Conflicto cósmico - Elena G. de White - E-Book

Conflicto cósmico E-Book

Elena G. De White

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Beschreibung

¿Dónde está Dios cuando los inocentes sufren? ¿Acabará el mundo con una inevitable guerra mundial? ¿Hay vida más allá de la muerte? ¿Cómo se originó el mal en el universo? "Conflicto cósmico" responde a estas preguntas con autoridad, basándose en la historia y en la Palabra de Dios. Millones que han leído este libro fascinante han llegado a comprender mejor las fuerzas que actúan en el universo y que afectan el destino de cada ser humano. Este libro lo ayudará a descubrir el papel que usted puede desempeñar en la dramática lucha entre el bien y el mal.

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Millones de lectores, ansiosos por obtener respuesta a los profundos interrogantes de la vida humana, han encontrado inspiración y esperanza en las páginas de este libro extraordinario. Basado en una comprensión certera de la Biblia y de la intervención de Dios a lo largo de los 20 siglos de la era cristiana, Conflicto cósmico presenta un panorama histórico de apasionante interés y dramáticas proyecciones.

¿Cómo se cumplirán las antiguas profecías de las Escrituras en nuestros días y en el futuro cercano? ¿Se unirán algún día las iglesias cristianas y las religiones del mundo? ¿De qué manera culminará la lucha milenaria entre el bien y el mal? Preguntas como éstas, que preocupan a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, encuentran respuesta en este best seller que ha alcanzado amplia difusión en diversos idiomas.

Elena G. de White

ASOCIACIÓN CASA EDITORA SUDAMERICANA

Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste

Buenos Aires, República Argentina

Título del original: From Here to Forever,Pacific Press Publishing Association, Nampa, ID, E.U.A.

Dirección editorial: Aldo D. Orrego

Traducción: Fernando Chaij

Diseño del interior y de la tapa: Nelson Espinoza

Ilustración de la tapa: Archivos ACES

Ilustración del interior: Gabriel Aybar

Cuarta edición

MMXI

Publicado en la Argentina – Published in Argentina

Libro de edición argentina

Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-567-801-9

G. de White, Elena

Conflicto cósmico : Acontecimientos que cambiarán su futuro / Elena G. de White / Dirigido por Aldo D. Orrego. - 4ª ed. - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2011.

EBook.

por: Fernando Chaij

ISBN 978-987-567-801-9

1. Teodicea. I. Aldo D. Orrego, dir. II. Fernando Chaij, trad. III. Título.

CDD 231.8

Publicado el 15 de julio de 2011 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

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Por qué usted debe leer este libro

Para millones de personas, la vida resulta absurda y carente de significado. La ciencia, la tecnología, y aun la filosofía y la teología, han considerado a los seres humanos como meros productos de la casualidad. Sin embargo, consciente o inconscientemente, tanto los hombres como las mujeres hallan difícil aceptar una existencia sin propósito. La violencia, las protestas, la rebelión y la drogadicción son, en muchos casos, las manifestaciones irracionales de personas que están luchando con un espantoso sentimiento de confusión, como de seres que están totalmente perdidos. Como huérfanos, claman en su soledad y desesperación: “¿Quién soy yo? ¿Quiénes son mis padres? ¿Por qué me abandonaron ellos? ¿Cómo podría encontrarlos?”

Muchos acuden a la ciencia en busca de una respuesta, sintonizando los grandes radiotelescopios que pulsan el ritmo de las estrellas, como para preguntar: ¿Existe alguien por allí que me conozca? ¿Alguien que tenga interés en mí? Pero la ciencia no tiene respuesta. La ciencia puede contestar preguntas en cuanto al mecanismo de las cosas: ¿Cómo está hecho un átomo? ¿Cómo se divide? ¿Cómo funciona nuestra mente? ¿Cómo está hecho el universo? Pero es incapaz de explicar los propósitos de tales realidades.

La ciencia no puede decirnos por qué existe un átomo, por qué hay en el mundo seres humanos, por qué existe un universo.Tampoco puede contestar los interrogantes angustiosos que se formulan por doquiera y que atribulan a la gente pensadora: Si existe justicia y significado en el universo, ¿por qué el inocente sufre como el culpable? ¿Hay vida después de la muerte? ¿Continúa viviendo la persona humana?

¿Representan de veras a Dios las iglesias cristianas de nuestro tiempo? ¿Cuál es la verdad?

¿Qué futuro le aguarda a nuestro mundo? ¿Terminará con el lloriqueo de un niño que lucha en medio de los estertores de sus últimas respiraciones en una atmósfera contaminada, o con el estallido formidable de un infierno atómico producido por una bomba de hidrógeno? ¿O será que los seres humanos –que en toda la historia nunca han conseguido dominar su propio egoísmo básico– repentinamente tendrán éxito en desterrar el mal, la guerra, la pobreza y aun la muerte?

Este libro da las respuestas, y éstas son consoladoras. La vida tiene significado ¡No estamos solos en el universo! ¡Hay Alguien que nos cuida y está interesado en nosotros! Alguien que, por cierto, está muy interesado en el desarrollo de la historia humana, que se unió con nuestra raza en persona, de manera que pudiéramos llegar a él y él pudiera alcanzarnos. Alguien cuya mano todopoderosa ha estado sobre este planeta y lo conducirá de vuelta a la paz, y esto muy pronto.

Pero hace muchísimos siglos un ser cósmico persuasivo se propuso asumir el control de nuestro mundo y desviar el plan de Dios para la felicidad de la familia humana. En lenguaje gráfico –que millares de personas han considerado un lenguaje inspirado– la autora de este libro descorre el velo de lo confuso y desconocido, y en forma valiente expone las estrategias de ese ser poderoso, aunque invisible, cuya mano está extendida para tomar posesión de la soberanía de nuestro mundo. En el escenario humano, gobernantes idólatras y cuerpos religiosos apóstatas son expuestos como participantes en esta gran conspiración.

Solamente en una época de libertad religiosa pudo imprimirse un libro como este, y haber circulado con tanta profusión, puesto que se refiere en forma muy directa a algunas de las instituciones más poderosas de nuestro tiempo. Nos explica la razón por la cual se necesitó una Reforma, y por qué ésta resultó detenida; nos cuenta la triste historia de la iglesia apostólica, las alianzas persecutorias, la gestación de una peligrosa unión entre la Iglesia y el Estado, la cual ha de jugar un papel importante antes que finalice la lucha milenaria entre el mal y el bien. Y todo ser humano será un participante en este tremendo conflicto.

Aquí la autora escribe acerca de cosas que ni siquiera existían en sus días. Y habla con una honradez que perturba y alarma, pero a la vez orienta. Los diferentes aspectos de la controversia son tan grandes y las posibles consecuencias tan enormes, que alguien tenía forzosamente que hacerse eco de estas palabras de advertencia e iluminación.

Ninguna persona que lea este libro pensará que lo que la ha inducido a leerlo fue pura casualidad.

Los Editores

Descorriendo el velo del futuro

Introducción de la autora

ANTES que el pecado entrara en el mundo, Adán gozaba de libre trato con su Creador; pero desde que el hombre se separó de Dios por causa del pecado, ese gran privilegio le ha sido negado a la raza humana. No obstante, mediante el plan de redención, se abrió un camino para que los habitantes de la tierra pudieran seguir teniendo relación con el cielo. Dios se comunicó con los hombres mediante su Espíritu, y por medio de las revelaciones hechas a sus siervos escogidos la luz divina se esparció por el mundo. “Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 S. Pedro 1:21).[1]

Durante los 25 primeros siglos de la historia humana no hubo revelación escrita. Los que eran enseñados por Dios comunicaban sus conocimientos a otros, y estos conocimientos eran así legados de padres a hijos a través de varias generaciones. La redacción de la palabra escrita empezó en tiempos de Moisés. Los conocimientos inspirados fueron entonces compilados en un libro inspirado. Esa labor continuó durante el largo período de 16 siglos; desde Moisés, el historiador de la creación y el legislador, hasta San Juan, el narrador de las verdades más sublimes del evangelio.

La Biblia nos muestra a Dios como autor de ella; sin embargo, fue escrita por manos humanas, y la diversidad de estilo de sus diferentes libros revela la característica única de los diversos autores. Todas las verdades reveladas son inspiradas por Dios (2 Timoteo 3:16); sin embargo, están expresadas en palabras humanas. Y el Ser supremo e infinito iluminó con su Espíritu la inteligencia y el corazón de sus siervos. Les daba sueños y visiones y les mostraba símbolos y figuras; y aquellos a quienes la verdad fuera así revelada, revestían el pensamiento divino con palabras humanas.

Los Diez Mandamientos fueron enunciados por Dios mismo y escritos con su propia mano. No es de redacción humana sino divina. Pero la Biblia, con sus verdades de origen divino expresadas en el lenguaje de los hombres, muestra una unión de lo divino y lo humano. Esta unión existía en la naturaleza de Cristo, quien era Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Se puede pues decir de la Biblia lo que fue dicho de Cristo: “Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (S. Juan 1:14).

Escritos en épocas diferentes y por hombres que diferían notablemente en rango y ocupación, así como en facultades intelectuales y espirituales, los libros de la Biblia presentan contrastes en su estilo, como también diversidad en la naturaleza de los asuntos que desarrollan. Sus diversos escritores se valen de expresiones diferentes; a menudo la misma verdad está presentada por uno de ellos de modo más patente que por otro. Ahora bien, como varios de sus autores nos presentan el mismo asunto desde puntos de vista y bajo aspectos diferentes, puede parecer al lector superficial o descuidado que hay divergencias o contradicciones, allí donde el lector atento y respetuoso discierne, con mayor penetración, la armonía fundamental.

Presentada por diversas personalidades, la verdad aparece en sus variados aspectos. Un escritor capta con más fuerza cierta parte del asunto; comprende los puntos que armonizan con su experiencia o con sus facultades de percepción y apreciación; otro nota mejor otro aspecto del mismo asunto; y cada cual, bajo la dirección del Espíritu Santo, presenta lo que ha quedado grabado con más fuerza en su propia mente. Cada cual presenta un aspecto diferente de la verdad, pero existe una perfecta armonía entre todos ellos. Y las verdades así reveladas se unen en perfecto conjunto, adecuado para satisfacer las necesidades del ser humano en todas las circunstancias de la vida.

Dios se ha dignado comunicar la verdad al mundo por medio de instrumentos humanos, y él mismo, por su Santo Espíritu, habilitó a ciertos hombres y los hizo capaces de realizar esta obra. Guió la inteligencia de ellos en la elección de lo que debían decir y escribir. El tesoro fue confiado a vasos de barro, pero no por eso deja de ser del cielo. Aunque llevado a todo viento en el vehículo imperfecto del lenguaje humano, no por eso deja de ser el testimonio de Dios; y el hijo de Dios, obediente y creyente, contempla en ello la gloria de un poder divino, lleno de gracia y de verdad.

En su Palabra, Dios comunicó a los hombres el conocimiento necesario para la salvación. Las Santas Escrituras deben ser aceptadas como dotadas de autoridad absoluta y como revelación infalible de su voluntad. Constituyen la regla del carácter; nos revelan doctrinas, y son la piedra de toque de la experiencia religiosa. “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16, 17).

Las circunstancias de haber revelado Dios su voluntad a los hombres por su Palabra, no anuló la necesidad que tienen ellos de la continua presencia y dirección del Espíritu Santo. Por el contrario, el Salvador prometió que el Espíritu facilitaría a sus siervos la comprensión de la Palabra; que iluminaría y ampliaría sus enseñanzas. Y como el Espíritu de Dios fue quien inspiró la Biblia, resulta imposible que las enseñanzas del Espíritu estén en pugna con las de la Palabra.

El Espíritu no fue dado –ni puede jamás ser otorgado– para invalidar la Biblia; pues las Escrituras declaran explícitamente que la Palabra de Dios es la regla por la cual toda enseñanza y toda experiencia deben ser probadas. El apóstol Juan dice: “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 S. Juan 4:1). E Isaías declara: “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Isaías 8:20).

Muchos cargos se han levantado contra la obra del Espíritu Santo por los errores de una clase de personas que, pretendiendo ser iluminadas por éste, aseguran no tener más necesidad de ser guiadas por la Palabra de Dios. Están dominadas por impresiones que consideran como voz de Dios en el alma. Pero el espíritu que las dirige no es el Espíritu de Dios. Este método de seguir impresiones y descuidar las Santas Escrituras, sólo puede conducir a la confusión, al engaño y a la ruina. Sólo sirve para fomentar los designios del maligno. Y como el ministerio del Espíritu Santo es de importancia vital para la iglesia de Cristo, una de las tretas de Satanás consiste precisamente en arrojar oprobio sobre la obra del Espíritu por medio de los errores de los extremistas y fanáticos, y en hacer que el pueblo de Dios descuide esta fuente de fortaleza de la cual nuestro Señor nos ha provisto.

Según la Palabra de Dios, el Espíritu Santo debía continuar su obra por todo el período de la dispensación cristiana. Durante las épocas en que las Escrituras, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento, eran entregadas a la circulación, el Espíritu Santo no dejó de comunicar luz a personas aisladas, además de las revelaciones que debían ser incorporadas en el Sagrado Canon. La Biblia misma da cuenta de cómo, por intermedio del Espíritu Santo, ciertos hombres recibieron advertencias, censuras, consejos e instrucciones que no se referían en nada a lo dado en las Escrituras. También habla de profetas que vivieron en diferentes épocas, pero sin hacer mención alguna de sus declaraciones. Asimismo, una vez cerrado el canon de las Escrituras, el Espíritu Santo debía llevar adelante su obra de esclarecimiento, amonestación y consuelo en bien de los hijos de Dios.

Jesús prometió a sus discípulos: “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho... Cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad... y os hará saber las cosas que habrán de venir” (S. Juan 14:26; 16:13). Las Sagradas Escrituras enseñan claramente que estas promesas, lejos de limitarse a los días apostólicos, se extienden a la iglesia de Cristo en todas las edades. El Salvador asegura a los discípulos: “Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (S. Mateo 28:20). San Pablo declara que los dones y las manifestaciones del Espíritu fueron dados a la iglesia “para el perfeccionamiento de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo: hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:12, 13, VM).

En favor de los creyentes de Éfeso, el apóstol rogó así: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado... y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos” (Efesios 1:17-19). La bendición que San Pablo pedía para la iglesia de Éfeso era que el ministerio del Espíritu divino iluminara el entendimiento y revelase a la mente las cosas profundas de la santa Palabra de Dios.

Después de la maravillosa manifestación del Espíritu Santo el Día de Pentecostés, San Pedro exhortó al pueblo al arrepentimiento y a que se bautizara en el nombre de Cristo, para la remisión de sus pecados; y dijo: “Recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:38, 39).

El Señor anunció por boca del profeta Joel que una manifestación especial de su Espíritu se realizaría justo antes de las escenas del gran Día de Dios (Joel 2:28). Esta profecía se cumplió parcialmente con el derramamiento del Espíritu Santo el Día de Pentecostés; pero alcanzará su cumplimiento completo en las manifestaciones de la gracia divina que han de acompañar la obra final del evangelio.

El gran conflicto entre el bien y el mal aumentará en intensidad hasta el fin del tiempo. En todas las edades la ira de Satanás se ha manifestado contra la iglesia de Cristo; y Dios ha derramado su gracia y su Espíritu sobre su pueblo para robustecerlo contra el poder del maligno. Cuando los apóstoles de Cristo estaban por llevar el evangelio por el mundo entero y consignarlo por escrito para provecho de todos los siglos venideros, fueron dotados especialmente con la luz del Espíritu. Pero a medida que la iglesia se vaya acercando a su liberación final, Satanás obrará con mayor poder. Descenderá “con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo” (Apocalipsis 12:12). Obrará “con gran poder y señales y prodigios mentirosos” (2 Tesalonicenses 2:9). Por espacio de seis mil años esa inteligencia maestra, después de haber sido la más alta entre los ángeles de Dios, no ha servido más que para el engaño y la ruina. Y en el conflicto final se emplearán contra el pueblo de Dios todos los recursos de la habilidad y sutileza satánica, y toda la crueldad desarrollada en esas luchas seculares. Durante ese tiempo de peligro los discípulos de Cristo tienen que dar al mundo la amonestación del segundo advenimiento del Señor, y un pueblo ha de ser preparado “sin mancha e irreprensibles” para comparecer ante él a su venida (2 S. Pedro 3:14). Entonces el derramamiento especial de la gracia y el poder divinos no serán menos necesarios que lo que fue para la iglesia en los días apostólicos.

Mediante la iluminación del Espíritu Santo, las escenas de la lucha secular entre el bien y el mal fueron reveladas a quien escribe estas páginas. En una y otra ocasión se me permitió contemplar las diferentes escenas de la gran lucha secular entre Cristo, Príncipe de la vida, Autor de nuestra salvación, y Satanás, príncipe del mal, autor del pecado y primer transgresor de la santa ley de Dios. La enemistad de Satanás contra Cristo se ensañó en los discípulos del Salvador. En toda la historia se puede ver el mismo odio a los principios de la ley de Dios, la misma política de engaño, mediante la cual se hace aparecer el error como si fuese verdad, se hace que las leyes humanas sustituyan a las leyes de Dios y se induce a los hombres a adorar a la criatura antes que al Creador. Los esfuerzos de Satanás para desfigurar el carácter de Dios, para dar a los hombres un concepto falso del Creador y hacer que lo consideren con temor y odio más bien que con amor; sus esfuerzos para suprimir la ley de Dios, y hacer creer al pueblo que no está sujeto a las exigencias de ella; sus persecuciones contra los que se atreven a resistir sus engaños, han seguido con rigor implacable en todos los siglos. Se pueden ver en la historia de los patriarcas, profetas y apóstoles, y en la de los mártires y reformadores.

En el gran conflicto final, Satanás empleará la misma táctica, manifestará el mismo espíritu y trabajará con el mismo fin que en todas las edades pasadas. Lo que ha sido, volverá a ser, con la circunstancia agravante de que estará señalada por una intensidad terrible, cual el mundo no vio jamás. Las seducciones de Satanás serán más sutiles, sus ataques más resueltos. Si fuera posible, engañará hasta a los mismos escogidos (S. Marcos 13:22).

Al revelarme el Espíritu de Dios las grandes verdades de su Palabra, y las escenas del pasado y de lo por venir, se me ordenó que diese a conocer a otros lo que se me había mostrado, y que trazase un bosquejo de la historia de la lucha en las edades pasadas, y especialmente que la presentara de tal modo que derramase luz sobre la lucha futura. Con este fin, he tratado de escoger y reunir acontecimientos de la historia de la iglesia en forma tal que quedara bosquejado el desenvolvimiento de las grandes verdades probatorias que en diversas épocas han sido dadas al mundo, las cuales han excitado la ira de Satanás y la enemistad de una iglesia amiga del mundo, y han sido sostenidas por el testimonio de aquellos que “no amaron sus vidas, exponiéndolas hasta la muerte” (Apocalipsis 12:11, VM).

En esos registros podemos ver un anticipo del conflicto que nos espera. Considerándolos a la luz de la Palabra de Dios, y por la iluminación de su Espíritu, podemos ver expuesta la astucia del maligno y los peligros que deberán evitar los que quieran ser hallados “sin mancha” ante el Señor cuando él venga.

Los grandes acontecimientos que marcaron los pasos de reforma que se dieron en siglos pasados son hechos históricos tan harto conocidos, y tan universalmente aceptados, que nadie puede negarlos. Esa historia la he presentado brevemente, de acuerdo con el objetivo de este libro y con la concisión que necesariamente debe observarse, condensando los hechos en forma comprensible y relacionándolos con las enseñanzas que de ellos se desprenden. En algunos casos, cuando he encontrado que un historiador había reunido los hechos y presentado en pocas líneas un claro conjunto del asunto, o agrupado los detalles en forma conveniente, he reproducido sus palabras. Pero en otros no se ha mencionado el autor, puesto que las citas fueron usadas no tanto para referirse a esos escritos como autoridades, sino porque sus palabras resumían adecuadamente el asunto. Y al referir los casos y puntos de vista de quienes siguen adelante con la obra de reforma en nuestro tiempo, me he valido en forma similar de las obras que han publicado.

El objetivo de este libro no consiste tanto en presentar nuevas verdades relativas a las luchas de pasadas edades, como en hacer resaltar hechos y principios que tienen relación con acontecimientos futuros. Sin embargo, cuando se consideran tales hechos y principios como formando parte de la lucha empeñada entre las potencias de la luz y las de las tinieblas, todos esos relatos del pasado cobran nuevo significado; y se desprende de ellos una luz que proyecta rayos sobre el porvenir, alumbrando el sendero de los que, como los reformadores de los siglos pasados, serán llamados, aun a costa de sacrificar todo bien terrenal, a testificar “de la palabra de Dios, y del testimonio de Jesucristo” (Apocalipsis 1:2).

Desarrollar las escenas de la gran lucha entre la verdad y el error; descubrir las tretas de Satanás y los medios de resistirle con éxito; presentar una solución satisfactoria al gran problema del mal, derramando luz sobre el origen y el fin del pecado en forma tal que la justicia y la bondad de Dios en sus relaciones con sus criaturas queden plenamente manifiestas; y hacer patente el carácter sagrado e inmutable de su ley: tal es el objetivo de esta obra. Que por su influencia muchos se libren del poder de las tinieblas y sean hechos “aptos para participar de la suerte de los santos en luz”, para la gloria de Aquel que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros, tal es mi ferviente oración.

Elena G. de White

[1] En esta edición, los pasajes bíblicos se transcribieron por regla general de la versión Reina-Valera, revisión de 1960, porque es la más difundida en los países de habla castellana; pero donde, por motivos de mayor claridad, se consideró conveniente usar otra versión, el hecho se indicó en la referencia: VM significa Versión Moderna; RVA, Reina-Valera Antigua (1909); BJ, Biblia de Jerusalén.

Capítulo 1

Una revelación del destino del mundo

Desde la cumbre del Monte de los Olivos, Jesús contemplaba Jerusalén, donde resaltaban las magníficas construcciones del templo. El sol poniente doraba la nívea blancura de sus muros de mármol y se reflejaba en la parte superior del templo y su torre. ¡Qué hijo de Israel podía observar la escena sin sentir gozo y admiración! Pero otros eran los pensamientos que ocupaban la mente de Jesús. “Cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella” (S. Lucas 19:41).

No derramaba Jesús lágrimas por sí mismo, aunque ante él se encontraba el Getsemaní, el escenario de su próxima agonía, que ya no estaba distante, y el Calvario, el lugar de su crucifixión. Pero no eran éstas las escenas que ensombrecían esta hora de alegría. Lloraba por los millares de habitantes de Jerusalén sentenciados a la destrucción.

Jesús observaba la historia de más de mil años del favor especial y del cuidado protector de Dios manifestados hacia el pueblo elegido. Jerusalén había sido honrada por Dios más que cualquier otro lugar de la tierra. El Señor había “elegido a Sion... por habitación para sí” (Salmo 132:13). Durante siglos, los santos profetas habían anunciado mensajes de advertencia. Diariamente la sangre de los corderos había sido ofrecida para representar la del Cordero de Dios.

Si Israel se hubiera mantenido leal al cielo, Jerusalén habría permanecido para siempre como la elegida de Dios. Pero los anales de este pueblo favorecido eran una historia de apostasía y rebelión. Con un amor mayor que el de un padre que se compadece, Dios había tenido “misericordia de su pueblo y de su habitación” (2 Crónicas 36:15). Siendo que las amonestaciones y reprensiones habían fallado, él mandó el más rico don del cielo, el Hijo de Dios mismo, para exhortar a la ciudad impenitente.

Durante tres años el Señor de luz y gloria había caminado entre su pueblo “haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos del diablo”, poniendo en libertad a los cautivos, devolviendo la vista a los ciegos, haciendo que el cojo caminara y el sordo oyera, limpiando a los leprosos, resucitando a los muertos y predicando el evangelio a los pobres (ver Hechos 10:38; S. Lucas 4:18; S. Mateo 11:5).

Errante peregrino, vivió para suplir las necesidades y aligerar las penas de los hombres, y para rogarles que aceptaran el don de la vida. Los actos de su misericordia, rechazados por aquellos corazones endurecidos, regresaban en una manifestación más poderosa de inexpresable amor y compasión. Pero Israel había rechazado a su mejor Amigo y a su único Ayudador. Los ruegos de su amor habían sido despreciados.

La hora de esperanza y perdón se estaba esfumando rápidamente. La tormenta que se había estado formando durante siglos de apostasía y rebelión estaba por estallar sobre un pueblo culpable. El único que podía salvarlos de su destino inminente había sido despreciado, injuriado y rechazado, y pronto había de ser crucificado.

Cuando Cristo contempló Jerusalén, lo agobiaba la condenación de toda una ciudad, de toda una nación. Contempló al ángel destructor con la espada levantada contra la ciudad que por tanto tiempo había sido la morada de Dios. Desde el mismo lugar que más tarde fue ocupado por Tito y su ejército contempló, más allá del valle, los atrios y pórticos sagrados. Con ojos inundados por las lágrimas vio las murallas rodeadas de tropas enemigas. Oyó la marcha de los ejércitos que avanzaban en son de guerra, la voz de las madres y los niños que clamaban por pan en la ciudad sitiada. Vio su santo templo, sus palacios y sus torres, entregados a las llamas, y finalmente hechos un montón de ruinas humeantes.

Observando la marcha de los siglos, vio al pueblo del pacto esparcido por todos los países, “como náufragos en una playa desierta”. La piedad divina y el sublime amor de Cristo se volcaron en las amorosas palabras: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (S. Mateo 23:37).

Cristo vio en Jerusalén un símbolo del mundo endurecido en la incredulidad y la rebelión, apresurándose hacia los juicios retributivos de Dios. Su corazón fue conmovido de piedad por los que en la tierra estaban afligidos y sufrían. Anhelaba aliviarlos, y estaba dispuesto a derramar su alma hasta la muerte para poner la salvación a su alcance.

¡La Majestad del cielo envuelta en lágrimas! Esa escena muestra cuán dura es la tarea de salvar al culpable de las consecuencias de la transgresión de la ley de Dios. Jesús vio al mundo envuelto en el engaño, un engaño similar al que causó la destrucción de Jerusalén. El gran pecado de los judíos fue su rechazo de Cristo: el gran pecado del mundo sería su rechazo de la ley de Dios, el fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra. Millones de personas esclavizadas por el pecado, en peligro de sufrir la muerte eterna, rehusarían escuchar las palabras de verdad el día que se las dijeran.

El magnífico templo condenado

Dos días antes de la Pascua, Jesús de nuevo fue con sus discípulos al Monte de los Olivos que dominaba la ciudad. Una vez más observó el templo con su deslumbrante esplendor, una joya de hermosura. Salomón, el más sabio de los reyes de Israel, había completado el primer templo, el edificio más magnífico que jamás tuviera el mundo. Después de su destrucción por parte de Nabucodonosor, fue reedificado quinientos años antes del nacimiento de Cristo.

Pero el segundo templo no había igualado al primero en esplendor. No hubo una nube de gloria, no descendió fuego del cielo sobre su altar. El arca, el propiciatorio y las tablas del testimonio no se hallaban allí. Ninguna voz procedente del cielo había manifestado al sacerdote la voluntad de Dios. El segundo templo no fue honrado por la nube del Dios de gloria, pero sí con la presencia viva de Aquel que era Dios mismo manifestado en carne. El “Deseado de todas las gentes” había venido a su templo cuando el Hombre de Nazaret enseñaba y sanaba en los atrios sagrados. Pero Israel había rechazado el Don ofrecido por el cielo. Junto con el humilde Maestro que ese día había salido por sus áureos portales, la gloria se había apartado para siempre del templo. Ya se estaban cumpliendo las palabras del Salvador: “Vuestra casa os es dejada desierta” (S. Mateo 23:38).

Los discípulos se habían llenado de asombro ante el anuncio profético de Cristo, que el templo sería destruido, y anhelaban entender el significado de sus palabras. Herodes el Grande había contribuido tanto con tesoros romanos como con recursos judíos para darle mayor hermosura. Enormes bloques de mármol blanco, traídos desde Roma, formaban parte de su estructura, hacia los cuales los discípulos habían llamado la atención de su Maestro, diciendo: “Mira qué piedras, y qué edificios” (S. Marcos 13:1).

Pero Jesús respondió con estas solemnes y terribles palabras: “De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada” (S. Mateo 24:2). El Señor había dicho a los discípulos que él vendría por segunda vez. Por lo tanto, ante la mención de los juicios que caerían sobre Jerusalén, sus mentes se concentraron en su venida, y preguntaron: “¿Cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?” (S. Mateo 24:3).

Cristo presentó delante de ellos un delineamiento de los principales acontecimientos que ocurrirían antes del fin del tiempo. La profecía que pronunció tenía un doble significado. En tanto que anunciaba la destrucción de Jerusalén, predecía a la vez los terrores de los días finales del mundo.

Los juicios de Dios caerían sobre Israel por su rechazo del Mesías y la crucifixión del Salvador. “Por tanto, cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (el que lee, entienda), entonces los que estén en Judea, huyan a los montes” (S. Mateo 24:15, 16; ver también S. Lucas 21:20, 21). Cuando los estandartes idolátricos de los romanos se establecieran en los terrenos sagrados fuera de los muros de la ciudad, los seguidores de Cristo habían de huir para salvarse. Los que escaparan debían hacerlo sin demora. Debido a los pecados de Jerusalén, la ira caería sobre la ciudad. Su persistente incredulidad hizo que su destrucción fuera segura (ver Miqueas 3:9-12).

Los habitantes de Jerusalén acusaron a Cristo de ser la causa de todos los problemas que le habían acontecido como consecuencia de sus pecados. Aunque sabían que él era sin pecado, declararon que su muerte era necesaria para la seguridad de la nación. Aceptaron la sentencia del sumo pontífice, que les dijo que sería mejor que muriera un hombre y no que toda la nación pereciera (ver S. Juan 11:47-53).

Aunque dieron muerte a su Salvador porque él reprobó sus pecados, se consideraban a sí mismos como el pueblo favorecido de Dios y esperaban que el Señor los libertara de sus enemigos.

La paciencia de Dios

Durante casi 40 años el Señor demoró sus juicios. Había todavía muchos judíos que ignoraban el carácter y la obra de Cristo. Y los hijos no habían disfrutado del conocimiento que sus padres habían despreciado. Mediante la predicación de los apóstoles, Dios hizo que la luz brillara sobre ellos. Veían cómo la profecía se había cumplido no solamente con el nacimiento y la vida de Cristo, sino también con su muerte y resurrección. Los hijos no fueron condenados por los pecados de sus padres; pero cuando ellos rechazaron el conocimiento adicional que les fuera conferido, se hicieron partícipes de los pecados de sus mayores y colmaron la medida de su iniquidad.

Los judíos, en su obstinada impenitencia, rechazaron la última oferta de misericordia. Entonces Dios retiró su protección de ellos. La nación fue abandonada al control del dirigente que había escogido. Satanás despertó las pasiones más fieras y más bajas del alma. Los hombres eran irrazonables, y estaban dominados por el impulso y el odio ciego, y actuaban con crueldad satánica. Amigos y parientes se traicionaban unos a otros. Los padres mataban a los hijos, y los hijos a los padres. Los gobernantes no tenían poder para gobernarse a sí mismos. La pasión los convirtió en tiranos. Los judíos habían aceptado el falso testimonio para condenar al inocente Hijo de Dios. Ahora, falsas acusaciones habían hecho insegura su vida. El temor de Dios ya no los preocupaba. Satanás estaba a la cabeza de la nación.

Dirigentes de partidos opositores combatían entre sí y se mataban sin misericordia. Aun la santidad del templo no restringía su horrible ferocidad. El Santuario fue mancillado por los cuerpos de los asesinados. Sin embargo, los instigadores de esta obra infernal declararon que no tenían temor de que Jerusalén fuese destruida. Era la ciudad de Dios. Aunque las legiones romanas estuvieron rodeando el templo, las multitudes se aferraron a su creencia de que el Altísimo se interpondría para derrotar a los adversarios. Pero Israel había despreciado la protección divina, y ahora no tenía defensa.

Un desastre portentoso

Todas las predicciones dadas por Cristo con relación a la destrucción de Jerusalén se cumplieron al pie de la letra. Aparecieron señales y milagros. Durante siete años un hombre estuvo recorriendo las calles de Jerusalén, declarando las desgracias que vendrían. Este extraño personaje fue apresado y azotado, pero ante el insulto y los maltratos solamente contestaba: “¡Ay de Jerusalén!” Finalmente fue asesinado durante el sitio de la ciudad que él predijo.[1]

Ni un solo cristiano pereció en la destrucción de Jerusalén. Después que los romanos habían rodeado la ciudad bajo Cestio, inesperadamente abandonaron el sitio cuando todo parecía favorable para el ataque. El general romano retiró sus fuerzas sin la menor razón aparente. La señal prometida había sido dada a los cristianos que esperaban (S. Lucas 21:20, 21).

Los sucesos se desarrollaron de tal manera que ni los judíos ni los romanos impidieran la huida de los cristianos. Ante la retirada de Cestio, los judíos lo persiguieron, y mientras ambas fuerzas estaban así plenamente empeñadas en batalla, los cristianos de todo el país pudieron escapar sin problemas a un lugar seguro: la ciudad de Pella.

Las fuerzas judías, al perseguir a Cestio y a su ejército, cayeron sobre la retaguardia. Con gran dificultad los romanos tuvieron éxito en su retirada. Los judíos con sus despojos regresaron triunfantes a Jerusalén. Sin embargo, este aparente éxito les trajo solamente mal. Inspiró un porfiado espíritu de resistencia en los romanos, los cuales trajeron una angustia indecible sobre la ciudad condenada.

Terribles fueron las calamidades que cayeron sobre Jerusalén cuando Tito reinició el sitio. La ciudad fue rodeada en ocasión de la Pascua, cuando millones de judíos se reunían dentro de sus muros. Anteriormente muchos depósitos de provisiones habían sido destruidos debido a las luchas de los partidos contendientes. Ahora empezaron a experimentarse todos los horrores del hambre. Los hombres comían el cuero de sus zapatos y sandalias y las cubiertas de sus escudos. Gran cantidad salía de noche para juntar plantas silvestres que crecían fuera de los muros de la ciudad, aunque entonces muchos de ellos eran torturados cruelmente y muertos. A menudo los que regresaban salvos eran privados por asalto de todo lo que habían recogido. Los esposos despojaban a sus esposas, y las esposas a sus maridos. Los hijos arrebataban el alimento de las bocas de sus padres ancianos.

Los dirigentes romanos trataron de infundir terror en los judíos y así obligarlos a rendirse. Los prisioneros eran azotados, torturados y crucificados ante los muros de la ciudad. A lo largo del valle de Josafat y en el Calvario se levantaron cruces en tal cantidad que apenas había lugar para moverse entre ellas. De esta manera fue castigada aquella imprecación terrible pronunciada ante Pilato: “¡Recaiga su sangre sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!” (S. Mateo 27:25, VM).

Tito se llenó de horror al ver los cuerpos amontonados en los valles. Como obsesionado, observó el magnífico templo y ordenó que no se tocara ninguna piedra de su estructura. Dirigió un ferviente llamamiento a los líderes judíos a que no lo obligaran a contaminar con sangre el lugar sagrado. ¡Si los romanos lucharan en cualquier otro lugar, ninguno de ellos violaría la santidad del templo! Josefo mismo les rogó que se rindieran para salvarse, y para salvar también la ciudad y el lugar de culto; pero fue rechazado con amargas maldiciones. Arrojaron flechas contra él, su último mediador humano. Los esfuerzos de Tito para salvar el templo fueron en vano. Uno mayor que él había declarado que no sería dejada piedra sobre piedra.

Finalmente, Tito, determinado a salvar el templo, si era posible, de la destrucción, decidió tomarlo por asalto. Pero sus órdenes fueron desobedecidas. Un soldado, aprovechándose de una abertura en el pórtico, arrojó un leño encendido, e inmediatamente las cámaras forradas de cedro que rodeaban la casa santa estuvieron envueltas en llamas. Tito se precipitó al lugar y ordenó a los soldados que apagaran las llamas, mas sus palabras fueron desatendidas. En su furia los soldados arrojaron teas encendidas a las cámaras adjuntas del templo, destruyendo así a los que habían hallado refugio en ellas. La sangre corría como agua por las gradas del templo.

Después de la destrucción del templo, la ciudad entera cayó en poder de los romanos. Los dirigentes judíos abandonaron sus torres impenetrables. Tito declaró que Dios los había entregado en sus manos pues ninguna maquinaria, por poderosa que fuera, podría haber prevalecido contra esas estupendas fortalezas. Tanto la ciudad como el templo fueron arrasados hasta sus fundamentos, y el terreno en el cual estaba edificada la casa santa fue “arado como un campo de cultivo” (ver Jeremías 26:18). Más de un millón de personas perecieron; los que sobrevivieron fueron conducidos como cautivos, vendidos como esclavos, arrastrados a Roma, arrojados a las bestias salvajes en los anfiteatros o esparcidos como errantes peregrinos por la tierra.

Los judíos habían colmado la copa de la venganza. En todas las desgracias que siguieron a su dispersión estaban recogiendo la cosecha que sus propias manos habían sembrado. “¡Es tu destrucción, oh Israel, el que estés contra mí... porque has caído por tu iniquidad!” (Oseas 13:9; 14:1, VM). A menudo los sufrimientos son considerados como un castigo ordenado directamente por Dios. De este modo el gran engañador trata de disfrazar su propia obra. Debido a un rechazo caprichoso del amor y la misericordia divinos, los judíos habían hecho que la protección de Dios les fuera retirada.

No podemos saber cuánto debemos a Cristo por la paz y la protección que disfrutamos. El poder restrictivo de Dios impide que el género humano caiga enteramente bajo el dominio de Satanás. Aun el desobediente y desagradecido tiene mucha razón para agradecer a Dios por su misericordia. Pero cuando los hombres traspasan los límites de la tolerancia divina, la protección desaparece. Dios no actúa nunca como el verdugo de la sentencia contra la transgresión. Él deja que los que rechazan su misericordia cosechen aquello que han sembrado. Cada rayo de luz rechazado es una semilla sembrada que produce su infalible cosecha. El Espíritu de Dios, persistentemente resistido, al fin se retira. Entonces no queda ningún poder para controlar las malas pasiones del alma, ninguna protección contra la malicia y la enemistad de Satanás.

La destrucción de Jerusalén es una solemne advertencia dirigida a todos los que resisten los clamores de la misericordia divina. La profecía del Salvador con relación a los juicios sobre Jerusalén ha de tener otro cumplimiento todavía. En la suerte corrida por la ciudad escogida podemos ver la condenación de un mundo que ha rechazado la misericordia de Dios y pisoteado su ley. Negros son los registros de la miseria humana que el mundo ha presenciado. Terribles han sido los resultados de rechazar la autoridad del cielo. Pero una escena aún más tenebrosa es lo que se presenta en las revelaciones del futuro. Cuando el Espíritu restrictivo de Dios se haya retirado totalmente, para no frenar más la exposición de la pasión humana y de la ira satánica, el mundo contemplará, como nunca antes, los resultados del gobierno de Satanás.

En ese día, como en la destrucción de Jerusalén, el pueblo de Dios será librado (ver Isaías 4:3). Cristo vendrá la segunda vez para reunir a sus fieles consigo. “Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará a sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (S. Mateo 24:30, 31).

Guárdense los hombres de descuidar las palabras de Cristo. Como él amonestó a sus discípulos acerca de la destrucción de Jerusalén para que huyeran de la misma, así ha amonestado al mundo acerca del día de la destrucción final. Todos los que quieran podrán huir de la ira que vendrá. “Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes” (S. Lucas 21:25; ver también S. Mateo 24:29; S. Marcos 13:24-26; Apocalipsis 6:12-17). “Velad, pues” (S. Marcos 13:35), es la amonestación del Señor. Los que escuchen la advertencia no serán dejados en tinieblas.

El mundo no está más dispuesto a creer el mensaje para este tiempo que lo que estaban los judíos para recibir la advertencia del Salvador con relación a Jerusalén. Venga cuando venga, el Día de Dios sobrevendrá en forma inadvertida para los impíos. Cuando la vida continúe su curso invariable; cuando los hombres estén absorbidos en el placer, en los negocios, en la caza del dinero; cuando los dirigentes religiosos estén magnificando el progreso del mundo, y el pueblo esté adormecido en una falsa seguridad, entonces, así como el ladrón a medianoche entra en una casa sin custodia, vendrá la destrucción sobre los descuidados impíos, “y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:2-5).

[1] Milman, History of the Jews [Historia de los judíos], lib. 13.

Capítulo 2

La lealtad y la fe de los mártires

Jesús les reveló a sus discípulos la historia de su pueblo desde el tiempo en que él sería arrebatado al cielo hasta su regreso con poder y gloria. Penetrando profundamente en el futuro, su ojo vio las violentas tempestades que habrían de asaltar a sus seguidores en los años futuros de persecución (ver S. Mateo 24:9, 21, 22). Los seguidores de Cristo deben recorrer la misma senda de humillación y sufrimiento que recorrió su Maestro. La enemistad que soportó el Redentor del mundo se manifestaría contra todos los que creyeran en su nombre.

El paganismo se dio cuenta de que si triunfaba el evangelio, sus templos y altares serían arrasados; por lo tanto se encendieron los fuegos de la persecución. A los cristianos se los despojaba de sus posesiones y se los arrastraba de sus hogares. Nobles y esclavos, ricos y pobres, cultos e ignorantes, fueron sin misericordia sacrificados en gran número.

Empezando bajo Nerón, las persecuciones continuaron durante siglos. Se declaró falsamente que los cristianos eran la causa del hambre, las plagas y los terremotos. Había acusadores listos, por soborno, a traicionar a los inocentes acusándolos como rebeldes y como peste de la sociedad. Muchísimos fueron arrojados a las bestias salvajes o quemados vivos en los anfiteatros. Algunos fueron crucificados; otros fueron cubiertos con pieles de animales salvajes y arrojados a la arena para ser despedazados por los perros. En las fiestas públicas, vastas multitudes se reunían para gozar del espectáculo y festejar con risas y aplausos la agonía mortal de los mártires.

Los seguidores de Cristo se veían obligados a ocultarse en lugares solitarios. Fuera de los muros de la ciudad de Roma, entre las colinas, se habían construido largas galerías subterráneas, a través de la tierra y la roca, de muchos kilómetros de longitud. En estos refugios ocultos, los seguidores de Cristo enterraban a sus muertos. Aquí también, cuando eran perseguidos, hallaban un hogar. Muchos recordaron las palabras de su Maestro: que cuando fueran perseguidos por causa de Cristo, debían alegrarse en gran manera. Grande sería su recompensa en los cielos, porque de la misma forma habían sido perseguidos los profetas antes que ellos (ver S. Mateo 5:11, 12).

Cánticos de triunfo ascendían de en medio de las llamas crepitantes. Por fe vieron a Cristo y a los ángeles observándolos con el más profundo interés y considerando su firmeza con aprobación. Resonaba la voz desde el trono de Dios: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2:10).

Vanos fueron los esfuerzos de Satanás para destruir a la iglesia de Cristo por la violencia. Los obreros de Dios eran sacrificados, pero el evangelio continuaba esparciéndose y sus adherentes aumentaban. Dijo un cristiano: “Cuanto más a menudo seamos muertos por ustedes, más creceremos en cantidad; la sangre de los cristianos es semilla”.[1]

Frente a ello, Satanás formuló sus planes para combatir con más éxito contra Dios, poniendo su bandera dentro de la iglesia cristiana para ganar por engaño lo que no podía conseguir por la fuerza. La persecución cesó, y fue reemplazada por los atractivos de la prosperidad temporal y el honor. Los paganos fueron inducidos a recibir una parte de la fe cristiana, mientras rechazaban verdades esenciales. Profesaban aceptar a Jesús, pero no tenían convicción del pecado y no sentían ninguna necesidad de arrepentimiento o de cambio de corazón. Haciendo algunas concesiones de su parte, propusieron que los cristianos hicieran también las suyas, para que todos pudieran unirse sobre la plataforma de “la fe en Cristo”.

Ahora la iglesia se encontraba en un terrible peligro. ¡El encarcelamiento, la tortura, el fuego y la espada eran bendiciones en comparación con esto! Algunos cristianos se mantuvieron firmes. Otros estaban en favor de modificar su fe, y bajo el manto de un pretendido cristianismo, Satanás se insinuó a sí mismo en la iglesia para corromper su fe.

Finalmente la mayoría de los cristianos rebajó las normas. Se formó una unión entre el cristianismo y el paganismo. Aunque los adoradores de ídolos profesaban unirse con la iglesia, continuaban aferrándose a su idolatría, cambiando únicamente los objetos de su culto por imágenes de Jesús, y aun de María y de los santos. Doctrinas incorrectas, ritos supersticiosos y ceremonias idólatras se incorporaron a la fe y al culto de la iglesia. La religión cristiana llegó a corromperse, y la iglesia perdió su pureza y poder. Sin embargo, algunos no fueron engañados. Continuaron manteniendo su fidelidad al Autor de la verdad.

Dos clases en la iglesia

Siempre ha habido dos clases entre los que han profesado seguir a Cristo. En tanto que una clase estudia la vida del Salvador y trata con todo fervor de corregir sus defectos y conformar su vida con el gran Modelo, la otra clase de personas evita las verdades sencillas y prácticas que exponen sus errores. Aun en su mejor estado la iglesia nunca se compuso totalmente de personas veraces y sinceras. Judas se contó con los discípulos, para que por la instrucción y el ejemplo de Cristo pudiera ser inducido a ver sus errores. Pero debido a su indulgencia con el pecado, atrajo las tentaciones de Satanás. Se enojó cuando sus faltas fueron reprobadas, y esto lo llevó a traicionar a su Maestro (ver S. Marcos 14:10, 11).

Ananías y Safira pretendieron hacer un sacrificio completo en favor de Dios pero retuvieron en forma codiciosa una porción para sí mismos. El Espíritu de verdad reveló a los apóstoles el verdadero carácter de estos pretendidos creyentes, y los juicios de Dios libraron a la iglesia de aquella inmunda mancha que mancillaba su pureza (ver Hechos 5:1-11). Cuando la persecución sobrevino a los seguidores de Cristo, solamente los que estaban dispuestos a abandonarlo todo por la verdad deseaban llegar a ser sus discípulos. Pero cuando cesó la persecución, se añadieron conversos que eran menos sinceros, y el camino quedó abierto para la penetración de Satanás.

Cuando los cristianos nominales se unieron con los que eran semiconvertidos del paganismo, Satanás se regocijó, y entonces los inspiró a perseguir a aquellos que se mantenían fieles a Dios. Estos cristianos apóstatas, al unirse con compañeros semipaganos, dirigieron su guerra contra los rasgos más esenciales de las doctrinas de Cristo. Se necesitaba una lucha desesperada para mantenerse firme contra los engaños y las abominaciones introducidas en la iglesia. La Biblia no era aceptada como norma de fe. La doctrina de la libertad religiosa fue calificada como herejía, y los que la sostenían fueron perseguidos.

Los primeros cristianos eran, por cierto, un pueblo peculiar. Pocos en número, sin riquezas, sin jerarquía ni títulos honoríficos, eran odiados por los impíos, como Abel fue odiado por Caín (ver Génesis 4:1-10). Desde los días de Cristo hasta los nuestros, los fieles discípulos de Jesús han excitado el odio y la oposición de los que aman el pecado.

¿Cómo, pues, puede entonces el evangelio denominarse un mensaje de paz? Los ángeles cantaron en las llanuras de Belén: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (S. Lucas 2:14). Existe aparente contradicción entre estas declaraciones proféticas y las palabras de Cristo: “No he venido para traer paz... sino espada” (S. Mateo 10:34). Sin embargo, si ambas declaraciones se entienden correctamente, existe entre ellas perfecta armonía. El evangelio es un mensaje de paz. La religión de Cristo, recibida y obedecida, extendería paz y felicidad por el mundo entero. Era la misión de Jesús reconciliar a los hombres con Dios, y así reconciliarlos mutuamente. Pero el mundo en general está bajo el control de Satanás, el más encarnizado enemigo de Cristo. El evangelio presenta principios de vida que están en total desacuerdo con los hábitos y deseos de los pecadores, y éstos se oponen a aquellos principios. Odian la pureza que condena el pecado, y persiguen a los que los exhortan a adherirse a sus santas demandas. Es en este sentido como el evangelio se convierte en una espada.

Muchos que son débiles en la fe desechan su confianza en Dios porque él permite que los hombres viles prosperen, en tanto que los mejores y más puros sean atormentados por el cruel poderío de aquéllos. ¿Cómo puede Alguien que es justo y misericordioso, y que tiene poder infinito, tolerar tal injusticia? Dios nos ha dado suficientes evidencias de su amor. No hemos de dudar de su bondad porque no podamos entender su providencia. Dijo el Salvador: “Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (S. Juan 15:20). Los que son llamados a soportar la tortura y el martirio están solamente siguiendo los pasos del amado Hijo de Dios.

Los justos son colocados en el horno de la aflicción para ser purificados, para que su ejemplo convenza a otros acerca de la realidad de la fe y la bondad, y para que su conducta consecuente condene a los impíos e incrédulos. Dios permite que los malvados prosperen y revelen su enemistad contra él con el fin de que todos vean la justicia del Señor y su misericordia en la total destrucción que sufrirán los malos. Todo acto de crueldad hacia los fieles de Dios será castigado como si hubiera sido hecho contra Cristo mismo.

Pablo declara que “todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). ¿Por qué es, entonces, que la persecución parece actualmente adormecida? La única razón es que la iglesia se ha conformado con las normas del mundo, y por lo tanto no despierta ninguna oposición. La religión de nuestros tiempos no es la religión pura y santa de Cristo y sus apóstoles. Debido a que las verdades de la Palabra de Dios son consideradas con indiferencia, debido a que existe tan poca piedad vital en la iglesia, el cristianismo resulta popular en el mundo. Prodúzcase un reavivamiento de la fe como en la iglesia primitiva, y los fuegos de la persecución volverán a encenderse.

[1] Tertuliano, Apología, párr. 50.

Capítulo 3

Una era de tinieblas espirituales

El apóstol San Pablo declaró que el día de Cristo no vendría “sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado... el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios... haciéndose pasar por Dios”. Además declaró que “está en acción el misterio de iniquidad” (2 Tesalonicenses 2:3, 4, 7). Aun en esa época primitiva el apóstol vio que algunos errores ya se estaban introduciendo en la iglesia, los cuales prepararían el camino para el papado.

Poco a poco “el misterio de iniquidad” fue desarrollando su obra engañosa. Costumbres ajenas se introdujeron en la iglesia cristiana, y fueron restringidos sólo por un tiempo por las terribles persecuciones que se realizaron bajo el paganismo; pero cuando cesó la persecución, el cristianismo abandonó la humilde sencillez de Cristo para reemplazarla por la pompa de los sacerdotes y los gobernantes paganos. La conversión nominal de Constantino causó gran regocijo. Ahora la obra de corrupción progresó rápidamente. El paganismo, que parecía conquistado, se convirtió en el conquistador. Sus doctrinas y supersticiones fueron incorporadas en la fe de los profesos seguidores de Cristo.

Esta alianza entre el paganismo y el cristianismo dio como resultado la formación del “hombre de pecado” predicho en la profecía. Esa falsa religión es una obra maestra de Satanás, y del esfuerzo que él realizó para sentarse en el trono con el fin de gobernar la tierra de acuerdo con su voluntad.

Una de las principales doctrinas del romanismo enseña que el Papa se halla investido de suprema autoridad sobre los obispos y pastores de todo el mundo. Más que esto, el Papa ha sido denominado “Señor Dios el Papa” y declarado infalible. La misma pretensión que sostuvo Satanás en el desierto de la tentación todavía la sostiene por medio de la Iglesia de Roma, y vastas multitudes le rinden homenaje.

Pero los que reverencian a Dios hacen frente a esta pretensión como Cristo hizo frente a su astuto enemigo: “Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás” (S. Lucas 4:8). Dios nunca ha nombrado a hombre alguno para ser la cabeza de la iglesia. La supremacía papal es opuesta a las Escrituras. El Papa no puede tener poder sobre la iglesia de Cristo, excepto por usurpación. Los partidarios de Roma presentan ante los protestantes la acusación de haberse separado caprichosamente de la verdadera iglesia. Pero ellos son los que se han apartado de “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (S. Judas 3).

Satanás sabe bien que fue mediante las Sagradas Escrituras como el Salvador resistió sus ataques. Ante cada asalto, Cristo presentaba el escudo de la verdad eterna, diciendo: “Escrito está”. Para que Satanás pueda ejercer su dominio sobre los hombres y establecer la usurpadora autoridad papal, debe mantenerlos ignorando las Escrituras. Las sagradas verdades de la Biblia debían ser ocultadas y suprimidas. Durante centenares de años la circulación de la Biblia fue prohibida por la Iglesia Romana. Se le vedaba a la gente el derecho a leerlas. Sacerdotes y prelados interpretaban sus enseñanzas para sostener sus pretensiones. Así, el Papa llegó a ser casi universalmente reconocido como el vicegerente de Dios en la tierra.

Cómo se “cambió” el sábado

La profecía declaraba que el papado iba a “cambiar los tiempos y la ley” (Daniel 7:25). Para poder reemplazar el culto de los ídolos por alguna cosa que lo sustituyera, se introdujo gradualmente la adoración de las imágenes y reliquias en el culto cristiano. El decreto de un concilio general finalmente estableció esta idolatría. Roma se atrevió a borrar de la ley de Dios el segundo mandamiento, que prohíbe el culto de las imágenes, y a dividir el décimo en dos con el fin de conservar el número total.

Dirigentes inconversos de la iglesia atentaron también contra el cuarto mandamiento de la ley, para eliminar el descanso del sábado antiguo, el día que Dios había bendecido y santificado (Génesis 2:2, 3), y exaltar en su lugar el día festivo observado por los paganos como “el venerable día del sol”. En los primeros siglos el verdadero sábado había sido guardado por todos los cristianos, pero Satanás trabajó para realizar su objetivo. El domingo fue hecho un día festivo en honor de la resurrección de Cristo. Se realizaban servicios religiosos en él, aunque se lo consideraba como un día de recreación, mientras el sábado continuaba siendo observado por ser el día santo.

Satanás había inducido a los judíos, antes del advenimiento de Cristo, a recargar la observancia del sábado con exigencias rigurosas, convirtiéndolo en una carga. Ahora, aprovechándose de la falsa luz bajo la cual lo había hecho considerar, hizo que los cristianos lo despreciaran como institución “judaica”. Mientras en general continuaban observando el domingo como el día festivo, de gozo, los indujo a considerar el sábado como un día de tristeza y de abatimiento para manifestar su odio hacia el judaísmo.

El emperador Constantino dio un decreto convirtiendo el domingo en una festividad pública para todo el Imperio Romano. El día del sol fue entonces reverenciado por sus súbditos paganos y honrado por los cristianos. Constantino fue inducido a hacer esto por parte de los obispos de la iglesia. Inspirados por una sed de poder, percibieron que si el mismo día era observado tanto por cristianos como por paganos, haría progresar el poderío y la gloria de la iglesia. Pero, aunque muchos cristianos que temían a Dios fueron inducidos gradualmente a considerar el domingo como un día que poseía cierto grado de santidad, todavía se mantenían fieles al descanso sabático y observaban ese día en obediencia al cuarto mandamiento.