Historia de la mujer caníbal - Maryse Condé - E-Book

Historia de la mujer caníbal E-Book

Maryse Condé

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Beschreibung

Una pequeña joya ambientada en la Sudáfrica post-apartheid. Una novela sobre la supervivencia y la soledad, donde Maryse Condé condensa la sabiduría, la belleza y la rabia de toda una vida.

El marido de Rosélie acaba de ser asesinado. Sola en Ciudad del Cabo, se siente una extranjera en tierra hostil, un punto negro en el rostro de un país cuyas heridas siguen cicatrizando. Quisiera volver a casa, pero ¿cuál es su casa? Nacida en Guadalupe, educada en Francia, el color de su piel la ha perseguido por cuatro continentes: no hay lugar en el mundo que le haya dado tregua. Además, el misterio de la muerte de Stephen abre una caja de Pandora de habladurías, rumores y sospechas. Por primera vez, Rosélie duda: ¿quién fue realmente su marido? Ella, que fue pintora, ya no puede pintar. Ella, una médium capaz de devolverle el sueño a todos sus pacientes, no logra conciliar el suyo. En este relato de supervivencia, Maryse Condé desentierra una vida de desarraigo y lucha, y en tinta negra sobre páginas blancas consigue demostrar una vez más que en la vida, por mucho que a veces lo parezca, nada es blanco ni negro.

CRÍTICA

«La última novela de Maryse Condé, la duodécima, es un retrato psicológico de gran realismo, a veces insoportable, del dolor de una mujer tras el asesinato sin resolver de su pareja durante 20 años.» —Elizabeth Schimdt, The New York Times

«Los intentos de reconstruir las identidades "negras" impregnan una narración que explora sus contradicciones y escollos, revelando siempre sutilmente su impacto en el destino de los individuos.» —Emmanuelle Tremblay, Spirale Magazine

«Una deliciosa ironía de libro.» —Pop Matters

«Una novela elegíaca impregnada de lirismo azul, ingenio mordaz y comentarios punzantes sobre la semiótica del color de la piel, los trágicos legados de la diáspora africana y los equívocos que encierran las relaciones multiculturales. Como un jardín nocturno, el relato de Condé es misterioso, evocador e inquietante.» —Donna Seaman, Booklist

CRÍTICA «La última novela de Maryse Condé, la duodécima, es un retrato psicológico de gran realismo, a veces insoportable, del dolor de una mujer tras el asesinato sin resolver de su pareja durante 20 años.» —Elizabeth Schimdt, The New York Times «Los intentos de reconstruir las identidades "negras" impregnan una narración que explora sus contradicciones y escollos, revelando siempre sutilmente su impacto en el destino de los individuos.» —Emmanuelle Tremblay, Spirale Magazine «Una deliciosa ironía de libro.» —Pop Matters «Una novela elegíaca impregnada de lirismo azul, ingenio mordaz y comentarios punzantes sobre la semiótica del color de la piel, los trágicos legados de la diáspora africana y los equívocos que encierran las relaciones multiculturales. Como un jardín nocturno, el relato de Condé es misterioso, evocador e inquietante.» —Donna Seaman, Booklist

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Gracias a Michel Rovélas por prestarme su título.

Para Richard.

Supongamos que tan solo hubiera

treinta ingleses en todo el mundo.

¿Quién se fijaría en ellos?

HENRI MICHAUX, Un bárbaro en Asia.

1

El Cabo dormía siempre del mismo modo, acostado cual perro guardián. Tras largas horas de silencio fúnebre, pesado como la pelliza de los antiguos dirigentes soviéticos, un sinfín de motores y máquinas empezaban a petardear y tronar por doquier. A lo lejos, similares a los graznidos de los cormoranes, las sirenas de los primeros ferris desgarraban los jirones de bruma que flotaban a ras de mar. Indicaban así su inminente partida desde la isla de Robben Island, que había pasado de albergar un campo de concentración a ser considerada una atracción de interés turístico internacional. No tardaban en sumarse los frenazos de los autobuses a rebosar, encargados de transportar la miseria desde los bajos fondos al esplendoroso centro de la ciudad. Miles de pies negros y mal calzados se apresuraban hacia sus humillantes empleos de subalternos. Todos estos ruidos venían precedidos por el estrépito de los helicópteros de la policía, que hacían sus rondas como queriendo agujerear el amanecer y llenaban el cielo de ojos penetrantes, empeñados en encontrar a los malhechores allá donde estuvieran. Pues la noche del Cabo era un paraíso para toda suerte de canallas y forajidos. Cada mañana la ciudad se despertaba con las aceras supurando pus y bilis, con su cabellera de nísperos y pinos marítimos petrificada de terror, e intentaba a duras penas recomponerse tras la pesadilla.

Rosélie se incorporó en la cama que ocupaba sola desde hacía tres meses, acurrucándose en posición fetal contra la pared porque el vacío a su espalda le causaba verdadero pavor. ¿He dormido algo hoy? Nada. Para variar, no he conseguido pegar ojo. Ya he perdido la cuenta de las noches que llevo sin dormir. ¿Habré rechinado mucho los dientes? A veces los siento entrechocar como canicas de madera sobre el agua furiosa de un río. Me muerdo los labios: sangran. Gimo. Yazco y gimo.

Avanzó a trompicones hasta el tocador con tres espejos ovalados, opacos, empañados en determinadas zonas por manchas verdes como nenúfares a la deriva sobre las aguas de un lago indiano. Observó con complacencia su cabello rapado, ligeramente amarillento; los pliegues dibujados al carboncillo sobre su frente de color siena, sus ojos oblicuos y ojerosos, su boca sellada entre dos trincheras: aquel rostro suyo devastado, en fin, fiel reflejo de lo larga y dura que había sido la travesía. Solo la piel desentonaba. Se mantenía sedosa como en la infancia, cuando su madre se la comía a besos repitiendo:

—¡Qué cutis de terciopelo!

En Guadalupe se suele decir «cutis de zapote».[1] Pero Rose odiaba los clichés criollos y se empecinaba en nombrar el mundo a su manera. Así, por ejemplo, se inventó el nombre absurdo de Rosélie. Hija de Rose y Élie. Adoraba a su marido y el nacimiento de la pequeña le pareció la oportunidad idónea para proclamar su amor a los cuatro vientos. ¡Cuán lejos quedaban aquellos años! Era como si nunca hubieran existido. Así es, la infancia es un mito, un constructo senil de los adultos. Yo nunca he sido niña.

A su alrededor, los muebles escogidos por Stephen se sacudían poco a poco las inquietantes formas animales que, noche tras noche, la negrura les confería. Era algo que la obsesionaba desde el fin de semana que pasaron juntos hacía dos años en el parque natural de KwaMaritane, en las inmediaciones de Sun City, capital de un antiguo bantustán hoy reconvertida en destino de ocio internacional, llena de casinos y hoteles de lujo. Rosélie no podía imaginarse que los animales que había entrevisto a lo largo de aquellos tres días en la inmensidad del veld,[2] inofensivos y somnolientos a la sombra de los arbustos, terminarían convirtiéndose en su memoria en fieras salvajes y persiguiéndola sin piedad. En realidad, lo que más miedo le dio durante aquel viaje fueron los hombres. Blancos. Guías, guardas, visitantes autóctonos, turistas extranjeros… Todos con sus botas, sus aparatosos sombreros y sus rifles de caza, como si estuvieran en un western buscando bisontes e indios que vencer, masacrar, despellejar y arrinconar en alguna reserva. Stephen, por el contrario, se lo pasó de maravilla disfrazándose con chaqueta sahariana, pantalón corto de camuflaje, cantimplora al hombro y gafas de sol:

—¡Eres una aguafiestas! —le reprochó, empuñando virilmente el volante del Land Rover.

Como si Rosélie tuviera la culpa de su complejo de víctima y pudiera evitar identificarse con quienes son perseguidos.

En la planta baja se escuchó el gemido de la verja principal, reforzada con numerosos pinchos, barrotes de hierro y candados en un intento de resistir a los cada vez más intrépidos asaltantes nocturnos. Significaba que Deogratias, el guarda, se marchaba a casa, deleitándose de antemano ante la perspectiva de seis horas de sueño ininterrumpidas. Media hora después la verja gimió de nuevo. Una tos cavernosa de fumadora empedernida, a pesar de las campañas televisivas sobre los efectos nocivos del tabaco, anunció la llegada de Dido, la mestiza que se ocupaba de la cocina y demás tareas domésticas. Rosélie la consideraba más una amiga que una criada, aunque no por ello le pagaba un sueldo digno. No tardaría en subir a su habitación y lanzarse a recitar la perorata de siempre, donde mezclaba sus problemas de insomnio, sus penas, la muerte de su marido víctima de un infarto y la de su hijo por el sida, con asuntos más banales como el menú del día o los últimos chismes de la ciudad. Y Rosélie tendría la impresión de estar imitando a Rose, su madre, que absolutamente todas las mañanas se entretenía charlando de cualquier nimiedad con Meynalda, su criada, en tiempos una joven de Anse Bertrand que nunca llegó a casarse y que había envejecido con ella. Ambas solían relatarse sus sueños con todo lujo de detalles y comparaban libros especializados para interpretarlos. Meynalda había heredado de una de las jefas de su madre (que, como ella, había sido cocinera) un volumen titulado La llave de los sueños. Era una traducción del portugués y explicaba nada menos que doscientos cincuenta sueños.

—Me desperté de golpe por la impresión —comentaba Rose—. Faltaba poco para el amanecer. Yo estaba sentada al borde de un pozo, igual que la samaritana. Los transeúntes me lanzaban piedras. Poco a poco, me iba cubriendo de sangre.

—La sangre significa que saldrás victoriosa —la tranquilizaba Meynalda.

¿Victoriosa de qué? Desde luego, no de la vida. En ese combate no había tenido ni pizca de suerte. Jamás había logrado mantenerse firme a lomos del caballo desbocado que es la existencia. Tras seis años de amor loco, Élie, su marido, se pasó al bando de los picaflores y empezó a fundirse en rameras del barrio de Carénage su paga de taquígrafo en el Tribunal Supremo. Ponía todo tipo de excusas. Al poco de casarse, Rose comenzó a engordar; no, a hincharse; no, a abotargarse de manera descomunal. Se sometió a un sinfín de regímenes draconianos, el último de ellos prescrito por un nutricionista griego famoso por curar la obesidad de numerosas estrellas del cine americano. Pero fue como ponerle una escayola a una pata de palo. Rose siempre había sido una «negra hermosa». En Guadalupe, esta expresión designa a quien designa. No se emplea con mujeres rojizas, ni con câpresses o chabines.[3] Negra significa negra: melena abundante, treinta y dos dientes como perlas, buena estatura y curvas generosas. Élie no lo había tenido fácil para casarse con Rose. ¡Ya se sabe cómo son los países como el nuestro! Él era mulato o, por lo menos, claro; y su pelo, más bien lacio de tanto repeinarlo, engominarlo y moldearlo, le daba un aire a Rodolfo Valentino, pero sin el turbante de jeque árabe. Se decía que Rose lo había seducido con su voz de sirena mezzosoprano; de haber perseverado, habría podido dedicarse profesionalmente a la lírica. Le había susurrado al oído la famosa habanera de Carmen, porque las melodías criollas le parecían demasiado vulgares y solo le gustaban las francesas y alguna española:

El amor es un niño travieso.

Nunca jamás ha conocido ley.

Si tú no me amas, yo a ti sí;

y si yo te amo, ¡pobre de ti!

Por desgracia, nada más cumplir los veintiséis años y nacer su hija se vio absolutamente vencida por la enfermedad. La grasa levantó una cruel muralla adiposa a su alrededor, privándola por completo de cariño, amor, sexo y todas esas cosas que tanto necesitan los humanos para no perder la cabeza. Poco a poco, su voz prodigiosa fue quedando reducida a un chillido de ratón que brotaba débil y patético de su garganta. Un día de marzo, mientras La Pointe festejaba la Cuaresma por todo lo alto, hizo crac y se apagó definitivamente en mitad del estribillo de «Adiós, pampa mía». Siguieron dieciséis años en silla de ruedas y otros veintitrés varada en una cama apenas capaz de contener sus carnes, incontrolables como la crecida de un río. Cuando por fin pudo descansar en paz, a los sesenta y cinco años, Roro Désir, de la funeraria Doratour —«Confíe en nosotros para devolver la juventud a sus muertos»—, tuvo que confeccionarle un ataúd de cuatro metros por cuatro. Hay seres que no nacen con estrella. Vienen al mundo bajo cielos convulsos, surcados por cometas furiosos que se entrechocan, atropellan y pisan los unos a los otros. Su destino queda así condicionado por el desorden cósmico y nada pueden hacer para enderezar su vida.

Eran solo las siete, pero el sol ya brillaba con rabia. Golpeaba obstinado las grandes celosías de madera que enmascaraban las ventanas. Dido empujó la puerta y se acercó a besar con ternura a Rosélie antes de dejar en el tocador la bandeja con la prensa y las primeras tazas de café del día. Desplegó el periódico, cuyas hojas crujieron con suavidad, y recorrió minuciosamente cada página de la Tribuna del Cabo. Se recreaba con especial deleite en los relatos de crímenes truculentos, al tiempo que daba pequeños sorbos al café que llamaba «sangre de toro», es decir, negro como la tinta, aromatizado con azúcar avainillado y ralladura de limón.

Como cada mañana, Rosélie se dio el gusto de refunfuñar mientras disfrutaba de que le sirvieran el desayuno en la cama, como a las sultanas de los harenes o a las princesas de los cuentos de hadas:

—Esto no es café ni es nada. Le pones tantos aderezos que pierde su sabor original: la amargura.

Como la habían criado a base de tchyòlòlò,[4] añadió:

—Además, lo preparas demasiado cargado.

Acostumbrada a este tipo de reproches, Dido ni se inmutó y volvió a doblar el periódico. Estaba lista para afrontar la jornada, una vez consumida su dosis de cafeína y horrores. Un padre había violado a su hija. Un hermano a su hermana pequeña. Un marido había degollado a su esposa. Unos encapuchados habían desvalijado los chalés de un barrio entero. Dido había cubierto con un fular crudo su cabellera color sal y pimienta, y lucía una blusa gris algo deforme. Completaba su atuendo una falda violeta con estampado floral, tan larga que iba barriendo los suelos a su paso. Además, llevaba los párpados sombreados de malva y verde, y se había aplicado de cualquier manera un pintalabios rojo. Parecía un travesti, o una drag queen. De las dos, ella era la que mejor se ajustaba al estereotipo popular de la pitonisa, maga, hechicera, curandera o como cada cual quiera llamarla.

«Rosélie Thibaudin, médium. Especializada en casos imposibles», aseguraban las tarjetas multicolores que habían impreso a precio de coste en una tienda de la calle Kloof y distribuido entre los comercios del barrio.

La idea había sido de Dido, tras una semana entera de reflexiones frenéticas. La desaparición de Stephen había dejado a Rosélie sin recursos. Solo sabía pintar. Pero la pintura no es como la música. Los pianistas, violinistas o clarinetistas siempre pueden sacarse un dinero dando clases particulares a niños. La pintura, en cambio, se parece más a la literatura: no reporta beneficios materiales ni tiene ninguna utilidad inmediata. Si las tarjetas de visita rezaran «Rosélie Thibaudin, pintora» o «Rosélie Thibaudin, escritora», absolutamente nadie se habría interesado por ella. Sin embargo, como médium no le faltaba clientela. Había conseguido fidelizar a quince personas que, además, pagaban puntualmente. Para impresionarlas, vació los estantes del trastero del primer piso y lo rebautizó con el pomposo nombre de «consultorio». Lo decoró con una efigie de Erzulie Dantor que había comprado en una exposición sobre vudú en Nueva York, con una muñeca africana que simbolizaba la fertilidad y que le recordaba los seis años que había pasado en N’Dossou, y con una reproducción del Bosco, uno de sus pintores favoritos. También colgó una obra propia, pintada al pastel y sin título. Se le daba fatal poner títulos a sus creaciones, de manera que al final siempre terminaba asignándoles números (lienzo 1, 2, 3, 4) o letras (A, B, C, D); o bien dejaba que Stephen diera rienda suelta a su imaginación y las bautizara por ella. Ambientaba las sesiones con velas e incienso. A veces añadía algo de música zen, un disco que había comprado en los grandes almacenes Mitsukoshi de Tokio. No hay trabajo malo. Además, ¿qué otra cosa habría podido hacer? Por lo menos, Stephen había registrado la casa a nombre de ambos y nadie podía desahuciarla, por más que muchos en el barrio considerasen su presencia como una deshonra. ¡Habrase visto! Una negra viviendo en la calle Faure, pavoneándose por el balcón de forja de una casona victoriana, comiendo sin decoro a la sombra del árbol del viajero[5] y las buganvillas del patio, recibiendo en su negocio de pacotilla a un sinfín de clientes de su color de piel… Los únicos negros que se aventuraban a este lado de la montaña de la Mesa eran criados. Siempre había sido así, tanto en el apartheid como en el nuevo régimen. Rosélie recordaba los gestos huraños de los vecinos cuando, hacía algunos años, la vieron bajar del camión de mudanzas Fast Move del brazo de su blanco. Enseguida se corrió la voz de que el recién llegado, el tal Stephen Stewart, era forastero. Hijo de padres divorciados. El padre era británico y él se había criado con su madre francesa en Verberie, en la región de Oise. ¡Sin duda, por ahí le venía la desfachatez! Los franceses se caracterizan por sus gustos impuros, como la sangre que corre por sus venas: prácticamente todos son metecos. Pueblos de toda calaña han forzado las fronteras del Hexágono y campado a sus anchas por sus tierras.

Dido posó su taza y, haciéndose la interesante, susurró:

—¡Tengo un cliente para ti! ¡Uno de los buenos! Un francófono de no sé dónde. ¿Del Congo? ¿Burundi? ¿Ruanda? Algo así. Se llama Faustin Rumiya, Roumaya o Rouminaya. Ya sabes que los nombres no son lo mío. Era un pez gordo en su patria, pero cayó en desgracia por un conflicto con el último gobierno y ahora desconfía de todo el mundo. Así que, para la primera consulta, tendrás que venir a mi casa.

¡Otra dichosa historia de inmigrantes! En aquel país cada cual tenía la suya. Las había picantes, ridículas, rocambolescas, unas más abracadabrantes que otras. Deogratias, el guarda, se presentaba como exprofesor de Economía Política de la Universidad Nacional de Ruanda. Logró esquivar el genocidio de puro milagro, pero su padre, su madre, su esposa embarazada y sus tres hijas no tuvieron la misma suerte. Tal vez hubiera algo de verdad en aquella mentira, a juzgar por su aspecto solemne y su afición por los latinajos y los sermones alambicados. Zacharie, el verdulero, decía ser doctor en Filología y haber abandonado el Congo Brazza con su mujer y sus siete hijos para huir de la guerra civil. Goretta, peluquera especializada en trenzas y postizos, era en realidad un reputada bailarina de danzas tradicionales en Zimbabue y la amante favorita de un ministro muy importante. Cuando este la avisó de que su vida corría peligro, se escondió en el remolque de un camión y recorrió kilómetros de laterita para escapar del pelotón de ejecución. ¿Qué crimen había cometido? Nunca se sabría. Rosélie, hastiada, preguntó qué le pasaba al nuevo.

—¡El pobre no pega ojo!

No era el primer cliente que atendía con ese problema. La facultad de dormir, en realidad, es privilegio de unos pocos. Los humanos se desvelan por cualquier motivo y pasan noches enteras en blanco, viendo pasar las horas del reloj con los ojos abiertos de par en par. Rosélie se encaminó al cuarto de baño.

Su primera cita era a las nueve. Lo anotaba todo en una libreta de anillas con una tinta azul «mares del sur», que le encantaba desde el instituto.

Paciente n.º 3

Népoçumène Gbikpi

Edad: 34 años

Nacionalidad: beninés

Profesión: ingeniero

El drama de Népoçumène le recordaba al suyo propio. Era directivo de una empresa de comunicaciones y, al regresar de Port Elizabeth tras un viaje de negocios, se había tropezado con el cuerpo sin vida de su mujer, que yacía en el umbral del apartamento en un charco de sangre. ¿Violada? No. Asesinada por el triste puñado de rands que la pareja guardaba al fondo de una cómoda.

En su caso, Stephen había estado trabajando con ahínco en su último proyecto: un estudio sobre Yeats. A medianoche se acercó al Pick n’Pay de la esquina en busca de un paquete rojo de cigarrillos Rothmans, más ligeros que los de otras marcas. Por el camino, una panda de rateros intentó quitarle la cartera y acabó con su vida.

Aunque esta versión de los hechos no terminaba de satisfacer a la policía. La cartera de Stephen no llegó a salir del bolsillo trasero de su pantalón. Su contenido, además, parecía intacto. De manera que no se trataba de simples ladrones.

—Quizá alguien impidió que los asaltantes se hicieran con el dinero.

—¿Quién?

—Un vigilante. Algún cliente del Pick n’Pay. Tal vez incluso otros delincuentes. ¡No tengo ni idea! Pensé que era usted quien se encargaba de la investigación, no yo.

—Según la cajera, el señor Stewart ni siquiera llegó a entrar en el Pick n’Pay. Lo abatieron en la acera de enfrente.

El inspector Lewis Sithole entrecerraba aún más si cabe sus ojos achinados y alzaba la cabeza. Tenía la teoría de que el señor Stewart no había acudido al Pick n’Pay para comprar tabaco, sino porque tenía una cita.

¿Con quién? ¡Vaya ocurrencia!

—Haga memoria —insistía—. ¿Sonó el teléfono la noche de autos?

Rosélie dormía en la alcoba del desván. Su taller ocupaba toda la primera planta. Antes había tres habitaciones, pero terminaron derribando los tabiques para dejarlo todo diáfano. El despacho de Stephen, con vistas al árbol del viajero, se encontraba en la planta baja. En definitiva, los separaba la altura de la casa. Además, ¡hoy en día ya nadie llama al fijo! Todo el mundo usa el móvil. Y Stephen tenía el suyo en vibración. Ni con el oído de un felino habría podido Rosélie escuchar nada.

Precisamente, el inspector Lewis Sithole se preguntaba qué había sido del teléfono móvil de la víctima. El hospital no lo había devuelto.

El inspector había dado orden de encontrarlo:

—¡Es una prueba fundamental!

Era la segunda vez que un hombre abandonaba sin contemplaciones a Rosélie. Pero veinte años atrás aún tenía sus encantos y no había recurrido a la adivinación, sino al oficio más antiguo del mundo, como suele decirse. Ninguna mujer vende su cuerpo de buen grado. Hace falta estar verdaderamente desesperada y no ver ninguna otra salida. Algo te frena siempre, por más que una se intente convencer de que, como dicen las feministas, también son prostitutas las esposas legítimas, esas que pasan por la vicaría con sus anillos de boda y sus vestidos de color blanco impoluto. Pero, en este caso, Rosélie no había tenido elección. La mecánica no era complicada. Bastaba con sentarse con las piernas cruzadas en El Saigón, un bar del paseo marítimo de N’Dossou. A las seis de la tarde los clientes empezaban a afluir en manada, como las moscas a los ojos de los bebés en Kaolack, Senegal. Tran Anh, el dueño, era un vietnamita cuyo odio al comunismo lo había condenado al exilio en aquel rincón perdido del África central. Vivía amancebado con Ana, una nigeriana de la etnia peúl que había acabado en el mismo rincón huyendo de la miseria. Tenían cuatro hijos que se dedicaban a pelearse entre las mesas con el pito al aire y sin circuncidar, cosa que su madre musulmana lamentaba profundamente. Visto desde fuera, El Saigón engañaba. Parecía desierto, pero siempre estaba repleto de funcionarios dando sorbitos a sus copas de pastís y calculando tristemente sus presupuestos. ¡A mediados de mes ya estaban con el agua al cuello! No les quedaba ni un mísero franco CFA para costearse la ración cotidiana de arroz. Se comportaban con educación y, en plena epidemia de sida, era de agradecer que siempre usaran preservativo. Por suerte, no abundaban los ministros, directores o consejeros personales, que suelen creerse con derecho a todo. Había, como mucho, algún que otro exjefe de departamento desplazado a la fuerza por el FMI. El Saigón tenía la suerte de contar con un grupo electrógeno, de manera que no se veía afectado por los frecuentes cortes de luz que se daban en N’Dossou y el local estaba siempre fresco como un oasis argelino. Rosélie esperaba a sus clientes hojeando las revistas que Ana le iba guardando, como Elle y Mujer Hoy. Aunque nunca cocinaba, leía las recetas con especial atención. Una receta bien escrita es suficiente para hacerte salivar.

Berenjenas rellenas

Preparación: 30 minutos + 30 minutos

Cocción: 45 minutos

215 calorías por persona

Para seis comensales…

En El Saigón servían, además, un misterioso cóctel sin alcohol, el Tsunami, que era un invento de Tran Anh. Combinaba la aspereza y la amargura del exilio con un intenso color verde, pues la esperanza es lo último que se pierde. Una noche, un blanco se acodó en la barra ante un botellín de Pilsner Urquell, que es una cerveza checa. Miró a su alrededor. Después se levantó, se dirigió con aplomo a la mesa de Rosélie y la invitó a una copa. Aunque no es muy original, la maniobra funciona. Lleva dando sus frutos desde que existen los bares, los hombres y las mujeres. El tipo no era precisamente feo. De hecho, era guapo. Muy guapo, incluso. La reticencia inicial de Rosélie tuvo más que ver con el hecho de que nunca se había planteado acostarse con ningún hombre que no fuera negro. En su familia no había parejas mixtas. ¡Los blancos, terra incognita! Solo conocía dos excepciones lejanas: un tío abuelo de Élie que se había marchado a Panamá en la época del canal y había terminado sus días con una madrileña, y la prima Altagras, cuyo nombre estaba prohibido pronunciar, pues había sido desterrada de la genealogía familiar. Aun así, no se lo pensó mucho. Había algo en aquel blanco que la atraía como un imán. Salieron juntos al atardecer, mientras el disco rojo del sol se deslizaba como cada tarde hacia el húmedo abismo de la mar. Los numerosos paseantes se quedaban mirándolos de hito en hito, con una hostilidad y un desprecio en los ojos que pronto se convertirían en una constante en sus vidas.

Él la llevó a su coche, un todoterreno rojo y algo destartalado. Mientras esquivaba los baches y socavones de la carretera, cada año más profundos debido a las lluvias torrenciales, se presentó. Era profesor de universidad. Enseñaba Literatura Irlandesa. Wilde, Joyce, Yeats, Synge. Había escrito un libro sobre Joyce que pasó inadvertido. Pero tenía otro más famoso sobre Seamus Heaney. Antes trabajaba en Londres. Rosélie lo escuchaba fascinada, como si estuviera ante un astronauta recién llegado de la estación espacial Mir. ¿Así que había gente que se dedicaba a exprimir la ficción, es decir, a extraer moralejas de mundos fantásticos y analizar con pasión vidas jamás vividas, vidas de tinta y de papel? En comparación, se sintió avergonzada por lo común, grosera y banal que era su propia existencia.

¿Qué hace una chica como tú en N’Dossou?

¿Yo? Nada del otro mundo. Un tipo acaba de abandonarme. Estoy sin blanca y sin trabajo. Sin techo bajo el que vivir dignamente. Intento salir adelante y curarme del lenbé. Así es como se llama en mi país el mal de amores. Lenbé.

El hombre hablaba por los dos, pero sin resultar pedante. Las alusiones literarias se deslizaban en su discurso con naturalidad y las alternaba con anécdotas de los países que había visitado.

¿Quién era su escritor favorito?

Mishima.

Estuvo hábil. ¡Menos mal que no respondió Victor Hugo o Alexandre Dumas! Habría quedado como una cateta.

El pabellón de oro es sencillamente sublime, ¿verdad?

No, prefiero Confesiones de una máscara.

Lo dijo con un aplomo sorprendente. En realidad, era el único que se había leído, en una edición de bolsillo, durante un vuelo París-Pointe-à-Pitre en clase turista un mes de julio en que fue a pasar las vacaciones con Rose y Élie. Llevaban reprochándole que no leyera desde la escuela primaria. Siempre sacaba la peor nota de la clase en redacción. Le parecía que las historias de ficción no le llegaban a la realidad a la suela del zapato. Los novelistas tienen miedo de inventar lo inverosímil, es decir, lo real.

¿Le gustaba viajar?

Aquí no tuvo más remedio que confesar la verdad.

Solo conocía una ínfima parte del vasto mundo que nos rodea. La punta visible del iceberg: su Guadalupe natal, París —donde había intentado estudiar sin demasiado éxito— y N’Dossou, donde vivía desde hacía tres años.

¡Tres años en África! ¿Y te gusta?

¡Menuda pregunta! ¿Acaso puede gustarle el corredor de la muerte al condenado que aguarda su ejecución? Pero dejemos a un lado las metáforas baratas y las bromas fáciles. África no siempre había sido una cárcel. Rosélie había llegado allí entusiasmada, convencida de que estaba a punto de embarcarse en la aventura de su vida. Y, a pesar de los sinsabores, seguía siéndole fiel a N’Dossou: había terminado encariñándose con aquella ciudad sin encanto ni pretensiones de ningún tipo.

Él la llevó a su casa y durmieron abrazados hasta la mañana siguiente. Rosélie no estaba acostumbrada. Los funcionarios subían a su estudio a toda prisa y jamás le concedían más de dos horas de reloj. En cuanto alcanzaban el orgasmo, algo que no les costaba demasiado, volvían a vestirse, le pagaban tartamudeando su discreta tarifa, arrancaban sus todoterrenos y aceleraban de regreso a casa con sus legítimas esposas. Cuando despertó, el boy la saludó con familiaridad, como si estuviera acostumbrado a que el jefe pescara cada noche chicas baratas en el puerto, y le sirvió un café y una papaya fresca. Stephen se había marchado ya a la universidad, dejándole un excesivo fajo de billetes en un sobre. Vivía en el barrio de Plateau, que se caracterizaba por sus edificios anticuados, su parque público y sus avenidas rodeadas de árboles. Al pasar frente a un jardín de infancia, escuchó «Frère Jacques». Algo más lejos, a través de una ventana abierta, le llegaron flotando los acordes de«Para Elisa» y recordó que también ella, en su infancia, había masacrado aquella melodía para contentar a Rose.

¿Volvería a ver a aquel hombre? ¿Deseaba volver a verlo? Huelga decir que era atractivo, olía maravillosamente bien a aftershave Acqua di Giò y hacía bien el amor. Se recreaba en los besos, las caricias y los juegos, como si penetrarla no fuera lo esencial.

Esa misma noche, Stephen empujó de nuevo la puerta del Saigón y los funcionarios, al reconocerlo, no pudieron disimular su disgusto y lo miraron con cara de pocos amigos. Un mes después Rosélie se mudó a su casa.

Cualquiera diría que era amor verdadero.

Rosélie se vistió con la ropa cuidadosamente escogida por Dido. Caftán tostado con canesú de color oro. Pañuelo a juego en la cabeza. Bajó la escalera con la solemnidad que correspondía a su profesión y entró en la consulta. Népoçumène ya estaba esperándola. Tenía mejor aspecto que otros días. ¿Habría conseguido conciliar el sueño? ¿Estarían empezando a remitir las pesadillas? ¿Escucharía ya la voz de su mujer? Rosélie se lo había repetido hasta la saciedad: no volvería a escuchar a la difunta hasta que la perdonara por haberlo abandonado. No era nada fácil. Llevaba su tiempo. Ni siquiera ella escuchaba todavía la voz de Stephen. Demasiado a menudo, cuando pensaba en él la invadía una oleada de rencor entremezclado con rabia.

Los dones de Rosélie se habían manifestado enseguida. Con tan solo seis años, posaba sus manitas sobre los párpados de una Rose cada vez más atormentada por la obesidad y las ausencias de Élie. La pobre infeliz era incapaz de pegar ojo, pero aquel gesto bastaba para que se durmiera plácidamente, como un bebé, hasta las nueve de la mañana siguiente. Con diez años ahuyentó a una jauría de perros criollos que estuvieron a punto de atacarlas a sus primas y a ella en el camino de Montebello, justo antes de Bois-Sergent, donde vivía una de sus tías. Los animales huyeron dóciles, con el rabo entre las piernas. Los fines de semana, Papá Doudou, su abuelo paterno, evitaba las grandes reuniones familiares y se la llevaba a la finca de Redoute, donde tenía a las vacas que no se dejaban montar por ningún toro y las yeguas indomables. Cuando la pequeña se perdía en sus grandes ojos de gelatina, aquellas bestias esquivas se metamorfoseaban instantáneamente en mansos corderitos. Las malas lenguas —las hay hasta en las mejores familias— no escondían su incredulidad. Rosélie había sido incapaz de predecir el extraño y fatal accidente que sufriría Papá Doudou: un novillo bravo le propinó una cornada que le arrancó de cuajo los grenn, los testículos, y murió desangrado. Ni que, durante el ciclón Deirdre, un árbol caería sobre la casona del tío Éliacin y la aplastaría cual caca-boeuf,[6] matando en el acto al dueño, a su mujer y a sus cinco hijos con nombres de telefilms americanos: Warner, Steve, Jessica, Kevin y Randy. Es cierto que sí había anunciado la llegada de Deirdre. Pero no hace falta ser adivina para anunciar un ciclón. Los ciclones son visitantes fieles. Cada año regresan puntuales desde las costas de África. ¡Lo único que varía es su fuerza!

De mayor le habría gustado dedicarse a algo que le permitiera sacar partido a sus poderes. Pero ¿cómo? ¿Astrología? ¿Quiromancia? ¿Quiropraxia? ¿Osteopatía? ¿Shiatsu? ¿Curandera? Nada sonaba lo suficientemente serio, así que terminó estudiando Derecho. A Élie le fascinaban tanto las togas negras que veía a diario en el trabajo que soñaba con ver a su hija ataviada con una. ¡Ah, escucharla batallar en los juzgados en perfecto francés, cual discípula del mismísimo Demóstenes, adalid de lendependans! [7] Por su parte, Rose lamentaba que su niña careciera de vocación política: la foto de su padre, que había sido un famoso dirigente local, reinaba en mitad del salón.

De no ser por Dido, Rosélie aún seguiría buscándose a sí misma.

Le gustaba revivir su primer encuentro a través de los recuerdos de Stephen. La describía como un ser poético, ficcional; un personaje que casi podría haber protagonizado un capítulo de alguna novela, por ejemplo, irlandesa.

—Yo llevaba en el país tan solo un par de meses. ¿Qué se me había perdido aquí? Vine al darme cuenta de que en Londres me estaba convirtiendo en el vivo retrato de mi padre. Ya no aguantaba la ciudad, el cielo gris, la tristeza de mi apartamento de dos habitaciones, las clases, los pubs a cual más aburrido, la prensa dominical… En N’Dossou todo, incluso el sol, me parecía completamente nuevo. Ex Africa semper aliquid novi.[8] Una noche, tras un día de calor abrasador, me acerqué al paseo marítimo en busca de un poco de aire fresco. La brisa del océano me secaba el sudor sobre la piel. Cuando me cansé de pasear por la orilla, hice una pausa para recuperar el aliento y empujé la puerta de un bar con la fachada pintarrajeada de azul y un cartel con palmeras: «El Saigón». Fue pura casualidad. La penumbra olía a sirope de menta, un aroma que me devuelve a la infancia. En verano iba a visitar a mi tía Chloé, la hermana de mi madre; y siempre me servía un poco de sirope de menta en una copa con pie azul. Sobre la barra circular de bambú colgaba una panorámica del Mekong y otra de la bahía de Halong, con sus rocas formidables como piezas de ajedrez. Ana estaba lavando vasos. Tran Anh, fiel a su costumbre, holgazaneaba haciendo anillos de humo en un rincón. Tú estabas sentada completamente sola en una mesa de la izquierda. Llevabas un vestido verde con un estampado naranja —¿Verde, dice? Imposible. Lo habrá soñado. Detesto el color verde—. No tengo por costumbre dar el primer paso con las mujeres. Suelen intimidarme sus ojos fríos, sus dientes crueles y su modo de sopesar y juzgar la virilidad de los incautos que se les acercan. ¿Cómo será este? ¿Y este otro? ¿Darán la talla? Además, las mujeres negras constituían para mí un mundo opaco, impenetrable, desconocido: todo un misterio. La cara oculta de la luna. Pero tú tenías aspecto de estar tan sumamente perdida y de ser tan vulnerable que, en comparación, me sentí sereno y poderoso. Como un dios. Estabas hojeando una pila de periódicos, aunque se veía a la legua que el contenido de sus páginas te importaba un pimiento. Tenías la cabeza en otra parte.

¡En eso no se equivocaba!

Rosélie rumiaba sin cesar las mismas preguntas. ¿Qué va a ser de mí? ¿Hasta cuándo podré sobrevivir en estas condiciones? ¿Me queda algo que pueda vender? Ya he malvendido el collar antillano y la esclava que me regaló Tía Léna. Las demás joyas son herencia de Rose. ¡Ni muerta me desharé de ellas!

Dominique, un conocido que trabajaba en una agencia inmobiliaria, le había ofrecido un estudio. A caballo regalado, no le mires el diente. No estaba precisamente bien situado. Se encontraba en Ferbène, un barrio chabolista, y en mitad de unas marismas cuyo drenaje se incluía en el programa de grandes obras previsto con las independencias. Cuarenta años después, el proyecto seguía paralizado y el lugar era un auténtico cenagal. La vida allí no valía nada. La basura se amontonaba por doquier en las aceras. En verdad, ¿podían llamarse aceras? Una suerte de caldo salobre inundaba el errático trazado de las calles en cualquier época del año. El estudio que Dominique tan generosamente le prestó a Rosélie se hallaba en el edificio Libertad, un nombre cuanto menos curioso para semejante criadero de ratas y bichos. Diez plantas, ascensor eternamente averiado, peladuras de plátano macho y de mandioca, pieles de banana de todos los colores en los descansillos y harapos puestos a secar en los balcones. Vistas a las chabolas. Alrededor, un mar pálido y exhausto vomitaba cadáveres cada poco. No se sabía si se trataba de pescadores imprudentes, suicidas hartos de vegetar sin dinero ni amor, víctimas de venganzas de sangre o de rencillas entre vecinos…

Un mañana, Rosélie, arrastrando dos baúles metálicos de otro tiempo y una caja de madera contrachapada, bajó de un todoterreno de la empresa Navitour.

NAVITOUR: ¡SU MUDANZA A BUEN PUERTO!

PRESUPUESTOS ADAPTADOS A TODOS LOS BOLSILLOS.

Los demás inquilinos se quedaron patidifusos. Ya se sabe que Alá no está obligado[9] a ser misericordioso. Pero cabe esperar, por lo menos, que no pierda la cabeza. ¿No habían admirado a la recién llegada en las páginas de papel cuché de GuidArt? Te digo yo que es ella… Pero cómo va a ser ella… Que sí, hombre, que salía con el mismísimo Salama Salama, el famoso cantante de reggae, ídolo de los jóvenes y los no tan jóvenes. Resulta que en realidad se llama Sylvestre Urbain-Amélie, pero tuvo que buscarse un nombre artístico con más gancho. Cosas del show business. Por cierto, ¿de qué país era, el tal Salama Salama?

Muertos de curiosidad, la comunidad envió como emisaria a Angéline, que se defendía con el francés porque lo había estudiado en la escuela durante cuatro años. Por desgracia, en el apartamento 4B se dio de bruces con la puerta cerrada. Rosélie se atrincheró dentro y no hubo manera de sacar nada en claro. Los vecinos montaron guardia, pero la puerta del 4B ni siquiera se entornaba, y al cabo de una semana GuidArt les ofreció una nueva pista: el famoso cantante Salama Salama, ídolo de los jóvenes y los no tan jóvenes, acababa de ser nombrado Ministro de Cultura. Incomprensiblemente, hasta entonces el cargo había estado vacante en el gabinete del presidente. Este, en un alarde de magnanimidad, había complementado el nombramiento con un regalo: su séptima hija. Siete. El número mágico. Y no se trataba de una hija adoptiva, sino biológica. Tenía diecisiete adoptivas, siete biológicas. Y otros tantos varones: cuarenta y ocho criaturas en total. En la página tres, salía una foto de Salama Salama del brazo de una adolescente emperifollada con un vestido de novia de encaje de Alençon que apenas ocultaba su incipiente embarazo ni su tristeza. La pareja había empezado la casa por el tejado, como es costumbre en los tiempos que corren. El artista vestía de chaqué. Los novios se iban de luna de miel a Marruecos, a casa del nuevo monarca, hijo «de mi difunto amigo, el rey padre».

La historia por fin parecía aclararse. Traición. Abandono. Por segunda vez, Angéline hubo de subir al cuarto en calidad de representante de la comunidad. Al final consiguió entrar y regañó a Rosélie, que estaba tirada en la cama junto a los dos baúles y la caja aún cerrados. Angéline no solo forzó la puerta del apartamento de Rosélie, sino también su amistad. Le presentó a Justine, Awu, Mandy y Mariétou, y la introdujo en el círculo de las mujeres. Rosélie descubrió los ataques de risa, los chistes pícaros, las carantoñas, la complicidad y la ligereza que tanto le habían faltado en su juventud, demasiado grave y solitaria. A veces pensaba en su familia. En su padre, que siempre había mirado a todo el mundo por encima del hombro. ¿Qué diría Élie si la viera abandonada por un imitador barato de Bob Marley? Incluso en aquella ciudad perdida en el otro extremo del mundo y en el seno de aquella comunidad de mujeres analfabetas, el hecho de que Rosélie hubiera elegido a semejante pelagatos africano levantó ampollas. Pensaba en Rose, que jamás consideró a nadie lo suficientemente bueno para su hijita. En sus tíos, con sus bigotes de alta alcurnia. En sus tías —sobre todo, Tía Léna— recubiertas de joyas criollas. Mantenía acaloradas conversaciones imaginarias con todos ellos y, aunque intentaba desesperadamente defenderse de sus acusaciones, nunca lograba convencerlos y acababa volviéndoles sin más la espalda a sus recuerdos.

Toda aquella alegría, las bromas fáciles y las confidencias se terminaban de un plumazo a las seis de la tarde. Angéline y el corro de mujeres regresaban a toda prisa a sus casas. Empuñaban las escobas, fregaban, hacían la colada, planchaban, cocinaban… Se dedicaban, en resumen, a las tareas reservadas a las mujeres desde que el mundo es mundo. Y es que con el crepúsculo volvían las criaturas ausentes durante todo el día: los hombres. Los hombres, amargados tras pasarse la jornada deslomándose por cuatro duros en la otra punta de la ciudad. En cuanto entraban por la puerta, liberaban sus frustaciones a correazos, se resarcían de las humillaciones que habían tenido que soportar durante el día, y el edificio Libertad se llenaba de gritos, improperios, chillidos de mujeres maltratadas y llantos de niños aterrorizados. Rosélie se comportaba entonces como una cobarde: corría a refugiarse en la paz del Saigón y saboreaba con Tran Ahn el olor de la papaya verde.

Llegó el día en que, en el transcurso de una partida de belote, dio la noticia a sus amigas: se iba a vivir con un inglés que era profesor en la universidad. Para que no la tacharan de cursi, hizo acopio de cinismo. ¡Le había tocado la lotería! ¿O no? Además de amor, era una garantía de techo y de comida. Nadie le rio la gracia. Se hizo un silencio incrédulo. Mariétou exigió detalles. «Inglés» no es una nacionalidad, sino una lengua. ¿Qué quería decir? Sorprendida por su propio tono de disculpa, Rosélie intentó explicarse. Cuando por fin entendieron de dónde salía el tal Stephen, las jugadoras se retiraron a toda prisa, como quien evita a un enfermo contagioso. A partir de ese momento, Rosélie se quedó completamente abandonada. Sus amigas, antes inseparables, desaparecieron: fingían estar absortas en la crianza, las tareas domésticas o, más inverosímil todavía, la búsqueda de trabajo, pues en N’Dossou habría sido más fácil encontrar una aguja en un pajar. El día de su partida salió del edificio escoltada por un cortejo de niños. Rodearon el todoterreno con gesto sombrío, como si se tratara de un coche fúnebre. Incluso los adolescentes que soñaban con convertirse en Pelé —por entonces, Zinedine Zidane, al igual que el corderillo de la fábula, aún mamaba de los pechos de su madre o nadaba en el agua de su vientre— dejaron de chutar el balón para dedicarles una mirada asesina.

—¡Qué lugar tan horrible! —se estremeció Stephen.

Pero Rosélie estaba a punto de echarse a llorar. Empezaba a descubrir un sentimiento de culpa que ya nunca dejaría de torturarla. Era como si, de manera irreversible, hubiera cortado una serie de lazos cuya naturaleza y tenacidad ni ella misma acertaba a comprender.

10:00

Paciente n.º 7

Dawid Fagwela

Edad: 73 años

Particularidad: uno de los pocos clientes sudafricanos

Profesión: minero jubilado

Se trataba de un antiguo sindicalista que, como tantos otros, había padecido un largo encierro en Robben Island. Al Ministerio de Turismo se le había ocurrido la brillante idea de volver a endosarle el uniforme de preso y ponerlo a trabajar como guía para los miles de turistas que en la actualidad recorrían la antigua cárcel arrastrando los pies, deteniéndose a gimotear ante la angosta celda donde sufrió el heroico Nelson Mandela.

—¿Cuántos años estuvo aquí?

—Dieciocho. Después lo trasladaron al penal de Pollsmoor, al sur del Cabo, porque aquí alborotaba demasiado a los demás internos.

—¿Y eso también puede visitarse?

¡Qué obsesión! Solo pensaban en acumular toneladas de fotos para sus álbumes. Entretanto, el pobre Dawid iba perdiendo la cabeza a fuerza de revivir los malos tratos y las torturas, de tener que describirlos con todo lujo de detalles para aquellas hordas curiosas y responder a sus preguntas. Se despertaba en plena noche.

¿El apartheid había terminado de verdad? ¿De verdad era libre?

Estuvo varios meses ingresado en un hospital, donde lo consideraron un caso perdido. Pero su mujer se negó en redondo a aceptar el diagnóstico y acudió a la consulta de Rosélie, de quien su prima Dido hablaba maravillas. En un primer momento, Rosélie no supo cómo actuar. Era un caso especial. No todos los días tiene una que vérselas con prisioneros políticos reconvertidos en guías turísticos o, dicho de otro modo, con hombres que han viajado del infierno al paraíso en una sola vida. Pero enseguida se le ocurrió pedirle a Dawid que grabara sus recuerdos en un magnetofón y que los fuera transcribiendo. La tarea pasó a tenerlo ocupado todo el día. De pronto ya no le quedaba tiempo para deprimirse. Se dedicaba en cuerpo y alma a poner en palabras sus obsesiones. Metamorfosearlas en imágenes. Se planteaba incluso publicar un libro, cuyo título tenía perfectamente claro: Confesiones verídicas de Lázaro el resucitado. Y encontrar el título adecuado era, en opinión de Rosélie, lo más difícil para cualquier creador. De esta manera, Dawid Fagwela recuperó la sonrisa y volvió a dormir, beber y comer.

Prueba de que, a veces, la escritura sirve para algo.

[1] Fruta tropical, también llamada «caqui», cuya carne presenta tonalidades naranjas y amarronadas de intensidad variable. (Todas las notas son de la traductora.)

[2] «Grandes praderas» en afrikáans.

[3] Las câpresses antillanas se caracterizan por la tonalidad aceitunada de su piel (por analogía con las alcaparras: câpres, en francés). En cuanto a las chabines, son mujeres que podrían pasar por mestizas o mulatas, pero cuyos dos progenitores tienen la piel de color negro oscuro.

[4] Café aguado, en criollo de Guadalupe.

[5] Árbol emparentado con las palmeras. Alcanza grandes alturas y se distingue por su ramaje en forma de abanico que conserva agua de lluvia entre sus ramas. De ahí su nombre: el viajero siempre podrá aplacar su sed en él.

[6] «Caca de buey». Es además un pastel típico antillano de escatológico aspecto.

[7] «La independencia» (l’indépendance).

[8] «En África siempre hay algo nuevo.» Máxima atribuida al historiador romano Plinio el Viejo.

[9] Alusión a la novela Allah n’est pas obligé (2002, Premio Renaudot) del marfileño Ahmadou Kourouma.

2

Rosélie solo salía de casa a última hora de la tarde. Desde que Stephen no estaba, iba religiosamente, como los católicos a Lourdes, al hotel Mont Nelson, que había sido el sitio preferido de Stephen para tomar el té. Se trataba de un suntuoso edificio con columnatas y constituía uno de los últimos vestigios de ese Imperio Británico que, cual coloso con pies de barro, se había derrumbado por completo, reducido a un puñado de polvo que ilustraba a la perfección la parábola «Grandeza y Decadencia».

Britannia, rule the waves!,[10] se exclamaba, aun así, desde la India hasta África.

A principios de siglo los aristócratas acudían en tropel al Mont Nelson para escapar a los inviernos y las nieblas de Inglaterra, pues el clima del Cabo tiene fama de saludable y vivificante. En la actualidad era una atracción turística más. Hordas de curiosos calzados con zapatillas Nike y vestidos con camisetas deportivas salían de los Holiday Inn donde se alojaban —viajes organizados con todo incluido, ¡una ganga!—, invadían sus jardines y adoptaban poses ridículas para fotografiarse en la alameda de robles centenarios o frente a los invernaderos de orquídeas de Tailandia. A pesar de todo, el lugar desprendía tal encanto y majestad que Stephen, aunque normalmente renegaba de su herencia inglesa, recuperaba el acento de su infancia para dirigirse a los camareros indios. Con sus barbas formidables, ataviados con uniformes rojos y fajados con cummerbunds, levitaban por el recinto como elegantes fantasmas. A Rosélie, sin embargo, no le impresionaban demasiado las difuntas glorias coloniales. El Mont Nelson le gustaba por una razón bien distinta: los indeseables en zapatillas Nike y camisetas deportivas no se aventuraban a pisar el parqué encerado de los salones interiores, y el personal había sido amaestrado en el arte de la discreción —o la hipocresía, según se mire— e iba y venía con los ojos fijos en la línea del horizonte. De manera que ellos dos, por unas horas, se libraban de las miradas inquisitivas que los perseguían hicieran lo que hicieran y estuvieran donde estuvieran. Se sumergían en el anonimato como en el descanso eterno. Tomaban asiento en el salón Churchill, frente a una pianista diáfana con tocado de bailarina que interpretaba «Smoke gets in your eyes».Mientras la escuchaban, se llenaban los platos de scones y muffins, y Stephen añadía al suyo sándwiches de pepino y yema de huevo. Bebían litros y litros de té Darjeeling. Cuando el jardín comenzaba a sumirse en la negrura, emprendían el regreso con calma. Pasaban por el Big Bazaar de la calle Kloof, donde lo toqueteaban todo sin llegar nunca a comprar nada y enfurecían más si cabe a la dueña, que era afrikáner.

Rosélie creía ver a Stephen entre las pesadas cortinas de chintz granate. Otras veces se le aparecía acodado al piano, tarareando con su vocecilla siempre afinada y agradable. Los camareros indios estaban bien enterados de la tragedia que acababa de vivir, pues salió en portada de todos los periódicos, ¡incluso de los muy serios, como el Manchester and Guardian, más especializado en política que en sucesos! Aunque jamás se acercaron a Rosélie para darle el pésame, algo en su reserva transmitía compasión.

Una tarde, mientras se servía una taza de té, se acercó a saludarla un hombre blanco. Alto, algo tripudo, con una bonita melena negra, ojos grises y mejillas bronceadas. En respuesta a su educada petición, Rosélie le indicó por gestos que podía sentarse a su mesa.

—Me llamo Manuel Desprez, aunque todo el mundo me llama Manolo, por mi afición a tocar la guitarra. ¿No me reconoce? Stephen y yo fuimos compañeros en la universidad. Nos llevábamos muy bien. Me habló tanto de usted que tengo la impresión de conocerla de toda la vida. Además, estuve en varias recepciones en vuestra casa.

En El Cabo, al igual que en N’Dossou y Nueva York, Stephen organizaba cenas o veladas de lo más animadas que nunca terminaban antes del amanecer. Rosélie dejó de asistir cuando un australiano especialista en Keats la confundió con la criada.

Stephen se encogió de hombros:

—¡No seas exagerada! David es tan distraído que no reconocería ni a su propia madre.

Pero Rosélie se mantuvo en sus trece y desde entonces se encerraba en su taller cada vez que había fiesta en la casa. Acudían numerosos estudiantes a aquellas cenas. Stephen decía que invitarlos era una especie de recompensa, pues se trataba de los mejores; y, al mismo tiempo, una manera eficaz de derribar las barreras entre profesores y alumnos o, lo que es lo mismo, entre blancos y negros. Cuando maestros y discípulos se han bebido juntos hasta el agua de los floreros, ya nunca pueden olvidarlo. Rosélie se tropezaba con aquellos jóvenes torpes y visiblemente incómodos al salir del aseo, y enseguida volvía a esfumarse para no violentarlos todavía más.

Manuel Desprez seguía hablando:

—He pasado un año sabático en Francia. Me he enterado de lo ocurrido al volver, a principios de esta misma semana. Tenía previsto pasar a visitarla.

Rosélie se puso a la defensiva. Sin duda, Manuel se disponía a pronunciar otra sarta de banalidades lamentando lo absurdo de la tragedia y condenando la ineptitud de la policía local. Pues, a pesar de las incesantes visitas del inspector Lewis Sithole y de las notas que tomaba compulsivamente en sus libretas, a los asesinos de Stephen parecía habérselos tragado la tierra. En cambio, en lugar de soltar el previsible sermón, el hombre formuló una pregunta directa, casi brutal:

—¿No piensa volver a casa?

¿A casa? Ojalá supiera cuál es mi casa.

El azar quiso que yo naciera en Guadalupe. Pero nadie en mi familia me echa de menos. He vivido bastante tiempo en Francia. Un hombre me arrastró hasta un país de África para después abandonarme. Luego, otro hombre me llevó a los Estados Unidos y de vuelta a África para volver a abandonarme. Y ahora la historia se repite con Stephen en El Cabo. Ah, casi me olvido, también viví algún tiempo en Japón. Parece que me lo invento o estoy de broma, ¿verdad? No, no tengo pensado volver a casa. Mi país es Stephen. Me quedaré aquí con él.

A pesar de la insistencia de los hermanastros de Stephen —su madre había fallecido unos meses antes—, Rosélie se había negado a trasladar sus restos al mausoleo familiar de Verberie. El difunto aborrecía Europa y estaba claro que habría preferido quedarse en el país que libremente había elegido.

Manuel volvió a la carga:

—Sudáfrica es un país durísimo.

La tierra entera es durísima. El peligro campa igual por las aceras de Manhattan que por las de Chelsea. Prueba de ello son las funestas Torres Gemelas, símbolo del capitalismo americano. Casi tres mil personas asesinadas en una sola mañana. Hay quien viola ancianas al este de París. Me cuentan que incluso mi pequeña Guadalupe se está poniendo al día en cuestión de violencia.

—No me refiero solamente a la violencia.

¿A qué entonces? ¿Al racismo? De acuerdo, hablemos del racismo. Podría escribir miles de páginas sobre el tema. El racismo, además de ser más mortal que el sida, es mucho más común y se contagia más rápido que la gripe en invierno.

Siempre he soñado con escribir un libro sobre el racismo. El racismo explicado a los sordos y a los que no quieren oír.

Manuel, incómodo, cambió de tema:

—Es usted pintora, ¿no?

Rosélie tartamudeó que sí. Las preguntas de ese tipo siempre le hacían sentirse ridícula. Como si tuviera que pasearse en bikini, exhibiendo su celulitis, por el escenario del certamen de Miss Guadalupe. Manuel llamó por señas a un camarero, pidió un single malt y explicó:

—Mi hermana tiene una galería de pintura en París, en la Rue du Bac. Si puedo ayudarle en algo, no dude en decírmelo.

Sonaba sincero. ¡Las barbaridades que debía de haber escuchado en la universidad! Con su lengua viperina, Doris, la secretaria mestiza del departamento, repetía sin cesar:

—Resulta que no estaban casados, ¿lo sabíais?

Era yo la que se negaba. Él me lo pedía cada cierto tiempo, pero no creo que lo deseara de verdad. Parecía más bien un corredor de seguros de coche intentando venderme una póliza a todo riesgo:

—¡Así estarías cubierta si pasara algo!

Desde luego, de haberle hecho caso, ahora viviría tranquila y no tendría que hacer malabares para llegar a fin de mes.

Doris proseguía, cada vez más excitada: