Corazón que ríe, corazón que llora - Maryse Condé - E-Book

Corazón que ríe, corazón que llora E-Book

Maryse Condé

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Beschreibung

No es fácil vivir entre dos mundos, y la niña Maryse lo sabe. En casa, en la isla caribeña de Guadalupe, sus padres se niegan a hablar criollo y se enorgullecen de ser franceses de pura cepa, pero, cuando la familia visita París, la pequeña repara en cómo los blancos los miran por encima del hombro. Eternamente a caballo entre la lágrima y la sonrisa, entre lo bello y lo terrible, en palabras de Rilke, asistimos al relato de los primeros años de Condé, desde su nacimiento en pleno Mardi Gras, con los gritos de su madre confundiéndose con los tambores del carnaval, hasta el primer amor, el primer dolor, el descubrimiento de la propia negritud y de la propia feminidad, la toma de conciencia política, el surgimiento de la vocación literaria, la primera muerte. Estos son los recuerdos de una escritora que, muchos años después, echa la vista atrás y se zambulle en su pasado, buscando hacer las paces consigo misma y con sus orígenes. Profunda e ingenua, melancólica y ligera, Maryse Condé, la gran voz de las letras antillanas, explora con una honestidad conmovedora su infancia y su juventud. Un magistral ejercicio de autodescubrimiento que constituye una pieza clave de toda su producción literaria, que le ha valido el Premio Nobel Alternativo de Literatura 2018.

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Corazón que ríe, corazón que llora

Cuentos verdaderos de mi infancia

Maryse Condé

Traducción del francés y prólogo a cargo de

 

 

 

 

 

Las conmovedoras memorias de infancia de Maryse Condé, la gran dama de las letras antillanas, Premio Nobel Alternativo de Literatura 2018.

 

 

 

 

 

«Un apasionante texto que revela el nacimiento de una conciencia.»

Le Temps

 

«Honesto, exquisitamente medido… inspirador recordatorio de cómo el espíritu humano es capaz de resistir.»

The New York Times Book Review

Prólogo

por Martha Asunción Alonso

1937. MARTES DE CARNAVAL. En una casa colonial del corazón de Pointe-à-Pitre, capital del archipiélago caribeño de Guadalupe (Francia), nace Maryse Boucolon. Es la benjamina inesperada de una familia negra de la floreciente burguesía antillana de Grande-Terre. En casa disponen de cocinera y nodriza. Electricidad y agua corriente. Un flamante automóvil. Incluso una segunda residencia para las vacaciones.

Nadie se espera a la pequeña Maryse, última de ocho hermanos. Su primer llanto se confundirá con el jolgorio callejero y las tamborradas típicas de los desfiles del Mardi Gras. Maryse se las arreglará para venir a este mundo llorando sin llorar del todo. Riendo la pena. Su vida y su extensa obra narrativa discurrirán bajo el signo de lo insólito. Eternamente a caballo entre la lágrima y la sonrisa. Lo bello y lo terrible, como escribiera Rainer Maria Rilke.

Este libro, que los lectores hispanohablantes tienen por vez primera en sus manos en español, da perfecta cuenta de ello. De hecho, no se me ocurre mejor puerta de entrada al personal universo condeano que Corazón que ríe, corazón que llora. Cuentos verdaderos de mi infancia (1999). En sus páginas se ofrecen claves autobiográficas fundamentales para desencriptar personajes, situaciones, preocupaciones e imágenes recurrentes en los más de treinta títulos firmados por Maryse Condé.

Estamos ante un texto que esconde el origen de todos los orígenes. La génesis de una conciencia creadora y una voz narradora, ambas de originalidad abrumadora, sin par en el panorama de las letras francófonas contemporáneas. Relatados con una ponderada dosis de profundidad e ingenuidad, melancolía y ligereza, se suceden, como si de historias para dormir se tratara, los recuerdos infantiles de la autora en las Antillas de mediados del siglo XX.

Para paliar las lagunas que la memoria, en ocasiones, no puede o no quiere colmar, se activan aquí los mecanismos libres de la fabulación. El resultado es un delicioso conjunto de cuentos que nos transportan a una niñez tan ensoñada como real. Bien nos lo advierte la cita inaugural de Marcel Proust, que nos avisa acerca de la naturaleza mítica de toda autobiografía. Bien nos lo recuerda, además, la propia Condé cuando, a propósito de una antigua rencilla con su inseparable amiga Yvelise, reflexiona: «en el corazón de los niños, la amistad late con la violencia del amor».

Porque Corazón que ríe… es, sin duda, un relato de amistad y de amor. Amistades y amores, en plural. Aparte de reflejar la forja de una personalidad singular, vivísima, permeable a todo lazo, este texto testimonia el despertar de una temprana y férrea vocación literaria en femenino. Una pasión que, por azares de la existencia, tardaría en materializarse. Efectivamente, la ganadora del Premio Nobel Alternativo de Literatura en 2018 no publicaría Hérémakhonon. Esperando la felicidad (1976), su ópera prima, hasta mediada la cuarentena. No cesaría de escribir desde esa fecha. Hasta entonces, la vida se había ocupado de mantenerla demasiado entretenida sufriendo.

Entre esos tempranos reveses de la vida, ocupan un lugar privilegiado el primer amor y el correspondiente desamor. Dos caras de la misma inevitable moneda. En Corazón que ríe…, el desengaño amoroso viene acompañado de la aceptación precoz de la propia diferencia como mujer negra. Se produce, en segundo lugar, la toma de conciencia de la dimensión política y de la violencia simbólica que conllevan el ideal estándar de belleza femenina, puesto en tela de juicio en el capítulo «The bluest eye» (un guiño, por cierto, a la novela homónima de la aclamada escritora afroamericana Toni Morrison).

El despertar del cuerpo y la iniciación a los placeres, en ese sentido, constituyen asimismo una temática importante en Corazón que ríe… Acompañamos a la joven Maryse en su camino hacia la edad adulta y su metamorfosis de niña sobreprotegida a mujer libre que mide sus alas, sedienta de altura, horizontes y piedras con las que tropezar por sí misma. Asistimos a su búsqueda intuitiva y desprejuiciada del autoconocimiento: desde las primeras caricias, inocentes, con los vecinitos de enfrente, hasta la traumática experiencia que le supondrá contemplar, en primera fila y riguroso directo, un parto difícil siendo una niña.

La compleja relación con la madre, condicionada por el abismo generacional, el clasismo de una esforzada educación burguesa y las crisis de la (pre)adolescencia, tendrá mucho que ver con dicho trauma. Será, de hecho, el desencadenante de la escritura, parto complicado donde los haya. El perfil materno, que la autora dejaría de contemplar de cerca antes de tiempo, se confunde con el relieve de la tierra natal añorada desde un exilio igualmente prematuro. De ahí que, en Corazón que ríe…, Maryse Condé escriba, ante todo, para regresar al vientre-isla maternal y recuperar el paraíso perdido de la inocencia.

El desconsuelo ante la falta de la madre y del admirado hermano mayor, Sandrino, así como el dolor por el desarraigo, lejos de disiparse, se acentuarían durante los años nómadas de la autora. Se inician en la última parte de Corazón que ríe… y no son sino el preludio de una existencia apátrida. O, como ella misma suele declarar, una vida de «escritora sin domicilio fijo».

Maryse Condé, en efecto, desembarca en París siendo adolescente, para cursar estudios preparatorios en un liceo de élite; después, en teoría, Humanidades y Filología en La Sorbona. Pero la vida, indomable, le reserva otros aprendizajes. Es madre bastante joven. La maternidad en la Francia metropolitana, de hecho, le llegará casi a la vez que la pérdida de su propia madre, al otro lado del océano. Tal vez en su busca, implorando consuelo y raíces, parte poco después hacia la madre África.

Reside en diferentes países africanos en los años álgidos de los grandes ideales panafricanistas y de los movimientos por la liberación de las colonias francesas, que en Guadalupe fracasarían estrepitosamente. Imparte clases, ocupación que no llegaría a gustarle hasta mucho más tarde. Tiene tres hijos más. Se divorcia. Se queda con el apellido Condé. Trabaja como periodista. Vive en Londres y París. Conoce a Richard Philcox, un profesor de inglés británico que será su traductor al inglés y su compañero. Se doctora. Se traslada a los Estados Unidos, donde recibe numerosas distinciones y sus novelas, pobladas de «mujeres-junco» que ningún huracán quiebra, son muy leídas.

Tomo aquí prestado, para referirme a la resiliencia de los personajes femeninos de las novelas de Maryse Condé, el hallazgo terminológico del poeta guadalupeño Daniel Maximin, apreciado por la autora. Estas mujeres, según Maximin, resisten estoicamente los envites de la existencia doblándose como tallos al viento, pero sin llegar nunca a partirse por más que este arrecie.

«Mujeres-junco» no faltan, precisamente, en el imaginario de Maryse Condé, cuya propia figura, en tanto que escritora y en tanto que mujer, encaja a la perfección en esta categoría. A nadie le sorprenderá, teniendo en cuenta los aguerridos modelos femeninos que iluminaron sus primeros años y que el lector descubrirá a continuación.

En los Estados Unidos, Condé enseña durante décadas literaturas francófonas en la Universidad de Columbia en Nueva York. Por cuestiones de salud, termina sedentarizándose al sur de Francia, en la localidad provenzal de Gordes. Allí, en octubre de 2018, recibe con alegría la noticia del Premio Nobel Alternativo de Literatura otorgado al conjunto de su obra.

Una obra monumental que, recorrida por los fantasmas de la trata esclavista y los nuevos rostros del neocolonialismo —machismos incluidos—, eleva un firme alegato contra cualquier forma de intolerancia, exclusión y violencia. A este respecto, conviene señalar que Maryse Condé ejerce, en 2001, como primera presidenta del Comité por la Memoria de la Esclavitud en Francia. Los esfuerzos de esta iniciativa culminarían en la promulgación, por parte del Gobierno francés, de la ley que por fin reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad.

Corazón que ríe… contiene, también, el germen de ese mensaje de tolerancia predominante en la escritura y la biografía de Condé. Estas memorias de infancia perfilan el retrato en tensión de una sociedad, la guadalupeña, con las cicatrices del pasado colonial aún tiernas y en perpetua búsqueda de cura e identidad. Así, la niña Maryse, bajo el choque cultural que le suponen las temporadas en París con sus padres funcionarios, comienza enseguida a rebelarse ante la imposición de la cultura hegemónica: «Primero me dio por pensar, indignada, que la identidad es como un vestido que tienes que ponerte, lo quieras o no lo quieras, te quede bien o no».

Por añadidura, estimulada por el descubrimiento de las literaturas de la «Negritud» en Martinica (Aimé Césaire, Joseph Zobel), Haití (Jacques Roumain, Stephen Alexis) o Senegal (Alioune Diop), la niña Maryse empieza pronto a interrogarse sobre las raíces primigenias africanas, silenciadas en una educación recibida a imagen y semejanza de los cánones blancos europeístas.

Se entiende, de esta forma, que en el idioma condeano guerrillee el criollo de Guadalupe, en poética pugna con la lengua francesa. Se trata de una lengua cargada de oralidad, híbrida, vibrante de ritmos populares y destellos de los coloridos mercados antillanos. Para ayudar al lector hispanohablante en la comprensión de estos criollismos, sin los cuales se perderían trágicamente el sabor y el tempo característicos del idioma Condé, mi traducción incluye notas aclarativas a pie de página.

A pesar de tanta especificidad antillana, los libros de Maryse Condé y, en particular, este Corazón que ríe…, desbordan ampliamente los límites de las islas. Navegan en mar abierto. Aguas de todos. Nos hablan, como corresponde a las grandes obras de la literatura universal, de lo inmutable del alma, las pasiones humanas y el viaje del vivir.

En las páginas que siguen, se escuchan, como tambores de carnaval in crescendo, los latidos de un corazón nuevo que debuta atónito en esa odisea. Un corazón recién nacido que estrena el llanto y la risa. Herido de nacimiento, llora incluso cuando ríe. Por suerte, posee además el don incomparable de reír las mayores desdichas.

Beauvais, diciembre de 2018

A mi madre

Lo que la inteligencia nos devuelve

con el nombre de pasado no es el pasado.

MARCEL PROUST,

Retrato de familia

Si alguien les hubiera preguntado a mis padres qué opinión les merecía la Segunda Guerra Mundial, habrían respondido, sin dudarlo, que se trataba del periodo más sombrío que jamás hubieran conocido. No porque Francia se dividiera en dos, por los campos de Drancy o de Auschwitz, por el exterminio de seis millones de judíos, ni por todos esos crímenes contra la humanidad que aún siguen impunes, sino porque, durante siete interminables años, se les había privado de aquello que más les importaba: sus viajes a Francia. Como los dos eran funcionarios, mi padre jubilado y mi madre en activo, tenían derecho a disfrutar con asiduidad de una estancia en «la metrópolis» con sus hijos. Para ellos, Francia no era en absoluto la sede del poder colonial. Era la auténtica madre patria y París, la ciudad de la luz, bastaba para iluminar su existencia. Mi madre nos llenaba la cabeza con descripciones maravillosas de las fachadas del Panteón y del mercado de Saint-Pierre y, sobre todo, de la Santa Capilla y Versalles. Mi padre prefería el Museo del Louvre y la discoteca La Cigale, donde iba de mozo a menear el esqueleto. Así que, a mediados del año 1946, volvieron a subirse encantados de la vida al paquebote que debía llevarlos al puerto de Le Havre, la primera escala en el camino de regreso al país adoptivo.

Yo era la benjamina. Uno de los grandes mitos de nuestra familia tenía que ver con mi nacimiento. Mi padre no andaba lejos de cumplir sesenta y tres años. Mi madre acababa de celebrar los cuarenta y tres años. Cuando empezó a tener faltas, creyó encontrarse ante los primeros signos de la menopausia y corrió a la consulta de su ginecólogo, el doctor Mélas, que la había asistido en sus siete partos anteriores. Después de examinarla, el doctor rompió a reír estrepitosamente.

—Me dio tanta vergüenza —les contaba mi madre a sus amigas— que, durante los primeros meses del embarazo, me comportaba como una colegiala. Intentaba como podía esconder la tripa.

Por más que después me cubriera de besos, me llamara su kras à boyo[1]y añadiera que me había convertido en la alegría de su vejez, al escuchar aquella historia, yo no podía evitar sentir siempre la misma tristeza: era una hija no deseada.

Ahora me doy cuenta de que ofrecíamos una estampa cuanto menos poco corriente, sentados en las terrazas del Barrio Latino en el moroso París de la posguerra. Mi padre, un seductor de capa caída pero todavía de buen ver, mi madre, cubierta de suntuosas joyas criollas, sus ocho hijos, mis hermanas con la cabeza gacha, decoradas como árboles de Navidad, mis hermanos adolescentes, uno de ellos estudiante de primero de Medicina, y yo, niñita mimada donde las hubiera, extremadamente precoz para mi edad. Con sus bandejas en equilibrio contra la cadera, los camareros de los cafés revoloteaban admirados a nuestro alrededor como moscas frente a un tarro de miel. Al servirnos los refrescos de menta, invariablemente nos dejaban caer:

—¡Qué bien hablan ustedes francés!

Mis padres recibían el piropo sin rechistar ni sonreír, y se limitaban a asentir con la cabeza. En cuanto los camareros se daban media vuelta, empezaba el sermón:

—Sin embargo, somos igual de franceses que ellos —suspiraba mi padre.

—Más franceses —puntualizaba mi madre, con violencia. A modo de explicación, añadía—: Tenemos más estudios. Mejores modales. Leemos más. Algunos de ellos no han salido en su vida de París, mientras que nosotros conocemos el monte Saint-Michel, la Costa Azul y la costa vasca.

Había en sus palabras un patetismo tal que, por muy pequeña que yo fuera, me afligía. Se quejaban de una gravísima injusticia. Sin razón alguna, los roles se invertían. Los buscadores de propinas, chaleco negro y mandil blanco, se erguían altivos ante sus generosos clientes. Hacían gala, como si nada, de esa identidad francesa que, a pesar de su buen aspecto, a mis padres se les negaba, se les prohibía. Y yo no comprendía por qué motivo aquellas personas orgullosas, autocomplacientes, notables allá en su isla, rivalizaban con los camareros que les servían.

Un día, decidí hacer de tripas corazón. Como siempre que me encontraba en apuros, recurrí a mi hermano Alexandre, que se había rebautizado a sí mismo como Sandrino para «sonar más americano». El primero de la clase, con los bolsillos a rebosar de notitas amorosas de sus admiradoras, Sandrino tenía el poder de despejarme todas las nubes. Era un buen hermano, me trataba con cariño y me protegía. Pero a mí me daba rabia ser únicamente su hermana menor. Bastaba el vuelo de una falda o el inicio de un partido de fútbol para que me olvidara. ¿Entendía él algo del comportamiento de nuestros padres? ¿Por qué envidiaban con tanta intensidad a personas que, como ellos mismos reconocían, ni siquiera les llegaban a la suela de los zapatos?

Vivíamos en un bajo, en una calle tranquila del VII Distrito. En París no era como en La Pointe, donde nos tenían atados, encadenados en casa. En París nuestros padres nos daban permiso para salir cuando queríamos e incluso para frecuentar a otros niños. Por aquel entonces, me sorprendía tanta libertad. Más tarde comprendí que, en Francia, nuestros padres no tenían miedo de que nos pusiéramos a hablar criollo o empezara a gustarnos el gwoka,[2] lo mismo que los negritos de las calles de La Pointe. Recuerdo que aquel día habíamos estado jugando a la tula con los rubiales del primero y que habíamos compartido con ellos una merienda a base de frutos secos, pues todavía se pasaban penurias en París. Tuvimos que apresurarnos para volver a casa antes de que alguna de mis hermanas se asomara por la ventana y nos chillara:

—¡Niños! Papá y mamá dicen que vengáis.

Para responderme, Sandrino se apoyó contra la puerta de un garaje. El rostro jovial, aún marcado por los mofletes redondos de la infancia, se le veló tras una máscara oscura. La voz se le volvió de plomo:

—Ni caso, déjalo estar. Papa y mamá son un par de alienados.

¿Alienados? ¿Qué quería decir aquello? No me atreví a preguntar. No era la primera vez que veía a Sandrino echarles un pulso a mis padres. Mi madre había colgado encima de su cama una foto que había recortado de Ebony. Mostraba una admirable familia de negros americanos con ocho hijos, como la nuestra. Todos médicos, abogados, ingenieros, arquitectos. El orgullo de sus papás, vamos. Aquella foto le inspiraba las peores maldades a Sandrino. Sin saber que se moriría antes incluso de comenzar a vivir, juraba que se convertiría en un escritor famoso. Me ocultaba las páginas de su novela, pero tenía la costumbre de recitarme sus poemas, que me dejaban perpleja porque, según me decía, la poesía no debía entenderse. Pasé la noche siguiente dando vueltas y más vueltas en la cama, a riesgo de despertar a mi hermana Thérèse, que dormía en la litera de arriba. Es que yo quería mucho a mi padre y a mi madre. Es verdad que las canas, las arrugas de sus frentes no me entusiasmaban. Habría preferido tener padres más jóvenes. ¡Eso! Que los desconocidos confundieran a mi madre con mi hermana, como le pasaba a mi amiga Yvelise cuando su mamá la acompañaba a catequesis. Es verdad, siempre me quería morir cuando a mi padre le daba por soltar latinajos que, como descubrí más tarde, sacaba del Pequeño Larousse ilustrado.Verba volent. Scripta manent. Carpe diem. Pater familias. Deus ex machina. Me avergonzaban, sobre todo, las medias que llevaba mi madre en verano, demasiado claras para su piel oscura. Pero sabía de la ternura de sus corazones y lo mucho que se esforzaban en prepararnos para lo que, en su opinión, tenía que ser la vida.

Al mismo tiempo, tenía demasiada fe en mi hermano como para dudar de su parecer. Por su gesto, por el tono de su voz, intuí que alienados, aquella palabra misteriosa, designaba algún tipo de enfermedad vergonzosa como la gonorrea, quizá incluso mortal, como las fiebres tifoideas que el año pasado se habían llevado por delante a no pocas personas en La Pointe. A medianoche, a fuerza de repasar y repasar todas las pistas, terminé esbozando algo similar a una teoría. Una persona alienada es una persona que trata de ser lo que no es, porque no le gusta ser lo que es. A las dos de la madrugada, antes de caer dormida, me juré a mí misma, de forma algo confusa, que jamás me convertiría en una persona alienada.

Por consiguiente, me desperté metamorfoseada. Pasé de niña modélica a niña contestona y faltona. Como tampoco tenía muy claro contra qué luchaba, me dedicaba a cuestionar por sistema todo lo que mis padres me proponían. Unas entradas de ópera para escuchar las trompetas de Aida o las campanillas de Lakmé. Una visita al Musée de l’Orangerie para admirar los Nenúfares. O, sencillamente, un vestido, un par de zapatos, lazos para el pelo. Mi madre, que no contaba la paciencia entre sus virtudes, no escatimaba en collejas. Veinte veces al día, exclamaba:

—¡Dios mío! ¿Pero qué mosca le habrá picado a esta niña?