunión que tenía por la mañana ha sido pospuesta para más tarde y, dadas las condiciones climatológicas, es preferible que pase aquí la noche si no quiero arriesgarme ha acabar en un hoyo.

Cathy no podía estar más de acuerdo y, a través de la cortina de nieve, ascendieron los escalones de la entrada.

Al ver que ella tenía problemas para seguirle el paso, él la rodeó con un brazo. El cariñoso gesto le reconfortó, en agudo contraste con la pesadumbre que llevaba sintiendo hacía mucho tiempo.

Desde la muerte de sus padres, se había visto obligada a asumir todo tipo de responsabilidades, por lo que era extraordinario sentirse protegida, que otra persona asumiera el control de una situación.

Le dio pena cuando llegaron a la puerta y él retiró el brazo.

Una vez dentro, mientras se sacudían los pies en la alfombrilla de la entrada, él se bajó el cuello del chaquetón y se pasó la mano por el cabello para quitarse la nieve.

El vestíbulo del hotel tenía una moqueta roja y era acogedor, con varios sillones, un par de sofás, decoración de Navidad y una chimenea de leña encendida.

Pero la atención de Cathy estaba centrada en ese hombre. Era la primera vez que le veía de verdad y su reacción fue profunda. Un rostro de rasgos marcados y espesas pestañas le hacían el hombre más atractivo que había visto en su vida, y deseó seguir mirándole.

Pero, rápidamente, se recordó a sí misma que no podía permitirse el lujo de sentirse atraída hacia un hombre. Debía asumir el papel de mujer casada.

Un papel que había accedido a representar con el fin de que su hermano pudiera asumir el puesto de profesor de esquí, su sueño desde pequeño. Un papel en el que tenía que aparentar ser feliz; a pesar de que su corta experiencia con el matrimonio, con Neil, había sido de todo menos feliz.

Consciente de que el desconocido la estaba observando y, a juzgar por su expresión, le agradaba lo que veía, se puso nerviosa y apartó la mirada rápidamente.

Un copo de nieve se le calló por el cuello y la hizo temblar.

–Me parece que no le vendría mal utilizar esto –aquel hombre se sacó del bolsillo un pañuelo doblado y se lo ofreció–. Me llamo Ross Dalgowan.

Sus ojos se encontraron brevemente, ella los bajó.

–Yo me llamo Cathy Richardson.

Algo tímida, pensó él, pero era la mujer más fascinante que había visto nunca y quería seguir mirándola.

A pesar de tener buena dentadura y hermosa piel, no era bonita en el sentido estricto de la palabra. Su cabello era entre castaño y rubio, los ojos eran de un color indefinible, tenía la nariz demasiado corta y la boca demasiado grande. Pero su rostro en forma de corazón poseía verdadero carácter.

Mientras se acercaban al mostrador de recepción, ella se secó el rostro con el pañuelo y se lo devolvió.

–Gracias.

–Siempre a su disposición –dijo él con una blanca sonrisa que hizo que le diera un vuelco el corazón.

Cathy aún trataba de recuperar la compostura cuando una mujer rolliza y de cabello cano salió por una puerta al fondo del vestíbulo.

Sonriendo mientras se acercaba al mostrador, dijo animadamente:

–Buenas tardes… aunque me temo que de buenas no tienen nada –entonces, su expresión se torno de sorpresa–. Vaya, es el señor Dalgowan, ¿verdad?

–Sí, así es. Buenas tardes, señora Low.

–No le esperaba con este tiempo.

–Por el tiempo es por lo que estoy aquí –dijo él–. Iba de camino a casa cuando me ha sorprendido la tormenta de nieve y ha hecho que me decida a pasar la noche aquí.

–¡Oh, no! –exclamó la mujer–. No tenemos ninguna habitación libre. Pero sería una locura viajar en una noche así, así que lo único que puedo ofrecerle es un sofá delante de la chimenea y el uso del cuarto de baño de la familia, que está al otro lado del arco a la derecha. ¿Le parece bien?

–Sí, perfecto. Gracias.

–Le daría la habitación de Duggie, pero ha vuelto a casa a pasar la Navidad con nosotros y ha traído a su novia –la señora Low suspiró–. Los jóvenes de ahora son muy atrevidos en lo referente a las relaciones. A mí jamás se me habría ocurrido hacer eso cuando era joven, pero Duggie siempre está diciéndonos a Charlie y a mí que tenemos que modernizarnos. En fin, supongo que tiene razón. Bueno, mejor será que deje de hablar de esto o no terminaré nunca. Y… ¿la señorita?

–La señorita Richardson tiene habitación reservada –respondió Ross Dalgowan fijándose en las manos de ella, sin anillo de casada.

La señora Low abrió el libro en el que estaban las reservas.

–Richardson… Richardson… Ah, sí, aquí está…

Entonces, ruborizada, alzó el rostro y, mirando a Cathy, dijo:

–Me temo que le debo una disculpa, señorita Richardson. Esta tarde, temprano, nos dimos cuenta de que habíamos cometido un error y lo único que nos queda libre es una pequeña suite familiar en el piso bajo. Tiene dos habitaciones y un baño. Pero como la equivocación ha sido nuestra, se lo dejaremos por el precio de la habitación que había reservado. ¿Tiene equipaje?

–Sólo una bolsa.

Justo en ese momento, otro copo de nieve le cayó a Cathy por el rostro y Ross, alzando una mano, se lo secó.

Al ver el gesto íntimo, la señora Low malinterpretó la relación entre ambos y, como si hubiera resuelto un problema, sugirió:

–¿Por qué no comparten la suite?

–Si hay dos habitaciones, no veo problema… –dijeron los dos al unísono.

–Se la enseñaré. Ya verán como les resultará fácil decidirse –saliendo de detrás del mostrador, la señora Low les condujo por un pequeño pasillo y abrió una puerta a su derecha.

–Aunque hay calefacción, he encendido la chimenea de la habitación. Es muy agradable en una noche como ésta, ¿verdad?

La suite era cálida y acogedora. Había una cama doble cubierta con un edredón antiguo, un armario, un mueble de cajones y, delante de la chimenea, una mesa de centro y dos sillones.

A un lado de la chimenea había una cesta con leños y piñas para el fuego. El aroma de los pinos se mezclaba con el olor a lavanda.

Al otro lado de un arco con cortinas había un pequeño dormitorio con un mueble, literas y un armario empotrado.

Tras lanzar una rápida mirada al metro ochenta y siete de Ross, la señora Low dijo con voz llena de duda:

–Me temo que las literas son para niños; pero supongo que, aun así, más cómodas que el sofá. Y éste es el cuarto de baño…

A pesar de ser antiguo, el baño estaba impecable y, además de bañera, tenía un plato de ducha.

–Hay toallas de sobra y jabones y demás –la señora Low miró a uno y a otro–. Mientras se deciden, ¿por qué no se sientan cómodamente delante de la chimenea? Entretanto, les traeré algo para cenar.

Satisfecha de haber hecho lo que estaba en sus manos, la mujer se marchó.

Tras dejar la bolsa de Cathy encima del mueble de cajones, Ross Dalgowan arqueó una ceja.

–¿Tiene algún problema con la sugerencia de la señora Low? Porque de ser así…

–No, no, claro que no.

–En ese caso… –él la ayudó a quitarse el abrigo antes de despojarse del suyo y colgar ambos en un perchero.

Cathy vio que llevaba unos elegantes pantalones deportivos y un chaleco de cuero encima de la camisa. El reloj de pulsera parecía caro y los zapatos hechos a mano. Aunque su atuendo parecía sencillo, el aspecto de aquel hombre indicaba riqueza y poder, al tiempo que sus ademanes y presencia sugerían seguridad en sí mismo.

Sacándose un teléfono móvil del bolsillo, él dijo:

–Discúlpeme un momento, por favor. Quiero llamar a las personas que me están esperando, con el fin de que no se preocupen, para decirles que voy a pasar la noche aquí.

–Sí, por supuesto.

Mientras él hacía la llamada, Cathy se sentó delante de la chimenea.

Llamando Marley a la persona que le había contestado el teléfono, aquel hombre fue escueto y directo, y terminó:

–Entonces, hasta mañana. Adiós.

Cathy no pudo evitar preguntarse si Marley era su esposa.

Ross guardó el móvil en el bolsillo y se reunió con ella delante de la chimenea.

–Tiene los zapatos empapados. ¿Por qué no se los quita y se calienta los pies?

Cathy no necesitó que le insistieran y, rápidamente, se quitó los zapatos, los dejó al lado de la chimenea para que se secaran y colocó sus delgados pies delante de las llamas.

–¿Mejor? –le preguntó él.

–Sí, mucho mejor.

–¿Cuánto tiempo llevaba conduciendo?

–He salido de Londres a media mañana. Pero aunque sólo he parado un momento para tomar un bocadillo y un café, me ha llevado mucho más tiempo del que había imaginado.

–¿Es usted londinense?

–Sí.

–¿Adónde se dirige?

–A un pequeño pueblo que se llama Luing, en la zona de los montes Cairngorms.

–Sí, conozco muy bien esa zona. Ha hecho muy bien en no hacer el viaje de un tirón, es un trayecto muy largo. Le gusta esquiar, ¿verdad?

–Sí, pero no esquío bien. ¿Y usted?

–Yo nací en las estribaciones de los Cairngorms; así que, durante el invierno, me pasaba la vida esquiando.

–Me temo que mi experiencia con los esquís se limita a vacaciones en los Alpes cuando era pequeña.

–Divertido, ¿no?

–Sí, me gustaba mucho.

Sin pensarlo dos veces, Cathy comentó:

–Para ser escocés, no tiene casi acento.

–Mi padre y su familia eran de Escocia, pero mi madre era inglesa. Cuando yo tenía catorce años y mi hermana once, nuestros padres se divorciaron y nuestra madre se fue a vivir a Londres. Aunque mi padre y yo no nos llevábamos demasiado bien, me quedé a vivir con él y con su segunda esposa hasta que cumplí los dieciocho años; entonces, fui a estudiar a Oxford.

Ross hizo una pausa antes de continuar:

–Después de licenciarme, me instalé en Londres y monté una empresa de Información y Tecnología con un par de amigos míos. Tengo intención de trasladarme a Escocia y pronto; pero aún sigo en Londres, atando cabos como quien dice.

–¿En qué parte de Londres vive?

–En un piso en Belmont Square.

El hecho de que viviera en el elegante barrio de Mayfair confirmaba la impresión que le había dado de ser un hombre con dinero.

–¿Va mucho a Escocia?

–Cuatro o cinco veces al año.

–¿Por negocios o por placer?

–Las dos cosas.

En ese momento llamaron a la puerta y la señora Low, con un delantal atado a la cintura, entró empujando un carrito con la cena.

–Bueno, aquí está la cena –anunció la señora Low–. Hay sopa de puerros con patatas, pasteles de avena con jamón y de postre tarta de manzana con nata. Y les he traído café –mientras hablaba, la señora Low dejó el carrito al lado de ellos–. Me temo que es una cena sencilla…

–Gracias, señora Low –dijo Ross Dalgowan–. En lo que a mí concierne, es un banquete. Gracias por haberse tomado tantas molestias.

Cathy le dio las gracias también.

–No ha sido ninguna molestia –respondió la señora Low visiblemente complacida–. Ah, y cuando le he dicho a Charlie que estaban ustedes aquí, me ha dicho que les dejara esto para que se tomen una copita.

Como un mago sacándose un conejo del sombrero, la mujer se sacó del bolsillo del delantal una botella de whisky escocés y dos vasos on the rocks envueltos en una servilleta blanca.

–Por favor, dele las gracias.

–¿Se despedirá de él antes de marcharse?

–Sí, claro que lo haré.

La señora Low se agachó para echar más leños en la chimenea y continuó:

–Las literas están hechas. También he dejado una almohada y unas mantas en uno de los sofás por si decide dormir allí. Haga lo que le parezca mejor –la señora Low se enderezó–. Y ahora, si no quieren nada más, me voy a la cama. Con el hotel lleno, he tenido un día muy ajetreado. Buenas noches.

–Buenas noches –respondieron Ross y Cathy al unísono.

La señora Low se detuvo al llegar a la puerta.

–Ah, se me olvidaba decirles que el desayuno se sirve a partir de las seis de la mañana y en la sala que está al lado del comedor. Ah, y cuando acaben de cenar, simplemente dejen el carrito fuera, en el pasillo.

Cuando la puerta se cerró detrás de la mujer, Ross sirvió el café para Cathy y para él, comentando:

–Si sólo ha tomado un bocadillo en todo el día, debe de tener bastante hambre.

–Sí.

–En ese caso, empiece.

Cenaron tranquilamente sin hablar, acompañados por la música de la hoguera. Al parecer, contento consigo mismo, con ella y con el ambiente, Ross Dalgowan parecía satisfecho con el silencio, y ella se alegró.

Neil nunca había soportado el silencio, siempre había necesitado llenarlo con el sonido de su propia voz. Convencido de que lo sabía todo, siempre hablaba cuando tenía interlocutor.

Pero Ross Dalgowan era diferente. Tenía una madurez de la que Neil había carecido.

Cathy había conocido a Neil a los diecinueve años, cuando era tímida e inocente. Neil tenía veinte años entonces y también experiencia, y a ella le habían impresionado su bonito rostro y su aparente profundidad de conocimiento.

Después de hacerle la corte, se habían casado y Neil se había ido a vivir con ella. Neil estaba a punto de entrar en la universidad y, como no tenía familia ni apoyo económico, ella se había visto obligada a mantenerle al igual que a Carl. Neil no había dejado de quejarse de que Carl viviera con ellos y, al final, tuvo que aceptarlo cuando ella, con firmeza, le dijo que aquélla siempre sería también la casa de Carl.

Ella no se había dado cuenta, hasta después de casarse, de lo vacuo y superficial que Neil era, y de lo superficial de su supuesto conocimiento.

Ahora, a pesar de lo reciente de su encuentro, Cathy estaba segura de que Ross Dalgowan podía ser cualquier cosa menos superficial. Mirándole subrepticiamente, ahora que se le había secado el cabello, notó que era del color del maíz maduro, y le resultó extraño que un hombre tan viril fuera tan rubio. Por el contrario, sus cejas y pestañas eran más oscuras que su pelo y tenía la clase de piel que adquiría rápidamente un intenso bronceado.

Aunque Neil había demostrado ser avaricioso, egoísta y narcisista hasta la médula, había tenido un extraordinario éxito con las mujeres.

Cathy no dudaba que Ross Dalgowan tuviera éxito con las mujeres, pero estaba segura de que tenía amigos; en tanto que Neil, casi no había tenido amigos de su mismo sexo.

Mientras observaba a Ross, Cathy notó que comía con buen apetito, buenos modales y sin hacer ruido. Al contrario que Neil, que a pesar de su belleza casi femenina y sus modales delicados, había exhibido la tendencia a engullir la comida como un colegial que estuviera aún por aprender buenos modales y autocontrol.

Y, para su desgracia, Cathy había descubierto que lo mismo ocurría con su apetito sexual. Habían estado casados unos meses solamente y, después de excederse con el vino en una ocasión, Neil había intentado forzarla. Al no conseguirlo, le había insultado ferozmente.

Suspirando, Cathy dejó a un lado esos desagradables pensamientos y, levantando los ojos, se encontró con la gris y fascinante mirada de Ross.

El corazón le dio un vuelco y un extraño cosquilleo le recorrió el cuerpo antes de apartar los ojos de los de él.

–¿Algún problema? –le preguntó Ross con sensibilidad.

–No.

Aunque no le creyó, él no insistió y continuó comiendo.

–¿Más café? –preguntó él cuando ambos terminaron de cenar.

–No, gracias.

–En ese caso, voy a sacar el carrito de la habitación.

Ross se puso en pie y dejó el carrito en el pasillo antes de volver y sentarse otra vez. Entonces, preguntó:

–¿Qué le parece si seguimos el consejo del marido de la señora Low y nos tomamos una copita antes de acostarnos?