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La Carta Atenagórica fue escrita en noviembre de 1690 por sor Juana Inés de la Cruz. Es un ejercicio de reflexión, elaborado a partir de la lectura de un sermón del padre Antonio Vieira, S. J. La carta fue enviada al obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz. Este la publicó en 1690 sin que se conozcan los motivos que lo llevaron a ello. En el prólogo a tal obra, firmada como «Sor Filotea de la Cruz» (el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz), aparte de los elogios de rigor, también le hacía un reproche a Sor Juana: el de no dedicar su talento a la teología, en vez de limitarse a obras literarias más o menos profanas. Como defensa ante las reacciones y ataques originados por la publicación de la Carta atenagórica, sor Juana se apresuró a escribir su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691). De la Respuesta a Sor Filotea, interesa destacar tres aspectos que la convierten en una obra singular: - es autobiográfica (se describe la trayectoria intelectual de la autora, con sus progresos, problemas y obstáculos que ha tenido que vencer por ser mujer y la defensa de la educación de las mujeres y su derecho a comentar e interpretar cualquier texto religioso) - es polémica (se defiende de los ataques) - y es erudita (abundan las referencias y citas, como no podía ser menos, de autoridades clásicas y cristianas).Según Octavio Paz en su ensayo Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1982): «la preeminencia alcanzada por sor Juana ofendía a muchos prelados; todos ellos eran sus superiores y casi todos presumían de teólogos, literatos y poetas. La monja encarnaba una excepción doble e insoportable: la de su sexo y la de su superioridad intelectual».
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Seitenzahl: 57
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Sor Juana Inés de la Cruz
Carta atenagórica
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Carta atenagórica.
© 2024, Red ediciones.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9816-576-0.
ISBN ebook: 978-84-9953-902-7.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
Carta atenagórica 9
Libros a la carta 35
Brevísima presentación
La vida
Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695). México.
Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, nació el 12 de noviembre de 1651 en San Miguel de Nepantla, Amecameca. Era hija de padre vasco y madre mexicana.
Empezó a escribir a los ocho de edad una loa al Santísimo Sacramento. Aprendió latín en veinte lecciones, que le dictó el bachiller Martín de Olivas y a los dieciséis años ingresó en el Convento de Santa Teresa la Antigua y posteriormente en el de San Jerónimo.
En plena madurez literaria, criticó con su Carta atenagórica un sermón del padre Vieyra. Ello provocó que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, le pidiera que abandonase la literatura y se dedicase por entero a la religión. Sor Juana se defendió en una epístola autobiográfica, en la que enarboló los derechos de la mujer y en su Respuesta a sor Filotea. No obstante, obedeció y renunció a su enorme su biblioteca, sus útiles científicos y sus instrumentos musicales. Murió el 17 de abril de 1695.
Carta atenagórica
Carta de la Madre Juana Inés de la Cruz, religiosa del convento de San Jerónimo de la ciudad de México, en que hace juicio de un sermón del Mandato que predicó el Reverendísimo padre Antonio de Vieyra, de la Compañía de Jesús, en el Colegio de Lisboa.
Muy Señor Mío: De las bachillerías de una conversación, que en la merced que Vuestra majestad me hace pasaron plaza de vivezas, nació en Vuestra majestad el deseo de ver por escrito algunos discursos que allí hice de repente sobre los sermones de un excelente orador, alabando algunas veces sus fundamentos, otras disintiendo, y siempre admirándome de su sin igual ingenio, que aun sobresale más en lo segundo que en lo primero, porque sobre sólidas basas no es tanto de admirar la hermosura de una fábrica, como la de la que sobre flacos fundamentos se ostenta lucida, cuales son algunas de las proposiciones de este sutilísimo talento, que es tal su suavidad, su viveza y energía, que al mismo que disiente, enamora con la belleza de la oración, suspende con la dulzura y hechiza con la gracia, y eleva, admira y encanta con el todo. De esto hablamos, y vuestra majestad gustó (como ya dije) ver esto escrito; y porque conozca que le obedezco en lo más difícil, no solo de parte del entendimiento en asunto tan arduo como notar proposiciones de tan gran sujeto, sino de parte de mi genio, repugnante a todo lo que parece impugnar a nadie, lo hago; aunque modificado este inconveniente, en que así de lo uno como de lo otro, será vuestra majestad solo el testigo, en quien la propia autoridad de su precepto honestará los errores de mi obediencia, que a otros ojos pareciera desproporcionada soberbia, y más cayendo en sexo tan desacreditado en materia de letras con la común acepción de todo el mundo.
Y para que vuestra majestad vea cuán purificado va de toda pasión mi sentir, propongo tres razones que en este insigne varón concurren de especial amor y reverencia mía. La primera es el cordialísimo y filial cariño a su Sagrada Religión, de quien, en el afecto, no soy menos hija que dicho sujeto. La segunda, la grande afición que este admirable pasmo de los ingenios me ha siempre debido, en tanto grado que suelo decir (y lo siento así), que si Dios me diera a escoger talentos, no eligiera otro que el suyo. La tercera, el que a su generosa nación tengo oculta simpatía. Que juntas a la general de no tener espíritu de contradicción sobraban para callar (como lo hiciera a no tener contrario precepto); pero no bastarán a que el entendimiento humano, potencia libre y que asiente o disiente necesario a lo que juzga ser o no ser verdad, se rinda por lisonjear el comedimiento de la voluntad.
En cuya suposición, digo que esto no es replicar, sino referir simplemente mi sentir; y éste, tan ajeno de creer de sí lo que del suyo pensó dicho orador diciendo que nadie le adelantaría (proposición en que habló más su nación, que su profesión y entendimiento), que desde luego llevo pensado y creído que cualquiera adelantará mis discursos con infinitos grados.
Y no puedo dejar de decir que a éste, que parece atrevimiento, abrió él mismo camino, y holló él primero las intactas sendas, dejando no solo ejemplificadas, pero fáciles las menores osadías, a vista de su mayor arrojo. Pues si sintió vigor en su pluma para adelantar en uno de sus sermones (que será solo el asunto de este papel) tres plumas, sobre doctas, canonizadas, ¿qué mucho que haya quien intente adelantar la suya, no ya canonizada, aunque tan docta? Si hay un Tulio moderno que se atreva a adelantar a un Agustino, a un Tomás y a un Crisóstomo, ¿qué mucho que haya quien ose responder a este Tulio? Si hay quien ose combatir en el ingenio con tres más que hombres, ¿qué mucho es que haya quien haga cara a uno, aunque tan grande hombre? Y más si se acompaña y ampara de aquellos tres gigantes, pues mi asunto es defender las razones de los tres Santos Padres. Mal dije. Mi asunto es defenderme con las razones de los tres Santos Padres. (Ahora creo que acerté.)
Y entrando en él, digo que seguiré en la respuesta el método mismo que siguió el orador en el sermón citado, que es del Mandato; y es en esta forma:
Habla de las finezas de Cristo en el fin de su vida: in finem dilexit (Ioan. 13 cap.); y propone el sentir de tres Santos Padres, que son Agustino, Tomás y Crisóstomo, con tan generosa osadía, que dice: “El estilo que he de guardar en este discurso será éste: referiré primero las opiniones de los Santos, y después diré también la mía; mas con esta diferencia: que ninguna fineza de amor de Cristo dirán los Santos, a que yo no dé otra mayor que ella; y a la fineza de amor de Cristo que yo dijere, ninguno me ha de dar otra que la iguale”. Éstas son sus formales palabras, ésta su proposición, y ésta la que motiva la respuesta.
La opinión primera es de Agustino, que siente que la mayor fineza de Cristo fue morir, probándolo con el texto: Maiorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis. (Ioan. 15 cap. I.)