Aquel niño que nunca fui - Luis Rielo Morejón - E-Book

Aquel niño que nunca fui E-Book

Luis Rielo Morejón

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Beschreibung

Esta es la historia de un niño que en los parajes tan inhóspitos de una ciénaga, no renunció nunca a convertir en realidad una quimera. Y es que al ver una película del cine silente, El Zorro, la valentía y la destreza del personaje ganaron un lugar en su corazón, algo parecido a un amor a primera vista, y un pensamiento se apoderó de él "cuando sea grande voy a hacer lo mismo, voy a ser artista". Esa meditación podría pasar, tal vez, como una idea simple para los que ignoran esta historia. El disfrute de este libro es una novela de obstáculos y peripecias de ese gran actor que es Luis Rielo, Malpica, Matías, el Sargento Asin y otros tantos.

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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org) o entre la webwww.conlicencia.comEDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Edición y corrección:

Norma Gálvez Periut

Diseño interior, cubierta y composición:

Seidel González Vázquez (6del)

Diseño interior y composición de la segunda edición:

Valentín Frómeta de la Rosa y Ana Irma Gómez Ferral)

Epub:

Valentín Frómeta de la Rosa y Ana Irma Gómez Ferral

© Sobre la presente edición:

© Luis Rielo Morejón, 2019

© Editorial enVivo, 2023

ISBN:

9789597268697

Instituto Cubano de Radio y Televisión

Ediciones enVivo

Edificio N, piso 6, Calle N, no. 266, entre 21 y 23

Vedado. Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba

CP 10400

Teléfono: +53 7 838 4070

[email protected]

www.envivo.icrt.cu

www.tvcubana.icrt.cu

Índice de contenido
PORTADA
Portadilla
Créditos
Agradecimientos
De los sueños de un niño
PRIMERA ETAPA
Comienza mi historia
La historia de mi familia
Las aventuras con la vaca de Anacleto
Los juegos de mi infancia
El vendedor ambulante
Horquita y sus recuerdos
Una nueva aventura
Comienza una nueva etapa
Así era nuestra vida en la Ciénaga
Un nuevo bregar
Otras anécdotas
El sueño de ser artista
GALERÍA PRIMERA ETAPA
SEGUNDA ETAPA
La Habana, así
Mi vida de bodeguero
El camino del artista
GALERÍA SEGUNDA ETAPA
TERCERA ETAPA
Usted sí
Mis comienzos en la televisión
Ya soy actor
GALERÍA TERCERA ETAPA
CUARTA ETAPA
Y sigue mi vida
Mi familia, joyas preciosas
Recuerdos memorables
Momentos inolvidables de la pesquería
Los ochenta y un nuevo rumbo
La radio una nueva etapa
Memorias de una larga vida en la actuación
GALERÍA CUARTA ETAPA
QUINTA ETAPA
Epílogo de un actor
Fragmento de diario
Cuento La Última Palma
Poesías
Epílogo
GALERÍA QUINTA ETAPA
SOBRE EL AUTOR

Quiero dedicar esta memoria a este maravilloso pueblo que tantas muestras de cariño y respeto me han profesado

A mis padres, a mis hijos, hermanos, nietos y bisnietos

A los actores y actrices jóvenes que comienzan en este deslumbrante y difícil mundo de la actuación

A mis compañeros y amigos

A Josefa Bracero, mi vieja amiga

A mi mujer, que en los momentos difíciles estuvo a mi lado

Agradecimiento especial a mis amigos Manolo y Adelfa, quienes transcribieron este manuscrito

A los doctores Alejandro Hernández, Javier Sánchez y Lorenzo Daniel Llerena del Instituto de Cardiología

Especialmente a mi hijo Ricardo, fallecido el 16 septiembre de 2018

A todos, Gracias

De los sueños de un niño

Pocas veces ante una entrevista experimenté el deseo de escribir una novela, motivada por la historia de un niño que allá en parajes tan inhóspitos de una ciénaga, no renunció nunca a convertir en realidad una quimera.

Aquel sueño del niño que nunca fue, como me dijo, lo comenzó a tejer con solo seis años, cuando su padre lo llevó para que lo ayudara con un horno de carbón que estaba haciendo, en la Ciénaga de Zapata, del centro cubano… y entre el mosquito, el jején y la humedad, tuvo el gran enfrentamiento a su realidad. Era el cuarto hijo de los siete que tuvo la humilde familia de madre cubana y padre español, recta, muy honrada, pero extremadamente pobre.

Por suerte la familia comenzó a deambular de lugar en lugar, buscando, mejor calidad de vida. Aunque en ninguno de estos sitios del campo profundo había electricidad, por tanto no sabían lo que era el radio, ni el cine. Al fin en un batey llamado María Dolores, comenzaría la prole guajira a ir a una escuelita rural, y allí conocieron lo que constituyó una novedad maravillosa: la electricidad. Y en una nave, cada domingo, proyectaban una película.

Ante aquel sortilegio, el niño que nunca lo fue, llamado Luis Rielo, encontró un camino colmado de obstáculos, pero que al fin lo conduciría al mundo imaginado, al arte.

Y es que ante su asombrada mirada vio una película muda, pero la presencia de El Zorro... la valentía y la destreza del personaje ganaron un lugar en su corazón, algo parecido a un amor a primera vista, y un pensamiento se apoderó de él “cuando sea grande voy a hacer lo mismo, voy a ser artista”.

Esa meditación podría pasar, tal vez, como una idea simple para los que ignoraran esta historia. Y menos si hubieran conocido al muchacho cargado de frenillos y que, para colmo arrastraba una erre maldita, como él aseveraba...

Y en la medida que ya, convertido en un actor total de la televisión, compartía conmigo la narración de su vida, le dije: más que una entrevista, el tránsito hasta aquí, merece una novela, por lo menos un amplio texto, que sirva de legado a las nuevas generaciones.

Por eso cuando Luis Rielo me pidió humildemente que redactara un prólogo a sus memorias, me sentí muy halagada, era como un valioso laurel que me entregaba este hombre, surgido desde lo más humilde del pueblo, a quien descubrí, precisamente, en su primera aventura.

Se trataba de un clásico, La marca del Zorro, de Johnston McCulley, que estuvo cerca de un año en el aire en 1964. Programa que adaptó y dirigió Silvano Suárez, el fundador del espacio de las 7 y 30 por el canal 6, el que entregó la máscara a otro grande, Julito Martínez.

A esta le siguieron más de treinta, en las que participó, dirigidas por exigentes realizadores, entre ellos el maestro del género, Erick Kaupp.

Pero no fueron solo las aventuras, sino cuentos, programas humorísticos, novelas de la literatura universal y cubanas. Entre ellas, nos dejó al estelar Matías, de Sol de Batey, un clásico de Dora Alonso. Novela adaptada y dirigida por el profesor Roberto Garriga. Con ella en 1985, la novela cubana inauguró el color en este espacio y, también los 57 minutos de duración de forma diaria. El teatro en televisión, también se nutrió de su talento…

Casualmente de negro, de finales de la década del 2000, fue una versión del teatro original de Maritza Kirchhausen. La última obra que dirigió con profundo nivel profesional el amigo Vicente González Castro. Y para el personaje central llamó al actor Luis Rielo que hizo una maravillosa interpretación. Tendido sobre un camastro, solo acompañado por su fiel perrita [también en la vida real llamada, Merringa. Y aquí solo su expresión fue el lenguaje maravilloso.

Sobran mis palabras, dejo el espacio al protagonista de la interpretación más fabulosa, porque es su PROPIA VIDA.

Felicidades amigo por el retardado Premio Nacional de la Televisión por la obra de la vida, y sobre todo por esa existencia, que parafraseando al poeta cubano José Ángel Bueza, no pasará sin saber que pasaste, porque tu huella es indeleble.

Josefa Bracero Torres

PRIMERA ETAPA

Comienza mi historia

Hoy es 24 de Julio de 2018, se cumplen 85 años de estar caminando por este mundo, entre llamadas telefónicas y saludos personales, transcurreel día, algo cansado me siento en mi sillón preferido y mi mente desciende a la velocidad del rayo.

Me veo a los 4 años con unos pantaloncitos cortos con tiranticos y descalzo, correteando con un pedazo de palo a modo de caballo, detrás de las gallinas como si fueran reses. Esa es la primera imagen que tengo de aquel niño que nunca fui.

Poco a poco afloran otros recuerdos, y como en una película pasan por mi mente, esto es lo que iré construyendo y contando.

En aquella época ser un niño era solo por la edad, en realidad con cuatro o cinco años en zonas rurales y familias pobres ya tenías que trabajar, no se podía pensar en juegos ni en la escuela, no solo porque la escuela estaba muy lejos de donde vivías, sino porque había que ayudar a mantener la familia o procurar el sustento.

Mi casa estaba como a cien metros de la del dueño de la finca, un gallego alto y fuerte, que era el esposo de una hermana de mi papá. La finca se dedicaba a la cría de reses y mulos y ese ganado era sagrado (este lugar se llama San Manuel de Pita [1].

Nosotros nos abastecíamos de agua en un molino de viento que estaba al fondo de la casa del dueño y servía de bebedero de los animales; si había uno de ellos bebiendo teníamos que esperar a que terminara y se fuera, si aparecía otro, lo mismo, a veces esperábamos un gran rato para llegar a la bomba y llenar el cubo.

Nuestra casa estaba como a medio kilómetro de la Ciénaga de Zapata; de la cual nos separaba una especie de sabana que constituía el monte cerrado de la costanera. De ahí hasta el mar solo había monte y pantano, con una inmensa cantidad de animales salvajes. Lo mismo se podía encontrar un perro jíbaro, un cocodrilo, un venado, una colmena de abejas o un panal de avispas y, por supuesto, algo que nunca faltaba, una inmensa cantidad de mosquitos y jejenes. De entre ellos había un mosquito grande que le decían jagüey, que te hacía la vida imposible.

Un día que mi padre estaba haciendo un horno de carbón me llevó con él para que lo ayudara en el acarreo de los troncos de madera. Yo tendría entonces seis o siete años, el primer día a la hora de dormir me cubrió con gajos de los árboles que había cortado para que los mosquitos no me picaran y me dejaran dormir; en realidad ni uno solo lo hizo. Pero desde la tierra empezaron a salir jejenes y aquello fue un verdadero infierno. Esa noche no pude dormir y amanecí con todo el cuerpo inflamado, lleno de puntos rojos; mi padre tuvo que regresarme de vuelta a la casa y ahí terminó una primera experiencia de carbonero. Ya después vendrían otras, pero no tan dolorosas.

La historia de mi familia

Mi historia familiar es muy particular, mi abuelo paterno fue un soldado español que al terminar la Guerra del 95 se casó con mi abuela y regresó a España donde nació y vivió mi padre hasta los 10 años. La familia regresó a Cuba con tres hijos más. Yo nunca llegué a conocer a este legendario abuelo.

Mi padre se casó y vivió en lugares que nunca conocí hasta que se mudó para San Manuel de Pita, la finca de mi tío y es de este sitio de donde tengo mis primeros recuerdos. En aquella época los campesinos como mi padre, que eran asalariados, no tenían nada, había que conformarse con una casa para vivir y trabajar para el dueño. Cuando este le pagaba no alcanzaba ni para comer.

Por hacer carbón a mi padre le pagaban a 40 centavos el saco y se pasaba 15 ó 20 días en medio de la Ciénaga para hacer 30 sacos. Cuando hacía polines, o sea, los travesaños de la línea del ferrocarril, había que tumbar el árbol, cortarlo a la medida y con el hacha darle la forma. Todo eso tenía que ser con madera dura. Hubo días que no llegaba a hacer uno. Al terminar la cantidad que le habían encargado los recogían en una carreta y le pagaban 50 centavos por cada uno. Lo triste era que el dueño lo vendía a dos pesos (no importaba si el dueño era o no pariente del campesino). Recuerdo la imagen de mi padre llegando a la casa, sucio, con la camisa rota, barbudo, sentado en un taburete en el portal, callado. Como si estuviera triste mirando fijo al horizonte. Ahora, con esa imagen en mis recuerdos, es que entiendo el por qué de esa tristeza y ese dolor en su rostro.

Las aventuras con la vaca de Anacleto

En la finca había una vaca, que era una fiera a la que le decían “la vaca de Anacleto” y a toda persona que no fuera Anacleto le fajaba. Era linda, flaca, pero muy fuerte, de color cenizo y los tarros finos como estiletes.

Tengo dos experiencias bastante desagradables con ella. Una tarde mi hermano y mi hermana menor inventamos ir a cazar un sijú platanero, aún hoy no sé por qué le llamaban así, pues en mi vida había visto una mata de esa fruta por todo aquello y mucho menos la había comido, sin embargo si proliferaban muchos animalitos de esos.

Con pelos de la crin de caballo tejimos un cordelito, le hicimos un lacito que amarramos a la punta de una vara y con ella al hombro partimos hacia un cayo del monte que había en la finca, ya dentro de él vimos uno que estaba durmiendo (esos animalitos cazan de noche y duermen de día) posado en una rama hecho una pelota. Solo se le veía la cabeza redonda y los ojos grandes abiertos (ellos de día no ven). Con bastante trabajo pude al fin meterle la cabeza en el lacito y el esfuerzo fue aún mayor para desprenderlo de la rama; trofeo al hombro salimos del montecito, cantando y brincando cuando de pronto mi hermana gritó: “Ahí viene la vaca de Anacleto”.

Eso fue suficiente para que los seis piececitos salieran volando hacia una cerca de alambre que protegía la finca. Todavía hoy no sé cómo la pasamos, pues después no podíamos salir ya que la cerca era de alambres de púa, no cabíamos entre pelo y pelo por la distancia tan corta entre ellos y las púas.

La dichosa vaca nos custodiaba y no se iba. Mi hermanita solo daba gritos de pánico. Poco a poco la vaca se fue alejando hacia el rebaño que estaba a lo lejos y nosotros sin poder salir, vociferando por papá. Al fin apareció mi papá con Anacleto, que era quien ordeñaba la vaca y era un trabajador de la finca que al oír los gritos de muchachos pidiendo ayuda, y no estar nosotros en la casa, fueron a ver si éramos nosotros los que gritaban. Con mucho trabajo lograron sacarnos de allí, nos llevamos el sijú para soltarlo por la noche.

Cuando llegamos a la casa, mi mamá que era la jueza e inquisidora de todo lo que hacíamos, nos dio una soberana zurra con el cinto que siempre tenía detrás de la puerta, como para que nunca lo olvidáramos. Así terminó la aventura del sijú.

En una finca donde hay mucho ganado siempre hay bastante torete y entonces en un solo día se capan varios. Los tumban, les amarran las cuatro patas y le meten los testículos entre dos palitos, parecidos a las claves que usan los grupos de músicos campesinos, pero más largos, los amarran por las puntas le dan una vuelta y comienzan a darle golpes con otro madero, el animal da un berrido de espanto, hasta triturar los cordones de los mismos. En ese tiempo no existía la cirugía con que se hace hoy esa operación y tenían que sufrir mucho para pasar de torete a buey.

Frente a mi casa había un montecito de marabú, detrás un lagunato que siempre estaba lleno de patos y un día se nos ocurrió, a mis hermanitos y a mí, ir a cazar paticos, que eran muy lindos, para criarlos con las gallinas.

Para allá partimos los tres con ese espíritu de aventura que tienen los niños. Al llegar al lagunato nos encontramos una gran cantidad de paticos de color amarillo, corriendo a una velocidad tremenda, se escondían dentro de la yerba y nosotros corriendo detrás hasta que al fin agarramos uno.

Con él en las manos empezamos a hacer planes de cómo criarlo y cómo le daríamos de comer, volvimos para la casa y con el objetivo de no darle vuelta al montecito de marabú, cogimos por una trocha que habían hecho cuando lo cortaron para hacer carbón

El marabú tiene una espina larga y fuerte como un clavo, íbamos por la orilla sorteando los obstáculos, cuando oímos un estruendo detrás y era la vaca de Anacleto que de nuevo nos perseguía. Nos olvidamos de las espinas, del patico y echamos a correr por encima de la trocha. La vaca iba detrás, cada vez se nos acercaba más, hasta que vimos un clarito dentro del marabusal y por ahí nos metimos. Era como un túnel dentro del marabú por donde la vaca no cabía, pero la muy brava, se plantó delante de nosotros bufando como un demonio y mis hermanos y yo dando gritos de espanto.

Es increíble la distancia que en el silencio del campo recorre una gritería. Allí se apareció de nuevo Anacleto con mi hermano mayor y se llevaron a la vaca. Regresamos a la casa, asustados, sin el patico, pero por supuesto con otra buena tanda de cintazos.

Los juegos de mi infancia

En el campo, en mi época, no se sabía lo que era un juguete, salvo los que nos inventábamos nosotros mismos, por ejemplo: la suiza, el pin pon, la quimbumbia, la pelota de trapo[2], los cocuyos, las botellas amarradas como bueyes, etc.

Por las noches cazábamos cocuyos haciendo con la boca un ruido como de tambor y venían, cogíamos los más grandes y los metíamos en una botella de cristal, que cuando las sacudíamos los cocuyos prendían la luz y si era de noche la botella se iluminaba como un bombillo; pero había que moverlos constantemente porque cuando están tranquilos, los cocuyos se apagan.

Ellos hacen un movimiento con la cabeza como un tic nervioso y la levantan dejando ver como un ganchito y ahí le metíamos un palito de hoja de guano que se quedaba trabado. Con dos cocuyos grandes hacíamos lo que nuestra imginación registraba como una yunta de bueyes.

Desde la finca de mi tío hasta Horquita había una especie de camino real y como a un kilómetro una trinchera que hicieron los españoles, estaban regadas por todos lados botellas de barro, las que enyugábamos como bueyes y las correteábamos por todo el patio. También cogíamos un palito, le hacíamos una punta y con otro le dábamos un golpecito y cuando saltaba la bateábamos, medíamos la distancia con el palito y el que más tantos hiciera era el que ganaba.

Pero había otros juegos para mayorcitos como el chucho escondido, la gallinita ciega o el juego de las prendas y con eso nos entreteníamos los niños cuando podíamos.

El vendedor ambulante

En el campo había un comprador/vendedor que lo mismo compraba un pollo que vendía una lata de azúcar por un centavo, o que la cambiaba por un huevo, venía todas las semanas, montado a caballo, con las alforjas llenas de chucherías y en la parte delantera traía colgado todo lo necesario para una casa, desde un jarro con asa, una cazuela, un machete, una navaja de afeitar, un calmante, un jarabe. Toda esa mercancía la cambiaba lo mismo por dinero, por huevos, por un chivo, un carnero, un puerco, de acuerdo al valor de lo que vendía.

En la sala de mi casa había una barbacoa que tenía un palo que sobresalía para colgar cosas. Un día, el vendedor ambulante le dijo a mi mamá que le cuidara una lata, de las que entonces se usaban de cinco galones, llena de huevos que él iba para la Ciénaga y que al regreso la recogería.

Yo estaba cortando yerba para los chivos cuando se amarraran por la noche. Y desconocía que en esa lata había huevos, llego, tiro el machete para la barbacoa con tan mala suerte que choca con el borde de la misma y cae dentro de la lata. El machete tenía un cabo de tarro de buey y pesaba bastante. La lata tenía huequitos en el fondo, al cabo de un ratico comienza a salir un chorrito amarillo por el fondo de la lata y mi madre al ver aquello preguntó qué fue lo que pasó y yo, con la mayor de las inocencias, le digo: “Ná”, mamá, yo, que tiré el machete y cayó dentro de la lata” y eso fue lo suficiente para que saliera como un rayo a buscar el dichoso cinto y salí corriendo que ni las paticas se me veían.

Me escondí hasta por la noche, cuando estaban comiendo llegué y me senté al lado de mi padre, pensé que ya no existía peligro, que había pasado la tormenta, pero mi mamá me agarra por un brazo y ahí mismo comenzó la fiesta de los cintazos y la gritería mía. Esa noche me quedé, como es natural, sin comer.

Horquita y sus recuerdos

La ignorancia y la miseria a veces se dan la mano. En el camino que iba para Horquita había una ceiba grande, muy linda, a la que le tenía tremendo miedo porque decían que ahí salían muertos. No recuerdo a qué íbamos a Horquita mi hermano mayor y yo, él iba en una yegua y yo en una potranca, al pasar frente a la ceiba, mi hermano echó a correr con la yegua y era la primera vez que yo montaba solo, la potranca le cayó atrás y me tumbó. Él siguió de largo, yo corriendo y gritando por miedo a los muertos y porque estaba solo. Al fin mi hermano me oyó y vino a recogerme. Creo que esa fue la única vez que pasé solo frente a la ceiba.

En esa época había una ignorancia terrible, siempre había cuentos de fantasmas y aparecidos que se hacían, les metían miedo a los niños con todas esas cosas, que en su inocencia creían todo lo que se decía, y se le tenía pánico a la oscuridad y a los muertos.

La noche en el campo era de una obscuridad total, no se veía nada y el silencio era absoluto, solo se oía el zumbido de los grillos, el graznido de una lechuza y uno más que otro ladrido de un perro. El miedo te dominaba.

Al oeste de mi casa había otra ceiba que estaba algo alejada, en medio del monte cienaguero, y por esa zona por las noches se veía una luz azulosa que salía del monte y flotaba ondulando hasta que desaparecía. Eso bastaba para que al otro día los más viejos afirmaran que era un alma en pena y mil cosas más.

La ignorancia crecía y el miedo también. Muchos años después supe que eso era fuego fatuo, producido por animales muertos que al reventar producen gas luminoso.

Hay una época del año en que muchos cangrejos entran y días después salen de la Ciénaga, ver aquello era un espectáculo muy lindo a los ojos de un niño, pero por las noches el ruido de esos animalitos subiendo por las paredes no te dejaba dormir.

Con la miseria que vivía el campesino y el hambre que pasaba, la ignorancia le hacía más horrible la vida. Por ejemplo, en mi casa no se comía pescado, porque según mi mamá tenía peste, cuando podíamos comerlo aunque fuese hervido, ni jicotea cuando esa carne era segura, ni gallina porque ponía huevos para cambiarlos por azúcar, ni pollo porque eran para cuando alguien se enfermaba. Pero los gavilanes y las carairas no había una semana que no se comieran alguno y nosotros pasando hambre.

La dieta diaria era harina de maíz con una cucharada de azúcar prieta por encima, el azúcar gracias a los huevos que se cambiaban.

La casa más cercana a la nuestra estaba cerca de la ceiba donde me caí, monte adentro, y esa familia sí comía cangrejo y a cada rato pasaba por frente a mi casa uno de ellos, llamado Cirilo, con un saco a la espalda lleno de cangrejos. Y por el hecho de comer esos bichos todos le teníamos asco. Les decíamos los “come cangrejos”.

Un día Cirilo pasó por frente a mi casa con un saco a la espalda, lleno de cangrejos, corriendo a una velocidad increíble y dando unos gritos que más bien parecía un chivo berreando. Después sabríamos por qué. Resulta que un cangrejo sacó una pesuña por un hueco que tenía el saco y se le prendió a un costado y no lo soltaba. Eso le valió desde ese día el sobrenombre de Cirilo el “corre cangrejo”.

En el campo ver a un niño con zapatos era ser hijo de un hacendado, un campesino pudiente o un guardia rural. Pero el campesino “campesino”, ese que trabajaba como arrendatario la tierra o lo que encontraba en el campo, no tenía dinero con qué comprárselos a sus hijos por más que se rompiera el lomo.

Yo, por ejemplo, a los seis años no sabía lo que era eso. Mis hermanas mayores iban a una a una escuela en San Ignacio, un batey a más de dos kilómetros de mi casa. Papá también quería mandarme porque ya tenía edad para ello y no quería que me quedara “burro”, como se le decía a los que no sabían leer ni escribir. La palabra analfabeto la conocí muchos años después.

Con gran sacrificio mi padre me compró un par de zapatos de lona muy lindos que me quedaron demasiado chiquitos y se salvó mi hermano menor y yo no pude ir a la escuela, así que me quedé sin zapatos y sin escuela. Lo que pasaba era que al andar seis años descalzo, en las plantas de los pies se forma un callo muy duro, -creo que por eso cuando la vaca me cayó atrás ni una sola espina de marabú se me encajó-, los dedos se desparraman y como es lógico el pie crecía deformado.

Una nueva aventura

Una mañana mi hermano mayor me despertó para que lo ayudara a llevar una puerquita que teníamos a un amigo de mi papá, que vivía Ciénaga adentro para echarla con un verraco.

Así empezamos esa larga caminata, él llevando la lechona por una soguita y yo dándole golpecitos con una varita para que caminara, pasamos por delante de la ceiba de la Ciénaga con el miedo a los muertos que salían y pensando que en cualquier momento me iban a tocar por la espalda. Nos fuimos adentrando en el monte espeso de la Ciénaga, yo dando brinquitos y arreando la lechona como si fuera una vaca, cuando de pronto mi hermano me grita: “Corre, Luis, que ahí vienen”.