Para robar un corazón - Lee Wilkinson - E-Book
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Para robar un corazón E-Book

Lee Wilkinson

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Beschreibung

Al principio, Anna Sands no sospechó cuando, aquella Nochebuena, se vio atrapada con Gideon Strange en una mansión, en medio de una tormenta de nieve. Pero, aunque parecía encantador, Anna creyó ver un asomo de crueldad en su atractiva cara, y empezó a hacerse preguntas... ¡Gideon no podía creerse lo inocente que parecía Anna! Estaba seguro de que sabía lo que había en realidad bajo aquella apariencia: una embustera, una ladrona. Así que, ahora que la tenía exactamente donde quería, iba a hacerle pagar caras todas sus mentiras. En su dormitorio...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Lee Wilkinson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Para robar un corazón, n.º 1255 - marzo 2016

Título original: A Vengeful Deception

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8039-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Eran las cinco de la tarde de Nochebuena y ya había oscurecido. En la vieja plaza, las antiguas farolas victorianas derramaban su luz amarillenta sobre los adoquines.

Junto al escaparate de su tienda vacía, Anna se inclinaba para clavar la tapa de una caja de madera.

Una ocasional mirada por el escaparate le había hecho ver que durante la última media hora apenas había pasado nadie por la plaza.

La mayoría de las otras tiendas ya estaban a punto de cerrarse. Los únicos escaparates que aún seguían encendidos eran los de las joyerías y los de las tiendas de licores.

Un repentino cosquilleo en la nuca, la certeza de que había alguien mirándola, le hizo volver rápidamente la cabeza. Por el rabillo del ojo, vio una oscura figura alejándose.

Se encogió de hombros. Sin duda, debía de tratarse de alguien que simplemente pasaba por allí.

Había empezado a nevar. Siempre le había gustado la nieve, y verla animó un poco aquel desolado día.

Clavó el último clavo en la tapa de la caja, dejó el martillo a un lado y miró a su alrededor a la vez que daba un ligero suspiro.

Aparte de los materiales para embalar, no quedaba nada. Los estantes y el escaparate estaban vacíos, así como la oficina que se hallaba al fondo de la dickensiana tienda.

Solo el ligero olor a papel viejo, a cuero y tinta hablaba de libros y de un sueño que había terminado.

Todas las primeras ediciones y los manuscritos habían sido retirados el día anterior por el agente que los había comprado.

El resto había sido cuidadosamente guardado en cajas que serían recogidas entre Navidad y Año Nuevo.

Desde el principio, el deseo de Anna de poseer su propia librería de viejo había sido alentada por su buena amiga Cleo.

Aunque totalmente distintas en cuanto a temperamento y aspecto, ella era una chica reservada, alta, delgada y morena, y Cleo era bajita, rubia, y llena de vitalidad y entusiasmo, las dos eran amigas desde la infancia.

A lo largo de sus años de estudios habían compartido casi todas sus esperanzas y temores, sus éxitos y desengaños.

Cuando Anna logró tener el dinero suficiente para alquilar la tienda y añadir algunos mapas antiguos a sus existencias, Cleo se alegró mucho por su amiga.

Aunque ya tenía bastante con sus hijos gemelos, la ayudó todo lo que pudo, y sobre todo le dio ánimos.

Pero, tras varios meses de trabajo duro y esfuerzo, y sobre todo debido a la falta de dinero, la aventura había llegado tristemente a su fin.

Cleo había pasado el día anterior por la tienda para lamentar su cierre.

–Es una pena. Ojalá pudiera ayudarte de algún modo, pero como no me toque la lotería… ¿Qué piensas hacer ahora?

Anna se encogió de hombros, tratando de aparentar una actitud filosófica ante la adversidad.

–En cuanto pasen las navidades, me pondré a buscar un trabajo.

–Teniendo en cuenta tus conocimientos y tus títulos, no creo que te cueste mucho conseguirlo.

Pero ambas sabían que su optimismo era bastante forzado.

Rymington, una ciudad pequeña y pintoresca rodeada de colinas y fértiles campos y cercana a Londres, era un lugar próspero que atraía a muchos turistas. Pero, excepto en ese terreno, era muy difícil encontrar trabajo en ella.

Ese fue uno de los motivos que animaron a Anna a aprovechar la oportunidad de hacerse con la tienda por un módico alquiler y el capital justo para iniciar el negocio. Simplemente, no había otras opciones disponible.

A pesar de todo, quería seguir viviendo en Rymington, el lugar en que había nacido y se había criado. Después de acabar sus estudios, los dos años que pasó en Londres solo sirvieron para reforzar el desagrado que sentía por las ciudades grandes, y acabó regresando a casa, harta y desilusionada.

–Has estado tan cerca de conseguirlo –se lamentó Cleo–. Si no hubiera habido que renovar el contrato…

Pero así había sido. Y la renta exigida por Deon Enterprises, los nuevos dueños del edificio, había sido la gota que había colmado el vaso.

Todas las existencias que con tanto esfuerzo había ido reuniendo Anna habían sido compradas por un agente para un coleccionista privado.

Sabiendo que estaba en aprietos, se había aprovechado para hacerle bajar los precios. El único consuelo de Anna era que había ganado suficiente dinero para cubrir sus deudas, incluyendo lo que debía al banco, de manera que podía irse con la cabeza bien alta.

Igual que cuando dejó a David.

Pero no quería pensar en David. La Avenida de los Recuerdos era un camino circular en torno a un dolor persistente.

Irguió los hombros, se puso el abrigo y tomó su bolso y la pequeña maleta que estaba junto a este.

Mientras intercambiaban sus regalos de navidad, Cleo había preguntado:

–¿Vas a ver a Paul estas vacaciones?

–No –contestó Anna con firmeza–. Él quería que nos viéramos, pero le dije que no podía. No quiero alentar sus esperanzas.

–Podría irte mucho peor –Cleo, que había presentado a la pareja, quería que las cosas marcharan bien entre ellos–. Ya sé que tiene quince años más que tú, pero es un abogado de prestigio, tiene una casa estupenda y no está mal. ¿Qué más puede pedir una chica?

Cleo era tan feliz en su matrimonio, que sentía pena por todo aquel que no compartiera aquel estado.

–Te gusta, ¿no? –insistió.

Anna resistió el impulso de decir «no especialmente» y asintió.

–Sí, es muy agradable.

–Y te gustan los niños.

Paul era un viudo con una hija de nueve años.

–Sí, me gustan los niños –admitió Anna–. Sophie es una niña muy dulce, pero eso no significa que quiera convertirme en su madrastra.

Cleo suspiró.

–¿Y que piensas hacer durante las navidades?

–Tomarme un descanso –contestó Anna en tono ligero.

Su amiga no se dejó engañar.

–Eso significa que vas a estar sola. ¿Por qué no vienes a casa? Puedes pasar todo el fin de semana con nosotros.

Alan, el marido de Cleo, era un hombre silencioso y bastante tímido al que no le gustaba especialmente la compañía.

–Gracias, pero creo que no iré.

–No seas tonta –dijo Cleo, consciente del motivo de la negativa de Anna–. Alan no pondrá objeciones.

Aunque Alan hizo lo posible por que Anna se sintiera bien recibida el año anterior, cuando acababa de regresar de Londres, ella estaba segura de que preferiría estar a solas con su familia.

–Y a los gemelos les encantará –continuó Cleo–. Probablemente estarán levantados antes del amanecer, pero aguantarlos será mejor que pasar unas navidades solitarias en una habitación de alquiler.

Anna temía que Cleo le estuviera ofreciendo su hospitalidad por obligación, y que en el fondo prefiriera estar esos días a solas con su marido y sus hijos.

–Te lo agradezco mucho, pero te aseguro que no me sentiré sola. Seguro que encontraré un montón de cosas que hacer.

–Bueno, no voy a tratar de convencerte, pero si cambias de opinión en el último momento, simplemente ven. La habitación libre está lista, tenemos comida de sobra y serás más que bienvenida. En serio.

Y aquella mañana, mientras desayunaba sola y con la moral por los suelos, Anna había cambiado de opinión.

Incapaz de soportar la idea de despertar la mañana de Navidad sin otra perspectiva que pasar el día sola en su dormitorio, decidió ir a casa de Cleo. Antes de ir a la librería, había preparado una pequeña maleta con lo necesario.

En aquellos momentos, maleta en mano y con el bolso al hombro, apagó las luces, salió de la librería y cerró con llave. Metió esta en el bolso y alzó la mirada hacia el cartel que había sobre la entrada de la librería. Savanna Sands. Libros Antiguos y Manuscritos..

El plomizo sentimiento de fracaso y desesperación que la había perseguido durante semanas había desaparecido. Lo único que sentía en aquellos momentos era un inmenso vacío en su interior.

Seguía nevando, y los copos revoloteaban en torno a las farolas como mariposas atraídas por la luz. Cruzó la plaza en dirección al aparcamiento que había tras esta. No había un alma en la calle.

Mientras abría la puerta de su viejo Cavalier, un movimiento que más que ver sintió le hizo alzar rápidamente la mirada. El lugar parecía desierto, pero un sexto sentido le dijo que había alguien esperando, observándola, y se le erizó el vello de la nuca.

Diciéndose que solo eran imaginaciones suyas, que allí no había nadie, trató de liberarse de la sensación, pero no lo consiguió.

Mientras trataba de distinguir algo en la oscuridad reinante, un gato grande y negro pasó corriendo por la valla cercana y saltó al otro lado.

Anna suspiró, aliviada.

–¿Lo ves? –dijo en voz alta–. Ya te lo había dicho.

Dejó la maleta y el bolso en el asiento trasero y luego se puso al volante. Necesitó varios intentos para conseguir que el coche arrancara y recordó que el mecánico le había dicho que le convenía cambiar de batería.

Puso en marcha los limpiaparabrisas y dio marcha atrás cuidadosamente. Las luces del coche iluminaron los copos de nieve mientras giraba hacia la salida.

Empezaba a acelerar cuando, a pocos metros de distancia, la oscura figura de un hombre salió de entre dos coches y se interpuso en su camino.

Instintivamente, Anna frenó y dio un volantazo. Las ruedas patinaron en los resbaladizos adoquines del suelo y luchó por recuperar el control del coche antes de detenerlo por completo.

Conmocionada, permaneció unos segundos totalmente quieta tras el volante. «Gracias a Dios no lo he atropellado», era lo único que lograba pensar.

¿O sí lo había hecho?

Era posible que lo hubiera golpeado de refilón.

Miró por la ventanilla, pero no logró ver nada. Temiendo que estuviera caído en el suelo, abrió la puerta y salió del coche.

El hombre se había desplomado en el suelo y el contenido de una bolsa que llevaba consigo estaba desparramado a su alrededor.

Mientras se acercaba a él, Anna vio con inmenso alivio que se estaba poniendo en pie.

–¿Se encuentra bien? –preguntó, ansiosa.

–Eso creo… aunque me he hecho un poco de daño en el brazo.

Su voz era profunda y atractiva, y tenía un ligero acento que Anna no logró situar.

–¡Entonces lo he golpeado! Lo siento mucho.

–Solo me ha rozado. Desafortunadamente, ha bastado para que me resbalara en los adoquines. He aterrizado sobre un codo.

–No sé cómo disculparme.

–Yo he sido el único culpable. No me he dado cuenta de que estaba tan cerca. Si no me hubiera interpuesto en su camino, esto no habría sucedido.

Cuando, con una sola mano, el hombre terminó de meter las cosas en la bolsa y se apartó de las sombras, Anna vio que era alto, al menos un metro ochenta, y de hombros anchos.

A pesar de que sus pantalones y su abrigo se habían ensuciado debido a la caída, no había duda de que eran muy caros.

Su brazo izquierdo parecía inmovilizado.

–¿Seguro que se encuentra bien? –preguntó, preocupada.

El hombre se esforzó inútilmente por mover el brazo.

–Me temo que de momento no me va a servir de nada.

–Tal vez le convendría ir a urgencias…

–¿En plena Nochebuena? ¡Ni hablar! No, estoy seguro de que no es nada grave. Al menos, si puedo conducir.

–No sé cómo va a hacerlo en ese estado.

–Puede que tenga razón. Lo mejor será que busque un taxi… aunque lo cierto es que llevo casi toda la tarde en la ciudad y aún no he visto ninguno.

Tenía razón. At Your Service, la compañía de taxis de la ciudad, había cerrado recientemente y ninguna otra había ocupado de momento su lugar.

Sintiéndose en parte culpable a pesar de todo, Anna dijo:

–Si quiere, yo puedo llevarlo hasta su casa.

–No querría molestarla.

–Es lo menos que puedo hacer. ¿Dónde vive?

–En Old Castle Road.

Anna no recordaba ninguna casa en aquella tranquila carretera, excepto la mansión Manor. Pero hacía tiempo que no pasaba por allí, y supuso que habrían construido alguna nueva.

–No hay problema. Yo voy en esa dirección.

Era cierto que Cleo y su familia vivían por allí, pero no tan lejos.

–En ese caso, acepto su amable oferta. ¿Le importaría sujetarme esto mientras voy por el resto de mis provisiones?

Anna tomó la bolsa mientras el hombre se acercaba a un Laguna aparcado a pocos metros. Vio cómo abría el maletero y sacaba con una mano una caja de comestibles.

Al parecer había estado haciendo la compra para su esposa.

–Déjeme –Anna tomó rápidamente la caja y la dejó con las demás cosas en los asientos de atrás–. Suba.

El hombre entró en el coche y volvió la cabeza hacia ella.

Vio un rostro de encantadora belleza. Unos ojos almendrados enmarcados por unas pestañas largas y curvas, unos pómulos altos y pronunciados, una nariz recta y una boca encantadora sobre una mandíbula suavemente redondeada. Su pelo, suave y oscuro, sujeto en un moño alto, estaba adornado por algunos copos de nieve.

Anna lo vio a él con cierto detalle por primera vez gracias a la luz interior del coche, y lo que vio la dejó completamente desconcertada. Por un largo momento, aquel hombre le recordó a David.

Pero en realidad no era como David.

Sus ojos eran verdes.

Los de David eran azules.

Era rubio, pero, en contraste, sus cejas y pestañas eran oscuras.

Las cejas y las pestañas de David eran tan rubias como su pelo.

Su atractivo rostro, de fuertes rasgos, tenía un matiz de dureza.

El de David era aniñado.

Además, aquel hombre debía de tener algo más de treinta años. Cuando salía con David, este solo tenía veintidós. Un año menos que ella.

No, no se parecía a David en absoluto.

Sin embargo, su efecto sobre ella había sido igual de inmediato e intenso.

–¿Hay algún problema?

–No –respondió Anna, pero su voz tembló ligeramente cuando añadió–. Por un segundo, me ha recordado a alguien a quien conocí.

Volvió el rostro rápidamente, arrancó el coche y salió de la zona de aparcamiento.

El centro de la ciudad estaba típicamente iluminado y decorado para las fiestas. Un grupo de la iglesia local cantaba villancicos en torno al gran árbol de la plaza Old Market. Aún había mucha gente por la zona, haciendo compras de última hora.

La nieve, que en cualquier otro momento habría resultado una molestia, añadía un toque navideño al ambiente.

–Parece una escena de postal.

El comentario del pasajero hizo eco de los pensamientos de Anna.

–Sí –asintió, y como se sentía tan afectada por él empezó a hablar demasiado–. El tiempo ha estado muy variable últimamente. Primero, hizo un calor atípico de la época, luego hubo una seria tormentas con vientos muy fuertes que causaron muchos destrozos por la zona, y ahora, con la nieve parece que vamos a tener las primeras navidades reales en mucho tiempo.

–La he encargado especialmente –dijo él–. Me encanta la nieve, y hace años que no la veía.

–¿No vive en Inglaterra?

–Ahora sí. El errante ha regresado finalmente.

–¿Cuándo?

–Hace dos días.

–¿De dónde?

–De los Estados Unidos. Cuando terminé de estudiar en la universidad, pasé algún tiempo viajando por el mundo antes de asentarme en la costa oeste. Tras introducirme en el mundo de los ordenadores compré una casa y adopté el estilo de vida californiano.

–¿Sol, mar y arena? –murmuró Anna.

–En resumen.

–Qué afortunado.

–Tras una temporada, esa clase de vida puede aburrir. De pronto, me encontré añorando la Inglaterra rural y los cambios de estaciones, los narcisos y los chaparrones, el olor a verano y a heno, la escarcha de octubre y las nieblas de noviembre… No me retenía nada especial en California; los intereses de mi negocio se han diversificado y se han vuelto internacionales, de manera que decidí regresar en cuanto las circunstancias lo permitieron.

No había mencionado una esposa, pero un hombre tan atractivo debía de estar casado, o al menos debía de tener una relación estable…

–¿Y considera Rymington su hogar?

–Nací y me crié aquí. Concretamente en la mansión Hartington.

A pesar de que tenía la vista fija en la carretera, Abby fue consciente de que la observaba atentamente, como esperando alguna reacción.

–¿Hartington Manor? ¿No es ahí donde vivía sir Ian Strange?

–Sí. Yo soy Gideon Strange, su hijo.

Sir Gideon Strange, y probablemente vivía en la mansión.

–Lamenté enterarme de la muerte de su padre el año pasado.

–¿Lo conocía? –preguntó Gideon en tono despreocupado.

–No, no personalmente. Pero siempre ha sido conocido y respetado en la ciudad. Hizo muchas obras de caridad y ayudó en muchas ocasiones a la comunidad.

–Sí, le gustaba ser visto como un filántropo.

Anna percibió un matiz de amargura en las palabras de Gideon Strange.

–Casi esperaba que dejara todas sus propiedades a alguna obra de caridad –continuó él–. Imaginaba la mansión siendo transformada en un hogar para mujeres maltratadas o para gatos y perros abandonados –con una burlona sonrisa, añadió–: En realidad no tengo nada contra las mujeres maltratadas ni contra los animales, pero habría sido una pena que la mansión Hartington dejara de pertenecer a la familia. Es una propiedad preciosa y los Strange han vivido en ella desde los tiempos de la reina Elizabeth.

Anna se preguntó por qué iba a haber dejado sir Ian la mansión a una obra de caridad en lugar de a su hijo. Como en respuesta a su pregunta no formulada, Gideon dijo:

–Me temo que mi padre y yo casi nunca coincidimos en nuestros puntos de vista…

Aquellas mesuradas palabras convencieron a Anna de que eran un eufemismo.

–Su imagen pública era distinta a la realidad privada –continuó él–, y me temo que nunca llegó a perdonarme por habérselo hecho ver.

Anna permaneció en silencio, sin saber qué decir.

Tras una breve pausa, su compañero cambió de tema.

–¿Usted es de aquí?

–Sí. Enseguida vamos a pasar por la casa en la que nací. Ahí… la hilera de casitas de la derecha. La nuestra era la segunda del final –sintió que se le hacía un nudo en la garganta–. Siempre me encantó Drum Cottage. Cleo, la amiga con la que voy a pasar las navidades, era vecina mía.

–¿No le queda familia?

–No. Mis padres y mi hermano pequeño murieron hace cuatro años en un accidente de tren.

Después de todo el tiempo pasado, aún le dolía pensar en ello.

–Debió de ser muy duro –dijo él. Tras un momento, añadió–: ¿Así que planea pasar las vacaciones con una amiga?

–Sí. Al principio rechacé la invitación. Al marido de Cleo no le agrada demasiado la compañía, y pensé que mi presencia sería una molestia… pero mi amiga dijo que la habitación de invitados estaba lista y que tenía comida suficiente para alimentar a un ejército, así que he cambiado de opinión y he decidido presentarme en su casa.

Al darse cuenta de que estaba volviendo a parlotear, Anna cerró la boca con firmeza.

Ya estaban a las afueras de la ciudad y pasaban por la zona en que vivía Cleo. Comenzaron a subir por Old Castle Hill.

–¿Y dónde vive ahora, Anna?

–Tengo una habitación alquilada en Grafton Street… ¿Por qué me ha llamado Anna?

–¿Prefiere que la llamen Savanna?

–No… Siempre he preferido Anna. ¿Pero cómo sabe mi nombre?

–Está en el cartel que hay encima de su librería. Savanna Sands.

–¿Cómo sabía que era mi tienda?

–He pasado por allí esta tarde y la he visto a través del escaparate.

Anna frunció el ceño.

–¿Qué le ha hecho pensar que era la dueña?

–La librería parecía estar sin existencias y usted estaba clavando la tapa de una caja con aire resuelto –antes de que Anna pudiera decirle que aún no había contestado a su pregunta, añadió–: ¿Va a cerrarla?

–Está cerrada.

–¿Es el final de un negocio, o de un sueño?

La perspicacia de aquel hombre era asombrosa.

–Lo último. Cuando era pequeña, ya soñaba con tener mi propia librería.

–¿Qué ha sucedido? ¿Le faltaban clientes, o dinero?

–Ambas cosas. Suelen venir muchos turistas en verano, pero no podía esperar hasta entonces. Mi descubierto en el banco había alcanzado su límite, el contrato había vencido y los nuevos dueños del edificio habían doblado el alquiler.

–¿Qué va a hacer ahora?

Anna le dio la misma respuesta que a Cleo.

–Empezaré a buscar un trabajo en cuanto pasen las navidades.

–¿Como ayudante en alguna librería?

–Soy bibliotecaria titulada –replicó Anna, molesta. Por el rabillo del ojo vio que él alzaba una ceja.

–¿En serio?

–Sí, en serio.

–Supongo que en una ciudad tan pequeña como esta no habrá demasiadas posibilidades, ni siquiera para una bibliotecaria titulada.

Al percibir el tono burlón de la voz de Gideon, Anna decidió no decir nada.

–Por supuesto, siempre está Londres –continuó él–. ¿O no le gustan las ciudades grandes?

–No. Viví y trabajé en Londres al acabar mis estudios y me alegré cuando me fui.

–¿Trabajaba en una librería?

–No. Trabajaba como secretaria.

–Pero seguía manteniendo vivo su sueño.

–Sí. Los fines de semana acudía a librerías de viejo y a subastas para conseguir suficientes manuscritos y primeras ediciones como para iniciar mi propio negocio.

–Una actividad cara, incluso para una secretaria bien pagada.

–Tenía un poco de capital –molesta por haberse dejado provocar para revelar tanto a un desconocido, Anna decidió callarse y centrarse en la conducción.

Unos minutos después, divisó el muro de ladrillo rojo de Manor. La oscuridad y las condiciones atmosféricas no permitían juzgar adecuadamente las distancias, pero no podían estar muy lejos de la entrada principal.

Gideon pareció leer sus pensamientos.

–Solo faltan unos cincuenta metros. Verá la entrada enseguida.

Las luces del coche la iluminaron mientras hablaba.

Anna siempre había visto las altas verjas de hierro forjado cerradas. En aquellos momentos, estaban abiertas.

–El tiempo parece estar empeorando –dijo tras cruzarlas y mientras circulaban por un sinuoso sendero bordeado de altos árboles–. Supongo que su esposa se sentirá aliviada cuando lo vea.

–¿Qué le hace pensar que estoy casado?

–Bueno… con toda esa compra y lo demás…

–Incluso los pobres solteros tenemos que comer –dijo él en tono burlón.

–Por supuesto –replicó Anna con rigidez.

Las luces del coche iluminaron la mansión. No había ninguna ventana encendida en ella. Parecía desierta, pero no era posible. Un lugar del tamaño de Hartington Manor debía de contar con servicio.

Pero, si había servicio, ¿por qué tenía que ocuparse sir Gideon Strange de hacer la compra?

Anna detuvo el coche y, al recordar su brazo herido, preguntó.

–¿Puedo ayudarle a meter la compra en casa?

–Se lo agradecería. Pero espere un momento aquí mientras entro a dar algunas luces. Normalmente habría iluminación exterior, pero la tormenta que ha mencionado estropeó una subestación eléctrica. Tenemos un generador de emergencia, pero su capacidad es muy limitada.

Gideon tomó la bolsa con la compra y Anna lo observó mientras caminaba por la nieve hacia la casa. Sostuvo la bolsa bajo su brazo bueno mientras buscaba las llaves en los bolsillos.

Un momento después, se iluminaron las luces del vestíbulo.

Anna apagó las luces del coche para ahorrar batería, tomó la caja y entró en la casa. Gideon cerró la puerta empujándola con un hombro y luego la condujo por un largo pasillo hasta una gran cocina con el suelo de piedra y una enorme chimenea. Frente a esta, había dos sillones y una pequeña y sólida mesa.

En varias estanterías, se entremezclaban toda clase de utensilios de cocina modernos con antiguos cazos de cobre y preciosos platos de cerámica.

Lo único que se echaba en falta eran los sirvientes.

Anna dejó la caja sobre una gran mesa de roble y se volvió hacia la puerta.

–Antes de que se vaya –dijo Gideon–, tengo una proposición que hacerle –al ver que Anna se quedaba paralizada, añadió en tono irónico–: Oh, no es nada indecoroso, se lo aseguro. Es simplemente esto: usted necesita un trabajo y yo necesito una secretaria bibliotecaria experimentada.

Ella lo miró con cautela, preguntándose si aquello sería alguna clase de broma.