La soledad de Honorio - Ramiro Castillo Mancilla - E-Book

La soledad de Honorio E-Book

Ramiro Castillo Mancilla

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Beschreibung

La soledad de Honorio es una novela de matiz filosófico dirigida a esa minoría que no es el común de los lectores, que busca darle un sentido a su vida. Tal parece que la sociedad camina sin rumbo y así ha sido siempre a lo largo de la historia, porque no tenemos realidad, sino que somos sombras efímeras, que llegamos a este mundo sin saber por qué, y lo abandonamos con los ojos cerrados. Porque tal vez sólo seamos recuerdos que quedan en la mente de las personas con quienes convivimos.

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LA SOLEDAD DE HONORIO Primera edición: mayo 2023 ISBN: 978-607-8773-54-1

© Ramiro Castillo Mancilla © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio)

Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal).

Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Diseño editorial: Karina Flores Foto de portada: Karina Flores

  prólogo

Para entender la personalidad del personaje principal de la novela, Honorio, es necesario conocer a fondo qué es la soledad, desde el punto de vista no sólo psicológico sino más bien filosófico.

La soledad, teóricamente hablando, es el aislamiento de los demás o la búsqueda de una mejor comunicación consigo mismo. Es la situación del sabio que, en su figura tradicional, es perfectamente autárquico y por lo tanto está aislado en su perfección. Fuera de este ideal de aislamiento, es un hecho patológico, es la imposibilidad de la comunicación relacionada con todas las formas de la locura. No obstante, y en sentido propio, la soledad no es aislamiento sino más bien la búsqueda de las formas diferentes y superiores de comunicación. Su prescindir de estas relaciones, es, por lo tanto, la tentativa de liberarse de ellas, con el objeto de estar disponibles para otras relaciones más elevadas.

En la novela La soledad de Honorio, el protagonista desea vivir en solitario, sin tener nada que ver con la vida familiar o social, es decir, vivir sólo para él sin tener contacto con la sociedad ni con los individuos en general, si algo quiere Honorio es estar solo y vivir así eternamente, la soledad es su paraíso. La novela de Ramiro Castillo Mancilla nos hace meditar sobre el valor de la soledad.

Pascual Guillermo Gilbert ValeroMaestro en literatura

 presentación

La soledad de Honorio es una novela de matiz filosófico dirigida a esa minoría que no es el común de los lectores, que busca darle un sentido a su vida. La inmensa mayoría sólo vive buscando satisfacer sus necesidades primarias y subsistir en medio de toda la problemática que conlleva, buscando la felicidad donde realmente no la van a encontrar, pues se busca en lo exterior y en las cosas que no dependen de uno y menos de lo material. Tal parece que la sociedad camina sin rumbo y así ha sido siempre a lo largo de la historia, porque no tenemos realidad, sino que somos sombras efímeras, que llegamos a este mundo sin saber por qué, y lo abandonamos con los ojos cerrados. Porque tal vez sólo seamos recuerdos que quedan en la mente de las personas con quienes convivimos.

Espero que esta novela no hiera susceptibilidades, pero si así fuera, creo que alcanzará su objetivo, pues está escrita para que el lector piense, y creo que lo logrará, y más aún, si se investigara un poco lo aquí leído estaría mejor. Pues ésa es la finalidad desde que Honorio me obligó a sacarlo a luz.

Por lo demás, las vivencias y la trama de la novela son sólo vestidura de las vicisitudes del diario vivir de Honorio y su soledad, asediado por una sociedad banal y egoísta.

Ramiro Castillo Mancilla

iel hermano perdido

Un caluroso día de verano, un lujoso automóvil negro llegó al pequeño pueblo de montañeses llamado Las Cruces de Abajo; lo ocupaba un forastero elegantemente vestido, acompañado por un chofer de uniforme y guantes blancos. Pasó varias horas en la pequeña localidad indagando el paradero de una persona desaparecida. Ya era tarde cuando, cansado de recorrer el pueblito y sin encontrar pistas, dio instrucciones a su chofer para regresar a la ciudad de Veracruz, donde se había hospedado por algunos días para inspeccionar el funcionamiento de una de sus múltiples empresas, en esa ocasión una exportadora de maquinaria pesada.

Debido a la cercanía de la comunidad, situada a unos 100 kilómetros del puerto, se aventuró a visitarla y por cierto, regresaba contrariado porque sus detectives le habían informado que en dicha comunidad veían deambular a un hombre vagabundo y que en apariencia era la persona que buscaba, y en esa oportunidad, que se había dado el espacio para ir a buscarlo en persona, le habían confirmado los lugareños que ahí nunca habían visto a un hombre similar. Pero fue informado de que había otra aldea rumbo a la montaña, llamada también Las Cruces, por lo que era conocida como Las Cruces de Arriba.

La sangre llama y las corazonadas poco fallan y algo le decía que su hermano aún vivía, buscarlo era una encomienda de su padre, que le había heredado una empresa importante. El visitante era un industrial en el ramo del acero, líder a nivel nacional, establecido en Ciudad de México, administrador de numerosas compañías metalúrgicas que atendía personalmente, pues su padre ya no estaba en condiciones de hacerlo debido a su avanzada edad.

Era el segundo hijo de Honorio Junco, un viejo empresario que rondaba los ochenta años, se llamaba Abraham Junco, tenía 55 y era egresado de la Universidad de Harvard, un hombre acaudalado mejor conocido por el licenciado Junco. Le seguía una hermana llamada Matilde, un año menor, que en ese tiempo residía en París y coordinaba una casa de modas.

El hermano extraviado era el mayor de ellos y se llamaba Honorio. El licenciado recordaba, en esos momentos que recorría la carretera de regreso, que su hermano desde pequeño fue muy apegado a la lectura de buenos libros, no hacía caso de las recomendaciones de su padre de que estudiara alguna carrera que lo preparara para dirigir sus empresas, y que con el correr de los años sintió aquella rara vocación por el sacerdocio, ante el disgusto de su padre; sin embargo fue apoyado por su madre que en su lejana juventud aún vivía. Pero al paso del tiempo también se desilusionó de aquella preparación eclesiástica y abandonó la rígida disciplina del seminario.

Al final la familia le perdió la pista y al no tener comunicación con él, lo buscaron con afán valiéndose de los mejores investigadores de Ciudad de México, y después de un tiempo de arduas investigaciones y muy a su pesar, la familia decepcionada tuvo que dejar las cosas por la paz.

Con el paso de los años, don Honorio Junco, el pilar de aquella acaudalada familia, tuvo que tomar el trago amargo de la senectud y con ello llegaron las enfermedades propias de la edad, y ya como un anciano decrépito, llegó el día en que las fuerzas lo postraron en cama, aunque mantenía la mente muy lúcida. Debido a ello se obsesionó con la búsqueda de su hijo, al que sus demás vástagos ya daban por muerto. Sin embargo, él nunca logró sacarlo de su corazón. Por desgracia, poco aprecio le hacía su familia por considerar sus ruegos sin fundamento o mejor dicho, como una necedad debido a su avanzada edad.

Antes de morir, su mayor preocupación fue conocer su paradero, pues su intuición de padre le decía que aún vivía: “Yo sé que vive y debes de buscarlo hasta por debajo de las piedras”, su voz era casi en secreto por los estertores de la muerte; fijaba la mirada opaca con los ojos pelones en su hijo Abraham: “Prométeme que lo harás para que reciba lo que le corresponde. Ése es mi último deseo”, había dicho antes de que su voz se apagara bajo el empañado respirador artificial. Iba a ser retirado por los médicos, cuando Abraham sintió el enfriamiento pausado de la mano de su padre. Ante la muerte, con lágrimas en los ojos alcanzó a decir entre dientes a pesar de que su voz ya no fue escuchada: “Tu encomienda será cumplida, amado padre”.

A los pocos días de darle sepultura, el licenciado Junco comentó la promesa que hizo a su difunto padre con su hermana Matilde —que viajó desde París a Ciudad de México— a su esposa y a sus dos hijos, y estuvieron deliberando en aquella última voluntad de don Honorio Junco y todos estuvieron de acuerdo en buscar ayuda profesional de nuevo.

Volvieron a contratar a los mejores detectives e investigadores de la ciudad sin escatimar tiempo ni recursos, pero por desgracia, como siempre, los resultados no fueron los que deseaban. Pues estos “profesionales” salieron peor que los anteriores y su informe se concretó en confirmar lo que la familia ya sabía: que había trabajado de marino en un barco mercante y de ahí le perdieron el rastro, que tal vez había abandonado el barco en el extranjero y ante el fracaso de su localización, por lógica, fueron despedidos.

Pero ante la insistencia de los abogados, que requerían la presentación de los tres herederos principales, el licenciado Junco contrató nuevos detectives y al paso de los meses su hermano Honorio fue ubicado en las cercanías de aquella aldea llamada Las Cruces. Hasta el momento todo el avance se concretaba en saber que había dos pueblos que se llamaban Las Cruces, el de Abajo y el de Arriba, y sólo se diferenciaban por la situación geográfica.

Las presiones del notario a cargo del testamento de la familia continuaban y ante tal escenario, el licenciado Junco tomó la determinación de visitar en persona la comunidad llamada Las Cruces de Arriba, situada en las inmediaciones de la serranía. Y haciendo uso de uno de los helicópteros de la empresa, un día de tantos logró llegar hasta aquella comunidad. Esa soleada mañana pudieron aterrizar en un descuidado campo deportivo. El visitante era resguardado por dos altos y fornidos guaruras. Recorrió parte de la comunidad, que por cierto era numerosa, pues en los alrededores había varios aserraderos.

Ya era tarde cuando exhausto y deprimido regresaba al lugar donde habían dejado su aeronave para comer a bordo de ésta, ya que el calor era excesivo y el helicóptero contaba con aire acondicionado. Hasta ese momento, la información obtenida con los lugareños era que no conocían a la persona que buscaba. En efecto, fue informado de una persona mayor que merodeaba la población, pero era un lugareño enfermo de sus facultades mentales.

Un sol majestuoso se asomaba por encima de las altas cumbres de la serranía para despedirse de aquella hermosa selva. Sin embargo, su hermosura era vista de mala gana por aquel hombre obeso de elegante vestir, que le dejó una tarjeta con un número telefónico al cura de la pequeña parroquia y otra al representante de la autoridad, por si llegaran a saber algo de su familiar, que le avisaran de inmediato, “ya que no se iba a dar por mal servido” —les había dicho en forma insinuante—. Cuando le solicitaron una fotografía de la persona extraviada para pegarla en algún lugar visible, el licenciado mostró las que llevaba: fotografías de su hermano cuando niño, que poco iban a servir, pues a la fecha ni el mismo tenía una idea de cómo era físicamente, se limitó a decir que se llamaba Honorio Junco y que era una persona de la tercera edad.

Al paso de los meses la familia del licenciado se empezó a preocupar al no recibir noticias, aunado a la presión por problemas legales con una de sus empresas en Querétaro, por no presentar al heredero universal de la misma.

iiun hombre en la montaña

Por esas fechas, una soleada mañana, un hombre solitario caminaba por lo más espeso del bosque que coronaba aquella elevada montaña y se dirigía a una extraña cueva, custodiada por abetos centenarios y resguardada por burdas rocas escarpadas que parecían ocultarla en lo más recóndito de la vegetación. Era un hombre en el ocaso de la vida: la larga barba blanca le llegaba al pecho, el pelo caía sobre sus hombros en forma descuidada, pero muy limpio; vestía un tosco traje de algodón que lo hacía ver alto y delgado, del cual sobresalían sus brazos fuertes y bronceados por el sol de la montaña. Pero ese sujeto de piel aperlada tenía algo raro, y es que sus ojos cafés despedían un brillo especial que lo hacían ver como un hombre fuera de lo común. No era una mirada humilde como de santo, ni mucho menos la de un hombre sumiso. Más bien era penetrante, como la de alguien que se basta a sí mismo, de un soberano.

 ★ 

Desde su cueva se podía apreciar a la distancia un pico volcánico cubierto de nieve, acompañado por otros picachos con el copete lleno de abundantes pinos silvestres. Ahí tenía lugar el nacimiento de un hermoso río de agua azul que corría tranquilo, cuidado por aquellos encinos que se ubicaban a lado y lado de éste. Pero que desde las alturas parecía inmóvil, adornado con altos peñascos blancos de duro granito, rodeados de florecillas silvestres, en su mayoría color amarillo, que hacían del paisaje todo un Edén.

Al otro lado de aquella caprichosa topografía, desde la parte más elevada de la montaña, se podía bajar la vista al lado poniente donde el sol se oculta, hasta aquel mar que en la lejanía parecía más azul al abrazarse con el cielo, donde se fundían ambos colores.

 ★ 

Una hermosa mañana, en lo más alto de la fila de montañas que parecían alcanzar el cielo, el sol se filtraba entre la verde vegetación para llevar vida a esos paisajes donde vivía aquel misterioso hombre llamado Honorio. El canto de las aves llenaba el ambiente y sonreía satisfecho ante tales maravillas naturales y acariciaba con la mirada la belleza circundante calcada de los jardines de Arcadia, aquella ciudad griega idealizada por los soñadores que fue inspiración de grandes poetas, para plasmar la verdadera felicidad terrenal.

El hombre, en el equilibrio del alma, poco a poco se convirtió en ese hermoso paisaje natural que llenaba su conciencia con sus árboles y sus ríos, y suspiró agradecido después de una contemplación silenciosa, en la que volvió a constatar que la naturaleza y el ser humano forman la unidad. Entonces se encaminó a su parcela de cultivo, que estaba a poca distancia, pero para llegar a ella tenía que dar varios rodeos, ya que estaba oculta en el bosque, ahí sembraba verduras y hortalizas y algo de trigo para su mantenimiento, pues tenía una máxima: “no comer nada que no cultivase con su esfuerzo”. Y así pasó parte de aquel soleado día arando la tierra con un rústico azadón, porque al día siguiente iba a plantar las semillas de la zanahoria y por experiencia sabía que, humedecidas por el rocío de la mañana, había muchas posibilidades de que dieran buenos frutos.

Ya era tarde, porque la sombra de los árboles se alargó para avisarle que era hora de descansar, y levantó los ojos al cielo en forma mesurada y observó que el sol se acercaba al ocaso en un azul sin mácula, así que se encaminó a su cueva. El cielo se despintó y una estrella al oriente fue la primera en saludarlo cuando se dirigía a su ermita con el azadón al hombro.

iiiun pastorcito llega a la cueva

Mientras tanto, en la montaña, aquella extraña tarde el cielo se pintó de gris y el viento corría veloz, arrastrando nubes negras que se asomaron por encima de las cumbres de la elevada serranía, con otras más negras y umbrosas que de pronto oscurecieron el cielo, sólo iluminado de vez en cuando con la luz intermitente de relámpagos; al poco rato se posesionaron encima de una humilde majada donde mantenían chivas y borregos. Los rayos no finalizaban e iban acompañados por ensordecedores truenos que desgarraban las nubes gordas de agua, hasta que se desató una tormenta sin control.

El aire aullaba implacable derribando frondosas encinas y sacaba de raíz los pinos. Los arroyos caudalosos rugían desaforados removiendo grandes piedras arrastradas por la corriente y que, resquebrajadas, se esparcían entre el lodo circundante. Era como si un colérico Dios hubiese mandado una tromba para borrar del mapa aquel asentamiento en la serranía. Y así, la antes tranquila zona de pastoreo se volvió un caos; el desconcierto de las ovejas era total; las que no fueron aplastadas por los árboles que habían caído, con los ojos desorbitados se lanzaron al precipicio de las barrancas. Otras más ya flotaban tiesas en las estrepitosas aguas desbocadas de los arroyos que se formaron en un santiamén, llevándose cuanto encontraban a su paso con un bramido