Entre la obligación y el placer - Karen Templeton - E-Book

Entre la obligación y el placer E-Book

KAREN TEMPLETON

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Beschreibung

Joe Salazar podía criar a su hermanito huérfano y ocuparse de su trabajo sin ayuda de nadie. Lo que no sabía era cómo actuar en aquel estrafalario pueblo donde las personas se preocupaban las unas por las otras. Personas como Tylor McIntyre, que había hecho maravillas por su hermano, pero que a Joe le daba mucho miedo. Jamás había conocido a una profesora que le hiciera sentir tanto deseo con sólo notar que lo miraba...

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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2004 Karen Templeton-Berger © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Entre la obligación y el placer, n.º 102 - septiembre 2018 Título original: Everybody’s Hero Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-893-2

Capítulo 1

EL grito del niño le atravesó el corazón. Aunque, en realidad, Taylor no entendía cómo había podido oírlo por encima del estruendo que formaban los pequeños que estaban corriendo como locos de un lado a otro en la escuela dominical. Miró por la ventana y vio a un hombre que estaba junto a un todoterreno manchado de barro, y vio al niño que lloraba agarrado a él como si fuera a caerse por un precipicio si se soltaba.

—Vigila a los niños, Blair, ¿de acuerdo? —le dijo a la adolescente de pelo caoba mientras salía por la puerta. Se protegió los ojos del sol de junio con la mano. No eran ni las ocho de la mañana y el calor ya era sofocante en el aparcamiento. Aquel día prometía ser de los de querer quitarse la ropa. Entonces, una porción de sombra la libró de la luz cegadora y el calor adquirió una nueva dimensión.

Y ni siquiera veía bien la cara del hombre.

Tenía una espalda fuerte y ancha, y un trasero estupendo. Llevaba una camisa de color caqui y unos vaqueros gastados. El pelo era oscuro y brillante, con algunos reflejos rojizos. Y era alto, tanto como para llamar la atención de una chica.

Y como para hacer que la libido controlara por completo al sentido común.

Didi le había hablado de Joe Salazar el día anterior: Se quedaría allí durante el verano para supervisar las obras de remodelación del motel de Hank Logan, el Flecha Doble. Aunque, a juzgar por el niño tan triste que estaba llorando en sus brazos, a Taylor no le cupo duda de que tenía bastantes más cosas de las que preocuparse que de la remodelación del hotel.

—No me dejes, Joe, por favor, no me dejes aquí...

—Eh, colega... ya hemos hablado de esto, ¿no te acuerdas? —le decía Joe, mientras le acariciaba la espalda con sus dedos largos y bronceados—. Hay muchos más niños aquí...

—¡Pero no los conozco! ¿Y si son malos? ¿O no les caigo bien?

—Lo sé, lo sé, esto da un poco de miedo. Y créeme, yo tampoco quiero dejarte aquí...

—Entonces, ¿por qué me dejas?

Taylor vio cómo Joe dejaba al niño con suavidad en el suelo y lo miraba a los ojos.

—No puedo hacer otra cosa, Seth —le dijo con ternura, mientras le acariciaba el hombro—. Lo sabes. Tengo que trabajar, y no puedo posponerlo más. Hay mucha gente que depende de mi trabajo, y yo no podría trabajar si estoy todo el rato preocupado de que tú te hagas daño. No es seguro que andes por una obra, ¿sabes? Además, te aburrirías muchísimo...

—¡No me importa! Y no me haré daño, ¡te lo prometo! Soy mayor para cuidarme. Antes estaba en casa solo todo el tiempo.

A Taylor se le encogió el estómago al oír aquello, mientras Joe se incorporaba.

—Puede ser, pero ahora las cosas son diferentes. Y yo podría meterme en problemas si no me asegurara de que estuvieras bien atendido mientras estoy trabajando. Así que...

Pero el chico vio a Taylor y retrocedió, sacudiendo la cabeza y llorando. Joe se volvió y la vio también.

—Deja que adivine —dijo ella, con una sonrisa, a modo de saludo, mientras se metía las manos en los bolsillos traseros de los pantalones cortos—. A alguien no le apetece mucho la idea de quedarse en una escuela de verano.

A ella le pareció que los ojos oscuros de Joe despedían una mirada de molestia y que la mandíbula se le tensaba, lo contrario de la ternura que le había dedicado al niño unos segundos antes.

—Llegamos anoche y hablé con la mujer del pastor —dijo él—. Soy Joe Salazar. Y éste... —le revolvió el pelo rizado al niño—, es Seth.

—Sí, lo sé —respondió Taylor suavemente, y miró al niño, que la observaba con cautela. Señor, le entraron ganas de abrazarlo, pero estaba segura de que al niño no le gustaría y de que, además, haría falta mucho más que uno o dos abrazos para librarlo de la tristeza que le hundía los hombros—. Didi me habló de vosotros y me dijo que probablemente traerías a Seth esta mañana.

El niño se pegó a Joe y la miró con una desconfianza descarada. Aquello provocó otra expresión de agobio de su padre.

—Me parece que tenemos un problema —dijo Joe.

—Ya veo —respondió ella, y sonriendo, se presentó—: Soy Taylor McIntyre. Llevo la escuela de vacaciones con Didi. ¿Cuántos años tienes, Seth? —le preguntó al niño.

Hubo una larga pausa.

—Ocho.

Ella se agachó a su lado, intentando parecer lo menos amenazadora posible.

—Sé que estas cosas dan mucho miedo —dijo suavemente—, pero me parece que tu padre tiene mucho trabajo que hacer y...

—Joe es mi hermano —dijo el chico—. No mi padre.

Taylor miró hacia Joe, y se encontró con la expresión cautelosa de su semblante. ¿El hermano de Seth? Parecía que tenía más o menos su edad, pensó Taylor, o como mucho, unos treinta años. Eso significaría que el niño era unos veinte años más joven. Sin embargo, por la cara de Joe supo que cualquier pregunta que tuviera que hacerle tendría que esperar. Ella no era precisamente una experta en procesos de pensamiento masculino, pero en su experiencia, los hombres con expresiones pétreas como Joe Salazar no era las almas más abiertas del mundo.

Y, de nuevo, un gesto de frustración por su parte se lo confirmó a Taylor.

—Lo siento —le dijo él—, pero tengo una cuadrilla de obreros esperándome, y de verdad necesito...

—Entendido —sonrió a Seth, intentando hacer caso omiso de cómo el niño se estaba mordiendo el labio inferior—. De acuerdo, cariño, vamos a entrar y...

—¡No!

Pero Joe tomó al niño en brazos y se encaminó hacia el edificio. Por encima de los murmullos de «todo va a salir muy bien, colega», a Taylor le llegó otra oleada de feromonas con la brisa caliente.

Mentalmente, las controló, y siguió a Joe y a Seth adentro.

Aquel lugar estaba abarrotado de niños.

Completamente plagado. Eran como hormigas sobre un caramelo. Con el sudor cayéndole por la espalda, Joe observó, vagamente horrorizado, cómo mucha gente bajita se arremolinaba alrededor de las mesas de la habitación. Todos estaban riéndose y chillando como locos, como niños normales, consiguiendo que él se sintiera incómodamente consciente de lo poco acostumbrado que estaba a los críos.

Igual de consciente que se sentía al estar con aquella pelirroja con la cara lavada y las caderas redondas, que olía a jabón.

—¿Siempre es así? —le preguntó.

—Realmente no —respondió ella, aunque tuvo que levantar la voz para que la oyera. Y acercarse. Acercarse no era bueno. Un avión de papel sobrevoló sus cabezas, y una docena de niños los rodeó para recogerlo. Seth se pegó a la cadera de Joe, vibrando como la cuerda de una guitarra—. Una vez que comenzamos oficialmente, a las nueve —dijo—, las cosas se calman bastante.

Joe frunció el ceño.

—No veo a muchos adultos por aquí.

Taylor se volvió con la cara iluminada por una sonrisa que fácilmente podía entrar entre las diez mejores sonrisas femeninas en la lista de Joe. Quizá entre las cinco primeras.

—Eso es, probablemente, porque los niños las han atado fuera.

Él frunció el ceño, por varias razones. Porque lo estaba matando tener que dejar a Seth allí, cuando sabía que el niño aún no estaba preparado. Porque hacía un calor del demonio. Y porque aquella sonrisa le recordaba que llevaba mucho tiempo sin que hubiera una mujer en su vida, y porque su cuerpo, aparentemente, no tenía ningún problema en recordarle aquel lamentable hecho.

—Era una broma —murmuró ella.

Demonios, ni siquiera era una gran belleza, con todo aquel pelo pelirrojo recogido en una cola de caballo, y su naricita respingona, y la boca ancha, y ni una sola gota de maquillaje. Pero su manera de mirar a Seth, como si tuviera muchas ganas de abrazarlo, lo estaba afectando. Y si aquello no era lo suficientemente malo, ella lo miró en aquel momento, y Joe vio algo en sus ojos verdes que le hizo sospechar que quizá también quisiera abrazarlo a él.

Y aquello lo irritaba, pensó, mirando hacia otro lado. Estaba irritado consigo mismo por medio pensar que no le vendría mal que lo abrazaran en aquel momento, y sobre todo, por una mujer guapa, porque tenía que admitir que se había estado intentando engañar en aquel punto, suave, que olía bien y cuya sonrisa se acercaba al número uno de la lista cada vez que miraba a su hermano, como si pudiera ver su alma dolorida.

—Didi, la mujer del pastor, siempre está aquí, además de mí, de al menos un padre voluntario por cada diez niños, y varias adolescentes que son monitoras juveniles. Didi y yo somos diplomadas en primeros auxilios y en reanimación cardiorespiratoria, y tres de las adolescentes tienen el certificado de salvavidas que expide la Cruz Roja. Es por la piscina vallada que hay en el jardín. Hay detectores de incendio que casi no permiten que se encienda una cerilla, y no se permiten patatas fritas, dulces ni refrescos. ¿Qué te parece?

Él soltó un suspiro de exasperación.

—Perfecto.

En aquel momento, el sonido de un silbato estuvo a punto de conseguir que se le parara el corazón, mientras que todos los niños de la habitación se quedaban petrificados.

—Muy bien, escuchadme todos —dijo la sorprendentemente fuerte voz de Taylor mientras el silbato se le caía de nuevo al pecho—. Me parece que ya habéis gastado suficiente energía. Así que Blair, Liggy, April... ¿por qué no os lleváis a vuestros grupos fuera durante un rato? Y, Blair, llévate al mío también, ¿de acuerdo?

El nivel de ruido descendió notablemente mientras los niños se agrupaban para salir por las dos puertas que había al final de la estancia.

—Impresionante —dijo Joe.

—Gracias —dijo ella, y le sonrió durante un instante. Lo suficiente como para que a él se le quemaran hasta los dedos de los pies.

Seth le tiró del brazo. Todavía tenía los ojos húmedos y estaba claro de que no lo entusiasmaba estar allí, pero al menos, ya no estaba histérico, y Joe se sentía muy agradecido por ello.

—Tengo que ir.

En las tres semanas que Seth llevaba en su vida, Joe había aprendido el significado de aquello. Miró a Taylor.

—¿Dónde están los servicios?

—Por allí. Venid conmigo.

El niño entró en el servicio y mientras, Taylor y Joe fueron hacia la recepción. Taylor se metió detrás del mostrador y sacó un formulario de solicitud y una hoja de precios de un cajón.

—Sólo será un segundo —le dijo, mientras le entregaba un bolígrafo—. Necesito el nombre y la edad de Seth, y tu nombre y un número de teléfono para poder ponerme en contacto contigo mientras él esté aquí. Ah, y cualquier alergia que tenga. El horario de la escuela de verano es de nueve a tres, por lo general, pero casi siempre tenemos a algunos niños que necesitan quedarse hasta las seis, más o menos.

—Yo vendría a recogerlo a las cuatro, si es posible. Acordé con él que terminaría de trabajar a esa hora —le dijo Joe mientras rellenaba el formulario, intentando ahogar el pánico que había sentido al darse cuenta de que no sabía qué alergias podía tener Seth.

—No hay problema.

Joe frunció el ceño.

—Todos los precios son sólo sugerencias —leyó en voz alta—. ¿Qué significa eso?

—Significa que ésta es una ciudad pequeña, y que a veces la gente está mal de dinero. Y Didi prometió, cuando su marido y ella llegaron al pueblo y montaron la escuela, que nunca le negarían la entrada a ningún niño porque sus padres no pudieran pagar. Y, si me preguntas cómo lo consigue, te diré que tiene… mmm… contactos.

—¿Es una de esas mujeres del tipo de «Dios proveerá»?

Taylor se rió.

—No. Se encarga ella misma de las provisiones. Organiza mercadillos, lava coches, hace carnavales, lo que sea con tal de conseguir fondos. Y cuando no lo consigue, no tiene ningún escrúpulo a la hora de conseguir que alguien suelte una donación.

Y entonces, ella sonrió de nuevo, pero en aquella ocasión, la sonrisa fue acompañada de una mirada abierta y directa, tan ingenua como la de un niño. Pero mucho más potente. O, al menos, para un hombre que había estado mucho tiempo sin mirar a los ojos de una mujer. Y, para su sorpresa, esa sonrisa y aquellos ojos le llegaron muy profundamente, más allá de toda la pesadez que sentía y que había empezado a pensar que lo acompañaría para el resto de su vida.

—Yo nunca había estado una temporada larga en un pueblo. Soy un chico de ciudad —comentó él, para continuar la conversación.

—Yo tampoco, antes de venirme aquí, hace un par de años.

—¿De veras? ¿De dónde eres?

—De Houston —dijo ella, y Joe se preguntó inmediatamente cómo había terminado en el diminuto pueblo de Haven, Oklahoma. Y por qué había acabado allí. Pero preguntárselo le daría a entender que él estaba interesado, y no lo estaba, así que no lo hizo.

Sin embargo, sí tenía mucha curiosidad.

Cuando terminó de rellenar la solicitud se la entregó a Taylor y, al hacerlo, volvió a encontrarse de lleno con la mirada de la mujer.

—Me gustaría preguntarte si hay algo, digamos, fuera de lo normal acerca de esta situación que debiéramos saber —le dijo suavemente, y él se dio cuenta de que no era la única persona que tenía curiosidad.

Y era lógico. Seguramente, no todos los días aparecería un hombre de su edad con un hermano de ocho años de la mano. Sin embargo, aquello no era sobre él, sino sobre Seth, un niño que necesitaba toda la comprensión que pudiera tener. Y la clase de consuelo que Joe no estaba seguro de poder darle.

—Seth y yo ni siquiera sabíamos de la existencia del otro hace tres semanas —dijo él, en voz baja—. Nos conocimos una semana después de que mi padre y su madre murieran en un accidente de tráfico.

—Oh, Dios mío —Taylor dejó escapar una suave exhalación y miró hacia la puerta del servicio de hombres—. Sabía que era algo grave, pero… —se mordió el labio inferior y miró a Joe con una expresión interrogante.

—Había un testamento. Por razones que sólo mi padre conocía, me nombró tutor en caso de que algo les ocurriera a Andrea y a él.

—¿Aunque Seth y tú no os conocierais?

—Al parecer, no hay nadie más —respondió él, y añadió—: Esto ha sido terriblemente duro para el pequeño.

—Y me imagino que tampoco habrá sido fácil para ti.

En la cabeza de Joe sonó una sirena de alerta. Él nunca había permitido que el sentimentalismo afectara a sus sentimientos o a su vida, y no iba a empezar en aquel momento. Sonrió, pero sin buen humor.

—Uno juega las cartas que le tocan.

Seth abrió la puerta del servicio y se acercó a ellos, enmudeciendo cualquier cosa que Taylor fuera a decir. Aunque le costara mucho, Joe se dio cuenta de que tenía que marcharse en aquel momento. Antes de que los enormes ojos marrones de su hermano lo obligaran a quedarse. Y antes de que los ojos verdes de Taylor le hicieran olvidar lo enredada que estaba su vida.

—Muy bien, pues ya estás instalado —le dijo a Seth, y le revolvió los rizos de la cabeza—. Nos veremos a las cuatro.

Al niño se le llenaron los ojos de lágrimas, pero Joe volvió a acariciarle la cabeza y salió del edificio. Mientras arrancaba el motor del coche, tenía el estómago encogido por tener que irse a trabajar cuando su hermano lo necesitaba. Pero si no trabajaba, también abandonaría al resto de la gente que lo necesitaba.

Y no iba a permitir de ninguna manera que ocurriera aquello.

Taylor estaba acostumbrada a ver a muchos niños en sus primeros días de colegio, así que no se sorprendió al notar que las lágrimas de Seth se secaron en cuanto Joe se marchó. Sin embargo, ella no se sintió especialmente aliviada. La aceptación superficial de un hecho no significaba lo mismo que estar conforme con la situación.

Una observación que valía también para el hermano mayor. Al pensar en él, Taylor sintió un cosquilleo en el estómago.

El niño estaba inmóvil en el lugar en donde Joe lo había dejado, con la barbilla temblorosa y mirando fijamente a la puerta. Su unión con alguien a quien había conocido hacía menos de un mes no era tan extraña como pudiera parecer, teniendo en cuenta lo desesperadamente que necesitaría algo o a alguien a quien aferrarse. Perder a unos padres no era fácil en ningún momento de la vida, pero para un niño de ocho años era especialmente difícil. Era lo suficientemente mayor como para entender la pérdida en toda su dimensión, pero no lo suficiente como para entender ni creer que alguna vez en el futuro volvería a sentirse bien.

—¿Seth? —le dijo Taylor suavemente. Después de un instante, el niño se volvió, con una expresión de vulnerabilidad y de miedo que a Taylor le dolió en lo más hondo—. Sé que en este momento no estás muy feliz, pero te prometo que no te diré nada de que todo va a ir bien, porque tú no me creerías de todas formas, ¿verdad?

Una explosión de carcajadas llegó desde la parte de fuera por la ventana abierta. Seth miró hacia el sonido durante un instante, y después otra vez a Taylor. Sin decir una palabra, sacudió la cabeza.

—Mira, haremos una cosa. Normalmente, nosotros hacemos muchas cosas. Jugamos, pintamos, nadamos… Hoy puedes observar lo que hacemos, y si quieres participar en algo, perfecto. No tendrás que hacer nada que no te apetezca. ¿Qué te parece?

Él asintió ligeramente, pero nada más. Ni un poco de alivio.

—Bueno —le dijo Taylor—. Te pondremos con los otros niños de siete y ocho años, lo cual significa que Blair será tu monitora. Te la presentaré cuando entre de nuevo con los otros niños…

—¿No puedo quedarme contigo?

¿Cómo era posible que una cara reflejara tanta pena?

—Oh, cariño… Me encantaría quedarme contigo, pero yo tengo a los niños de cinco y seis años. ¿De verdad quieres estar con... —se inclinó hacia él y le preguntó en voz baja— los bebés?

Taylor se dio cuenta de la lucha que se libraba bajo aquellos rizos, pero finalmente, él sacudió la cabeza. Era asombroso lo pronto que el orgullo masculino comenzaba a funcionar.

—Ya lo imaginaba —dijo ella, mientras los niños comenzaban a entrar de nuevo—. Además, Blair es estupenda.

Ella guió a Seth hacia su grupo y le presentó a los demás niños, susurrándole al oído a Blair algunas pistas sobre Seth. Después, volvió con su grupo.

Hacía mucho tiempo que no se sentía renuente a enamorarse de un niño. Para bien o para mal, así era ella. Y el pequeño Seth Salazar ya había empezado a hacerse un sitio en su corazón. El problema era, sin embargo… que no quería enamorarse de aquel niño. Porque hacerlo significaría tener que tratar a menudo con el guapo, grande y agitador de hormonas de su hermano.

Y si aquello no era una mala idea, Taylor no sabía qué podía serlo.

Capítulo 2

A PESAR de todas las preocupaciones personales que tenía Joe, siempre podía contar con la inyección de adrenalina que suponía empezar un proyecto nuevo para sentir que controlaba la situación de nuevo. Aquella obra sería muy fácil en comparación con la mayoría de proyectos que él supervisaba, pero también lo obligaría a pasar el verano en aquel pequeño pueblo. Un hecho al que había que sumarle su encuentro con Taylor McIntyre, pensó Joe de mal humor mientras recorría la carretera que le llevaba a la oficina del Flecha Doble. Aunque, en realidad, Haven era un pueblo bonito, y la gente a la que había conocido, bastante agradable.

Mientras metía el coche entre dos camionetas en el aparcamiento del hotel, sonó su móvil y lo sacó de sus cavilaciones. Detuvo el motor y respondió la llamada.

—¿Joe? —era la voz ronca de Wes Hinton, su jefe—. ¿Tienes un minuto?

—Claro. ¿Qué ocurre?

—¿Te acuerdas de aquellos terrenos del norte de la ciudad por los que hicimos una oferta el mes pasado?

—¿Los que no conseguimos, al final?

—Sí. La venta se les ha caído, y el agente inmobiliario me ha llamado hoy preguntándome si quería intentarlo de nuevo. Y yo he dicho que sí. Ya sabes que siempre he tenido la idea de que en esa zona de Tulsa encajaría perfectamente un pequeño centro comercial. Así que le hice otra oferta por teléfono, y el agente me dijo que aceptaba.

Joe frunció el ceño.

—Creía que te habías decidido con la promoción de apartamentos de Albuquerque. ¿Crees que podrás con todo?

—Sin agallas no se alcanza la gloria, hijo. Yo siempre he aterrizado de pie, y no tengo intención de cambiar mi forma de hacer las cosas por el momento. Pero te llamo porque... quiero que te ocupes del trabajo.

—Bien, claro, en cuanto tenga esto resuelto...

—No, quiero decir que tienes que ocuparte al mismo tiempo que supervisas las obras del Flecha Doble. Ya tengo tiendas interesadas en conseguir locales, pero si no nos damos prisa, las perderemos.

—No sé, Wes... Tal y como funciona el transporte entre aquí y Tulsa, eso podría ser difícil.

—El proyecto del Flecha Doble es pan comido y lo sabes. Podrías supervisarlo con los ojos vendados.

—Sí, lo sé, pero...

—Y habrá un extra muy bueno para ti. Y ahora que tienes responsabilidades familiares adicionales, ten vendrá muy bien el dinero. Sé lo caros que pueden llegar a ser los niños.

Joe esbozó una sonrisa irónica. Wes sabía lo que estaba diciendo, porque tenía tres hijos adolescentes, dos de los cuales en la universidad.

—Claro que —seguía diciendo Wes—, si no puedes arreglártelas, siempre puedo darle el trabajo a Madison.

Un pájaro se posó unos cuantos metros más allá y comenzó a picotear en el suelo. Mientras lo observaba distraídamente, Joe asimilaba la amenaza velada de su jefe. Durante los últimos meses, Wes había estado diciendo que iba a retirarse a medias cuando llegara el final del año. Y había estado diciendo, también, que Joe sería su sucesor. Aquél sería un trabajo que significaría un buen sueldo para alguien que sólo había terminado el instituto, pero también una oportunidad para dejar de dar botes por todo el suroeste del país. Sin embargo, había un pequeño obstáculo: Riley Madison, un licenciado en empresariales que había empezado a trabajar para Wes dos años antes. Aquel Riley también quería el puesto, y aquello no era ningún secreto para Wes, que no tenía ningún inconveniente en espolear a uno contra el otro cada vez que tenía ocasión.

—No me estarás chantajeando, ¿verdad? —le preguntó Joe suavemente.

—Prefiero decir que estoy... exponiéndote la situación, Joe —dijo Wes—. Tú eres mi primera opción. No sólo para este trabajo, sino para las oportunidades del futuro, por así decirlo. Pero tengo que tener a alguien con el que pueda contar, alguien que sea capaz de llevar varios proyectos al mismo tiempo. Riley no sabe tanto de construcción como tú, pero está bien dispuesto y disponible. Y eso cuenta mucho —una pausa. Después, siguió amablemente—. No me decepciones, hijo. Sé quien necesito que seas. ¿Me oyes?

Sí, lo oía. Cuando Wes todavía era un pequeño constructor, había contratado a un chico que acababa de terminar el instituto y le había dado las responsabilidades de un hombre. Y, mientras el negocio de Wes evolucionaba y creía, Joe también. Había aprendido de los errores de Wes, y mucho.

Tenía una gran deuda con aquel hombre.

Joe cerró los ojos y se masajeó la frente durante un instante. Después dejó escapar un suspiro.

—Está bien, lo haré. De alguna manera, lo haré.

—Me alegro de oír eso. Sabía que podía contar contigo.

Joe apagó el móvil y suspiró de nuevo. Bien, demonios. Se había pasado la mayor parte de los últimos quince años asegurándose de que todo el mundo podía contar con él. Y realmente, no podía culpar a nadie excepto a sí mismo por haber tenido éxito.

Cuando entró en la oficina, se encontró a Hank Logan sentado, con una taza de café en la mano y una sonrisa en la cara. Joe suponía que el dueño del motel tendría unos cuarenta años. Era un hombre que se mantenía en perfecta forma y tenía unos bíceps impresionantes. Era más alto que Joe, tenía el pelo negro y liso y una nariz que parecía que conocía las peleas de las barras de los bares.

Joe había sentido simpatía y confianza hacia aquel ex policía desde el momento en el que lo había conocido, lo cual no era su reacción habitual hacia la gente. Por naturaleza, prefería tomarse las cosas con tranquilidad a la hora de conocer a las personas. No tenía muchos amigos, pero al ver aquella sonrisa, pensó sin darse cuenta en que quizá sería agradable echar raíces algún día en algún lugar. Tener algún amigo con el que charlar de vez en cuando.

Tener algo que se pareciera a una vida normal.

—Acabo de hacer café —le dijo Hank—. ¿Te apetece una taza?

—Claro que sí.

Los dos hombres entraron en el despacho, una pequeña cabaña que, con toda seguridad, había conocido tiempos mejores hacía veinte años. Muy pronto, como el resto del motel, sería reformada. Las cabañas individuales se dispersaban por toda la propiedad, que estaba cubierta de bosque. Hank había comprado aquel lugar por muy buen precio hacía unos años, con la idea de arreglarlo y venderlo. Wes había querido comprarlo, pero Joe se había enterado por cotilleos de que, cuando Hank se había casado y había tenido una hija, había cambiado de idea sobre vender aquella preciosa finca. Y como Wes había visto el potencial que tenía la propiedad como motel rústico, le había propuesto a Hank hacerse socios en la aventura empresarial.

Y ahí era donde encajaba Joe.

—Entonces, ¿quiénes están aquí? —le preguntó, y tomó un sorbo de café, lo suficientemente fuerte como para despertar a un muerto.

—Los fontaneros, pensando en cómo llevar el agua hasta el lugar donde van a estar las nuevas cabañas.

—El electricista también debería venir en poco rato —comentó Joe.

—Ya ha llegado —respondió Hank—. Pero como todavía no habías vuelto, le mandé a Ruby's a desayunar.

Joe hizo un gesto.

—Lo siento.

—No te preocupes —dijo Hank, mientras se rellenaba la taza—. Desayunar en Ruby's siempre mejora el humor de un hombre —terminó de servirse el café y miró a Joe—. ¿Qué tal te ha ido con el chico?

—Bueno, no estaba muy seguro de las cosas, pero parece que en la escuela todo el mundo es muy agradable.

—Y lo son. Seth está en buenas manos, créeme. Eh —dijo, cambiando de tema, aparentemente—. ¿Has visto a mi hija? ¿Blair? Es una chica alta y pelirroja, con melena larga.

—Es posible. Sí, durante un momento, hasta que la otra los echó a todos al jardín.

—¿La otra?

—Sí. Se llama Taylor. Otra pelirroja. Me dijo que lleva la escuela con Didi.

—Sí, da clases en la escuela primaria. Vino a vivir aquí hace dos años. Por lo que sé, Taylor tiene un don especial con los niños. Ellos se vuelven locos con ella, y viceversa. Supongo que es una de esas mujeres que tendrán un montón de críos propios.

Joe miró fijamente a su café.

—Me imagino que ésa es una cualidad admirable en una profesora.

—Cierto. Yo no la conozco mucho, pero Blair la adora.

Entonces fue Joe el que se sirvió una segunda taza de café.

—Sin embargo, es extraño que haya terminado en un lugar como éste —al notar el silencio que había seguido a aquella afirmación, se dio la vuelta y vio la expresión asombrada de Hank—. Quiero decir, siendo de una ciudad como Houston. Debió de ser un gran cambio, venirse a vivir a un pueblecito.

—Eso es cierto, aunque también depende de lo que se esté buscando en cada momento... Eh, preciosidad...

Aquello último iba dirigido, junto con una gran sonrisa, a una mujer atractiva, rubia y esbelta, vestida con unos pantalones cortos y una camiseta, que acababa de entrar en el despacho. Hank presentó a Joe a su mujer, Jenna, con orgullo.

Ella le dio la bienvenida a Haven y sonrió con calidez. Mientras Joe estaba pensando en que no tenía acento de Oklahoma, Hank le preguntó si había leído alguno de los libros de su mujer, que era escritora de novelas de misterio bajo el pseudónimo de Jennifer Phillips.

—Por Dios, Hank —le dijo Jenna, dándole un suave empujón en el pecho—. ¡Deja de poner a la gente en esa situación! Nos estás avergonzando a los dos...

Joe sonrió.

—He oído el nombre, pero me temo que no soy un gran lector. Ya no. No leo apenas desde... desde el instituto —al darse cuenta, se sorprendió. ¿Hacía tanto tiempo que no se había permitido el simple placer de leer una novela?

Afortunadamente, antes de que aquella gente siguiera preguntándole cosas, volvió el electricista, y le proporcionó a Joe la excusa perfecta para evitar más conversación sobre su vida personal y penetrar de nuevo en el mundo seguro y ordenado de las obras, los proveedores y los horarios, un mundo sobre el que tenía control.

Al contrario que en el mundo real.

En días tan calurosos como aquél, a media tarde, los niños no querían moverse demasiado. Así que, normalmente, Taylor los sentaba en la hierba, bajo alguno de los enormes álamos, y les leía cuentos hasta que sus padres volvían a buscarlos.

A ella le encantaba cambiar de voces con los personajes, y disfrutaba cuando levantaba la vista y veía a los niños con los ojos abiertos como platos y algunas veces, boquiabiertos. Y las risitas. Ella adoraba las risitas.

En aquel momento, habría dado cualquier cosa por oír una risita de Seth Salazar.

Cuando el niño no estaba mirando el reloj de pulsera, prestaba atención al cuento, sentado de piernas cruzadas un poco alejado de los demás, y miraba a Taylor. Pero cuando los otros niños se reían, él ni siquiera sonreía. Su cuerpo estaba allí, pero su mente no.

—¡Joe! —gritó, y se puso de pie de un salto.

Taylor vio al niño correr hacia su hermano.

Mientras las monitoras llevaban a los niños que quedaban en la escuela hacia el interior del edificio, Taylor se puso de pie, preparándose para lo inevitable. Que sería ver a Joe Salazar tomar a su hermano pequeño en brazos.

Unos brazos fuertes y sólidos.

Contra un pecho fuerte y sólido.

Todo aquello, escondido bajo una camisa azul de trabajo.

Sí, era tan malo como ella había pensado que sería.

Taylor forzó una sonrisa y se acercó a ellos, justo a tiempo de oír a Seth quejarse porque Joe había llegado tarde.

—Sólo han sido cinco minutos, colega —le dijo Joe, dejándolo en el suelo—. Además, no quería interrumpir la lectura.

—¿Estabas escuchando? —le preguntó Taylor, preguntándose cuándo había sido la última vez que un hombre le había provocado cosquilleos en el estómago. Probablemente, había sido Mason, su ex.

Joe sonrió.

—Sí, estaba escuchando —respondió.

Y, algo en sus ojos o en su voz le dio a entender a Taylor que ella no era la única que estaba notando cosquilleos. Aquella revelación fue halagadora y molesta al mismo tiempo.

—Aunque, en realidad, no sé quién estaba disfrutando más, si los niños o tú.

No podía ser que estuviera coqueteando; Taylor estaba segura. Lo sabía. Sin embargo, en aquel momento se dio cuenta de que Seth estaba mirando primero a uno y después al otro, y que Didi, que acababa de salir del edificio y los había visto allí, los observaba con una ceja arqueada, y de que la adolescente de catorce años April Gundersen se tropezaba con la raíz de un árbol porque los miraba boquiabierta en vez de prestarle atención a lo que estaba haciendo. Taylor se dio cuenta de que no estaba segura de nada, excepto de que no se sentía mucho más mayor que April, lo cual, probablemente, no era una buena cosa.