Conversaciones en el panteón - Ramiro Castillo Mancilla - E-Book

Conversaciones en el panteón E-Book

Ramiro Castillo Mancilla

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Beschreibung

Una novela costumbrista, que se desarrolla en un pueblo fantasma de la República mexicana. Gira en torno a una fiesta patronal llamada la Fiesta de Mayo. El autor hace un pacto con la parca a condición de que lo deje platicar con los muertos. Busca desentrañar el misterio de esa festividad, y después de pacientes investigaciones nocturnas en luna llena, nos muestra la antigua tradición intangible, en donde se confundían los penitentes ancestrales con las de almas en pena, que abandonaban sus tumbas para pagar las mandas que dejaron pendientes en vida. Yo solo oigo silencio.

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CONVERSACIONES EN EL PANTEÓN ISBN: 978-607-8773-40-4 Fecha: 19 de agosto de 2022

© Ramiro Castillo Mancilla © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal).

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Diseño editorial: Karina Flores Foto de portada: Karina Flores

I. FIESTA DE MAYO

Fiesta de Mayo, regocijo y alegría en honor de la Santa Cruz, milagrosa del lugar: cohetes, truenos, luces multicolores, danza y música.

—¿Todo esto dónde está?

—En Nogalitos, señor, en la fiesta patronal ¿Qué no escucha las Mañanitas?, ¿qué no ve la danza?, ¿qué no vio al viejo loco de la danza que se cayó con las patas para arriba?

—No, muchacho, yo solo oigo silencio y soledad.

Desde lo alto del callejón de arriba, se ven los puestos de raspas, de refrescos y de aguas frescas. Hoy el rancho está alegre y muy soleado con una mañana así. Las visitas, los amigos y parientes. En las casas las chimeneas echan más humo que de costumbre. Hoy don Juan no fue a sembrar, hoy no unció al Josco, ni al Comino. Hoy toda la gente es feliz al recibir a sus familiares: los abrazos, los saludos, las bienvenidas, los regalos y demás…

Ya es medio día, se oyen truenos y cohetes como en el alba y las campanas llaman alegres a la misa principal. La música toca y los danzantes siguen bailando. Hoy la misa fue cantada, con bautizos y primeras comuniones; hay ahijados y madrinas y la fotografía con los padrinos que vinieron desde Texas, después el bolo y la comida.

Los músicos siguen a Catarino, pues él es el mayordomo, camina con su morral de ixtle colgado y le van tocando por la calle Versos del toro Palomo. Ahí va de cola Mateo Muñoz con su botella en la mano y haciendo las patas chuecas. Por el callejón del arroyo se escucha un relincho de cuaco con descarga de pistola, y un grito ranchero que echó aquel amigo que vino de Corcovada.

Los músicos y ayudantes hoy comieron anca’ Cato. Pero en todas las casas hay mole, chicharrones y demás. Pues hay que atender a parientes que vienen de la ciudad. Ahí por el Callejón del Beso subió Emilio con su sombrero nuevo, con el viejo de la cera, don Severo, por detrás, van anca’ Elisa, por las bateas que dice que le faltaron.

Qué hermoso se ve mi rancho, adornado con portadas multicolores por doquier. Son en su mayoría de papel de china y el aire las arremolina esperando el paso de la Santa Cruz.

Es hora de pasar por las casas a recoger las bateas de cera, con la música de viento. ¡Aprisa porque la danza ya va adelante! El agua fresca la dan en jarritos casi nuevos. Las bateas que obsequia la gente son ofrendas adornadas con flores de colores, que la encargada trae en su lista.

Al entregar sus bateas las mujeres lloran —¿y para el otro año, aquí estaré?— Los hombres no lloran porque se aguantan, pero ahí van con alegría y con tristeza en aquella celebración.

Le preguntan a Bernardita:

—¿Qué canción quiere escuchar?

—Tóquenme Amor de madre, porque sin ella ya no es igual.

La fila de bateas no avanza y el sol, cansado, ya se metió.

—¡Vamos, caminen, caminen más aprisa!, para llegar a la iglesia rápido y sin dilación. Ahí espera la Santa Cruz, con su vestido de gala para el paseo por su rancho tan amado.

—Señor, señor, la procesión ya va a empezar. ¿No quiere verla tampoco…?, o sigue en su soledad.

Los hombres, las mujeres y los niños han sacado sus rosarios, la Santa Cruz va adelante cargada por cuatro fieles, va tan contenta y altiva como una novia.

—Ay, protectora del rancho, ¿quién te viera siempre así?, con tu corona de flores de cera blanca como si fuera de azahares.

Cohetes, truenos y copal es el preludio del rosario patronal. Como en tiempos antiguos, en Nogalitos se ve esa noche la procesión. Noche estrellada, y a la vez noche negra de penitentes… Cantos tristes, que se confunden a lo lejos con voces de rezos y de ruegos… cantos de súplicas, cantos de redención.

Vientos ancestrales soplan en el pueblito confundidos con vientos de esperanza. El cielo está triste y desde la loma solo se distinguen las luces de las velas en la noche. Cantos tristes que se elevan hasta el cielo, entre letanías que retumban en los barrancos del arroyo, devolviendo en eco voces raras que se alejan con el viento, y a la distancia de los cerros, solo se escuchan como un falsete de luto en murmullos.

Noche encantada… noche de quietud… Hoy no voló la lechuza por la noria, las cigarras no se oyeron desde ayer y los chinchos no cantaron por la troja, como en las noches de luna. Todo es silencio; que quietud, qué devoción…

Solo se escuchan los cantos como un lamento en general, los cánticos son antiguos, como si fueran del ayer.

“Como si los muertos le cantaran a sus muertos.” Sus cantos son extraños. ¡Parece que las ánimas cantaran en procesión también por aquí!

Salve cruz bendita, salve cruz bendita Madero sagrado, que cargó en sus hombros, que cargó en sus hombros mi Jesús amado…

—Señor, señor… ¿usted entiende ese canto?, o ¿por qué lo cantan tan triste?

—¿Qué no oyes que voy cantando también?

Cuánta gente en procesión, ¡cuánto penitente!

Ahí van las finadas Josefina y Pachita detrás de la Santa Cruz. Más atrás Natalia, hincada entre las mujeres, sostenida por Servandita. Y aquella que se tapa la cara con el rebozo es doña Pioquinta, la comerciante que se iba a pata hasta San Luis.

También va doña Demetria llorando y de rodillas, y más adelante va Román Saravia con su vela de cebo, hoy salen a pagar sus mandas, pero no los ven ustedes porque les falta visión.

—Saca ese cohete, muchacho y lánzalo hasta el cielo para que bese las estrellas, y al tronar que retumbe por los cerros, porque ese cohete es el mismo que tronó tu abuelo, por eso los truenos de mayo tienen su misterio.

—Las campanas suenan solas, sin que nadie las vaya a tocar… ¿Son campanas?, o serán mis oídos… que no quieren dejar de escuchar su sonido sin igual.

—¿Quién las toca, muchacho, dime?, o ¿serán los dobles del ayer cuando el abuelo subía al campanario a tocarlas desde allá?

—No veo a nadie, pero suenan.

La gente ríe y aplaude con los toritos de pólvora. Ahí va Sotero todo revolcado, haciéndola de torero parando los buscapiés. Sale el viejo de la danza bailando con su chirrión y de pronto cae con las patas para arriba. El Chopas se metió a bailar bajo el castillo de pólvora prendido por don Crispín. Qué curioso baila aquel borracho, sacando la lengua y haciendo las patas chuecas.

A los músicos les falta el aire porque están tocando desde ayer y las campanas tocan y tocan y no dejan de tocar.

Los músicos no son de aquí, ni son los del Cerro Pinto. Son los que venían desde antes recorriendo varias leguas, yo no los conozco, solo mi abuelo los vio.

—Señor, señor, ¿será que usted es el abuelo y al mismo tiempo soy yo?

—Yo solo oigo silencio y soledad…

II. LA APARICIÓN

Una hermosa luna llena en el cenit se colocó encima del pueblito, sostenida por una diáfana bóveda celeste, adornada con estrellas palpitantes, y su luz prevaleció sobre las tinieblas del lugar para iluminar aquel pueblo solitario, triste y abandonado. Las viejas nopaleras parecían cerrar los ojos para no encandilarse con aquella luz, que hacía ver sus pencas secas y agachadas, con sus tunas marchitas y amarillentas por los malos tiempos.

Pero se mantenían en pie, como el pueblito que las vio nacer, con sus callejones de cercas de piedra caliche y piso de duro tepetate blanco. Que se apreciaba más solitario que nunca en aquella media noche.

Un suave silencio hace que de pronto el aire deje de escucharse y los grillos paran de cantar. Pero a pesar de todo, yo la observo preciosa, la alta sierra del Durazno bien delineada por la luz y al poniente, las marchitas lomas de Candelas que parecen dormir en aquel silencio sepulcral. Y frente a mí, el cerro del Chiquigüite, que se ve cansado de cargar aquellas rocas escarpadas que, a la distancia, semejan cicatrices, pero sin exhalar una queja, siempre leal, como un centinela confiable.

Pero como yo solo le veo el lado bueno a todo lo que me rodea, para mí es una noche preciosa, una noche excelsa, con aquel cielo raso cuajado de estrellas centelleantes casi al alcance de la mano.

A esa hora camino solitario por sus calles melancólicas, gozando de aquella quietud, de aquella soledad. Pues mi alma, aficionada a la meditación, está en su medio. Y camino en dirección al llamado Callejoncito del Beso, disfrutando aquel sublime espectáculo inmerso en esa beatitud cómplice, pues me parece soñar. En un instante, mi arrobamiento elimina mi yo y me siento liberado de este cuerpo terrenal, al mantener sostenida aquella meditación. Pues para mí, es la única magia que existe en el mundo y el único milagro que puede provocarse uno mismo.

Pero como todo en la vida, nunca falta un pelo en la sopa, y de pronto aquel estado de excelsitud es interrumpido por un ruido que me saca del éxtasis: Siento que alguien chista a mis espaldas. Al principio no hago caso de tal llamamiento, pero al insistir me molesto, porque de plano pierdo el encanto de aquella maravillosa noche y entonces vuelvo a escuchar…

—Pss, pss.

Al instante me detengo y escudriño a mí alrededor; no veo nada y pienso: a mí qué me importa, y sigo caminando algo molesto porque interrumpieron mi meditación, pero nuevamente escucho:

—Pss, pss.

Me paro de nuevo y al voltear observo que es “algo” envuelto en una sábana blanca. Se va acercando poco a poco, hasta que ya más cerca, con la luz de la luna, noto que es un espanto vestido de blanco, que se cubre la cabeza con un velo del mismo color, pero sin rostro aparente, y me siento un poco nervioso.

—¿Por qué me chistas? —pregunto con voz golpeada.

Y al momento comprendo que se trata de una mujer, pues a pesar de que no le veo el rostro, su voz es femenina… y muy insinuante, por cierto.

—No te asustes, solo quiero platicar contigo —dice mientras flota a poca distancia.

A pesar de que sí me asusto, debo de mantener la ecuanimidad y demostrarle cierto valor.

—¿Asustarme yo?, ¿de qué o por qué? Yo no tengo nada que platicar contigo —y apresuro el paso para deshacerme de aquella visión. Pero al momento se coloca frente a mí para taparme el paso y habla de nuevo:

—No te espantes…

—¿Espantarme? ¿Por qué? —le contesto con mi mal carácter—Ya he vivido lo suficiente como para andar con esas tonterías, a lo único que le tengo miedo es a la vida… ¿qué quieres, pues?

—¡Quiero ayudarte! —dice con seguridad, como si fuera una orden.

—¿En qué puedes ayudarme? —contesto cortante porque en ese momento lo que más deseo es quitármela de encima, y bajando el tono de voz le insisto, amablemente, que por favor me deje en paz, ya que lo que en verdad me interesa en ese momento es estar solo.

Veo que se molesta, se pone las manos en la cintura y levanta la voz:

—¿Me permites hablar?

—Habla pues.

—¡Yo soy como una lámpara de Aladino! ¡Claro que a mí no me frotarás! Pero haz de cuenta que cualquier deseo que tengas te lo concederé como si tuviera una varita mágica. Porque cuando los concedo me gusta decir en voz alta: ¡concedido!, y así te diré. Puedes pedirme lo que quieras, para mí no hay imposibles: fama, poder, dinero, riquezas y oro… mucho oro, tú sabes…

—¿Pero, por qué crees que necesito tu ayuda? No necesito nada de lo que dices. ¡Retírate! Eso de que te voy a hacer rico, que voy a hacer que te saques la lotería, las cosas materiales ya no me llenan, ya hace tiempo me libré de toda esa porquería que sólo sirve para que el hombre se pierda. ¡Conmigo te equivocaste! Yo aspiro a otras cosas que no se compran con dinero, a lo que realmente me llene, yo aspiro a… ¿Y quién eres tú para darte explicaciones de mi proceder? ¡Hasta nunca!

Jamás le hubiera dicho eso, porque al momento se me acerca de tal modo que no me deja dar un paso, y levanta la mano abierta.

—¡Alto! —eso hace que la escuche casi a bocajarro— ¡Detente!, yo solo quiero ayudarte, no te vas a arrepentir.

—No me interesa tu ayuda, por favor déjame en paz, te lo estoy pidiendo por favor…

Después de estar discutiendo buen rato, me dice algo que me gusta:

—Yo puedo ayudarte a escribir ese libro que no has podido hacer solo.

—Ya escribí algunos —digo sin darle importancia.

—Pero hay una novela en particular, que tiene tiempo que te trae loco porque no sabes de dónde sacar información, ¿o me equivoco?

Al escucharla quedo pensativo… En efecto, es cierto, pues tengo mucho tiempo intentando escribir una novela que hable de la historia, los mitos y las leyendas de mi pueblo, y eso me produce mucho estrés, pues la tradición oral murió con los viejos que pasaron a mejor vida y sin bases, no hay soportes, así que mejor dejo las cosas por la paz. Pero al poco tiempo empiezo otra vez con el “gusanito”, y escribo otra vez y los escritos terminan en el cesto. Vaya que aquí sí me adivinó el pensamiento y picado de curiosidad pregunto:

—¿Dime quién eres realmente?, ¿porque andas penando en esta vida? —el airecillo de la noche mueve el velo blanco que cubre aquella sombra que en apariencia es su cara.

—Eso no te lo puedo decir hasta que aceptes mi proposición.

Me quedo pensando un buen rato, porque ese espectro puso el dedo en la llaga y siento que estoy ante una gran oportunidad; claro que tengo que actuar con pies de plomo.

—¿Cómo me ayudarías, pues? —digo con desconfianza.

—Mira, yo tengo el poder sobre todos los finados del panteón y tengo permiso para despertarlos del sueño eterno y ponerlos a tus órdenes. ¿Cómo ves? —dice con voz insinuante—. Y tú podrás hacerles las preguntas que quieras para que escribas esa novela que no te deja en paz, ni de día ni de noche.

—¿En serio? ¿Me ayudarías? —frunzo el ceño.

—Te lo pongo por escrito, como dicen ustedes.

—Los difuntos ¿qué antigüedad tienen?

—Tengo desde el hombre prehistórico —dice y como que recuerda, después vuelve a afirmar—. Sí, creo que ese es el más antiguo.

—Fíjate que me está gustando la idea… si es verdad lo que dices ¿cuándo empezamos? —me froto las manos sin poder evitar cierta emoción.

—Pero hay un pequeño detalle que te quiero decir… y es el más importante para mí, tú sabes que todo en la vida tiene un precio.

—¡Habla pues!, soy todo oídos.

—Que cuando termines tu libro deberás morir, porque vas a conocer el secreto de los muertos.

—¡Claro que acepto! —digo sin pensarlo— sábete que ya me estoy aburriendo de tanto vivir y he tenido noches en que quisiera descansar de una vez por todas, pero sé que no está en nuestra mano hacerlo, ¿cuándo empezamos?

Después de platicar de forma amable con la aparición de blanco, siento que estoy conversando con una “mujer honesta”. Repite que podía sacar a los muertos que yo le solicite, con la antigüedad requerida, de acuerdo con la novela que voy a escribir. Me explica los detalles de las entrevistas, a los que solo se les permitirá la salida de sus tumbas en las noches de luna llena, y yo tengo que acudir al panteón más o menos a la media noche, para entrevistarme con ellos, “uno por noche”. Y que si surgen otras dudas me las aclarará en el panteón en aquella próxima luna llena.

Cuando se despide deja un fuerte olor a azufre. Pero yo, alzando los hombros, pienso: ya qué