Flora - Ramiro Castillo Mancilla - E-Book

Beschreibung

"Flora" es una novela indigenista de Ramiro Castillo Mancilla, cuya narración, llena de elegancia y colorido, se pinta con el lenguaje natural, pero vigoroso, de los indígenas pames. Situada en las inmediaciones de la Sierra Gorda de Querétaro, colindante con la parte sur del Estado de San Luis Potosí, tierras mexicanas orgullosas de su diversidad cultural, donde el énfasis de sus expresiones toma sentido en las formas de comunicación, a veces ingenua y en ocasiones retadora, en los personajes que desfilan en la narración autóctona.

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∴Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva∴

Flora Primera edición: diciembre 2023 ISBN libro electrónico: 978-607-8773-71-8 © Ramiro Castillo Mancilla © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com Trópico de Escorpio

Diseño editorial: Karina Flores

HECHO EN MÉXICO

DEDICATORIA

A usted, don Prócoro Fernández, por su paciencia y buena disposición, pronto nos veremos nuevamente y tomaremos una copa.

Como lo supe se lo endoso. Juan Rulfo, Pedro Páramo

PRÓLOGO

Flora es una novela indigenista, cuya narración está llena de elegancia y colorido que se pinta con el lenguaje natural, pero vigoroso, de los indígenas pame. Pueblo enclavado en las inmediaciones de la Sierra Gorda de Querétaro, colindante con la parte sur del estado de San Luis Potosí; de esas tierras mexicanas orgullosas de su diversidad cultural.

Los escuchamos a través de los diversos personajes que desfilan en la narración autóctona, donde el énfasis de sus expresiones toma sentido en sus formas de comunicación, a veces ingenua y en ocasiones retadora. En sus páginas palpita el alma de esos pueblos étnicos. De esa otredad marginada y olvidada, que se muestra al natural en su idiosincrasia con sus mitos y costumbres; en las vicisitudes del diario vivir, sin tapujos. Así como en sus paisajes naturales con sus árboles y sus ríos.

Por la salida del pueblo, una figura blanca caminaba después de haber tomado la hiel amarga de las despedidas y una madre lloraba en silencio en su humilde choza, las lágrimas se confundían con la masa que molía en el metate. Después salió a asomarse al camino del cerro y se dio cuenta de que lo habían regado con leche antes de clarear del alba, y escudriñó las piedras de caliza a la distancia, pero ya no alcanzó a ver a su hijo, que fue tragado por los breñales que rodeaban el cerro, y ya no entró a la cocina, su llanto provenía de atrás de los jacales (Extracto).

La narración es aderezada con un poco de poesía, que es la forma que el autor Ramiro Castillo Mancilla emplea para enaltecer la naturaleza del entorno muy a su estilo, como un escritor retratista del campo mexicano por excelencia.

Pascual Guillermo Gilbert ValeroMaestro en literatura

Inicio de la historia

Aquel astro nocturno, el más brillante después de la luna, que los astrónomos identifican como el planeta Venus, se colgó del cielo encima de aquellas nubecillas grises, para iluminar los campos solitarios que dejó la desvanecida primavera, dando paso a los vientos tibios del verano que respiraban los habitantes pame de aquella comunidad indígena; donde aún seguían la tradición ancestral, en la que los matrimonios eran arreglados por los padres de los contrayentes de acuerdo a sus intereses, y cuando algún joven hombre o mujer, en edad de merecer, tomaba la iniciativa por cuenta propia y eran descubiertos, por ejemplo: platicando a escondidas, era reprendidos duramente y en ocasiones, eran azotados por parte del pilar fundamental de la familia.

Solo así se había hecho respetar el vínculo familiar desde tiempos inmemoriales y esas costumbres seguían siendo válidas hasta el presente de esta historia. Claro que, dentro de lo posible, pues siempre ha habido excepciones a la regla y más cuando se adelanta el travieso cupido que, sin tener nacionalidad ni horario, no hay poder humano que se le resista cuando de amores se trata.

Y así fue como viajó con sus certeras flechas encantadas hasta aquella comunidad indígena perdida en la agreste geografía de la Sierra Gorda, de nuestra querida República mexicana, orgullosa de su diversidad cultural.

Pues aquella noche estrellada, bajo el regazo de un frondoso naranjo, dos jóvenes se arriesgaron a platicar de manera furtiva, siguiendo los designios de su corazón. La joven estaba dentro del solar a un costado de sus casuchas, parada encima de las ramas secas que formaban la cerca. Como ella era bajita de estatura, solo así podía asomarse a la calle a ver a su amado. El muchacho estaba por fuera, untado en la cerca para pasar inadvertido, en caso de que caminara por ahí algún vecino.

—Aquí estoy, ya estoy aquí —dijo el joven con voz quebrada, el nerviosismo lo invadía.

—Sí —dijo la muchacha y se acomodó el rebozo que cubría su cabeza.

Y quedaron en silencio, pues ninguno de los dos había estado en un lance amoroso. Las palabras se negaban a salir, su inexperiencia era evidente. Después de aclarar la garganta el joven continuó:

—Solo he vendido a decirte, solo he venido a comunicarte que te prevengas para la próxima luna llena, para la luna llena que sigue, porque voy a traer a mi padre para hacer el pedimento —dijo el joven indígena con cierto nerviosismo, con el sombrero en ambas manos y volteando para todos lados.

—¡Sí! —respondió la muchacha agachando la cabeza— Nuestros padres se entenderán, ellos saben lo que hacen. Yo solo sé que mi corazón te busca, que mi corazón te extraña.

—Yo también te veo en todas partes, cuando voy al monte, cuando voy a la milpa, oigo tu voz y volteo y no hay nada, pero como quiera, me lleno de contento, mi corazón se regocija —dijo el muchacho poniéndose la mano en el corazón con la vista gacha—. Mi corazón se bulle bien bonito aquí adentro, mi corazón suspira por ti…

Estuvieron diciéndose cosas de amor, pero de lejecitos, pues si platicar era mal visto, ahora imaginémonos tomarse la mano, era lo último que se podía esperar de ellos. Pasados algunos minutos, los jóvenes se despidieron con una pequeña inclinación de cabeza y un «hasta la luna llena» en aquella noche tranquila en que el aire dejó de correr. Cuando la muchacha movió la rama del naranjo, para bajarse de la cerca, calló al suelo una naranja amarilla que no fue vista por ella en la oscuridad de la noche, pues sus ojos nada más veían estrellitas y sus oídos nada más escuchaban campanitas. Y caminando en puntas se introdujo en su jacal para no ser escuchada por sus padres. Su corazón acelerado no la dejaba respirar.

El joven se fue a paso rápido, en forma clandestina, por las calles solitarias del pueblito, cuando llegó a la puerta de su jacal salió a recibirlo un perrillo flaco moviendo la cola. Levantó los ojos al cielo y vio que el lucero de la noche se colocó encima del cerro y que parecía observarlo fijamente, y con todos los sentidos alerta volteó a ver si no lo seguían. Apenas escuchó el canto de los grillos.

El pueblito entero dormía.

 ❀ 

¡Uyujiii!, el grito se fue rebotando entre las piedras de la loma esquivando las puntales puyas de magueyes, cual si fuesen bayonetas desenfundadas, hasta que llegó a los oídos de Salustio, que quitaba afanoso las hierba del tronco de los verdes agaves, y de inmediato soltó el talache y puso las palmas de las manos abiertas a ambos lados de la boca contestando al grito, ¡Uyujaaa!, el sonido corrió raudo y veloz cuesta abajo, llegando certero hasta donde estaban sus padres esperándolo para comer.

Pasaba del medio día, el sudor escurría por su frente, pero no le importó, corrió con el sombrero en el pecho hasta llegar con ellos, que esperaban bajo la fresca sombra de aquel encino, situado en medio de la pequeña plantación.

Su mamá estaba sentada en la tierra con los pies tirantes, al lado de una canasta que permanecía tapada con una servilleta blanca, adornada con unas toscas florecillas bordadas manualmente con estambre. Al lado de ella, estaba su padre, Nicasio, sentado en cuclillas con el sombrero de tule en el suelo. Le comentaba a su mujer, llamada Cuca, que ya mero sacaban el compromiso de podar y limpiar los magueyes que faltaban, antes de que se retiraran las aguas, que según sus cálculos en una semana le daban «mate». Interrumpió la plática cuando vio que su hijo bajaba de la loma corriendo. Cuando estuvo a poca distancia le dijo:

—Vente, Salustio, vamos a comer, vamos a hacer por la vida —dijo mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano, negra de tierra, luego de tomar unos tragos de agua del acinturado guaje que colocó a su lado, después de taparlo con un olote.

—¡Ándale, hijo! —terció Cuca—, antes de que se enfríen los tacos, antes de que se pongan duros —y destapó la canasta con comida.

—Sí, pues —se sentó al lado de su padre.

—¿Trajiste los chiles toreados? —preguntó a la mujer. Ella de inmediato sacó una jicarita donde estaban en sal, al fondo de la canasta. Ello ocasionó que sus papilas gustativas reaccionaran y se le hiciera agua la boca.

Enseguida la familia pame comenzó a saborear los sabrosos tacos de quelites con garbanzo, bajo la fresca sombra de aquel encino verde. En esos momentos el cielo azul era engalanado por el sol precioso antes de la caída de la tarde y su luz se dispersó sobre aquella alfombra verde, con sus agrestes lomas aún húmedas por los suaves y siempre oportunos aguaceros del mes de julio.

Al oriente se veía la majestuosa la Sierra Gorda, que por la lejanía parecía más azul que de costumbre. Por encima de ella se asomaban unas nubes que semejaban borregos blancos elevándose en cámara lenta. Así fueron vistos por Nicasio y su esposa con cierta alegría.

Salustio, que era muy bueno para comer, ese día comió muy poco y eso fue notado por sus padres; además, se veía preocupado o como se dice actualmente «estresado» y permanecía taciturno sobre sus talones, con la vista fija en el suelo y solo suspiraba. Pero como para llamar la atención de sus padres, volteaba a verlos de reojo y luego volvía a poner la mirada en el suelo.

Hasta que su madre entró al quite muy suspicazmente y haciendo uso de ese sutil disimulo, que es una especie de camuflaje que creo que usa la mayoría de las mujeres, por no decir de todas, para lograr sus objetivos. Y claro que ya sabía lo que el hijo pediría a su padre.

—Hijo mío ¿qué te inquieta?, ¿qué te pone triste?, si nos lo dices a tu padre y a mí, lo sabremos y te daremos un consuelo y te daremos un aliento —dijo ella volteando a ver al padre como insinuándole que no lo ignorara, que algo le pasaba a Salustio.

A pesar de que madre e hijo conocían muy bien las tradiciones de la tribu, en las que la última palabra la tenía el padre en cuestión de arreglar el matrimonio de sus vástagos, como digo, siempre hay excepciones y más cuando la mujer interviene en asuntos que son exclusivos de los jefes de familia. Que no era la generalidad en ese caso. La madre tal vez lo hacía porque Salustio no era un hijo del que se sintieran orgullosos, pues a pesar de su carita de «yo no fui», se le podría colocar la etiqueta de «hijo incómodo», como se dice hoy.

Pero en esos momentos no esperaba ser reprendido por alguna falta. Aun así, ahí estaba su madre que siempre salía a defenderlo, esperando la intervención de su papá y como para «romper el hielo», habló de la manera siguiente:

—Esposo mío, hay unas palabras que debes escuchar, que debes atender. Nuestro hijo tiene algo que decirnos, algo que comunicarnos —ella mantenía la cabeza gacha y así permaneció por unos instantes.

El airecillo que bajaba del cerro movía las ramas del encino, en esos momentos el canto de gorriones cesó, nada más se escuchaba el chillido de unas chicharras arriba de la loma. El hombre, después de pensar lo que le iba a decir a su hijo, se puso de pie al lado de su mujer:

—Adelante, hijo, mis orejas no reculan, mis orejas están atentas, tu padre te escucha con buen ánimo, tu padre te escucha con atención.

Salustio también se puso de pie frente a sus padres e hizo una leve inclinación de cabeza a manera de respeto, que era una costumbre muy arraigada para dirigirse a los mayores. Pero cuando trató de hablar, las palabras se negaron a salir, apenas carraspeaba y en cada intento era lo mismo.

La verdad, era algo que ya había ensayado para que su padre viera que era un asunto de mucha importancia.

El hombre nada más parpadeaba, sin saber a qué se debía el nerviosismo de su muchacho, y solo extendía las manos volteando a ver a su mujer, como preguntándole: ¿Qué le aflige?, ¿qué lo acongoja?

Ahí fue donde Cuca tomó la batuta para despejar el camino a donde quería conducir a su esposo, para que no se opusiera a la petición de Salustio.

—Esposo mío, debemos ser pacientes con nuestro hijo, debemos cobijarlo, sus palabras se niegan a salir, sus palabras se quedan atoradas, algo tiene su lengua, su lengua no responde, está hecha bolas su lengua.

—Serénate, hijo mío, serás escuchado con atención, serás escuchado sin enojo.

Cuando oyó esas palabras se aclaró la garganta y se puso la mano en el corazón de forma patética, se veía grotesco, pues era algo premeditado para darle lástima a su padre.

No se puede asegurar que fuese aconsejado por su madre, pero tampoco se podría dudar.

—Padre mío, mi corazón sufre, mi corazón está triste. Quiero a Flora, la hija de don Nabor, mis ojos la ven en las florecitas del monte, mis ojos la ven en los maicitos de la milpa y en veces como que oigo su voz y volteo y no hay nada, pero igual me lleno de contento —se mantuvo con la mano en el pecho, sin levantar la vista.

Nicasio permaneció mudo y su rostro tranquilo fue adquiriendo un color rojo, pues la solicitud de su hijo estaba fuera de lugar, se salía de lo tradicional, y antes de que hablara, su mujer intervino de nuevo:

—Esposo mío, no te quito autoridad, no te quito tus derechos, te lo ruego, te lo suplico, escucha: en el pasado nuestros padres nos juntaban, nuestros padres nos casaron. En mi caso hasta ese día te conocí, esposo mío, hasta ese día te platiqué. Ahora con nuestro hijo haz lo mismo, nuestro hijo necesita su mujer, nuestro hijo está en edad de merecer.

—Hijo mío, no me quites mis derechos que como padre tengo para buscarte una mujer que te convenga, una mujer que sea fuerte y te ayude en los trabajos del campo. Retírate de esa muchacha, no la veas, no la busques, no le causes problemas, y si no lo has hecho mucho que mejor.

—Está bien —contestó él sin levantar la cara.

—Mira, hijo mío, tú sabes que, para hacer un pedimento, que para hacer un compromiso, se tiene que tener algo de qué valer, algo de qué echar mano, pero no tienes ningún dote que ofrecer.

—Esposo mío, ahí tenemos la marrana que está por parir, la pila de costales de mazorcas, los horcones y las vigas que ibas a vender, y las gallinas. Además, él sabe trabajar en el monte, él puede trabajar con su futuro suegro. No debemos desanimarlo, no debemos cortarle sus intenciones, cortarle sus alegrías —dijo la mujer en voz baja tratado de no importunar.

—¡Pero mujer! —reaccionó enojado—, todos conocemos a Nabor, el padre de esa tal Flora, y no se conforma con cualquier cosa, no sé si te darías cuenta, pero en el pedimento de Julia, la otra hija, que vinieron a pedirla de Las Trancas, dicen que no puso muchos peros porque sabía que los padres del muchacho eran ricos, pero aún así pidió seis chivas paridas con todo y crías, 40 horcones de pino, no sé cuántas cargas de maíz ya desgranado; pero eso no era nada, lo que nunca se supo fue cuánto dinerito les pidió y poco no fue. Tú debes acordarte, mujer, que ese año pagaba peones para todo, hasta para que le sembraran la milpa y recogieran la cosecha, ¿a poco no te acuerdas?, ese año nada más se la pasaba borracho en casa de tía Cheva, y así échale…

»Ése ya está empicado a lo rico, ¿uno con qué le responde?, ¿con qué le hacemos juego?, ni para qué —dijo limpiándose los ojos pitañosos.

De pronto se hizo un silencio total como si hubiesen quedado mudos, Salustio se rascaba la cabeza sin que le llegaran las palabras para convencer a su padre.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una parvada de codornices que caminaba a toda prisa a poca distancia, entre las florecillas ojo de pollo y el verde tomillo que rodeaban algunos magueyes, que faltaba podar. El perrillo flaco que acompañaba a su madre corrió tras ellas haciéndolas volar y armando gran alboroto, pero descendieron a poca distancia para seguir su rápido recorrido buscando el gusanillo entre la hierba.

Cuando Salustio levantó la vista sin querer, vio a su madre que le hacía una seña levantando las cejas para que insistiera con su padre. Eso pareció darle nuevas esperanzas y se aventuró a hablar.

—Padre mío, perdón, perdón por mi insistencia, perdón por mi terquedad. Pero yo no puedo vivir sin ella, no estoy a gusto sin ella, «ya quiero pegar mi lodo», se ha metido aquí dentro —dijo poniéndose la mano en el corazón—. Estoy dispuesto a hacer lo que su padre me pida, tal vez por medio de mi trabajo me perdona el dote, a la mejor me acepta como ayudante por un tiempo, para hacerme merecedor de la muchacha.

—Somos tan pobres, esposo mío, él debe entender que a la mejor se beneficia más con el trabajo de mi muchacho que con el dote, platícalo con él, esposo mío, no dejes de hacerlo, esposo mío.

—Pues en eso no había pensado, pero conociendo a Nabor, quién sabe —dijo moviendo la cabeza.

El aire que bajaba del cerro se incrementaba y las ramas del encino se comenzaron a agitar. Pero la insistencia de la mujer seguía.

—Habla con don Nabor, esposo mío, quien quita y diga que sí, quien quita y se llegue a un arreglo —insistió ella agachándose para recoger la canasta, pues las nubes ya habían cambiado de color y eran arrastradas en dirección a ellos.

Ver las nubes amenazantes hizo que Nicasio le dijera a su hijo que fuera a esconder el talache entre los magueyes, porque se iban a regresar a El Venerito. Ante la orden, Salustio subió corriendo hasta donde tenía la herramienta y la cubrió con ramas. Cuando bajaba a toda prisa, el aire proveniente del cerro se adueñó del lugar y al llegar al encino no los encontró, pues ya caminaban presurosos rumbo al pueblito, ante el temor de ser bañados por el fuerte aguacero que veían llegar; los divisó a poca distancia y pudo alcanzarlos cuando las primeras gotas de agua caían sobre su sombrero.

Pronto quedaron empapados y los caminos se convirtieron en pequeños arroyos. Unas nubes negras cubrieron el cerro y taparon el sol. Las pequeñas milpas de tierra negra, recién trabajadas, recibieron su baño vespertino con satisfacción y beneplácito. Cuando la familia entraba al pueblito, el chubasco ya había pasado, pero olía a tierra mojada.

Después de llegar a sus jacales, Salustio se cambió de ropa y salió al patio a observar aquel hermoso cerro verde, adornado por una nube blanca como una corona de flores y suspiró. Flora, ¿cuándo estarás en mi jacal?, pensó y se fue a ver a la marrana que tenían amarrada de aquel viejo tepozán, a ver si no se había ahogado con el agua.

 ❀ 

La comunidad de El Venerito era quizá el último reducto de aborígenes pame que se consideraban primitivos, y lo más importante es que seguían conservando sus tradiciones y se manejaban por sus propias leyes ancestrales no escritas. El nombre de El Venerito no era el nombre original del lugar. Anteriormente le llamaba Tortugas, porque había un pequeño río que atravesaba la comunidad, de oriente a poniente, y en los charcos que se formaban había tortugas, que al paso de los años desaparecieron, pues su carne era muy solicitada por la tribu.