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Confesiones es un libro en el que San Agustín escribió acerca de su juventud pecadora y de cómo se convirtió al cristianismo. Es ampliamente aceptada como la primera autobiografía occidental jamás escrita, y se convirtió en un modelo para otros autores cristianos de los siguientes siglos. No es una autobiografía completa pues fue escrita tras sus primeros 40 años de vida y vivió hasta los 76, tiempo durante el cual produjo otros importantes trabajos, entre ellos La ciudad de Dios. De todos modos, proporciona gran información sobre la evolución de su pensamiento en sus primeros años. El libro es un acabado trabajo de filosofía y también un importante aporte a la teología. La obra está dividida en 13 libros. En ellos se narra la niñez de Agustín, su adolescencia y juventud, su carrera académica, su estancia en el maniqueísmo, su proceso personal de acercamiento al cristianismo (ya conocido en la niñez), su conversión, y sus primeras experiencias como católico. Entre las ideas que más influyen en el mundo occidental se encuentran las que se refieren a la memoria y la interioridad (libro X) y al tiempo (libro XI).
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Seitenzahl: 287
Veröffentlichungsjahr: 2021
Edición febrero, 2021
© Editorial Santidad
www.editorialsantidad.com
ISBN: 978-84-18631-31-3
LIBRO PRIMERO
I,1. Grande eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación; precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios. Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le estimulas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti (quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te).
Dame, Señor, a conocer y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, o si es antes conocerte que invocarte. Mas ¿quién habrá que te invoque si antes no te conoce? Porque, no conociéndote, fácilmente podrá invocar una cosa por otra. ¿Acaso, más bien, no habrás de ser invocado para ser conocido? Pero ¿y como invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán si no se les predica? Ciertamente, alabarán al Señor los que le buscan, porque los que le buscan le hallan y los que le hallan le alabarán. Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque creyendo en ti, pues me has sido ya predicado. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que tú me diste, que tú me inspiraste por la humanidad de tu Hijo y el ministerio de tu predicador.
II,2. Pero, ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y mi Señor?, puesto que, en efecto, cuando lo invoco, lo llamo [que venga] dentro de mí mismo (quoniam utique in me ipsum eum vocabo, cum invocabo eum) ¿Y qué lugar hay en mí adonde venga mi Dios a mí?, ¿a donde podría venir Dios en mí, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra? ¿Es verdad, Señor, que hay algo en mí que pueda abarcarte? ¿Acaso te abarca el cielo y la tierra, que tú has creado, y dentro de los cuales me creaste también a mí? ¿O es tal vez que, porque nada de cuanto es puede ser sin ti, te abarca todo lo que es? Pues si yo existo efectivamente, ¿por qué pido que vengas a mí , cuando yo no existiría si tú no estuvieses en mí? No he estado aún en el infierno, mas también allí estás tú. Pues si descendiere a los infiernos, allí estás tú.
Nada sería yo, Dios mío, nada sería yo en absoluto si tú no estuvieses en mí; pero, ¿no sería mejor decir que yo no existiría en modo alguno si no estuviese en ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas? Así es, Señor, así es. Pues, ¿adónde te invoco estando yo en ti, o de dónde has de venir a mí, o a que parte del cielo y de la tierra me habré de alejar para que desde allí venga mi Dios a mí, él, que ha dicho: Yo lleno el cielo y la tierra?
III,3. ¿Te abarcan, acaso, el cielo y la tierra por el hecho de que los llenas? ¿O es, más bien, que los llenas y aún sobra por no poderte abrazar? ¿Y dónde habrás de echar eso que sobra de ti, una vez lleno el cielo y la tierra? ¿Pero es que tienes tú, acaso, necesidad de ser contenido en algún lugar, tú que contienes todas las cosas, puesto que las que llenas las llenas conteniéndolas? Porque no son los vasos llenos de ti los que te hacen estable, ya que, aunque se quiebren, tú no te has de derramar; y si se dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo tú, sino levantándonos a nosotros; ni es esparciéndote tú, sino recogiéndonos a nosotros. Pero las cosas todas que llenas, ¿las llenas todas con todo tu ser o, tal vez, por no poderte contener totalmente todas, contienen una parte de ti? ¿Y esta parte tuya la contienen todas y al mismo tiempo o, más bien, cada una la suya, mayor las mayores y menor las menores? Pero ¿es que hay en ti alguna parte mayor y alguna menor? ¿Acaso no estás todo en todas partes, sin que haya cosa alguna que te contenga totalmente?
IV,4. Pues ¿qué es entonces mi Dios? ¿Qué, repito, sino el Señor Dios? ¿Y qué Señor hay fuera del Señor o qué Dios fuera de nuestro Dios? Sumo, óptimo, poderosísimo, omnipotensísimo, misericordiosísimo y justísimo; secretísimo y presentísimo, hermosísimo y fortísimo, estable e incomprensible, inmutable, mudando todas las cosas; nunca nuevo y nunca viejo; renuevas todas las cosas y conduces a la vejez a los soberbios, y no lo saben; siempre obrando y siempre en reposo; siempre recogiendo y nunca necesitado; siempre sosteniendo, llenando y protegiendo; siempre creando, nutriendo y perfeccionando; siempre buscando y nunca falto de nada. Amas y no sientes pasión; tienes celos y estás seguro; te arrepientes y no sientes dolor; te aíras y estás tranquilo; cambias de acciones, pero no de plan; recibes lo que encuentras y nunca has perdido nada; nunca estás pobre y te gozas con las ganancias; no eres avaro y exiges intereses. Te ofrecemos de más para hacerte nuestro deudor; pero ¿quién es el que tiene algo que no sea tuyo? Pagas deudas sin deber nada a nadie y perdonando deudas, sin perder nada con ello? ¿Y qué es cuanto hemos dicho, Dios mío, vida mía, dulzura mía santa, o qué es lo que puede decir alguien cuando habla de ti? (aut quid dicit aliquis, cum de te dicit?) Al contrario, ¡ay de los que se callan acerca de ti!, porque no son más que mudos charlatanes.
V,5. ¿Quién me concederá descansar en ti? ¿Quién me concederá que, vengas a mi corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí para que te lo pueda decir. ¿Y qué soy yo para ti, para que me mandes que te ame y si no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña la misma miseria de no amarte? ¡Ay de mí! Dime, por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí. Di a mi alma: «Yo soy tu salvación». Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y para que lo vea.
6. Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: De los pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? Creo, por eso hablo. Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he confesado ante ti mis delitos contra mí, ¡oh Dios mío!, y tú has remitido la impiedad de mi corazón? No quiero contender en juicio contigo, que eres la Verdad, y no quiero engañarme a mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi iniquidad. No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las iniquidades, Señor, ¿quién, Señor, subsistirá?
VI,7. Con todo, permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y ceniza; permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, que se ríe de mí, a quien hablo. Tal vez también tú te reirás de mí; mas vuelto hacia mi, tendrás compasión de mí.
Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de dónde he venido aquí, me refiero a esta vida mortal o muerte vital? No lo sé. Mas me recibieron los consuelos de tus misericordias según he oído a mis padres carnales, del cual y en la cual me formaste en el tiempo, pues yo de mí nada recuerdo. Me recibieron, digo, los consuelos de la leche humana, de la que ni mi madre ni mis nodrizas se llenaban los pechos, sino que eras tú quien, por medio de ellas, me dabas el alimento aquel de la infancia, según tu ordenación y los tesoros dispuestos por ti hasta en el fondo mismo de las cosas.
Tuyo era también el que yo no quisiera más de lo que me dabas y que mis nodrizas quisieran darme lo que tú les dabas, pues era ordenado el afecto con que querían darme aquello de que abundaban en ti, ya que era un bien para ellas el recibir yo aquel bien mío de ellas, aunque, realmente, no era de ellas sino tuyo por medio de ellas, porque de ti proceden, ciertamente, todos los bienes, ¡oh Dios!, y de ti, Dios mío, proviene toda mi salud.
Todo esto lo conocí más tarde, cuando me diste voces por medio de los mismos bienes que me concedías interior y exteriormente. Porque entonces lo único que sabía era mamar, aquietarme con los halagos, llorar las molestias de mi carne y nada más.
8. Después empecé también a reír, primero durmiendo, luego despierto. Esto han dicho de mí, y lo creo, porque así lo vemos también en otros niños; pues yo, de estas cosas mías, no tengo el menor recuerdo.
Poco a poco comencé a darme cuenta dónde estaba y a querer dar a conocer mis deseos a quienes me los podían satisfacer, aunque realmente no podía, porque aquéllos estaban dentro y éstos fuera, y por ningún sentido podían entrar en mi alma. Así que agitaba los miembros y daba voces, signos semejantes a mis deseos, los pocos que podía y cómo podía, aunque verdaderamente no se les asemejaban. Mas si no era complacido, bien porque no me habían entendido, bien porque me era dañino, me indignaba: con los mayores, porque no se me sometían, y con los libres, por no querer ser mis esclavos, y de unos y otros me vengaba con llorar. Tales he conocido que son los niños que yo he podido observar; y que yo fuera tal, más me lo han dado ellos a entender sin saberlo que no los que criaron sabiéndolo.
9. Mas he aquí que mi infancia hace tiempo que murió, no obstante que yo vivo. Mas dime, Señor, tú que siempre vives y nada muere en ti -porque antes del comienzo de los siglos y antes de todo lo que tiene «antes», existes tú, y eres Dios y Señor de todas las cosas, y se hallan en ti las causas de todo lo que es inestable, y permanecen los principios inmutables de todo lo que cambia, y viven las razones sempiternas de todo lo temporal-, dime a mí, que te lo suplico, ¡oh Dios mío!, di, misericordioso, a este mísero tuyo; dime, ¿acaso mi infancia vino después de otra edad mía ya muerta? ¿Será ésta aquella que llevé en el vientre de mi madre? Porque también de ésta se me han hecho algunas indicaciones y yo mismo he visto mujeres embarazadas.
Y antes de esto, dulzura mía y Dios mío, ¿qué? ¿Fui yo algo en alguna parte? Dímelo, porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria. ¿Acaso te ríes de mí porque deseo saber estas cosas y me mandas que te alabe y te confiese por aquello que he conocido de ti?
10. Te confieso, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis comienzos y mi infancia, de los que no tengo memoria, mas que concediste al hombre conjeturar de sí por otros y que creyese muchas cosas, aun por la simple autoridad de mujercillas. Porque al menos era entonces, vivía, y ya al fin de la infancia buscaba con qué dar a los demás a conocer las cosas que yo sentía.
¿De dónde podía venir, en efecto, tal ser viviente, sino de ti, Señor? ¿Acaso hay algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay algún otro conducto por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del que tú causas en nosotros, Señor, en quien el ser y el vivir no son cosa distinta, porque eres el sumo Ser y el sumo Vivir? Sumo eres, en efecto, y no te mudas, ni camina por ti el día de hoy, no obstante que por ti camine, puesto que en ti están, ciertamente, todas estas cosas, y no tendrían camino por donde pasar si tú no las contuvieras. Y porque tus años no mueren, tus años son un constante «hoy». ¡Oh, cuántos días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este tu Hoy y han recibido de él su medida y de alguna manera han existido, y cuántos pasarán aún y recibirán su medida y existirán de alguna manera! Mas tú eres uno mismo y todas las cosas del mañana y más allá, y todas las cosas de ayer y más atrás, en ese Hoy las haces y en ese Hoy las has hecho.
¿Qué importa que alguien no entienda estas cosas? Que éste de todos modos se goce diciendo: ¿Qué es esto? Que éste se goce aun así y desee más hallarte no indagando que indagando no hallarte.
VII,11. Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay de los pecados de los hombres! Y esto lo dice un hombre, y tú te compadeces de él por haberlo hecho, aunque no el pecado que hay en él.
¿Quién me recordará el pecado de mi infancia, ya que nadie está delante de ti limpio de pecado, ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra? ¿Quién me lo recordará? ¿Acaso cualquier pequeñito o párvulo de hoy, en quien veo lo que no recuerdo de mí? ¿Y qué era en lo que yo entonces pecaba? ¿Acaso en desear con ansia el pecho llorando? Porque si ahora hiciera yo esto, no con el pecho, sino con la comida propia de mis años, deseándola con tal ansia, justamente se reirían de mí y sería reprendido. Luego, eran dignas de reprensión las cosas que yo hacía entonces; mas como no podía entender a quien me reprendiera, ni la costumbre ni la razón aguantaban que se me reprendiese. La prueba de ello es que, según vamos creciendo, extirpamos y arrojamos estas cosas de nosotros, y jamás he visto a un hombre cuerdo que al tratar de limpiar una cosa arroje lo bueno de ella.
¿Acaso, aun para aquel tiempo, era bueno pedir llorando lo que no se podía conceder sin daño, indignarse amargamente las personas libres que no se sometían y aun con las mayores y hasta con mis propios progenitores y con muchísimos otros, que, más prudentes, no accedían a las señales de mis caprichos, esforzándome yo, por hacerles daño con mis golpes, en cuanto podía por no obedecer a mis órdenes, a las que hubiera sido pernicioso obedecer? ¿De aquí se sigue que lo que es inocente en los niños es la debilidad de los miembros infantiles, no el alma de los mismos?
Yo vi yo y experimenté cierta vez a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con cara amargada a otro niño compañero de leche suyo. ¿Quién hay que ignore esto? Dicen que las madres y nodrizas pueden conjurar estas cosas con no qué remedios. Yo no sé que se pueda tener por inocencia no aguantar al compañero en la fuente de leche que mana copiosa y abundante, al [compañero] que está necesitadísimo del mismo socorro y que con sólo aquel alimento sostiene la vida. Sin embargo se toleran indulgentemente estas faltas, no porque sean nulas o pequeñas, sino porque se espera que con el tiempo han de desaparecer. Por lo cual, aunque lo apruebes, si tales cosas las hallamos en alguno entrado en años, apenas si las podemos llevar con paciencia.
XI,17. Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui marcado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti.
Tú viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de un dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de muerte. Tú viste también, Dios mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de espíritu y con qué fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos nosotros, tu Iglesia el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Se turbó mi madre carnal, porque me daba a luz con más amor en su casto corazón en tu fe para la vida eterna; y ya había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con los sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, para la remisión de mis pecados, cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. En vista de ello, se difirió, mi purificación, juzgando que sería imposible que, si vivía, no me volviese a manchar y que el reato de los delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y más peligroso.
Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque mi madre cuidaba solicita de que tú, Dios mío, fueses padre para mí, más que aquél. En eso tú la ayudabas a triunfar sobre él, a quien servía, no obstante ser ella mejor, porque en ello te servía a ti, que así lo tienes mandado.
18. Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas también de ello, por qué razón se difirió entonces el que fuera yo bautizado; si fuera para mi bien el que aflojaran, por decirlo así, las riendas del pecar o si no me las aflojaron. ¿De dónde nace ahora el que de unos y de otros llegue a nuestros oídos de todas partes: «Déjenle que haga lo que quiera; que todavía no está bautizado»; sin embargo, que no digamos de la salud del cuerpo: «Dejadle; que reciba aún más heridas, que todavía no está sano»?
¡Cuánto mejor me hubiera sido recibir pronto la salud y que mis cuidados y los de los míos se hubieran empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela la salud recibida de mi alma, que tú me hubieses dado!
XIII,20. ¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño era imbuido? No lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo bien claro. En cambio, las latinas me gustaban con pasión, no las que enseñan los maestros de primaria, sino las que explican los llamados gramáticos; porque aquellas primeras, en las que se aprende a leer, a escribir y a contar, no me fueron menos pesadas y enojosas que las letras griegas. ¿Mas de dónde podía venir aun esto sino del pecado y de la vanidad de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve?
Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo medio podía llegar, como de hecho ahora puedo, a leer cuanto hay escrito y a escribir lo que quiero, eran mejores, por ser más útiles, que aquellas otras en que se me obligaba a retener los errores de no sé qué Eneas, olvidado de mis errores, y a que llorara a Dido muerta, que se suicidó por amores, en circunstancias que mientras tanto, yo mismo muriendo a ti en aquellos [amores], con ojos débiles, toleraba mi extrema miseria.
XV,24. Escucha, Señor, mi oración, a fin de que no desfallezca mi alma bajo tu disciplina ni me canse en confesar tus misericordias, con las cuales me sacaste de mis pésimos caminos, para serme más dulce que todas las dulzuras que seguí, y así te ame fortísimamente, y estreche tu mano con todo mi corazón, y me libres de toda tentación hasta el fin. He aquí, Señor, que tú eres mi rey y mi Dios; ponga a tu servicio todo lo útil que aprendí de niño y para tu servicio sea cuanto hablo, escribo, leo y cuento, pues cuando aprendí aquellas vanidades, tú eras el que me dabas la verdadera ciencia, y me has perdonado ya los pecados de deleite cometidos en tales vanidades. Muchas palabras útiles aprendí en ellas, es verdad; pero también se pueden aprender en las cosas que no son vanas, y éste es el camino seguro por el que debían caminar lo niños.
XVIII,28. Pero ¿qué milagro que yo me dejara arrastrar de las vanidades y me alejara de ti, Dios mío, cuando me proponían como modelos que imitar a unos hombres que si, al contar alguna de sus acciones no malas, si lo exponían con algún barbarismo o solecismo, eran reprendidos y se llenaban de confusión; en cambio, cuando narraban sus deshonestidades con palabras castizas y apropiadas, de modo elocuente y elegante, eran alabados y se hinchaban de gloria?
Tú ves, Señor, estas cosas y callas longánime, lleno de misericordia, y veraz. Pero ¿callarás para siempre? Pues saca ahora de este espantoso abismo al alma que te busca, y tiene sed de tus deleites, y te dice de corazón: Busqué, Señor, tu rostro; tu rostro, Señor, buscaré, pues está lejos de tu rostro quien anda en pasiones tenebrosas, porque no es con los pies del cuerpo ni recorriendo distancias como nos acercamos o alejamos de ti. ¿Acaso aquel tu hijo menor buscó caballos, o carros, o naves, o voló con alas visibles, o hubo de mover las rodillas para irse a aquella región lejana donde disipó lo que le habías dado, oh padre dulce en dárselo y más dulce aún en recibirle andrajoso? Así, pues, estar en afecto libidinoso es lo mismo que estarlo en tenebroso y lo mismo que estar lejos de tu rostro.
29. Mira, Señor, Dios mío, y mira paciente, como sueles mirar, de qué modo los hijos de los hombres guardan con diligencia los preceptos sobre las letras y las sílabas recibidos de los primeros que hablaron y, en cambio, descuidan los preceptos eternos de salvación perpetua recibidos de ti; de tal modo que si alguno de los que saben o enseñan las reglas antiguas sobre los sonidos pronunciase, contra las leyes gramaticales, la palabra horno sin aspirar la primera letra, desagradaría más a los hombres que si, contra tus preceptos, odiase a otro hombre siendo hombre.
Como si el hombre pudiese tener enemigo más pernicioso que el mismo odio con que se irrita contra él o pudiera causar a otro mayor estrago persiguiéndole que el que causa a su corazón odiando! Y ciertamente que no nos es tan interior la ciencia de las letras como la conciencia que manda no hacer a otro lo que uno no quiere sufrir.
¡Oh, cuán secreto eres tú!, que, habitando silencioso en los cielos, único Dios grande, esparces infatigable, conforme a ley, cegueras vengadoras sobre las concupiscencias ilícitas, cuando el hombre, anheloso de fama de elocuente, persiguiendo a su enemigo con odio feroz ante un juez rodeado de gran multitud de hombres, se guarda muchísimo de que por un lapsus linguae no se le escape un inter hominibus y no le importa nada que con el furor de su odio le quite de entre los hombres.
XX,31. Con todo, Señor, gracias te sean dadas a ti, excelentísimo y óptimo Creador y Gobernador del universo, Dios nuestro, aunque te hubieses contentado con hacerme sólo niño. Porque, aun entonces, existía, vivía, sentía y tenía cuidado de mi integridad, vestigio de tu secretísima unidad, por la cual existía.
Guardaba también con el sentido interior la integridad de los otros mis sentidos y me deleitaba con la verdad en los pequeños pensamientos que formaba sobre cosas pequeñas. No quería me engañasen, tenía buena memoria y me iba instruyendo con la conversación. Me deleitaba la amistad, huía del dolor, de la abyección y de la ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como éste que no sea digno de admiración y alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí mismo. Y todos son buenos y yo soy todos ellos.
Bueno es el que me hizo y aun él es mi bien; a él quiero ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser de niño. En lo que pecaba yo entonces era en buscar en mí mismo y en las demás criaturas, no en él, los deleites, grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores, confusiones y errores.
Gracias a ti, dulzura mía, gloria mía, esperanza mia y Dios mío, gracias a ti por tus dones; pero guárdamelos tú para mí. Así me guardarás también a mí y se aumentarán y perfeccionarán los que me diste, y yo estaré contigo, porque tú me concediste que existiera.
LIBRO SEGUNDO
I,1. Quiero recordar mis pasadas fealdades y las corrupciones carnales de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti, Dios mío. Por amor de tu amor hago esto (amore amoris tui facio istuc), recorriendo con la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en partes cuando, apartado de la unidad, que eres tú, me desvanecí en muchas cosas.
Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y osé oscurecerme con varios y sombríos amores, y se marchitó mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres.
II,4. Pero yo, miserable, habiéndote abandonado, me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos tus preceptos, aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y rociando con amarguísimas contrariedades todos mis goces ilícitos para que buscara así el gozo sin contrariedades y, cuando yo lo hallara, en modo alguno lo hallara fuera de ti, Señor; fuera de ti, que provocas el dolor para educar, y hieres para sanar, y nos das muerte para que no muramos sin ti.
Pero ¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las delicias de tu casa en aquel año décimosexto de la edad de mi carne, cuando la locura de la libídine, permitida por la desvergüenza humana, pero ilícita según tus leyes, tomó el bastón de mando sobre mí y yo rendí totalmente a ella! Ni aun los míos se cuidaron de recogerme en el matrimonio al verme caer en ella; su cuidado fue sólo de que aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la palabra.
III,5. En este mismo año se interrumpieron mis estudios, cuando estaba de regreso en Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria, en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus bienes, pues era un vecino muy modesto de Tagaste.
Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia cuento estas cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la parte de él que pueda tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué hago esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos desde qué abismo tan profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el corazón que te confiesa y la vida que procede de la fe?
¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él, no se ocupaban tanto de sus hijos.
Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor dijera desierto, por carecer de tu cultivo (dummodo essem disertus vel desertus potius a cultura tua), ¡oh Dios!, que eres el único, verdadero y buen Señor de tu campo: mi corazón.
6. Pero en aquel décimosexto año se impuso un descanso por la falta de recursos familiares y, libre de escuela, comencé vivir con mis padres. Se elevaron entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis pasiones, sin que hubiera mano que me las arrancara. Al contrario, cuando cierto día, en los baños públicos, ese padre me vió que llegaba a la pubertad y que estaba revestido de una inquieta adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, se fue alegre a contárselo a mi madre; alegre por la embriaguez con que el mundo se olvida de ti, su Creador, y ama en tu lugar a la criatura, y que nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de abajo.
Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto desde hacía poco. De aquí que ella se sobresaltara con un santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro.
7. ¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?
Ella quería –y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud– que no fornicase y, sobre todo, que no cometiese adulterio con una mujer casada. Pero estas reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Mas en realidad eran tuyas, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella; por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su medio.
Pero yo no lo sabía, y me precipitabas con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto cuanto más indecentes eran, agradando hacerlas no solo por el deleite de las mismas, sino también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más digna de reproche que el vicio? Y, sin embargo, por no ser reprochado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase con los más perdidos, fingía haber hecho lo que no había hecho, para no parecer más despreciable, por el hecho de ser más inocente; ni ser tenido por más vil, por el hecho de ser más casto.
IV,9. Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay que tolere con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al que es empujado por la pobreza. Y yo quise cometer un hurto y lo cometí, no forzado por la pobreza, sino por penuria y fastidio de justicia y por abundancia de iniquidad. Pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el hurto y el pecado mismo.
Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de peras, que ni por el aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras. Unos cuantos jóvenes viciosos nos encaminamos a él, a hora intempestiva de la noche –pues hasta entonces habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre–, con ánimo de sacudirle y cosecharle. Y llevamos de él grandes cargas, no para saciarnos, sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque algunas comimos, siendo nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el hecho mismo de que nos estaba prohibido.
He aquí, Señor, mi corazón; he aquí mi corazón, del cual tuviste misericordia cuando estaba en lo profundo del abismo. Que este mi corazón te diga qué era lo que allí buscaba para ser malo gratuitamente y que mi maldad no tuviese más causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer, amé mi defecto, no aquello por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que saltando fuera de tu base ibas al exterminio, no buscando algo por medio de la ignominia, sino la ignominia misma.
VI,13. Porque la soberanía imita la altura, mas tú eres el único que estás sobre todas las cosas, ¡oh Dios excelso! Y la ambición, ¿qué busca, sino honores y gloria, siendo tú el único sobre todas las cosas digno de ser honrado y glorificado eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser temida; pero ¿quién ha de ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie, en ningún tiempo, ni lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las caricias de los desenfrenados buscan ser amadas; pero nada hay más cariñoso que tu caridad, ni que se ame con mayor provecho que tu verdad, sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente. La curiosidad parece tratar de alcanzar el cultivo de la ciencia, siendo tú quien conoce en sumo grado todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y la estupidez se cubren con el nombre de sencillez e inocencia, porque no hallan nada más sencillo que tú; ¿y qué más inocente que tú, que aun el daño que reciben los malos les viene de sus malas obras? La flojera desea hacerse pasar por descanso; pero ¿qué descanso cierto hay fuera del Señor? El lujo desea ser llamado saciedad y abundancia; pero tú solo eres la plenitud y la abundancia indeficiente de eterna suavidad. El derroche se oculta bajo el aspecto de generosidad; pero sólo tú eres el verdadero y generosísimo dador de todos los bienes. La avaricia quiere poseer muchas cosas; pero tú solo las posees todas. La envidia compite por la excelencia; pero ¿qué hay más excelente que tú? La ira busca la venganza; ¿y qué venganza más justa que la tuya? El temor se espanta de las cosas repentinas e insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener seguro; mas ¿qué en ti de nuevo o repentino?, ¿quién hay que te arrebate lo que amas? y ¿en dónde sino en ti se encuentra la firme seguridad? La tristeza se abate con las cosas perdidas, con que solía gozarse la codicia, y no quisiera se le quitase nada, como nada se te puede quitar a ti.
14. Así es como fornica el alma: cuando se aparta de ti, busca fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Torcidamente te imitan todos los que se alejan y alzan contra ti. Pero aun imitándote así indican que tú eres el Creador de toda criatura y, por tanto, que no hay lugar adonde uno se aparte de modo absoluto de ti.
Pues ¿qué fue entonces lo que yo amé en aquel huerto o en qué imité, siquiera viciosa y torcidamente, a mi Señor? ¿Acaso fue el deleitarme actuando engañosamente contra la ley, realizando impunemente lo que estaba prohibido, para que yo, cautivo de una libertad defectuosa, imitara una imagen oscurecida de tu omnipotencia, ya que que no podía con mi poder?
He aquí al siervo que, huyendo de su señor, consiguió la sombra. ¡Oh podredumbre! ¡Oh monstruo de la vida y abismo de la muerte! ¿Es posible que me fuera grato lo que no me era lícito, y no por otra cosa sino porque no me era lícito?
VII,15. ¿Qué daré en retorno al Señor por poder recordar mi memoria todas estas cosas sin que tiemble ya mi alma por ellas?
Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefastas acciones mías. A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen?