Agustín obispo a los muy amados hermanos encomendados a nuestro cuidado: que la salvación que está en Cristo, y la paz de la unidad y de su caridad esté con vosotros, y que vuestro espíritu y vuestra alma y vuestro cuerpo se mantengan intachables hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo.
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Traductor: P. Santos Santamarta, OSA
Agustín obispo a los muy amados hermanos encomendados a nuestro cuidado: que la salvación que está en Cristo, y la paz de la unidad y de su caridad esté con vosotros, y que vuestro espíritu y vuestra alma y vuestro cuerpo se mantengan intachables hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo.
Réplica a Petiliano, que pide contrarréplica
I. 1. Recordáis, hermanos, que un día llegó a nuestras manos un reducido fragmento de una carta de Petiliano donatista, obispo de Constantina , y que yo escribí a vuestra caridad lo que tenía que responder a ese pequeño fragmento. Pero después, al enviármela completa y cabal los hermanos de allí, me pareció bien contestarla desde el principio, como si estuviera en presencia de ellos; sabéis bien que siempre he querido conferir con ellos de suerte que, sin afán de pelea, tras el debate, quede a todos patente qué es lo que afirman ellos y nosotros.
Sabemos que muchos tienen en sus manos esa carta y han aprendido de memoria muchos párrafos de la misma, y piensan que él ha dicho algo válido contra nosotros. Ahora bien, si quieren leer nuestra contestación, sin duda se darán cuenta de lo que tienen que rechazar y de lo que deben aceptar. Porque las explicaciones que se dan no son de nuestra cosecha, como bien pueden comprender si quieren juzgar sin prejuicios. Todas están tomadas de las santas Escrituras y con tal fidelidad, que sólo puede negarlas quien se confiese enemigo de esos Libros.
Sobre nuestra obra, bien sé lo que pueden decir los defensores tan pertinaces de una mala causa, es decir, que yo he respondido a su carta estando él ausente, sin que pudiera oír mis palabras para contestarlas de inmediato.
Que defienda, pues, las aserciones de la suya, y, si puede, demuestre que mis respuestas no las han refutado convincentemente; y si no quiere hacer esto, que haga él con esta mi carta lo que yo hice con la suya, a la que ya he contestado; él escribió aquélla a los suyos, como yo os escribo ésta a vosotros; si le place, también puede él responder.
Dónde está la Iglesia
II. 2. La cuestión que se debate entre nosotros es ver dónde está la Iglesia, si en nosotros o en ellos. La Iglesia es una solamente, a la que nuestros antepasados llamaron Católica, para demostrar por el solo nombre que está en todas partes; es lo que significa en griego la expresión k a y ' ÷ l o n . Pero esta Iglesia es el Cuerpo de Cristo, como dice el Apóstol: En favor de su cuerpo, que es la Iglesia 1. De donde resulta claro que todo el que no se encuentra entre los miembros de Cristo, no puede tener la salvación de Cristo. Ahora bien, los miembros de Cristo se unen entre sí mediante la caridad de la unidad y por la misma están vinculados a su Cabeza, que es Cristo Jesús.
De esta suerte, todo lo que se dice de Cristo se refiere a él como cabeza y cuerpo. La Cabeza es el mismo unigénito Jesucristo, el Hijo del Dios vivo, Salvador de su Cuerpo 2, que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación 3; su cuerpo es la Iglesia, de la cual se dice: A fin de presentarse a sí una Iglesia gloriosa, sin mancha, o arruga o cosa semejante 4.
Entre nosotros y los donatistas se ventila la cuestión de dónde está este cuerpo, esto es, dónde está la Iglesia. ¿Qué es, pues, lo que tenemos que hacer? ¿La hemos de buscar en nuestras palabras o en las palabras de su Cabeza, nuestro Señor Jesucristo? Yo pienso que debemos buscarla más bien en las palabras de aquel que es la verdad 5 y conoce perfectamente a su Cuerpo, pues el Señor conoce a los que son suyos 6.
3. Parad la atención ahora en nuestras palabras, en las cuales no se ha de buscar la Iglesia, y ved también qué diferencia hay entre las nuestras y las de ellos. Y con todo, no pretendemos que se busque a la Iglesia en nuestras palabras. Cuanto nos echamos en cara unos a otros sobre la entrega de los Libros divinos, sobre la ofrenda de incienso a los ídolos, sobre las persecuciones, todo son palabras nuestras. Y en esta materia nosotros nos atenemos a esta norma: o se consideran verdaderas o falsas las palabras que ellos y nosotros decimos, o se consideran verdaderas las nuestras y falsas las de ellos, o falsas las nuestras y verdaderas las de ellos. Vamos a demostrar que, en cualquiera de estos casos, es ajeno a toda culpa el pueblo cristiano, con el que estamos en comunión.
En efecto, si son verdaderas las acusaciones que les achacamos nosotros a ellos o ellos a nosotros, cumplamos lo que dice el Apóstol: Perdonándonos mutuamente, como también Dios nos ha perdonado en Cristo 7. Así, ni los malos que ha podido haber o hay entre nosotros, o los que ha podido haber o hay entre ellos, han de impedir nuestra concordia y el vínculo de la paz, si logran corregir su único delito, el de separarse de la unidad del orbe de la tierra.
Si, en cambio, son falsas las acusaciones que mutuamente nos lanzamos unos a otros sobre la entrega de los Libros o la persecución de inocentes, no veo causa alguna de discordia; sólo veo motivo para que se corrijan los que se separaron sin motivo.
Si, por el contrario, somos nosotros los que decimos la verdad, puesto que apoyamos las actas que presentamos no sólo en las cartas del emperador, a quien fueron ellos los primeros en escribir y al que luego apelaron, sino también en la comunión del orbe entero; y, a su vez, de ellos se demuestra que es falso lo que ellos afirman, ya que no pudieron sacar adelante su causa en aquellos mismos tiempos en que se debatía la cuestión; si esto es así, queda de manifiesto que es mayor el delirio de su cólera sacrílega y la persecución de almas inocentes que si se les acusase sólo del crimen del cisma. Las otras acusaciones pueden atribuirlas no a todos los suyos, sino a los que les parezca; en cambio, el cisma es delito de todos.
Además, si pretenden que son verdaderas las acusaciones sobre la entrega de los Libros y la persecución que nos imputan, y falsas las que nosotros les imputamos, ni aun así quedan libres de la acusación de cisma. En efecto, esas acusaciones pueden afectar a algunos, pero no a todo el mundo cristiano. Si piensan que éste ha perecido por contagio, paso por alto cuántos y bien conocidos males han tenido que soportar los santos por el bien de la paz en la sociedad humana. Solamente digo esto: que muestren cómo no han perecido ellos mismos por el contagio con aquellos profanadores sacrílegos de la pureza de las vírgenes consagradas, que se ocultan o se han ocultado entre ellos, de los que no están enterados al presente o no lo estuvieron nunca. Dirán que ellos no se contaminaron porque no lo conocieron. Entonces, ¿cómo pudo contaminarse el orbe que no sabe aún si son verdaderas sus acusaciones? Supongamos que con respecto a nosotros quedan probadas y demostradas; ¿qué hemos de pensar de tantos pueblos? Se los deja sin que ellos lo sepan; luego se los deja siendo inocentes, y, como no supone crimen en ellos, comienza a ser suma impiedad por nuestra parte. ¿O debemos acudir a toda prisa y enseñarles lo que sabemos? Y ¿para qué? ¿Para que sean inocentes? Ya lo son al no saberlo. En efecto, no conservamos la inocencia porque conozcamos las maldades de los hombres, sino porque no consentimos en las que conocemos y no juzgamos temerariamente sobre las conocidas. Por esto, como dije, es inocente el orbe entero, que desconoce las acusaciones que lanzan éstos contra algunos, aunque sean verdaderas. Y por eso los que se separaron de esos inocentes perdieron la inocencia por el mismo crimen de la separación y del cisma; y ahora pretenden demostrarnos que son verdaderas las acusaciones que lanzan contra algunos, con el fin de separarnos de aquellos contra los cuales no tienen nada verdadero que decir.
4. Esto es lo que les dice el orbe entero, muy breve en palabras, pero de una verdad contundente: los obispos africanos combatían entre sí. Si no podían poner fin a la discordia surgida, de modo que, reducidos unos a la concordia o degradados los querellantes, los que mantenían la buena causa permaneciesen en la comunión del orbe mediante el vínculo de la unidad, no quedaba otro recurso sino éste: que los obispos del otro lado del mar, donde se halla la inmensa mayoría de la Iglesia católica, juzgasen acerca de las disensiones de los obispos africanos, sobre todo ante la insistencia de los que reprochaban a los otros la acusación de una ordenación reprobable.
Si no se hizo esto, la culpa es de los que debieron hacerlo, no del resto del orbe, que no conoció la causa porque no se la llevó ante él. Y si se hizo, ¿dónde está la culpa de los jueces eclesiásticos, quienes, aunque se les hubiese presentado la acusación y fuese verdadera, no debían condenar porque no se la habían probado? ¿Podían acaso mancharlos los malos que no podían descubrírselos? Si se los descubrieron y, quizá por apatía o complicidad, no quisieron apartar a los tales de la comunión y con un detestable juicio llegaron a dictar sentencia en su favor, ¿qué pecado cometió el orbe de la tierra que no se enteró de que aquella causa había tenido malos jueces y creyó que habían juzgado rectamente aquellos a los cuales él no pudo juzgar?
A la manera que el crimen de unos reos, si lo ignoraban los jueces, no pudo contaminarlos, así el crimen de los jueces, si existió alguno, al desconocerlo el orbe no pudo contaminarlo. Por tanto, nosotros estamos en inocente comunión con inocentes al no saber hoy lo que tuvo lugar entonces. Y así, aunque nos enterásemos hoy de que es verdad lo que dicen contra algunos, no hay motivo alguno para apartarnos de los inocentes que ignoran esto y pasarnos a aquellos que sin excepción están implicados en el crimen del cisma por haber hecho lo que nos aconsejan hacer a nosotros; es decir, que no toleremos a los malos como los toleraron los Apóstoles, sino que, a imitación de los herejes, abandonemos a los buenos.
Pero concedamos que el orbe entero, cosa imposible, puede conocer claramente hoy con nosotros que son verdaderos los crímenes de algunos a los que éstos acusan: ¿será acaso más inocente que lo era antes de conocerlo? Como los malos desconocidos no podían mancharlos, aunque se encontraran aún en vida, del mismo modo los que salieron ya de esta vida, aun siendo conocidos, no pueden manchar.
Por consiguiente, si nuestra causa, en nuestras palabras sobre los crímenes de algunos que mutuamente nos reprochamos, es tal que se mantiene firme, aunque hoy conozcamos ser falsas las acusaciones que lanzamos sobre algunos de aquéllos y verdaderas las que lanzan contra algunos de los nuestros, aunque esto sea así, ¿qué pueden responder si más bien son verdaderas las acusaciones que nosotros lanzamos y falsas las que lanzan ellos, o son falsas unas y otras, o unas y otras verdaderas, ya que aun ahí quedan convictos de que sólo desean que se les dé crédito unánimemente?
El único recurso válido: el recurso a la Escritura
III. 5. Pero, como había empezado a decir, dejemos ya de escuchar "tú dices esto", "yo digo esto otro", y digamos: "Esto dice el Señor". Ciertamente hay Libros del Señor cuya autoridad aceptamos unos y otros; ante la cual, unos y otros cedemos, a la cual unos y otros servimos. Busquemos en ellos la Iglesia, discutamos nuestra causa apoyándonos en ellos.
Quizá me repliquen aquí: "¿Por qué buscas en Libros que entregaste al fuego?". Mas yo les respondo: "¿Por qué temes la lectura de esos Libros, si los has librado del fuego?" Créase más bien que los entregó aquel que, tras su lectura, quedó convicto de estar en desacuerdo con ellos, o si tal vez estos Libros señalan al que los entregó como señaló el Señor a Judas, lean en ellos nominal y expresamente que Ceciliano y los que le ordenaron habían de entregar esos mismos Libros, y si yo no anatematizo a aquéllos, considérese que yo los he entregado como ellos. Tampoco nosotros hemos descubierto en dichos Libros que los que consagraron a Mayorino hayan sido señalados como traditores, pero lo probamos con otros medios.
Vamos, pues, a dejar a un lado las acusaciones que mutuamente nos estamos lanzando, no tomadas precisamente de los Libros divinos canónicos, sino de otra parte. Y si no quieren que las dejemos, ellos dirán el porqué; si unas y otras son verdaderas, no hubo motivo alguno de separación por huir de otros incriminados; si unas y otras son falsas, no hubo tampoco motivo de separación por huir de aquellos en quienes no encontraban delito alguno; si nuestras acusaciones son verdaderas y las suyas falsas, no hubo tampoco motivo de separación, porque más bien tenían obligación de corregirse y permanecer en la unidad; y si son falsas las nuestras y verdaderas las suyas, tampoco hubo motivo de separación por su parte, porque no debían abandonar a todo el orbe inocente, al cual o no quisieron o no pudieron demostrar estas cosas.
6. Quizá haya alguno que me pregunte: "Por qué quieres quitar de en medio esas acusaciones si, aunque se las saque a relucir, tu comunión no sufre menoscabo alguno?" Sencillamente, porque no quiero acudir a testimonios humanos, sino a los oráculos divinos para poner de relieve a la Iglesia santa. En efecto, si las santas Escrituras han señalado a la Iglesia sólo en África y en los pocos Cutzupitanos y Montenses de Roma, y en la casa o el patrimonio de una sola mujer española aunque se aporte lo que se aporte de otros escritos, serán los donatistas los únicos que poseen la Iglesia. Si la Sagrada Escritura la señala entre los pocos moros de la provincia cesariense, hay que pasarse a los rogatistas. Si en los escasos habitantes de la Tripolitana o Bizacena o de la Proconsular, entonces han llegado a ella los maximianistas. Si está en sólo los orientales, hay que buscarla entre los arrianos, los eunomianos, los macedonianos y cualesquiera otros que se encuentren allí.
¿Quién podrá enumerar todas las herejías de cada uno de los pueblos? Ahora bien, si la Iglesia de Cristo fue señalada presente en todos los pueblos por los testimonios divinos y certísimos de las Escrituras canónicas, a pesar de lo que puedan aducir, tomándolo de donde sea, los que dicen: Cristo está aquí, Cristo está allí, si somos ovejas suyas, escuchemos más bien la voz de nuestro Pastor que dice: No lo creáis 8, pues ninguna de esas sectas se encuentra en los muchos pueblos donde está ésta; y ésta, en cambio, que está en todas partes, se encuentra también donde están aquéllas. Por tanto, busquemos la Iglesia en las Escrituras santas y canónicas.
Cristo, Cabeza de su Iglesia, que es su Cuerpo
IV. 7. El Cristo total es Cabeza y Cuerpo: la Cabeza es el Hijo unigénito de Dios, y su Cuerpo, la Iglesia; Esposo y Esposa, dos en una misma carne 9. Quienes disienten de las santas Escrituras sobre la misma Cabeza, aunque se encuentren en todos los lugares en que se señala a la Iglesia, no están en la Iglesia. A su vez, quienes están de acuerdo con las santas Escrituras acerca de la Cabeza y no están en la comunión de la unidad de la Iglesia, no están en la Iglesia, porque disienten del testimonio de Cristo sobre el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Así, por ejemplo, quienes no creen que Cristo se hizo carne en el seno de la Virgen María, de la descendencia de David, hecho afirmado con tanta claridad en la Escritura de Dios; o que resucitó en el mismo cuerpo en el que fue crucificado y sepultado, aunque se encuentren por todas las tierras en que está la Iglesia, no por eso están dentro de la Iglesia, porque no tienen la misma Cabeza de la Iglesia, que es Cristo Jesús, y no es precisamente en algún punto oscuro de las divinas Escrituras en el que se engañan, sino que contradicen sus testimonios más claros y conocidos.
También puede ocurrir que algunos crean que Jesucristo, según se ha dicho, vino en la carne, y que en la misma carne en que nació y sufrió, resucitó, y que es Hijo de Dios, Dios en Dios, uno con el Padre, Verbo inconmutable del Padre, por medio del cual fueron hechas todas las cosas 10y, sin embargo, disienten tanto de su Cuerpo, la Iglesia, que no están en comunión con el todo, por doquiera se extiende, sino en alguna parte aislada; si esto es así, es manifiesto que los tales no se encuentran en la Iglesia católica .
Ahora bien, como nuestra discusión con los donatistas no se refiere a la Cabeza, sino al Cuerpo; es decir, no trata de la Cabeza, sino del Cuerpo; esto es, no del mismo Salvador Jesucristo, sino de su Iglesia, sea la misma Cabeza, en la que estamos de acuerdo, la que nos muestre su Cuerpo, sobre el cual disentimos, a fin de que por sus palabras dejemos ya de hacerlo. Él es, en efecto, el Hijo unigénito y Palabra de Dios y, por tanto, ni los mismos santos profetas hubieran podido proclamar las verdades si la misma Verdad, que es la Palabra de Dios, no les manifestara lo que tenían que decir y no les mandara decirlo. Así, pues, la Palabra de Dios resonó en los primeros tiempos por medio de los profetas, luego lo hizo por sí mismo, cuando la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros 11; después por los apóstoles que envió a predicarle, para que llegara la salvación a los confines de la tierra 12. En todos éstos, por consiguiente, hay que buscar la Iglesia.
Recurrir sólo a textos claros
V. 8. Pero los maldicientes tantas veces cambian muchos textos aplicándolos a quienes o a lo que les place. Igualmente, a muchos otros que, para ejercitar las mentes racionales, aparecen en lenguaje figurado y oscuro, se les considera, recurriendo a imágenes enigmáticas o de sentido ambiguo, como en armonía y al servicio de una interpretación errónea. Por eso, de antemano digo y propongo que escojamos algunos textos claros y manifiestos, pues si éstos no se encontrasen en las divinas Escrituras, no habría manera de sacar a luz lo encerrado ni de esclarecer lo oscuro.
Ved, por ejemplo, qué fácil nos sería a nosotros aplicar contra ellos o a ellos contra nosotros lo que dice el Señor de los fariseos: Vosotros os asemejáis a los sepulcros blanqueados: por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de porquería. Así también vosotros, por fuera parecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de maldad 13. Si nosotros aplicamos estas palabras contra ellos o ellos contra nosotros, si no se demuestra antes con documentos irrefutables quiénes son los que siendo injustos se tienen por justos, ¿quién medianamente sano puede ignorar que todo eso se dice a impulso más bien de una ligereza insultante que de una verdad convincente? El Señor decía todo eso contra los fariseos en calidad de Señor, esto es, como conocedor del corazón y conocedor y juez de todos los secretos humanos 14; nosotros, en cambio, debemos primero hallar y demostrar las imputaciones, a fin de que no seamos inculpados de la gravísima acusación de insana temeridad.
Sin duda, si nos demuestran ellos antes que somos nosotros tales hipócritas, en modo alguno hemos de rehusar admitir que esas palabras de las santas Escrituras nos reprenden y sacuden a nosotros; e igualmente, si nosotros demostramos que son ellos los afectados por esa hipocresía, estará también en nuestras manos, tras la demostración y refutación de su conducta, descargar sobre ellos los reproches del Señor.
9. También se hace preciso dejar a un lado entre tanto los pasajes oscuros y ocultos bajo figuras que pueden ser interpretados a favor nuestro o de ellos. Corresponde a los hombres perspicaces dilucidar y discernir cuál es la interpretación más probable de esos pasajes; pero no queremos, en una causa que afecta a los pueblos, encomendar nuestra discusión a la rivalidad de semejantes ingenios.
Así, nadie de nosotros puede dudar que en el arca de Noé, dejando a un lado la verdad histórica de los acontecimientos, es decir, que muriendo los pecadores se salvó del diluvio la familia de un justo, estaba figurada también la Iglesia. Esto parecería una conjetura ingeniosa si el apóstol Pedro no lo hubiera dicho en su carta 15. Pero si alguno de nosotros afirma, cosa que no dijo él, que la razón de haber estado allí toda clase de animales fue porque anunciaba de antemano que la Iglesia había de estar en todos los pueblos, quizá a los donatistas les pareciera otra cosa y quisieran interpretarlo de diferente manera. Igualmente, si ellos interpretaran a su manera algún pasaje oscuro y dudoso y nosotros pensáramos que allí se indica otra cosa que nos favorece a nosotros, ¿a dónde iríamos a parar con este sistema?
En efecto, cierto obispo suyo, en un sermón que, según hemos oído, predicó aquí en Hipona al pueblo, dijo que la misma arca de Noé había sido embreada por dentro para que no se escapara el agua que tenía y también por fuera para no dejar entrar la ajena. Quiso servirse de esta interpretación para sostener que ni el bautismo podía salir de la Iglesia ni ser aceptado si se daba fuera de ella. Le pareció que decía algo, y los que le escuchaban le aclamaron gustosos, sin reflexionar atentamente sobre lo que habían oído; así, no advirtieron, como era fácil, que no puede suceder que la ensambladura de la madera admita el agua de fuera si no deja salir la de dentro, y a su vez, que si deja salir la de dentro, es natural admita también la de fuera. Pero, admitido que fuera verdad lo que él dice del casco del barco, ¿quién me impediría a mí dar otra interpretación, si pudiera, sobre el arca embreada por ambas partes, de suerte que fuera incierto cuál de estas dos interpretaciones, o aun alguna tercera, fuera la verdadera? Tampoco es absurdo afirmar, y quizá tenga más probabilidad, que en la brea, como es un adhesivo fortísimo y tan ardiente, está significada la caridad. ¿Por medio de qué, sino por medio de la ardentísima caridad, acontece lo que dice el salmo: Mi alma está adherida a ti? 16 Como está mandado que la tengamos todos recíprocamente y con todos, por eso el arca estaba embreada por dentro y por fuera. Y también, dado que está escrito: Todo lo tolera 17, la misma fuerza de la tolerancia, tenaz defensora de la unidad, está significada por la brea, con la que está embadurnada por dentro y por fuera, precisamente para indicarnos que dentro y fuera hay que tolerar a los malos, a fin de que no se disuelva la ensambladura de la paz.
Por consiguiente, procuremos economizar semejantes interpretaciones en esta nuestra discusión y busquemos algunos textos claros que nos den a conocer la Iglesia.
10. Por ejemplo, se lee en el libro de los Jueces: Gedeón dijo a Dios: Si de verdad quieres salvar a Israel por mi mano, como has dicho, voy a poner un vellón de lana en la era: si el rocío aparece sólo sobre el vellón, quedando seco todo el suelo, sabré que liberarás a Israel por mi mano, como has dicho. Y así sucedió. Gedeón madrugó al día siguiente, exprimió el vellón y llenó una vasija con el agua del rocío. Gedeón dijo a Dios: No se encienda tu ira contra mí; Señor, si me atrevo a hablarte una vez más. Permíteme que repita por última vez la prueba del vellón: que quede seco sólo el vellón y en todo el suelo haya rocío. Y Dios lo hizo así aquella noche. Quedó seco sólo el vellón y en todo el suelo había rocío 18.