Mentiras envenenadas - Lee Wilkinson - E-Book

Mentiras envenenadas E-Book

Lee Wilkinson

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Beschreibung

Lo habían dejado plantado en el altar, y eso era algo que nadie podía hacerle a Ryan Falconer sin esperar venganza. Ese era el motivo por el que había vuelto dos años después. Necesitaba descubrir por qué lo había abandonado Virginia, porque estaba convencido de que el amor que había habido entre ellos todavía existía y había decidido demostrarlo. La venganza de Ryan consistía en hacer que Virginia fuera con él hasta el altar, quisiera o no.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Lee Wilkinson

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mentiras envenenadas, n.º 5552 - febrero 2017

Título original: Ryan’s Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9338-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El cálido sol de junio entraba por la ventana, alejando los restos de una fría y triste primavera. En el cercano Kenelm Park el alegre ladrido de un perro se elevaba sobre el continuo murmullo del tráfico londinense.

Desde el segundo piso, Virginia vio a través de los árboles una pelota roja y brillante. Sonrió y volvió la vista al catálogo. Un momento después sonó el teléfono, y alargó su esbelta mano para agarrar el auricular.

—¿Diga?

—Señorita Ashley —so oyó la voz de Helen—, aquí hay un caballero que pregunta si tenemos cuadros de Brad o de Mia Adams. Le he dicho que no, pero insiste en saber si podríamos adquirir alguno.

Durante los últimos diez años el trabajo de los Adams había estado muy requerido, y Virginia estaba acostumbrada a que sus padres fueran conocidos en todo el mundo.

—Bajaré enseguida —dijo ella.

Helen Hutchings, una hermosa viuda de cuarenta años, se ocupaba de las ventas de la Charles Raynor Gallery, mientras que Virginia se encargaba de solucionar los pedidos o las búsquedas.

Se cercioró de que el recogido de su cabello castaño seguía intacto, y, tras ponerse las gruesas gafas que le hacían aparentar mucho más que veinticuatro años, salió de su despacho, vestida con su impecable traje gris de seda.

Se asomó al balcón que dominaba la amplia galería, y bajo la luz que entraba por las claraboyas vio a un grupo de personas, posiblemente turistas, contemplando los cuadros. También vio a un hombre alto, moreno y corpulento, que estaba junto al mostrador de recepción.

Mientras Virginia bajaba las escaleras, al pie de las cuales colgaba un letrero con la palabra «Privado», él se dio la vuelta y la miró.

Ryan.

No había duda. Aquel rostro enjuto y tenso, los hombros anchos, la mata de pelo oscuro, el aspecto de fuerza y a la vez de elegancia… Aunque estaba muy lejos para ver el color de sus ojos, ella sabía muy bien que eran de un bonito color azul violáceo.

Virginia se paró y se agarró a la barandilla, casi sin respiración. Desde que volvió a Londres desde Nueva York, había temido volver a verlo, a pesar de que llevaba seis meses intentando comenzar una nueva vida.

El corazón le latía desbocadamente, pero gracias a un aumento de la adrenalina consiguió darse la vuelta y correr a su despacho.

Se dejó caer en su sillón, rezando por que no la hubiese reconocido. Porque de haber sido así… Ryan no era el tipo de hombre a quien pudiera despedirse tranquilamente.

«Nunca te dejaré marchar», le había dicho una vez, pero a pesar de todo lo que compartieron ella lo dejó. Incapaz de soportar su crueldad, y temerosa del daño que la relación le pudiera causar a su familia, lo abandonó sin darle explicaciones.

Y estaba claro que él no podría perdonarla por eso.

Pero si no la había reconocido, tal vez hubiera escapatoria. Esperando que Charles hubiera vuelto de una reunión, lo llamó a su despacho.

No recibió respuesta, y lo llamó entonces a la sala de exposiciones y luego a la cámara acorazada.

—¿Sí, diga? —respondió finalmente.

—Siento molestarte —le dijo Virginia, respirando con alivio—, pero, ¿podrías sacar tiempo para ver a un posible cliente que está esperando?

—¿Qué quiere? —preguntó Charles con su tono habitual, seco y directo.

—Quiere saber si podemos conseguir cuadros de los Adams.

—¿No puedes tratar tú con él? —Charles parecía sorprendido.

—Es alguien que… a quien conocí una vez, y preferiría no volver a encontrármelo.

—Muy bien —dijo Charles. Siendo un hombre enamorado, había captado el mensaje—. Déjamelo a mí.

¿Por qué tendría que haber escogido Ryan esa galería de arte? Virginia había estado viviendo en el anonimato desde que volvió a Londres, y nadie, ni siquiera sus padres, sabían cuál era su paradero.

Necesitaba un trabajo desesperadamente, y una agencia de empleo la envió a la Raynor Gallery, donde la entrevistó el propio Charles. Virginia le habló de sus estudios como gerente y administradora de obras artísticas, pero apenas le dio detalles sobre su estancia en los Estados Unidos.

Después de observarla con detenimiento, Charles le ofreció un puesto como ayudante suya, y cuando al cabo de un año, le sugirió que fuera ella el contacto con los Adams, Virginia se vio obligada a contarle parte de la verdad.

—Virginia, querida —había protestado él—, siendo hija suya…

—No quiero que sepan dónde estoy.

—Pero no estarán preocupados por ti, ¿verdad?

—No, seguro que no. Nunca hemos sido una verdadera familia. Han estado pintando desde que eran unos críos. Su vida es el arte. Tal vez por eso estén juntos. Después de casarse vivieron en Greenwich Village durante varios años, antes de establecerse en Inglaterra. Cuando yo nací ya andaban por la treintena —hizo una pausa antes de seguir—. Fui un error. Ninguno de los dos me quería. Si mi madre no pensara en la vida como algo sagrado, seguramente habría abortado.

—¡Oh, pues claro que no! —exclamó Charles, visiblemente alarmado.

—Los dos estaban tan concentrados en su trabajo que un bebé solo podría ocasionarles problemas. Por suerte tenían bastante dinero, por lo que la solución fue una larga serie de niñeras y un colegio interno de chicas. Y cuando estaba a punto de empezar la universidad se volvieron a Nueva York.

—¿Te dejaron sola?

—Ya tenía dieciocho años.

—Pero, ¿no te ayudaron económicamente?

—No, yo no quería. Prefería trabajar por las noches y los fines de semana. Quería mantener mi independencia. De modo que ya ves, no creo que piensen alguna vez en mí.

—¿Estás segura?

—Estoy más que segura.

—En ese caso yo trataré con ellos personalmente.

—No les dirás nada, ¿verdad? —preguntó ella nerviosa.

—Ni una palabra. Tu secreto está a salvo conmigo.

Ella sintió una oleada de afecto hacia él. Charles era un hombre muy agradable, que mantendría su promesa.

Hasta ese momento…

El pestillo de la puerta sonó y entró Charles, tan elegante y conservador como siempre. A sus cuarenta y tres años seguía teniendo un aspecto juvenil, gracias en parte al abundante cabello que enmarcaba su ancha frente.

—No tienes de qué asustarte —le dijo al verla tan pálida—. Se ha ido.

—¿No ha preguntado por mí? —preguntó Virginia.

—¿Tendría que haberlo hecho? —Charles arqueó una ceja y se sentó frente a ella.

—Pensé que a lo mejor me había visto y reconocido.

—No ha dicho nada al respecto —le aseguró Charles—. Y no parecía el tipo que dude en preguntar lo que sea —viendo la expresión de calma de Virginia se preguntó qué habría pasado entre ella y el extraño visitante, y si eso habría influido en el rechazo de Virginia a la petición de matrimonio del propio Charles.

—¿Qué ha dicho? —preguntó ella—. ¿Cómo ha sido?

—Sus modales eran bastante sencillos y resueltos. Me dijo que se llamaba Ryan Falconer, y que le gustaría adquirir algunos de los primeros cuadros de los Adams. Le he prometido que intentaría conseguírselos con la mayor rapidez posible.

—¿Está viviendo en Inglaterra?

—Solo durante unos días, según parece. Me ha dado su dirección de Nueva York, y el número de teléfono de un hotel de Mayfair. Aun siendo un corredor de bolsa de Wall Street se interesa por el arte, y es propietario de la Falconer Gallery. Pero, ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Creo que los cuadros que quiere comprar son para su colección particular. Mencionó una pintura de Mia Adams en la que estaba especialmente interesado: Wednesday’s Child…

Virginia se quedó helada.

—Él cree que la pintó hace siete u ocho años, y que es una de las mejores. Particularmente nunca he oído hablar de ella. Ha dejado claro que el dinero no es problema, aunque, en el caso de localizarla, no creo que su actual propietario quiera venderla —el silencio de Virginia le llamó la atención—. ¿Te acuerdas de ella por casualidad?

—La verdad es que sí. Posé para ese cuadro cuando tenía diecisiete años.

—¡No sabía que tu madre te había usado como modelo! —a Charles le brillaron los ojos con interés.

—Fue solo esa vez. Iba a pasar las vacaciones de verano con una amiga del colegio, pero en el último minuto se cancelaron los planes, de modo que fui a casa. Mi madre me dijo que, ya que estaba allí, podría ayudarla. Intenté posar lo mejor que pude, pero por alguna razón no le gustó el resultado, y nunca me pidió que posara de nuevo.

—¿Qué te pareció a ti el cuadro?

—No llegué a verlo —respondió Virginia—. Me dijo que tenía que enmarcarlo. Cuando volví a casa la siguiente vez ya lo había vendido.

«Y ahora Ryan quiere comprarlo».

Esa idea la inquietaba tanto como haberlo visto de nuevo. ¿Sabría él que el retrato era de ella?

Desde luego que lo sabía, le dijo su instinto.

—Si consigo encontrarlo, ¿qué te parece que pase a manos de Ryan Falconer? —le preguntó Charles.

—Preferiría que no lo tuviera.

—En ese caso le diré que no he tenido suerte.

—No —respondió ella pensando en los problemas económicos que Charles había sufrido el año anterior—, si puedes encontrarlo y él está dispuesto a pagar bien, no debes permitir que mis absurdos prejuicios interfieran en los negocios.

—Bueno, ya veremos —dijo él—. Las cosas pueden mejorar —antes de que ella pudiera preguntarle qué quería decir con eso Charles miró su reloj—. Son casi las cuatro. Debería seguir trabajando —se puso en pie y echó hacia atrás sus anchos hombros—. Pareces un poco cansada, ¿por qué no te vas a casa?

—La verdad es que me duele un poco la cabeza —dijo ella agradecida—. ¿De verdad que no te importa si me voy?

—Hoy es lunes, por lo que Helen y yo podremos arreglárnoslas solos —le sonrió y se dirigió hacia la puerta—. Ah, por cierto, hoy volveré a casa más tarde. He quedado para cenar con un cliente —a Virginia le dio un vuelco el corazón. Aquella noche necesitaba la compañía de Charles—. Y como hoy me tocaba cocinar a mí, te sugiero que pidas comida a domicilio.

—¿Puedo pedir comida china?

—Sí, si prometes guardarme un poco de pan de gambas.

—Eso está hecho.

—No creo que vuelva tarde, pero no me esperes levantada. Y si no te sientes bien para caminar, pide un taxi.

Viendo cómo se alejaba Virginia pensó lo encantador que era Charles. Era una excelente compañía, alto y atractivo. Sería un marido maravilloso para la mujer adecuada. Era una lástima que ella no pudiera amarlo tanto como él quería.

Unas semanas antes, mientras fregaban los platos de la cena, él le planteó el matrimonio. Ella jamás se hubiera esperado esa proposición.

—No me había dado cuenta de lo mucho que añoraba la compañía hasta que llegaste tú —le había dicho él—. Desde que estás aquí…bueno, mi vida ha cambiado mucho… Sin embargo, hay algo que quiero preguntarte, pero si la respuesta es no prométeme que no afectará a nuestra amistad.

—Te lo prometo.

—Debes saber que te quiero…

—¿No crees que se debe a nuestra amistad tan cercana? —le había sugerido ella amablemente.

—Te quiero desde que te vi. Y me haría muy feliz si quisieras casarte conmigo.

Ella se había sentido tentada por un instante. Sería maravilloso tener un marido, un hogar, hijos… Pero no sería justo para Charles. Él se merecía una mujer que lo amase apasionadamente, no una mujer que solo sintiera afecto por él.

—Lo siento —había respondido sin dudarlo—, pero no puedo.

—¿La diferencia de edad es la causa?

—No —la edad no importaba si el amor era sincero.

—Viendo lo bien que nos llevábamos, esperaba que al menos considerases mi propuesta. ¿Quizás no te gusto lo suficiente?

—Me gustas y te respeto, pero…

—¿No podría bastar con eso?

—No es suficiente.

—Estoy preparado para intentarlo. Muchos matrimonios se conforman con menos.

—No, no sería justo para ti.

—Tranquila —le había dicho él al notar su preocupación—. Te prometo que no volveré a pedírtelo, pero no olvides que te quiero. Haría cualquier cosa por ti, y si alguna vez cambias de opinión, la propuesta seguirá en pie.

Era un hombre maravilloso. Un hombre entre un millón, y ella quería amarlo. Pero el amor era un sentimiento que no se podía dominar.

Ella misma había intentado dejar de amar a Ryan, sin conseguirlo.

Después de cerrar la ventana, recogió su bolso, bajó las escaleras y salió a la calle. Pero en vez de girar a la avenida principal y esperar el autobús o un taxi, como solía hacer cuando Charles no la llevaba a casa, se quedó dudando.

Kenelm Park tenía un aspecto precioso con sus arriates y frondosos árboles que protegían del sol veraniego. Cruzar el parque la ayudaría a aclarar su mente y relajarse de la tensión, pensó mientras se quitaba las gafas y atravesaba las gruesas puertas de hierro.

Pasó junto al quiosco victoriano y tomó el sendero que bordeaba el lago. Caminaba con soltura, pero no dejaba de pensar en la visita de Ryan. ¿Por qué quería ese cuadro?

¿Para tener una imagen de ella en la que clavar alfileres?

Al pensar en el odio que Ryan podría albergar hacia ella, le temblaron tanto las rodillas que tuvo que sentarse en un banco junto a la orilla.

Tenía la esperanza de que el tiempo hubiera suavizado ese rencor, pero, ¿por qué iba a ser así, cuando ella misma seguía sintiendo lo mismo? El desconcierto, la traición, el resentimiento, la herida…

De pronto unas manos le taparon los ojos y escuchó el susurro de una voz ronca al oído.

—¿Adivinas quién soy?

Pareció que el corazón se le detenía y que se quedaba sin respiración. Con la vista nublada sintió el tacto de un hombro musculoso y el calor de los rayos del sol.

Intentó desprenderse de las manos y darse la vuelta. Entonces se encontró con el duro rostro de Ryan, un rostro que conocía tan bien como el suyo, y que tantas veces había mirado mientras hacían el amor.

Sus oscuros y rizados cabellos estaban impecablemente cortados, y su perfilada boca seguía siendo tan bonita como siempre, al igual que sus ojos color índigo; unos ojos que bastaban para convertir al hombre más vulgar en un ser extraordinario. De todos modos, Ryan distaba mucho de ser vulgar, y no solo por sus ojos de largas pestañas.

Suavemente le quitó un mechón de la mejilla, pero ella se apartó como si la hubiera abofeteado.

—Mi querida Virginia, no tienes por qué asustarte de mí.

—De modo que me viste en la galería —dijo ella casi sin voz.

—Tan solo te vi un instante, antes de que echaras a correr.

—¿Por qué no le dijiste nada a Charles? —preguntó ella mordiéndose el labio.

—Pensaba darte una sorpresa —dijo él con voz irónica.

—¿Cómo sabías que estaba en el parque? —estaba temblando, a pesar del aire cálido.

—Esperé en la calle hasta que saliste, y entonces te seguí.

—¿Por qué me has seguido?

—Hace tiempo que tenemos que hablar —dijo él con una sonrisa burlona.

—Por lo que a mí respecta no hay nada que decir —dijo ella poniéndose en pie.

—No tan deprisa —la agarró por las muñecas impidiendo que se alejara.

—Suéltame —le espetó ella—. No quiero hablar contigo.

Él la sentó con firmeza, pero sin hacerle daño.

—Bueno, si no quieres hablar, hay cosas más excitantes que podemos hacer —le sonrió y bajó la vista hacia sus labios.

—¡No! —gritó ella aterrorizada.

—Lástima —repuso él—. Parece que han pasado siglos desde la última vez que te besé. Recuerdo lo apasionada que solía ser tu respuesta. Hacías unos ruiditos con la garganta mientras tus pezones endurecían y…

—¿De qué quieres hablar conmigo? —preguntó ella poniéndose colorada.

—Quiero saber por qué te fuiste. Por qué te marchaste sin decir una palabra… —no hablaba con su cálido tono habitual, sino con una voz fría que la hizo estremecerse—. Por qué ni siquiera me dijiste lo que iba mal.

—¿Cómo puedes decir eso? —Virginia le echó una mirada furiosa—. ¿Cómo puedes fingir no saber lo que iba mal?

—¿Qué tal si dejas tu histrionismo y me lo cuentas? —preguntó él con un suspiro.

—Ya han pasado más de dos años —dijo ella, decidida a no confesarle el alcance de sus heridas—. No sé lo que puede importar ahora… Hemos cambiado. Ya no soy la chica que conociste.

—Ciertamente has cambiado —reconoció él mirándola con detenimiento su rostro ovalado, sus ojos de color gris verdoso, su nariz diminuta y sus sensuales labios—. Entonces eras joven e inocente, muy bonita, casi ardorosa. Pero ahora… —se calló bruscamente, pero ella sabía muy bien lo que iba a decir. Cada mañana veía en el espejo la imagen de una mujer que había perdido su fuego. Una mujer triste y vulnerable, que no podía ni esbozar del todo una sonrisa.

—Me sorprende que me hayas reconocido de un breve vistazo —dijo ella tragando saliva.

—Por poco. Con ese peinado y esas gafas tu aspecto no parece el mismo. Si no hubiera sabido que iba a verte…

—De modo que sabias que estaba allí —lo interrumpió ella.

—Oh, sí, lo sabía. Lo he sabido desde hace mucho. ¿En serio creías que no iba a encontrarte?

—¿Qué te ha traído a la galería? Le dijiste a Charles que querías comprar el cuadro de Wednesday’s Child.

—En efecto.

—¿Por qué?

—Seguro que sabes por qué. ¿Crees que lo conseguirá para mí?

—No tengo ni idea.

—¿No puedes ayudarlo? —al no recibir respuesta le brindó una sonrisa—. Aunque no creo que necesite el cuadro cuando consiga lo real —ella no se atrevió a preguntar qué quería decir con eso—. A juzgar por los modales de Rayner he supuesto que no has hablado de… digamos… nuestra relación.

—No me gusta hablar de eso.

—¿Y cuánto tuviste que contarle para que saliera a verme él en tu lugar?

—Solo le dije que eras alguien a quien conocí una vez y que no quería verte.

—¿No te parece demasiado frío?

—Es la verdad.

—Yo hubiera dicho que me conocías demasiado bien —su rostro se cubrió con una expresión de enfado.

—Todo eso forma parte del pasado —dijo ella firmemente—. Y todo ha terminado.

—Ahí es donde te equivocas —dijo él negando con la cabeza—. Quiero que vuelvas.

—¿Qué?

—Quiero que vuelvas —repitió él.

—Yo nun… nunca volveré contigo —gritó ella—. Lo digo en serio, Ryan. No hay nada que puedas hacer para que cambie de opinión.

—Yo no estaría tan seguro —dijo él con una sonrisa que le congeló la sangre a Virginia.

—Por favor, Ryan… He empezado una nueva vida y quiero disfrutar viviéndola.

—Una vez me dijiste que no te gustaba vivir sola.

—Yo no vivo sola.

—Aclaremos esto; ¿simplemente compartes casa?

—No —mintió ella. Si le hacía creer que tenía una relación seria, tal vez la dejara en paz.

—¿Con quién te acuestas? —le preguntó él tranquilamente.

—No es asunto tuyo.

—Lo estoy haciendo mío. ¿Con quién?

—Charles.

—¿Ese blandengue de mediana edad? —Ryan se echó a reír.

—No te atrevas a llamarlo así. Es un hombre dulce y sensible, y tengo mucho que agradecerle. Me dio un trabajo y un hogar cuando yo estaba sin nada.

—Mi detective me confirmó que vivías en su casa, pero, conociéndote tan bien, no creo que se lo hayas agradecido en la cama.