La muerte del coyote - Ramiro Castillo Mancilla - E-Book

La muerte del coyote E-Book

Ramiro Castillo Mancilla

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Beschreibung

La muerte del coyote es una novela costumbrista, en esta ocasión una de vaqueros mexicanos, que siempre ha habido. Una novela situada en un ayer de usos y leyes brutales, pero también hermosas, como la de los danzantes, que cumplían con la encomienda de bailar toda la noche durante las Fiestas de Mayo; o como la escena donde un agricultor detiene la yunta por el repique de las campanas que llaman a misa, se hinca, pone los brazos en cruz y cuando las campanas dejan de sonar, sigue arando. Un cuadro que conmueve. Los medellines, por el rumbo del Calichal. Dos hijos ingratos. La mata de los Guzmán. El pleito entre el Coyote y el Chimal. Las milpas de Pozo del Carmen. La sequía que acabó con la región. El cerro del Chiquihuite. Y no se asusten culebras que no las vengo a matar. A los gritos de auxilio acudió un vecino. El camino a la villa de Santa Isabel. Los danzantes y cantores de las Fiestas de mayo. La siembra y la caballada. Un western mexicano.

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LA MUERTE DEL COYOTE Primera edición: abril 2021

© Ramiro Castillo Mancilla © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio ISBN: 978-607-8773-07-7

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Diseño editorial: Karina Flores Fotografía de portada: Karina Flores

PRÓLOGO

Ramiro Castillo Mancilla es un escritor especial, todas sus novelas tienen ese sabor campirano que ya no se da; la evidencia de que observa el cielo, las barrancas, árboles y animales de su tierra, y por eso los invita a participar de su creación, nos permite sentir, apreciar, disfrutar la imagen de cielos azules o del humo que sale de las cocinas de leña; incluso imaginar el cloqueo de los cascos de un caballo en el empedrado.

La muerte del Coyote es una novela costumbrista, en esta ocasión una de vaqueros mexicanos, que siempre ha habido.

Una novela situada en un ayer de usos y leyes brutales, pero también hermosas, como la de los danzantes, que cumplían con la encomienda de bailar toda la noche durante las Fiestas de Mayo; o como la escena donde un agricultor detiene la yunta por el repique de las campanas que llaman a misa, se hinca, pone los brazos en cruz y cuando las campanas dejan de sonar, sigue arando. Un cuadro que conmueve.

Leer a Ramiro es oler el campo, sonreír con alguna escena de humor, sorprendernos con la bajada abundante y peligrosa del arroyo después de una tormenta, y también, lo más importante, sentir empatía por el protagonista a pesar de que es un asesino y un hijo infame; pero hacia el final nos despierta una empatía que nos empuja a desear que no lo cacen, que logre escapar y que, además, se la cobre al presidente municipal, que es un sinvergüenza ventajoso, como muchos de los servidores públicos de hoy, ayer y siempre.

No necesito llenar esta presentación de palabras ni de ideas rebuscadas, porque la literatura del autor es simple, se lee y se recibe con gusto.

México sería un mejor país si hubiera más escritores que apreciaran la belleza de sus lugares de origen y dieran relevancia a nuestras costumbres y a nuestra historia, que son las que nos dan identidad.

Gilda Salinas

i sembrando en los medellines

Por el rumbo del Calichal se escuchó una descarga de pistola, el ruido de los balazos se fue rebotando por los barrancos del arroyo. Se oyó hasta donde andaba yo sembrando en el desmontito que tengo en los Medellines. Paré bien la oreja y nada… solo escuché el ruido de las chicharras y los gritos de los pitacoches, esos pájaros que pican las tunas maduras en las pencas de los nopales, y también escuché el zumbido de las abejas de un panal, que estaba en medio de unos quiotes de magueyes que floreaban.

Me ganó la curiosidad, dejé la garrocha enterrada en el surco frente a la yunta, y me fui agazapado para asomarme por arriba de la cerca de piedra, para ver de quién se trataba, pero cuando apenas estaba estirando el pescuezo alcancé a oír otra descarga de pistola; ahora por el camino real. Un escalofrío me entró de lleno y hasta me agaché cubriéndome la cara con mi sombrero… Después de los balazos oí una carrera de caballo como alma que lleva el diablo, con rumbo a San Rafael. Por el caballo prieto supe que era el dianche Coyote… Atanasio Guzmán.

Mi muchacho José, que me ayudaba a tirar la semilla en el surco, también se asustó y me siguió agazapado, haciéndome señas con la mano de que ya nos fuéramos. Yo solo le hice una señal con las palmas extendidas, que aguantara, como diciéndole “calmantes montes…” Detrás de la cerca alcancé a distinguir a los viejos que estaban por los caliches de la presa, pero solo conocí a uno por el machito golondrino que montaba, y hasta resultó ser amigo, era don Teódulo Álvarez, y al otro pelao no lo alcancé a distinguir muy bien; pero montaba un caballito moro. No oía lo que decían por más que me ponía las manos en las orejas y a pesar de que hacia un airecito muy bueno, como para variar frijol. Se notaba que estaban enojados porque manoteaban arriba de las bestias y don Teódulo se acomodaba el sombrerito de palma, ya para un lado, ya para otro, dándole unos talonazos con los huaraches al machito para desquitar su coraje y tironeándolo sin motivo alguno, hasta que por fin dejó de manotear y solo asentía con la cabeza. Como que de repente se calmó y ahí estuvieron un buen rato más, tal vez poniéndose de acuerdo para algún borlote, bajo la sombra corrida del alto álamo en ese rojo atardecer, hasta que de repente, como locos se enfilaron por el pedregoso arroyo a toda carrera, con rumbo a San Rafael.

Algún mitote se traen, pensé… Después, cuando ya se habían perdido entre el chaparral, me subí a la cerca y en seguida le dije a mi hijo que ya nos fuéramos; el sol ya se veía bajito y total, ya casi habíamos terminado con la semillita y la yuntita se veía muy fatigada.

—Vamos a desuncir, José, parece que las cosas andan medias calientes…

—¿Quiénes eran los del arroyo apá?

—Pues es don Teódulo y uno de un caballito moro, que no alcance a distinguir. ¿Quién crees que sea?

—Debe ser el famoso Catarro del Pozo del Carmen, porque es muy amigo de don Teódulo.

—Bueno, la cosa es que de seguro estaban esperando a Guzmán. No sé qué problemas traerán, pero esos en cualquier rato se matan. Dios nos libre de todo mal a nosotros.

Después de desuncir la yunta la echaron por delante, caminando a paso lento por toda la orilla de la negra y húmeda milpa, rumbo a Nogalitos, con el ocaso del sol en el poniente, sus largas sombras se alargaban entre la bien trabajada surquearía.

En lo alto, un cuervo solitario volaba rumbo al cerro cuar, cuar, cuar.

 ★★★★ 

Atanasio Guzmán, apodado el Coyote, era un hombre de estatura regular, pero tenía espaldas muy anchas; fuerte, muy moreno y musculoso; por cierto, se sabía que llegó a matar un becerro de un fuerte puñetazo en la cabeza. Al caminar cojeaba levemente, a causa de un balazo que le dieron por la espada allá en su lejana juventud. La cara ovalada, picada de viruela, de pómulos salientes, con algunas cicatrices y con escasa barba entrecana. Sus ojos poco parpadeaban y eso hacía que la mirada fuera ofensiva. El pelo que le caía sobre la frente reafirmaba su fealdad, que despistaba un poco cuando se lo recogía con el sombrero grande que poco se quitaba. Su seriedad se confundía con la vileza que anidaba en su corazón, pues debía varias muertes; es decir, era un asesino nato.

Cuando llegó a San Rafael, su caballo iba bañado en sudor y sin enfriarlo le quitó la montura. Solo se cuidó de que la pistola no se le zafara del cinturón, porque se la volvió a acomodar. Se le podía olvidar cualquier cosa menos su calibre 45. Entró en su jacal y buscó en un viejo armario unas cajas de tiros; al tenerlas en las manos las pulsó meneándolas levemente, como para saber cuánto pesaban y pensó: Aquí tengo con que quererlos, hijos de la tiznada.

Tomó un viejo morral de ixtle donde metió los cartuchos y se lo colocó en el hombro; se sintió protegido, y una sonrisa de satisfacción le iluminó el rostro; no tenía miedo, era un hombre acostumbrado a jugar con la muerte. Desde niño siempre había sido muy caprichudo y recordaba lo que su difunto padre le decía: “Quién sabe qué irá a ser de usted, Atanasio, siempre tan lebrón desde chiquito, pero allá usted si no se compone”.

Después de tomar agua en un guaje que colgaba de un horcón de mezquite, clavado en el centro de la reducida cocina con techo de zacate, salió al patio, y se acomodó bajo la sombra corrida del alto árbol paraíso, que estaba en medio del corral de piedra, pensando: Aquí los espero para que vengan a besarle la mano a su padre, sé que tienen que venir… echándoles maíz se apean”.

ii la mata de los guzmán

—…la mata de los Guzmán no era de aquí de Nogalitos, ellos eran de un rancho que se llamaba la Puerta de la Visera. El viejo grande, el mero “cuernudo” se llamaba Olegario, Olegario Guzmán, o sea el abuelo del matón ese de San Rafael. Platicaba mi abuelito —que fue el que lo conoció—, que era un pelao no muy grande, pero geniudote, pero al último eso era lo de menos. La cosa estaba en sus portamientos, porque decía que fue el viejo más malo que nació en aquel rancho, ya desaparecido, y que en ese mismo lugar mató a su mujer.

Afuera del tendejón, las sombras de las cercas de piedra se acrecentaban haciéndose más largas por las verdes nopaleras, que se asomaban con tedio a los callejones de caliche, donde parecía que el tiempo se había detenido en ese melancólico atardecer con un sol somnoliento, que se quería dormir detrás de aquel cerro que sobresalía entre las lomas que rodeaban el pueblito.

En la humilde tienda rural, su dueño y dependiente, don Gildo Canizales, en esos momentos detrás de un amplio mostrador de apolillada madera, platicaba con un lugareño llamado Antonino Armella, que tomaba una cerveza.

—Pues he oído platicar algo de eso, pero no he sabido la mera verdad —dijo el cliente y terminó de un sorbo la espuma que quedaba en la botella —¿y de dónde era la mujer?

—De ahí mismo, de la Puerta.

—A qué mujer tan sonsa, si sabía que era un viejo malo para que se fue con él, ¿no cree?

—Eso sí, pero según eso se la robó a la mala. Además, decían que era una muchachita tímida e ignorante y que desde el principio, luego, luego le paró bola; para empezar, que no podía salir de su jacal mientras él no estuviera ahí, y para mayor seña le barría alrededor él mismo con una escoba de ramoncillo, que después escondía para ver las pisadas en la tierra, eso lo hacía todas las mañanas, antes de irse a trabajar al corte de carbón en Tierra Blanca, que en ese tiempo estaba llena de tupidas mezquitadas. Por eso decían que no podía salir de su jacal, ni siquiera a darles una vuelta a sus papás, aunque eran vecinos solo divididos por una cerca de rama. Esa desdichada mujer debió de haber sufrido la pena negra. Además de que cuando llegaba borracho, sin motivo alguno la golpeaba, y que los golpes sonaban como si estuviera golpeando un cabrón cuero viejo, y que dejaba de aporrearla hasta que se cansaba porque ella no gritaba, solo pujaba, pero sin hacer ruido, soportando los dolores como las meras machas para no darle qué sentir a sus padres.

—¡Ah, caray!, pues estaba bárbaro el viejo.

—Sí, eso decían; que por ahí les platicaba a los amigos que él no batallaba para que su mujer se levantara temprano, que con un tosido que echara, con eso había, ¿cómo ve?

—No, pues era malo el pelao.

—Peor que malo.

En esos momentos, la plática fue interrumpida por un viejo lugareño y su mujer, que entraron al local, su nombre: Longino Estrada, y su mujer Casimira, una vejarruca sucia y harapienta. Ese par de viejos no eran bien vistos en el pueblito por ser aficionados a inventar chismes.

—Buenas tardes le dé Dios —dijo el viejo Longino, dirigiéndose al tendero e ignorando al cliente en turno; seguido por la vieja que de igual manera solo dirigió el saludo al dependiente entregándole una sucia canastita de carrizo con unos quesos de chiva. De inmediato Gildo hizo el pago respectivo con la intensión de que abandonaran rápidamente la tienda, pues sabía que no se llevaban con su cliente. Pero tal parecía que no tenían ese propósito y se pasaron hasta el rincón del local, no sin antes pedir una bebida gaseosa para cada uno.

Antonino Armella solo movió la cabeza con desdén, al tiempo que le hacía una seña al tendero levantándole las cejas como diciendo, “solo vienen a ver qué estamos platicando”.

Tal vez así era la mayoría de los habitantes de los pueblitos en aquellos años porque no tenían ninguna distracción, y la mayoría eran afectos a ponerse detrás de las cercas para escuchar las pláticas ajenas, o cuando llegaban algunas visitas a la comunidad buscaban la forma de observarlas sin ser vistos, para fijarse cómo iban vestidos, de dónde venían, a dónde iban, en fin, costumbres muy añejas, por ello el cura de Santa Isabel, cuando llegaba a Nogalitos a dar la misa que generalmente era cada mes, les jalaba la oreja en el sermón: “Ustedes que están en todo, menos en misa, ustedes deberían confesarse más seguido, pues son pura voluntad, puros ojitos.” Pero no pudiendo ser de otra manera, ahí estaban los viejos en el rincón, muy atentos a todo lo que pasaba dentro de la tienda, con los ojos pelones y el oído alerta, haciendo como que le tomaban al refresco solo besando la botella para hacer tiempo, y cuando eran observados simulaban ver los tambaches de sombreros de palma y de huaraches que colgaban del techo, o bajaban la vista, pero sin perder detalle de lo que platicaban los señores. Salvo que ellos no decían nada hasta que después de buen rato no les quedó más remedio que continuar la plática.

—Ah, qué caray, así es que era malo el pelao ese —al fin dijo Antonino—, no cabe duda, de que los hay los hay.

—Así es, cuentan que cuando el hombre llegaba a la casa, después de estar en la parranda con los amigos, la mujer, como era muy pobrecita, solo le ofrecía un platito de frijoles o de quelites, y que el viejo nada más movía la cabeza haciéndose el enojado, dándole a entender que él quería comer algo buenito. Y en ese mismo rato se salía la pobre mujer a los jacales de sus padres a conseguirle el huevito para tenerlo contento y hasta entonces comía. ¡Ah!, pero había un detalle que tenía y es que a él no le gustaba comer con los huercos y los echaba para afuera a puras maldiciones y cerraba la puerta de la cocina por dentro, que porque primero fue Dios y luego los apóstoles, ¿cómo ve? ¡Estaba ingrato!

—Oí que un viejo les quitaba la comida a los chiquillos y los encerraba —le dijo la vieja a Longino casi en secreto, tapándose la boca desdentada con el sucio reboso que en su tiempo fue negro.

—Viejo avariciento —contestó Longino en susurros y bajó la mirada moviendo la cabeza, solo veía los pies de abanico de su mujer que no conocían calzado.

—Otro chiste que hizo con la mujer, fue una vez que ella le preparó un caldo; ¡Ah!, y que le gustaba bien caliente. Pues en esa ocasión, decían que porque le quedó salado, le dijo: “ven, prueba tu porquería, hija de mala madre”, y que la tomó de la nuca con su pesada manaza y estuvo a punto de ahogarla en el caldo, pues le aplastaba la cara entre el puchero caliente y que ella solo gorgoreaba en el agua hirviendo como si fuera un marrano con agua de masa. Que en esa ocasión no la ahogó porque se le rompió el plato de barro, si no, Dios libre. Era un hombre de mala entraña.

—Oí que le aventó el caldo caliente en la cara —dijo la vieja pelándole los ojos a su esposo, la boca tapada con el rebozo para cuchichearle.

—Deja oír bien… luego platicamos.

Antonino Armella se salió unos momentos de la tienda con una cerveza en la mano y ahí esperó en el empedrado de la banqueta, solo carraspeando en forma molesta por la presencia de los viejos, que solo “se las estaban echando al morral”, hasta que vio que se despedían del tendero y entró de nuevo al local diciendo en voz alta:

—Yo sabía que tenía un dicho que decía: “que hueso que no le gustaba lo tiraba.” —dijo haciendo alusión al par de harapientos que cruzaban el marco de la puerta.

Casimira lo escudriñó de arriba a abajo y le echó unos ojos de pistola, pero no dijo nada. La tienda quedó impregnada con el inconfundible olor a chiva.

 ★★★★ 

A poca distancia, el imponente Cerro del Chiquihuite se guarecía la cara que apuntaba al pueblito con una larga sombra que le formaba el sol a la caída de la tarde, lo que le daba al paisaje una hermosa pincelada campirana.

A esa hora, algunos campesinos arreaban sus cansadas yuntas por el callejón de arriba que pasaba frente a la tienda, procedentes de aquellas milpas de tierra negra, rodeadas de mezquites en aquel lluvioso mes de mayo. Frente a la tienda, unas ardillas corrían encima de la cerca de piedra llevando consigo unos moloncos, sustraídos de una vieja rastrojera que estaba al otro lado del local.

—Sí, señor, aquel viejo fue el abuelo de Atanasio Guzmán, el mentao Coyote —continuó platicando el tendero.

»En aquellos años, la Puerta de la Visera era un ranchito más grande que Nogalitos, platicaba mi abuelito que en gloria esté. Decía que había muchas casitas de zacate por lado y lado del camino real; que la gente en su mayoría eran familias de carboneros y que el mero patrón era un tal don Alfredo, que vivía en la hacienda de Paradita, que en aquellos años le iba muy bien con el envió de cargas de carbón a San Luis. Antes el medio de transporte era puro burro, no había tren como ahora. Creo que la Visera debió ser un rancho importante, porque platicaban que había un mesoncito donde vendían comida a los arrieros que recorrían aquellos andurriales y pastura para el animalero que arriaban, y según eso, quedaba en la mera entrada a El Palo Blanco, y que la dueña se llamaba doña Aquiles.

—Muy apenas me acuerdo que mi abuelita platicaba que ahí tenían un santito que le decían San Elías, ¿sabe algo de eso?

—Sí, eso decían los viejos —dijo el dependiente al tiempo que encendía un viejo quinqué de petróleo, cuando se dio cuenta de que las afanosas sombras de la tarde ya asomaban a su tienda— que era un santito de bulto de tamaño algo grande y que fue recogido por unos padres para llevárselo a la iglesia del Pozo del Carmen. Pero ya nos desviamos de la plática, no estamos hablado de eso sino de aquel viejo asesino que mató a su mujer —dijo Gildo inquieto porque ya quería cerrar el negocio.

—Eso sí; pero es que una cosa trae otra… pero bueno, a lo que estábamos, ¿y a fin de cuentas, cómo la mataría?

—Pues no crea que la mató a besos, platicaban que aquel viejo desgraciado la mató a puro machetazo, mi amigo. Tal vez andaría borracho porque no conforme con eso, entre su loquera la aventó al pozo donde sacaban el agua, para esconderla. Y lo más curioso es que nunca sacaron el cadáver. En ese tiempo la gente estaba muy miedosa y muy cerrada, ¡más que ahora! ¿Y las autoridades que hicieron?, se preguntará. Ya ve ahorita como son… imagínese antes.

»Pues resulta que a partir de ahí se empezó a secar el pozo, que era muy hondo y además, el único lugar de donde la gente sacaba el agua para tomar; y de ahí pal real, como que le cayó la sal al ranchito y quedó abandonado, porque como la mayoría de sus habitantes eran carboneros ambulantes, digamos que eran aventureros en busca de “carboneras”, se fueron yendo a buscar la vida a otros montes. Por último, vino un señor buscando leñeros de un lugar conocido como la Poza, ¿sabe dónde es eso? —preguntó el tendero tomando una pesada tranca de mezquite seco para atrancar a puerta de su tienda por dentro.

Antonino, se apresuró a comentarle.

—Sí, la Poza. Se dice que en ese rancho abandonado espantan que porque habían dejado dinero enterrado.

Antonino tenía los ojos enrojecidos y somnolientos por el estrago de las cervezas.

—¡Nombre!, qué bueno fuera que hubiera dinero enterrado ¿de dónde?, era pura gente jolina, como la de aquí del rancho, que a causa a ello casi nos hemos quedado sin gente, no se crea.

—¿Entonces por qué espantan?

—Por lo mismo, dicen que a partir de aquella muerte la cosa mala se adueñó de la zona y que desde entonces se convirtió en el lugar favorito de las brujas, que se reunían en las noches de luna desde aquellos años y hasta la fecha. Y sí lo creo, porque cuando he pasado por ahí de noche he sentido como que alguien me sigue y volteo para atrás y no es nadie. Hasta de día ese lugar se ve asombroso porque solo se observan los cuervos arriba de las palmas que crecen adentro de algunas tapias viejas, o las matas de nopal tapona que se asoman a ver al caminante por el lado de lo que fue el camino real. Mi santo padre platicaba, cuando vivía, que el sí llegó a ver a las brujas que bajaban de noche en sus escobas entre los cimientos de los jacales por la mezquitada, con sus lámparas encendidas, y que se miraban las luces brincando de un lado a otro viéndolas desde la loma, y ya más de cerca se escuchaban las risotadas de todo el argüende que armaban.

»Ahora que me acuerdo, una de ellas era de aquí de Nogalitos, yo no la conocí, pero era una tal Chonita, que una vez la encontraron por el arroyo toda arañada, que creen que quiso aterrizar a la orilla del barranco y con algo se manió y se fue de cuernos con todo y escoba hasta el fondo del arroyo, donde dio el perrazo. Que por cierto era la mamá de Nicolasa la curandera, esa que vive en San Rafael y que hasta la fecha sigue haciendo travesuras.

»Pero otro día le seguimos porque ya se me hizo tarde y ya me gruñen las tripas.

—Bueno, bueno y ya por último qué fin tuvo el viejo.

—¡Sepa Judas!, pero decían que ganó para Zacatecas y que hizo muy buen dinero con la baraja a costa de los trabajadores de las minas, hasta se juntó con una cantinera, y según que ella fue la causante de su muerte; ha de haber sido una basura también… eso decían.

—¡Vaya cosas!, pues eso era de esperarse, que le dieran su aplaque, y al rato se lo dan también al Coyote —dijo Armella ya bajo los humos del alcohol y se despidió de mano del tendero.

Gildo aprovechó para asomarse a la calle; le llamó la atención el perfume disuelto en el ambiente, de las flores de un naranjo que se asomaba a la calle frente a su tienda, y llenó de aire sus pulmones con aquel agradable olor a azahares. Luego observó un cielo estrellado y volvió a suspirar: la tranquila noche rural había llegado a Nogalitos.

 ★★★★