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El simbolismo que encierra El Principito es el hilo que une el pasado del autor con su obra, una alegoría magistral relatada con gran sobriedad linguística, con palabras que están llenas de un gran contenido. Las frases, las metáforas, la falta de ornamentos, establecen verdades con exactitud, con la precisión de un fabricante de mecanismos de relojería, todas son exactas, dicen lo que deben como lo dicen los versos de los grandes poetas. El libro Los simbolos en El Principito va más allá del texto y se adentra en el terreno especulativo del pretexto, porque las cosas tienen tantas facetas como medios hay para servirse de ellas. Este libro trata de transmitir la interpretación que Tomás Ramírez, en un lugar mágico suspendido entre Europa y África llamado Tánger, allá por los años cincuenta, otorgó a los numerosos símbolos y personajes, para ofrecer un nuevo matiz desde el que mirar esta magnífica obra de Antoine de Saint-Exupéry.
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Seitenzahl: 305
Veröffentlichungsjahr: 2014
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TOMÁS RAMÍREZ ORTIZ
LOS SÍMBOLOS EN EL PRINCIPITO
(Aproximación a una lectura del cuento de Saint-Exupéry)
Prólogo de Domingo Del Pino
LOS SÍMBOLOS EN EL PRINCIPITO
© Tomás Ramírez Ortiz
© Prólogo: Emilio González Ferrín
© Portada e Ilustraciones: Alex Arizmendi Fernández
Iª edición
© ExLibric, 2014.
Editado por: ExLibric
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ISBN: 978-84-16110-08-7
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y cualificación S. L.
Estas imágenes ilustran una visión personal del universo simbólico del principito, en ellas se han desarrollado ideas que han surgido a lo largo de la lectura o como consecuencia de la experimentación formal. Después del trabajo realizado me he dado cuenta que la potencia simbólica de Saint-Exupéry es extraordinaria, dando posibilidad a múltiples y diferentes interpretaciones sin que estas resulten contradictorias. Así pues, estos trabajos son una interpretación que puede dar pie a otra interpretación a su vez.
Referentes artísticos
Hemos elegido como base del trabajo y fuente de inspiración las obras gráficas de los artistas alemanes John heartfield (1891-1968), George Grosz (1893-1959) y el valenciano Josep Renau (1907-1982) por su gran carga simbólica y potencia expresiva.
La portada
La portada trata de recoger de una forma poética el universo simbólico de El Principito. La soledad de las personas y la frialdad de su existencia, la misma soledad que empujó al Principito a iniciar su viaje. Intento expresar este sentimiento mediante el fondo azul oscuro, que será el hilo conductor de todas las ilustraciones que aparecen en el libro, este color que representa el universo, puede tener un doble significado; por un lado la soledad y por otro la esperanza y la posibilidad que nos ofrece este espacio para saciar la necesidad de conocimiento. En cada planeta y cada estrella existe la oportunidad de aprender cosas nuevas y vencer la soledad.
En la parte central de la imagen aparece un planeta con un baobab, estos dos elementos, condensan gran parte de la carga simbólica del relato. En apariencia simple y sin embargo compleja. El planeta puede significar los rasgos arquetípicos del individuo y el baobab la diversidad del ser humano. En definitiva, esta contraposición no hace más que mostrar la esencia humana, pues la mezquindad y el anhelo de un mundo mejor pueden anidar en la misma persona.
Patrón seguido en las ilustraciones de arquetipos
A lo largo de estas ilustraciones podremos observar unas pautas generales que se repiten en todas las imágenes. Estas pautas consisten principalmente en la trasformación de la figura humana. Mediante la sustitución de las partes del cuerpo que muestran la identidad individual, conseguimos la despersonalización. Proceso, este, necesario para describir un arquetipo. Sobre esta figura hibrida podemos proyectar de forma eficaz elementos ajenos a la persona que refuerzan la simbolización de actitudes o circunstancias que representan más la colectividad que al individuo. En cuanto al fondo donde se muestran las figuras podemos advertir, que son planetas yermos o con poca vegetación que en cada caso vendrán a reforzar la expresividad simbólica de cada situación. Luego está el espacio, como dijimos anteriormente, con una doble significación; soledad vs búsqueda y esperanza.
El soberano
En esta ilustración aparece un trono con una figura humana en la cual ha sido sustituida la cabeza y las manos por una moneda y unas manos decrepitas, el traje aparece adornado por una correa de balas para sustituir la típica banda real y vemos que las proporciones del cuerpo están alteradas. En el fondo podemos observar una imagen velada de un billete de dólar norteamericano, en el aparece la famosa frase, “In God we trust, En dios creemos”. Esta imagen intenta hacer una mirada crítica al concepto de monarquía.
El planeta en el que se apoya el trono se nos muestra arrasado, un erial yermo. Este elemento contrasta fuertemente con el trono que nos revela la opulencia y riqueza del monarca. Contrapone riqueza vs pobreza. El trono se erige sobre la tierra arrasada, expresión de desigualdad. La riqueza de una minoría se sustenta en la miseria de una mayoría. Como dijimos anteriormente, la cabeza aparece sustituida por una moneda, esta representa el poder económico, los poderes reales de la monarquía. También vemos la cartuchera que rodea el tronco, este elemento nos muestra donde reside la “legitimidad” del monarca: la violencia de la que es capaz el sistema, aunque solo se muestre cuando se ve amenazado. La suntuosidad del trono y las manos decrepitas muestran la estructura real de la monarquía, una institución obsoleta y caduca. El tamaño del cuerpo del soberano subraya la altura moral y ética del personaje, inspirándose en la famosa escena del Gran Dictador, 1940 (Charles Chaplin) donde, el dictador hace patente su complejo de inferioridad poniendo una silla más alta para recibir a un jefe de estado tan patético como él. Por último la veladura del billete del dólar, muestra la verdadera creencia de esta institución, el poder del dinero.
El presuntuoso
En esta imagen se puede observar una figura humana con cabeza del pavo real, esta figura aparece cortando una cinta de inauguración. Alrededor podemos ver un rebaño de ovejas que pacen tranquilamente. Entre ellas en segundo, tercer y cuarto plano, aparecen unos espejos y un atril.
Con la sustitución de la cabeza humana por una de pavo se quiere hacer una alegoría de la presunción, el pavo con su suntuosidad y su forma de caminar puede definir eficazmente este comportamiento. El resto de de elementos viene a reforzar y a definir matices que ayudan a definir la idea. ¿Por qué aparece la figura humana cortando una cinta de inauguración? Este acto expresa claramente la necesidad de protagonismo que necesita el presuntuoso, necesita ser el foco de atención en todo acto, necesita ser el centro.
A continuación vemos una sinergia clara entre las ovejas y el atril de discursos, esta relación muestra la necesidad que tiene el orador mediocre y fanfarrón de un público acrítico y adulador para resaltar sus falsas cualidades sobre la mediocridad imperante. Por último están los espejos, elementos necesarios para mostrar la necesidad de todo presuntuoso de admirarse de forma narcisista.
El beodo
Aquí podemos distinguir diferentes elementos que articulan la ilustración. En primer plano aparece una concha que contiene una figura humana con ropajes de vagabundo yaciendo sobre un montón de redes de pesca. Las manos están sustituidas por un amasijo de bollas y redes, y como cabeza una botella. Todo este conjunto de elementos aparece sobre una duna de arena.
Esta imagen hace una reflexión sobre el alcoholismo. Se conjuga por una parte la soledad y el aislamiento expresado por la duna de arena, por otra, la concha representa la incapacidad de ver más allá y de sentirse encerrado en si mismo. Y por otra, las redes y la botella que quiere expresar la complejidad de esta dependencia. En el alcoholismo las personas pierden toda autonomía. Las redes representan esa incapacidad de reacción, se establece un paralelismo entre las redes de pesca y la tela de araña que inmoviliza a todo aquel que caiga en ellas. Además de esto, la botella quiere representar la deriva y el desasimiento del personaje, como la botella que flota en alta mar sin un destino definido. Por último, la figura aparece vestida con ropa sucia y raída, metáfora de la degradación a que se ve sometida.
El hombre de negocios
La ilustración está compuesta por una jaula “pecera” en la que aparecen tiburones custodiando un montón de monedas, fuera podemos ver unos escalones con forma de dólar que simula una entrada. Subiendo por esta escalera aparece una figura humana transformada en la que se ha sustituido la cabeza humana por una de cuervo y las manos por unas garras de águila. Todo esto se sustenta sobre una tierra resquebrajada y reseca. La figura hibrida sujeta un maletín con una de las garras.
Esta imagen representa las características del arquetipo del hombre de negocios. “Trabajando únicamente por los bienes materiales edificamos nuestra prisión”. “Cualquiera que lucha con la única esperanza de los bienes materiales, en efecto, no cosecha nada que valga la pena… La prosperidad y las comodidades no bastarían para colmarnos” (C.D). Esta es la síntesis de la imagen. Esta, está articulada sobre el elemento de la pecera-jaula que condensa todo el significado simbólico del arquetipo, los bienes materiales están representados por los montones de dinero y estos a su vez están custodiados por tiburones que simbolizan la voracidad, y la insatisfacción, pues nunca están colmados. Los tiburones se nos presentan en una actitud agresiva, metáfora de la depredación, de falta de escrúpulos y de empatia hacia los demás, sólo pendientes de alcanzar su fin. La simulación de la pecera quiere representar la sociedad cerrada y estéril que se aísla de forma obsesiva. “La pobreza excluye y la riqueza aísla” Laurence Durell (Cuarteto de Alejandria- Justine). La jaula tiene un doble sentido por un lado refuerza el “aislamiento” y por otro marca los limites de esa sociedad “próspera”, una barrera infranqueable para los que están fuera. Al lado de la jaula aparece la figura híbrida subiendo por unas escaleras hechas de dinero, esta es una referencia clara, de cual es la manera de ingresar en esa “prosperidad”. La figura metamorfoseada representa el comportamiento de los individuos que pertenecen o quieren pertenecer a esta sociedad, un comportamiento depredador, oportunista e insolidario. De ahí la cabeza de cuervo y las garras de águila. Abajo, bajos sus pies la tierra calcinada, consecuencia de este tipo de entender el mundo.
El farolero
En esta ilustración aparece una rueda de hámster sobre un suelo cuadriculado, dentro de la rueda vemos un figura transformada en la que se ha sustituido la cabeza humana por la de un ratón. Al fondo hay unos archivadores que se pierden en el horizonte.
En la confección de esta ilustración, deseché la posibilidad de utilizar la imagen literal de un farolero, porque en la actualidad dado el desarrollo tecnológico de nuestras ciudades, el farolero quedaba demasiado lejos en el tiempo para simbolizar de una forma actual su propio significado. Pienso que la rueda sin fin del hámster expresa mejor el mensaje que nos sugiere este arquetipo. “El orden por el orden castra al hombre en su poder esencial, al trasformar al mundo y así mismo la vida crea el orden, pero el orden no crea vida.” (C.D).
La rueda sin fin de hámster representa la dinámica actual de nuestra sociedad, una vida sin cuestionamientos, impersonal y en ocasiones deshumanizada que siempre es igual y monótona. Entramos en comportamientos predeterminados y definidos, dócilmente sin preguntarnos su fundamento o su idoneidad. La cabeza de ratón quiere representar la “desindividualización” de la persona. El suelo cuadriculado refuerza ese carácter “encasillador” de esta sociedad estratificada y “ordenada”. Los archivadores que aparecen en el fondo quieren sugerirnos por un lado que los individuos que corren en la rueda sin fin están perfectamente catalogados y controlados.
El geógrafo
En el centro de la imagen, una figura con la cabeza de cabra, unos prismáticos en los ojos y unas trompetas de gramófono, condensan el mayor significado simbólico. Delante de esta figura podemos observar un escritorio repleto de archivadores, un sextante y una esfera armilar. Al fondo, el planeta, está cubierto de papeles.
Esta imagen intenta seguir de una forma “literal” la descripción psicológica que aparece en este libro. “En realidad este prototipo del cuento estaba también vacío. Era como esas personas crédulas y confiadas sin criterio propio…”.
Se ha utilizado para representar la credulidad la sustitución de la cabeza humana por la de una oveja, esta además está reforzada por los prismáticos y las trompetas de gramófono. La imagen plantea una reflexión sobre el papel de los científicos en la sociedad. Si bien, su trabajo es fundamental para el bienestar, a menudo incurren en una visión poco crítica de la sociedad que les rodea y la función que ellos deben desarrollar. Hay científicos que llevan a cabo su actividad sin cuestionarse que resultados y consecuencias van a tener sobre el mundo. Tenemos un ejemplo muy ilustrativo con la investigación militar, la energía nuclear o la extracción de hidrocarburos... La investigación científica como cualquier otro tipo de actividad, debe de hacerse siempre desde un posicionamiento responsable, cuestionando siempre su conveniencia.
El Fennec
En esta ilustración aparece el fennec en primer plano recostado sobre unas manos. Detrás de él parece un grupo de hombres y mujeres avanzando. En fondo podemos ver una duna del desierto que se funde con unas siluetas de manos.
Esta imagen quiere simbolizar la amistad. “Unidos a nuestros hermanos por un fin común que está fuera de nosotros. Entonces es cuando respiramos y la experiencia nos enseña que amar no es solo mirarnos unos a otros sino mirar juntos en la misma dirección”. El fennec en el centro de la imagen simboliza la amistad y la solidaridad. Todos los elementos que lo rodean expresan cualidades, sentimientos y percepciones que desgranan el significado de la fraternidad. La presencia repetida de las manos quiere remarcar la importancia de la solidaridad y la ayuda entre las personas. Por otro lado, el grupo de personas (fragmento del cuadro Il Quarto Stato de Giuseppe Pellizza da Volpedo 1901) representa la unión de estas para conseguir un objetivo común que trasciende lo individual. Por último, la duna del desierto nos quiere recordar, que la amistad y la solidaridad son necesarias para prosperar y cambiar un mundo hostil.
La rosa
En estas tres ilustraciones o variaciones, podemos ver que la rosa es el elemento principal. En la primera variación, la rosa aparece en primer plano como único elemento, en la segunda esta misma se nos presenta en primer plano pero al fondo hay un cordero, están solos en el planeta. En la tercera podemos observar en un plano general, primero la rosa y detrás fundidas con el fondo un rebaño de ovejas que la miran fijamente. Tanto en la primera, como en la segunda ilustración el suelo del planeta es árido.
Mi imagen favorita, es la de la rosa en un primer plano. Con ello quiero expresar que la belleza de la rosa no esta en su forma sino en lo que es, su aroma, su color, su textura. Es la belleza abstracta, en si misma y por tanto el símbolo del amor. Se establece fácilmente una metáfora entre la belleza de la rosa y el amor. Por otro lado, las letras que aparecen escritas sobre la rosa significan la parte de pensamiento del amor.
No es frecuente, ni fácil, dar una explicación sobre los símbolos. Alejandro Fernández Arizmendi (excelente pintor e ilustrador) ha sabido no solo interpretar los que aparecen en El principito, sino también –gracias a su arte y oficio– complementar y enriquecer magistralmente mi trabajo. Alejandro ha escudriñado también el texto original del poeta-aviador lionés y se ha zambullido en él, y el resultado de su trabajo intelectual lo ha plasmado magistralmente –cosa que me complace sobremanera– en los dibujos que hay en este libro mío.
Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito nos ha regalado un perfecto diamante poliédrico han pulido en el que cada faceta refleja su profunda preocupación, su hondo sentir por la humanidad, tan falta de empatía, de amor al prójimo, de filantropía...
Puede un lector atento, sensible, inteligente y audaz que –semejante a un espectador de cualquier obra de arte– halle uno o varios significados –los suyos– según su propio sentir.
En las ilustraciones de Alejandro Fernández Arizmendi, en sus elaborados y magníficos dibujos, nos da su propia visión de los arquetipos que figuran en el evento –alegoría– y muy juiciosamente ha dejado sin pintar el resto de los personajes y situaciones para que el lector sagaz tenga a su vez libre albedrío y la posibilidad de darles su propia versión personal, su interpretación a los símbolos no definidos. Recuérdese que cada símbolo es un continente lleno de contenidos. Y que la belleza de las cosas está siempre detrás del ojo que las contempla. Una obra de arte –escrita, pintada, musicada– cuando sale de las manos de un creador ya no le pertenece sino que está sometida al juicio del espectador, del lector o del oyente, que será quien la complete, admire o rechace.
La obra de Antoine de Saint-Exupéry no escapa a esa regla. Pero lo que si le gustaría –y lo advierte– es que no se leyese su libro a la ligera. Nos invita a una lectura sosegada para que podamos encontrar en ella tantas –o más– figuras simbólicas como muñecas hay en las matrioskas rusas. Por esa razón nos dice: “No puedo alcanzar una verdad que no sea simbólica. Me expreso en símbolos con toda naturalidad”.
Reitero que las ilustraciones de Alejandro Fernández Arizmendi son muy personales, ellas magnifican mis interpretaciones sobre el contenido simbólico en El Principito, que son fruto de mil cavilaciones, durante los largos años que ese cuento ha sido mi libro de cabecera.
Acabaré dejando constancia de mi cordial gratitud a Alejandro Fernández Arizmendi por su arte y oficio.
T.R.O.
Marbella, invierno de 2014
Tan sólo el espíritu ve y comprende,
pues fuera de él todo en el hombre
es sordo y ciego.
(Pitágoras)
Nada hay en la inteligencia que no
haya pasado antes por los sentidos.
(Aristóteles)
Si queremos un mundo de paz y de
justicia debemos poner la inteligencia
al servicio del amor.
(A. de Saint-Exupéry)
Ver un baobab
Emilio González Ferrín
Uno tiende a pensar que hay una edad para las cosas. Tiene sentido refugiarse en el olvido formativo que nos aleja hoy de aquellas primeras sorpresas de niño, iniciándose así el despegue progresivo de nuestra relación con el mundo. Tiene sentido el ropaje de experiencia que impone el baremo general; de lo contrario, el tiempo acabaría por teñir de ingenuidad las permanentes sonrisas boquiabiertas ante cada encuentro cotidiano. Aquel relato de Carpentier sobre la marcha atrás del tiempo se convertía en terrorífica ficción: el hombre que poco a poco contempla como se desconstruye su casa –y termina gateando tras las pelusas de la alfombra–, generaba la angustia del saber perdido, la nulidad experimental. Sin embargo, aquel niño nuevo redescubría rincones insospechados de la casa paterna, por entre las patas de un sillón de época bajo el cual sólo cabría la curiosidad infantil. Y ahí salta la chispa que remodela ingenuidades para presentarlas como beatífica inocencia. Cándida adolescencia –carencia, ausencia– de tanto andamiaje envejecedor. Liberación que –consecuentemente– acaba tiñendo caducidad la rueda del tiempo, adormeciendo hoy la tensión despierta de aquella inocencia de ayer para que, tras mirarnos al espejo, no nos pese todo lo perdido.
Había una escena de rabiosa elocuencia en la célebre comedia de J.M. Barrie La historia del niño que no quiso crecer. El padre de Wendy****1, costurera de sombras, reconoce en la afable cara de la nena que hubo un tiempo en el que él también supo. Al menos era capaz de resolver las formas de las nubes y reconocer barcos piratas que abordaban los tejados de Glouscester Road. Sí, uno tiende a pensar que hay una edad para las cosas. ¡Esto lo entendería hasta un niño de cuatro años! Y contestaba aquel Groucho Marx: –pues que traigan a un niño de cuatro años que me lo explique–. Uno tiende a pensar..., pero, la vida te permite ver un baobab. Y dejas de pensar para recordar –resentir, revivir– que hubo un tiempo y un libro...
Ver un baobab nunca nos encadena con un saber aprendido. Nunca nos remite a fotos anteriores, maduradas exploraciones científicas o relamidas fichas técnicas. No, ver un baobab nos zambulle de inmediato en un libro sentido, latente en el magma anímico de todo aquel que tuvo la suerte de encontrarse con sus páginas, probablemente sin entenderlas del todo. Ver un baobab nos cambia instantáneamente el decorado de fondo y pasamos a arrastrarnos bidimensionalmente por entre las ilustraciones y armas alfabéticas de El Principito.
Tuve la suerte de ver un baobab. Y después otro, y otro más allá, hasta incluso acostumbrarme a verlos en hileras y a su efecto de paisaje boca abajo. Porque ciertamente es un árbol cuyas ramas parecen raíces –sobre todo cuando están deshojadas– y por lo tanto da la impresión de haber sido replantado al revés. Pude ver aquel primer baobab en Malí, concretamente en la pista que atraviesa de este a oeste la región de Koulikoro. Trasplantado de repente al paisaje de tres o cuatro tintas de las ilustraciones de Saint-Exupéry, dejé de pensar en lo que seguramente venía pensando –pero qué he olvidado–, y traté de hacer partícipe de mi descubrimiento al primer ser humano con el que me crucé. Resultó ser un niño que venía del colegio –a unos diez kilómetros de su casa–, y cuando le expuse con paciencia traductora que todo el mundo debería tener derecho a ver un baobab como aquel primero que yo había visto, el encogimiento de hombros del niño me devolvió a la adulta tridimensión del mundo de Saint-Exupéry.
Es cierto, desde luego; uno tiende a pensar que hay una edad para las cosas, pero en la tierra de los baobabs debe pasar como en el relato de antes en que Carpentier hacía avanzar al tiempo marcha atrás. Ojalá llegue el día en que los niños que viven en la tierra de los baobab tenga tiempo de sorprenderse inocentemente ante unos árboles que aparecieron en la faz de la tierra sólo para que alguien los pintase de tres en tres abrazando a un planeta empequeñecido por el efecto de enormidad de sus raíces. A los niños que deben caminar diez kilómetros ida y otros tantos de vuelta del colegio, creo que no se les permite llegar a sentir que hay un tiempo para las cosas. En concreto, para perderlo y reencontrarlo en las páginas de libros en los que aparecen árboles que conocen bien.
Tengo que acordarme de contarle todo esto a Tomás Ramírez Ortiz; su pitagórico sentido de la amistad permite apuntar una y mil cuestiones pendientes que después se engarzan sin tensión como las cuentas de un collar tertuliano frente –que no enfrentados– a un buen vino. En algunas de esas cuentas debió terciarse un día que yo podría ser el portero de noche de sus páginas sobre El Principito, y aquí estoy con mi gorra de plato jugando con las llaves de tantas cosas como él evocará en cuanto amanezca su texto después de esta presentación.
Lo bueno de ser el portero de noche en la vigilia previa de un libro es que te permite entrar y salir, apagar y encender las luces sin dejar rastro alguno de las carreras por el pasillo. Incluso permite que pongas los pies por alto y especules sobre cómo ha visto y verá el mundo los espacios léxicos que te corresponde velar. Recuerdo, por ejemplo, que mi primer acercamiento a Saint-Exupéry fue en una obra de teatro escolar tratando de poner en pie al borracho existencial del capítulo XII. Y recuerdo haber destrozado al personaje por imaginar que avergonzarse de beber era una especie de chiste. Pero como nadie se rió de entre el público, recuerdo también haber resuelto que, sin duda, El Principito era un libro-trampa que algún adulto lograría un día explicarme. “¡Que venga Tomás Ramírez!”, creo que dijo entonces Groucho Marx. Y aquí llega Tomás con su prosa marcial y las evidencias de cariño por las páginas de Saint-Exupéry.
Tiempo atrás, supe de gente que abordó la cuestión de modos tan variopintos que habrían divertido al propio autor francés que escribió en Nueva York una historia de otros planetas a los que llegó tras darse de bruces con las arenas del desierto del Sahara. Aquel Yves Monin, por ejemplo, radiografió en 1976 precisamente los desiertos y volcanes de El Principito tratando de encontrar la lógica esotérica del texto. Es decir –y utilizando la imagen de Saint-Exupéry sobre contemplar una forma y decidir si es un sombrero o una boa engullendo a un elefante–, Monin decidió radiografiar el sombrero y dejarnos poéticamente in albis.
Luego oí hablar de Denizot Davies y su libro ElCompañero del Principito. Y resultó que no se trataba de una segunda parte; un –por así decirlo– El Principito de Avellaneda. No, es un libro de deberes –de compañero a instructor; caballo de Troya– al estilo de las Vacaciones Santillana en los que se traza el mapa de la obra en cuestión y luego te los preguntan. Es decir; si el anterior radiografiaba, éste dispara fotos aéreas, sin que en ninguno de los dos casos llegue a aparecerse frente a nosotros ni rastro del escritor o su criatura en movimiento.
Por fin –para poner fin a todo, más bien–, llegó la caballería literaria de Laurent de Galembert –ahí es nada– que con escuadra, cartabón y apisonadora convirtió las callejuelas de Saint-Exupéry en avenidas, trayéndonos cosas tan complicadas como intertextos y palimsestos, que no son dos personajes de la Commedia dell’Arte italiana ni una pareja de bufones shakespearianos; ni siquiera dos medicamentos contra el ardor de estómago, sino extrañas mutaciones genéticas de antiguas palabras. Galembert traía consigo complicadas elucubraciones más propias de un ala de la Guerra Fría, afirmando cosas como que “el cuento es la degradación del mito” –tan propio de los dogmas–. Como si la sinfonía fuese un himno venido a menos; desnudado de su glorioso uniforme. Y es lo de siempre; el calvinismo por un lado, y el sovieticismo por otro canonizaron al trabajo por el trabajo y el mundo a cara de perro, con lo que un sencillo cuento directo al alma de las cosas parece una evanescencia psicotrópica.
Pero, qué puedo contarles; sobre El Principito existe incluso un manual de gestión de calidad total en la Administración Pública –que no es un chiste sino algo lleno de comisiones ad-hoc–. Por no hablar de otro manual basado en la obra del francés: el de formación ética del Voluntariado, por aquello que aparece en el libro sobre que el tiempo que perdiste por tu rosa hace que la rosa sea importante. Me recordó a una glosa socarrona y malintencionada de unos versos de Bertolt Bretch. Éste escribió aquello de: hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan muchos días y son mejores. Luego están los que luchan toda la vida. Esos son los imprescindibles. Pues bien; el bromista desfonda-mensajes escribió la réplica: “hay flores que duran un día y son hermosas. Hay otras que duran muchos días y son mejores. Luego están las que duran toda la vida. Esas son las flores de plástico”.
Ese desfondamiento / tergiversación / manoseo de mensajes anteriores es lo que me vino a la mente cuando tuve la ocasión de conocer tantas secuelas editoriales del libro El Principito. Y así, en la historia del mundo llegó siempre el sacerdote después del profeta. Lo que éste abrió, el otro lo selló para ponerse a distribuir certificaciones y vender trocitos de cielo que el profeta venía regalando. Lo que Saint-Exupéry transmite, difícilmente va a poder ser cortado y pegado, injertado o encorsetado. Y a tentaciones tales, mi amigo Tomás las mantiene firmes a la distancia exacta de un sable extendido.
Pero aquí llega ya, señoras y señores, Tomás Ramírez Ortiz con su caja de diapositivas sobre El Principito. Las levanta, las mira a contraluz, las baja, las coloca parsimoniosamente en el proyector y las va mostrando una por una con ritmo. Yo diría que no abre la boca más que al final, cuando –tras volver a guardar sus diapositivas– nos mira la cara, sorprendido, y nos dice la que –a mi limitado entender de portero de noche– debe ser su idea motor: ¿pero cómo? ¿No han leído ustedes El Principito?
E. G. F.
Tarifa, viendo las luces de Tánger.
Profesor titular de filología árabe en la
Universidad Hispalense de Sevilla
****1 Wendy es la niña que padece el síndrome semejante al de Peter Pan, ninguno de los dos quería crecer.
Puede que a alguien sorprenda que el hecho de dedicar muchas horas, y aún miles de días en este cuento. Se debe tener presente que no se trata de cualquier relato; sino de un cuento único, no de una fábula como tantas hay... Es una historia vívida, vivida, sentida y contada por su autor: un piloto-poeta-narrador que es al tiempo un niño curioso y preguntón (el niño que todos guardamos cuidadosamente en el fondo de nuestro corazón, de nuestra alma y que no cesa en hacer preguntas, de inquirir sobre el sentido de la vida del hombre).
No creo exagerar si digo que El Principito se presenta como una figura poliédrica con tantas facetas como lectores hay y en consecuencia susceptible de dar tantas explicaciones o interpretaciones que cada cual podría darle. En suma, estamos en presencia de un cuento filosófico-poético, incluso de una alegoría fabulosa sin moralina, como es el caso en los fabulistas.
Saint-Exupéry no critica y tampoco juzga el comportamiento de sus personajes. Simplemente nos los muestra en sus respectivas desnudez moral, tal y como son... Corresponde a cada uno de sus lectores juzgarlos o comprenderlos, perdonándoles sus actos y actitudes, y comportamientos debidos principalmente a sus inclinaciones personales. Y aún a su amoralidad e ignorancia. Poco importa. Tampoco nosotros los juzgaremos. ¿Con qué derecho? La Humanidad está hecha de ese modo, es decir, el hombre está a medio construir, como lo sugiere Saint-Exupéry.
El Principito se podría dividir en tres bloques: la infancia del autor, su experiencia como aviador-narrador y el relato de sus experiencias. El primero da cuenta de su niñez y adolescencia felices; el segundo de sus viajes y conocimientos; y el tercero sobre sus continuas reflexiones. Está cargado de tropos, de circunloquios en los que da forma más o menos directa –simbólicas o alegóricas– que obliga a reflexionar sobre la vida en la Tierra, sobre las relaciones muchas veces inexistentes entre los seres humanos, en lo que se refleja más el egoísmo que altruismo. Eso es lo que entristece a Saint-Exupéry.
Esta obra no es un cuento idílico, es una historia real: es la historia del hombre, autor-piloto-niño... En la que se cuenta de modo abreviado, sutil, reduccionista y simple, pero en sentido simbólico. El simbolismo que encierra El Principito es el hilo que une el pasado del autor con su obra; toda ella es interpretable como lo son los tropos empleados. Es una alegoría magistral relatada con gran sobriedad lingüística, pero sus palabras están llenas de un gran contenido. No es que el autor del cuento no tiene cicatería de palabras sino que es más bien generoso y sabe escoger aquellas con múltiples connotaciones y contenidos. Las palabras, las metáforas establecen verdades con exactitud, con la precisión de un fabricante de mecanismos de relojería. Todas son exactas, dicen lo que deben como lo dicen los versos de los poetas geniales. Y es que Saint-Exupéry era un poeta genial y un escritor excepcional. Aunque la mayoría de sus escritos tengan forma de novela, lo suyo no son crónicas de lo vivido, sino poemas en prosa, pero poemas... Da la impresión de haber acopiado mucho material de construcción con muchas notas escritas o pensadas, pero se ha ido despojando de gran número de ellas y se ha quedado –al igual que lo hace el buscador de oro en un río– con algunas diamantinas palabras que, las reúne, para vestir con ellas su inspiración. Despoja su tesoro de la ganga que lo envuelve y nos lo da en forma de diamante, de brillante polifacético. “Las cosas tienen tantas caras como hay modos de servirse de ellas”.
Platón creía que las palabras son los arquetipos de las cosas designadas. Saint-Exupéry nos hace observar que “la palabra es fuente de malentendidos”. Todo eso, y aún más, es El Principito despojando el tesoro de la ganga que lo envuelve y nos lo ofrece bajo forma de diamante poliédrico.
“Las cosas contienen tantas facetas como medios hay para servirse de ellas”. “Jamás emplea epítetos calificativos que para el autor son como capas de pintura, como ornamentos arbitrarios” (T.H.), que no conducen a ningún sitio. Alguien lo llamó: “Maestro de la poda y del rodrigón”, porque sus palabras están desprovistas de ornamentos superfluos. El Principito no es una excepción en sus obras. No necesita muchas páginas. Las que confirman su cuento son suficientes para el lector atento y acostumbrado: ello le permite reflexionar ampliamente sin agobios y con el fin que no lea a la ligera y pueda ir más allá de su sentido, de su significado previo. Hay que cribar bien, escrutar las palabras, las frases, el contexto... Todos los personajes que figuran en el cuento tienen su razón de ser. Ninguno falta, nada hay en exceso. Unos están esbozados con simples trazos, mientras que otros están descritos con toques o pinceladas brevemente. Cada cual representa su respectivo papel con exactitud. Todos ellos son suficientes para adentrarnos, sin descripciones de sus aspectos exteriores. Saint-Exupéry ha sabido transmitirnos lo esencial que hay en ellos, sus ocupaciones y no sus aspectos físicos, sus costumbres o los lugares de residencia.
El Principito no es excepción, no necesita muchas más páginas. Las que en él constan son suficientes para que el lector atento y avezado reflexione sin agobio sobre ellas, para que no lo lea a la ligera sino que lo disfrute y vaya más allá del primer significado. Hay que escudriñar las palabras, las frases, el contexto. Saint-Exupéry cuenta con la complicidad del lector audaz e inteligente que sepa incluso leer entre líneas. (Se sabe que Tierra de los hombres estaba escrita en unas cuatrocientas páginas y, que después de desechar “ganga” o repeticiones innecesarias, la novela quedó reducida a ciento ochenta y una... Y Vuelo nocturno es todavía más corta, más breve. Esto demuestra que el afán mesurado del Saint-Exupéry lo llevó a escribir –publicar– lo indispensable que pudiera permitir al lector sin premura meditar sobre el texto organizado).
Unos están apuntados con buenas pinceladas, mientras que otros están descritos –aunque también con brevedad– muy acertadamente en la representación de sus respectivos papeles. Basta con ellos para adentrarnos con seguridad en la gran alegoría que El Principito. A veces podemos dudar del esquematismo con que están bosquejados sin ninguna descripción de sus aspectos exteriores. Saint-Exupéry ha buscado lo esencial que hay en ellos, sus ocupaciones, no sus aspectos físicos, sus modos de vestir, sus costumbres ni sus lugares de residencia. Solamente del principito se dice que tiene los “cabellos de oro”. De ese color los tenía Saint-Exupéry cuando era niño; incluso lo motejaban como “Rey Sol”.
(Queriéndonos mostrar su aspecto, cuando era niño, Saint-Exupéry nos describe la carita de un niñito polaco durmiendo en el regazo de su madre, durante un viaje en tren –que nos describe en Tierra de los hombres–).
Para él “los principitos de las leyendas no eran diferentes de aquel niño”. Aquella imagen le pareció muy tierna; estaba protegido por sus padres amorosos, afectuosos; y el niño de frente lisa era adorable...
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