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Tomás Ramírez, a través de Saint-Exupéry, constituye con este libro un poderoso estímulo para dar vía libre a los recuerdos que se olvidan temporalmente pero nunca desaparecen, sensaciones y emociones que la mente guarda para siempre. Este libro se convierte en el broche de oro de Tomás a su dedicación a la obra de Saint-Exupéry, con la recopilación y traducción de los artículos que el periodista y autor publicó en la prensa francesa, sobre la URSS y sus viajes a España en 1936 y 1937, terrible época en la que como escribe Saint Exupery, con una gran elegancia y una marcada economía de palabras: El silencio se ha callado. Una descarga, la vida se para un segundo para apuntar, y luego silencio. Todo continúa alrededor de los muertos.
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Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2014
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TOMÁS RAMÍREZ ORTIZ
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA Y EN RUSIA
Prólogo de Domingo Del Pino
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA Y EN RUSIA
© Traducción del francés por Tomás Ramírez Ortiz
© Prólogo: Domingo Del Pino
© Imagen de portada: Fotografía de un soldado republicano español, por Robert Capa. Interpretada e ilustrada por: Alex Arizmendi Fernández
Iª edición
© ExLibric, 2014.
Editado por: ExLibric
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ISBN: 978-84-16110-03-2
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y cualificación S. L.
A Sanda, con cariño, por su inestimable ayuda
Agradezco a mi buen amigo Tomás Ramírez que haya llamado Introducción a las páginas con las cuales presenta su obra sobre Saint-Exupéry en la Guerra Civil Española y en Rusia. Se lo agradezco, aunque me complica la tarea que me ha asignado de escribir un Prólogo para su libro que, a fin de cuentas, vendría a cumplir la misma función. Pero la solución es fácil porque haré lo que nuestro común amigo Emilio Sanz de Soto le recomendaba a Antonio Vázquez cuando este se declaraba bloqueado: “Practica la escritura automática. Deja fluir las ideas que te vengan a la mente, y plásmalo en blanco y negro”.
Tomás Ramírez, y el Saint-Exupéry periodista que ahora nos libra, constituyen un poderoso estímulo para dar vía libre a los recuerdos que se olvidan temporalmente pero nunca desparecen del trastero de vivencias, sensaciones y emociones, que la mente guarda para siempre. Como si de un guignol dormido se tratase todos los personajes, todos los hechos pasados, cobran vida de forma atropellada. Son muchos recuerdos compartidos, lecturas comentadas en común, apasionadas tertulias, paseos por las veredas del Monte tangerino, y muchos tés con yerbabuena en la Hafita, un lugar mágico suspendido entre Europa y África, donde las horas pasaban más despacio. Es, en suma, Tánger, nuestra juventud, El Principito, y otras muchas lecturas y vivencias que nos apasionaron en aquellos formidables años cincuenta de nuestra juventud.
Para ser exactos yo no leí El Principito, e imagino que Tomás tampoco. Nosotros leímos Le Petit Prince que salió de aquel horno de cultura tangerino llamado Librairie des Colonnes, regentado por las hermanas Geroffi. Supongo que Tomás reconoce, como lo hago yo, la deuda contraída en esos años con tan magnífica institución cultural en la cual aquellas dos cultas hermanas pusieron a la disposición de los tangerinos de entonces lo mejor que producía la literatura francesa o traducida al francés. Es una deuda, igualmente, con Emilio Sanz de Soto, quien despertó inquietudes entre todos los que le conocíamos, de la mejor manera que puede hacerse: proporcionándonos los instrumentos para pensar y decidir por nosotros mismos.
Me resulta curioso, ahora que lo he recordado, constatar que en aquellos años cincuenta la Cultura en Tánger se expresaba en francés. Leíamos en francés, con frecuencia hablábamos entre nosotros en francés, y veíamos en versión francesa el mejor cine de la época gracias al Cine Club puesto en marcha por Pepe Carleton y Emilio Sanz. Creo que Tomás leyó Tierra de Hombres y Piloto de Línea antes que El Principito. Venían incluidas en el paquete de obras recomendadas por Emilio, junto a otras de Kessel, Bernanos, Cocteau, Mansfield, Kafka, Moravia, Proust, y varios autores más. Gracias a Pepe y a Emilio vimos también el mejor cine de Bergmann, Resnais, Chabrol, Truffaut, Berlanga, y otros grandes directores, con diez o veinte años de anticipación a que pasaran en los cinematógrafos españoles.
Para ese grupo de españoles inquietos, como Tomás me ha llamado a mí, y como yo le llamo a él, la cultura francesa y europea en general dominaba nuestra vida intelectual de aquellos irrepetibles años cincuenta. En aquella década, todavía muy marcada entre la colonia española por los ecos y sacudidas de la Guerra Civil, hablar en francés, leer en francés, era como pasar de un mundo reprimido y cargado de prejuicios e interdictos a otro de libertad y de apertura de la mente a las ideas nuevas, a un anticipo de democracia. Mis años sesenta, pasados en Cuba, la década siguiente, a su vez, lo poblaron las lecturas de aquellos fenomenales autores del despertar de América Latina y las experiencias de aquella primera revolución que hablaba español. El mundo parecía que iba a cambiar; se liberaban las antiguas colonias africanas; los vietnamitas vencían al imperio más poderoso del mundo, y en el sur del Continente americano, había surgido una revolución contagiosa que bailaba la rumba y el cha cha cha.
En Cuba parecía que no había comisarios políticos grises, fríos, crueles, como los que ya se habían descubierto en la URSS. Los Comandantes de la revolución conducían “Chevys” y “Oldsmobiles” americanos, bebían mojitos, y por las noches bailaban en el cabaret Tropicana o besuqueaban a las chiquitas en el Turf de El Vedado. Macondo se disponía a dejar paso a La Habana al ritmo de guaguancó y de carnavales. Todos los grandes nombres de la literatura latinoamericana pasaban por La Habana, y las ediciones cubanas publicaban sus libros a precios irrisorios. Se estaba muy lejos de esa demostración de fuerza, de grisez, de represión, que Saint-Exupéry percibe en el estupendo artículo que recoge este libro acerca del primero de mayo pasado como enviado especial de Paris-Soir en un Moscú sobre el cual se cierne la sombra pesada, cruel, de Stalin, convertido ya en una especie de nuevo zar revolucionario.
Mi primera lectura de El Principito, allá en Tánger, me dejó desconcertado. Lo mismo me ocurrió, años más tarde, con La Vida perra de Juanita Narboni, de nuestro amigo Antonio Vázquez. ¿Qué es esto? me preguntaba en ambos casos y le preguntaba a Emilio Sanz en nuestras tertulias en casa de doña Elena Spencer, la Madame Staël de nuestro grupo de inquietos adolescentes. Chef d’oeuvre, chef d’oeuvre, respondía invariablemente un Emilio Sanz sin matices en sus apreciaciones, combinando esa expresión con otra de sus favoritas: Un génie, c’est un génie, un genio sin paliativos, porque entre la mediocridad y la genialidad en el vocabulario de Emilio no existía ninguna otra posición posible, ni ninguna palabra para expresarla.
Solo muchos años después me volví a encontrar con El Principito en libro y en disco, leído por algún gran artista del momento. Ya había sido traducido a más de doscientos idiomas y dialectos, y la UNESCO lo reseñaba como una de las tres obras más leídas de la literatura universal. Lo volví a leer y a escuchar pero no lo contemple de forma diferente hasta que tuve en mis manos el ensayo de Tomás Ramírez En torno al Principito. Aproximación a una lectura simbólica, que va más allá del texto y se adentra en el terreno especulativo del pretexto.
El libro que ahora presenta Tomás viene a ser como el broche de oro a su dedicación a la obra de Saint-Exupéry. Recoge los artículos que el autor francés escribió en 1935 y 1938 sobre la URSS, y en 1936 y 1937 en dos viajes a España, a Barcelona y Madrid respectivamente. Al igual que El Principito estos artículos me han desconcertado. No tratan de hechos concretos, macabros o no, ni consignan la hostilidad visceral que provocan las guerras. Más que del drama de la guerra, esos artículos parecen detenerse en la lección moral que de ellas puede extraerse. Como toda guerra, la Guerra Civil Española fue un fracaso de la condición humana. Saint-Exupéry describe aquellos horrores con una gran elegancia y con una notable economía de palabras. “El silencio se ha callado, escribe desde Barcelona, una descarga, la vida se para un segundo para apuntar, y luego silencio. Todo continúa alrededor de los muertos”. La misma capacidad de síntesis había desplegado en sus artículos sobre Rusia, a donde llegó a tiempo para el primero de mayo de 1935 cuando Moscú rendía homenaje a un Stalin en pleno apogeo. “El juez no se permite juzgar, cuenta Saint-Exupéry de los juicios políticos que tenían lugar: Si puede cura, pero como ante todo sirve a lo social, si no puede curar fusila”.
Curioso también resulta que entre todos los grupos que llevaban adelante guerras paralelas dentro de la guerra española, Saint-Exupéry decidiese hacerse introducir en ella a través de los anarquistas catalanes, aunque por lo que sé de las guerras, y he seguido muchas como enviado especial, casi nunca existe nada de premeditado en esa elección: Todo depende del azar y del primero que está dispuesto a llevarnos al frente. En la Introducción de Tomás se menciona a Julio García Oliver como facilitador de los deseos de Saint-Exupéry. En la época en que el escritor francés visitó Barcelona, Julio era el tribuno más destacado de la Confederación Nacional del Trabajo, y quizá la personalidad más influyente en aquella convulsa Barcelona de 1936. aun no había sido nombrado ministro, pero ya había recibido a una primera delegación de nacionalistas marroquíes que venían a ofrecer la posibilidad de levantar a las cábilas del Rif contra el Ejército Africano de España. Pedían a cambio el reconocimiento de la autonomía de Marruecos en la eventualidad de que triunfase la República.
Terrible época en la que como escribe Saint-Exupéry desde Barcelona, En la guerra civil el enemigo es interior, se combate casi contra sí mismo. Esa es la razón por la cual, sin duda alguna, esta guerra toma una forma tan terrible: Se fusila más que se combate. Cómo no ver en ello un cierto rasgo permanente de la personalidad española y no recordar lo que escribe otro catalán, José Miró, que combatió del lado de los Mambises contra el Ejército peninsular en la guerra hispano-cubano-norteamericana de 1895-1898, cuando es sus Memorias señala que le encantaban los combates que enfrentaban a españoles contra españoles, muy frecuentes en aquella guerra, porque entonces, dice Miró: “Se combate gallardamente hasta la aniquilación de unos de los dos bandos combatientes”. En Barcelona, escribía Saint-Exupéry, Los Comités se adjudican el derecho de depurar, al llamado de criterios que, aunque cambian varias veces, no dejan detrás de sí más que muertes. Aquí se fusila como se tala un bosque.
Me ha resultado paradójico constatar, en el texto introductorio, que los tres artículos que escribió sobre la guerra de España en su visita de agosto de 1937 solo fueron publicados por el editor en julio de 1938. Y ello me incita a reflexionar sobre las emociones y su oportunidad, y me recuerda casos parecidos durante la guerra de Cuba de finales del siglo XIX. Los combatientes se enteraban de las peripecias de la política española y de los interminables debates parlamentarios que tanto les irritaban, con varios meses de retraso. Según su posición ante la guerra, se alegraban o irritaban por unas decisiones y unas controversias que sobre el terreno, en la Isla caribeña, solo podían tener ya consecuencias doblemente malas porque diferidas, y porque los hechos que motivaron las sesudas reflexiones de sus Señorías ya habían sido sustituidos por otros distintos. En sentido inverso los parlamentarios españoles intentaban a veces buscar esos acuerdos siempre tan difíciles entre españoles a partir de acontecimientos que habían dejado de serlo en la Isla y sobre los cuales cualquier decisión retardada sería contraproducente.
Como la vida de otros muchos grandes hombres de la historia, la de Saint-Exupéry fue relativamente breve. Murió a los cuarenta y cuatro años de edad, en julio de 1944, en un vuelo de observación sobre la Europa aun en guerra. Vida breve pero plena de acción y reflexión, de pasión por la libertad, de amor al ser humano, a su individualidad, que en todo momento sitúa por delante del ser colectivo tan manipulado por las dictaduras de cualquier signo. La brevedad vital fue el destino de todos los héroes de mi infancia porque Mozart falleció a los treinta y un años dejando en herencia una obra que a cualquier otro le hubiera llevado tal vez un siglo; Modigliani murió a los treinta y seis, y Chopin a los treinta y nueve, en ambos casos con una obra realizada que vista retrospectivamente parece capaz de agotado cualquier capacidad creativa.
En Saint-Exupéry está quizá la respuesta a la pregunta que de manera insistente me ha venido al ánimo al constatar la obra relativamente extensa de Tomás Ramírez: ¿Qué es lo que mueve al ser humano a estirar el tiempo de esa manera para dejar constancia de su forma de contemplar la realidad, la vida? Probablemente nada de especial y puede que solo sea, como decían los revolucionarios franceses de siglo XVIII que lo que mueve a un revolucionario es solamente la revolución. Saint-Exupéry, al igual que a Tomás, a mí y a otros muchos, que podríamos considerarnos infectados por la preocupación moralista, es solamente la moral lo que parece motivarnos. Ni el hombre viejo, ni el hombre nuevo que tanto ha preocupado a los revolucionarios que rara vez intentan proponerse –y ser- ejemplo de esa novedad que predican. En realidad el hombre nuevo que buscaron todas las revoluciones no podía ser un hombre probeta sacado de la experimentación en laboratorios, por muy revolucionarios que estos fuesen. Quizá la solución es más sencilla y simple. Solo se necesita que sean hombres movidos por sentimientos y actitudes que respondan a la condición que se les atribuye de humanos.
Obligado es constatar que estamos cada vez más lejos de ese ideal, que las guerras no han desaparecido ni han cambiado; solo se ha perfeccionado la forma de matar; que se crece y se vive en un mundo hostil; que quienes tienen, como decía el Barón de Chamfort, más dinero que apetito son cada vez más numerosos que quienes tienen más apetito que dinero. En suma que releer a Saint-Exupéry y a las exégesis de Tomás Ramírez sobre su obra sigue siendo, además de útil, necesario.
Domingo Del Pino Gutiérrez
en la Costa del Sol de la Axarquía malagueña.
En Francia se han publicado una infinidad de libros sobre la biografía del eximio escritor Antoine de Saint-Exupéry, gracias al éxito sin parangón alguno que obtuvo a partir de la publicación de su pequeño gran libro El Principito, publicado en los Estados Unidos de América en 1943. Dicho libro es un cuento que ha hecho y hará las delicias de sus lectores, sean estos niños o personas mayores. Esa obrita es, según la UNESCO, la más leída en el mundo después de la Sagrada Biblia; en tercer lugar viene El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que está muy por encima de todas las demás novelas que se han editado a partir del siglo XVI.
El librito que tiene usted en sus manos amable lector tiene como único fin informarle sobre un asunto que reviste para nosotros, los españoles, un gran interés, pues el esclarecido autor lionés escribió en 1937, unos artículos para dos periódicos franceses que lo contrataron separadamente como corresponsal de la Guerra Civil de España de 1936. El primer viaje lo realizó en un avión pilotado por él y fletado por el diario L’Intransigeant; el segundo, enviado por Paris-Soir, no se dice cómo llegó a Madrid, supongo que también por vía aérea, pues la frontera con Francia estaba cerrada por entonces a causa del conflicto bélico que sufrió nuestra patria.
Quizá pocos españoles sepan que nuestro ínclito aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros “ayudó a Saint-Exupéry a pasar la cordillera de los Andes”, cuando la sociedad Lignes Aériennes Latécoère quiso abrir la ruta aérea: Buenos Aires, Mendoza y Santiago de Chile. Instalados ya en América del Sur, fundaron la Aeropostal... Los amigos y camaradas de Saint-Exupéry: Henri Guillaumet y Jean Mermoz, héroes también de la aviación francesa, continuarían después. Ambos también morirían en sendos accidentes aéreos que los precipitó, al Atlántico el segundo y al Mediterráneo el primero... Hidalgo de Cisneros sentía una afectuosa amistad por Saint-Exupéry, como lo confirma la siguiente frase dicha por aquel: “Habíamos simpatizado mucho, yo apreciaba su bondad y su cultura, nos deslumbraba”***1.
Saint-Exupéry amaba mucho a España, gracias a su amigo Guillaumet, que le enseñaba amorosamente la geografía y orografía de nuestra “Piel de Toro”. Además de los viajes que hacía a menudo para ir a África del Norte, instalado en una barraca en Cabo Juby, en el desierto de Sáhara noroccidental.
España, menos dada a ensalzar a sus genios de la pluma, no da muchos lectores y, por ello, tampoco se lee a autores extranjeros traducidos o no. Por esa razón son pocos los que hayan leído toda la obra escrita de Saint-Exupéry, cosa que –quizá– sea un impedimento para comprender la obra literaria que el escritor lionés nos ha legado. Por mi parte ofrezco al amable lector mis trabajos, producto de largas cavilaciones a que me obligaron sus libros. He procurado cumplir con el deseo del autor de El Principito que dice: “no me gusta que se lea mi libro a la ligera”.
Todo lo que ha escrito nuestro ilustre autor con tanto amor, está cargado de tropos, de metáforas, que repite sin cesar tras algo que quiere sea retenido. Por ceñirme solamente a El Principito diré, que es un cuento filosófico que, al igual que las matrioskas, esas muñecas rusas que más allá de su apariencia contienen dentro de sí otra muñeca semejante y esta a otra y la tercera a otra también, y así indefinidamente. Algo parecido es la caja que el aviador dibuja al Hombrecito cuando este le pide un cordero...“que viva muchos años”; el aviador cansado de tanta exigencia le dice: “Esta es la caja, el cordero que tú quieres está dentro”. A lo que el niño responde: “es así como yo lo quería...”.
Así pues, más que un cuento, el libro es una alegoría que encierra personajes y hechos simbólicos que cada lector atento debe descubrir. Este, podrá constatar que, en unas cuantas líneas, ha dejado patente su costumbre de emplear metáforas para designar lo que quiere decir en comparación con lo que relata: una rosa nueva en el jardín; la estrella del pastor; un insecto en el centro de su trampa de seda; un milán inexorable. Estos tropos puede que se les escapen a los lectores distraídos, razón por la cual ha de leerlos con suma atención. De ahí el interés de Saint-Exupéry para se le lea sosegadamente, sin prisas, y zambullirse en la lectura hasta penetrar en ella y que ella nos penetre. De ese modo es como los judíos suelen leer (entre dos) el Talmud. Antoine de Saint-Exupéry no era un escritor al uso en su tiempo. El primer vuelo que hizo en avión, fue invitado por Jules Védrines, (el pionero que voló desde Toulouse a Madrid), a dar un paseo en su aparato al adolescente Roi Soleil o Pique la Lune, por su naricita respingona –como lo conocía su familia–. Quedó tan gratamente impresionado que apenas llegó a su casa todo él alborozado, no pudo reprimirse y plasmó en un papel las impresiones recibidas en forma del siguiente verso:
Las alas temblaban
bajo el soplo de la tarde;
el motor en su canto,
acunaba el alma dormida;
y el sol nos rozaba,
con su pálido color.
Así nació el poeta-aviador Antoine de Saint-Exupéry. Una vez confirmado piloto de aviación, dedicaba el tiempo de ocio que podía gozar, en escribir; y lo hizo porque su vocación literaria nació en él al descubrir, en su primer vuelo, sensaciones nunca antes experimentadas. Al principio escribía sobre la aviación, que era algo tan novedoso como extraordinario. En 1932 le concedieron el prestigioso premio literario Fémina