Cartas marruecas - José Cadalso - E-Book

Cartas marruecas E-Book

José Cadalso

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Beschreibung

Las Cartas marruecas son una obra epistolar de José Cadalso, publicada en 1789, tras su muerte. Contienen noventa cartas que se cruzan entre tan solo tres protagonistas. - Gazel, un joven marroquí que visita España por primera vez, observa y comenta sus costumbres y su cultura. - Ben-Beley, amigo y maestro sabio de Gazel, que vive en Marruecos; - y Nuño Núñez, un español cristiano de quien Gazel se hace amigo.Con estas cartas Cadalso se propuso hacer una «crítica de la nación». Aquí profundizó en la esencia de los problemas que han hecho que España, su patria, sea, con sus propias palabras «el esqueleto de un gigante». La reflexión sobre el tema de España que inició fue seguida por Mariano José de Larra, los regeneracionistas y la Generación del 98, hasta el presente. El hilo conductor de toda la obra gira alrededor de la sátira hacia ciertas costumbres y vicios de la época sin seguir ningún orden. Tanto es así, que se cree que Cadalso las escribió en distintos años de su vida. En esta obra quiso por mero placer poner por escrito la hipocresía, la desigualdad, la brutalidad o las supersticiones que hacían inviable una sociedad basada en un espíritu científico y racional. El propio Cadalso nos presenta estas cartas, introduciendo un elemento nuevo en la literatura hispana, el «espíritu crítico»: «Estas cartas tratan del carácter nacional, cual lo es en el día y cual lo ha sido. Para manejar esta crítica al gusto de unos, sería preciso ajar la nación, llenarla de improperios y no hallar en ella cosa alguna de mediano mérito. Para complacer a otros, sería igualmente necesario alabar todo lo que nos ofrece el examen de su genio, y ensalzar todo lo que en sí es reprensible. Cualquiera de estos dos sistemas que se siguiese en las Cartas marruecas tendría gran número de apasionados; y a costa de mal conceptuarse con unos, el autor se hubiera congraciado con otros. Pero en la imparcialidad que reina en ellas, es indispensable contraer el odio de ambas parcialidades.»

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Seitenzahl: 317

Veröffentlichungsjahr: 2010

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José Cadalso

Cartas marruecas

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Cartas marruecas.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de la colección: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-541-8.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-354-2.

ISBN rústica: 978-84-96428-79-9.

ISBN ebook: 978-84-9897-026-5.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 11

La vida 11

Espíritu crítico 12

Introducción 13

Carta I. Gazel a Ben-Beley 18

Carta II. Del mismo al mismo 20

Carta III. Del mismo al mismo 21

Carta IV. Del mismo al mismo 25

Carta V. Del mismo al mismo 30

Carta VI. Del mismo al mismo 31

Carta VII. Del mismo al mismo 34

Carta VIII. Del mismo al mismo 41

Carta IX. Del mismo al mismo 45

Carta X. Del mismo al mismo 52

Carta XI. Del mismo al mismo 55

Carta XII. Del mismo al mismo 60

Carta XIII. Del mismo al mismo 61

Carta XIV. Del mismo al mismo 61

Carta XV. Del mismo al mismo 62

Carta XVI. Del mismo al mismo 62

Carta XVII. De Ben-Beley a Gazel 65

Carta XVIII. Gazel a Ben-Beley 66

Carta XIX. Ben-Beley a Gazel, respuesta de la anterior 67

Carta XX. Ben-Beley a Nuño 68

Carta XXI. Nuño a Ben-Beley, respuesta de la anterior 68

Carta XXII. Gazel a Ben-Beley 72

Carta XXIII. Del mismo al mismo 73

Carta XXIV. Del mismo al mismo 74

Carta XXV. Del mismo al mismo 76

Carta XXVI. Del mismo al mismo 77

Carta XXVII. Del mismo al mismo 81

Carta XXVIII. De Ben-Beley a Gazel, respuesta de la anterior 82

Carta XXIX. Gazel a Ben-Beley 86

Carta XXX. Del mismo al mismo 89

Carta XXXI. Ben-Beley a Gazel 89

Carta XXXII. Del mismo al mismo 90

Carta XXXIII. Gazel a Ben-Beley 91

Carta XXXIV. Gazel a Ben-Beley 93

Carta XXXV. Del mismo al mismo 96

Carta XXXVI. Del mismo al mismo 100

Carta XXXVII. Del mismo al mismo 101

Carta XXXVIII. Del mismo al mismo 102

Carta XXXIX. Del mismo al mismo 103

Carta XL. Del mismo al mismo 105

Carta XLI. Del mismo al mismo 106

Carta XLII. De Nuño a Ben-Beley 111

Carta XLIII. De Gazel a Nuño 113

Carta XLIV. De Nuño a Gazel, respuesta de la antecedente 114

Carta XLV. De Gazel a Ben-Beley 117

Carta XLVI. Ben-Beley a Nuño 120

Carta XLVII. Respuesta de la anterior 122

Carta XLVIII. De Nuño a Ben-Beley 122

Carta XLIX. Gazel a Ben-Beley 123

Carta L. Gazel a Ben-Beley 125

Carta LI. De Gazel a Ben-Beley 127

Carta LII. De Nuño a Gazel 129

Carta LIII. De Gazel a Ben-Beley 129

Carta LIV. Gazel a Ben-Beley 130

Carta LV. Del mismo al mismo 130

Carta LVI. Del mismo al mismo 133

Carta LVII. Gazel a Ben-Beley 135

Carta LVIII. Gazel a Ben-Beley 138

Carta LIX. Del mismo al mismo 139

Carta LX. Del mismo al mismo 141

Carta LXI. Del mismo al mismo 144

Carta LXII. De Ben-Beley a Nuño, respuesta de la XLII 144

Carta LXIII. Gazel a Ben-Beley 145

Carta LXIV. Gazel a Ben-Beley 146

Carta LXV. Del mismo al mismo 152

Carta LXVI. Del mismo al mismo 153

Carta LXVII. De Nuño a Gazel 154

Carta LXVIII. Gazel a Ben-Beley 164

Carta LXIX. De Gazel a Nuño 165

Carta LXX. De Nuño a Gazel, respuesta de la anterior 171

Carta LXXI. Del mismo al mismo 174

Carta LXXII. Gazel a Ben-Beley 174

Carta LXXIII. Del mismo al mismo 175

Carta LXXIV. Gazel a Ben-Beley 176

Carta LXXV. Del mismo al mismo 178

Carta LXXVI. Gazel a Ben-Beley 180

Carta LXXVII. Gazel a Ben-Beley 182

Carta LXXVIII. Del mismo al mismo 186

Carta LXXIX. Del mismo al mismo 190

Carta LXXX. Del mismo al mismo 190

Carta LXXXI. Del mismo al mismo 194

Carta LXXXII. Del mismo al mismo 195

Carta LXXXIII. Del mismo al mismo 201

Carta LXXXIV. Ben-Beley a Gazel 203

Carta LXXXV. Gazel a Ben-Beley, respuesta de la anterior 204

Carta LXXXVI. Ben-Beley a Gazel 205

Carta LXXXVII. Gazel a Ben-Beley, respuesta de la anterior 205

Carta LXXXVIII. Ben-Beley a Gazel 209

Carta LXXXIX. Nuño a Gazel 211

Carta XC. Gazel a Nuño 212

Nota 215

Protesta literaria del editor de las Cartas Marruecas 216

Libros a la carta 221

Brevísima presentación

La vida

José Cadalso y Vázquez (Cádiz, 8 de octubre de 1741-Gibraltar, 26 de febrero de 1782). España.

Su familia procedía por línea paterna del señorío de Vizcaya. Su madre murió durante el parto, y su padre estaba en América y tardó doce años en volver. Fue educado por un tío jesuita, el padre Mateo Vázquez. Cadalso viajó muy joven por Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, cuyos idiomas dominaba.

Tras una temporada en el Seminario de Nobles de Madrid, vivió de nuevo en París y Londres hasta la muerte de su padre (1761). Entonces regresó a España y se alistó en el regimiento de caballería de Borbón en 1762, participando en la campaña de Portugal.

Destacado su regimiento a Madrid, Cadalso se relacionó con el poderoso conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla.

Tras unos meses de destierro, Cadalso regresó a Madrid. Por entonces se enamoró de la actriz María Ignacia Ibáñez, quien murió de tifus, a los veinticinco años, el 22 de abril de 1771. Se dice que Cadalso, desesperado ante su muerte, intentó desenterrarla. Poco después escribió Noches lúgubres, obra inspirada en este suceso.

En 1777 fue ascendido a comandante de escuadrón. Dos años más tarde participó en el asedio de Gibraltar y fue ascendido a coronel en 1781. Murió el 27 de febrero de 1782, herido por el impacto en la sien de un fragmento de metralla.

Espíritu crítico

Las Cartas marruecas, se inspiran en las Cartas persas (1721), del filósofo francés Montesquieu que satirizan la vida cortesana francesa.

Las Cartas marruecas son una novela epistolar de José Cadalso, publicada en 1789, tras su muerte. Son noventa misivas que relatan la historia de Gazel, un joven marroquí que viaja por Europa, llega a España en la comitiva de un embajador de Marruecos, y describe las costumbres y la cultura española, y la compara con otros países de Europa.

El propio Cadalso nos presenta estas cartas, introduciendo un elemento nuevo en la literatura hispana, el «espíritu crítico».

Estas cartas tratan del carácter nacional, cual lo es en el día y cual lo ha sido. Para manejar esta crítica al gusto de unos, sería preciso ajar la nación, llenarla de improperios y no hallar en ella cosa alguna de mediano mérito. Para complacer a otros, sería igualmente necesario alabar todo lo que nos ofrece el examen de su genio, y ensalzar todo lo que en sí es reprensible. Cualquiera de estos dos sistemas que se siguiese en las Cartas marruecas tendría gran número de apasionados; y a costa de mal conceptuarse con unos, el autor se hubiera congraciado con otros. Pero en la imparcialidad que reina en ellas, es indispensable contraer el odio de ambas parcialidades.

Introducción

Desde que Miguel de Cervantes compuso la inmortal novela en que criticó con tanto acierto algunas viciosas costumbres de nuestros abuelos, que sus nietos hemos reemplazado con otras, se han multiplicado las críticas de las naciones más cultas de Europa en las plumas de autores más o menos imparciales; pero las que han tenido más aceptación entre los hombres de mundo y de letras son las que llevan el nombre de «cartas», que se suponen escritas en este o aquel país por viajeros naturales de reinos no solo distantes, sino opuestos en religión, clima y gobierno. El mayor suceso de esta especie de críticas debe atribuirse al método epistolar, que hace su lectura más cómoda, su distribución más fácil, y su estilo más ameno, como también a lo extraño del carácter de los supuestos autores: de cuyo conjunto resulta que, aunque en muchos casos no digan cosas nuevas, las profieren siempre con cierta novedad que gusta.

Esta ficción no es tan natural en España, por ser menor el número de los viajeros a quienes atribuir semejante obra. Sería increíble el título de Cartas persianas, turcas o chinescas, escritas de este lado de los Pirineos. Esta consideración me fue siempre sensible porque, en vista de las costumbres que aún conservamos de nuestros antiguos, las que hemos contraído del trato de los extranjeros, y las que ni bien están admitidas ni desechadas, siempre me pareció que podría trabajarse sobre este asunto con suceso, introduciendo algún viajero venido de lejanas tierras, o de tierras muy diferentes de las nuestras en costumbres y usos.

La suerte quiso que, por muerte de un conocido mío, cayese en mis manos un manuscrito cuyo título es: Cartas escritas por un moro llamado Gazel Ben-Aly, a Ben-Beley, amigo suyo, sobre los usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos, con algunas respuestas de Ben-Beley, y otras cartas relativas a éstas.

Acabó su vida mi amigo antes que pudiese explicarme si eran efectivamente cartas escritas por el autor que sonaba, como se podía inferir del estilo, o si era pasatiempo del difunto, en cuya composición hubiese gastado los últimos años de su vida. Ambos casos son posibles: el lector juzgará lo que piense más acertado, conociendo que si estas Cartas son útiles o inútiles, malas o buenas, importa poco la calidad del verdadero autor.

Me he animado a publicarlas por cuanto en ellas no se trata de religión ni de gobierno; pues se observará fácilmente que son pocas las veces que por muy remota conexión se trata algo de estos dos asuntos.

No hay en el original serie alguna de fechas, y me pareció trabajo que dilataría mucho la publicación de esta obra el de coordinarlas; por cuya razón no me he detenido en hacerlo ni en decir el carácter de los que las escribieron. Esto último se inferirá de su lectura. Algunas de ellas mantienen todo el estilo, y aun el genio, digámoslo así, de la lengua arábiga su original; parecerán ridículas sus frases a un europeo, sublimes y pindáricas contra el carácter del estilo epistolar y común; pero también parecerán inaguantables nuestras locuciones a un africano. ¿Cuál tiene razón? ¡No lo sé! No me atrevo a decirlo; ni creo que pueda hacerlo sino uno que ni sea africano ni europeo. La naturaleza es la única que pueda ser juez; pero su voz, ¿dónde suena? Tampoco lo sé. Es demasiada la confusión de otras voces para que se oiga la de la común madre en muchos asuntos de los que se presentan en el trato diario de los hombres.

Pero se humillaría demasiado mi amor propio dándome al público como mero editor de estas cartas. Para desagravio de mi vanidad y presunción, iba yo a imitar el método común de los que, hallándose en el mismo caso de publicar obras ajenas a falta de suyas propias, las cargan de notas, comentarios, corolarios, escolios, variantes y apéndices; ya agraviando el texto, ya desfigurándolo, ya truncando el sentido, ya abrumando al pacífico y muy humilde lector con noticias impertinentes, o ya distrayéndole con llamadas importunas, de modo que, desfalcando al autor del mérito genuino, tal cual lo tenga, y aumentando el volumen de la obra, adquieren para sí mismos, a costa de mucho trabajo, el no esperado, pero sí merecido nombre de fastidiosos. En este supuesto, determiné poner un competente número de notas en los parajes en que veía, o me parecía ver, equivocaciones en el moro viajante, o extravagancias en su amigo, o yerros tal vez de los copiantes, poniéndolas con su estrella, número o letra, al pie de cada página, como es costumbre.

Acompañábame otra razón que no tienen los más editores. Si yo me pusiese a publicar con dicho método las obras de algún autor difunto siete siglos ha, yo mismo me reiría de la empresa, porque me parecería trabajo absurdo el de indagar lo que quiso decir un hombre entre cuya muerte y mi nacimiento habían pasado seiscientos años; pero el amigo que me dejó el manuscrito de estas Cartas y que, según las más juiciosas conjeturas, fue el verdadero autor de ellas, era tan mío y yo tan suyo, que éramos uno propio; y sé yo su modo de pensar como el mío mismo, sobre ser tan rigurosamente mi contemporáneo, que nació en el mismo año, mes, día e instante que yo; de modo que por todas estas razones, y alguna otra que callo, puedo llamar esta obra mía sin ofender a la verdad, cuyo nombre he venerado siempre, aun cuando la he visto atada al carro de la mentira triunfante (frase que nada significa y, por tanto, muy propia para un prólogo como éste u otro cualquiera).

—Aun así —díceme un amigo que tengo, sumamente severo y tétrico en materia de crítica—, no soy de parecer que tales notas se pongan. Podrían aumentar el peso y tamaño del libro, y éste es el mayor inconveniente que puede tener una obra moderna. Los antiguos se pesaban por quintales, como el hierro, y las de nuestros días por quilates, como las piedras preciosas; se medían aquéllas por palmos, como las lanzas, y éstas por dedos, como los espadines: conque así sea la obra cual sea, pero sea corta.

Admiré su profundo juicio, y le obedecí, reduciendo estas hojas al menor número posible, no obstante la repugnancia que arriba dije; y empiezo observando lo mismo respecto a esta introducción preliminar, advertencia, prólogo, proemio, prefacio, o lo que sea, por no aumentar el número de los que entran confesando lo tedioso de estas especies de preparaciones y, no obstante su confesión, prosiguen con el mismo vicio, ofendiendo gravemente al prójimo con el abuso de su paciencia.

Algo más me ha detenido otra consideración que, a la verdad, es muy fuerte, y tanto, que me hube de resolver a no publicar esta corta obra, a saber: que no ha de gustar, ni puede gustar. Me fundo en lo siguiente:

Estas cartas tratan del carácter nacional, cual lo es en el día y cual lo ha sido. Para manejar esta crítica al gusto de unos, sería preciso ajar la nación, llenarla de improperios y no hallar en ella cosa alguna de mediano mérito. Para complacer a otros, sería igualmente necesario alabar todo lo que nos ofrece el examen de su genio, y ensalzar todo lo que en sí es reprensible. Cualquiera de estos dos sistemas que se siguiese en las Cartas marruecas tendría gran número de apasionados; y a costa de mal conceptuarse con unos, el autor se hubiera congraciado con otros. Pero en la imparcialidad que reina en ellas, es indispensable contraer el odio de ambas parcialidades. Es verdad que este justo medio es el que debe procurar seguir un hombre que quiera hacer algún uso de su razón; pero es también el de hacerse sospechoso a los preocupados de ambos extremos. Por ejemplo, un español de los que llaman rancios irá perdiendo parte de su gravedad, y casi casi llegará a sonreírse cuando lea alguna especie de sátira contra el amor a la novedad; pero cuando llegue al párrafo siguiente y vea que el autor de la carta alaba en la novedad alguna cosa útil, que no conocieron los antiguos, tirará el libro al brasero y exclamará: «¡Jesús, María y José, este hombre es traidor a su patria!». Por la contraria, cuando uno de estos que se avergüenzan de haber nacido de este lado de los Pirineos vaya leyendo un panegírico de muchas cosas buenas que podemos haber contraído de los extranjeros, dará sin duda mil besos a tan agradables páginas; pero si tiene la paciencia de leer pocos renglones más, y llega a alguna reflexión sobre lo sensible que es la pérdida de alguna parte apreciable de nuestro antiguo carácter, arrojará el libro a la chimenea y dirá a su ayuda de cámara: «Esto es absurdo, ridículo, impertinente, abominable y pitoyable».

En consecuencia de esto, si yo, pobre editor de esta crítica, me presento en cualquiera casa de una de estas dos órdenes, aunque me reciban con algún buen modo, no podrán quitarme que yo me diga, según las circunstancias: «En este instante están diciendo entre sí: “Este hombre es un mal español”; o bien: “Este hombre es un bárbaro”». Pero mi amor propio me consolará (como suele a otros en muchos casos), y me diré a mí mismo: «Yo no soy más que un hombre de bien, que he dado a luz un papel que me ha parecido muy imparcial, sobre el asunto más delicado que hay en el mundo, cual es la crítica de una nación».

Carta I. Gazel a Ben-Beley

He logrado quedarme en España después del regreso de nuestro embajador, como lo deseaba muchos días ha, y te lo escribí varias veces durante su mansión en Madrid. Mi ánimo era viajar con utilidad, y este objeto no puede siempre lograrse en la comitiva de los grandes señores, particularmente asiáticos y africanos. Éstos no ven, digámoslo así, sino la superficie de la tierra por donde pasan; su fausto, los ningunos antecedentes por donde indagar las cosas dignas de conocerse, el número de sus criados, la ignorancia de las lenguas, lo sospechosos que deben ser en los países por donde caminan, y otros motivos, les impiden muchos medios que se ofrecen al particular que viaja con menos nota.

Me hallo vestido como estos cristianos, introducido en muchas de sus casas, poseyendo su idioma, y en amistad muy estrecha con un cristiano llamado Nuño Núñez, que es hombre que ha pasado por muchas vicisitudes de la suerte, carreras y métodos de vida. Se halla ahora separado del mundo y, según su expresión, encarcelado dentro de sí mismo. En su compañía se me pasan con gusto las horas, porque procura instruirme en todo lo que pregunto; y lo hace con tanta sinceridad, que algunas veces me dice: «De eso no entiendo»; y otras: «De eso no quiero entender». Con estas proporciones hago ánimo de examinar no solo la corte, sino todas las provincias de la Península. Observaré las costumbres de este pueblo, notando las que le son comunes con las de otros países de Europa, y las que le son peculiares. Procuraré despojarme de muchas preocupaciones que tenemos los moros contra los cristianos, y particularmente contra los españoles. Notaré todo lo que me sorprenda, para tratar de ello con Nuño y después participártelo con el juicio que sobre ello haya formado.

Con esto respondo a las muchas que me has escrito pidiéndome noticias del país en que me hallo. Hasta entonces no será tanta mi imprudencia que me ponga a hablar de lo que no entiendo, como lo sería decirte muchas cosas de un reino que hasta ahora todo es enigma para mí, aunque me sería esto muy fácil: solo con notar cuatro o cinco costumbres extrañas, cuyo origen no me tomaría el trabajo de indagar, ponerlas en estilo suelto y jocoso, añadir algunas reflexiones satíricas y soltar la pluma con la misma ligereza que la tomé, completaría mi obra, como otros muchos lo han hecho.

Pero tú me enseñaste, oh mi venerado maestro, tú me enseñaste a amar la verdad. Me dijiste mil veces que faltar a ella es delito aun en las materias frívolas. Era entonces mi corazón tan tierno, y tu voz tan eficaz cuando me imprimiste en él esta máxima, que no la borrará la sucesión de los tiempos.

Alá te conserve una vejez sana y alegre, fruto de una juventud sobria y contenida, y desde África prosigue enviándome a Europa las saludables advertencias que acostumbras. La voz de la virtud cruza los mares, frustra las distancias y penetra el mundo con más excelencia que la luz del Sol, pues esta última cede parte de su imperio a las tinieblas de la noche, y aquélla no se oscurece en tiempo alguno. ¿Qué será de mí en un país más ameno que el mío, y más libre, si no me sigue la idea de tu presencia, representada en tus consejos? Ésta será una sombra que me seguirá en medio del encanto de Europa; una especie de espíritu tutelar que me sacará de la orilla del precipicio; o como el trueno, cuyo estrépito y estruendo detiene la mano que iba a cometer el delito.

Carta II. Del mismo al mismo

Aún no me hallo capaz de obedecer a las nuevas instancias que me haces sobre que te remita las observaciones que voy haciendo en la capital de esta vasta monarquía. ¿Sabes tú cuántas cosas se necesitan para formar una verdadera idea del país en que se viaja? Bien es verdad que, habiendo hecho varios viajes por Europa, me hallo más capaz, o por mejor decir, con menos obstáculos que otros africanos; pero aun así, he hallado tanta diferencia entre los europeos que no basta el conocimiento de uno de los países de esta parte del mundo para juzgar de otros estados de la misma. Los europeos no parecen vecinos: aunque la exterioridad los haya uniformado en mesas, teatros y paseos, ejército y lujo, no obstante las leyes, vicios, virtudes y gobierno son sumamente diversos y, por consiguiente, las costumbres propias de cada nación.

Aun dentro de la española, hay variedad increíble en el carácter de sus provincias. Un andaluz en nada se parece a un vizcaíno; un catalán es totalmente distinto de un gallego; y lo mismo sucede entre un valenciano y un montañés. Esta península, dividida tantos siglos en diferentes reinos, ha tenido siempre variedad de trajes, leyes, idiomas y moneda. De esto inferirás lo que te dije en mi última sobre la ligereza de los que por cortas observaciones propias, o tal vez sin haber hecho alguna, y solo por la relación de viajeros poco especulativos, han hablado de España.

Déjame enterar bien en su historia, leer sus autores políticos, hacer muchas preguntas, muchas reflexiones, apuntarlas, repasarlas con madurez, tomar tiempo para cerciorarme en el juicio que formé de cada cosa, y entonces prometo complacerte. Mientras tanto no hablaré en mis cartas sino de mi salud, que te ofrezco, y de la tuya que deseo completa, para enseñanza mía, educación de tus nietos, gobierno de tu familia y bien de todos los que te conozcan y traten.

Carta III. Del mismo al mismo

En los meses que han pasado desde la última que te escribí, me he impuesto en la historia de España. He visto lo que de ella se ha escrito desde tiempos anteriores a la invasión de nuestros abuelos y su establecimiento en ella.

Como esto forma una serie de muchos años y siglos, en cada uno de los cuales han acaecido varios sucesos particulares, cuyo influjo ha sido visible hasta en los tiempos presentes, el extracto de todo esto es obra muy larga para remitida en una carta, y en esta especie de trabajos no estoy muy práctico. Pediré a mi amigo Nuño que se encargue de ello y te lo remitiré. No temas que salga de sus manos viciado el extracto de la historia del país por alguna preocupación nacional, pues le he oído decir mil veces que, aunque ama y estima a su patria por juzgarla dignísima de todo cariño y aprecio, tiene por cosa muy accidental el haber nacido en esta parte del globo, o en sus antípodas, o en otra cualquiera.

En este estado quedó esta carta tres semanas ha, cuando me asaltó una enfermedad en cuyo tiempo no se apartó Nuño de mi cuarto; y haciéndole en los primeros días el encargo arriba dicho, lo desempeñó luego que salí del peligro. En mi convalecencia me lo leyó, y lo hallé en todo conforme a la idea que yo mismo me había figurado; te lo remito tal cual pasó de sus manos a las mías. No lo pierdas de vista mientras durare el tiempo de que nos correspondamos sobre estos asuntos, por ser ésta una clave precisa para el conocimiento del origen de todos los usos y costumbres dignos de la observación de un viajero como yo, que ando por los países de que escribo, y del estudio de un sabio como tú, que ves todo el orbe desde tu retiro.

«La península llamada España solo está contigua al continente de Europa por el lado de Francia, de la que la separan los montes Pirineos. Es abundante en oro, plata, azogue, piedras, aguas minerales, ganados de excelentes calidades y pescas tan abundantes como deliciosas. Esta feliz situación la hizo objeto de la codicia de los fenicios y otros pueblos. Los cartagineses, parte por dolo y parte por fuerza, se establecieron en ella; y los romanos quisieron completar su poder y gloria con la conquista de España, pero encontraron una resistencia que pareció tan extraña como terrible a los soberbios dueños de lo restante del mundo. Numancia, una sola ciudad, les costó catorce años de sitio, la pérdida de tres ejércitos y el desdoro de los más famosos generales; hasta que, reducidos los numantinos a la precisión de capitular o morir, por la total ruina de la patria, corto número de vivos y abundancia de cadáveres en las calles (sin contar los que habían servido de pasto a sus conciudadanos después de concluidos todos sus víveres), incendiaron sus casas, arrojaron sus niños, mujeres y ancianos en las llamas, y salieron a morir en el campo raso con las armas en la mano. El grande Escipión fue testigo de la ruina de Numancia, pues no puede llamarse propiamente conquistador de esta ciudad; siendo de notar que Lúculo, encargado de levantar un ejército para aquella expedición, no halló en la juventud romana recluta que llevar, hasta que el mismo Escipión se alistó para animarla. Si los romanos conocieron el valor de los españoles como enemigos, también experimentaron su virtud como aliados. Sagunto sufrió por ellos un sitio igual al de Numancia, contra los cartagineses; y desde entonces formaron los romanos de los españoles el alto concepto que se ve en sus autores, oradores, historiadores y poetas. Pero la fortuna de Roma, superior al valor humano, la hizo señora de España como de lo restante del mundo, menos algunos montes de Cantabria, cuya total conquista no consta de la historia de modo que no pueda revocarse en duda. Largas revoluciones inútiles de contarse en este paraje trajeron del Norte enjambres de naciones feroces, codiciosas y guerreras, que se establecieron en España. Pero con las delicias de este clima tan diferente del que habían dejado, cayeron en tal grado de afeminación y flojedad, que a su tiempo fueron esclavos de otros conquistadores venidos de Mediodía. Huyeron los godos españoles hasta los montes de una provincia hoy llamada Asturias, y apenas tuvieron tiempo de desechar el susto, llorar la pérdida de sus casas y ruina de su reino, cuando volvieron a salir mandados por Pelayo, uno de los mayores hombres que naturaleza ha producido.

»Desde aquí se abre un teatro de guerras que duraron cerca de ocho siglos. Varios reinos se levantaron sobre la ruina de la monarquía goda española, destruyendo el que querían edificar los moros en el mismo terreno, regado con más sangre española, romana, cartaginesa, goda y mora de cuanto se puede ponderar con horror de la pluma que lo escriba y de los ojos que lo vean escrito. Pero la población de esta península era tal que, después de tan largas y sangrientas guerras, aún se contaban veinte millones de habitantes en ella. Incorporáronse tantas provincias tan diferentes en dos coronas, la de Castilla y la de Aragón, y ambas en el matrimonio de don Fernando y doña Isabel, príncipes que serán inmortales entre cuantos sepan lo que es gobierno. La reforma de abusos, aumento de las ciencias, humillación de los soberbios, amparo de la agricultura, y otras operaciones semejantes, formaron esta monarquía. Ayudoles la naturaleza con un número increíble de vasallos insignes en letras y armas, y se pudieron haber lisonjeado de dejar a sus sucesores un imperio mayor y más duradero que el de la Roma antigua (contando las Américas nuevamente descubiertas), si hubieran logrado dejar su corona a un heredero varón. Negoles el cielo este gozo a trueque de tantos como les había concedido, y su cetro pasó a la casa de Austria, la cual gastó los tesoros, talentos y sangre de los españoles por las continuas guerras que, así en Alemania como en Italia, tuvo que sostener Carlos I de España, hasta que cansado de sus mismas prosperidades, o tal vez conociendo con prudencia la vicisitud de las cosas humanas, no quiso exponerse a sus reveses y dejó el trono a su hijo don Felipe II.

»Este príncipe, acusado por la emulación de ambicioso y político como su padre, pero menos afortunado, siguiendo los proyectos de Carlos, no pudo hallar los mismos sucesos aun a costa de ejércitos, armadas y caudales. Murió dejando su pueblo extenuado con las guerras, afeminado con el oro y plata de América, disminuido con la población de un mundo nuevo, disgustado con tantas desgracias y deseoso de descanso. Pasó el cetro por las manos de tres príncipes menos activos para manejar tan grande monarquía, y en la muerte de Carlos II no era España sino el esqueleto de un gigante.»

Hasta aquí mi amigo Nuño. De esta relación inferirás como yo: primero, que esta península no ha gozado una paz que pueda llamarse tal en cerca de dos mil años, y que por consiguiente es maravilla que aún tengan hierba los campos y aguas sus fuentes, ponderación que suele hacer Nuño cuando se habla de su actual estado; segundo, que habiendo sido la religión motivo de tantas guerras contra los descendientes de Tarif, no es mucho que sea objeto de todas sus acciones; tercero, que la continuación de estar con las armas en la mano les haya hecho mirar con desprecio el comercio e industria mecánica; cuarto, que de esto mismo nazca lo mucho que cada noble en España se envanece de su nobleza; quinto, que los muchos caudales adquiridos rápidamente en las Indias distraen a muchos de cultivar las artes mecánicas en la península y de aumentar su población.

Las demás consecuencias morales de estos eventos políticos irás notando en las cartas que escribiré sobre estos asuntos.

Carta IV. Del mismo al mismo

Los europeos del siglo presente están insufribles con las alabanzas que amontonan sobre la era en que han nacido. Si los creyeras, dirías que la naturaleza humana hizo una prodigiosa e increíble crisis precisamente a los mil y setecientos años cabales de su nueva cronología. Cada particular funda una vanidad grandísima en haber tenido muchos abuelos no solo tan buenos como él, sino mucho mejores, y la generación entera abomina de las generaciones que le han precedido. No lo entiendo.

Mi docilidad aun es mayor que su arrogancia. Tanto me han dicho y repetido de las ventajas de este siglo sobre los otros, que me he puesto muy de veras a averiguar este punto. Vuelvo a decir que no lo entiendo; y añado que dificulto si ellos se entienden a sí mismos.

Desde la época en que ellos fijan la de su cultura, hallo los mismos delitos y miserias en la especie humana, y en nada aumentadas sus virtudes y comodidades. Así se lo dije con mi natural franqueza a un cristiano que el otro día, en una concurrencia bastante numerosa, hacía una apología magnífica de la edad, y casi del año, que tuvo la dicha de producirle. Espantose de oírme defender la contraria de su opinión; y fue en vano cuanto le dije, poco más o menos del modo siguiente:

«No nos dejemos alucinar de la apariencia, y vamos a lo sustancial. La excelencia de un siglo sobre otro creo debe regularse por las ventajas morales o civiles que produce a los hombres. Siempre que éstos sean mejores, diremos también que su era es superior en lo moral a la que no produjo tales proporciones; entendiéndose en ambos casos esta ventaja en el mayor número. Sentado este principio, que me parece justo, veamos ahora qué ventajas morales y civiles tiene tu siglo de mil setecientos sobre los anteriores. En lo civil, ¿cuáles son las ventajas que tiene? Mil artes se han perdido de las que florecieron en la antigüedad; y las que se han adelantado en nuestra era, ¿qué producen en la práctica, por mucho que ostenten en la especulativa? Cuatro pescadores vizcaínos en unas malas barcas hacían antiguamente viajes que no se hacen ahora sino rara vez y con tantas y tales precauciones que son capaces de espantar a quien los emprende. De la agricultura, la medicina, ¿sin preocupación no puede decirse lo mismo?

»Por lo que toca a las ventajas morales, aunque la apariencia favorezca nuestros días, en la realidad ¿qué diremos? Solo puedo asegurar que este siglo tan feliz en tu dictamen ha sido tan desdichado en la experiencia como los antecedentes. Quien escriba sin lisonja la historia, dejará a la posteridad horrorosas relaciones de príncipes dignísimos destronados, quebrantados tratados muy justos, vendidas muchas patrias dignísimas de amor, rotos los vínculos matrimoniales, atropellada la autoridad paterna, profanados juramentos solemnes, violado el derecho de hospitalidad, destruida la amistad y su nombre sagrado, entregados por traición ejércitos valerosos; y sobre las ruinas de tantas maldades levantarse un suntuoso templo al desorden general.

»¿Qué se han hecho esas ventajas tan jactadas por ti y por tus semejantes? Concédote cierta ilustración aparente que ha despojado a nuestro siglo de la austeridad y rigor de los pasados; pero, ¿sabes de qué sirve esta mutación, este oropel que brilla en toda Europa y deslumbra a los menos cuerdos? Creo firmemente que no sirve más que de confundir el orden respectivo, establecido para el bien de cada estado en particular.

»La mezcla de las naciones en Europa ha hecho admitir generalmente los vicios de cada una y desterrar las virtudes respectivas. De aquí nacerá, si ya no ha nacido, que los nobles de todos los países tengan igual despego a su patria, formando entre todos una nación separada de las otras y distinta en idioma, traje y religión; y que los pueblos sean infelices en igual grado, esto es, en proporción de la semejanza de los nobles. Síguese a esto la decadencia general de los estados, pues solo se mantienen los unos por la flaqueza de los otros, y ninguno por fuerza suya o propio vigor. El tiempo que tardan las cortes en uniformarse exactamente en lujo y relajación tardarán también las naciones en asegurarse las unas de la ambición de las otras: y este grado de universal abatimiento parecerá un apetecible sistema de seguridad a los ojos de los políticos afeminados; pero los buenos, los prudentes, los que merecen este nombre, conocerán que un corto número de años las reducirá todas a un estado de flaqueza que les vaticine pronta y horrorosa destrucción. Si desembarcasen algunas naciones guerreras y desconocidas en los dos extremos de Europa, mandadas por unos héroes de aquellos que produce un clima, cuando otro no da sino hombres medianos, no dudo que se encontrarían en la mitad de Europa, habiendo atravesado y destruido un hermosísimo país. ¿Qué obstáculos hallarían de parte de sus habitantes? No sé si lo diga con risa o con lástima: unos ejércitos muy lucidos y simétricos sin duda, pero debilitados por el peso de sus pasiones y mandados por generales en quienes hay menos de lo que se requiere de aquel gran estímulo de un héroe, a saber, el patriotismo. Ni creas que para detener semejantes irrupciones sea suficiente obstáculo el número de las ciudades fortificadas. Si reinan el lujo, la desidia y otros vicios semejantes, fruto de la relajación de las costumbres, éstos sin duda abrirán las puertas de las ciudadelas a los enemigos. La mayor fortaleza, la más segura, la única invencible, es la que consiste en los corazones de los hombres, no en lo alto de los muros ni en lo profundo de los fosos.

»¿Cuáles fueron las tropas que nos presentaron en las orillas de Guadalete los godos españoles? ¡Cuán pronto, en proporción del número, fueron deshechos por nuestros abuelos, fuertes, austeros y atrevidos! ¡Cuán largo y triste tiempo el de su esclavitud! ¡Cuánta sangre derramada durante ocho siglos para reparar el daño que les hizo la afeminación, y para sacudir el yugo que jamás los hubiera oprimido, si hubiesen mantenido el rigor de las costumbres de sus antepasados!»

No esperaba el apologista del siglo en que nacimos estas razones, y mucho menos las siguientes, en que contraje todo lo dicho a su mismo país, continuando de este modo:

«Aunque todo esto no fuese así en varias partes de Europa, ¿puedes dudarlo respecto de la tuya? La decadencia de tu patria en este siglo es capaz de demostración con todo el rigor geométrico. ¿Hablas de población? Tienes diez millones escasos de almas, mitad del número de vasallos españoles que contaba Fernando el Católico. Esta disminución es evidente. Veo algunas pocas casas nuevas en Madrid y tal cual ciudad grande; pero sal por esas provincias y verás a lo menos dos terceras partes de casas caídas, sin esperanza de que una sola pueda algún día levantarse. Ciudad tienes en España que contó algún día quince mil familias, reducidas hoy a ochocientas. ¿Hablas de ciencias? En el siglo antepasado tu nación era la más docta de Europa, como la francesa en el pasado y la inglesa en el actual; pero hoy, del otro lado de los Pirineos, apenas se conocen los sabios que así se llaman por acá. ¿Hablas de agricultura? Ésta siempre sigue la proporción de la población. Infórmate de los ancianos del pueblo, y oirás lástimas. ¿Hablas de manufacturas? ¿Qué se han hecho las antiguas de Córdoba, Segovia y otras? Fueron famosas en el mundo, y ahora las que las han reemplazado están muy lejos de igualarlas en fama y mérito: se hallan muy en sus principios respecto a las de Francia e Inglaterra.»

Me preparaba a proseguir por otros ramos, cuando se levantó muy sofocado el apologista, miró a todas partes y, viendo que nadie le sostenía, jugó como por distracción con los cascabeles de sus dos relojes, y se fue diciendo:

—No consiste en eso la cultura del siglo actual, su excelencia entre todos los pasados y venideros, y la felicidad mía y de mis contemporáneos. El punto está en que se come con más primor; los lacayos hablan de política; los maridos y los amantes no se desafían; y desde el sitio de Troya hasta el de Almeida, no se ha visto producción tan honrosa para el espíritu humano, tan útil para la sociedad y tan maravillosa en sus efectos como los polvos sampareille inventados por monsieur Friboleti en la calle de San Honorato de París.

—Dices muy bien —le repliqué—; y me levanté para ir a mis oraciones acostumbradas, añadiendo una, y muy fervorosa, para que el cielo aparte de mi patria los efectos de la cultura de este siglo, si consiste en lo que éste ponía su defensa.

Carta V. Del mismo al mismo

He leído la toma de México por los españoles y un extracto de los historiadores que han escrito las conquistas de esta nación en aquella remota parte del mundo que se llama América, y te aseguro que todo parece haberse ejecutado por arte mágica: descubrimiento, conquista, posesión, dominio son otras tantas maravillas.