Casa de oración nº 2 - Mark Richard - E-Book

Casa de oración nº 2 E-Book

Mark Richard

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«Imagina que nace un "niño especial", lo que en el Sur viene a ser algo entre síndrome de Down y dislexia». El padre, violento e impredecible, no está, aunque tampoco es que importe mucho porque cuando está es como si no estuviera, se pasa el día bebiendo, lamentando la rendición del general Lee y el desmoronamiento del viejo Sur. Su hijo, Mark, ha nacido con una deformidad en las caderas y va a pasarse la infancia postrado en la cama, entrando y saliendo de quirófanos y hospitales para niños lisiados. El médico ha dicho que, a partir de los treinta, vivirá condenado a una silla de ruedas. Así que el tiempo apremia. A los trece, pese a su discapacidad, Mark ya es el locutor de radio más joven del país. Lee mucho, se mete en problemas, duda de su fe, abandona los estudios y se dedica a faenar durante tres años en barcos pesqueros. Trabaja de fotógrafo aéreo, pintor de brocha gorda, camarero e investigador privado. Y el día que vence el plazo establecido por el médico agorero, se muda a Nueva York, gana un prestigioso premio literario y emprende una exitosa carrera de escritor. Una crónica, mitad confesión, mitad cuaderno de viajes, del largo periplo que llevó a Mark Richard de vuelta al lugar donde comenzó su viaje espiritual. Un apasionante y descarnado relato de superación y lucha.

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MARK RICHARD, de ascendencia cajún-creole-francesa, nació en Luisiana y pasó buena parte de su infancia en hospitales para niños tullidos. Debido a la deformidad de sus caderas le dijeron que a partir de los treinta estaría condenado a vivir en una silla de ruedas. No fue así. El día que los cumplió le pilló haciendo autostop para mudarse a Nueva York y ser escritor. No lo tuvo fácil. Su padre, un hombre violento e impredecible, les abandonó una noche de borrachera. Sus motivos: la mala tierra, una mujer triste, varios bebés perdidos, un hijo «extraño» y la marcha del general Sherman. A los trece Mark se convirtió en el locutor de radio más joven del país. Abandonó sus estudios, se metió en problemas y se pasó tres años faenando en barcos pesqueros. Fue fotógrafo aéreo, pintor de brocha gorda, camarero e investigador privado. Asistió al taller literario de Gordon Lish, que le compró un gorro de artillero forrado de lana para sobrevivir al duro invierno de Nueva York y le publicó su primer libro de cuentos. El libro se vendió poco, pero después de que la editorial le transmitiera su poca fe, Norman Mailer le entregó el PEN/Hemingway Foundation Award y Barry Hannah le llamó para dar clases en Oxford, Mississippi. Por las noches se acercaba con su perro a la vieja casa de Faulkner y se asomaba a las ventanas esperando ver fantasmas. Un día, al volver de su paseo, se encontró a Larry Brown sentado en la mesa de la cocina, fumando y bebiéndose su bourbon. En el Sur nadie cierra la puerta de atrás. Al verle, Larry simplemente le dijo: «Hey». Actualmente vive en Los Ángeles con su mujer y sus tres hijos. El día de su boda se dio cuenta de que había conocido a todos sus amigos en bares. Es autor de dos colecciones de relatos, una novela y un libro de memorias.

CASA DE ORACIÓN Nº2

CASA DEORACIÓN Nº2

El viaje a casa de un escritor

Mark Richard

Traducción Tomás Cobos

 

 

Título original:

House of Prayer No.2. A Writer’s Journey Home

Anchor Books Edition, 2012

Primera edición Dirty Works:

Septiembre 2017

© Mark Richard, 2011

© 2017 de la traducción: Tomás González Cobos

© de esta edición: Dirty Works S.L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Tomás González Cobos (con la generosa ayuda de IoneHarris, Javier Lucini, Tracy Rucinski y Mark Richard: One Love!)

Diseño de cubierta: Nacho Reig

Ilustración: © Antonio Jesús Moreno «El Ciento», 2017Maquetación: Marga Suárez

Correcciones: Marta Velasco Merino

ISBN: 978-84-19288-08-0

Producción del ePub: booqlab

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

A mi padrePara mis hijos

«Despertó Jacob de su sueño y se dijo:Ciertamente está el SEÑOR en este lugar y yo no lo sabía.»GÉNESIS 28, 16

IMAGINA QUE NACE UN «NIÑO ESPECIAL», lo que en el Sur viene a ser algo entre síndrome de Down y dislexia. Tráele al mundo mientras su padre está fuera, de maniobras militares en los pantanos del este de Texas. Como única visita en el hospital militar, manda al padre de su padre, quien a veces trabaja de ferroviario, a veces de pistolero a sueldo para el gobernador Huey Long, con una placa de la Policía Especial de Luisiana. Llévate al niño a Manhattan, en el estado de Kansas, en pleno invierno, sin nadie que vaya a verlo aparte de un mirón chino, con su carita amarilla pegada a las ventanas en las frías noches. Asusta un poco más a la madre, que tiene veinte años, con convulsiones del niño. Hay algo «distinto» en este niño, dicen los médicos.

Traslada la familia a Kirbyville, en Texas, donde el padre transporta troncos por el río a través de bosques inmensos. Llena el porche trasero con cosas que el padre trae a casa: mapaches, perros de caza perdidos, serruchos amontonados y machetes. Para que el niño juegue, dale una caja de arena en la que anidan escorpiones. Cuando la madre pase el cortacésped, que deje tras de sí jirones de serpientes trituradas por todo el jardín. Haz que la madre llore y eche de menos a su madre. Aíslala de los vecinos porque es pobre y católica. De compañera de juegos, tráele al niño una chica con síndrome de Down que lo adora. Es hija del médico de la alta sociedad y le dan miedo los truenos. Cuando hay tormenta, se esconde, y solo el niño especial la puede encontrar. La mujer del médico llega desesperada. Por favor, ayúdenme a encontrar a mi hija. Aquí está, en este conducto; detrás de las estanterías; en el tipi de cartón de un vecino. Por favor, vengan a la fiesta, dice medio llorando la mujer del médico, abrazada a su hija. En la fiesta, todo va de maravilla para la nerviosa madre y el padre ingeniero forestal del niño especial hasta que su hijo muerde en el brazo a un invitado y en el hospital tienen que darle puntos y la vacuna del tétano al invitado. El niño especial no sabe explicar el porqué.

Traslada la familia a un condado tabaquero en la zona de Southside, en Virginia. Son los principios de los sesenta y todavía se ven familias negras con mulas y carretas. El maíz se alza junto a la trasera de las viviendas hasta en la ciudad. Se ven cruces en llamas en jardines de católicos y familias negras. Córtale el pelo al cero al niño en la barbería, donde no hablan más que de negros y de defensores de los negros. Dale al niño la responsabilidad de otro compañero de juegos, el vecino que vive dos casas más abajo, el señor al que llaman «doctor Jim». Cuando el doctor Jim tenía la edad del niño, el general Lee estaba rindiéndose en la batalla de Appomattox. A veces el doctor Jim se cae entre las hileras de los maizales donde siempre anda trabajando con la azada, y el niño tiene que correr a ayudarlo. A veces el niño se queda de cuclillas, sin más, junto al doctor Jim, despatarrado entre mazorcas, y escucha al doctor Jim, que conversa con el sol. A veces en el crepúsculo gris anaranjado, cuando se ha vaciado el mundo, el niño se tumba en la hierba fría del patio trasero y contempla nubes de millares de estorninos en torno a las chimeneas del doctor Jim, y el niño siente como si estuviera muriéndose en un mundo vacío.

El niño tiene cinco años.

En la planta baja de la casa que la familia comparte vive un paleto rudo, un hombre bueno que se trajo de Italia una novia de la guerra. La novia de la guerra pensó que el hombre era de la realeza norteamericana porque su nombre era Prince, nada menos que un príncipe, pensó. La novia de la guerra es guapa y ha dado a luz dos hijas, la más pequeña de la edad del niño especial. La mayor es una adolescente que morirá pronto de una enfermedad en la sangre. La guapa esposa italiana y la madre del niño especial fuman Salems y beben Pepsis y lloran juntas en los escalones de la parte de atrás. Las dos echan de menos a sus madres. Por la noche, Prince vuelve a casa de vender coches Pontiac y el padre guardabosques vuelve a casa del bosque, y beben cerveza juntos y hablan de sus mujeres, preocupados. Se turnan para cortar la hierba de los jardines.

La empresa para la que el padre trabaja está despejando la tierra de árboles y un día el padre empieza a trabajar en bosques junto a los campos de batalla de la Guerra Civil. Aún siguen allí las fortificaciones de tierra, se ven restos de la guerra por todos lados. El padre vuelve a casa con los bolsillos llenos de balas Minié. Compra un detector de minas en una tienda de saldos del ejército y la familia pasa fines de semana en la espesura del bosque. El padre y la madre se pasan un domingo entero cavando y cavando, hasta desenterrar una pieza de hierro y ágata del tamaño de un cañón. A partir de entonces la madre se queda en casa. Un domingo por la noche la madre llama a su madre, que vive en Luisiana, y le ruega que la deje irse con ella. No, dice su madre. Te quedas. Se lo dice en francés cajún.

LA NIÑA DE ABAJO se llama Debbie. El niño especial y Debbie juegan a la sombra de una gran pacana donde el maíz inunda el jardín. Un día el niño especial hace nudos corredizos y cuelga las muñecas de Debbie de las ramas más bajas del árbol. Debbie corre llorando a casa. Estelle, la corpulenta criada negra, grita desde la puerta de atrás al niño especial que descuelgue las muñecas, pero no sale al patio para obligarlo y él no obedece. Le da miedo el niño especial y él lo sabe. Si él se concentra mucho, puede hacer que lluevan cuchillos en la cabeza de la gente.

Quizá convendría hacer algo con el niño especial. La madre y el padre lo mandan a una guardería al otro lado de la ciudad, donde vive la gente bien. El padre ha ahorrado dinero y ha comprado un terreno para construir una casa allí, enfrente de la tienda de electrodomésticos de General Electric. Como el padre se ha gastado todo el dinero en el terreno, tiene que encargarse él mismo de desbrozarlo. Alquila una excavadora de la maderera y «toma prestado» un poco de dinamita. Un sábado prende fuego a la excavadora accidentalmente. Un domingo utiliza demasiada dinamita para arrancar un tocón y hace una grieta en los cimientos de la casa del encargado de la tienda de electrodomésticos. Al final el padre decide no construir una casa en ese vecindario.

En la guardería de esa parte de la ciudad hay discos y la profesora a la que el niño especial llama señorita Perk le deja ponerlos una y otra vez. Cuando los otros niños se tumban en alfombritas para la siesta la profesora le deja que hojee sus libros. En la hora de lectura se sienta tan cerca de la señorita Perk que ella tiene que tomarlo entre sus brazos para sujetar el libro. Los mejores cuentos son los que cuenta la señorita Perk a la clase. El de la niña cuya familia fue asesinada en un barco y los criminales intentaron hundirlo. La niña vio que entraba agua por las escotillas, pero pensó que eran los criminales fregando la cubierta chapuceramente. La señorita Perk también contaba la historia de un accidente de coche que vio, había tanta sangre que dejó caer un bolígrafo en el suelo del coche para que su hijo se agachara a recogerlo y no viera a aquel hombre con la coronilla desgarrada como si le hubieran arrancado la cabellera. Los viernes toca presentación y el niño especial siempre lleva lo mismo para su exposición: su gato, el señor Priss. El señor Priss es un felino macho muy grande y malo que mata a los otros gatos y solo deja que se le acerque el niño especial. El niño especial le pone al señor Priss los trajes de las muñecas de Debbie, sobre todo un chubasquero y un sombrero amarillos de pescador. Después el niño especial lleva al señor Priss durante horas en una maletita. Cuando su madre le pregunta si ha metido otra vez al gato en la maleta, el niño especial siempre responde:

—No, señora.

La señorita Perk dice que por la forma en que los otros niños siguen al niño especial, el niño especial va a ser algo algún día, pero no dice el qué.

El padre y la madre hacen nuevas amistades. Por ejemplo, el nuevo barbero y su mujer. El nuevo barbero toca la guitarra en la cocina y canta «Smoke! Smoke! Smoke that cigarette!». Es guapo y se echa tanto aceite en el pelo que mancha el sofá cuando echa la cabeza hacia atrás para reírse. Le gusta mucho reírse. Su mujer enseña a la madre a bailar el twist. Hay otra pareja nueva, un joven de la ciudad, él es una especie de oveja negra, de familia rural, que se fue al sureste de Asia para trabajar de médico de la aviación y ahora ha vuelto con su segunda o tercera esposa, nadie lo sabe con certeza. En el apartamento del médico casquivano beben cerveza, bailan el twist y escuchan discos de los Smothers Brothers. Encienden velas metidas en botellas de Chianti. El niño especial siempre va porque no hay dinero para pagar una canguro y Estelle se niega a cuidar del niño especial. Una noche el niño especial baja un libro de una estantería del médico y comienza a leerlo lentamente en voz alta. La fiesta se detiene. Es un libro académico sobre agentes químicos. Faltan dos meses para que el niño empiece primero de primaria.

AL PRINCIPIO, LA CLASE DE PRIMERO ESTÁ VACÍA. Casi todos los niños están en la cosecha del tabaco. Los que asisten van, en su mayoría, descalzos y sucios y duermen todo el día con la cabeza apoyada en el pupitre. Muchos tienen pulgas y piojos. La mayoría han estado despiertos toda la noche ensartando tabaco en varas y tienen las manos manchadas de negro por la nicotina.

Al principio, la clase de primero no tiene ningún sentido para el niño especial. El niño quiere empezar a trabajar con los libros, pero los libros son para más tarde, le dice el profesor.

—Primero tienes que aprender el abecedario.

Pero el niño ya sabe el abecedario; mientras los otros niños dormían, se sentaba en el regazo de la señorita Perk, junto a su mesa, y ella le enseñaba las letras, y él solo aprendió a encajarlas para hacer palabras sentado junto a la señorita mientras ella leía libros infantiles y la revista Life. Cuando vio el panorama de primero, el niño especial pensó que la estrategia de los niños del tabaco era acertada, de modo que se dedicó también a reposar la cabeza en el pupitre y a dormir cuando era la hora de las aes, las bes y las ces.

No va a aprender, no aprende, no puede aprender, le dicen los profesores a la madre. El niño responde a los profesores, intenta corregir su dicción. Se portó mal con el señor Clary, que vino a enseñar a la clase unos trucos de magia. Será mejor que le hagan pruebas. A lo mejor es retrasado. Y corre de una manera muy rara.

Se supone que el niño especial está jugando en casa del encargado de la tienda de electrodomésticos de General Electric con su hijo David. El hijo tiene un tubo por el que soplas y sale volando una cápsula de la misión Mercury que luego cae flotando con un paracaídas de plástico. El niño especial está pensando que quizá tenga que robar ese juguete, pero decide visitar primero a la señorita Perk. A lo mejor ella tiene un libro o algo así. La señorita Perk no le decepciona. Se alegra de ver al niño especial. Le dice que los rusos mandan hombres en naves como la cápsula Mercury y no los dejan volver. Dice que si sintonizas bien la radio, puedes oír cómo se para el latido del corazón de los rusos. Dice que si alguna vez ves una luz roja en el cielo por la noche, es un ruso muerto que da vueltas a la tierra eternamente.

—¿Puedo volver a su escuela, señorita Perk?

No, ahora eres demasiado mayor. Vete a casa.

Al volver a la casa del encargado de la tienda de electrodomésticos de General Electric no hay nadie. Su casa está demasiado lejos para volver andando, así que el niño se tumba en el césped frío y se queda mirando el crepúsculo gris anaranjado. Cuando oscurezca, su vida se habrá acabado. Se oye un disparo en un campo embarrado a cierta distancia y una especie de abejorro pasa zumbando a velocidad de cohete e impacta en el suelo junto al niño especial. Él se queda muy quieto por si acaso, pero no llega ninguno más. El niño está empezando a aprender que te pueden pasar cosas que, si hablaras de ellas, perturbarían al mundo. No le cuenta a nadie lo de la cosa que pasó zumbando e impactó en el suelo junto a su cabeza.

A ver si hacéis algo con ese niño, dice la gente. La madre lleva al niño a los Boy Scouts. Para el concurso de talento, la madre hace una peluca con un ovillo marrón y el niño especial memoriza el discurso inaugural de John F. Kennedy. En el concurso, se ríen del niño con la peluca, hasta que empieza a recitar el discurso. Después hay una charla en la que recomiendan beber agua de la cisterna del baño si cae una bomba atómica en tu ciudad y hacen un simulacro metiéndose a gatas bajo las mesas. Durante muchas semanas después, la gente para en la calle al niño y le pide que haga la cosa esa de Kennedy, hasta que alguien mata a Kennedy en Texas y el niño ya no tiene que imitarlo en fiestas cerveceras y delante del ultramarino.

La madre se echa a llorar al ver el funeral de Kennedy en la televisión grande que el padre ha comprado para que esté más alegre. Pero ella no para de llorar. La madre no sale de la cama salvo para llorar mientras hace ropitas con su máquina de coser. No deja de perder bebés y, aun así, su madre no la deja volver a casa. El padre manda que venga la hermana de la madre. Preparan un picnic el Día de Acción de Gracias y se van en coche a Appomattox a mirar los campos de batalla. Llueve y luego nieva y ellos comen pavo y beben vino en el aparcamiento del campo de batalla. La madre está feliz y el padre le compra al niño especial un sombrero confederado. Cuando la hermana se va, la madre pierde otro bebé. El padre le trae al niño especial otro cachorro de beagle. El primero, Charquito, se escapó en Texas después de que el padre lo llevara atado al techo del coche desde el lago Charles, en Luisiana, hasta Kirbyville, en Texas. Antes lo había sedado, según le intentó explicar en el camino a la gente que metía las narices donde no los llamaban. Cuando llegaron a Texas, el perro tenía bichos pegados en los dientes como si fuera la rejilla de un coche. Cuando el perro despertó del todo, se largó corriendo.

Al nuevo perro que tienen en Virginia el niño especial le pone el nombre de Hamburguesa. La madre llora cuando lo ve en la bolsa de papel. A lo mejor tendríamos que hacer más amigos, le dice el padre a la madre. Bueno, dice la madre, y se seca los ojos. Siempre hace lo que el padre le dice que haga. Trata de ser una buena esposa.

Está el alemán gigante, Gunther, con su marcado acento, y su esposa, que regentan una lechería en las afueras de la ciudad. Tienen un pastor alemán que se llama Blitz que hace todo lo que le dice Gunther. Al niño especial le dan miedo las tinajas de melaza que Gunther utiliza para alimentar a las vacas. Al niño le interesan más los dibujos que hay en el sótano de la vieja casa de Gunther. La vieja casa de Gunther era una taberna ilegal y alguien dibujó unos coloridos retratos de los bebedores clandestinos en la pared de yeso que hay detrás de la barra. Se parecen a gente de la ciudad, dice el niño especial. Es porque los dibujos son de los padres de gente de la ciudad, le dice su padre.

La mujer de Gunther se encuentra al niño especial tumbado en la hierba fría de un prado, mirando cómo se disuelve el sol en el crepúsculo gris anaranjado.

—No está bien que hagas eso —le dice.

Si se te mete una hormiga en la oreja, hará un nido, tu cerebro se convertirá en una granja de hormigas y te volverás loco.

Después, Gunther se cae a un silo y su cuerpo acaba triturado en tiras tan pequeñas que las vacas las pueden masticar como si fuera bolo.

La empresa maderera le da un socio al padre con quien replantar en los miles de hectáreas que han vaciado de árboles. Otro alemán. El alemán lo sabe todo, pregúntale, ya verás, dice el padre. El alemán y su mujer tienen dos niños con los que el niño especial se supone que tiene que jugar. El nombre del niño era Freddie. Una vez, cuando el niño especial estaba pasando la noche en su casa, llegó un huracán y Freddie mojó la cama y le echó la culpa al niño especial. Desde entonces, el niño especial rompió muchos coches y trenes de cuerda fabricados en Alemania, de los caros.

Desde el helicóptero que el padre utiliza para replantar los bosques que están más al sur, aún se ve el rastro de la marcha del general Sherman hacia el mar, las marcas de fuego en los árboles renacidos, las ciudades luminosas que han brotado de los pueblos que los federales borrachos incendiaron.

—Clarro, clarro, eso es agua pasada —dice el alemán—. Hay que olfidarr.

El padre y el alemán cortan madera en el fondo de un lago en Carolina del Norte; la presa para hacer el lago aún no está terminada. El padre y el alemán se han hecho muy amigos. A veces están trabajando en bosques remotos, lejos de los supervisores, y a veces entran en viejos caserones vacíos de fincas que la empresa ha comprado para explotar la madera. En los áticos encuentran libros raros, sellos viejos, dinero confederado. Un día mientras comen en el lecho del lago, el padre y el alemán se ponen a pensar en cuánta madera más tienen que cortar antes de que el agua llegue a la orilla.

—Quien sea capaz de calcular exactamente dónde va a comenzar la orilla y compre esa tierra, se puede sacar un buen dinero —dice el padre.

Los fines de semana, incumplen la promesa de llevar de picnic a sus familias a las cuevas indias que han encontrado y subirse todos en las motocicletas que utilizan para apagar incendios. En su lugar, el padre y el alemán aprovechan cada hora de luz que les sobra para abrir líneas de visión con machetes, arrastrar material de topografía «prestado» y medir los bordes del lago vacío con cadenas.

El dinero que le dan al viejo aparcero negro para comprar la orilla secreta es todo el dinero que rascan de sus ahorros y sus cuentas bancarias. El viejo aparcero negro acepta la primera oferta que el padre y el alemán le hacen por la tierra que le ha dejado su padre en herencia. La mayor parte de la propiedad en la orilla se la han adquirido a la empresa maderera, pero necesitan un camino de acceso a través del patio delantero del viejo aparcero negro, junto a su cabaña. Todo el mundo sabe que va a haber un lago, pero el padre y el alemán no le dicen al aparcero negro el tamaño de las tierras que han comprado en la orilla, de igual manera que el aparcero no les ha dicho que él también ha calculado dónde va a caer la orilla y va a utilizar el dinero para construir el primer puerto deportivo negro del estado, con gramolas y barbacoas, justo al lado de la parcela que tienen ellos. No les dice que el dinero que le acaban de dar es el capital inicial para construir el Puerto y Club Náutico de H. W. Huff.

Cuando se cierren las compuertas y el lago se llene habrá ocho hectáreas de ribera con dos puntas de tierra a los lados y, en medio, una caleta larga, arcillosa e inestable. El alemán se ha ganado el derecho a elegir qué mitad prefiere porque, por el motivo que sea, aportó un diez por ciento más del capital a última hora. Elige la punta más amplia, la que tiene las playas de arena. El padre se queda con la punta embarrada y la orilla de arcilla húmeda e inestable. El padre le dice a la madre que va siendo hora de que hagan nuevas amistades.

Entra en escena, al lado de casa, el comerciante de la American Oil Company, el de la mujer guapa de Coinjock, en Carolina del Norte, el de la sonrisa de oreja a oreja y actitud paternalista. En el sótano de su reluciente casa de ladrillos, el comerciante de la petrolera tiene, sobre una repisa de ladrillo, un barquito que montó cuando estaba en la universidad. La mayoría de la gente, si es que les da por fijarse en el navío, cuando están de pie junto a la chimenea, con un vaso de bourbon en la mano, cree que se trata de la maqueta de un barco vikingo. Pero no es un barco vikingo, pese a que hay hombres cubiertos con pieles a ambos lados de la embarcación, agarrados a los remos bajo una vela colorida.

—¿Quién es ese hombre atado al mástil? —pregunta el niño especial.

Arriba los adultos juegan al Monopoly en la cocina y beben cerveza hasta que al padre se le va la mano con la cerveza y comienza a quejarse de la campaña del general Sherman y de los alemanes, y llega la hora de volver a casa.

Después, el niño especial está protegiendo la casa con su sombrero confederado y su mosquete de madera mientras su madre y su padre están ocupados en el hospital dando a luz un bebé. El comerciante de la petrolera llega en su coche enorme y pasa la tarde con el niño especial. Tiene una bolsa de papel llena de soldaditos japoneses que se disparan al aire con un tirachinas y caen sobre los arbustos en paracaídas. Le enseña al niño especial cómo hacer una bomba arrojadiza con cabezas de cerillas y dos tornillos, pero lo mejor de todo es que le ha traído al niño especial el barquito de la repisa de ladrillo y le cuenta quién era Ulises. Es una buena historia. La única parte de la historia que el niño no se cree del todo es la de que, de algún modo, Ulises era más antiguo que Jesús. No le dice nada al comerciante de la petrolera, porque el comerciante de la petrolera está siendo muy majo, pero tendrá que preguntarle luego a la señorita Perk.

Toma estas piezas que se han caído del barco con los años, dice el comerciante de la petrolera. Son un par de hombres de Ulises que lleva en el bolsillo de su camisa. Gracias, dice el niño especial. El niño se pasa el fin de semana en casa del comerciante de la petrolera con su mujer y sus niños esperando a que su madre y su padre vengan del hospital con las manos vacías otra vez.

MÁS MALA SUERTE. Los encargados de la presa, a los que el padre califica de «imbéciles», no paran de subir y bajar las palancas del agua. Un día el padre y el alemán se llevan a sus familias a un picnic sorpresa para ver sus propiedades junto a la ribera del lago y desde arriba, desde sus tierras, pueden ver el lago, muy abajo, a kilómetros y kilómetros de barro. Pero un día vuelven y se encuentran al señor Huff sentando en el porche delantero de su cabaña de aparcero rodeada de agua.

—Toda su tierra está anegada —dice el señor Huff—. No hay nada que hacer. Ha venido un hombre a decirlo. Dice que está en las escrituras.

El padre y el alemán van a ver a un abogado. El señor Huff tiene razón.

Una noche mientras su madre prepara la cena, empieza la mala suerte para el niño especial. Está en el salón —donde había visto pasar a un ángel la mañana del domingo de Resurrección—, viendo el programa Los tres chiflados con el volumen muy bajo, porque a su madre no le gusta nada Los tres chiflados. Es uno de los episodios buenos de Los tres chiflados. Es ese en que Moe y los otros recorren los vagones de un tren y pasan muchas cosas y hay un león suelto que sale del vagón de los equipajes, pero la mejor parte es cuando Moe tropieza todo el rato con la maleta de alguien cada vez que pasa, hasta que al final abre la puerta del tren y arroja la maleta en plena noche. Pero a Moe no le basta; sigue tirando maletas por todo el tren, él solo, venga a tirar maletas del tren en plena noche, hasta que mira a su alrededor y ve que ha tirado todo lo tirable del tren, así que puede relajarse y volver a ser él mismo sin tener que seguir enfadado. El niño ha visto este episodio de Los tres chiflados antes pero es que este episodio es su favorito. El único problema es que, esta noche, mientras mira la tele con el volumen muy bajo mientras su madre hace la cena, antes de que el padre vuelva a casa, el único problema es que, a mitad del programa, el niño oye fuera el claxon de un camión que frena, y oye el chillido de un perro, y oye cómo los coches se paran y sale gente y los hombres hablan y alguien va llamando a las puertas del vecindario preguntando de quién es ese perro, y oye que la gente de abajo responde, oye a Prince que dice que sí, que cree que sabe de quién es el perro, y oye que Prince llama por la escalera a su madre por si puede bajar porque hay un perro que parece su perro al que le ha atropellado un camión cargado de troncos, y la madre dice: «Oh no», y la madre entra en el salón donde el niño ve a Moe que empieza a tirar maletas del tren con el sonido muy bajo, y dice: «Vamos a ver qué le ha pasado a Hamburguesa», pero el niño no se aparta de la tele junto a la que está arrodillado muy cerca, y la madre ahora lleva puesto el abrigo y dice: «¿Me oyes? A Hamburguesa le ha pillado un camión», y el niño sigue sin moverse, no hace ningún movimiento para levantarse, pese a que quiere a su perro y, si fuera verdad que su perro está muerto, entonces se querría morir también, pero el niño sigue arrodillado delante de la televisión y se concentra en Moe, que tira las maletas del tren, porque en el fondo de su ser sabe que puede concentrarse mucho, como cuando aprendió el discurso de Kennedy, como cuando pisó una serpiente cabeza de cobre y no le mordió, aunque hubiera sido lo lógico; el niño sabe que si puede concentrarse mucho, Moe seguirá tirándolo todo del tren y el tiempo se detendrá y nunca tendrá que morir, porque no tendrá que bajar a ver a su perro retorcido y esparcido por la calle, ni tendrá que oír a alguien, quizá sea el conductor nervioso del camión, quizá el mismo Prince, que bromea sobre el nombre que tenía el perro y su estado actual.

No baja nunca. Concentra su atención para que el episodio dure una eternidad y después ponen las noticias, y su madre vuelve de la calle y lo mira de una manera nueva, quizá como si pensara que es verdad lo que alguna gente y algunos profesores dicen de que habría que hacer pruebas al niño especial.

El padre llega tarde esa noche tras cavar con las manos, casi solo, un cortafuegos en algún condado remoto en el que los paletos se entretenían mirando cómo ardía una hilera de pinos de la empresa. Durante unas dieciocho horas el padre ha estado trabajando, junto con un comerciante de madera y su hijo cubierto de acné, para apagar un fuego que por momentos alcanzó quince metros de altura entre los árboles, muy por encima de sus cabezas, y los cercó por dos lados a unos cien metros de distancia, a veces más cerca. Era agradable no tener que pensar en los ahorros de toda una vida anegados bajo el agua, ni en su mujer triste con sus bebés perdidos, ni en su extraño hijo, ni en la marcha del General Sherman, mientras cavaba y sacaba tierra con la respiración entrecortada. El padre apenas reúne las fuerzas justas para subir las escaleras y llegar a la puerta de su casa. Lo único que quiere es una copa y un baño caliente. Hace poco ha adquirido el hábito de echarse un trago de whisky en lugar de cerveza. Tiene las manos en carne viva y le duelen los hombros. En las últimas horas el incendio prendió un tocón de trementina y brincaron unas cien serpientes del suelo que se deslizaron como un río sobre sus botas. Aún tiene los nervios crispados.

Al subir las escaleras se encuentra con su niño especial, que apenas puede recobrar el aliento de tanto llorar intentando no despertar a su madre. El niño especial se agarra a los pantalones de su padre por los bolsillos y le dice a su padre que quiere morirse porque su perro Hamburguesa se ha muerto, ¿no podrá hacer algo papá?, y lo único que puede hacer el padre al respecto es acariciar la cabeza del niño y volver a bajar, sacar de su camión la pala para el fuego, y confiar en reunir las fuerzas necesarias para enterrar lo que queda del perrito en una esquina del maizal detrás de la casa.

VAMOS CON OTRA HISTORIA SOBRE LA SUERTE del alemán y el padre. Un día están conduciendo la furgoneta Volkswagen del alemán por la carretera de un acantilado para comprobar unos terrenos que la empresa está despejando. Un camión cargado con troncos de la empresa aparece por la curva en medio de la carretera. El alemán iba, también, por el medio de la carretera. En la colisión, la furgoneta de morro plano se pliega atrapando las piernas del alemán, que se rompen por varios sitios. El padre tiene más suerte. Levanta el brazo para protegerse la cara justo a tiempo, antes de salir atravesando el parabrisas. Con su habitual suerte, tras atravesar el parabrisas se dirige al acantilado. Vuela por el acantilado y cae en unas vías férreas al fondo. Por suerte, el tren pasa tarde ese día. Encuentran sus gafas en perfecto equilibrio en un raíl, intactas.

Estas son algunas de las personas que consuelan a la familia: la esposa del doctor Jim, que vive a un lado de la casa. Los vecinos del otro lado, los Short, y junto a ellos, los Long. Más allá hay una colección de señoritas: la señorita Laura, la señorita Effie, la señorita Roberta y la señorita Henrietta, que era señora hasta que su marido sufrió un ataque al corazón y murió la primera vez que practicaron el sexo, según cuenta todo el mundo. La siguiente manzana también es de solteronas, más mayores, amargas hijas de la Reconstrucción tras la Guerra Civil; son demasiado mayores para acercarse a traer comida, pero envían unas criadas negras con bolsas de frutas malas de los árboles de sus jardines. Vienen el barbero y su mujer, y el médico con su tercera o cuarta esposa, y Prince y su mujer italiana siempre están allí. El padre, tumbado con la pierna rota, la cabeza descalabrada, varias costillas partidas y un brazo desgarrado, enseña a su hijo a jugar al ajedrez en un pequeño tablero plegable que tenía desde la universidad. La madre se sienta a los pies de la cama y observa. Todos están esperando que llegue el comerciante de la petrolera. El comerciante de la petrolera trae una bolsa de papel con cervezas frías, helado y chistes malos.

Le tengo que presentar a mi prima Ruth Ann, dice el comerciante de la petrolera a la madre. Es divertidísima y tiene una hija a la que también dicen que tendrían que hacerle pruebas.

EL NIÑO ESPECIAL NUNCA ANTES HA VISTO una película. Está estupefacto. Se trata de Misty: herencia salvaje, en un autocine con una pantalla kilométrica. Ruth Ann conduce su coche Rambler a toda velocidad por el medio de la autopista, con la madre en el asiento del copiloto y los dos niños especiales detrás. Christie, una niña con un pelo rojo increíblemente enmarañado, dice que Misty es para bebés. Christie dice que, si al niño especial le ha gustado tanto Misty, entonces tiene que venir a ver El hombre invisible en la tele el sábado. Dice que sabe cómo hacer que la casa se quede a oscuras incluso a media tarde. Dice que sabe cómo hacer que dé miedo. El niño aún está ebrio de poner toda su atención en Misty. Era casi mejor que Moe tirando maletas desde el tren. Mientras está pensando en ello, Christie le dice a su madre que va a vomitar. Ruth Ann sigue conduciendo a toda velocidad por el medio de la autopista, hablando a mil por hora con la madre, y tan solo le dice a Christie que lo haga por la ventanilla.

—Saca bien la cabeza y que no caiga nada dentro.

El niño especial le sujeta las piernas a Christie mientras saca la cabeza y vomita. Le da la sensación de que, si no la sujeta, se le va a salir todo el cuerpo por la ventanilla. Abraza las piernas de Christie con los brazos y aprieta la cara contra su culo. Cuando ella ha acabado, la mete dentro, con el pelo rojo convertido en una maraña compacta. El niño especial la ayuda a limpiarse la boca y la cara de palomitas y 7Up con una enagua negra engurruñada que por algún motivo se halla en el suelo de la tartana de Ruth Ann.

CUANDO EL PADRE SE ENCUENTRA MEJOR y camina con muletas, decide llevarlos en coche a Luisiana, y la madre prepara el equipaje ese mismo día, pese a que queda cerca de una semana para ir. El padre dice que irán de vacaciones, que visitarán algunos campos de batalla en el camino. Será una larga excursión en familia. Se llevará «prestado» un coche de la empresa, un sedán gris con radiotransmisor.

Antes de irse de vacaciones, el colegio los invita a que le hagan una prueba al niño especial el primer sábado después de que el colegio cierre por las vacaciones del verano. Primero de primaria ya ha acabado. Traigan lápices buenos.

Cuando el niño especial se presenta con la madre a la prueba, la madre está contenta de ver allí a Ruth Ann con Christie y Lynn, la prima de Christie. Van a hacerles las pruebas a los tres juntos. La mayor parte de la prueba es escrita y divertida, pero hay una parte de la prueba de la que se encarga una bruja. La bruja tiene cartas y bloques y cajas con engranajes. En un momento de la prueba, Christie tiene que vomitar. Lynn ni se inmuta cuando Christie se pone a vomitar. Christie siempre está vomitando. Es una de las razones por las que le hacen la prueba.

Cuanto más se acercan a Luisiana en las vacaciones, más alterado está el padre. Quizá sea por los campos de batalla. Quizá sea por todos los huesos rotos en su cuerpo. Quizá sea por toda su tierra anegada. Quizá sea por todo ese tiempo al volante, que le da tiempo para pensar en todo, por esas carreteras comarcales antes de que hubiera autovías interestatales entre Virginia y Luisiana. Quizá sea por volver a casa. Quizá sea porque toda la gente pensaba que llegaría muy lejos en la vida y debería estar viviendo allí ahora; estaba entre lo mejor de la clase en ingeniería química en la Universidad de Rice, la gente de la NASA estaba loca por contratarlo, pero en su último año le dio por cambiar y estudiar forestales en la LSU, en Luisiana, para poder estar en el bosque solo todo el tiempo. Quizá sea eso lo que subyace, mientras conduce durante días un coche recalentado sobre asfalto y alquitrán con una mujer temblorosa y un niño especial. Quizá sea que no le gusta nada la gente, quizá sea eso.

En casa de la madre, en Luisiana, tienen pollo picante y arroz y cerveza en neveras en la cocina, café y pan frito, y hermanos que vienen en los descansos de su trabajo en los yacimientos petrolíferos y las refinerías para ver a su hermana mayor, hermanos que lanzan al aire al niño especial y lo llevan a la parte de atrás para que vea cómo montan un coche de carreras. Vienen primos y tíos y tías, todos hablan francés, y el tío Comille con sus palomas y Buddy con sus cinco hijos. Solo el padre de la madre se sienta en una mesa lejos de todo el ajetreo, y juega al solitario y fuma cigarrillos sin filtro. A lo largo de su vida ha sido minero, panadero, armador, vaquero, fontanero. Para llegar a fin de mes, ahora conduce una segadora en un campo de golf y trae a casa cubos llenos de pelotas de golf gastadas. Quizá está cansado de todo.

La casa de la madre del padre, al otro lado de la ciudad, es un sitio tranquilo. Por toda la casa se oye siempre el tic tac del reloj de péndulo de la galería trasera. La comida siempre es a las doce en punto. No hay hermanos ni hermanas. Un primo, en algún lugar. Big Bill, el padre del padre, deja al niño especial, su único nieto, que se siente en su regazo y juegue con su anillo de shriner1 y toquetee sus verrugas. Antes de la comida al mediodía, pavo con bolas de masa, Big Bill hace equilibrios con un vaso de chupito colocado en cada brazo de su sillón, uno de ellos lleno de bourbon, el otro con agua helada. Al niño especial le gustan los momentos entre el bourbon y el agua, cuando el cuerpo contra el que está desplomado se relaja y un aliento profundo y cálido de aroma dulzón toca su coronilla.