Matrimonio roto - Lee Wilkinson - E-Book

Matrimonio roto E-Book

Lee Wilkinson

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Beschreibung

Acababa de pronunciar el sí cuando Elizabeth descubrió que su marido no se había casado con ella por amor. Con sus sueños de boda destruidos, había insistido en una anulación del matrimonio y había desaparecido de la vida de Quinn Durville, había cambiado de identidad y había jurado no volverlo a ver... Pero ahora Quinn la había encontrado, ¡y decía que ella seguía siendo su esposa! Él quería un matrimonio a prueba, pero Elizabeth se preguntaba si Quinn la amaba de verdad o sólo había vuelto para vengarse.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Lee Wilkinson

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Matrimonio roto, n.º 1111 - mayo 2020

Título original: Marriage on Trial

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: ,

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SUPONIENDO que la ocasión sería brillante, Elizabeth, incapaz de competir, había preferido la simplicidad; un vestido de noche azul oscuro, medias de seda, zapatos bajos y su cabello rubio recogido en un elegante moño.

No llevaba anillos ni más joyas que el reloj de pulsera y unos pendientes de plata antiguos y muy bonitos con forma de sirena.

Estaba lista y esperando cuando sonó el timbre de la puerta.

Se puso el chaquetón de piel falsa y tomó el bolso. Luego abrió la puerta y sonrió al alto y atractivo hombre que había llamado y que iba impecablemente vestido.

Richard Beaumont le dio un beso en la mejilla.

–Estás encantadora, como siempre.

La voz de él era clara y refinada, llevaba el cabello rubio perfectamente peinado y su rostro aristocrático estaba lleno de encanto.

La noche de noviembre era oscura y húmeda, incluso había niebla.

–¿A qué hora empieza la venta? –preguntó Elizabeth mientras se metía en la limusina con chófer de Beaumont.

–A las nueve y media, después del bufé con champán. Dado que se trata de una colección pequeña y privada de joyas lo que se va a vender, supongo que la subasta en sí misma será bastante rápida.

Richard era rico y le encantaban las cosas hermosas, así que coleccionaba piedras preciosas como cualquier otro podría coleccionar sellos.

–¿Vas a pujar por algo en especial? –le preguntó ella mientras el coche se apartaba del centro de la ciudad y enfilaba hacia Hyde Park.

A él le brillaron los ojos azules, llenos de entusiasmo.

–Muy especial. El diamante Van Hamel.

–¿Supones que vas a tener mucha competencia?

–Dado que sólo ha sido invitado un grupo de personas relativamente pequeño y selecto, no me sorprendería que sí la hubiera.

–¿Pero lo conseguirás?

–Oh, sí, lo conseguiré. No es particularmente grande, pero no tiene ningún defecto y el corte es exquisito. Será el perfecto anillo de compromiso.

Eso último lo dijo tan como si nada que ella parpadeó.

–Pareces sorprendida.

Ella ya había sospechado que Richard iba en serio, pero como no estaba segura de sí misma ni de lo que quería, no supo si sentirse halagada o ansiosa.

Richard, habiendo reconocido sus dudas, había esperado pacientemente, sin presionarla. Hasta ese momento.

La miró a la luz de las farolas.

–Seguramente ya sabes que te amo y quiero casarme contigo, ¿no?

A pesar de ser consciente de que él esperaba alguna clase de respuesta a esa declaración, sorprendida por lo repentino de la misma, permaneció en silencio mientras sus pensamientos eran un torbellino.

Él era hijo único de un aristócrata, atractivo, carismático, educado y considerado. Un cerebro brillante y un conocimiento superlativo de las bolsas del mundo entero lo habían hecho rico por derecho propio y muy respetado en los círculos financieros.

Ella tenía veintiséis años. Si desperdiciaba esa oportunidad, le quedarían bastante pocas más, sobre todo con hombres como él. Y quería un hogar e hijos mientras todavía era joven.

Después de un momento, él añadió:

–Si la respuesta es que sí, ¿qué te parece si después de la subasta nos vamos a mi apartamento?

Además de la gran casa que los Beaumont tenían en Lombard Square, y que ella conocía ya bien, Richard tenía una gran suite en un hotel de Park Lane, que ella no conocía.

Tan convencional como era él de muchas maneras, le estaba dejando muy claro que, aunque había aceptado una relación más o menos platónica hasta ese momento, no estaba dispuesto a seguir así.

Era hora de tomar decisiones.

¿Y qué iba a hacer ella? Ya hacía más de cuatro años desde que su vida se había visto destruida. Le tenía mucho cariño a Richard, así que, seguramente podría dejar atrás su pasado y empezar a vivir de nuevo, ¿no? ¿Podía darle el compromiso que él le estaba pidiendo?

–¿Y bien, querida? –insistió él.

Ella lo miró fijamente a los ojos.

–Sí, me gustaría.

Él le tomó la mano sonriendo triunfalmente.

–No veo la necesidad de un compromiso largo así que, ¿qué te parece si nos casamos en primavera?

Un momento más tarde llegaron adonde se iba a celebrar la subasta.

Delante de la verja había un policía de uniforme y, después de comprobar la invitación de Richard, los hizo pasar.

El conductor se dirigió al aparcamiento, ya lleno de coches.

–No es necesario que nos espere, Smithers –le dijo Richard–. Volveremos en taxi.

Una vez en el interior de la lujosa mansión, dejaron sus abrigos en el guardarropa y, un momento más tarde, fueron atendidos por el anfitrión, un noble arruinado, según supo ella más tarde.

Se reunieron con los demás invitados en el salón y Richard la presentó a algunos conocidos.

Durante el excelente bufé, donde el champán corrió libremente, Richard pareció estar tan tranquilo y relajado como siempre, pero ella lo notó excitado bajo esa superficie de calma.

Cuando se hizo la hora, todos se dirigieron a la sala donde se iba a celebrar la subasta. En la entrada les dieron un catálogo antes de mostrarles sus asientos.

Un hombre delgado, y con el cabello rubio y escaso, tomó su lugar en la mesa, golpeó con el martillo y empezó la subasta.

Al principio Richard no mostró el menor interés por las joyas que aparecieron.

Luego el subastador se aclaró la garganta y anunció:

–El lote final es un diamante de primeras aguas conocido como el Van Hamel…

Luego continuó explicando sus orígenes antes de añadir:

–¿Les parece bien que iniciemos la subasta con una puja inicial de doscientas cincuenta mil libras?

Las pujas empezaron cuidadosamente, mientras los interesados trataban de medir a la oposición. Richard observaba y esperaba, muy quieto.

Sólo cuando el precio hubo alcanzado las trescientas cincuenta mil libras, se unió a las pujas.

Dos de los otros dos interesados se rindieron enseguida, dejando a Richard enfrentado a una dama de aspecto agradable y de mediana edad a quien él ya había identificado anteriormente como una intermediaria.

Un rubí le brillaba en la mano cada vez que la levantaba. El precio subió otras cincuenta mil libras antes de que la mujer se rindiera.

–Cuatrocientas mil libras –repitió el subastador por tercera vez y levantó el martillo.

Richard murmuró satisfecho y sonrió a Elizabeth, que le devolvió la sonrisa.

Pero entonces el subastador detuvo la mirada con que estaba recorriendo la parte de atrás de la sala y dijo:

–Cuatrocientas cincuenta mil libras.

Un murmullo de excitación se elevó entre los presentes.

Hasta ese momento, los interesados habían pujado de cinco o diez mil libras cada vez. El recién llegado había pujado de golpe por cincuenta mil libras más.

Ella se percató que era una táctica y que pretendía dar con ello el golpe de gracia a la subasta.

Richard pareció anonadado por un momento, luego le brillaron los ojos por el fuego de la batalla y superó esa cifra con la misma cantidad.

Impasible, el subastador repitió la última cifra y miró al otro competidor, que respondió de igual manera.

Elizabeth se mordió el labio. Había esperado que esa primera puja hubiera sido el primer y último cartucho de ese hombre. Pero estaba claro que no era así.

Richard subió la puja otras cincuenta mil libras y le preguntó en voz baja:

–¿Puedes ver a quién está pujando contra mí?

Ella se volvió para mirar con cuidado y vio a un hombre vestido impecablemente apoyado indolentemente contra la pared más alejada. No la estaba mirando, pero su gesto arrogante y relajado le resultaba muy familiar.

Demasiado.

Se le cortó la respiración y el corazón pareció detenérsele.

¡No podía ser Quinn! ¡No podía!

Entonces él se movió levemente y lo pudo ver con toda claridad.

¡Lo era! Se sintió mareada, como si se hubiera quedado sin sangre en el cuerpo.

Mientras seguía mirándolo como hipnotizada, él volvió a elevar la puja con un leve movimiento de su dedo índice.

Hasta entonces no se le había ocurrido la posibilidad de que Richard pudiera perder. Pero se daba cuenta de que aquella era una batalla de gigantes.

Pensó aterrorizada que, si lo seguía mirando, Quinn se daría cuenta y apartó entonces la mirada.

Richard la miró interrogativamente.

Con la boca seca, ella agitó la cabeza.

Richard elevó entonces la puja en otras cincuenta mil libras, con lo que el precio llegó a las setecientas mil libras.

Se produjo una leve pausa y Elizabeth sintió un destello de esperanza.

–Ochocientas mil libras.

Una subida de cien mil libras.

Todo el mundo contuvo la respiración.

Richard apretó la mandíbula y con un movimiento seco indicó que ya no pujaría más.

Elizabeth, muy agitada, sintió lástima por él. Supuso que, aunque podía haber ofrecido más por el diamante, pensaría que era una locura seguir pujando.

En el momento en que la subasta terminó, Richard se levantó y, tomándola del brazo, la ayudó a levantarse. A pesar de que él ocultaba su decepción era evidente que estaba ansioso por salir de allí.

Y ella también.

Quinn no debía verla. No debía.

Empezaron a dirigirse a la salida más cercana lo más rápidamente posible.

Ya habían llegado a la puerta cuando uno de los conocidos de Richard los detuvo.

–Mala suerte –dijo el hombre–. ¿Pero qué se puede hacer ante semejante oposición?

–¿Viste quién era?

–Sí, Quinn Durville, un banquero multimillonario de los Estados Unidos. Había oído el rumor de que había venido ex profeso por esto, así que debía estar decidido a conseguirlo.

–Debería haberlo sabido –dijo Richard cuando el hombre se hubo marchado–. Ya he pujado antes contra Durville…

Elizabeth se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago. No se le había ocurrido que ellos dos se conocieran. Era tan poco probable…

Richard continuó hablando.

–Cuando quiere algo, el muy cerdo no da cuartel y no permite que nada se interponga en su camino.

Eso era verdad. Seis semanas después de que ella lo dejara, un hombre, evidentemente, un investigador privado, la había estado siguiendo y ella se había visto obligada a huir, a cambiarse de nombre y a cambiar de casa.

Se estremeció ante ese recuerdo.

Richard se dio cuenta y le dijo tan fríamente como siempre:

–Tú no lo conocerás, ¿verdad?

De alguna manera, ella encontró su voz y respondió:

–No.

–¿Te pasa algo? Te has puesto muy pálida.

–De verdad que estoy bien. Supongo que sólo es la reacción.

Se estaba sirviendo entonces un café en el salón.

–¿Quieres que nos sentemos y tomemos uno?

–¡No! No, gracias.

El alivio de él fue evidente.

–En ese caso, voy por tu abrigo.

A pesar de que volvió muy pronto, a Elizabeth le pareció que tardaba toda una eternidad.

Estaban ya cerca de la puerta cuando un hombre muy alto, fuerte y moreno, apareció desde detrás de una columna.

Como si se hubiera puesto allí para interceptarlos, se dirigió decididamente a bloquearles el camino.

El corazón se le encogió a Elizabeth. Se veía enfrentada con ese hombre, al que había esperado no volver a ver en su vida. Trató de permanecer tranquila, de convencerse a sí misma de que, pasara lo que pasase, él ya no le podía hacer daño.

Pero no lo consiguió y sintió ganas de vomitar por el miedo y el dolor recordados.

El recién llegado apenas la miró y le ofreció la mano a Richard.

–Ah, Beaumont… ha sido una buena pelea –dijo sonando casi soberbio.

Escondiendo la ira, Richard aceptó la mano y respondió:

–Espero que esto nos haga estar en paz.

–No lo creo.

Se produjo una breve pausa y, como él no hizo el menor movimiento para apartarse, Richard se vio obligado por la buena educación a presentarlos.

–Elizabeth, te presento al señor Quinn Durville…

El orgullo la hizo mantener la cabeza alta mientras esperaba que Quinn dijera que ya se conocían muy bien.

Se dio cuenta de que eso no le gustaría nada a Richard.

La cosa no habría sido tan mala si ella hubiera confesado que conocía ya a Quinn cuando se lo preguntó, pero al negarlo, lo había empeorado todo.

–Durville, ésta es mi novia, la señorita Cavendish.

Quinn tomó su mano y dijo:

–Encantado de conocerla, señorita Cavendish.

Su mirada era fría e impersonal y, para sorpresa de ella, el saludo sólo contenía una cortesía convencional.

Respiró profundamente, sin querer creerse que él no la hubiera reconocido.

Por supuesto, él no habría reconocido el apellido Cavendish y, a pesar de que se llamaba Josian Elizabeth, desde pequeña siempre la habían llamado Jo.

Eso añadido a lo que ella había cambiado en el tiempo que llevaban separados, a que había engordado y que ya no parecía una chica desaliñada e inocente, sino una verdadera señorita, elegante y sofisticada.

Pero aun así, todos los nervios de su cuerpo se alteraron con su contacto.

Él siempre había poseído una potente atracción física a la que ella no se había podido resistir.

Llena de pánico, se recordó a sí misma que ya era una mujer madura y que ya no estaba sola. Tenía a Richard. Si fuera necesario, él sería una roca a la que se podría agarrar.

¿Pero sería eso necesario? A juzgar por la actitud de Quinn, él la había olvidado por completo, así que, gracias a Dios, estaba salvo.

¿Lo estaba de verdad? ¿Podría estar jugando él a algo retorcido y oscuro?

Bueno, si así era, a ella no le quedaba más remedio que seguir con el juego y logró decirle:

–¿Cómo está usted?

Luego retiró la mano.

–¿Lleva mucho tiempo comprometida, señorita Cavendish?

La pregunta la sorprendió y, cuando se limitó a mirarlo estúpidamente, Quinn añadió:

–Es que me he percatado de que no lleva anillo.

Luego se dirigió a un muy serio Richard y añadió:

–Eso hace que me pregunte si no sería esa una razón especial para que quisiera el diamante.

Ignorando la pregunta, Richard dijo:

–¿Nos disculpa? Si no nos apresuramos, nos va a costar encontrar un taxi.

Quinn no se movió.

–¿Hacia dónde se dirigen? –les preguntó.

–A Park Lane.

Estaba claro que a Richard le estaba costando mantener la buena educación.

–Sucede que yo voy en la misma dirección…

Ella se quedó helada al darse cuenta de lo que diría a continuación.

–Tengo coche, así que los puedo llevar…

La tensión hizo que ella contuviera la respiración y miró a Richard.

Antes de que él pudiera decir nada, Quinn añadió:

–Si sigue interesado en poseer el diamante, tal vez podamos hablar por el camino.

Elizabeth notó tensarse a Richard. Él deseaba mucho ese diamante. ¿Sería eso motivo para que dejara el orgullo a un lado y quisiera negociar?

¿Pero por qué iba a querer hacerlo Quinn?

Si era cierto que había ido ex profeso para conseguir esa joya, ¿por qué iba a querer negociar por ella con un rival?

Había algo extraño en esa oferta, algo que a ella se le escapaba, pero que sonaba a trampa tendida.

Deseó con toda su alma que Richard rehusara la oferta, pero, al cabo de unos segundos eternos, él accedió.

–Muy bien.

Quinn los acompañó entonces hasta su Mercedes gris plateado. Antes de que ella pudiera decir nada, se vio sentada en el asiento del pasajero, mientras que Richard, de mala gana, se vio obligado a sentarse solo atrás.

Un momento más tarde, Quinn se sentó tras el volante y preguntó:

–¿Está cómoda, señorita Cavendish?

–Sí, muchas gracias –mintió ella.

Ya de camino, Quinn le preguntó a ella:

–¿Cómo se gana la vida, señorita Cavendish? ¿O tal vez no necesita trabajar?

–Soy la secretaria de la señora Beaumont.

–¿De verdad? Bueno, si el trabajo es bueno…

Richard intervino entonces bruscamente.

–Usted dijo que estaba dispuesto a hablar del diamante.

–Ah, sí, el diamante… Para una piedra de su tamaño ha despertado mucho interés.

–Tengo entendido que ha venido expresamente a comprarlo.

–¿Sí? Pues casi me perdí la subasta. Debido a un problema técnico de último minuto, se retrasó el aterrizaje. Sólo tuve tiempo de llegar al hotel, cambiarme, alquilar el coche y salir corriendo.

–Me sorprende que no haya pujado por teléfono.

Quinn sonrió levemente.

–Eso de pujar por teléfono es un poco ordinario, ¿no le parece? Me gusta más estar presente. Sobre todo cuando hay acción.

–He de admitir que me esperaba más excitación en los primeros lotes.

Elizabeth sabía que Quinn no era un hombre dado a las charlas banales, así que se preguntó qué estaba tramando.

Tardó un poco en darse cuenta de que estaba utilizando tácticas dilatorias para no hablar del diamante.

¿Pero por qué?

Cuando llegaron delante del hotel, él salió del coche para abrirle la puerta y Richard salió también.

–¿Qué le parece si establecemos una cita para hablar del diamante? ¿Cuándo le parece bien? –dijo.

–No hay momento mejor que el presente.

Elizabeth estuvo segura entonces de que Richard hubiera preferido cualquier otro momento, cuando hubiera recuperado la tranquilidad y frialdad habituales en él.

Pero para su sorpresa, accedió.

–Entonces, ¿tomamos algo en el bar?

–Sería preferible en su suite. Tendremos más intimidad.

Elizabeth pensó entonces que, por alguna razón, Quinn quería ver el apartamento de Richard y, convencida de que lo iba a manipular, rogó para que mandara a paseo a Quinn.

Pero antes de que pudiera decir nada, el portero los saludó y abrió las puertas de cristal.

Mientras se dirigían a los ascensores Elizabeth, que medía un metro setenta y cinco, se sentía agobiada entre dos hombres de casi dos metros.

Cuando salieron del ascensor, tuvo mucho cuidado de colocar a Richard entre ella y Quinn.

Una vez en el salón del apartamento y de quitarse los abrigos, Richard se acercó al bar.

–¿Qué quieres beber, querida? –le preguntó a ella.

–Preferiría tomarme un café más tarde, gracias.

Richard le indicó a su huésped no deseado que se sentara y le preguntó también:

–¿Durville?

–Voy a conducir, así que un café.

Richard, que parecía necesitar un buen trago, se sirvió un whisky solo y le dio un trago antes de dirigirse a la cocina a preparar el café.

Entonces Quinn dijo:

–¿Les importa si echo un vistazo? En su momento tuve una suite como esta en el Edificio Brenton, pero la dejé.

Recordando entonces su breve estancia allí, Elizabeth se estremeció. Lo que debería haber sido la noche más feliz de su vida se volvió una pesadilla.

–Ahora estoy pensando en alquilar una aquí, para cuando vengo a Londres –continuó Quinn.

Luego se puso a estudiar cuidadosamente la decoración y mobiliario, pasando del salón al pequeño estudio, el dormitorio y cuarto de baño.

Elizabeth lo vio hacer muy tensa. ¿Por qué habría vuelto él a su vida justo cuando estaba a punto de comprometerse de nuevo?

No le había sido posible olvidarse de él, pero casi había logrado dejar atrás su pasado, convenciéndose a sí misma de que él ya no importaba.

Pero el pasado había surgido de nuevo de repente y, aunque seguía temiéndolo y no deseaba su presencia, sólo verlo le cortaba la respiración y la dejaba llena de un ansia agridulce, la misma que él siempre había despertado en ella.

Quinn la miró entonces.

Aterrorizada por lo que él pudiera ver en sus ojos, apartó la mirada.

Entonces él se acercó y se sentó delante de ella.

–Ya veo que no vive usted aquí, señorita Cavendish.

–¿Qué le hace pensar eso?

–No hay señales de ocupación femenina y, si hubiera vivido usted aquí, estoy seguro de que habría sido usted la que hubiera ido a hacer el café.

–Ya veo que es usted un machista –dijo ella dulcemente.

–En absoluto.

–Pero usted cree que el lugar de una mujer es la cocina, ¿no?

Él sonrió.

–Se me ocurre un sitio mejor para una mujer.

Ella se ruborizó y apartó la mirada.

Para desviar su atención, dijo vagamente:

–En la actualidad, vivo en un pequeño chalé.

–¿En el West End?

–En Hawks Lane –dijo ella esperando que él no tuviera ni idea de dónde estaba eso–. Y ahora, si me disculpa, veré si Richard necesita ayuda.