Autorretrato - Federico Roca - E-Book

Autorretrato E-Book

Federico Roca

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Beschreibung

Vamos a brindar con un vaso vacío. Brindemos por nosotros, por lo que somos, seremos y también (aunque aún duele) por lo que hemos sido. Brindemos sin motivos, aunque el motivo mismo sea el vaso vacío. Brindemos por futuras alegrías, por grandezas y tonterías. Brindemos por ser más libres y más justos. Brindemos por las utopías y las mentiras piadosas. Brindemos hasta que caiga el miedo, la ira y la desesperanza. Brindemos porque desaparezca el transa. Brindemos por las decisiones, por poner punto final, por la constancia.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Corrección: Giuliana Farinati

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Roca, Federico

Autorretrato / Federico Roca. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

164 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-763-2

1. Autobiografías. 2. Relatos Personales. I. Título.

CDD 808.8035

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Roca, Federico

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Autorretrato

Prólogo

Un viaje hacia la luz

Frío, doloroso, laberíntico, oscuro. Feliz, iluminado, iluso, ingenuo, prometedor. El pasado puede adoptar muchas formas, pero nunca dejará de ser estático. Desde el habitar el hoy, podemos observarlo, cuestionarlo, abrazarlo, perdonarlo, enojarnos con él, pero jamás podremos modificarlo. El pasado es un libro ya escrito, un disco ya grabado. Dicen, de manera reiterada, que del pasado solo podemos hacer una cosa: aprender. 

En la vida, todos enfrentamos desafíos y obstáculos que, en ocasiones, parecen insuperables. Hay momentos en los que nos sentimos abrumados por la oscuridad, que puede conducir a adicciones, soledad y depresión. Sin embargo, quiero decirte algo importante: no estás solo en esta lucha. Siempre habrá alguien que pueda ver más allá, encontrar tu alma después de mirarte con el corazón y compasión.

Este libro está escrito a fuerza de vomitar verdades, de sacar el dolor hacia afuera haciendo arte, poesía y literatura con la sangre de un dolor real, de una herida abierta que parece no cerrar, pero también desde el aprendizaje y la autoaceptación de lo que interpela a Federico, lo sacude, le sucede, le brota. Puede ser un faro de esperanza para aquellos que se encuentran en medio de esa tormenta buscando desesperadamente una salida. Es un testimonio de que, aunque “lo hecho, hecho está”, se puede soñar un futuro diferente parándose con ambos pies y sin tambalear en el dinamismo del presente por más oscuro o difícil que parezca.

Este libro no pretende ser una solución mágica, ni un lugar común, ni una frase hecha. Mucho menos busca ser un reemplazo de la ayuda profesional. Su objetivo, además de ser en sí mismo la soga desde la que el Negrito se sostuvo, es hablar de lo que muchos callan por miedo al estigma, al rótulo, a la condena.

Esta obra quiere contarte cómo se vive desde esa vereda, brindarte esperanza, motivación y una dosis de inspiración, para que, en tu camino hacia la recuperación, encuentres fuerzas para seguir adelante.

En estas páginas, encontrarás historias reales de una persona que vivió en carne propia las garras de la adicción y todo lo que viene a colación de ese monstruo. El autor supo luchar contra los demonios que traen consigo las adicciones y, aunque aún tropieza muchas veces en el intento, lentamente llega el día en que retoma su libertad, comienza a vencerlos (o al menos a darles batalla) y encuentra la fuerza para superarlos. Sus relatos son un recordatorio de que la resiliencia humana es poderosa y que cada uno de nosotros posee dentro de sí la capacidad de transformar su propia vida, sin olvidar que la lucha no se abandona ni un día. “Felices 24” se transforma en estandarte, porque la adicción es un enemigo formidable capaz de consumirte y alejarte de todo lo que valorás. Puede convertirse en tu cárcel, privándote de la libertad de vivir plenamente. Por eso, Federico intenta mostrarte en este libro que, a pesar de las sombras que acechan, siempre hay una salida. La recuperación es posible y está al alcance de todos aquellos que estén dispuestos a luchar por ella.

Fede nos cuenta a corazón abierto sobre todas esas personas que fueron red de contención antes, durante y después de la recuperación. Nos habla del miedo a la soledad, esa sensación que puede envolvernos en un abrazo frío y desalentador, haciéndonos sentir como si fuésemos los únicos que atravesamos momentos difíciles. Sin embargo, el autor y yo queremos recordarte que no estás solo en esta ni en ninguna batalla. A través de este recorrido, encontrarás consuelo en las historias de alguien que ha experimentado la soledad y ha encontrado una comunidad de apoyo que le ha brindado calor y compañía en los momentos más oscuros (aún con las falencias de todo sistema y de toda institución.

Así, y sin más preámbulos, te invito a embarcarte en este viaje de transformación, con Federico Roca como capitán. 

Elina Celeste Homobono

Estático

Mi nombre es Federico Roca y, antes que nada, soy orgullosamente afroargentino.

Nací un 24 de junio de 1979 en un departamento en el barrio de Constitución. Mis padres adoptivos, Nelly y Julio, me fueron a buscar junto a mi pediatra, “Chulín”, y me anotaron como hijo propio, ya que, en la década de 1970, durante la dictadura cívico-militar, no era un problema realizar una adopción de esa manera en Argentina.

Inmediatamente, mi nombre pasó a segundo plano para darle paso a Negrito (mi apodo casi nombre), que me acompaña y me acompañará hasta el último día sin importar la edad.

Viví con la mejor familia del mundo, de eso estoy seguro. Fui hijo único, con dos primos hermanos excepcionales (Ju y el Cabeza), mi inigualable abuela Carmen, mi tío Pochi, y mi entrañable y siempre presente tía Betty (Betty tiene otro capítulo aparte, porque la devoción mutua no entra en un solo texto).

Recuerdo que de chico empecé a notar las diferencias entre mi familia y yo, pero en esa época poco entendía de qué se trataba. Aproximadamente a mis 6 años, una familia afrouruguaya se mudó a un conventillo a la vuelta de casa, sobre Avenida Mitre. Recién ahí entendí un poco e hice mis primeras preguntas referidas a mi identidad, y de a poco se me fueron dando las respuestas, aunque fue de adulto y más por mis hijos, en un comienzo, que me dediqué a indagar en mi historia. Pero en fin… como les decía, crecí siendo mimado por todos y mi familia siempre estaba ahí para todo. Siempre rodeado de amigos, de actividades (jugaba al rugby y pasaba días geniales en el club), de viajes maravillosos, etcétera.

Mi mamá era directora y fundadora de la escuela donde yo iba y por eso algunos no me querían (aunque eran los menos). Lo único que me molestaba eran algunos comentarios racistas, pero nada más.

Mi papá en su vida hizo de todo (menos alentarme a hacer las cosas que me gustaban y ayudarme en mis proyectos). Fue desde bancario hasta director en construcción de casas, jugó al pato, al golf, hizo motonáutica y fue piloto de carreras.

Una vez, se le dio por poner un balneario en Villa Gesell: un proyecto que duró unos 27 años y que nos cambiaría la vida a todos tanto para bien como para mal. Yo vivía el año escolar en Avellaneda y tres meses en la costa.

El socio de papá era un gaucho simpático llamado Jorge Crook (padre del finado Willy Crook, saxofonista de Los Redonditos de Ricota, de Los Abuelos de la Nada y fundador de los Funky Torinos).

Era increíble estar ahí, porque todos sus amigos músicos pasaban por el balneario a saludarlo cuando tocaban por la zona, así que me di el lujo de conocer a casi todos los grosos de esa época. El que más me maravilló fue uno chiquitito de rulos que gritaba y se reía mucho. Yo, inocentemente, le pregunté a Willy quién era; él me miró anonadado por mi pregunta y me dijo:

—Es Miguel, Miguel Abuelo. Vení, vamos con ellos y lo saludás.

Eso fue un antes y un después en mi vida, porque ahí supe que quería ser como ellos y empecé a molestar con que me compren una batería, que llegaría un año más tarde, tras un exitoso paso por el bombo legüero.

En Gesell, también empecé a ayudar en el bar del balneario como mozo o bachero, y fue una clienta de ahí (la adorable chaqueña Lucy) quien me enseñó a cocinar mis primeras empanadas y tartas. De ahí en más, la música y la cocina nunca se separarían de mí.

Más o menos a mis 10 años noté que mi viejo estaba más en Gesell que en casa. Sabía que algo andaba mal, pero no pregunté nada hasta que me lo explicaron: mis papás se estaban separando. Viéndolo ahora, con 43 años y después de haberlo conocido bien, me di cuenta de que le pintó ser pendeviejo y quería estar tranquilo allá, y no en casa con la rutina diaria de una familia (además, mucho para hacer acá no tenía).

Obviamente esto lo digo ahora, con años de terapia, casi desenojado y con los dientes apretados, porque en su momento lo extrañé muchísimo (tanto que mientras estoy escribiéndolo se me escapa un lagrimón). Nunca voy a olvidar el primer día de clases que no me acompañó… pasa que los negros somos así, maricones, duros y rencorosos. Yo escuché llorar a mamá, la abracé y dormí con ella hasta los 14 años para que no se sintiera sola. Éramos uno solo para todos lados. Ella vivía para mí, y yo era de ella, lo que más quería en el mundo. Deseaba que fuera mejor que ella, ¡y me lo dijo...! Yo, con 13 años, le dije que eso era imposible. No por no creer en mis capacidades, sino porque ella quería (pienso) un profesional que se encargue de la escuela y yo no sabía ni hacer bien las divisiones. Lo mío era otra cosa.

Viajábamos mucho. No teníamos casa propia porque mamá prefería viajar, comer afuera o malcriarnos a mis primos y a mí.

Por esa misma época, mi prima (mi persona favorita durante mi infancia) se casó con un brasilero divino y se fue a vivir allá. Esa fue la primera vez que recuerdo haber llorado desconsoladamente. Estuve triste mucho tiempo hasta que empezamos a visitarla con frecuencia durante el año y ella empezó a venir para las fiestas.

Comenzó mi adolescencia y a los 13, 14 años, como todos, fui a los primeros boliches, bailes, cumples de 15 años, etcétera. Pero lo que más hacíamos con mis amigos era juntarnos a comer asados y a dormir en lo de Anita, o a tocar hasta que los vecinos nos dijeran «Basta» en lo de Chicho. Tocar, siempre tocar, aunque éramos muy malos en ese entonces, pero nos creíamos los Rolling Stones. Una vez, improvisamos un show en el balcón de la casa de Ita, en La Boca, a dos cuadras de la Bombonera. En el segundo tema, llegó la policía y chau show. Una locura divina.

A los 14 años (si mal no recuerdo) di el tan esperado primer beso a una compañera de curso que se sentaba atrás de mí. No sé cuánto tiempo llevó el tiroteo, pero fue bastante hasta que se dio. Me acuerdo de que fue en una juntada en mi casa. No lo podía creer… ¡Fue maravilloso como todo primer beso!

Hasta acá todo divino. Hasta que el maldito cáncer se acordó de mi familia y enfermó a mamá y a Betty (los dos pilares de mi vida) casi al mismo tiempo. Ellas parecían no preocuparse por ellas, sino por mí, y yo no entendía nada.

Betty saldría victoriosa de su primer encuentro con esta enfermedad y ganaría varias batallas. Mamá cada vez se ponía peor, y para que yo no la viera mal, me pegó una patada en el culo y me mandó a Brasil con mi primo Lucas, solo con pasaje de ida. Yo, ingenuo, pensé que era un viaje súper piola con el Cabeza (que en esa época tenía 23 o 24 años) para visitar a mi prima y recorrer un poco allá. El viaje claramente fue genial. Recorrimos todas las playas de San Pablo hasta la primera playa de Río de Janeiro. Con el Cabeza salíamos de noche y yo me tomé alguna que otra cervecita de queruza. Él, algún que otro día, me mandaba a dormir y se iba de joda con los dueños del boliche. Siempre fue un crack.

Cuando volvimos, mamá parecía estar mucho mejor, pero no duró mucho más.

Un día, me despertó papá y me llevó al living. Para mi sorpresa, estaba mi prima Juli —que en realidad debía estar en Brasil— y yo (una vez más) no entendía nada.

—¿Qué hacés acá? —pregunté a papá.

—Sentate, Fefito —respondió él.

Ahí se me llenó el culo de preguntas. Me dijeron que lo de mamá era cuestión de unos días. Lloré y al instante un frío polar empezó a recorrerme el cuerpo. Era una mezcla de odio, incertidumbre y, por primera vez, me sentí más solo que kung fu, aunque tenía atrás de mí una muralla de familia y amigos para aguantarme los trapos.

El día más triste llegó y se llevó a mi guía, la que me eligió para darme amor, un hogar, una familia y todo su corazón. La persona que me conocía mejor que nadie, la que no pudo sacarme las faltas de ortografía, ni hacer que entendiera una ecuación. Pero me enseñó que, como dice la canción: “A cada persona se mide por el tamaño de su corazón”.

Creo que en ese momento no caí de verdad. Es feo decirlo, pero si bien estaba atravesado por el dolor, también estaba en plena edad del pavo y encima enamorado.

Creo que caí de golpe cuando me casé por primera vez y mucho más cuando nació la Negra. Esos fueron momentos en los que necesité que estuviera conmigo; momentos de putear a no sé quién, pero todo por dentro. Porque por fuera siempre todo bien, como me enseñó papá... en fin.

Mi adorada abuela Carmen tampoco soportó el dolor y la enfermedad de Parkinson apuró su viaje. Se fue con mamá y otra vez guardé el dolor. Mi abuela era tan genial que, en invierno, para que no salga de la cama, me traía un tachito para hacer pis. Me enseñó a empanar milanesas, a rallar manzanas y a ponerles mucha azúcar, a coser, a tejer, a bordar y a planchar. Así como lo leen, pero con el tiempo solo me quedó el planchar y el coser. Y está bien.

Ella salía a esperarme todas las tardes cuando sonaba la bocina del micro del colegio. Yo ya no viajaba en él desde los 11 años, pero ella igual salió hasta los 18 sin falta como hacía “la loca del muelle de San Blas”. Una genia por donde se la mire. Su único defecto, si debiera buscar alguno, era que era hincha de Independiente.

Ella solo sabía dar amor y hacer sentir bien al otro. Todavía puedo oler su colonia e imaginarla en el balcón donde ahora vive mi prima cebando mates a sus yernos y puteando para adentro cada vez que Pochi movía la bombilla o tocaba un bizcochito de grasa y no lo comía.

La vida siguió y, como les dije, estaba enamorado. Ella, una colorada hermosa, dos años menor que yo, pero sin dudas mucho más rápida para todo. Mercedes es su nombre y de vez en cuando nos mandamos algún que otro mensaje para saludarnos y ponernos al día.

A ella le encantaba la música tanto como a mí, pero en esa época yo estaba cerrado a unas pocas bandas y ella me abrió la cabeza por completo.

Cero femenina (a mí me enojaba al principio), loca, audaz y de convicciones fuertes. Me hizo escuchar Todos tus Muertos, Green Day, y toda la corriente de lo que antes se llamaba “alternativo”.

Nos la pasábamos escuchando música, encerrados, a los besos, yendo a recitales y, obviamente, teniendo sexo adolescente. Ella fue mi primera vez y yo, la de ella.

Duramos, más o menos, un año y chirolas. Terminó solo porque ya con 16 años yo no quería estar de novio y tampoco quería ser infiel. Cortamos, pero la sigo queriendo bien hasta el día de hoy.

El año 1996 fue un año bisagra en mi vida; un antes y un después, nuevamente. Me cambié al turno mañana en la escuela en el último año de secundario, ya que casi todos mis amigos estaban ahí. Además, estaban muchos de mis compañeros del primario, que, aunque veía esporádicamente en las salidas del cole, en fiestas o en alguna salida, no veía tanto salvo a los que eran de mi grupo de amigos fieles.

Entre estos compañeros y compañeras estaba Sol, que había sido mi noviecita en 5.° grado. Ella fue (y sigue siendo) un sol. ¿Suena cursi, ¿no?... Pero es así.

En un momento, que no recuerdo bien, pero seguramente ella sí, la buena onda y la amistad fue virando para el lado de «Che, me está gustando esta mina», y viceversa.

Cuando me di cuenta de que era recíproco, empecé a perseguirla por todos lados; o, como diría yo, «a tirarle con de todo» hasta que, al final, uno de todos los besos dio en el blanco. De eso sí me acuerdo bien. La noche, el cómo, su ropa, su gusto y todo lo demás.

Ese día entendí bien lo que era toda esta gilada del amor, porque desde esa noche todo fue excusa para verla. El primer «Te amo» llegó bastante rápido y lo demás fue una maravillosa historia de amor que al poco tiempo dio sus frutos.

Como les decía, el año 1996 fue tremendo. 5.° año fue lo que tenía que ser. ¡Todo genial! Bariloche, salidas, La Coruya (el mejor bar de la historia), hacer el cumpleaños más recordado de ese año, y más también. Vivir casi solo, divertirme y reír hasta quedar sin aire. Todo lo que está bien fue 5.° año. No tenía ni la más puta idea de qué podría hacer después. Pero no me importaba, ¡porque era muy feliz!

Papá no me jodió mucho. Me dijo: «o trabajás o estudiás». Así que estudié… ¡Mirá si iba a laburar! ¿Estaba loco? Soy negro, pero no boludo.

Entonces, claro, seguí a Sol; no en la misma carrera, pero sí en la misma universidad. Ella estudiaba Ingeniería y yo Relaciones Públicas: carrera de vagos si las hay. Pero como facilidad de palabra me sobra, pensé que podía funcionar y funcionó hasta que Dios y un descuido (no tan descuido) nos hizo saber que esperábamos un bebé y ahí sí… ¡Ni en el culo más grande del mundo entraban tantas preguntas!: «¡¿Qué hacemos?! Tenemos 18 años, estamos estudiando, nos cagamos la vida», pensábamos. Pero no, alguien que saldría de ese amor, jamás podría cagar nada. A lo sumo, nosotros la cagaríamos a ella con nuestros traumas y miedos. Así que seguimos para adelante, le contamos a nuestros viejos (con todo el cagazo del mundo) y lo que parecía un velorio, se transformó en alegría total. Ellos nos apoyaron hasta en la loca idea de casarnos, porque creíamos que era lo correcto, y así lo hicimos.

El 18 de julio de 1998 nació Valentina, la negrita, mi negrita, mi beba. La primera persona parecida a mí en este mundo… ¡Qué loco! No lo podía creer. ¡Al fin! Sin dudas, el mejor amor del mundo.