Célanire Cuellocortado - Maryse Condé - E-Book
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Célanire Cuellocortado E-Book

Maryse Condé

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Beschreibung

Célanire Cuellocortado narra la historia de una guadalupeña movida por un irrefrenable deseo de venganza ante la terrible agresión que sufrió de niña y cuya herida se convertirá en el símbolo del crimen cometido no solo contra las poblaciones nativas sino contra las mujeres víctimas de violencia en todos los lugares del mundo. La protagonista, una mujer seductora y maestra en el manejo de fuerzas inexplicables, no se detendrá hasta hacer justicia desde el pequeño orfanato que regenta. Escrita a un ritmo trepidante y furioso, sin apenas concesiones, y con un estilo sugerente y pleno de expresiones criollas, Célanire Cuellocortado es, de este modo, el relato de la venganza que podría (y debería) ser la de todas las mujeres, además de una oportunidad que la autora aprovecha para abordar brillantemente algunos de sus temas favoritos: la tensa relación entre colonizados y colonizadores, el tormento de los pueblos oprimidos, el sufrimiento milenario de las mujeres, la convivencia entre vivos y muertos, el uso criminal de creencias ancestrales, la homosexualidad femenina y la consagración de la heroína rebelde en un imaginario tan poderoso como necesario aún, y especialmente, en nuestros días.

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Célanire

Cuellocortado

Maryse Condé

Traducción y glosario:

Sarah Martin Menduíña

Célanire Cuellocortado

Primera edición, 2019, del original Célanire cou-coupé,

publicado en 2000 por Éditions Robert Laffont

© Maryse Condé, 2000

Traducción:

© Sarah Martin Menduíña

Diseño de portada:

© Sandra Delgado

© Editorial Ménades, 2019

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-120159-9-7

en colaboración con

Esta historia se inspira en un suceso.

En Guadalupe, en 1995, encontraron a un bebé

con el cuello abierto sobre un montón de basura.

Las fabulaciones se propagaron como la pólvora por todo el país.

La mía, como las otras.

CÉLANIRE

CUELLOCORTADO

Para Racky, que no me leerá.

Costa de Marfil

(1901-1906)

1

Era la gran temporada de lluvias, la que va de abril a julio. Sin fervor, el faro del sol alumbraba la inmensidad del oleaje. La tierra permanecía tras el alfaque, a distancia prudente del viejo carguero, mientras una flotilla de boats subía hacia él, desafiando a la muralla del mar. Se veía a la legua que no era una tierra animada, con casas plantadas en la vegetación. Era una tierra grisácea, apagada, roída en algunas zonas por el manglar, en otras recubierta por un sudario de selva. El cielo era bajo, ensuciado por estelas de nubes. Sobre el muelle se distinguían las siluetas de los porteadores africanos encarando el diluvio como podían y las de los funcionarios europeos cobijándose bajo paraguas negros, profundos como campanas volcadas. El reverendo padre Huchard era un hombre de la vieja guardia, un veterano de la Sociedad de las Misiones africanas de Lyon. No era la primera vez que atracaba en estos parajes. Había hecho resplandecer la Luz de Dios en las poblaciones del Dahomey como en las del Bajo Congo. De modo que ya no se preguntaba por qué la tierra era tan plana, la selva de atrás tan impenetrable, la lluvia en lo alto tan incesante y el sol allá arriba, arriba, tan sin brillo. No le quitaba el ojo a una de sus seis pupilas: una oblata que respondía al nombre de Célanire. Célanire Pinceau. ¡Patronímico poco común! Sin embargo, la mirada del santo hombre no encubría ningún deseo.

Es que simplemente la oblata no era ordinaria. No hablaba nada. No parecía curiosa, excitada como sus compañeras, impacientes por comenzar su apostolado. Además, su color la distanciaba, esa piel negra que la cubría como una ropa de profundo duelo. No era exactamente negra. Más bien mestiza de no se sabe cuántas razas. No llevaba el hábito religioso, al no haber profesado sus votos. La cubría un estricto vestido gris y llevaba, alrededor del cuello, un pañuelo cortado en dos por un lazo que sostenía una maciza cruz de oro. Invierno como verano, mañana, tarde y noche, jamás se separaba del pañuelo, siempre bien ajustado, a juego con el color de su ropa. ¿De dónde salía? De Guadalupe o de la Martinica. Bueno, de una de esas colonias que solo tienen de francés el nombre, habitadas por negros bautizados, que no dejan de ser bamboula, juran en arameo, golpean tambores y beben alcoholes fuertes. Era una huérfana criada por las hermanas de la Caridad en París que deseosa de servir a África se había unido a las hermanas de Nuestra Señora de los Apóstoles de Lyon el año pasado. El reverendo padre Huchard, que la había observado a lo largo de todo el viaje, no había sacado más en claro sobre ella que lo que sabía en el instante en el que el Jean-Bart había dejado el estuario de la Gironda con un gran movimiento de aguas pantanosas. ¡Así es! Siempre que deleitaba a su auditorio con anécdotas sobre los indígenas, él, que había vivido y visto tanto, ella lo miraba fijamente de una manera que le hacía sentirse incómodo y callarse. De cualquier forma, nada más grave que reseñar. Ninguna insolencia. Ni desobediencia. Aun así, el reverendo padre Huchard no se fiaba y la creía capaz de todo. Los boats se amontonaron un instante contra el flanco del carguero, se alinearon finalmente, y los pasajeros comenzaron a bajarse, las mujeres, de pie en grandes cestas metálicas, apretando con sus faldas los muslos, los hombres, aferrándose con precaución a las escalas de cuerda trenzada. A medida que descendían, un olor a pubis mal lavado invadía las fosas nasales.

En el momento en que comienza esta historia (pero, ¿es este el principio? ¿Dónde está el principio? ¡Vaya usted a saber!), acababan apenas de enterrar a los muertos en Grand-Bassam. Una epidemia de fiebre amarilla, la tercera en diez años, había mandado al otro barrio a todo cuanto europeo había en los alrededores; lo que hizo que el gobernador Roberdeau d’Entremont decidiera transferir la capital a lugares menos insalubres, unos kilómetros más lejos, en la meseta de Adjame-Santey. Cuando le objetaban la molestia, el gasto, respondía que muy concretamente los numerosos manantiales de la base de la meseta resolverían el problema del abastecimiento de agua, lo que no era el caso de la actual capital.

Pese a estos reveses, Grand-Bassam sorprendía. Cuarenta años atrás, el lugar era un caldo de aguas dulces y saladas, perdidas en la maleza, perfumadas de emanaciones tóxicas. Hoy, una localidad bastante imponente había salido de la arena, inmaculada. No eran solo las casas del barrio France. Un jardín de cocoteros verdecía al lado del Palacio del Gobernador y de las oficinas de la Western Telegraph Company. El Palacio del Gobernador, enteramente construido con prefabricados traídos de Burdeos, era un rico ejemplo de la tecnología francesa. Del lado del río Comoé se extendía el barrio Essante o barrio de los Convertidos. Se pensaba salvar las almas de los nuevos bautizados hacinándolos en chozas de guano y hojas de palma. Desde la última epidemia, la vida renacía. Los almacenes atestados de barriles de aceite de palma abrían de nuevo. Los sacerdotes volvían a prodigar su fervor y a crear puestos secundarios que disponían como confetis a lo largo del litoral. Como la iglesia no se había quemado durante el incendio que se había encendido para frenar la epidemia y que a su vez había rematado las destrucciones, el prefecto apostólico proclamaba el milagro. Es a la Misión a donde el padre Huchard condujo a su rebaño. Lejos quedaba el tiempo en el que se decía misa en la única habitación de la casita del único sacerdote, a la vez lugar de culto, dormitorio, comedor, bodega y almacén.

Actualmente, la Misión constaba de tres sacerdotes de buena salud. Dos construcciones de bambú incluida una escuela que acogía a treinta y dos niños. Catequistas africanas, afeadas por pañoletas de tela gris que les comían la frente y batas de igual color aplastando sus pechos, habían puesto una mesa en el patio y sirvieron cálidamente una frugal comida. Arroz, algo de pescado frito, rodajas de piña.

Sin molestar, Célanire apuntaba todo lo que veía en un cuaderno. Ya había llenado dos gordos a bordo del Jean-Bart. En general, ni las hermanas de la Caridad ni las de Nuestra Señora de los Apóstoles apreciaban esa manía del diario que es orgullo. Pero algunas, más indulgentes, recordaban que Thérèse Martin, para quien se reclamaba la beatificación, había redactado su autobiografía. Las cinco religiosas de Nuestra Señora de los Apóstoles estaban destinadas a un hospital que se acababa de abrir en Man, en plena mitad de la selva. Solo Célanire iría a dar clase a menos de treinta kilómetros, en el Hospicio de los Mestizos de Adjame-Santey. ¡Siempre esa historia de los votos! Como no los había profesado, las hermanas, que no podían combatir su deseo de servir a África, no le habían, en cambio, permitido probar los verdaderos rigores cristianos.

Hacia el mediodía, un ejército de porteadores escasamente vestidos se acercó con tipoyes, y tuvo lugar la ceremonia de despedida. El padre Huchard bendijo a todo el mundo, repitiendo sus últimas recomendaciones: «Cuidado con lo que coméis, con lo que bebéis, con lo que respiráis; ojo al agua, al aire, a los paganos sobre todo. Esos secuaces de Satán pueden mataros con su magia».

Él regresaba a Francia en un santiamén, con el mismo Jean-Bart. Rezaría por ellas. Célanire se separó de sus compañeras igual que había vivido con ellas. Educada pero fríamente. Nunca había compartido sus pequeños entusiasmos, sus exaltaciones, sus miedos.

Cuando se contaban confidencias, ella se tapaba los oídos. Igual que, cuando, para enjabonarse, se quitaban tocas y velos, descubriendo sus pieles pálidas, bajaba los párpados de asco.

No bien hubo dejado Grand-Bassam, su tipoye fue aspirado por la humedad de axila de la selva. Los árboles eran como paquidermos. Tras la lluvia, tras el día sucio y triste, vino la penumbra de una catedral en la que las armonías del Magnificat de Bach no hubiesen desentonado. Sin embargo, solo se oía el floc-floc de los pies descalzos de los porteadores, hollando el humus. Iban volando. Su carga no era mayor que el peso de una niña, y sobre todo querían llegar a Adjame-Santey antes de la oscuridad. De noche, demasiados espíritus dan rienda suelta a sus malas intenciones. De tanto en tanto, giraban la cabeza tratando de distinguir los rasgos de esa sorprendente criatura, que era negra de piel, pero hablaba la lengua de los blancos, vivía con ellos, vistiéndose como ellos.

Bruscamente, una cacofonía desbancó al silencio. Monos, murciélagos, todo tipo de insectos invisibles se interpelaban, se respondían en la maraña del follaje. Célanire no escuchaba, ni siquiera miraba el sorprendente paisaje. No había venido a África a hacer turismo y se perdía en sus ensoñaciones. ¿Qué le deparaban los días futuros? Revivía los años pasados. No le había gustado Lyon, donde debía estar alerta, pues su color la señalaba en todo momento como una antorcha. Echaba de menos París. El convento de las hermanas de la Caridad se encontraba en plena calle Vaugirard. Dejada atrás la pesada puerta, claveteada y marcada por una cruz, estábamos en medio de la jungla de una gran ciudad. Allí hacía lo que quería. De noche, los cabarets vociferaban y cegaban a los transeúntes con sus luces. Negros de esmoquin se sentaban al piano-bar. Nunca la habían cogido en un renuncio, y la madre superiora la había tomado por su protegida. Ni un arrebato, un enfado, una palabra más alta que otra. A falta de ser dócil, respetaba las reglas. Una vez terminadas las clases de teología y de instrucción general, había sorprendido mucho a las hermanas. Ellas se esperaban que volviese inmediatamente a Guadalupe. Al contrario, se tomaba todo su tiempo: la venganza es un plato que se sirve frío. Afiló sus bonitos y acerados dientes uno contra otro.

Pasada la blancura de un claro, entramos de nuevo en un espeso sotobosque. Los árboles cambiaron. Se acabaron los irokos, las ceibas, los kapokiers, los árboles del caucho. Se sentía que la mano del hombre se había cebado en trabajar la naturaleza. Filas y filas de palmas de aceite se seguían con el rigor de los pasos de un soldado. Entre los troncos de los árboles, la tierra, cuidadosamente desherbada, sangraba por sus heridas. Entonces el cielo reapareció, salpicado de estrellas, y los porteadores se pusieron a correr por lo que se diría una pista.

A lo lejos, surgieron luces que parecieron dar alas a sus pies: Adjame-Santey. El tipoye se puso a dar tumbos como si lo sacudiesen las olas del océano. Con todo, Célanire se sumió en una duermevela hasta que la sacó de ella un alboroto de voces sobreexcitadas. Una tropa de askaris, cómicos con sus piernas envueltas en tiras de moletón y con sus chechias ladeadas, por poco arrolla a los porteadores. Ellos corrían en sentido contrario para anunciar a las autoridades de Grand-Bassam una terrible noticia. El Sr. Desrussie, el director del Hospicio de los Mestizos, el mismo que Célanire se disponía a secundar, acababa de pasar a mejor vida. ¡Y de qué forma! Iba a hacerle el amor a su nueva amante de dieciséis años cuando una viuda negra gigante escondida en la sábana de la cama le mordió en la verga.

¡Al minuto estaba muerto!

Nadie podía dar crédito. La víspera aún recorría las calles de Adjame-Santey fijándose en las adolescentes, con su pequeño bastón bajo el brazo, como le gustaba hacer. No había duda, la causa iba de la mano de su mujer, Rose, harta de llevar cuernos. Seguramente había acabado dando con un buen hechicero. Porque ninguna muerte es natural. Todas son obra de espíritus malignos que los más hábiles saben domesticar a su favor.

Célanire no comprendía absolutamente nada de lo que se decía a su alrededor. Sin embargo, adivinaba que su destino acababa de recibir el primer empujoncito. Con efusión, dio gracias a su Señor.

Karamanlis el griego estaba atónito. No más lejos de esa misma mañana había vendido tres cajas de cerillas al Sr. Desrussie. Este había entrado para guarecerse de la lluvia, en realidad para quejarse de todo como de costumbre, y Karamanlis había tenido que sufrir una diatriba más sobre la pereza de los de ébriés y sobre su alcoholismo. Se disponía a montarse a horcajadas en la bicicleta cuando irrumpieron los porteadores. Todo el mundo sabía a quién transportaban, quién venía a vivir a Adjame-Santey. Una oblata. Lo cual significa una religiosa, no del todo religiosa y a la que no se debe llamar «hermana». Torció el cuello para alcanzar a verla y recibió la visión de una figura de ensueño, apoyada en una almohada de cabellos de seda negra. Una emoción, que no había vuelto a sentir desde que había dejado Atenas, le brincó en el pecho. Era como si la viuda negra que había acabado con el Sr. Desrussie también hubiese atacado ahora a su corazón. Pedaleando torpemente, se adentró en lo que tenía el nombre de centro: las tiendas, algunas casas que albergaban los servicios administrativos, la escuela, la iglesia, los edificios de bambú de la Misión. Él mismo se quedaba en un barrio poto-poto donde las casuchas parecían haber sido amasadas con bosta. Algunos años antes había aterrizado en Costa de Marfil, atraído por historias de fortunas fulminantes construidas con el marfil y los frutos de palma que habían sustituido al tráfico de los negros. Ignoraba que la administración reservaba sus favores para las compañías francesas y que no había sitio para los extranjeros que destrozaban la lengua de Descartes. Entonces había trabajado de todo, incluso de buzo para lavar el oro que se explotaba en el reino de Assinie. En Adjame-Santey se había limitado al pequeño negocio: tabaco negro por hoja, azúcar a granel, sal marina, sal gema no ensacada, petróleo. Vivía sin mujer, por no tener cómo contraer un matrimonio colonial, acogiendo en su par de habitaciones a un amigo, aún más necesitado que él a pesar de su título de «mussé lékol». Jean Seydou, monitor de enseñanza indígena en la Misión, había prohibido que se le tratase de Jean y, por odio a los franceses, se decía musulmán, rebautizado Hakim. Era guapo, pelo rizado, hijo de una princesa toucouleur, muerta en el parto, y de un gran blanco, administrador de las colonias. Una mañana este lo había dejado en un Hospicio de los Mestizos antes de regresar a su tierra en el Perigord. Este comportamiento era si cabe más cruel cuando, durante once años, Jean, que todavía no era Hakim, lo había acompañado por todas partes, siguiéndolo de puesto en puesto por todos los rincones del Alto Senegal y de Níger. A pesar del cruel abandono paterno, Hakim había obtenido su diploma de estudios primarios indígena, lo que había permitido a la Misión de Bamako contratarlo como maestro. Karamanlis lo encontró tirado en la cama, sumergido en la lectura de una revista sobre la India. No se interesó por las noticias que le traían. ¿El Sr. Desrussie había muerto? ¡Pues mejor así! ¡Un viejo cabrón menos! ¿La oblata? ¡Ah, sí! ¿Era guapa, eh? No le gustaban las mujeres, paralizado, secretamente intranquilo por los cuerpos de sus alumnos y de todos esos mucamos que la colonización había hecho nacer: mucamos cocineros, mucamos lavanderos, mucamos sastres.

Solo una vez había dado el paso. Era alumno, en su último año en el Hospicio de los Mestizos. Bokar era, como él, el hijo de un administrador de primera clase y de una toucouleur, Awa Tall. Su padre había regresado a Francia antes de su nacimiento. Su madre, casada de nuevo con un jefe tradicional, lo visitaba a veces, llevando en la cabeza unas empanadillas de calabaza o una jarra de lakh que endulzaba el triste día a día del internado. Siempre venía rodeada de sus otros hijos, perfectamente negros todos, que miraban con lástima a su hermanastro bastardo. Las camas de Hakim y de Bokar eran vecinas. Lo que tenía que pasar pasó. Siguieron meses de pasión, de arrebatada felicidad. Y se descubrió el pastel. Se les notó o tal vez chicos del dormitorio se dieron cuenta de algo. A Hakim lo mandaron al territorio nuevamente pacificado de Costa de Marfil, mientras que Bokar fue a apagarse en una escuela perdida en los lindes del desierto. Allí se suicidaría años más tarde. La noticia de su muerte le había explotado a Hakim en plena cara. Desde entonces, ocasiones no le habían faltado. Principalmente, de los funcionarios franceses venidos a enterrar su juventud al sol de las colonias. Pero Hakim no había cedido nunca. Lo sabía, traería la muerte a quienes se acercara. Cortó en seco los cotilleos vacíos de Karamanlis proponiéndole ir a escuchar música a la del rey Koffi Ndizi.

Al término de un tratado firmado dos años antes, los franceses habían abonado al rey Koffi Ndizi cien piezas combinadas de tela, cien barriles de pólvora, cien escopetas de un solo tiro, dos sacos de tabaco, seis toneles de aguardiente de doscientos litros, cinco sombreros, un espejo, un órgano, cuatro cajas de licor y tres sartas de coral. A cambio de todo esto, recortaban sus poderes. Afortunadamente, debido a la importancia de su fetiche, Koffi Ndizi seguía despertando temor en sus súbditos, que le ofrecían, entre otras cosas, concubinas, bueyes, ovejas, aves de corral. Su concesión era un laberinto de patios y de casas en el que se amontonaban al menos ciento cincuenta personas. Por la noche, sus esclavos servían carnes asadas y carpas fritas en aceite de palma a cerca de un millar de cortesanos, mientras sus griots encantaban las orejas con la música de las koras y de los balafones. Esa noche nadie tenía la cabeza para escucharlos. Ni siquiera para criticar a los franceses, en tiempo normal la ocupación favorita. Dos temas dominaban las conversaciones: la muerte súbita del Sr. Desrussie y la llegada de la oblata. En apariencia, los dos acontecimientos no tenían ninguna relación entre sí. Así y todo, si se pensaba bien, ¿a quién beneficiaba esta muerte? ¿No era la oblata quien igual iba a verse ascendida al rango de directora del Hospicio? ¿Una mujer, directora del Hospicio, y una mujer negra encima? ¡Venga ya!

Excedido, Hakim se abrió camino hasta la estera real. Koffi Ndizi era un hombre demasiado corpulento, sujeto a sofocos sin razón que lo asustaban mucho. No estaba, al igual que Hakim, de humor para escuchar las pamplinas de su entorno. Tres noches seguidas, Zokpou, su primer hechicero, había tenido pesadillas. La primera noche, había visto buitres precipitándose sobre una gacela impala y devorándola totalmente cruda. La segunda, un termitero de más de cinco metros de alto se había, de golpe, reducido a polvo. La tercera, la laguna Ébrié se había teñido de sangre. Zokpou había concluido de ello que lunas mensajeras de acontecimientos inauditos iban a sucederse en el reino. ¿Cuáles? No lo sabía. Lo que sabía es que, por una vez, los franceses serían responsables. De hecho, ¿qué más podían hacer? Por su culpa, Koffi Ndizi se había convertido en un león sin melena y sin dientes. Koffi Ndizi hizo una señal a Hakim para que se acercara. Apreciaba al maestro de escuela, siempre dispuesto a denigrar con él a sus enemigos los franceses. Nada ignoraba de sus inclinaciones, pero era indulgente, por haber profusamente toqueteado a chicos en su juventud. Con el incesto, la sodomía es privilegio de rey. Desde hacía dos años, conspiraban sin éxito por la caída de Thomas de Brabant, el adjunto al gobernador, un mandón prepotente que tenía dos obsesiones: la construcción de las carreteras y de las líneas de ferrocarriles. Decía que después de los romanos, los franceses eran el pueblo que mejor había entendido la importancia de la carretera. Por su culpa no se contaban los padres de familia arrancados de sus hogares para picar piedras bajo el sol. Koffi Ndizi y Hakim habían intentado esconder una serpiente mamba en un cajón de su escritorio y sobornar a su mucamo cocinero para envenenar sus comidas. Una vez habían enterrado una muñeca a su imagen en las vísceras de un gato negro. ¡Nada!

Hakim se sentó en un extremo de la estera que le ofrecían e hizo el resumen de su última lectura. Porque el rey, por muy rey que fuese, no sabía ni leer ni escribir. En India, los ingleses no arremetían contra los poderes tradicionales. Establecían alianzas y gobernaban mano a mano con ellos.

¿Por qué los franceses lo arrasaban todo a sangre y fuego?

2

Desde que Alix Pol-Roger, el gobernador, se había ido al Norte a negociar una ubicación para instalar la nueva potencia francesa, Thomas de Brabant lo sustituía. Visto su carácter, la cosa le convenía. Tenía el poder de decidir, resolver, cortar, hacer picadillo. Ya ningún asunto era transferido a los tribunales indígenas. Thomas metía las narices en las historias de familia más repugnantes y en las causas de derecho de propiedad más enrevesadas. Aquella mañana estaba preocupado. ¡Menuda putada! ¡El Sr. Desrussie había muerto! Era un cabronazo. Pero útil. Ahora, ¿quién se iba a ocupar de los niños del Hospicio? Los funcionarios que no se habían mudado al cementerio estaban sobrecargados de trabajo. ¿Contratar a un directivo desde la metrópoli? ¡Imposible! El ministerio no quería gastar nada en la nueva colonia. Pensó que debía darse una vuelta por el Hospicio y despachó los últimos asuntos. Se vistió el casco colonial, se hizo con su paraguas tricolor a imagen de la bandera patria y se fue.

A Thomas de Brabant le habían asignado un puesto desde hacía tres años en Costa de Marfil. Al igual que el grueso de la administración, lo habían trasladado de Grand-Bassam a Adjame-Santey y no cesaba de añorar la brisa marina y el olor a sal de la antigua capital. Costa de Marfil era su primer destino tras haber terminado tercero en la Escuela de Directivos de la Francia de Ultramar. A los veintinueve años estaba casado, pero había tenido que dejar atrás a su mujer. La colonia, ya no amena para los hombres, era criminal para las mujeres. Las seca, las reseca y las fulmina por completo. Charlotte se había quedado en el cuarto piso de un hermoso edificio de la avenida Henri-Martin en París, pues la familia de Brabant era acomodada. Durante un permiso, Thomas había vuelto para cumplir con su deber conyugal y desde entonces, pensando en sus dos amores lejanos, Charlotte y la pequeña Ludivine, no dejaba de tragar quina. Su alta posición le prohibía, pensaba él, el trato con las africanas. Por consiguiente, dormía solo, devorado por todo tipo de deseos, pues aquellas a las que no debía acercarse producían en él un efecto certero.

Llovía, por supuesto, desde la mañana. A las cuatro de la tarde era casi de noche así el cielo estaba a punto de tocar la tierra. Un riachuelo escarlata bajaba atravesando el medio del trazado caprichoso de la pista y bastaron unos metros para que las altas botas de cuero de Thomas se ensuciaran. Una bandera desteñida enrollada alrededor de un asta de bambú señalaba la escuela al lado de la iglesia. Sin embargo, a pesar de jirón patriótico, Thomas no ignoraba nada de lo que pasaba tras el seto de seccos. Sus espías le habían repetido el contenido de las clases que Hakim daba a sus alumnos mayores, y nadie en la Misión lo perdía de vista. En cuanto se reuniesen suficientes pruebas contra él, ¡hale, fuera!, ¡a tomar viento! ¡Con lo muy bastardo que era! ¡Justamente, Hakim salía de la escuela rodeado de chicos jóvenes! Con su saco de yute doblado cual capucha sobre la cabeza, su ropa arrugada, jamás se hubiese imaginado a un letrado que paladeaba muy especialmente a los filósofos del siglo de las luces. Thomas y Hakim evitaron mirarse y prosiguieron su camino, uno subiendo hacia el Hospicio, el otro bajando hacia la laguna y la concesión del rey.

El Hospicio de los Mestizos, sobre la meseta de Adjame-Santey, era una construcción de una planta, harto descuidada. Sin embargo, había sido levantada según los planos del célebre arquitecto Sébastien Depelchin, quien había dado ejemplo abandonando allí a su docena de retoños café con leche. Tras el cuerpo del edificio se elevaba el pabellón del difunto director y de su viuda, una de las escasas personas de Ébriés convertidas. El salón transformado en capilla ardiente estaba desierto, a excepción de algunas mujeres de funcionarios fingiendo aflicción. La viuda lloraba ruidosamente sobre el pecho de una joven desconocida. De piel muy negra. Pero de cabellos no crespos, lisos, peinados en un moño prolongado por una trenza, ancha como un brazo. Vestida a la europea, un pañuelo de seda negra y lunares atado alrededor del cuello. Su boca generosa estaba maquillada de malva, sus párpados de azul. Sin embargo, todo ese maquillaje era demasiado vistoso, aplicado en torpes trazos, como lo haría una mano novicia. Thomas se preguntaba con quién se las vería cuando ella se presentó: Célanire Pinceau, llegada la víspera. No se esperaba nada parecido. Esta oblata de la que todo Adjame-Santey hablaba, parecía una hetaira. Melindrosa, hablaba un francés perfumado aquí y allá con acentos exóticos y sembrado de giros inusuales. Cualquiera podía sentirse atraído por su color. Y es que era originaria de una lejana colonia francesa, Guadalupe. Había perdido a sus padres, su mamá y su papá, cuando era pequeña. Entonces, había sido acogida por las hermanas de la Caridad y educada por ellas en París. Les debía toda su educación. Diploma de estudios superiores. Certificado de aptitud para la enseñanza general y religiosa. Y tal. Y cual. Se había preguntado seriamente por qué, desde hacía tres siglos, los misioneros pasaban delante de África, la rodeaban casi sin detenerse para dirigirse a las Indias, a China, a Japón. Por fortuna, la Sociedad de las Misiones africanas había sido finalmente fundada y se había instalado en ella una institución femenina. Entonces pudo realizar su sueño: hacer triunfar el santo nombre de Dios en este continente desheredado. Thomas, por naturaleza poco crédulo, se preguntó enseguida lo que escondía tras ese discurso tramposo. Los ojos con los que lo abrasaba desmentían las banalidades que su boca pronunciaba. ¡Le traían sin cuidado tanto África como el apostolado y el sacerdocio! Lo que ella quería no había quién se lo negase. Su voz se hizo suplicante: ¿qué sería de ella, ella cuyo jefe había tan funestamente fallecido? ¿La iban a mandar de vuelta a París? Thomas se mostró atento. ¡Qué va, qué va! Sustituiría al Sr. Desrussie. Su decisión estaba tomada. No había visto sus documentos. A pesar de todo, le parecían impecables. Hablaría con el gobernador en cuanto llegase. ¡Que se quedara tranquila!

En estos momentos, Hakim penetraba en el vestíbulo de Koffi Ndizi, pues el rey lo había hecho llamar. Estaba encerrado en su casa de adulto. Con la ayuda de un intérprete, se entrevistaba con un hombre cubierto por los pliegues de una gandura, ropa poco habitual en aquella región costera: Diamagaram, un hechicero musulmán, descendiente de Kong. Al llegar Hakim, Koffi Ndizi despidió al intérprete, puesto que el maestro de escuela hablaba mandiga. Con el Santo Libro abierto delante, Diamagaram había además trazado un dibujo cabalístico sobre una bandeja llena de arena y se concentraba. Veía que malos espíritus acababan de instalarse en Adjame-Santey, espíritus terriblemente malignos que venían del otro lado del agua. Este hecho era más sorprendente aún sabiendo que los espíritus no atraviesan el agua. Estas superficies movedizas pobladas por animales de sangre fría les asustan, y, en las riberas, se pueden oír los gemidos de rabia y de impotencia que exhalan cuando se les escapan sus presas. Si se habían instalado en Adjame-Santey, quería decir que cabalgaban a un «caballo». Es así como se llama a un humano que se desvive por ellos y que se reconoce por un signo particular. Se trataba entonces de encontrar ese signo, de encontrar ese «caballo», y de dejarlo fuera de combate, lo cual no era fácil. Diamagaram confesó que en Bondoukou había perseguido durante meses a un «caballo» que no tenía más que un pequeñísimo signo en el cuerpo: dos dedos del pie soldados en uno solo. Deshacerse de un «caballo» conllevaba sacrificios extraordinarios. Nada de simples aves de corral, ni corderos ni tan siquiera bueyes. No. Albinos. Niños nacidos de pie. Gemelos. Muchachitas impúberes. Koffi Ndizi hizo saber que estaba dispuesto a todo. Miraba fijamente al hechicero, visiblemente maravillado por su labia, su rosario de grandes semillas y su grueso Corán.

Es entonces cuando Kwame Aniedo, el príncipe heredero, magnífico vástago de dieciséis años, entró reptando, según la costumbre. Imploró el perdón de su padre por atreverse a molestarlo. Pero se trataba también de un asunto serio. Tres concubinas reales, una dejando tras ella su niño de pecho, habían salido de la concesión sin pedir permiso a la reina madre. Al regresar, no habían confesado dónde habían pasado la tarde. ¿Cuántos azotes de fusta de buey debían administrarles?

A las seis de la mañana, antes de que el sol hubiese abierto sus ojos perezosos, antes de que las mujeres hubiesen encendido el fuego de leña y calentado el agua para el aseo de los hombres, una información volaba de boca en boca. La oblata que Thomas de Brabant acababa de nombrar directora del hogar de los mestizos, esperando la ratificación del gobernador, reclutaba a gente. ¡Reclutar no tenía nada de extraordinario! Los franceses no paraban de reclutar a gente. Reclutaban para construir las carreteras, los puentes sobre los ríos, las líneas de ferrocarril, los wharfs, los aserraderos, las fábricas de ladrillos, los faros. Lo que era sorprendente en este nuevo caso, es que la directora solo reclutaba a muchachas y sobre todo que las pagaba. A cada una le entregaba de inmediato un peculio. Algo con que comprarse pagnes y pañuelos en la CFAO, jabón, perfume, polvo de talco en la tienda de Karamanlis.

Hubo una estampida hacia el Hospicio.

De pie en medio del jardín, Célanire examinaba a cada candidata como en tiempos de los mercados de esclavos. Desde los dientes hasta la planta de los pies. Luego, ayudada por la viuda de Desrussie transformada en intérprete, pasaba a las preguntas. ¿Tenía la candidata un marido? ¿Un prometido? ¿Ya había tenido hijos? ¿Niñas? ¿Niños? ¿Cuántos? Al cabo de pruebas que duraron todo el día, reclutó a una quincena de muchachas que reunió bajo los mangos con los pequeños mestizos. Una guardería, explicó, se crearía para los peques de menos de tres años que, a partir de entonces, ya no serían abandonados como en el pasado a su baba y a su caca. La escuela de aula única sería reforzada. Los alumnos llevarían un uniforme de tela caqui entre semana, blanca el domingo.

Las niñas en edad de coger una aguja aprenderían costura, pero esto no sería lo esencial de su enseñanza. Seguirían las mismas clases que los chicos. Estos, sin embargo, los jueves y los sábados desbrozarían las tierras sin dueño que rodeaban el Hospicio con la idea de transformarlas en palmerales. Plantarían también un huerto y harían crecer tomates, berenjenas, coles. Con las aves de corral y las ovejas que criarían de aquí a un año, dos años como máximo, el Hospicio debería vivir de forma autosuficiente. ¿Comprendido? ¡Pueden disponer!

Al final del día, Célanire se confió a su nueva amiga, la viuda de Desrussie. No se consolaba de haber perdido a su querido papaíto y lo veía constantemente delante de sus ojos. Era un espléndido mestizo, un «mulato», como se dice en las Antillas, tan bueno como guapo. Un hombre de deber que no tenía otra pasión sino la ciencia. Se entregaba a experimentos sobre animales y, solo frente a todos, había emprendido una cruzada contra los estragos del opio introducido en el país por la mano de obra china. Describía Guadalupe como un paraíso perfumado con aromas de vainilla y de canela. Pese a su ingenuidad y su gusto por los cuentos bonitos, la viuda de Desrussie adivinaba, como Thomas de Brabant, que Célanire no decía la verdad. Esa mujer escondía algo. Se la adivinaba más peligrosa que una serpiente mamba. Sus proyectos relativos al Hospicio eran preocupantes, pues las tierras que rodeaban al Hospicio no carecían de dueño. Pertenecían a los ébriés.

Sin la insistencia de Karamanlis, Hakim jamás habría respondido a la invitación de Célanire. El Hospicio de los Mestizos le traía demasiados malos recuerdos. Era toda una parte de su infancia la que le subía en una arcada. Pero desde que el griego había advertido a la oblata al fondo de su tipoye, deliraba al oído de todos los que entraban en su tienda. Él tan avaro, se equivocaba al dar el cambio, ya no pegaba ojo en toda la noche. Así que, bueno, le suplicó a Hakim que trabase relaciones con el objeto de su deseo con el fin de acercarse a ella más tarde. Pues, vulgar comerciante, encima extranjero, nunca se encontraría entre los invitados al Hospicio. Hakim alisó entonces su pelo con brillantina y vistió un caftán blanco.

En pocas semanas, el Hospicio se había metamorfoseado. El viento cantaba a través de las ramas de una incipiente plantación de bambús. Casias de flores rosas, magnolias, arboledas de algodón, crecían a porfía. En el salón de la planta baja, que una profusión de lámparas de petróleo alumbraba como a pleno día, tenía lugar una recepción más bien formal, y Hakim se encontró bastante mal ataviado. Pese a que nadie bailaba, un fonógrafo tocaba los últimos aires de moda en París: tangos y pasodobles. Todo cuanto alto funcionario y director de factoría se contaba en Adjame-Santey estaba presente. Sin olvidar un puñado de oficiales de permiso. Estos hombres privados de mujeres devoraban con la mirada a las africanas, todas jóvenes y bonitas, que ofrecían vino tinto o cerveza. Célanire, descaradamente maquillada, con su eterna cinta alrededor del cuello, vigilaba todo aquello. Llevaba un vestido de seda tan peligrosamente escotado que su pecho parecía querer precipitarse al exterior.

Lo que acabó de perturbar a Hakim fue que Thomas de Brabant se comportaba en la estancia como maestro de ceremonias. Llevaba su traje de etiqueta: pantalón de hilo blanco, chaqueta de igual color con charreteras y al extremo bocamangas con adornos de oro sobre fondo negro. Contra su costado, golpeaba la vaina de su sable. Su denso cabello estaba peinado hacia atrás y daba caladas a un habano, estrechando de cerca a Célanire. ¿Qué pasaba con esos dos? Hakim sabía que, por orden del gobernador en funciones, tierras pertenecientes a Koffi Ndizi habían sido confiscadas a beneficio del Hospicio. Pero nunca había tenido la oportunidad de ver a Thomas y a Célanire juntos. Estaba más claro que el agua: eran amante y querida. Se acostaban juntos. Thomas había por fin encontrado a la mujer negra educada a la occidental que le permitiría satisfacer sus deseos. Hakim, desconcertado por su descubrimiento, se encontró, sin saber cómo, cara a cara con la que ocupaba sus pensamientos. Sonriendo, Célanire le ofreció un vaso de cerveza, que rechazó con un movimiento de negación tan brusco que lo derramó al suelo. Para nada ofendida, le ofreció otro vaso mientras sus ojos, burdamente pintarrajeados de kohl, expresaban una invitación tan imperiosa que se le heló la sangre al desgraciado de Hakim. Masculló que era un musulmán y no bebía nada de alcohol. ¿Un musulmán, eh? Explotó de risa como si hubiese oído un buen chiste. Luego lo interrogó. ¿Era maestro, verdad? ¿Cuántos alumnos había en la Misión? Hakim consiguió recobrar un atisbo de voz. Una docena, todos hijos de jefes de la región. Era el principio de la administración y de sus acólitos, los sacerdotes, secuestrar a los hijos de los notables. ¿Secuestrar? Al oír esta palabra, se echó a reír de nuevo, divertida aparentemente por la pulla. Afortunadamente, Thomas de Brabant llegó para poner fin a este cara a cara. Hakim se precipitó al exterior. La tibieza de la lluvia y el estruendo familiar de los insectos nocturnos lo calmaron. ¿Por qué se agobiaba? No era la primera vez que una mujer le manifestaba su deseo. La vida de un homosexual está plagada de celadas así. Mientras trataba de pensar, tres parejas salieron del salón. Una de las chicas sujetaba a su pareja, que la besó ávidamente en el cuello. Las otras se manoseaban sin pudor. Desaparecieron bajo los soportales, volvieron a aparecer, acometieron la escalera monumental que apresaba dos plumerias entre sus barandillas. ¿A dónde iban?

Una absurda sospecha germinó en la mente de Hakim. A su vez, subió los peldaños de cuatro en cuatro. La escalera se terminaba en un rellano que se prolongaba en un corredor, a esa hora sumido en la oscuridad. Las parejas se habían perdido en la sombra. Abrió una puerta al azar, y el olor inimitable de la infancia regresó a su nariz: un dormitorio. No era lo que buscaba. Volvió a dejar la puerta cerrada a su espalda, dio vueltas por el rellano, se sintió tonto y bajó de nuevo al salón. Allí, el tango y el pasodoble ya no intimidaban a nadie. Las africanas bailaban, obedeciendo a sus parejas y riéndose de esa música de locos. No se había escuchado nada de ese tipo sino en Jacqueville, donde un africano llamado Latta Ahui había construido una barraca de baile. Solo se admitía a los que conocían las diversiones de los blancos. Los otros podían mirar. En un sofá, Célanire y Thomas cuchicheaban, mejilla contra mejilla. Impaciente, la mano de este último toqueteaba el muslo de la oblata. Presa otra vez del pánico, Hakim se echó a la calle y, a toda prisa, volvió a casa.

Karamanlis se negó a creer una sola palabra de toda la historia. ¿Un burdel? ¡Venga ya! ¿Por unas cuantas caricias y algunos besos robados a chicas generalmente poco ariscas? Que pensaran de Thomas de Brabant lo que quisieran, la colonia sabía que era un modelo de virtud. En cuanto a Célanire, solo era una oblata. No una monja. Podía maquillarse y ataviarse como le diese la gana. Al final, Karamanlis se enfadó, prohibiéndole a Hakim insultar a la mujer que le gustaba.

Desde entonces, se sucedió una pelea tras otra. Un insulto detrás de otro. En pocos días, la situación entre Hakim y Karamanlis se envenenó de tal forma que una tarde, al volver de la escuela, Hakim encontró sus cosas diseminadas bajo la lluvia. Las recogió bajo la mirada divertida del mucamo de los vecinos. ¿A dónde iría ahora? El salario de miseria de un moussé lékol no le permitía pagarse un alojamiento. Tras un momento de duda, se dirigió hacia su único refugio: la concesión de Koffi Ndizi.

Allí, la conmoción era máxima.

Koffi Ndizi estaba reunido desde la mañana con la reina madre y el consejo de ancianos. Las tres concubinas reales no habían soportado la somanta de azotes de fusta de buey. Rechazando cuidados y vendas, habían huido, dejando atrás esta vez, a sus niños pequeños. No habían vuelto a sus familias, como lo hacen las mujeres ultrajadas según la costumbre. ¿A dónde habían ido? Al Hospicio de los Mestizos, donde la directora las había reclutado al instante. Es que circulaban rumores, confusos como todos los rumores, definiendo al Hospicio como el paraíso para las mujeres. Allá arriba, según parecía, no se esperaba en vano la felicidad. La cogías a manos llenas. ¡No más leña verde que te ahúma los ojos! ¡No más faenas de agua! ¡No más foutou que moler! Hakim sabía de qué forma se trataba a las mujeres en la concesión de Koffi Ndizi. ¡Bestias de carga y carne de placer! Solo las princesas tenían derecho a ser independientes, a elegir a sus maridos, a cambiarlos si les venía en gana. De hecho, no estaba lejos de comprender esas fugas. Al mismo tiempo, tenía miedo de lo que esperaba a las fugitivas en el Hospicio si su intuición no le engañaba.

Como no conseguía acercarse al rey, tomó el camino de la casa de Kwame Aniedo. El heredero se divertía con una esclava, pero, buen príncipe, interrumpió sus retozos y le ofreció dormir tantas noches como necesitase en su vestíbulo.

Kwame Aniedo no era solamente guapo. En la escuela figuraba entre los niños más dotados, y Hakim había intentado persuadir a su padre de que podría convertirse en experto en los secretos de los blancos. ¡En vano! El rey no había querido saber nada. La escuela, pensaba, era tiempo perdido. A los trece años, había sacado de ella a su hijo para no dañar su prestigio de príncipe heredero. De ahí que, desde hacía tres años, Kwame Aniedo no hiciera nada más que comer como un descosido, bostezar escuchando a sus músicos o aterrorizar a las muchachas que rechazaban entrar en su cama. Odiaba a los franceses, que habían degradado a su padre y prestaba oídos atentos a las diatribas anticolonialistas de Hakim, sin sospechar que lo único que interesaba a este último era acompañarle cuando se deshacía de sus ropas y se tiraba desnudo en la laguna.

Al comienzo de la noche, la habitual multitud de hermanos y de primos, príncipes de sangre desocupados, llenó la casa de Kwame Aniedo. La velada transcurrió vaciando grandes tragos de vino de palma, charloteando sobre el destino de las concubinas reales. Todos estaban de acuerdo con que había que volverlas a traer a la fuerza e inventarles un castigo que sirviese de ejemplo. El nervio de buey no bastaría. Unos días de encierro sin comer ni beber. Hakim se durmió bien tarde y roncaba aún cuando un mensajero vino a despertarlo: Koffi Ndizi lo reclamaba. Con la pipa de barro embutida entre los dientes, el rey caminaba de un lado para otro. No había pegado ojo en toda la noche y no había parado de hablar con la reina madre y los ancianos. Habían finalmente llegado a una decisión. Puesto que la maldita oblata era la protegida de los franceses, había que ir con tino. Hakim le escribiría en nombre del rey una carta civil rogándole que volviese a mandar a las tres concubinas. Le explicaría que pertenecían a la familia real. Recluirlas constituía un grave incumplimiento de las tradiciones, una ofensa. Hakim volvió pues a su casa a buscar papel, un portaplumas, y escribió todo lo que se le pedía.