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Co-Cine (El discurso culinario en la pantalla grande) es una panorámica sagaz, analítica y exhaustiva de un amplio desfile de cenas, deleites de paladar, espacios memorables que acogen a personajes no solo en tanto comensales, así como de regodeos en el hambre literal, a manera de contraparte, etc., recreados todos en la filmografía internacional y nacional, ya sea en instantes incidentales o como motivos medulares de las distintas obras. En aras de una didáctica información actualizada para los lectores, el autor del volumen ha hecho un mayor énfasis de selección en aquellos filmes de las últimas décadas –sin obviar los grandes hitos del cine mundial– y del cine latinoamericano, en el cual la ausencia del alimento remite a la pobreza y la marginalidad que esta vertiente cinematográfica tan magistralmente ha reflejado.
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Seitenzahl: 142
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición: Vitalina Alfonso
Revisión de la edición electrónica: Beatriz Rodríguez y Carla Muñoz
Diseño: Jorge Martell
Foto de cubierta: Paco Bou
Realización electrónica: Rafael Lago Sarichev
Primera edición:
Ediciones ICAIC, 2011
Frank Padrón, 2011
Sobre la presente edición:
© Ediciones ICAIC, 2021
© Frank Padrón, 2021
ISBN 9789593043076
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Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC)
Ediciones ICAIC
Calle 23 no. 1155 e/ 10 y 12, El Vedado. La Habana. Cuba
(53 7) 838 2865
www.cubacine.cult.cu
Portada
Pag_de_credito
Sinopsis
Indice
Que_ha_dicho_la_critica
Portadilla_1
24_platos
Portadilla_2
Canibalia
Portadilla_3
La_cuenta
Sobre_el_autor
Cover
Índice
Co-Cine (El discurso culinario en la pantalla grande) es una panorámica sagaz, analítica y exhaustiva de un amplio desfile de cenas, deleites de paladar, espacios memorables que acogen a personajes no solo en tanto comensales, así como de regodeos en el hambre literal, a manera de contraparte, etc., recreados todos en la filmografía internacional y nacional, ya sea en instantes incidentales o como motivos medulares de las distintas obras. En aras de una didáctica información actualizada para los lectores, el autor del volumen ha hecho un mayor énfasis de selección en aquellos filmes de las últimas décadas –sin obviar los grandes hitos del cine mundial– y del cine latinoamericano, en el cual la ausencia del alimento remite a la pobreza y la marginalidad que esta vertiente cinematográfica tan magistralmente ha reflejado.
Sinopsis
Qué ha dicho la crítica
24 (Platos) por segundo
Socialismo y comida «reales»
Eros y aros
La comida no grata
Exotismos
La comida tradicional y la familia dividida
¡A engordar se ha dicho!
Reses y peces en peligro
La comida «interior»
España: no apartes de mí ese cáliz…
Al este de Los Ángeles
Shakespeare coetáneo y... culinario
Animando
Mujeres con el sartén por el mango
Otro conflicto: el chocolate
(In)delicadezas
Canibalia (y Reader’s Digest) del cine latinoamericano
Cinema novo: «gostosa fome»
El círculo infernal que olvidó Dante
«Mi Buenos Aires querido…»
De ladridos a (nuevos) caníbales
El sabor como conquista y código de diversidad
Lezama y las cenas
Los novísimos en Cuba
Mujer y comida
Donde se continúa con el «realismo mágico», la mujer y, claro, la cocina
Tres momentos del nuevo cine chileno
El restaurante, espacio (también) trágico
El cine latinoamericano sigue con sus procesos estomacales
La cuenta
Sobre el autor
Co-cine (El discurso culinario en la pantalla grande) de Ediciones ICAIC, 2011, no se limita a abordar el tema a que alude el título en sus aristas más obvias, sino— y aquí radica su mayor interés—, a plantearlo con atención afinada hacia las señales metafóricas, intertextuales e incluso paródicas que descubre en el ritual de la comida y la bebida. […]. El cine recibió este legado [de la literatura y las artes plásticas] y, en un siglo de peripecias y aventuras, ha incursionado en el sentido del gusto con todas las armas: la ostentación y la ironía, la sensualidad y el sadismo, el enfoque social y el costumbrismo. El libro de Frank Padrón retoma el asunto, y lo hace a través de tres accesos no transitados por la crítica cinematográfica cubana: a) la constatación de la presencia de Eros en el capítulo fágico en diversas realizaciones fílmicas; b) la eventual aparición del canibalismo como elemento portador de significados extradiegéticos; c) la existencia de la intencionalidad social en no pocas secuencias de los filmes inventariados.
José Alberto Lezcano
«Sabor inusual e ideas a la carta», en Cine Cubano, no. 184,
abril/junio 2012, p. 142-3.
Bien documentado, Co-cine… desarrolla un acercamiento analítico a la comida y sus circunstancias en el séptimo arte. Lo cual puede parecer evidente, pero cuando digo circunstancias, pretendo dejar sentado que cuanto le interesa a Frank es escrutar la textualidad, la rizomática capacidad con que el audiovisual ha echado mano al asunto para explorar y dimensionar la experiencia existencial del hombre. […] estamos frente a un vasto panorama enfocado en revelar las más diversas connotaciones y funciones asumidas por los alimentos, las bebidas y sus entornos de socialización en la pantalla. Quizás la mayor virtud del texto resida justo en lograr detallar, en ese recorrido favorablemente disperso, los tantos pliegues semánticos alcanzados por el cine en su instrumentación del discurso culinario.
De hecho, Frank se aproxima, con su perspicacia interpretativa, al discurso culinario en tanto encuentra ahí un resorte explicativo del sujeto, de sus modos de comportamiento, de sus emociones y estilos de vida. La cocina, los restaurantes, los mercados y los bares que pueblan las películas —notables espacios heterotópicos—, así como el plato servido, la cena, los sabores, las profesiones derivadas de la práctica culinaria e incluso la acción misma de ingerir «cualquier cosa», son abordados aquí para meditar el sitio que ocupan en los filmes, ya sea como metáforas del erotismo, personificación del deseo, parábolas de los imaginarios sociales, geopolíticos y culturales o como terrenos estrechamente vinculados a la interacción humana. Co-cine… aporta un testimonio de la activa presencia de la comida y la bebida como mediador simbólico en la vida social, siempre que desgrana —al acatar la mayoría de las facetas posibles— un inventario exhaustivo de la manera en que dichos motivos se articulan en la arquitectura fílmica.
Ángel Pérez
«Ajiaco», en La Letra del Escriba,
no. 158, 2019, p. 12.
Frank propone, de todo un golpe, un desfile necesario al conocimiento del acto de comer como expresión estética en múltiples cintas cinematográficas, con lo cual agiliza nuestra memoria y nos convierte en lectores particularmente activos. El escritor advierte que el repertorio que propone es una muestra, porque sería una enciclopedia de entradas señalar todas las posibilidades de mención del discurso culinario en la pantalla grande. […] Es una virtud del lenguaje —desde la cercanía inmediata— con que Padrón propone a los lectores sus descubrimientos, sus asociaciones, sus deleites preferenciales sutilmente inducidos. Es por ello que la lectura discurre no solo como lección, sino también como divertimento.
Gertrudis Ortiz Carrera, Tula
«Buen provecho cinematográfico» en Juventud Rebelde,
7 de diciembre de 2011.
No se agotan verdades en Co-cine, se anuncian. Y nos llega a sorprender […] el número de grandes películas que realizan una exploración extensiva del alimento como metáfora (metonimia es la palabra) de otras dimensiones humanas. Sin dudas, el libro es una oportunidad para repensar ciertos filmes (Pulp Fiction, por ejemplo) desde esta perspectiva culinaria, que no desemboca siempre, como podría creerse, en lecturas eróticas. […]
El plato fuerte (para seguir en la línea del ensayo) se reserva para el cine latinoamericano y sus antropofagias (bien literales y no por eso menos significativas), su estética del hambre, sus voracidades barrocas, carnavalescas. En estos acápites, Brasil es el protagonista y el pensamiento de Carlos Jáuregui en su libro Canibalia, abre los caminos. […] Frank Padrón es un crítico (los hay de otra naturaleza) que sabe hacerse leer, no escatima guiños ni abusa de ellos.
Justo Planas
«Cine y cocinanuestramericanos», en Trabajadores,
8 de diciembre de 2011.
La boca que mastica, degusta y engulle el alimento es muchas veces la misma que lame, succiona y recorre el cuerpo ajeno; así las manos que ayudan a aquella en el acto primario de comer lo hacen todavía con mayor participación en la «otra» comida: alimentación y sexo (o mejor, erotismo), los cuales siempre han caminado muy unidos, y no solo como metáfora se usa la primera para referirse al segundo, pues entre otras similitudes los unen dos condiciones difíciles de separar: fisiología/placer.
Dejando a un lado las funciones reproductivas,1 el acople sexual no solo es necesario para el equilibrio metabólico,2 sicosomático, sino que constituye (o debe serlo) una fuente de exquisito deleite, de goce excelso; del mismo modo la comida / bebida, además de indispensable para la supervivencia y la buena salud, resultan elementos placenteros, que por ello tienen que ver con la estética y el arte.
De este modo, el orgasmo es comparable a la plenitud que se experimenta en la sobremesa; esos minutos de paz y bienestar que los amantes disfrutan en el lecho postcoitum, son muy parecidos a la sensación que el café, el licor, el tabaco (o la simple conversación) traen a los comensales tras una agradable cena.
Esa dualidad (sexualidad/alimentación) ha estado muy presente en las artes (o las otras, aceptado que aquellas lo son), particularmente en el cine, que las ha incorporado habitual yampliamente desde sus inicios, y cuando no las ha invitado unidas, al menos la comida ha conferido un sabor adicional a las imágenes móviles. Tan antigua es su presencia, que las llamadas «comedias de pastelazos» prácticamente inauguran el séptimo arte. Asociados a lo festivo pero desde un ángulo serio, incluso solemne, los pasteles (o cakes, como les llamamos por acá) constituyen emblemas de celebraciones (bodas, cumpleaños, etc.); son pequeñas obras arquitectónicas, miniaturas que remedan construcciones y, a la vez, signos de grandes momentos: mirarlos, entonces, estrellados sobre atónitos rostros deviene acto risible, cierto que elemental y hasta burdo, pero de cualquier manera cómico. Aun cuando el efecto se basa en el impacto y la fuerza visuales, se percibe una desdramatización, una subversión semántica en torno a ese elemento culinario que representa seriedad y respetabilidad, convertido en agresión, perversión, rebeldía, todo con un enfoque, por supuesto, irreverente, destinado a la risa; de cualquier manera, ya se sabe (desde y durante) cuándo y cuánto lo explotó el cine.
A medida que se fue estilizando, la comedia no eliminó la imagen de la comida, al contrario; también fue sutilizando y matizando su presencia, a veces con objetivos muy serios, a los que en definitiva apuntan siempre las mejores muestras del género: el inolvidable momento en que el protagonista, en La quimera del oro3 (1925), de Charles Chaplin, hierve uno de sus zapatos viejos, con lo cual pretende anatemizar el hambre y la pobreza que lo oprime, es un ilustre ejemplo. Por cierto, los no suficientemente conocidos (y menos aún estudiados) cortos del gran cómico utilizan con mucha frecuencia ese motivo: Charlot en la playa (1915) inicia otra de las habituales trifulcas, cauce seguro al humor, mediante unos helados, mientras que el breve filme Charlot emigrante (1917) se desarrolla en un restaurante donde el personaje principal debe ingeniárselas para lidiar con su hambre, su filantropía, el despotismo del propietario y el bolsillo vacío; los platos que se sirven conforman ricos gags, como antes, en el barco que lo conduce a los Estados Unidos, el vaivén de las olas empuja la comida de unos tripulantes a otros en la mesa, activando los recursos de la comicidad. Más tarde, en comedias protagonizadas por los Hermanos Marx, Lauren y Hardy, Bob Hope, Jerry Lewis y muchos otros, las escenas de alimentos, en relación con los personajes, abundaron como elementos inductivos de la risa.
Charles Chaplin en La quimera del oro (1925).
Después, claro, la presencia de la comida en la pantalla se ha refinado bastante, pero nunca extravió el sentido brutal a que aludíamos, e incluso el antropofágico con que también desde temprano (ya volveremos sobre este acápite) lo incorporaron no pocos cineastas: los monstruos, al margen de su grado de animalidad o cercanía a lo humano, no sólo agredían y mataban sino que engullían a sus víctimas, preferentemente vivas. Y lo siguen haciendo.
Los vampiros, ya sabemos, se alimentan de sangre humana, los hombres-lobo despedazan y tragan, no todos los dinosaurios son vegetarianos, los tiburones (siempre) sangrientos, otro tanto,4 mientras los caníbales (con Haníbal Lécter5 a la cabeza) degustan partes muy específicas de sus colegas de especie, como la lengua, con otra connotación, la erótica.
Paulatinamente han ido apareciendo otros grandes motivos, entre ellos las cenas: ora privadas e íntimas, generalmente entre dos (en restaurantes o apartamentos); ora colectivas, en inmensas mesas de grandes casas o también en lugares públicos. Al margen de la dimensión de este común evento, siempre han servido como microcosmos y «caldo de cultivo» para analizar actitudes humanas y sociales; espacio ideal para que los personajes interactúen, se manifiesten y «desnuden». Ello abarca desde la famosa (es)cena de Tom Jones (1963, Tony Richardson) en la que el protagonista y su amante potencial devoran con incontrolable apetito una montaña de alimentos mientras con la mirada lo hacen entre ellos (clara referencia a la otra «comida» que emprenderán poco después, en evidente aleación de las dos «hambres») hasta Los muertos (1987), la última película de John Huston, basada en un relato de Joyce. En esta, una celebración familiar (donde por supuesto la bebida y la comida sobreabundan) es pretexto para sacar «trapos sucios» y exhibir ante la escrutadora cámara, secretos e intimidades de los miembros de esa familia; algo semejante (aunque en clave humorística) a aquella deliciosa cena familiar de Amarcord (1973), monumental y exhaustiva crónica felliniana sobre la clase media en pequeños pueblos rurales (como Rímini, donde nació el gran director) durante el fascismo.
Tom Jones (1963).
Los numerosos miembros de la familia protagónica en torno a la mesa proyectan actitudes diferentes: unos se gritan, insultan, abandonan los alimentos y se levantan para perseguirse; otros contemplan impasibles el habitual espectáculo y tan solo… comen. La sangre no llega al río, ni las viandas dejan de ingresar a los estómagos, aunque se interrumpa momentáneamente la actividad: típica familia mediterránea que no por pelearse con frecuencia deja de quererse.
Y se llega a un contexto aún mayor con La cena (2001), de otro ilustre italiano, Etore Scola, donde un concurrido restaurante da paso a un gran sujeto coral: mesa por mesa el espectador asiste a un buen número de casos y problemas pertenecientes a diversas clases sociales, ocupaciones, caracteres...
La cena (2001).
Como ya apuntábamos, la comida ha sido «ingrediente» fundamental de la comedia, incluyendo esa modalidad tan disfrutable que es la parodia, de modo que si en El padrino (Francis Ford Coppola) y sus secuelas hay abundantes banquetes (muy serios, claro) que revelan tanto los ancestros italianos de la familia como sus incorporaciones norteamericanas y sus sincretismos (y por tanto informan de diversos gustos y hábitos culinarios), en una sátira muy eficaz de la saga como lo es El novato (1990, Andrew Bergman), donde el propio Marlon Brando se autoburlaba de su personaje emblemático, este cobra afecto a un joven estudiante (Mathew Broderick) y lo pone al cuidado de un inmenso lagarto que será el plato principal de una cena de gala. O sea que tanto en el hipotexto como en el/los hipertexto(s), en el referente como en la caricatura, la comida desempeña un papel significativo.
Y hablando de gángster, en una comedia como A la parrilla (2006, Jason Ensler) dos fracasados vendedores de carne de res a domicilio, tras enfrentarse a las más increíbles situaciones relacionadas con aquellos, terminan coronando de gran éxito su gestión al cerrar negocio con un influyente propietario de casino (Burt Reynolds), también de la «familia». Salvan a este de una muerte segura por dos matones que también los persiguen y con tenacidad, los protagonistas, aun con las pistolas en sus sienes, siguen intentando la firma de los contratos. Haciendo honor al título, y quizá tratando de reivindicar un tanto la últimamente desprestigiada carne roja, aparecen con frecuencia jugosos bistecs en pleno proceso de parrillada.
Hay relatos muy originales que, sin embargo, no logran «cocinarse bien». Un caso muy significativo es la premiada Cuentos de cocina (2003), de Bent Hamer, coproducción entre Noruega y Suiza. Aquí el punto de partida resultaba original: en la Suecia de la posguerra, un grupo de científicos descubre que, durante el proceso de preparar los alimentos familiares, un ama de casa camina como promedio al año, el equivalente a la distancia entre ese país y el Congo. El Instituto de Investigaciones Domésticas decide entonces enviar a dieciocho observadores hasta un suburbio rural de Noruega para estudiar la vida de un grupo de hombres solos y crear una cocina más eficiente, mejores hábitos alimenticios y condiciones de trabajo. Situados en sillas especiales durante las veinticuatro horas del día, los observadores deberán respetar una regla inviolable: evitar cualquier tipo de comunicación con los sujetos de estudio. Especialmente la tirantez en las relaciones de uno de ellos con un solterón, que va mejorando con el tiempo hasta volverse amistad, da médula a la trama, doblemente interesante por cuanto la comida, como sabemos catalizador de la amistad y espacio social, aquí se proyecta en principio como lo contrario, mas al final los hombres, en su inevitable condición comunicativa, se rinden a ella. Todo esto hubiera generado una estimable comedia de no haber sido por la pesadez del desarrollo y la insoportable lentitud del ritmo.
En una recurrida (in)variante, hallamos el protagonis- ta asociado a la comida: un chef, empleado o propietario de restaurante o un cliente (digamos, «crítico gastronómico») que por tanto obliga a la cámara a torturar (haciendo la «boca agua») a los espectadores, que en el mejor de los casos deben consolarse durante la función con las engañadoras e indigestas «rositas de maíz».6 De manera que tendremos desde aquel inspector exigente e implacable, que incorporaba el desaparecido cómico francés Louis de Funès,7