Bajo el sol jaguar - Italo Calvino - E-Book

Bajo el sol jaguar E-Book

Italo Calvino

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Beschreibung

La sensualidad que se desprende de la lectura de estas tres breves obras maestras, y que nos embarga en la fantasía de un perfume muy especial, en el ritual casi mitológico de un peculiar sabor y en la inquietante multiplicidad de un sonido, nos ayuda a olvidar que el proyecto de Italo Calvino era el de completar este libro con los sentidos del tacto y de la vista. Difícil será borrar de la memoria la presencia casi corpórea de los aromas que busca incesantemente ese elegante hombre maduro para su amante, los exóticos platos que despiertan el deseo en ese escritor que visita templos mexicanos o las obsesivas resonancias que amenazan a un rey demasiado poderoso. ¿Quién de nosotros no ha sido alguna vez víctima consentida de la persistente presencia de los sentidos? Surgen entonces los insinuantes fantasmas que pueblan en la sombra nuestra cotidiana rutina…

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Seitenzahl: 102

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Índice

Nota preliminar

Esther Calvino

Bajo el sol jaguar

El nombre, la nariz

Bajo el sol jaguar

Un rey a la escucha

Créditos

Nota preliminar

En 1972 Calvino empezó a escribir un libro sobre los cinco sentidos.

Cuando murió en 1985, sólo había terminado tres de los cinco cuentos: «El nombre, la nariz», «Bajo el sol jaguar» y «Un rey a la escucha». No cabe duda de que, si él hubiera podido completarlo, este libro sería hoy diferente. Considerando su obra anterior y las conversaciones que sobre estos cuentos mantuvimos, creo que no se hubiera limitado a escribir dos cuentos más, los que faltan, sobre la vista y el tacto. Sé que dudaba entre dos posibilidades: la de escribir un texto-ensayo de introducción como en Nuestros antepasados [Siruela, 2004], o, más probablemente, la de dar a la obra una estructura portante como en Si una noche de invierno un viajero [Siruela, 2006], en cuyo caso se hubiera tratado de un marco-novela, o sea otro libro.

En unas notas escritas pocos días antes de caer enfermo –cuando había comenzado a pensar en la estructura general del libro– Calvino se refirió a la importancia del marco y lo definió así el 2 de septiembre de 1985:

Hay una función fundamental, tanto en arte como en literatura, que es la del marco. Marco es aquello que señala el límite entre el cuadro y lo que está fuera de él: permite al cuadro existir, aislándolo del resto, pero recordando a la vez –y en todo caso representando– todo aquello que del cuadro permanece fuera de él. Podría arriesgar una definición: decimos que es poética una producción en la que cualquier experiencia singular adquiere evidencia destacándose de la continuidad del todo pero conservando como un reflejo de aquella vastedad ilimitada.

En realidad, sería preferible considerar Bajo el sol jaguar no como algo que Calvino comenzó y no terminó, sino meramente como tres cuentos escritos en diferentes períodos de su vida.

Esther Calvino

Bajo el sol jaguar

El nombre, la nariz

Como epígrafes de un alfabeto indescifrable, la mitad de cuyas letras han sido borradas por el esmeril del viento cargado de arena, así quedaréis, perfumerías, para el hombre sin nariz del futuro. Seguiréis abriéndonos las silenciosas puertas de vidrio, amortiguaréis nuestros pasos en las alfombras, nos acogeréis en vuestro espacio de estuche, sin ángulos, entre los revestimientos de madera laqueada de las paredes, vendedoras y patronas arreboladas y carnosas como flores artificiales seguirán rozándonos con los redondos brazos armados de vaporizadores o con el ruedo de la falda al estirarse de puntillas sobre los taburetes: pero los frascos, las botellitas, las ampollas con sus tapones de vidrio piramidales o facetados continuarán tejiendo en vano de un anaquel a otro la red de acuerdos consonancias disonancias contrapuntos modulaciones progresiones, nuestras sordas narices ya no captarán las notas de la gama: los aromas almizclados no se distinguirán de los cítricos, el ámbar y la reseda, la bergamota y el benjuí permanecerán mudos, sellados en el calmo sueño de los frascos. Olvidado el alfabeto del olfato que elaboraba otros tantos vocablos de un léxico precioso, los perfumes permanecerán sin palabra, inarticulados, ilegibles.

Una gran perfumería podía suscitar vibraciones muy diferentes en el alma de un hombre de mundo: como en los tiempos en que en los Champs Elysées mi carruaje se detenía con un brusco tirón de riendas delante de una conocida enseña, y yo bajaba precipitadamente, entraba en la galería de espejos dejando caer a un tiempo capa sombrero de copa bastón guantes en las manos de las muchachas que acudían en seguida a recogerlos, y Madame Odile venía a mi encuentro como volando sobre el falbalá: «Monsieur de Saint-Caliste! ¿Qué buenos vientos? ¿En qué, decidme, podemos serviros? ¿Una colonia? ¿Una esencia de vetiver? ¿Una pomada para rizar los bigotes? ¿Una loción que devuelva al cabello su verdadero color de ébano? ¿O bien», y pestañeaba acomodando los labios en una sonrisa maliciosa, «es un añadido a la lista de regalos que cada semana mis repartidores entregan discretamente en vuestro nombre, en direcciones ilustres y oscuras desparramadas por todo París? ¿Es una nueva conquista la que estáis por confiar a vuestra fiel Madame Odile?».

Y como yo, agotado por la agitación, callaba y me retorcía las manos, las muchachas empezaban a agitarse a mi alrededor: una me quitaba la gardenia del ojal para que ni siquiera su débil fragancia turbase la recepción de los perfumes, la otra me extraía del bolsillo el pañuelo de seda para que estuviera preparado a absorber las gotas de los muestrarios entre los cuales debía escoger, la tercera me vaporizaba con agua de rosas el chaleco para neutralizar el hedor de cigarro, la cuarta me pasaba una pincelada de laca inodora por los bigotes para que no se impregnaran de las diversas esencias trastornándome las narices.

Y la señora: «¡Ya veo, es una pasión! ¡Hace mucho que me la esperaba! ¡Monsieur no puede ocultarme nada! ¿Es una gran dama? ¿Es una reina de la comedia? ¿De las variedades? ¿O durante una despreocupada excursión al demi-monde habéis resbalado inesperadamente en el sentimiento? Pero ante todo, ¿en qué serie la clasificaríais: es dama de jazminados, de frutales, de penetrantes, de orientales? ¡Dímelo, mon chou!».

Y una de las vendedoras, Martine, me hacía ya cosquillas debajo de la oreja con la yema del dedo mojado en pachulí (y mientras tanto empujaba debajo de mi axila el aguijón de su pecho), y Charlotte me tendía para que lo oliera un brazo perfumado de acacia (en otros tiempos con aquel sistema había recorrido yo un muestrario entero dispuesto sobre su cuerpo), y Sidonie soplaba en mi mano para hacer evaporar la gota de eglantina que había depositado (entre sus labios se asomaban los pequeños dientes cuyos mordiscos yo bien conocía), y otra a quien nunca había visto, una chiquilla nueva (que en mi preocupación apenas rocé con un pellizco distraído) me tomaba como blanco apretando la perilla del pulverizador como invitándome a un duelo amoroso.

«No, Madame, no es eso, a fe mía», logré decir. «¡Lo que tengo que encontrar no es el perfume que se adapte a una mujer que conozco! ¡Lo que busco es la mujer: una mujer de la que sólo conozco el perfume!»

En momentos como ésos es cuando el genio metódico de Madame Odile da lo mejor de sí mismo: sólo un riguroso orden mental permite reinar en un mundo de efluvios impalpables. «Procedamos por exclusión», dijo, poniéndose seria, «¿huele a canela? ¿Contiene algalia? ¿Es violáceo? ¿Es almendrado?».

¿Pero cómo podía describir con palabras la sensación lánguida y feroz que había experimentado la noche anterior en el baile de disfraces cuando mi misteriosa compañera de vals con un gesto indolente había hecho deslizar el chal de gasa que separaba su blanco hombro de mis bigotes y una nube atigrada y flexible me había agredido las narices como si estuviera aspirando el alma de un tigre?

«¡Es un perfume diferente, a fe mía, que no se parece a ninguno de los que me hayáis propuesto jamás, Madame Odile!»

Las muchachas ya trepaban a los anaqueles más altos, se pasaban con precaución frágiles ampollas, las destapaban apenas un segundo como con temor de que el aire contaminase las esencias que custodiaban.

«Este heliotropo», informaba Madame Odile, «sólo lo usan cuatro mujeres en todo París: la duquesa de Clignancourt, la marquesa de Ménilmontant, la mujer del fabricante de quesos Coulommiers y su amante... Este palisandro me llega todos los meses expresamente para la embajadora del Zar... Éste es un pot-pourri que preparo por encargo para dos clientas únicamente: la princesa de Baden-Holstein y la cortesana Carole... En cuanto a esta artemisa, recuerdo una por una a las señoras que la han comprado una vez pero no dos: parece que ejerce sobre los hombres una influencia deprimente».

Justamente eso era lo que yo pedía de la precisa experiencia de Madame Odile: poner un nombre a una conmoción del olfato que no lograba ni olvidar ni retener en la memoria sin que se destiñera lentamente. Tenía que darme prisa: también los perfumes de la memoria se evaporan: cada nuevo aroma que me hacían oler, a la par que se me imponía como algo diferente, irreductiblemente alejado del otro, con su prepotente presencia hacía más vago el recuerdo del perfume ausente, lo reducía a una sombra. «No, más agudo... quiero decir, más fresco... no, más denso...» En ese ir y venir por la escala de los olores me perdía, era incapaz de discernir ya en qué dirección debía seguir mi recuerdo, sólo sabía que en un punto de la gama se abría un vacío, un pliegue oculto donde anidaba el perfume que era para mí toda una mujer.

Y no era tal vez así cuando la sabana el bosque el pantano eran una red de olores y corríamos con la cabeza gacha sin perder el contacto con el terreno ayudándonos con las manos y con la nariz para encontrar el camino, y todo lo que teníamos que entender lo entendíamos con la nariz antes que con los ojos, el mamut el puercoespín la cebolla la sequía la lluvia son ante todo olores que se separan de los otros olores, la comida lo que no es comida los nuestros el enemigo la caverna el peligro, todo se siente primero con la nariz, todo está en la nariz, el mundo es la nariz, nosotros los de la horda es con la nariz como sabemos quién es de la horda y quién no, las hembras de la horda tienen un olor que es el olor de la horda, y además cada hembra tiene un olor que la distingue de las otras, entre nosotros entre ellos no hay a primera vista mucho que distinguir todos estamos hechos de la misma manera y además no vas a quedarte ahí mirando tanto, el olor sí el de uno es diferente del de otro, el olor te dice en seguida sin error lo que necesitas saber, no hay palabras ni datos más precisos que los que recibe la nariz. Con la nariz me di cuenta de que en la horda hay una hembra que no es como las demás, no es como las demás para mí para mi nariz, y yo corría siguiendo su huella en la hierba, explorando con la nariz todas las hembras que corrían delante de mí de mi nariz en la horda, y así la encontré y era ella la que me había llamado con su olor en medio de todos los olores y así la aspiro toda entera con la nariz aspiro su llamada de amor. La horda se desplaza siempre corre trota y en la carrera de la horda si uno se detiene todos se te suben encima te pisotean te confunden la nariz con sus olores, yo que me he subido encima de ella ahora nos empujan nos tumban se suben todos encima de ella encima de mí todas las hembras me huelen, se interponen todos y todas con sus olores que no tienen nada que ver con aquel olor que olía antes y ahora ya no lo huelo espera que lo busco, busco la pista de ella en la hierba hollada polvorienta, huelo huelo a todas las hembras, ya no la reconozco, me abro paso desesperado en medio de la horda buscándola con la nariz.

Por lo demás ahora que me despierto en el olor de la hierba y mi mano con la escobilla hace zwlan zwlan zwlan sobre el tambor para responder al tlann tlan tlen de Patrick en las cuatro cuerdas, porque creo estar tocando todavía She knows and I know