Capítulo I
Una frondosa magnolia, podada por
el jardinero de la casa con manos demasiado académicas, cubría
aquel domingo por la mañana con su sombra a los familiares de la
casa de Lucía Jerez. Las grandes flores blancas de la magnolia,
plenamente abiertas en sus ramas de hojas delgadas y puntiagudas,
no parecían, bajo aquel cielo claro y en el patio de aquella casa
amable, las flores del árbol, sino las del día, ¡esas flores
inmensas e inmaculadas, que se imaginan cuando se ama mucho! El
alma humana tiene una gran necesidad de blancura. Desde que lo
blanco se oscurece, la desdicha empieza. La práctica y conciencia
de todas las virtudes, la posesión de las mejores cualidades, la
arrogancia de los más nobles sacrificios, no bastan a consolar el
alma de un solo extravío.
Eran hermosas de ver, en aquel domingo, en el cielo fulgente, la
luz azul, y por entre los corredores de columnas de mármol, la
magnolia elegante, entre las ramas verdes, las grandes flores
blancas y en sus mecedoras de mimbre, adornadas con lazos de cinta,
aquellas tres amigas, en sus vestidos de mayo: Adela, delgada y
locuaz, con un ramo de rosas Jacqueminot al lado izquierdo de su
traje de seda crema; Ana, ya próxima a morir, prendida sobre el
corazón enfermo, en su vestido de muselina blanca, una flor azul
sujeta con unas hebras de trigo; y Lucía, robusta y profunda, que
no llevaba flores en su vestido de seda carmesí, «porque no se
conocía aun en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la flor
negra!».
Las amigas cambiaban vivazmente sus impresiones de domingo. Venían
de misa; de sonreír en el atrio de la catedral a sus parientes y
conocidos; de pasear por las calles limpias, esmaltadas de sol,
como flores desatadas sobre una bandeja de plata con dibujos de
oro. Sus amigas, desde las ventanas de sus casas grandes y
antiguas, las habían saludado al pasar. No había mancebo elegante
en la ciudad que no estuviese aquel mediodía por las esquinas de la
calle de la Victoria. La ciudad, en esas mañanas de domingo, parece
una desposada. En las puertas, abiertas de par en par, como si en
ese día no se temiesen enemigos, esperan a los dueños los criados,
vestidos de limpio. Las familias, que apenas se han visto en la
semana, se reúnen a la salida de la iglesia para ir a saludar a la
madre ciega, a la hermana enferma, al padre achacoso. Los viejos
ese día se remozan. Los veteranos andan con la cabeza más erguida,
muy luciente el chaleco blanco, muy bruñido el puño del bastón. Los
empleados parecen magistrados. A los artesanos, con su mejor
chaqueta de terciopelo, sus pantalones de dril muy planchado y su
sombrerín de castor fino, da gozo verlos. Los indios, en verdad,
descalzos y mugrientos, en medio de tanta limpieza y luz, parecen
llagas. Pero la procesión lujosa de madres fragantes y niñas
galanas continúa, sembrando sonrisas por las aceras de la calle
animada; y los pobres indios, que la cruzan a veces, parecen
gusanos prendidos a trechos en una guirnalda. En vez de las
carretas de comercio o de las arrias de mercaderías, llenan las
calles, tirados por caballos altivos, carruajes lucientes. Los
carruajes mismos, parece que van contentos, y como de victoria. Los
pobres mismos, parecen ricos. Hay una quietud magna y una alegría
casta. En las casas todo es algazara. Los nietos ¡qué ir a la
puerta, y aturdir al portero, impacientes por lo que la abuela
tarda! Los maridos ¡qué celos de la misa, que se les lleva, con sus
mujeres queridas, la luz de la mañana! La abuela, ¡cómo viene
cargada de chucherías para los nietos, de los juguetes que fue
reuniendo en la semana para traerlos a la gente menor hoy domingo,
de los mazapanes recién hechos que acaba de comprar en la dulcería
francesa, de los caprichos de comer que su hija prefería cuando
soltera, qué carruaje el de la abuela, que nunca se vacía! Y en la
casa de Lucía Jerez no se sabía si había más flores en la magnolia,
o en las almas.
Sobre un costurero abierto, donde Ana al ver entrar a sus amigas
puso sus enseres de coser y los ajuares de niño que regalaba a la
Casa de Expósitos, habían dejado caer Adela y Lucía sus sombreros
de paja, con cintas semejantes a sus trajes, revueltas como
cervatillos que retozan. ¡Dice mucho, y cosas muy traviesas, un
sombrero que ha estado una hora en la cabeza de una señorita! Se le
puede interrogar, seguro de que responde: ¡de algún elegante
caballero, y de más de uno, se sabe que ha robado a hurtadillas una
flor de un sombrero, o ha besado sus cintas largamente, con un beso
entrañable y religioso! El sombrero de Adela era ligero y un tanto
extravagante, como de niña que es capaz de enamorarse de un tenor
de ópera: el de Lucía era un sombrero arrogante y amenazador; se
salían por el borde del costurero las cintas carmesíes, enroscadas
sobre el sombrero de Adela como una boa sobre una tórtola: del
fondo de seda negro, por los reflejos de un rayo de sol que
filtraba oscilando por una rama de la magnolia, parecían salir
llamas.
Estaban las tres amigas en aquella pura edad en que los caracteres
todavía no se definen: ¡ay, en esos mercados es donde suelen los
jóvenes generosos, que van en busca de pájaros azules, atar su vida
a lindos vasos de carne que a poco tiempo, a los primeros calores
fuertes de la vida, enseñan la zorra astuta, la culebra venenosa,
el gato frío e impasible que les mora en el alma!
La mecedora de Ana no se movía, tal como apenas en sus labios
pálidos la afable sonrisa: se buscaban con los ojos las violetas en
su falda, como si siempre debiera estar llena de ellas. Adela no
sin esfuerzo se mantenía en su mecedora, que unas veces estaba
cerca de Ana, otras de Lucía, y vacía las más. La mecedora de
Lucía, más echada hacia adelante que hacia atrás, cambiaba de
súbito de posición, como obediente a un gesto enérgico y contenido
de su dueña.
—Juan no viene: ¡te digo que Juan no viene!
—¿Por qué, Lucía, si sabes que si no viene te da pena?
—¿Y no te pareció Pedro Real muy arrogante? Mira, mi Ana, dame el
secreto que tú tienes para que te quiera todo el mundo: porque ese
caballero, es necesario que me quiera.
En un reloj de bronce labrado, embutido en un ancho plato de
porcelana de ramos azules, dieron las dos.
—Lo ves, Ana, lo ves; ya Juan no viene—y se levantó Lucía; fue a
uno de los jarrones de mármol colocados entre cada dos columnas, de
las que de un lado y otro adornaban el sombreado patio; arrancó sin
piedad de su tallo lustroso una camelia blanca, y volvió silenciosa
a su mecedora, royéndole las hojas con los dientes.
—Juan viene siempre, Lucía.
Asomó en este momento por la verja dorada que dividía el zaguán de
la antesala que se abría al patio, un hombre joven, vestido de
negro, de quien se despedían con respeto y ternura uno de mayor
edad, de ojos benignos y poblada barba, y un caballero entrado en
largos años, triste, como quien ha vivido mucho, que retenía con
visible placer la mano del joven entre las suyas:
—Juan, ¿por qué nació usted en esta tierra?
—Para honrarla si puedo, don Miguel, tanto como usted la ha
honrado.
Fue la emoción visible en el rostro del viejo; y aun no había
desaparecido del zaguán, de brazo del de la buena barba, cuando
Lucía, demudado el rostro y temblándole en las pestañas las
lágrimas, estaba en pie, erguida con singular firmeza, junto a la
verja dorada, y decía, clavando en Juan sus dos ojos imperiosos y
negros:
—Juan, ¿por qué no habías venido?
Adela estaba prendiendo en aquel momento en sus cabellos rubios un
jazmín del Cabo.
Ana cosía un lazo azul a una gorrita de recién nacido, para la Casa
de Expósitos.
—Fui a rogar—respondió Juan sonriendo dulcemente—, que no
apremiasen por la renta de este mes a la señora del Valle.
—¿A la madre de Sol? ¿de Sol del Valle?
Y pensando en la niña de la pobre viuda, que no había salido aun
del colegio, donde la tenía por merced la Directora, se entró
Lucía, sin volver ni bajar la cabeza, por las habitaciones
interiores, en tanto que Juan, que amaba a quien lo amaba, la
seguía con los ojos tristemente.
Juan Jerez era noble criatura. Rico por sus padres, vivía sin el
encogimiento egoísta que desluce tanto a un hombre joven, mas sin
aquella angustiosa abundancia, siempre menor que los gastos y
apetitos de sus dueños, con que los ricuelos de poco sentido
malgastan en empleos estúpidos, a que llaman placeres, la hacienda
de sus mayores. De sí propio, y con asiduo trabajo, se había ido
creando una numerosa clientela de abogado, en cuya engañosa
profesión, entre nosotros perniciosamente esparcida, le hicieron
entrar, más que su voluntad, dada a más activas y generosas
labores, los deseos de su padre, que en la defensa de casos limpios
de comercio había acrecentado el haber que aportó al matrimonio su
esposa. Y así Juan Jerez, a quien la Naturaleza había puesto
aquella coraza de luz con que reviste a los amigos de los hombres,
vino, por esas preocupaciones legendarias que desfloran y tuercen
la vida de las generaciones nuevas en nuestros países, a pasar,
entre lances de curia que a veces le hacían sentir ansias y
vuelcos, los años más hermosos de una juventud sazonada e
impaciente, que veía en las desigualdades de la fortuna, en la
miseria de los infelices, en los esfuerzos estériles de una minoría
viciada por crear pueblos sanos y fecundos, de soledades tan ricas
como desiertas, de poblaciones cuantiosas de indios míseros, objeto
más digno que las controversias forenses del esfuerzo y calor de un
corazón noble y viril.
Llevaba Juan Jerez en el rostro pálido, la nostalgia de la acción,
la luminosa enfermedad de las almas grandes, reducida por los
deberes corrientes o las imposiciones del azar a oficios pequeños;
y en los ojos llevaba como una desolación, que solo cuando hacía un
gran bien, o trabajaba en pro de un gran objeto, se le trocaba,
como un rayo de sol que entra en una tumba, en centelleante júbilo.
No se le dijera entonces un abogado de estos tiempos, sino uno de
aquellos trovadores que sabían tallarse, hartos ya de sus propias
canciones, en el mango de su guzla la empuñadura de una espada. El
fervor de los cruzados encendía en aquellos breves instantes de
heroica dicha su alma buena; y su deleite, que le inundaba de una
luz parecida a la de los astros, era solo comparable a la vasta
amargura con que reconocía, a poco que en el mundo no encuentran
auxilio, sino cuando convienen a algún interés que las vicia, las
obras de pureza. Era de la raza selecta de los que no trabajan para
el éxito, sino contra él. Nunca, en esos pequeños pueblos nuestros
donde los hombres se encorvan tanto, ni a cambio de provechos ni de
vanaglorias cedió Juan un ápice de lo que creía sagrado en él, que
era su juicio de hombre y su deber de no ponerlo con ligereza o por
paga al servicio de ideas o personas injustas; sino que veía Juan
su inteligencia como una investidura sacerdotal, que se ha de tener
siempre de manera que no noten en ella la más pequeña mácula los
feligreses; y se sentía Juan, allá en sus determinaciones de noble
mozo, como un sacerdote de todos los hombres, que uno a uno tenía
que ir dándoles perpetua cuenta, como si fuesen sus dueños, del
buen uso de su investidura.
Y cuando veía que, como entre nosotros sucede con frecuencia, un
hombre joven, de palabra llameante y talento privilegiado,
alquilaba por la paga o por el puesto aquella insignia divina que
Juan creía ver en toda superior inteligencia, volvía los ojos sobre
sí como llamas que le quemaban, tal como si viera que el ministro
de un culto, por pagarse la bebida o el juego, vendiese las
imágenes de sus dioses. Estos soldados mercenarios de la
inteligencia lo tachaban por eso de hipócrita, lo que aumentaba la
palidez de Juan Jerez, sin arrancar de sus labios una queja. Y
otros decían, con más razón aparente—aunque no en el caso de él—,
que aquella entereza de carácter no era grandemente meritoria en
quien, rico desde la cuna, no había tenido que bregar por abrirse
camino, como tantos de nuestros jóvenes pobres, en pueblos donde
por viejas tradiciones coloniales se da a los hombres una educación
literaria, y aun esta descosida e incompleta, que no halla luego
natural empleo en nuestros países despoblados y rudimentarios,
exuberantes, sin embargo, en fuerzas vivas, hoy desaprovechadas o
trabajadas apenas, cuando para hacer prósperas a nuestras tierras y
dignos a nuestros hombres no habría más que educarlos de manera que
pudiesen sacar provecho del suelo providísimo en que nacen. A
manejar la lengua hablada y escrita les enseñan, como único modo de
vivir, en pueblos en que las artes delicadas que nacen del cultivo
del idioma no tienen el número suficiente, no ya de consumidores,
de apreciadores siquiera, que recompensen, con el precio justo de
estos trabajos exquisitos, la labor intelectual de nuestros
espíritus privilegiados. De modo que, como con el cultivo de la
inteligencia vienen los gustos costosos, tan naturales en los
hispanoamericanos como el color sonrosado en las mejillas de una
niña quinceña; como en las tierras calientes y floridas, se
despierta temprano el amor, que quiere casa, y lo mejor que haya en
la ebanistería para amueblarla, y la seda más joyante y la pedrería
más rica para que a todos maraville y encele su dueña; como la
ciudad, infecunda en nuestros países nuevos, retiene en sus redes
suntuosas a los que fuera de ella no saben ganar el pan, ni en ella
tienen cómo ganarlo, a pesar de sus talentos, bien así como un
pasmoso cincelador de espadas de taza, que sabría poblar éstas de
castellanas de larga amazona desmayadas en brazos de guerreros
fuertes, y otras sutiles lindezas en plata y en oro, no halla
empleo en un villorrio de gente labriega, que vive en paz, o al
puñal o a los puños remite el término de sus contiendas; como con
nuestras cabezas hispanoamericanas, cargadas de ideas de Europa y
Norteamérica, somos en nuestros propios países a manera de frutos
sin mercado, cual las excrecencias de la tierra, que le pesan y
estorban, y no como su natural florecimiento, sucede que los
poseedores de la inteligencia, estéril entre nosotros por su mala
dirección, y necesitados para subsistir de hacerla fecunda, la
dedican con exceso exclusivo a los combates políticos, cuando más
nobles, produciendo así un desequilibrio entre el país escaso y su
política sobrada, o, apremiados por las urgencias de la vida,
sirven al gobernante fuerte que les paga y corrompe, o trabajan por
volcarle cuando, molestado aquel por nuevos menesterosos, les
retira la paga abundante de sus funestos servicios. De estas
pesadumbres públicas venían hablando el de la barba larga, el
anciano de rostro triste, y Juan Jerez, cuando este, ligado desde
niño por amores a su prima Lucía, se entró por el zaguán de
baldosas de mármol pulido espaciosas y blancas como sus
pensamientos.
La bondad es la flor de la fuerza. Aquel Juan brioso, que andaba
siempre escondido en las ocasiones de fama y alarde, pero visible
apenas se sabía de una prerrogativa de la patria desconocida o del
decoro y albedrío de algún hombre hollados; aquel batallador
temible y áspero, a quien jamás se atrevieron a llegar,
avergonzadas de antemano, las ofertas y seducciones corruptoras a
que otros vociferantes de temple venal habían prestado oídos; aquel
que llevaba siempre en el rostro pálido y enjuto como el resplandor
de una luz alta y desconocida, y en los ojos el centelleo de la
hoja de una espada; aquel que no veía desdicha sin que creyese
deber suyo remediarla, y se miraba como un delincuente cada vez que
no podía poner remedio a una desdicha; aquel amantísimo corazón,
que sobre todo desamparo vaciaba su piedad inagotable, y sobre toda
humildad, energía o hermosura prodigaba apasionadamente su amor,
había cedido, en su vida de libros y abstracciones, a la dulce
necesidad, tantas veces funesta, de apretar sobre su corazón una
manecita blanca. La de esta o la de aquella le importaban poco; y
él, en la mujer, veía más el símbolo de las hermosuras ideadas que
un ser real.
Lo que en el mundo corre con nombre de buenas fortunas, y no son,
por lo común, de una parte o de otra, más que odiosas vilezas,
habían salido, una que otra vez, al camino de aquel joven rico a
cuyo rostro venía, de los adentros del alma, la irresistible
belleza de un noble espíritu. Pero esas buenas fortunas, que en el
primer instante llenan el corazón de los efluvios trastornadores de
la primavera, y dan al hombre la autoridad confiada de quien posee
y conquista; esos amoríos de ocasión, miel en el borde, hiel en el
fondo, que se pagan con la moneda más valiosa y más cara, la de la
propia limpieza; esos amores irregulares y sobresaltados, elegante
disfraz de bajos apetitos, que se aceptan por desocupación o
vanidad, y roen luego la vida, como úlceras, solo lograron en el
ánimo de Juan Jerez despertar el asombro de que, so pretexto o
nombre de cariño, vivan hombres y mujeres, sin caer muertos de odio
a sí mismos, en medio de tan torpes liviandades. Y no cedía a
ellas, porque la repulsión que le inspiraba, cualesquiera que
fuesen sus gracias, una mujer que cerca de la mesa de trabajo de su
esposo o junto a la cuna de su hijo no temblaba de ofrecerlas, era
mayor que las penosas satisfacciones que la complicidad con una
amante liviana produce a un hombre honrado.
Era la de Juan Jerez una de aquellas almas infelices que solo
pueden hacer lo grande y amar lo puro. Poeta genuino, que sacaba de
los espectáculos que veía en sí mismo, y de los dolores y sorpresas
de su espíritu, unos versos extraños, adoloridos y profundos, que
parecían dagas arrancadas de su propio pecho, padecía de esa
necesidad de la belleza que como un marchamo ardiente, señala a los
escogidos del canto. Aquella razón serena, que los problemas
sociales o las pasiones comunes no oscurecían nunca, se le ofuscaba
hasta hacerle llegar a la prodigalidad de sí mismo, en virtud de un
inmoderado agradecimiento. Había en aquel carácter una extraña y
violenta necesidad del martirio, y si por la superioridad de su
alma le era difícil hallar compañeros que se la estimaran y
animasen, él, necesitado de darse, que en su bien propio para nada
se quería, y se veía a sí mismo como una propiedad de los demás que
guardaba él en depósito, se daba como un esclavo a cuantos parecían
amarle y entender su delicadeza o desear su bien.
Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando
esplende en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza
subyugadora necesitaba ser subyugada; que de un modo confuso e
impaciente, y sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza
verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba de los
caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches
de tempestad y de los troncos abatidos; Lucía, que, niña aun,
cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos
almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su
edad, y el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas
por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y de oro, y
el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar,
hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas
aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre
delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de
sus labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se
sentía, cual pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas
buenas que le escuchaban con amor; Lucía, en quien un deseo se
clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que
renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el
anzuelo se le retira queda la carne del pez; Lucía que, con su
encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los
florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa
en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento a que con
los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando
largamente; de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas
partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en
todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la
fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro
sobre la lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando veía
entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que
tuviesen alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas
azules, ribeteadas de negro, y cada vez que lo veía salir, le
tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y no
podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos; Lucía,
en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como
las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el
pecho; Lucía, que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y
era bella a los ojos de Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una
noche, una noche de su santo, en que antes de salir para el teatro
se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el
mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica
tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano. Toda la
habitación le pareció a Lucía llena de flores; del cristal del
espejo creyó ver salir llamas; cerró los ojos, como se cierran
siempre en todo instante de dicha suprema, tal como si la felicidad
tuviese también su pudor, y para que no cayese en tierra, los
mismos brazos de Juan tuvieron delicadamente que servir de apoyo a
aquel cuerpo envuelto en tules blancos, de que en aquella hora de
nacimiento parecía brotar luz. Pero Juan aquella noche se acostó
triste, y Lucía misma, que amaneció junto a la ventana en su
vestido de tules, abrigados los hombros en una aérea nube azul, se
sentía, aromada como un vaso de perfumes, pero seria y recelosa....
—Ana mía, Ana mía, aquí está Pedro Real. ¡Míralo qué arrogante!
—Arrodíllate, Adela: arrodíllate ahora mismo—le respondió
dulcemente Ana, volviendo a ella su hermosa cabeza de ondulantes
cabellos castaños—; mientras que Juan, que venía de hacer paces con
Lucía refugiada en la antesala, salía a la verja del zaguán a
recibir al amigo de la casa.
Adela se arrodilló, cruzados los brazos sobre las rodillas de Ana;
y Ana hizo como que le vendaba los labios con una cinta azul, y le
dijo al oído, como quien ciñe un escudo o ampara de un golpe, estas
palabras:
—Una niña honesta no deja conocer que le gusta un calavera, hasta
que no haya recibido de él tantas muestras de respeto, que nadie
pueda dudar que no la solicita para su juguete.
Adela se levantó riendo, y puestos los ojos, entre curiosos y
burlones, en el galán caballero, que del brazo de Juan venía hacia
ellas, los esperó de pie al lado de Ana, que con su serio
continente, nunca duro, parecía querer atenuar en favor de Adela
misma, su excesiva viveza. Pedro, aturdido y más amigo de las
mariposas que de las tórtolas, saludó a Adela primero.
Ana retuvo un instante en su mano delgada la de Pedro, y con
aquellos derechos de señora casada que da a las jóvenes la cercanía
de la muerte.
—Aquí—le dijo—, Pedro: aquí toda esta tarde a mi lado—¡Quién sabe
si, enfrente de aquella hermosa figura de hombre joven, no le
pesaba a la pobre Ana, a pesar de su alma de sacerdotisa, dejar la
vida! ¡Quién sabe si quería solo evitar que la movible Adela,
revoloteando en torno de aquella luz de belleza, se lastimase las
alas!
Porque aquella Ana era tal que, por donde ella iba, resplandecía. Y
aunque brillase el sol, como por encima de la gran magnolia estaba
brillando aquella tarde, alrededor de Ana se veía una claridad de
estrella. Corrían arroyos dulces por los corazones cuando estaba en
presencia de ella. Si cantaba, con una voz que se esparcía por los
adentros del alma, como la luz de la mañana por los campos verdes,
dejaba en el espíritu una grata intranquilidad, como de quien ha
entrevisto, puesto por un momento fuera del mundo, aquellas
musicales claridades que solo en las horas de hacer bien, o de
tratar a quien lo hace, distingue entre sus propias nieblas el
alma. Y cuando hablaba aquella dulce Ana, purificaba.
Pedro era bueno, y comenzó a alabarle, no el rostro, iluminado ya
por aquella luz de muerte que atrae a las almas superiores y aterra
a las almas vulgares, sino el ajuar de niño a que estaba poniendo
Ana las últimas cintas. Pero ya no era ella sola la que cosía, y
armaba lazos, y los probaba en diferentes lados del gorro de recién
nacido: Adela súbitamente se había convertido en una gran
trabajadora. Ya no saltaba de un lugar a otro, como cuando juntas
conversaban hacía un rato ella, Ana y Lucía, sino que había puesto
su silla muy junto a la de Ana. Y ella también, iba a estar sentada
al lado de Ana toda la tarde. En sus mejillas pálidas, había dos
puntos encendidos que ganaban en viveza a las cintas del gorro, y
realzaban la mirada impaciente de sus ojos brillantes y atrevidos.
Se le desprendía el cabello inquieto, como si quisiese, libre de
redes, soltarse en ondas libres por la espalda. En los movimientos
nerviosos de su cabeza, dos o tres hojas de la rosa encarnada que
llevaba prendida en el peinado, cayeron al suelo. Pedro las veía
caer. Adela, locuaz y voluble, ya andaba en la canastilla, ya
revolvía en la falda de Ana los adornos del gorro, ya cogía como
útil el que acababa de desechar con un mohín de impaciencia, ya
sacudía y erguía un momento la ligera cabeza, fina y rebelde, como
la de un potro indómito. Sobre las losas de mármol blanco se
destacaban, como gotas de sangre, las hojas de rosa.
Se hablaba de aquellas cosas banales de que conversan en estas
tertulias de domingo, la gente joven de nuestros países. El tenor,
¡oh el tenor! había estado admirable. Ella se moría por las voces
del tenor. Es un papel encantador el de Francisco I. Pero la señora
de Ramírez, ¡cómo había tenido el valor de ir vestida con los
colores del partido que fusiló a su esposo!, es verdad que se casa
con un coronel del partido contrario, que firmó como auditor en el
proceso del señor Ramírez. Es muy buen mozo el coronel, es muy buen
mozo. Pero la señora Ramírez ha gastado mucho, ya no es tan rica
como antes; tuvo a siete bordadoras empleadas un mes en bordarle de
oro el vestido de terciopelo negro que llevó a Rigoletto, era muy
pesado el vestido. ¡Oh! ¿Y Teresa Luz? lindísima, Teresa Luz:
bueno, la boca, sí, la boca no es perfecta, los labios son
demasiado finos; ¡ah, los ojos! bueno, los ojos son un poco fríos,
no calientan, no penetran: pero qué vaguedad tan dulce; hacen
pensar en las espumas de la mar. Y, ¡cómo persigue a María Vargas
ese caballerete que ha venido de París, con sus versos copiados de
François Coppee, y su política de alquiler, que vino, sirviendo a
la oposición y ya está poco menos que con el Gobierno! El padre de
María Vargas va a ser Ministro y él quiere ser diputado. Elegante
sí es. El peinado es ridículo, con la raya en mitad de la cabeza y
la frente escondida bajo las ondas. Ni a las mujeres está bien eso
de cubrirse la frente, donde está la luz del rostro. Que el cabello
la sombree un poco con sus ondas naturales; pero ¿a qué cubrir la
frente, espejo donde los amantes se asoman a ver su propia alma,
tabla de mármol blanco donde se firman las promesas puras, nido de
las manos lastimadas en los afanes de la vida? Cuando se padece
mucho, no se desea un beso en los labios sino en la frente. Y ese
mismo poetín lo dijo muy bien el otro día en sus versos «A una niña
muerta», era algo así como esto: las rosas del alma suben a las
mejillas; las estrellas del alma, a la frente. Hay algo de
tenebroso y de inquietante en esas frentes cubiertas. No, Adela,
no, a usted le está encantadora esa selva de ricitos: así pintaban
en los cuadros de antes a los cupidos revoloteando sobre la frente
de las diosas. No, Adela, no le hagas caso: esas frentes cubiertas,
me dan miedo. Es que ya se piensan unas cosas, que las mujeres se
cubren la frente de miedo de que se las vean. Oh, no, Ana: ¿qué han
de pensar ustedes más que jazmines y claveles? Pues que no, Pedro:
rompa usted las frentes, y verá dentro, en unos tiestitos que
parecen bocas abiertas, unas plantas secas, que dan unas florecitas
redondas y amarillas. Y Ana iba así ennobleciendo la conversación,
porque Dios le había dado el privilegio de las flores: el de
perfumar. Adela, silenciosa hacía un momento, alzó la cabeza y
mantuvo algún tiempo los ojos fijos delante de sí, viendo como el
perfil céltico de Pedro, con su hermosa barba negra, se destacaba,
a la luz sana de la tarde, sobre el zócalo de mármol que revestía
una de las anchas columnas del corredor de la casa. Bajó la cabeza,
y a este movimiento, se desprendió de ella la rosa encarnada, que
cayó deshaciéndose a los pies de Pedro.
Juan y Lucía aparecieron por el corredor, ella como arrepentida y
sumisa, él como siempre, sereno y bondadoso. Hermosa era la pareja,
tal como se venían lentamente acercando al grupo de sus amigas en
el patio. Altos los dos, Lucía, más de lo que sentaba a sus años y
sexo, Juan, de aquella elevada estatura, realzada por las
proporciones de las formas, que en sí misma lleva algo de espíritu,
y parece dispuesta por la naturaleza al heroísmo y al triunfo. Y
allá, en la penumbra del corredor, como un rayo de luz diese sobre
el rostro de Juan, y de su brazo, aunque un poco a su zaga, venía
Lucía, en la frente de él, vasta y blanca, parecía que se abría una
rosa de plata: y de la de Lucía se veían solo, en la sombra oscura
del rostro, sus dos ojos llameantes, como dos amenazas.
—Está Ana imprudente—dijo Juan con su voz de caricia—: ¿cómo no
tiene miedo a este aire del crepúsculo?
—¡Pero si es ya el mío natural, Juan querido! Vamos, Pedro: deme el
brazo.
—Pero pronto, Pedro, que esta es la hora en que los aromas suben de
las flores, y si no la haces presa, se nos escapa.
—¡Este Juan bueno! ¿No es verdad, Juan, que Lucía es una loca? Ya
Adela y Pedro me están al lado cuchicheando, de apetito. Vamos,
pues, que a esta hora la gente dichosa tiene deseo de tomar el
chocolate.
El chocolate fragante les esperaba, servido en una mesa de ónix, en
la linda antesala. Era aquel un capricho de domingo. Gustan siempre
los jóvenes de lo desordenado e imprevisto. En el comedor, con dos
caballeros de edad, discutía las cosas públicas el buen tío de
Lucía y Ana, caballero de gorro de seda y pantuflas bordadas. La
abuelita de la casa, la madre del señor tío, no salía ya de su
alcoba, donde recordaba y rezaba.
La antesala era linda y pequeña, como que se tiene que ser pequeño
para ser lindo. De unos tulipanes de cristal trenzado, suspendidos
en un ramo del techo por un tubo oculto entre hojas de tulipán
simuladas en bronce, caía sobre la mesa de ónix la claridad
anaranjada y suave de la lámpara de luz eléctrica incandescente. No
había más asientos que pequeñas mecedoras de Viena, de rejilla
menuda y madera negra. El pavimento de mosaico de colores tenues
que, como el de los atrios de Pompeya, tenía la inscripción «Salve»
en el umbral, estaba lleno de banquetas revueltas, como de
habitación en que se vive: porque las habitaciones se han de tener
lindas, no para enseñarlas, por vanidad, a las visitas, sino para
vivir en ellas. Mejora y alivia el contacto constante de lo bello.
Todo en la tierra, en estos tiempos negros, tiende a rebajar el
alma, todo, libros y cuadros, negocios y afectos, ¡aun en nuestros
países azules! Conviene tener siempre delante de los ojos,
alrededor, ornando las paredes, animando los rincones donde se
refugia la sombra, objetos bellos, que la coloreen y la disipen.
Linda era la antesala, pintado el techo con los bordes de
guirnaldas de flores silvestres, las paredes cubiertas, en sus
marcos de roble liso dorado, de cuadros de Madrazo y de Nittis, de
Fortuny y de Pasini, grabados en Goupil; de dos en dos estaban
colgados los cuadros, y entre cada dos grupos de ellos, un
estantillo de ébano, lleno de libros, no más ancho que los cuadros,
ni más alto ni bajo que el grupo. En la mitad del testero que daba
frente a la puerta del corredor, una esbelta columna de mármol
negro sustentaba un aéreo busto de la Mignon de Goethe, en mármol
blanco, a cuyos pies, en un gran vaso de porcelana de Tokio, de
ramazones azules, Ana ponía siempre mazos de jazmines y de lirios.
Una vez la traviesa Adela había colgado al cuello de Mignon una
guirnalda de claveles encarnados. En este testero no había libros,
ni cuadros que no fuesen grabados de episodios de la vida de la
triste niña, y distribuidos como un halo en la pared en derredor
del busto. Y en las esquinas de la habitación, en caballetes
negros, sin ornamentos dorados, ostentaban su rica encuadernación
cuatro grandes volúmenes: El Cuervo de Edgar Poe, el Cuervo
desgarrador y fatídico, con láminas de Gustavo Doré, que se llevan
la mente por los espacios vagos en alas de caballos sin freno: el
Rubaiyat el poema persa, el poema del vino moderado y las rosas
frescas, con los dibujos apodícticos del norteamericano Elihu
Vedder; un rico ejemplar manuscrito, empastado en seda lila, de Las
Noches, de Alfredo de Musset; y un Wilhelm Meister el libro de
Mignon, cuya pasta original, recargada de arabescos
insignificantes, había hecho reemplazar Juan, en París, por una de
tafilete negro mate embutido con piedras preciosas: topacios tan
claros como el alma de la niña, turquesas, azules como sus ojos; no
esmeraldas, porque no hubo en aquella vaporosa vida; ópalos, como
sus sueños; y un rubí grande y saliente, como su corazón hinchado y
roto. En aquel singular regalo a Lucía, gastó Juan sus ganancias de
un año. Por los bajos de la pared, y a manera de sillas, había, en
trípodes de ébano, pequeños vasos chinos, de colores suaves, con
mucho amarillo y escaso rojo. Las paredes, pintadas al óleo, con
guirnaldas de flores, eran blancas. Causaba aquella antesala, en
cuyo arreglo influyó Juan, una impresión de fe y de luz.
Y allí se sentaron los cinco jóvenes, a gustar en sus tazas de coco
el rico chocolate de la casa, que en hacerlo fragante era famosa.
No tenía mucho azúcar, ni era espeso. ¡Para gente mayor, el
chocolate espeso! Adela, caprichosa, pedía para sí la taza que
tuviese más espuma.
—Esta, Adela—le dijo Juan, poniendo ante ella, antes de sentarse,
una de las tazas de coco negro, en la que la espuma hervía
tornasolada.
—¡Malvado!—le dijo Adela, mientras que todos reían—; ¡me has dado
la de la ardilla!
Eran unas tazas, extrañas también, en que Juan, amigo de cosas,
patrias, había sabido hacer que el artífice combinara la novedad y
el arte. Las tazas eran de esos coquillos negros de óvalo perfecto,
que los indígenas realzan con caprichosas labores y leyendas,
sumisas éstas como su condición, y aquellas pomposas, atrevidas y
extrañas, muy llenas de alas y de serpientes, recuerdos tenaces de
un arte original y desconocido que la conquista hundió en la
tierra, a botes de lanza. Y estos coquillos negros estaban muy
pulidos por dentro, y en todo su exterior trabajados en relieve
sutil como encaje. Cada taza descansaba en una trípode de plata,
formada por un atributo de algún ave o fiera de América, y las dos
asas eran dos preciosas miniaturas, en plata también, del animal
simbolizado en la trípode. En tres colas de ardilla se asentaba la
taza de Adela, y a su chocolate se asomaban las dos ardillas, como
a un mar de nueces. Dos quetzales altivos, dos quetzales de cola de
tres plumas, larga la del centro como una flecha verde, se asían a
los bordes de la taza de Ana: ¡el quetzal noble, que cuando cae
cautivo o ve rota la pluma larga de su cola, muere! Las asas de la
taza de Lucía eran dos pumas elásticos y fieros, en la opuesta
colocación dedos enemigos que se acechan: descansaba sobre tres
garras de puma, el león americano. Dos águilas eran las asas de la
de Juan; y la de Pedro, la del buen mozo Pedro, dos monos
capuchinos.
Juan quería a Pedro, como los espíritus fuertes quieren a los
débiles, y como, a modo de nota de color o de grano de locura,
quiere, cual forma suavísima del pecado, la gente que no es ligera
a la que lo es.
Los hombres austeros tienen en la compañía momentánea de esos
pisaverdes alocados el mismo género de placer que las damas de
familia que asisten de tapadillo a un baile de máscaras. Hay cierto
espíritu de independencia en el pecado, que lo hace simpático
cuando no es excesivo. Pocas son por el mundo las criaturas que,
hallándose con las encías provistas de dientes, se deciden a no
morder, o reconocen que hay un placer más profundo que el de hincar
los dientes, y es no usarlos. Pues, ¿para qué es la dentadura, se
dicen los más; sobre todo cuando la tienen buena, sino para
lucirla, y triturar los manjares que se lleguen a la boca? Y Pedro
era de los que lucían la dentadura.
Incapaz, tal vez, de causar mal en conciencia, el daño estaba en
que él no sabía cuando causaba mal, o en que, siendo la
satisfacción de un deseo, él no veía en ella mal alguno, sino que
toda hermosura, por serlo, le parecía de él, y en su propia
belleza, la belleza funesta de un hombre perezoso y adocenado, veía
como un título natural, título de león, sobre los bienes de la
tierra, y el mayor de ellos, que son sus bellas criaturas. Pedro
tenía en los ojos aquel inquieto centelleo que subyuga y convida:
en actos y palabras, la insolente firmeza que da la costumbre de la
victoria, y en su misma arrogancia tal olvido de que la tenía, que
era la mayor perfección y el más temible encanto de ella.
Viajero afortunado; con el caudal ya corto de su madre, por tierras
de afuera, perdió en ellas, donde son pecadillos las que a nosotros
nos parecen con justicia infamias, aquel delicado concepto de la
mujer sin el que, por grandes esfuerzos que haga luego la mente, no
le es lícito gozar, puesto que no le es lícito creer en el amor de
la más limpia criatura. Todos aquellos placeres que no vienen
derechamente y en razón de los afectos legítimos, aunque sean
champaña de la vanidad, son acíbar de la memoria. Eso en los más
honrados, que en los que no lo son, de tanto andar entre frutas
estrujadas, llegan a enviciarse los ojos de manera que no tienen
más arte ni placer que los de estrujar frutas. Solo Ana, de cuantas
jóvenes había conocido a su vuelta de las malas tierras de afuera,
le había inspirado, aun antes de su enfermedad, un respeto que en
sus horas de reposo solía trocarse en un pensamiento persistente y
blando. Pero Ana se iba al cielo: Ana, que jamás hubiera puesto a
aquel turbulento mancebo de señor de su alma apacible, como un
palacio de nácar; pero que, por esa fatal perversión que atrae a
los espíritus desemejantes, no había visto sin un doloroso interés
y una turbación primaveral, aquella rica hermosura de hombre,
airosa y firme, puesta por la naturaleza como vestidura a un alma
escasa, tal como suelen algunos cantantes transportar a inefables
deliquios y etéreas esferas a sus oyentes, con la expresión en
notas querellosas y cristalinas, blancas como las palomas o agudas
como puñales, de pasiones que sus espíritus burdos son incapaces de
entender ni de sentir. ¿Quién no ha visto romper en actos y
palabras brutales contra su delicada mujer a un tenor que acababa
de cantar, con sobrehumano poder, el «Spirto Gentil» de la
Favorita? Tal la hermosura sobre las almas escasas.
Y Juan, por aquella seguridad de los caracteres incorruptibles, por
aquella benignidad de los espíritus superiores, por aquella afición
a lo pintoresco de las imaginaciones poéticas, y por lazos de niño,
que no se rompen sin gran dolor del corazón, Juan quería a Pedro.
Hablaban de las últimas modas, de que en París se rehabilita el
color verde, de que en París, decía Pedro, nada más se vive.
—Pues yo no—decía Ana—. Cuando Lucía sea ya señora formal, adonde
vamos los tres es a Italia y a España: ¿verdad, Juan?
—Verdad, Ana. Adonde la Naturaleza es bella y el arte ha sido
perfecto. A Granada, donde el hombre logró lo que no ha logrado en
pueblo alguno de la tierra: cincelar en las piedras sus sueños; a
Nápoles, donde el alma se siente contenta, como si hubiera llegado
a su término. ¿Tú no querrás, Lucía?
—Yo no quiero que tú veas nada, Juan. Yo te haré en ese cuarto la
Alhambra, y en este patio Nápoles; y tapiaré las puertas, ¡y así
viajaremos!
Rieron todos; pero Adela ya había echado camino de París, quién
sabe con qué compañero, los deseos alegres. Ella quería saberlo
todo, no de aquella tranquila vida interior y regalada, al calor de
la estufa, leyendo libros buenos, después de curiosear
discretamente por entre las novedades francesas, y estudiar con
empeño tanta riqueza artística como París encierra; sino la vida
teatral y nerviosa, la vida de museo que en París generalmente se
vive, siempre en pie, siempre cansado, siempre adolorido; la vida
de las heroínas de teatro, de las gentes que se enseñan, damas que
enloquecen, de los nababs que deslumbran con el pródigo empleo de
su fortuna.
Y mientras que Juan, generoso, dando suelta al espíritu impaciente,
sacaba ante los ojos de Lucía, para que se le fuese aquietando el
carácter, y se preparaba a acompañarle por el viaje de la
existencia, las interioridades luminosas de su alma peculiar y
excelsa, y decía cosas que, por la nobleza que enseñaban o la
felicidad que prometían, hacían asomar lágrimas de ternura y de
piedad a los ojos de Ana-Adela y Pedro, en plena Francia, iban y
venían, como del brazo, por bosques y bulevares. «La Judic ya no se
viste con Worth. La mano de la Judic es la más bonita de París. En
las carreras es donde se lucen los mejores vestidos. ¡Qué linda
estaría Adela, en el pescante de un coche de carreras, con un
vestido de tila muy suave, adornado con pasamanería de plata! ¡Ah,
y con un guía como Pedro, que conocía tan bien la ciudad, qué
pronto no se estaría al corriente de todo! ¡Allí no se vive con
estas trabas de aquí, donde todo es malo! La mujer es aquí una
esclava disfrazada: allí es donde es la reina. Eso es París ahora:
el reinado de la mujer. Acá, todo es pecado: si se sale, si se
entra, si se da el brazo a un amigo, si se lee un libro ameno.
¡Pero esa es una falta de respeto, eso es ir contra las obras de la
naturaleza! ¿Porque una flor nace en un vaso de Sevres, se la ha de
privar del aire y de la luz? ¿Porque la mujer nace más hermosa que
el hombre, se le ha de oprimir el pensamiento, y so pretexto de un
recato gazmoño, obligarla a que viva, escondiendo sus impresiones,
como un ladrón esconde su tesoro en una cueva? Es preciso, Adelita,
es preciso. Las mujeres más lindas de París son las sudamericanas.
¡Oh, no habría en París otra tan chispeante como ella!».
—Vea, Pedro—interrumpió a este punto Ana, con aquella sonrisa suya
que hacía más eficaces sus reproches—, déjeme quieta a Adela. Usted
sabe que yo pinto, ¿verdad?
—Pinta unos cuadritos que parecen música; todos llenos de una luz
que sube; con muchos ángeles y serafines. ¿Por qué no nos enseñas
el último, Ana mía? Es lindísimo, Pedro, y sumamente extraño.
—¡Adela, Adela!
—De veras que es muy extraño. Es como en una esquina de jardín y el
ciclo es claro, muy claro y muy lindo. Un joven... muy buen mozo...
vestido con un traje gris muy elegante, se mira las manos
asombrado. Acaba de romper un lirio, que ha caído a sus pies, y le
han quedado las manos manchadas de sangre.
—¿Qué le parece, Pedro, de mi cuadro?
—Un éxito seguro. Yo conocí en París a un pintor de México, un
Manuel Ocaranza, que hacía cosas como esas.
—Entre los caballeros que rompen o manchan lirios quisiera yo que
tuviese éxito mi cuadro. ¡Quién pintara de veras, y no hiciera esos
borrones míos! Pedro: borrón y todo, en cuanto me ponga mejor, voy
a hacer una copia para usted.
—¡Para mí! Juan, ¿por qué no es este el tiempo en que no era mal
visto que los caballeros besasen la mano a las damas?
—Para usted, pero a condición de que lo ponga en un lugar tan
visible que por todas partes le salte a los ojos. Y ¿por qué
estamos hablando ahora de mis obras maestras? ¡Ah! porque usted me
le hablaba a Adela mucho de París. ¡Otro cuadro voy a empezar en
cuanto me ponga buena! Sobre una colina voy a pintar un monstruo
sentado. Pondré la luna en cenit, para que caiga de lleno sobre el
lomo del monstruo, y me permita simular con líneas de luz en las
partes salientes los edificios de París más famosos. Y mientras la
luna le acaricia el lomo, y se ve por el contraste del perfil
luminoso toda la negrura de su cuerpo, el monstruo, con cabeza de
mujer, estará devorando rosas. Allá por un rincón se verán jóvenes
flacas y desmelenadas que huyen, con las túnicas rotas, levantando
las manos al cielo.
—Lucía—dijo Juan reprimiendo mal las lágrimas, al oído de su prima,
siempre absorta—: ¡y que esta pobre Ana se nos muera!
Pedro no hallaba palabras oportunas, sino aquella confusión y
malestar que la gente dada a la frivolidad y el gozo experimenta en
la compañía íntima de una de esas criaturas que pasan por la
tierra, a manera de visión, extinguiéndose plácidamente, con la
feliz capacidad de adivinar las cosas puras, sobrehumanas, y la
hermosa indignación por la batalla de apetitos feroces en que se
consume, la tierra.
—De fieras, yo conozco dos clases—decía una vez Ana—: una se viste
de pieles, devora animales, y anda sobre garras; otra se viste de
trajes elegantes, come animales y almas y anda sobre una sombrilla
o un bastón. No somos más que fieras reformadas.
Aquella Ana, cuando estaba en la intimidad, solía decir de estas
cosas singulares. ¿Dónde había sufrido tanto la pobre niña salida
apenas del círculo de su casa venturosa, que así había aprendido a
conocer y perdonar? ¿Se vive antes de vivir? ¿O las estrellas,
ganosas de hacer un viaje de recreo por la tierra, suelen por algún
tiempo alojarse en un cuerpo humano? ¡Ay! por eso duran tan poco
los cuerpos en que se alojan las estrellas.
—¿Conque Ana pinta, y La Revista de Artes está buscando cuadros de
autores del país que dar a conocer, y este Juan pecador no ha hecho
ya publicar esas maravillas en La Revista?
—Esta Ana nuestra, Pedro, se nos enoja de que la queramos sacar a
luz. Ella no quiere que se vean sus cuadros hasta que no los juzgue
bastante acabados para resistir la crítica. Pero la verdad es, Ana,
que Pedro Real tiene razón.
—¿Razón, Pedro Real?—dijo Ana con una risa cristalina, de madre
generosa—. No, Juan. Es verdad que las cosas de arte que no son
absolutamente necesarias, no deben hacerse sino cuando se pueden
hacer enteramente bien, y estas cosas que yo hago, que veo vivas y
claras en lo hondo de mi mente, y con tal realidad que me parece
que las palpo, me quedan luego en la tela tan contrahechas y duras
que creo que mis visiones me van a castigar, y me regañan, y toman
mis pinceles de la caja, y a mí de una oreja, y me llevan delante
del cuadro para que vea cómo borran coléricas la mala pintura que
hice de ellas. Y luego, ¿qué he de saber yo, sin más dibujo que el
que me enseñó el señor Mazuchellí, ni más colores que estos tan
pálidos que saco de mí misma?
Seguía Lucía con ojos inquietos la fisonomía de Juan, profundamente
interesado en lo que, en uno de esos momentos de explicación de sí
mismos que gustan de tener los que llevan algo en sí y se sienten
morir, iba diciendo Ana. ¡Qué Juan aquel, que la tenía al lado, y
pensaba en otra cosa! Ana, sí, Ana era muy buena; pero ¿qué derecho
tenía Juan a olvidarse tanto de Lucía, y estando a su lado, poner
tanta atención en las rarezas de Ana? Cuando ella estaba a su lado,
ella debía ser su único pensamiento. Y apretaba sus labios; se le
encendían de pronto, como de un vuelco de la sangre las mejillas;
enrollaba nerviosamente en el dedo índice de la mano izquierda un
finísimo pañuelo de batista y encaje. Y lo enrolló tanto y tanto, y
lo desenrollaba con tal violencia, que yendo rápidamente de una
mano a la otra, el lindo pañuelo parecía una víbora, una de esas
víboras blancas que se ven en la costa yucateca.
—Pero no es por eso por lo que no enseño yo a nadie mis
cuadritos—siguió Ana—; sino porque cuando los estoy pintando, me
alegro o me entristezco como una loca, sin saber por qué: salto de
contento, yo que no puedo saltar ya mucho, cuando creo que con un
rasgo de pincel le he dado a unos ojos, o a la tórtola viuda que
pinté el mes pasado, la expresión que yo quería; y si pinto una
desdicha, me parece que es de veras, y me paso horas enteras
mirándola, o me enojo conmigo misma si es de aquellas que yo no
puedo remediar, como en esas dos telitas mías que tú conoces, Juan,
La madre sin hijo y el hombre que se muere en un sillón, mirando en
la chimenea el fuego apagado: El hombre sin amor. No se ría, Pedro,
de esta colección de extravagancias. Ni diga que estos asuntos son
para personas mayores; las enfermas son como unas viejitas, y
tienen derecho a esos atrevimientos.
—Pero, ¿cómo—le dijo Pedro subyugado—, no han de tener sus cuadros
todo el encanto y el color de ópalo de su alma?
—¡Oh! ¡oh! a lisonja llaman: vea que ya no es de buen gusto ser
lisonjero. La lisonja en la conversación, Pedro, es ya como la
Arcadia en la pintura: ¡cosa de principiantes!
—Pero, ¿por qué decías, puso aquí Juan, que no querías exhibir tus
cuadros?
—Porque como desde que los imagino hasta que los acabo voy poniendo
en ellos tanto de mi alma, al fin ya no llegan a ser telas, sino mi
alma misma, y me da vergüenza de que me la vean, y me parece que he
pecado con atreverme a asuntos que están mejor para nube que para
colores, y como solo yo sé cuánta paloma arrulla, y cuánta violeta
se abre, y cuánta estrella lucen lo que pinto; como yo sola siento
cómo me duele el corazón, o se me llena todo el pecho de lágrimas o
me laten las sienes, como si me las azotasen alas, cuando estoy
pintando; como nadie más que yo sabe que esos pedazos de lienzo,
por desdichados que me salgan, son pedazos de entrañas mías en que
he puesto con mi mejor voluntad lo mejor que hay en mí, ¡me da como
una soberbia de pensar que si los enseño en público, uno de esos
críticos sabios o cabalierines presuntuosos me diga, por lucir un
nombre recién aprendido de pintor extranjero, o una linda frase,
que esto que yo hago es de Chaplin o de Lefevre, o a mi cuadrito
Flores vivas, que he descargado sobre él una escopeta llena de
colores! ¿Te acuerdas? ¡como si no supiera yo que cada flor de
aquellas es una persona que yo conozco, y no hubiera yo estudiado
tres o cuatro personas de un mismo carácter, antes de simbolizar el
carácter en una flor; como si no supiese yo quién es aquella rosa
roja, altiva, con sombras negras, que se levanta por sobre todas
las demás en su tallo sin hojas, y aquella otra flor azul que mira
al cielo como si fuese a hacerse pájaro y a tender a él las alas, y
aquel aguinaldo lindo que trepa humildemente, como un niño
castigado, por el tallo de la rosa roja. ¡Malos! ¡escopeta cargada
de colores!
—Ana: yo sí que te recogería a ti, con tu raíz, como una flor, y en
aquel gran vaso indio que hay en mi mesa de escribir, te tendría
perpetuamente, para que nunca se me desconsolase el alma.
—Juan—dijo Lucía, como a la vez conteniéndose y levantándose—:
¿quieres venir a oír el «M'odi tu» que me trajiste el sábado? ¡No
lo has oído todavía!
—¡Ah! y a propósito, no saben ustedes—dijo Pedro como poniéndose ya
en pie para despedirse—, que la cabeza ideal que ha publicado en su
último número La Revista de Artes....
—¿Qué cabeza?—preguntó Lucía—¿una que parece de una virgen de
Rafael, pero con ojos americanos, con un talle que parece el cáliz
de un lirio?
—Esa misma, Lucía: pues no es una cabeza ideal, sino la de una niña
que va a salir la semana que viene del colegio, y dicen que es un
pasmo de hermosura: es la cabeza de Leonor del Valle.
Se puso en pie Lucía con un movimiento que pareció un salto; y Juan
alzó del suelo, para devolvérselo, el pañuelo, roto.