La educación - Elena G. de White - E-Book

La educación E-Book

Elena G. De White

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Beschreibung

"Cada ser humano, creado a la imagen de Dios, está dotado de una facultad semejante a la del Creador: la individualidad, la facultad de pensar y hacer. Los hombres en quienes se desarrolla esta facultad son los que llevan responsabilidades, los que dirigen empresas, los que influyen sobre el carácter. La obra de la verdadera educación consiste en desarrollar esta facultad, en educar a los jóvenes para que sean pensadores y no meros reflectores de los pensamientos de otros hombres" (pág. 17).

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La educación

Elena G. de White

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido
Tapa
Prefacio
LOS PRIMEROS PRINCIPIOS
1 - La Fuente de la verdadera educación y su propósito
2 - La escuela del Edén
3 - El conocimiento del bien y del mal
4 - La relación de la educación con la redención
ILUSTRACIONES
5 - La educación de Israel
6 - Las escuelas de los profetas
7 - Biografías de grandes hombres
EL MAESTRO DE LOS MAESTROS
8 - El Maestro enviado por Dios
9 - Una ilustración de los métodos de Cristo
LAS ENSEÑANZAS DE LA NATURALEZA
10 - Dios en la naturaleza
11 - Lecciones de la vida
12 - Otras ilustraciones
LA BIBLIA COMO INSTRUMENTO EDUCADOR
13 - La cultura mental y espiritual
14 - La ciencia y la Biblia
15 - Principios y métodos aplicables a los negocios
16 - Biografías bíblicas
17 - Poesía y canto
18 - Los misterios de la Biblia
19 - La historia y la profecía
20 - La enseñanza y el estudio de la Biblia
LA CULTURA FÍSICA
21 - El estudio de la fisiología
22 - La temperancia y el régimen alimentario
23 - La recreación
24 - La educación manual
LA EDIFICACIÓN DEL CARÁCTER
25 - La educación y el carácter
26 - Métodos de enseñanza
27 - Los modales
28 - La relación de la indumentaria con la educación
29 - El sábado
30 - La fe y la oración
31 - La obra de la vida
EL MAESTRO SUBALTERNO
32 - La preparación necesaria
33 - La cooperación
34 - La disciplina
EL CURSO SUPERIOR
35 - La escuela del más allá

La educación

Elena G. de White

Título del original: Education, Review & Herald Publishing Association, Hagerstown, MD, E.U.A.

Dirección: Aldo D. Orrego

Traducción:Anónimo

Diseño de tapa: Willie Duke, Lee Christensen, Verónica Leaniz

Diseño del interior: Giannina Osorio

Ilustración de tapa: Shutterstock

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXX

Es propiedad. © 1952 Review & Herald Publishing Association.

© 1978, 2020 Asociación Casa Editora Sudamericana.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-212-1

White, Elena G. de

La educación / Elena G. de White / Dirigido por Aldo D. Orrego. - 1ª ed. - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo digital: Online

Traducción anónima.

ISBN 978-987-798-212-1

1. Educación religiosa. I. Orrego, Aldo D., dir. II. Título.

CDD 268

Publicado el 30 de junio de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: [email protected]

Web site: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

“Que nuestros hijos sean como plantas crecidas en su juventud; nuestras hijas como las esquinas labradas a manera de las de un palacio” (Sal. 144:12).

Este libro se dedica a los PADRES, MAESTROS Y ESTUDIANTES, alumnos todos de la escuela preparatoria en la tierra. Ojalá los ayude a obtener los mayores beneficios de la vida, el desarrollo y el gozo en el servicio aquí, y de este modo la idoneidad para el servicio más amplio en el “curso superior” que estará abierto a todo ser humano en la escuela del más allá.

PREFACIO

Son, por cierto, raros los libros dedicados al tema de la educación que han sido leídos tan ampliamente o que han soportado la prueba del tiempo tan bien como la presente obra, que ahora aparece en una nueva y hermosa edición. Los claros y correctos principios fundamentales desarrollados en este volumen han hecho de él el libro de texto de millares de padres y maestros, durante un período de no menos de seis décadas.

Todo joven debe prepararse para hacer frente a las realidades prácticas de la vida: sus oportunidades, sus responsabilidades, sus derrotas y sus éxitos. La manera en que haga frente a esas experiencias, el que haya de triunfar o ser una víctima de las circunstancias, depende mayormente de su preparación para afrontarlas.

La verdadera educación ha sido bien definida como el desarrollo armonioso de todas las facultades. La preparación que se recibe durante los primeros años en el hogar y los pocos años subsiguientes en la escuela, es fundamental para el éxito en la vida. En tal educación, es esencial el desarrollo de la mente y la formación del carácter.

Al definir con agudeza los valores relativos y permanentes que constituyen la verdadera educación en su sentido más pleno, la autora de este libro señala el camino para el logro de ese ideal. Se delinea con claridad una educación que tiende a desarrollar las facultades mentales, a dar destreza a las manos en las tareas útiles, una educación que reconoce que Dios es la fuente de toda sabiduría y entendimiento.

El objetivo que impulsa a la autora en sus numerosos escritos sobre el tema de la educación, es que los jóvenes que están en el umbral de la vida se alisten para tomar su lugar como buenos ciudadanos, bien preparados para los aspectos prácticos de la existencia, plenamente desarrollados en el sentido físico, temerosos de Dios, con caracteres inmaculados y corazones fieles a los principios. Este volumen constituye la obra más importante en este grupo de escritos en los cuales se sientan los principios esenciales que deben ser comprendidos por los que guían a la juventud en el hogar y en la escuela.

La escritora de estas páginas conoció por experiencia personal los problemas de una madre. Como amiga de los jóvenes, y habiendo estado durante muchos años en estrecha relación con instituciones de enseñanza, estaba bien empapada de los problemas de la juventud en su preparación para la obra de la vida. Por encima de todo, se hallaba dotada de un conocimiento y una capacidad extraordinarios como escritora y oradora.

La influencia de este volumen no se ha limitado a los Estados Unidos, donde se publicó la edición del libro original en inglés, sino que se ha extendido a todos los continentes del mundo donde han visto la luz ediciones en los más diversos idiomas. Que esta nueva edición que aparece en castellano divulgue ampliamente los grandes principios de la educación y del carácter, es la ardiente esperanza de los editores y de los

FIDEICOMISARIOS DE LAS PUBLICACIONES DE ELENA G. DE WHITE.

LOS PRIMEROS PRINCIPIOS

“Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta, como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18).

Capítulo 1

La Fuente de la verdadera educación y su propósito

“El conocimiento del santísimo es la inteligencia” (Prov. 9:9-11).

“Vuelve ahora en amistad con él” (Job 22:21).

Nuestro concepto de la educación tiene un alcance demasiado estrecho y bajo. Es necesario que tenga una mayor amplitud y un fin más elevado. La verdadera educación significa más que la prosecución de un determinado curso de estudio. Significa más que una preparación para la vida actual. Abarca todo el ser, y todo el período de la existencia accesible al hombre. Es el desarrollo armonioso de las facultades físicas, mentales y espirituales. Prepara al estudiante para el gozo de servir en este mundo, y para un gozo superior proporcionado por un servicio más amplio en el mundo venidero.

Las Sagradas Escrituras, cuando señalan al Ser infinito, presentan en las siguientes palabras la Fuente de semejante educación: En él “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría”.1 “Suyo es el consejo y la inteligencia”.2

El mundo ha tenido sus grandes maestros, hombres de intelecto gigantesco y abarcador espíritu investigador, hombres cuyas declaraciones han estimulado el pensamiento, y abierto a la vista vastos campos de conocimiento; y estos hombres han sido honrados como guías y benefactores de su raza; pero hay Uno superior a ellos. Podemos rastrear la ascendencia de los maestros del mundo hasta donde alcanzan los informes humanos: pero, antes de ellos estaba la Luz. Así como la luna y los planetas de nuestro sistema solar brillan por la luz del sol que reflejan, los grandes pensadores del mundo, en lo que tenga de cierto su enseñanza, reflejan los rayos del Sol de Justicia. Todo rayo del pensamiento, todo destello del intelecto, procede de la Luz del mundo.

En estos tiempos se habla mucho de la naturaleza e importancia de la “educación superior”. Aquel con quien están “la sabiduría y el poder”3 y de cuya boca “viene el conocimiento y la inteligencia”,4 imparte la verdadera educación superior.

Todo verdadero conocimiento y desarrollo tienen su origen en el conocimiento de Dios. Doquiera nos dirijamos: al dominio físico, mental y espiritual; cualquier cosa que contemplemos, fuera de la marchitez del pecado, en todo vemos revelado este conocimiento. Cualquier ramo de investigación que emprendamos, con el sincero propósito de llegar a la verdad, nos pone en contacto con la Inteligencia poderosa e invisible que obra en todas las cosas y por medio de ellas. La mente del hombre se pone en comunión con la mente de Dios; lo finito, con lo infinito. El efecto que tiene esta comunión sobre el cuerpo, la mente y el alma sobrepuja toda estimación.

En esta comunión se halla la educación más elevada. Es el método propio que Dios tiene para lograr el desarrollo del hombre. “Vuelve ahora en amistad con él”,5 es su mensaje para la humanidad. El método trazado en estas palabras era el que se seguía en la educación del padre de nuestra especie. Así instruyó Dios a Adán cuando, en la gloria de una virilidad exenta de pecado, habitaba este en el sagrado jardín del Edén.

A fin de comprender lo que abarca la obra de la educación, necesitamos considerar tanto la naturaleza del hombre como el propósito de Dios al crearlo. Necesitamos considerar, también, el cambio verificado en la condición del hombre por la introducción del conocimiento del mal, y el plan de Dios para cumplir, sin embargo, su glorioso propósito en la educación de la especie humana.

Cuando Adán salió de las manos del Creador, llevaba en su naturaleza física, mental y espiritual la semejanza de su Hacedor. “Creó Dios al hombre a su imagen”,6 con el propósito de que, cuanto más viviera, más plenamente revelara esa imagen –más plenamente reflejara la gloria del Creador. Todas sus facultades eran susceptibles de desarrollo; su capacidad y su vigor debían aumentar continuamente. Vasta era la esfera que se ofrecía a su actividad, glorioso el campo abierto a su investigación. Los misterios del universo visible, “las maravillas del Perfecto en sabiduría”,7invitaban al hombre a estudiar. Tenía el alto privilegio de relacionarse íntimamente, cara a cara, con su Hacedor. Sí hubiese permanecido leal a Dios, todo esto le hubiera pertenecido para siempre. A través de los siglos eternos, hubiera seguido adquiriendo nuevos tesoros de conocimiento, descubriendo nuevos manantiales de felicidad y obteniendo conceptos cada vez más claros de la sabiduría, el poder y el amor de Dios. Habría cumplido cada vez más cabalmente el objeto de su creación; habría reflejado cada vez más plenamente la gloria del Creador.

Pero, por su desobediencia perdió todo esto. El pecado mancilló y casi borró la semejanza divina. Las facultades físicas del hombre se debilitaron, su capacidad mental disminuyó, su visión espiritual se oscureció. Quedó sujeto a la muerte. No obstante, la especie humana no fue dejada sin esperanza. Con infinito amor y misericordia había sido trazado el plan de salvación y se le otorgó una vida de prueba. La obra de la redención debía restaurar en el hombre la imagen de su Hacedor, devolverlo a la perfección con que había sido creado, promover el desarrollo del cuerpo, la mente y el alma, a fin de que se llevase a cabo el propósito divino de su creación. Este es el objeto de la educación, el gran objeto de la vida.

El amor, base de la creación y de la redención, es el fundamento de la verdadera educación. Esto se ve claramente en la Ley que Dios ha dado como guía de la vida. El primero y grande mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente”.8 Amar al Ser infinito, omnisciente, con todas las fuerzas, la mente y el corazón, significa el desarrollo más elevado de todas las facultades. Significa que en todo el ser –el cuerpo, la mente y el alma– debe restaurarse la imagen de Dios.

Semejante al primer mandamiento, es el segundo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.9 La Ley de amor requiere la dedicación del cuerpo, la mente y el alma al servicio de Dios y de nuestros semejantes. Y este servicio, al par que nos constituye en bendición para los demás, nos proporciona a nosotros la más grande bendición. La abnegación es la base de todo verdadero desarrollo. Por medio del servicio abnegado, toda facultad nuestra adquiere su desarrollo máximo. Llegamos a participar cada vez más plenamente de la naturaleza divina. Somos preparados para el cielo, porque lo recibimos en nuestro corazón.

Puesto que Dios es la fuente de todo conocimiento verdadero, el principal objeto de la educación es, según hemos visto, dirigir nuestra mente a la revelación que él hace de sí mismo. Adán y Eva recibieron conocimiento comunicándose directamente con Dios, y aprendieron de él por medio de sus obras. Todas las cosas creadas, en su perfección original, eran una expresión del pensamiento de Dios. Para Adán y Eva, la naturaleza rebosaba de sabiduría divina. Pero, por la transgresión, el hombre fue privado del conocimiento de Dios mediante una comunión directa, y en extenso grado del que obtenía por medio de sus obras. La tierra, arruinada y contaminada por el pecado, no refleja sino oscuramente la gloria del Creador. Es cierto que sus lecciones objetivas no han desaparecido. En cada página del gran volumen de sus obras creadas se puede notar todavía la escritura de su mano. La naturaleza aún habla de su Creador. Sin embargo, estas revelaciones son parciales e imperfectas. Y, en nuestro estado caído, con las facultades debilitadas y la visión limitada, somos incapaces de interpretarlas correctamente. Necesitamos la revelación más plena que Dios nos ha dado de sí en su Palabra escrita.

Las Sagradas Escrituras son la norma perfecta de la verdad y, como tales, se les debería dar el primer lugar en la educación. Para obtener una educación digna de tal nombre, debemos recibir un conocimiento de Dios, el Creador, y de Cristo, el Redentor, según están revelados en la Sagrada Palabra.

Cada ser humano, creado a la imagen de Dios, está dotado de una facultad semejante a la del Creador: la individualidad, la facultad de pensar y hacer. Los hombres en quienes se desarrolla esta facultad son los que llevan responsabilidades, los que dirigen empresas, los que influyen sobre el carácter. La obra de la verdadera educación consiste en desarrollar esta facultad, en educar a los jóvenes para que sean pensadores y no meros reflectores de los pensamientos de otros hombres. En vez de restringir su estudio a lo que los hombres han dicho o escrito, los estudiantes deben ser dirigidos a las fuentes de la verdad, a los vastos campos abiertos a la investigación en la naturaleza y en la revelación. Contemplen las grandes realidades del deber y del destino, y la mente se expandirá y robustecerá. En vez de jóvenes educados, pero débiles, las instituciones del saber debieran producir hombres fuertes para pensar y obrar, hombres que sean amos y no esclavos de las circunstancias, hombres que posean amplitud de mente, claridad de pensamiento y valor para defender sus convicciones.

Semejante educación provee algo más que una disciplina mental; provee algo más que una preparación física. Fortalece el carácter, de modo que no se sacrifiquen la verdad y la justicia al deseo egoísta o a la ambición mundana. Fortalece la mente contra el mal. En vez de que una pasión dominante llegue a ser un poder destructor, se amoldan cada motivo y deseo a los grandes principios de la justicia. Al espaciarse en la perfección del carácter de Dios, la mente se renueva y el alma vuelve a crearse a su imagen.

¿Qué educación puede superar a esta? ¿Qué puede igualar su valor?

“No se dará por oro,

Ni su precio será a peso de plata.

No puede ser apreciada con oro de Ofir,

Ni con ónice precioso, ni con zafiro.

El oro no se le igualará, ni el diamante,

Ni se cambiará por alhajas de oro fino.

No se hará mención de coral ni de perlas.

La sabiduría es mejor que las piedras preciosas”.10

El ideal que Dios tiene para sus hijos está por encima del alcance del más elevado pensamiento humano. La meta a alcanzar es la piedad, la semejanza a Dios. Ante el estudiante se abre un camino de progreso continuo. Tiene que alcanzar un objeto, lograr una norma que incluye todo lo bueno, lo puro y lo noble. Progresará tan rápidamente e irá tan lejos como fuere posible en todos los ramos del verdadero conocimiento. Pero sus esfuerzos se dirigirán a fines tanto más altos que el mero egoísmo y los intereses temporales, cuanto son más altos los cielos que la tierra.

El que coopera con el propósito divino para impartir a los jóvenes un conocimiento de Dios, y modelar el carácter en armonía con el suyo, hace una obra noble y elevada. Al despertar el deseo de alcanzar el ideal de Dios, presenta una educación tan elevada como el cielo, y tan amplia como el universo; una educación que no se puede completar en esta vida, sino que continuará en la venidera; una educación que asegura al estudiante de éxito su pasaporte de la escuela preparatoria de la tierra a la superior, la celestial.

1 Col. 2:3.

2 Job 12:13.

3 Job 12:13.

4 Prov. 2:6.

5 Job 22:21.

6 Gén. 1:27.

7 Job 37:16.

8 Luc. 10:27.

9 Mat. 22.39.

10 Job 28:15-18.

Capítulo 2

La escuela del Edén

“Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría” (Prov. 3:13).

El sistema de educación, instituido al principio del mundo, debía ser un modelo para el hombre en todos los tiempos. Como una ilustración de sus principios se estableció una escuela modelo en el Edén, el hogar de nuestros primeros padres. El jardín del Edén era el aula, la naturaleza el libro de texto, el Creador mismo era el Maestro, y los padres de la familia humana los alumnos.

Creados para ser la “imagen y gloria de Dios”,11 Adán y Eva habían recibido capacidades dignas de su elevado destino. De formas graciosas y simétricas, de rasgos regulares y hermosos, de rostros que irradiaban los colores de la salud, la luz del gozo y la esperanza, eran en su aspecto exterior la imagen de su Hacedor. Esta semejanza no se manifestaba solamente en su naturaleza física. Todas las facultades de la mente y el alma reflejaban la gloria del Creador. Adán y Eva, dotados de dones mentales y espirituales superiores, fueron creados en una condición “un poco menor que los ángeles”,12 a fin de que no discernieran solamente las maravillas del universo visible, sino también comprendiesen las obligaciones y las responsabilidades morales.

“Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado. Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer; también el árbol de vida en medio del huerto y el árbol de la ciencia del bien y del mal”.13 En ese lugar, en medio de las hermosas escenas de la naturaleza que no había sido tocada por el pecado, habían de recibir su educación nuestros primeros padres.

Por el interés que tenía en sus hijos, nuestro Padre celestial dirigía personalmente su educación. A menudo iban a visitarlos sus mensajeros, los santos ángeles, que les daban consejos e instrucción. Con frecuencia, cuando caminaban por el jardín “al aire del día”, oían la voz de Dios y gozaban de comunión personal con el Eterno. Los pensamientos que él tenía para con ellos eran “pensamientos de paz, y no de mal”.14 Solo deseaba para ellos el mayor bien.

Adán y Eva estaban encargados del cuidado del Jardín, para que lo guardaran y lo labrasen. Aunque poseían en abundancia todo lo que el Dueño del universo les podía proporcionar, no debían estar ociosos. Se les había asignado, como bendición, una ocupación útil, que habría de fortalecer su cuerpo, ampliar su mente y desarrollar su carácter.

El libro de la naturaleza, al desplegar ante ellos sus lecciones vivas, les proporcionaba una fuente inagotable de instrucción y deleite. El nombre de Dios estaba escrito en cada hoja del bosque y en cada piedra de las montañas, en toda estrella brillante, en el mar, el cielo y la tierra. Los moradores del Edén trataban con la creación animada e inanimada; con las hojas, las flores y los árboles, con toda criatura viviente, desde el leviatán de las aguas hasta el átomo en el rayo del sol, y aprendían de ellos los secretos de su vida. La gloria de Dios en los cielos, los mundos innumerables con sus movimientos prefijados, “las diferencias de las nubes”,15los misterios de la luz y el sonido, del día y de la noche, todos eran temas de estudio para los alumnos de la primera escuela de la tierra.

El infinito Autor de todo abría a sus mentes las leyes y las operaciones de la naturaleza, y los grandes principios de verdad que gobiernan el universo espiritual. Sus facultades mentales y espirituales se desarrollaban en la “iluminación del conocimiento de la gloria de Dios”,16 y disfrutaban de los más elevados placeres de su santa existencia.

No solo el jardín del Edén, sino toda la tierra era sumamente hermosa al salir de la mano del Creador. No la desfiguraban ninguna mancha de pecado ni sombra de muerte. La gloria de Dios “cubrió los cielos, y la tierra se llenó de su alabanza”. “Cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios”.17 De ese modo era la tierra un emblema adecuado de aquel que es “grande en misericordia y verdad”;18 un estudio propio para los seres creados a su imagen. El huerto del Edén era una representación de lo que Dios deseaba que llegase a ser toda la tierra, y su propósito era que, a medida que la familia humana creciera en número, estableciese otros hogares y escuelas semejantes a los que él había dado. De ese modo, con el transcurso del tiempo, toda la tierra debía ser ocupada por hogares y escuelas en los cuales se estudiaran la Palabra y las obras de Dios, y donde los estudiantes se preparasen para reflejar cada vez más plenamente, a través de los siglos sin fin, la luz del conocimiento de su gloria.

11 1 Cor. 11:7.

12 Heb. 2:7.

13 Gén. 2:8, 9.

14 Jer. 29:11.

15 Job 37:16.

16 2 Cor. 4:6.

17 Hab. 3:3; Job 38:7.

18 Éxo. 34:6.

Capítulo 3

El conocimiento del bien y del mal

“Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada” (Rom. 1:27-29).

Aunque creados inocentes y santos, nuestros primeros padres no fueron puestos fuera de la posibilidad de obrar mal. Dios podía haberlos creado de modo que no pudieran faltar a sus requerimientos, pero en ese caso su carácter no se habría desarrollado; su servicio no hubiera sido voluntario sino forzado. Les dio, por lo tanto, la facultad de escoger, de someterse o no a la obediencia. Y, antes de que ellos recibieran en su plenitud las bendiciones que él deseaba impartirles, debían ser probados su amor y su lealtad.

En el huerto del Edén se hallaba “el árbol de la ciencia del bien y del mal[...] Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”.19Dios quería que Adán y Eva no conocieran el mal. El conocimiento del mal –del pecado y sus resultados, del trabajo cansador, de la preocupación ansiosa, del descorazonamiento y la pena, del dolor y la muerte–, les fue evitado por amor.

Mientras Dios buscaba el bien del hombre, Satanás buscaba su ruina. Cuando Eva, al desobedecer la advertencia del Señor en cuanto al árbol prohibido, se atrevió a acercarse a él, se puso en contacto con el enemigo. Una vez que se despertaron su interés y su curiosidad, Satanás procedió a negar la palabra de Dios, y a insinuar desconfianza en su sabiduría y bondad. A la declaración de la mujer con respecto al árbol de la ciencia: “Dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis”, el tentador respondió: “No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal”.20

Satanás deseaba hacer creer que este conocimiento del bien mezclado con el mal sería una bendición, y que al prohibirles que tomasen del fruto del árbol Dios los privaba de un gran bien. Argüía que Dios les había prohibido probarlo a causa de las maravillosas propiedades que tenía para impartir sabiduría y poder; que de ese modo trataba de impedir que alcanzaran un desarrollo más noble y hallasen mayor felicidad. Declaró que él había comido del fruto prohibido y que el resultado había sido la adquisición de la facultad de hablar, y que si ellos también comían de ese árbol alcanzarían una esfera más elevada de existencia, y entrarían en un campo más vasto de conocimiento.

Aunque Satanás decía haber recibido mucho bien por haber comido del fruto prohibido, ocultó el hecho de que a causa de la transgresión había sido arrojado del cielo. Esa mentira estaba de tal modo escondida bajo una apariencia de verdad que Eva, infatuada, halagada y hechizada, no descubrió el engaño. Codició lo que Dios había prohibido; desconfió de su sabiduría. Echó a un lado la fe, la llave del conocimiento.

Cuando Eva vio que “el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría[...] tomó de su fruto, y comió”. Era de sabor agradable y, a medida que comía, le parecía sentir un poder vivificador y se imaginó que penetraba en un estado superior de existencia. Una vez que hubo pecado, se transformó en tentadora de su esposo “el cual comió así como ella”.21

“Serán abiertos vuestros ojos”, había dicho el enemigo; “y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal”.22 Fueron abiertos ciertamente sus ojos, pero ¡cuán triste fue esa apertura! Todo lo que ganaron los transgresores fue el conocimiento del mal, la maldición del pecado. En la fruta no había nada venenoso y el pecado no consistía meramente en ceder al apetito. La desconfianza en la bondad de Dios, la falta de fe en su palabra, el rechazo de su autoridad, fue lo que convirtió a nuestros primeros padres en transgresores, e introdujo en el mundo el conocimiento del mal. Eso fue lo que abrió la puerta a toda clase de mentiras y errores.

El hombre perdió todo porque prefirió oír al engañador en vez de escuchar a aquel que es la Verdad, el único que tiene entendimiento. Al mezclarse el mal con el bien, su mente se tornó confusa, y se entorpecieron sus facultades mentales y espirituales. Ya no pudo apreciar el bien que Dios le había otorgado tan generosamente.

Adán y Eva habían escogido el conocimiento del mal, y si alguna vez habían de recobrar la posición perdida, tenían que hacerlo en las condiciones desfavorables que ellos mismos se habían creado. Ya no habían de morar en el Edén, porque este, en su perfección, no podía enseñarles las lecciones que les eran esenciales desde entonces. Con indescriptible tristeza se despidieron del hermoso lugar, y fueron a morar en la tierra, sobre la cual descansaba la maldición del pecado.

Dios había dicho a Adán: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida[...] Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”.23

Aunque la tierra estaba marchita por la maldición, la naturaleza debía seguir siendo el libro de texto del hombre. Ya no podía representar bondad solamente, porque el mal estaba presente en todas partes y arruinaba la tierra, el mar y el aire con su contacto contaminador. Donde antes había estado escrito únicamente el carácter de Dios, el conocimiento del bien, estaba también escrito ahora el carácter de Satanás, el conocimiento del mal. El hombre debía recibir amonestaciones de la naturaleza, que ahora revelaba el conocimiento del bien y del mal, referentes a los resultados del pecado.

En las flores mustias, y la caída de las hojas, Adán y su compañera vieron los primeros signos de decadencia. Fue presentada vívidamente ante su mente la dura realidad de que todo lo viviente debía morir. Hasta el aire, del cual dependía su vida, llevaba los gérmenes de la muerte.

También se les recordaba de continuo la pérdida de su dominio. Adán había sido rey de los seres inferiores, y mientras permaneció fiel a Dios toda la naturaleza reconoció su gobierno, pero cuando pecó, perdió su derecho al dominio. El espíritu de rebelión, al cual él mismo había dado entrada, se extendió a toda la creación animal. De ese modo, no solo la vida del hombre, sino también la naturaleza de las bestias, los árboles del bosque, el pasto del campo, hasta el aire que respiraba, hablaban de la triste lección del conocimiento del mal.

Sin embargo, el hombre no fue abandonado a los resultados del mal que había escogido. En la sentencia pronunciada contra Satanás se insinuó la redención. “Y pondré enemistad entre ti y la mujer”, dijo Dios, “y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar”.24 Esta sentencia pronunciada a oídos de nuestros primeros padres fue para ellos una promesa. Antes de que oyesen hablar de las espinas y cardos, del trabajo rudo y del dolor que les habían de tocar en suerte, o del polvo al cual debían volver, oyeron palabras que no podían dejar de infundirles esperanza. Todo lo que se había perdido al ceder a las insinuaciones de Satanás se podía recuperar por medio de Cristo.

La naturaleza nos repite también esta indicación. Aunque está manchada por el pecado, no solo habla de la creación, sino también de la redención. Aunque, por los signos evidentes de decadencia, la tierra da testimonio de la maldición que pesa sobre ella, es aún hermosa y rica en señales del poder vivificador. Los árboles se despojan de sus hojas solo para vestirse de nuevo verdor; las flores mueren, para brotar con nueva belleza; y en cada manifestación del poder creador se afirma la seguridad de que podemos ser creados de nuevo en “justicia y santidad de la verdad”.25 De ese modo, los mismos objetos y las funciones de la naturaleza, que tan vívidamente nos recuerdan nuestra gran pérdida, llegan a ser para nosotros mensajeros de esperanza.

Por doquiera llegue la maldad, se oye la voz de nuestro Padre que muestra a sus hijos, por sus resultados, la naturaleza del pecado, les aconseja que abandonen el mal y los invita a recibir el bien.

19 Gén. 2:9, 16, 17.

20 Gén. 3:3-5.

21 Gén. 3:6.

22 Gén. 3:5.

23 Gén. 3:17-19.

24 Gén. 3:15.

25 Efe. 4:24.

Capítulo 4

La relación de la educación con la redención

“Para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor. 4:6).

A causa del pecado, el hombre quedó separado de Dios. De no haber mediado el plan de la redención, hubiera tenido que sufrir la separación eterna de Dios y las tinieblas de una noche sin fin. El sacrificio de Cristo permite que se reanude la comunión con Dios. Personalmente no podemos acercarnos a su presencia; nuestra naturaleza pecadora no nos permite mirar su rostro, pero podemos contemplarlo y tener comunión con él por medio de Jesús, el Salvador.

La “iluminación del conocimiento de la gloria de Dios” se revela “en la faz de Jesucristo”. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”.26 “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros[...] lleno de gracia y de verdad”. “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”.27 La vida y la muerte de Cristo, precio de nuestra redención, no son para nosotros únicamente una promesa y garantía de vida, ni tan solo los medios por los cuales se nos vuelven a abrir los tesoros de la sabiduría, sino también una revelación de su carácter aún más amplia y elevada que la que conocían los santos moradores del Edén.

Y, al par que Cristo abre el cielo al hombre, la vida que imparte abre el corazón del hombre al cielo. El pecado no solo nos aparta de Dios, sino también destruye en el alma humana el deseo y la aptitud para conocerlo. La misión de Cristo consiste en deshacer toda esta obra del mal. Él tiene poder para vigorizar y restaurar las facultades del alma paralizadas por el pecado, la mente oscurecida y la voluntad pervertida. Abre ante nosotros las riquezas del universo y nos imparte poder para discernir estos tesoros y apropiarnos de ellos.

Cristo es la luz “que alumbra a todo hombre”.28 Así como por Cristo tiene vida todo ser humano, así por su medio toda alma recibe algún rayo de luz divina. En todo corazón existe no solo poder intelectual, sino también espiritual; una facultad de discernir lo justo, un deseo de ser bueno. Pero, contra estos principios lucha un poder antagónico. En la vida de todo hombre se manifiesta el resultado de haber comido del árbol del conocimiento del bien y del mal. Hay en su naturaleza una inclinación hacia el mal, una fuerza que solo, sin ayuda, él no podría resistir. Para hacer frente a esa fuerza, para alcanzar el ideal que en lo más íntimo de su alma reconoce como única cosa digna, puede encontrar ayuda en un solo poder. Ese poder es Cristo. La mayor necesidad del hombre es cooperar con ese poder. ¿No debería ser acaso esta cooperación el propósito más elevado de todo esfuerzo educativo?

El verdadero maestro no se satisface con un trabajo de calidad inferior. No se conforma con dirigir a sus alumnos hacia un ideal más bajo que el más elevado que les sea posible alcanzar. No puede contentarse con transmitirles únicamente conocimientos técnicos, con hacer de ellos meramente contadores expertos, artesanos hábiles o comerciantes de éxito. Su ambición es inculcarles principios de verdad, obediencia, honor, integridad y pureza; principios que los conviertan en una fuerza positiva para la estabilidad y la elevación de la sociedad. Desea, sobre todo, que aprendan la gran lección de la vida, la del servicio abnegado.

Cuando el alma se amista con Cristo, y acepta su sabiduría como guía, su poder como fuerza del corazón y de la vida, estos principios llegan a ser un poder vivo para amoldar el carácter. Una vez formada esta unión, el alumno encuentra la Fuente de la sabiduría. Tiene a su alcance el poder de realizar en sí mismo sus más nobles ideales. Le pertenecen las oportunidades de obtener la más elevada educación para la vida en este mundo. Y, con la preparación que obtiene aquí, ingresa en el curso que abarca la eternidad.

En el sentido más elevado, la obra de la educación y la de la redención son una, pues tanto en la educación como en la redención “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo”, “por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”.29

Aunque en condiciones distintas, la verdadera educación sigue siendo, de acuerdo con el plan del Creador, el plan de la escuela del Edén. Adán y Eva recibieron instrucción por medio de la comunión directa con Dios; nosotros contemplamos la “iluminación del conocimiento de su gloria” en el rostro de Cristo.

Los grandes principios de la educación son inmutables. Están “afirmados eternamente y para siempre”,30 porque son los principios del carácter de Dios. El principal esfuerzo del maestro y su propósito constante deben consistir en ayudar a los alumnos a comprender estos principios, y a sostener esa relación con Cristo que hará de ellos un poder dominante en la vida. El maestro que acepta esta meta es verdaderamente un colaborador con Cristo, y con Dios.

26 2 Cor. 4:6; 5:19.

27 Juan 1:14, 4.

28 Juan 1:9.

29 1 Cor. 3:11; Col. 1:19.

30 Sal. 111:8.

ILUSTRACIONES

“Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron” (Rom. 15:4).

Capítulo 5

La educación de Israel

“Jehová solo le guió” (Deut. 32:12).

“Lo trajo alrededor, lo instruyó, lo guardó como a la niña de su ojo” (Deut. 32:10).

El sistema de educación establecido en el Edén tenía por centro la familia. Adán era “hijo de Dios”,31 y de su Padre recibieron instrucción los hijos del Altísimo. Su escuela era, en el más exacto sentido de la palabra, una escuela de familia.

En el plan divino de la educación, adaptado a la condición del hombre después de la Caída, Cristo figura como representante del Padre, como eslabón de unión entre Dios y el hombre; él es el gran Maestro de la humanidad, y dispuso que los hombres y las mujeres fuesen representantes suyos. La familia era la escuela, y los padres eran los maestros.

La educación que tenía por centro la familia fue la que prevaleció en los días de los patriarcas. Dios proveyó, para las escuelas así establecidas, las condiciones más favorables para el desarrollo del carácter. Las personas que estaban bajo su dirección seguían el plan de vida que Dios había indicado al principio. Los que se separaron de Dios se edificaron ciudades y, congregados en ellas, se gloriaban del esplendor, el lujo y el vicio que hace de las ciudades de hoy el orgullo del mundo y su maldición. Pero los hombres que se aferraban a los principios de vida de Dios moraban en los campos y cerros. Cultivaban la tierra, cuidaban rebaños, y en su vida libre e independiente, llena de oportunidades para trabajar, estudiar y meditar, aprendían de Dios y enseñaban a sus hijos sus obras y caminos.

Tal era el método educativo que Dios deseaba establecer en Israel. Pero, cuando los israelitas fueron sacados de Egipto, había pocos entre ellos preparados para ser colaboradores con Dios en la educación de sus hijos. Los padres mismos necesitaban instrucción y disciplina. Puesto que habían sido esclavos durante toda su vida, eran ignorantes, incultos y degradados. Tenían poco conocimiento de Dios y escasa fe en él. Estaban confundidos por enseñanzas falsas y corrompidos por su largo contacto con el paganismo. Dios deseaba elevarlos a un nivel moral más alto, y con este propósito trató de inculcarles el conocimiento de sí mismo.

Mientras erraban por el desierto, en sus marchas de aquí para allá, en su exposición al hambre, la sed y el cansancio, bajo la amenaza de enemigos paganos, y en las manifestaciones de la Providencia que obraba para librarlos, Dios, al revelarles el poder que actuaba continuamente para bien de ellos, trataba de fortalecer su fe. Y habiéndoles enseñado a confiar en su amor y poder, era su propósito presentarles, en los preceptos de su Ley, la norma de carácter que, por medio de su gracia, deseaba que alcanzaran.

Durante su permanencia en el Sinaí, Israel recibió lecciones preciosas. Fue un período de preparación especial para cuando heredaran la tierra de Canaán. El ambiente allí era más favorable para la realización del propósito de Dios. Sobre la cima del Sinaí, haciendo sombra sobre la llanura donde estaban diseminadas las tiendas del pueblo, descansaba la columna de nube que los había guiado durante el viaje. De noche, una columna de fuego les daba la seguridad de la protección divina y, mientras dormían, caía suavemente sobre el campamento el pan del cielo. Por todas partes, las enormes montañas escarpadas hablaban, en su solemne grandeza, de la paciencia y la majestad eternas. Se hizo sentir al hombre su ignorancia y debilidad en presencia de aquel que “pesó los montes con balanza y con pesas los collados”.32 Allí, por la manifestación de su gloria, Dios trató de impresionar a Israel con la santidad de su carácter y de sus exigencias, y con la excesiva culpabilidad de la desobediencia.

Pero el pueblo era tardo para aprender la lección. Acostumbrado en Egipto a las representaciones materiales más degradantes de la Deidad, era difícil que concibiera la existencia o el carácter del Invisible. Compadecido de su debilidad, Dios le dio un símbolo de su presencia. “Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos”.33

En cuanto a la construcción del Santuario como morada de Dios, Moisés recibió instrucciones para hacerlo de acuerdo con el modelo de las cosas que estaban en los cielos. El Señor lo llamó al monte y le reveló las cosas celestiales; y el Tabernáculo, con todo lo perteneciente a él, fue hecho a semejanza de ellas.

Así reveló Dios a Israel, al cual deseaba hacer morada suya, su glorioso ideal del carácter. El modelo les fue mostrado en el monte, en ocasión de la promulgación de la Ley dada en el Sinaí, y cuando Dios pasó ante Moisés y dijo: “¡Jehová! ¡Jehová! Fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad”.34

Pero, por sí mismos, eran impotentes para alcanzar ese ideal. La revelación del Sinaí solo podía impresionarlos con su necesidad e impotencia. Otra lección debía enseñar el Tabernáculo mediante su servicio de sacrificios: La lección del perdón del pecado y el poder de obedecer para vida, a través del Salvador.

Por medio de Cristo se había de cumplir el propósito simbolizado por el Tabernáculo: ese glorioso edificio, cuyas paredes de oro brillante reflejaban en los matices del arco iris las cortinas bordadas con figuras de querubines, la fragancia del incienso que siempre ardía y compenetraba todo, los sacerdotes vestidos con ropas de blancura inmaculada, y en el profundo misterio del recinto interior, sobre el propiciatorio, entre las formas de los ángeles inclinados en adoración, la gloria del Lugar Santísimo. Dios deseaba que en todo leyese su pueblo su propósito para con el alma humana. El mismo propósito expresó el apóstol Pablo mucho después, inspirado por el Espíritu Santo:

“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es”.35

Grandes fueron el privilegio y el honor otorgados a Israel al encargársele la construcción del Santuario, pero grande fue también su responsabilidad. Un pueblo que acababa de escapar de la esclavitud debía erigir en el desierto un edificio de extraordinario esplendor, que requería para su construcción el material más costoso y la mayor habilidad artística. Parecía una empresa estupenda. Pero aquel que había dado el plano del edificio, se comprometía a cooperar con los constructores.

“Habló Jehová a Moisés, diciendo: Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel hijo de Uri, hijo de Hur, de la tribu de Judá; y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en inteligencia, en ciencia y en todo arte[...] Y he aquí que yo he puesto con él a Aholiab hijo de Ahisamac, de la tribu de Dan; y he puesto sabiduría en el ánimo de todo sabio de corazón, para que hagan todo lo que te he mandado”.36

¡Qué escuela artesanal era la del desierto: tenía por maestros a Cristo y sus ángeles!

Todo el pueblo debía cooperar en la preparación del Santuario y sus utensilios. Había trabajo para el cerebro y las manos. Se requería gran variedad de material, y todos fueron invitados a contribuir de acuerdo con el impulso de sus corazones.

De ese modo, con el trabajo y las donaciones, se les enseñaba a cooperar con Dios y con sus semejantes. Además, debían cooperar en la preparación del edificio espiritual; es a saber, el templo de Dios en el alma.

Desde que salieron de Egipto habían recibido lecciones para su instrucción y disciplina. Aun antes de salir de allí se había esbozado una organización provisoria, y el pueblo había sido distribuido en grupos bajo el mando de jefes. Junto al Sinaí se completó la organización. En la administración hebrea se manifestaba el orden tan notable que caracteriza todas las obras de Dios. Él era el centro de la autoridad y el gobierno. Moisés, su representante, debía ejecutar sus leyes en su nombre. Luego se organizó el consejo de los setenta; los seguían los sacerdotes y príncipes, e inferiores a ellos los “jefes de millares, de centenas, de cincuenta y de diez”,37 y finalmente los encargados de deberes especiales. El campamento estaba arreglado con orden exacto: en el medio estaba el Tabernáculo, morada de Dios, y alrededor las tiendas de los sacerdotes y levitas. Alrededor de estas, cada tribu acampaba junto a su bandera.

Se hacían observar leyes higiénicas estrictas, que eran obligatorias para el pueblo no solo por ser necesarias para la salud, sino también como una condición para retener entre ellos la presencia del Santo. Moisés les declaró por autoridad divina: “Jehová tu Dios anda en medio de tu campamento, para librarte[...] por tanto, tu campamento ha de ser santo”.38

La educación de los israelitas incluía todos sus hábitos de vida. Todo lo que se refería a su bienestar era objeto de la solicitud divina y estaba comprendido en la jurisdicción de la ley de Dios. Hasta en la provisión de alimento, Dios buscó su mayor bien. El maná con que los alimentaba en el desierto era de tal naturaleza que aumentaba su fuerza física, mental y moral. Aunque tantos se rebelaron contra la sobriedad de ese régimen alimentario y desearon volver a los días cuando, según decían, “nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos”,39 la sabiduría de la elección de Dios para ellos se vindicó de un modo que no pudieron refutar. A pesar de las penurias de la vida del desierto, no había una persona débil en todas las tribus.

En todos los viajes debía ir a la cabeza del pueblo el arca que contenía la Ley de Dios. El lugar para acampar lo señalaba el descenso de la columna de nube. Mientras esta descansaba sobre el Tabernáculo, permanecían en el lugar. Cuando se levantaba, reanudaban la marcha. Tanto cuando hacían alto como cuando partían, se hacía una solemne invocación. “Cuando el arca se movía, Moisés decía: Levántate, o Jehová, y sean dispersados tus enemigos[...] Y cuando ella se detenía, decía: Vuelve, oh Jehová, a los millares de millares de Israel”.40

Mientras el pueblo vagaba por el desierto, el canto era un medio de grabar en sus mentes muchas lecciones preciosas. Cuando fueron librados del ejército de Faraón, toda la hueste de Israel se unió en un canto de triunfo. Por el desierto y el mar resonaron a lo lejos las estrofas de júbilo y en las montañas repercutieron los acentos de alabanza: “¡Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido!”.41 Con frecuencia se repetía durante el viaje este canto que animaba los corazones y encendía la fe de los peregrinos. Por indicación divina se expresaban también los Mandamientos dados desde el Sinaí, con las promesas del favor de Dios y el relato de los milagros que hizo para librarlos, en cantos acompañados de música instrumental, a cuyo compás marchaba el pueblo mientras unía sus voces en alabanza.

De ese modo se apartaban sus pensamientos de las pruebas y las dificultades del camino, se calmaba el espíritu inquieto y turbulento, se inculcaban en la memoria los principios de la verdad, y la fe se fortalecía. La acción en concierto servía para enseñar el orden y la unidad, y el pueblo se ponía en más íntima comunión con Dios y con sus semejantes.

En cuanto al trato de Dios con Israel, durante los cuarenta años de su peregrinación por el desierto, Moisés declaró: “Que como castiga el hombre a su hijo, así Jehová tu Dios te castiga[...] para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos”.42