El evangelio del Nuevo Mundo - Maryse Condé - E-Book

El evangelio del Nuevo Mundo E-Book

Maryse Condé

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Beschreibung

La última y soberbia novela de Maryse Condé. Un poderoso testamento literario. Un relato de dimensiones bíblicas con ecos de García Márquez, Carlos Fuentes o Saramago. La madrugada de un domingo de Pascua, una madre recorre las calles de Fond-Zombi y un bebé abandonado llora entre las pezuñas de una mula. Ya adulto, Pascal es atractivo, mestizo sin saberse de dónde, y sus ojos son tan verdes como la mar antillana. Vive con su familia adoptiva, pero el misterio de su existencia no tarda en hacer mella en su interior. ¿Cuál es su origen? ¿Qué se espera de él? Los rumores vuelan por la isla. Se dice que cura a los enfermos, que lleva a cabo pescas milagrosas… Se dice que es hijo de dios, pero ¿de cuál? Profeta sin mensaje, mesías sin salvación, Pascal se enfrenta a los grandes misterios de este mundo: racismo, explotación y globalización se funden con sus propias vivencias en un relato lleno de belleza y fealdad, de amor y desamor, de esperanza y derrota. CRÍTICA «Maryse Condé tiene un estilo inimitable para dibujar personajes fuertes y auténticos.» —Véronique Maurus, Le Monde «Las historias de Maryse Condé son ricas, coloridas y gloriosas. Atraviesan continentes y siglos para penetrar en el corazón de sus lectores.» —Maya Angelou «Un regocijante falso relato bíblico protagonizado por un joven profeta de las islas que no sabe a qué santo consagrarse.» —Philippe Chevilley, Les Echos «Maryse Condé combina un gran talento para contar historias con un poderoso sentido del humor.» —The New York Times Book Review «Jamás he leído un texto tan salvaje, tan duro y tan tierno al mismo tiempo.» —Junot Díaz «Maryse Condé es un tesoro de la literatura universal. Escribe desde el centro de la diáspora africana con brillantez y una profunda comprensión de la humanidad.» —Russell Banks «Con una obra rica, profunda y comprometida, la escritora antillana está considerada como un "monstruo sagrado" de las literaturas francófonas.» —Lourdes Ventura, El Cultural «Condé es una maestra en el arte de la narrativa autobiográfica.» —Ivana Romero, Clarín

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A Pascale: nunca una amiga

se convirtió en tan perfecta secretaria.

A Serina, a Mahily, a Fadel y a Leina;

y en homenaje a José Saramago.

PRIMERA PARTE

1

Es un pedazo de tierra rodeado de agua por todas partes: una isla, como suele decirse. No tan grande como Australia, pero tampoco pequeña. Es mayormente llana, pero combada por espesos bosques y dos volcanes. A uno de ellos se lo conoce como Pistón de la Gran Caldera y estuvo haciendo de las suyas hasta 1820, cuando destruyó la coqueta ciudad que se desplegaba en sus faldas para después sumirse en una inactividad absoluta. Como el lugar goza de un «verano eterno», los turistas acuden en manada y disparan sin cesar sus mortíferos aparatos intentando capturar hasta el último destello de hermosura. Hay quienes llaman a esta tierra cariñosamente «Mi País», pero no es un país sino una «región ultramarina», un «departamento de ultramar», vaya.

La noche en que Él nació, Zabulón y Zapata luchaban en mitad del firmamento, arrojando haces de luz con cada gesto. Era un espectáculo fuera de lo común. Los aficionados a escrutar la bóveda celeste están acostumbrados a divisar la Osa Menor, la Osa Mayor, Casiopea, el lucero del alba u Orión. Pero avistar dos constelaciones como aquellas, surgidas de lo más profundo, es insólito. Significaba que a la criatura que venía al mundo le aguardaba un destino sin par. Aunque en principio nadie parecía sospecharlo.

El recién nacido se acercó los minúsculos puños a la boca y se ovilló entre los cascos de la mula que lo calentaba con su aliento. Tras dar a luz en la cabaña donde los Ballandra almacenaban sacos de estiércol, bidones de herbicida y demás aperos de labranza, Maya trataba de asearse con el agua de una calabaza que, por suerte, se le había ocurrido traer. Por sus mejillas regordetas resbalaban gruesos lagrimones.

No se imaginaba que sufriría de aquel modo al abandonar a su hijo. No sabía que el dolor le desgarraría las entrañas con sus colmillos afilados. Sin embargo, no veía otra solución. Había logrado ocultarles a sus padres que estaba embarazada, sobre todo a su madre, que no paraba de fantasear con el radiante porvenir que sin duda esperaba a su hija a la vuelta de la esquina. Maya no podía regresar a casa con un bastardo en brazos.

Se quedó atónita cuando tuvo la primera falta. ¡Un hijo! Un ser diminuto y viscoso que se orinaba y defecaba en su regazo: en eso habían quedado aquellas noches ardientes y poéticas.

Terminó escribiendo a su amante, Corazón, nombre poco adecuado para aquel gigante de rostro impertérrito. A la tercera carta sin respuesta, Maya acudió a la agencia que gestionaba el Empress of the Sea, el crucero donde se habían conocido. Cuando se presentó en la oficina en busca de información, una chabine[1]encaramada sobre unos vertiginosos tacones de aguja la interrumpió sin piedad:

—No proporcionamos datos personales de nuestros pasajeros.

Maya escribió una última carta. En vano. Un sombrío presentimiento le atenazaba el corazón. ¿No iría ella a convertirse en una más de esa horda de mujeres abandonadas, mujeres sin marido ni amante que se dejaban la piel criando a sus hijos? Eso no era lo que Corazón le había prometido. En absoluto. Corazón le había prometido la luna. La cubría de besos, la llamaba «amor mío» y juraba que nunca antes había querido a ninguna otra mujer como a ella.

Corazón y Maya no pertenecían a la misma clase social: él era miembro del poderoso clan de los Tejara, cuyo linaje de negociantes, terratenientes, abogados, médicos y profesores se remontaba a los tiempos de la esclavitud. Enseñaba historia de las religiones en la universidad de Asunción, su ciudad natal. Poseía esa altivez tan característica de los niños de buena familia, aunque atenuada por una sonrisa dulce y encantadora. Como hablaba con fluidez cuatro idiomas (inglés, español, portugués y francés), la compañía marítima lo había contratado para impartir charlas a los pasajeros de primera y segunda clase.

Lo más molesto era aquel sueño que Maya tenía una noche tras otra. Se le aparecía un ángel ataviado con una túnica azul y una flor en la mano: un lirio de la especie conocida como Lis canna. El ángel le anunciaba que daría a luz a un hijo cuya misión sería cambiar la faz del mundo. Bueno, un ángel por decir algo: se trataba de uno de los seres más raros que Maya había visto en su vida. Calzaba un par de botas de charol altas y relucientes. Sus cabellos canosos le caían en tirabuzones sobre los hombros. Aunque lo más extraño era la protuberancia que parecía esconder a su espalda. ¿Una joroba? Una noche ya no pudo más y lo espantó con una escoba, pero la noche siguiente él volvió a aparecérsele como si nada.

El bebé se había quedado dormido y gemía en sueños. La mula no cesaba de resoplar sobre su cabecita. Antaño los Ballandra guardaban en aquella misma choza a su vaca Plácida. Pero un buen día la pobre se desplomó, con un hilillo de baba espesa chorreándole por el hocico. El veterinario, que acudió a toda prisa, concluyó que tenía fiebre aftosa.

Sin volverse siquiera para mirar al bebé por última vez, Maya salió de la cabaña y ascendió por el sendero que conducía a la calle principal y serpenteaba por detrás de la casa de los Ballandra. Respiraba tranquila: aunque la luz inundaba los alrededores, ella sabía que a esas horas no corría el riesgo de que los dueños aparecieran de improviso y la sorprendieran. Como todos los habitantes de aquel país más bien aburrido, estaban embobados frente al televisor, una pantalla plana de cincuenta pulgadas que se acababan de comprar. El marido, Jean-Pierre, cabeceaba bajo los efectos del ron añejo, mientras que su mujer, Eulalie, andaba toda atareada tricotando un corpiño para alguna de sus innumerables obras benéficas.

Al empujar la valla de madera que daba acceso al jardín, Maya tuvo la sensación de estar adentrándose en un terreno de soledad y dolor; terreno en el que, sin duda, transcurriría su vida a partir de entonces.

Nada más poner un pie en el sendero de grava, se topó con Deméter, famoso en el barrio por sus borracheras y por meterse en trifulcas a menudo sangrientas. Lo acompañaban dos de sus acólitos, que andaban ya tan beodos como él y que, a grito pelado, juraban haber visto una estrella de cinco puntas surcar el cielo sobre la casa. En un enredo monumental de brazos y piernas, el trío de borrachines hipaba espatarrado en la acequia por donde corrían las aguas residuales de la ciudad. No parecía que estas les molestaran, y Deméter se puso a cantar a voz en cuello un viejo villancico: «¡Veo, veo el lucero del alba…!». Maya hizo como si no los viera y siguió su camino con los ojos anegados en lágrimas.

¿Qué habría ocurrido de no ser por Pompette, la mascota de madame Ballandra, una perrita arrogante y mimada que siempre andaba haciendo de las suyas? Aquella noche se superó a sí misma. En cuanto Maya desapareció en la oscuridad, Pompette agarró a su dueña por el dobladillo del vestido y la arrastró hasta la cabaña. La puerta se encontraba abierta de par en par, y madame Ballandra presenció un espectáculo inesperado, un espectáculo bíblico.

Un recién nacido yacía en el pesebre, entre los cascos de la mula que lo calentaba con su aliento. ¡Semejante escena tenía lugar nada menos que un Domingo de Pascua! Madame Ballandra juntó las manos y murmuró: «¡Milagro! Este es el regalo del cielo que ya no me atrevía a seguir esperando. Te llamaré Pascal».

El pequeño era guapo de veras: tez morena, pelo lacio y negro como el de los chinos, una boca de trazos delicados. Al estrecharlo contra su pecho, la criatura abrió los ojos, de un gris verdoso idéntico a la mar que bañaba las costas del país.

Madame Ballandra salió al jardín y empezó a subir la cuesta de vuelta hacia la casa. Jean-Pierre Ballandra no daba crédito cuando vio a su mujer regresar con un recién nacido en brazos y Pompette trotando pegada a sus talones.

—¿Pero qué ven mis ojos? ¡Un bebé! ¡Un bebé! Pero no acierto a distinguir si se trata de un niño o de una niña.

La frase puede sorprender a quien no sepa que Jean-Pierre Ballandra era corto de vista y que, a esas alturas de la noche, ya llevaba varios vasos de ron. Por añadidura, usaba gafas desde que, a los quince años, una rama de guayabo le perforó la córnea.

—Es un niño —anunció Eulalie, muy seria.

Acto seguido, tomó a su marido de la mano y lo obligó a arrodillarse a su lado. Se pusieron a rezar un benedícite, pues ambos eran muy religiosos.

[1]. Los chabins tienen, por caprichos genéticos, la piel más clara que sus progenitores negros. El término se emplea en criollo de Guadalupe para diferenciarse de los mestizos o mulatos. (A no ser que se indique lo contrario, todas las notas son de la traductora.)

2

Jean-Pierre y Eulalie Ballandra formaban una pareja poco convencional: él descendía de africanos y ella era blanca y rosácea, pues sus antepasados, oriundos de un islote pedregoso, decían tener sangre vikinga. Sus corazones, sin embargo, latían ajenos a todas estas trabas. Pese a los largos años de vida en común, seguían profesándose auténtica devoción. Jean-Pierre solo tenía ojos para Eulalie y jamás se había dedicado a picar de flor en flor, práctica muy extendida y apreciada entre los hombres del país. Llevaba años haciéndole el amor a la misma mujer, la única para él. Eulalie, por su parte, vivía por y para su esposo. El matrimonio no había logrado tener hijos a pesar de sus incesantes visitas al ginecólogo. La juventud de Eulalie había consistido en un calvario de abortos hasta que, por fin, la misericordiosa menopausia le concedió el don de la esterilidad.

Jean-Pierre y Eulalie no pasaban apuros económicos. Vivían con desahogo gracias a los beneficios que les procuraba su vivero, bautizado sin demasiada originalidad como El Jardín del Edén. Jean-Pierre era un verdadero artista. Cultivaba, entre otras maravillas, una variedad especial de rosa de Cayena. La rosa de Cayena es, por lo general, una flor bastante corriente, pero las de Jean-Pierre llamaban la atención por lo aterciopelado de sus pétalos y, sobre todo, por su delicado y penetrante aroma. Todo tipo de instituciones se las quitaban de las manos: dependencias de la Seguridad Social, oficinas del paro, comedores sociales… Su rosa de Cayena era conocida como «rosa Elizabeth Taylor», pues Jean-Pierre, de joven, cuando estaba en paro y mataba el tiempo como podía, había sido un gran aficionado al cine, especialmente al cine americano. Tras quedar deslumbrado por la interpretación de su actriz preferida en Cleopatra, bautizó en su honor la rosa que acababa de crear.

La llegada de Pascal a la familia causó un revuelo considerable. A la mañana siguiente, Eulalie se recorrió todas las tiendas de la ciudad y compró un carricoche amplio como un Rolls Royce. Lo tapizó de cojines de terciopelo azul para acostar dentro al pequeño. Todos los días, a las cuatro y media, salía de casa y se dirigía a la Place des Martyrs. Situada a orillas de la mar, aquella plaza parecía un ventanal recortado en la arquitectura barroca de la ciudad.

Eulalie aspiraba la brisa marina a pleno pulmón y contemplaba extasiada cómo el agua, de un gris verdoso parecido al de los ojos de Pascal, espumeaba hasta donde alcanzaba la vista. Eulalie siempre le había tenido cierto respeto a la mar, espléndida perra guardiana que custodiaba cada extremo del país. Pero el hecho de que fuera del mismo color que los ojos de su niño, de pronto las reconciliaba y las convertía casi en amigas. Ella permanecía un largo rato contemplándola, agradeciéndole la compañía, y luego se encaminaba hacia la Place des Martyrs.

La Place des Martyrs era el corazón de Fond-Zombi. Estaba rodeada de hermosas ceibas, plantadas por Victor Hugues cuando Napoleón Bonaparte lo envió para restablecer la esclavitud. Eulalie paseaba por las atestadas alamedas, daba la vuelta a la plaza varias veces y después tomaba asiento cerca del quiosco de música donde, tres días por semana, una orquesta municipal interpretaba los ritmos de moda. Quienes se sentaban cerca siempre quedaban fascinados por la belleza del pequeño, y el corazón de Eulalie se henchía de gozo y orgullo.

¡Menudo jaleo había en la Place des Martyrs! Adolescentes haciendo novillos, chicos y chicas apretujados todos juntos; asambleas de parados convencidos de que tenían la clave para arreglar el mundo; sirvientas uniformadas que vigilaban como podían al sinfín de criaturas a su cargo, desde bebés de teta a pequeños aventureros que correteaban por doquier.

Todos se levantaban para atisbar el interior del carricoche al paso de Eulalie. Tanta curiosidad se debía a varias razones. En primer lugar, Pascal era extraordinariamente guapo. Pero, además, resultaba imposible decir de qué raza era. Pero me doy cuenta de que la palabra «raza» está desfasada, así que sustituyámosla rápido por otra. «Orígenes», por ejemplo. Resultaba imposible determinar sus orígenes. ¿Era blanco? ¿Negro? ¿Asiático? ¿Habían construido sus ancestros las ciudades industriales de Europa? ¿Provenía de la sabana africana? ¿O quizá de algún país polar recubierto de nieve? Pascal era una mezcla de todo. En cualquier caso, no solo su belleza suscitaba curiosidad: un rumor tenaz iba ganando cada vez más terreno. Había algo antinatural en todo aquello. Precisamente un Domingo de Pascua, el Señor le había enviado un niño a Eulalie, que llevaba años dejándose las rodillas en múltiples peregrinajes a Lourdes y a Lisieux. El Todopoderoso, sin duda, debía de tener dos hijos y le había mandado a ella el benjamín. Un hijo mestizo, ¡qué idea tan hermosa!

El rumor fue corriendo de boca en boca hasta extenderse por todo Fond-Zombi y sobrepasar incluso las fronteras del país. Se comentaba tanto en las chozas como en las casas elegantes y adineradas. Cuando llegó a sus oídos, Eulalie lo aceptó de buen grado. Solo Jean-Pierre se negó a comulgar con una historia que, a su entender, constituía una auténtica blasfemia.

3

Cuando Pascal cumplió cuatro semanas, su madre decidió bautizarlo. Un domingo soleado, el arzobispo Altmayer salió de su residencia de Saint-Jean-Bosco y dejó solos a los huérfanos a su cargo mientras las campanas de la iglesia repicaban alegremente. Eulalie le había puesto al bebé una delicada casaca de lino blanco con una pechera de punto. Él agitaba sin cesar los piececitos envueltos en un par de patucos tejidos con hilo DMC entreverado de oro y plata. Llevaba además una cofia que le iba de perlas a su rostro de querubín. El bautizo se celebró con los fastos propios de una boda o un banquete: trescientos invitados, monaguillos vestidos de blanco agitando estandartes con los colores de la Virgen María. Hombres y mujeres con sus mejores galas.

Justo después del postre (un surtido de helados exóticos), hizo su aparición un visitante desconocido. Su apariencia dejó pasmados a todos los presentes. Lucía un traje de paño a rayas, de corte bastante anticuado, y una especie de gola a modo de corbata. Calzaba un par de botas de charol de caña alta, similares a las de los tres mosqueteros de Alexandre Dumas. Pero lo más extraño era que parecía esconder a la espalda una curiosa carga: ¿una joroba? Además, una barba canosa le recubría el mentón.

Fue derecho hacia Eulalie, que revoloteaba de un lado a otro con una copa de champán en la mano.

—Dios te salve, Eulalie, llena eres de gracia —sentenció—. Traigo un presente para el niño Pascal.

Acto seguido, le tendió el paquete que sostenía con sumo cuidado. Contenía un jarrón de arcilla donde crecía una flor que no se parecía a ninguna otra que Eulalie, pese a tener un marido florista, hubiese visto antes. El color era lo más sorprendente: tostado como la piel de una câpresse.[2]Los pétalos caían formando bucles que parecían tallados en terciopelo y rodeaban un delicado pistilo amarillo azufre.

—¡Qué flor más bonita! —exclamó Eulalie—. ¡Y qué extraño color!

—Se llama Teta de Negra —explicó el forastero—. Su destino es conseguir que el mundo olvide el Cantar de los Cantares. ¿Te acuerdas de aquel extraño versículo que rezaba «negra soy, pero hermosa»? Semejantes palabras no deben volver a pronunciarse.

Eulalie no entendía absolutamente nada:

—¿A qué viene todo esto? —preguntó extrañada.

Solo obtuvo silencio por respuesta, pues su interlocutor se había esfumado. De repente, volvía a estar sola con su copa en la mano. ¿Habría sido un sueño?

Angustiada, corrió en busca de Jean-Pierre, que andaba por allí cerca, riendo y bebiendo champán con un grupo de invitados. Cuando le contó el extraño episodio que acababa de vivir, su marido se encogió de hombros.

—No te preocupes —dijo—. Será, sin duda, algún admirador que no se ha atrevido a ir más allá de los piropos. Ya le sacaré yo partido a esa flor.

Cumpliría su palabra. Muy pronto El Jardín del Edénalbergaría dos maravillas: la rosa de Cayena y la rosa Teta de Negra.

Cuando Pascal cumplió cuatro años, su madre decidió mandarlo a la escuela. No es que estuviera harta de comérselo a besos cada vez que pasaba junto a ella ni de verlo correr, juguetear con la perra Pompette o poner el vivero patas arriba. Pero la educación es un bien preciado. Quien se proponga llegar a algo en la vida debe formarse todo lo que pueda. Jean-Pierre y Eulalie habían sufrido mucho por no haber tenido la oportunidad de estudiar.

Con doce años Jean-Pierre ya sulfataba las plantaciones de bananos de un gran terrateniente y, a una edad más temprana si cabe, Eulalie empezó a acompañar a su madre al mercado para vender lo que su padre pescaba: bagres azules, bagres rosas, pargos, tencas, dracos, merluzas, doradas…

De modo que matricularon a Pascal en la escuela de las hermanas Mara. Las hermanas Mara eran gemelas y todo el mundo conocía a su madre, que trabajaba en el presbiterio y no pasaba un Viernes Santo sin verse obligada a guardar cama, con los estigmas de la pasión de Cristo en pies y manos. Todo el mundo sabía que el padre de sus hijas era en realidad el padre Robin. Había sido reverendo de la parroquia durante muchos años, antes de retirarse en su vejez a un geriátrico para el clero cerca de Saint-Malo. Por entonces la gente hacía la vista gorda con los excesos de los curas. Aún no existían películas americanas como Spotlight o Por la gracia de Dios, y nadie decía nada cuando se quebrantaban los mandamientos del Señor.

La escuela de las hermanas Mara era una elegante construcción con un vasto arenero donde los alumnos forcejeaban como auténticos diablos durante los recreos. Su primer día, Pascal lució un conjunto azul y blanco con calcetines a juego. Las hermanas lo recibieron con efusividad, convencidas de que el muchacho sería una gran adquisición. Sin embargo, tardaron bien poco en desengañarse.

Pascal resultó no ser el tipo de alumno que esperaban. Se pasaba las clases soñando despierto, solo se juntaba con los niños más pobres y, a la menor oportunidad, corría a la cocina, donde dos sirvientas mal pagadas preparaban los menús del comedor escolar. Les prodigaba caricias y palabras cariñosas. Las mujeres, a cambio, lo colmaban de dulces. De no ser por el respeto que le tenían a Eulalie, las hermanas Mara habrían expulsado a Pascal sin pensárselo dos veces.

Un día después de su quinto cumpleaños, Eulalie condujo a Pascal hasta la cabaña que se alzaba al fondo del jardín. Jean-Pierre, frío como de costumbre, los siguió arrastrando los pies. La cabaña estaba impecablemente limpia y ordenada. Los sacos de estiércol y de herbicida yacían amontonados en un rincón, y el suelo estaba recubierto de gravilla blanca. Eulalie se giró hacia Pascal:

—Tengo que confesarte algo importante: te quiero mucho, ya lo sabes, pero no te llevé en mi vientre. Tampoco eres fruto de su esperma —añadió, señalando a Jean-Pierre.

—¿Eso qué quiere decir? —exclamó Pascal, atónito.

La historia le parecía de lo más extraña. Aunque la mayoría de los niños del país no conocían a sus padres, sí tenían claro quiénes eran sus madres: las mujeres que vivían esclavizadas, deslomándose y sudando la gota gorda para poder vestirlos y mandarlos a la escuela.

—Lo que quiero decir —prosiguió Eulalie— es que un Domingo de Pascua te encontramos en esta cabaña y te adoptamos.

—¿Y quiénes son mis verdaderos padres? —quiso saber Pascal, con la voz ya entrecortada por el llanto.

Fue entonces cuando Eulalie le desveló sus supuestos orígenes.

Por extraño que pueda parecer, durante algunos años Pascal no le dio importancia a aquella confesión e ignoró también las constantes habladurías sobre sus orígenes. Sabía que había nacido en una tierra de tradición oral donde las mentiras suelen cobrar más fuerza que la verdad. Pero un buen día, sin saber por qué, empezó a prestar atención a los rumores. Al fin y al cabo, resulta bastante más agradable ser hijo de Dios que de un mendigo. Aquello se convirtió en una auténtica obsesión para él.

A veces se quedaba inmóvil, escrutando el cielo. Este se había entreabierto una segunda vez y el misterio de la encarnación había vuelto a producirse. Pero esta vez el Creador había obrado con prudencia. Había elegido como hijo a un mestizo, un hombre de sangre mezclada, para que así ninguna raza pudiera oprimir a las demás como había sucedido en el pasado. El problema residía en que no le había explicado a su vástago qué esperaba de él exactamente. ¿Qué se podía hacer con este mundo, sacudido por atentados y enfermo de violencia?

De tanto darle vueltas al enigma, el carácter de Pascal terminó cambiando por completo. Alternaba periodos de gran excitación con etapas de mutismo profundo. Se preguntaba constantemente por sus orígenes y no soportaba el silencio en el que habían vuelto a sumirse Eulalie y Jean-Pierre, como si ya estuviera todo dicho.

Se llevaba mejor con su padre que con su madre, porque no valoraba la educación que esta se empeñaba en darle. Aborrecía sobre todo las lecciones de piano con monsieur Démon, que había sido excluido de su propia familia por haberse casado con una mulata. Además, Eulalie le reprochaba sin parar que no leía lo suficiente y la encolerizaban sus malas compañías: Pascal siempre buscaba rodearse de muchachos sin linaje, como él.

[2]. Sinónimo en desuso de mulâtresse («mulata»). Evoca la tonalidad de las «alcaparras» (câpres).

4

Cuando Pascal cumplió siete años, su madre lo apuntó a catequesis con el padre Lebris. Como siervo de Dios, el padre Lebris habría podido debatir con el joven sobre el rumor de sus orígenes, que crecía imparable. Por desgracia, ni se lo planteó. Se limitó a tratar a Pascal como un privilegiado. El día de la Ascensión lo colocaba a la cabeza de la procesión que iba desde la catedral a la iglesia de Massabielle. Las malas lenguas murmuraban que el padre Lebris temía contrariar a Eulalie, que era rica, tenía un corazón de oro y andaba siempre haciendo obras de caridad para ayudar a los necesitados de la parroquia.

A los dieciocho años, después de sacarse el título de bachiller (sin matrículas de honor ni felicitaciones de ningún tipo por parte del claustro, pues, la verdad sea dicha, era un alumno bastante mediocre y despistado), Pascal decidió buscar trabajo. El camino parecía trazado de antemano: le bastaba con colocarse en El Jardín del Edén. Desgraciadamente, no le gustaban las plantas de ninguna clase, ni siquiera las flores más hermosas y de perfume más embriagador. Soñaba, en cambio, con abrir una guardería o un jardín de infancia. Le obsesionaba la máxima «Dejad que los niños se acerquen a mí». No tanto porque de ellos fuera el reino de los cielos, sino porque a esa tierna edad aún se posee el don de la tolerancia y el deseo de un mundo armonioso. No se atrevió a confiarle sus anhelos a Jean-Pierre, siempre reacio a gastar más de lo necesario. De manera que el 1 de abril, día de los inocentes,[3] Pascal se incorporó a la plantilla de El Jardín del Edén para ocuparse de la sección de plantas grasas: aloe veras, echeverias, sansevierias, pandanos, cactus de Navidad y madreselvas.

En aquella época su apariencia se transformó radicalmente. Desapareció el pequeño con carita de querubín e inefable belleza, y en su lugar apareció un hombre imponente al que cualquier mujer desearía llevarse a la cama. Vestía camisas de algodón que se entreabrían dejando ver un pecho escultural, como tallado en piedra; y, bajo un vientre prodigiosamente plano, su pene se fue alargando hasta tal punto que empezó a resultarle difícil acomodarlo dentro de la ropa interior infantil de la marca Petit Bateau que Eulalie le compraba. Lo curioso de aquel cambio es que fue exclusivamente físico. Pascal aún era tímido. Conservó la vocecilla suave de la infancia, la tendencia a cecear y los enormes ojos soñadores que siempre parecían estar tratando de resolver la misteriosa ecuación de su vida.

Al cabo de un tiempo se produjo un acontecimiento importante. Nuestros países, lentos y pusilánimes, suelen tardar en ver lo que salta a la vista. Cuando Jean-Pierre ya estaba a punto de cumplir los sesenta y padecía artrosis severa en la rodilla derecha, su tierra natal lo reconoció súbitamente como un creador excepcional y le otorgó una condecoración a la excelencia. El acto de entrega tendría lugar en Porte Océane, la segunda ciudad más importante del país.

¿Acaso no había inventado dos flores únicas, la rosa de Cayena y la rosa Teta de Negra, hermosas como ninguna otra sobre la faz de la tierra? Aunque Kenia destacara en la venta de flores y pudiera presumir de los jardines más hermosos del mundo, Jean-Pierre se las apañaba para encontrar clientes en los lugares más recónditos: Trípoli, Ankara, Estambul. Curiosamente, nadie relacionaba a Eulalie con semejante éxito. Pero todos sabían que siempre se despertaba a las cuatro de la madrugada y que se ocupaba personalmente de disponer las flores en ramos, arreglos y coronas. Escogía con mimo los embalajes más adecuados para cada encargo y, sobre todo, era una verdadera artista anudando cintas de regalo. Pero era una mujer. De manera que solo podía ser la ayudante del genio. Sin hacerse demasiadas preguntas, Jean-Pierre aceptó agradecido el reconocimiento.

Alquiló un Mercedes-Benz de último modelo para desplazarse hasta Porte Océane, que dista muchos kilómetros de Fond-Zombi. Primero hay que bordear la mar que se extiende como una alfombra de terciopelo pespunteada de estrellas aquí y allá; después hay que adentrarse en espesos bosques que se pierden en el horizonte.

Sentado en el asiento del copiloto junto a su padre, Pascal contemplaba el paisaje con los ojos como platos. La cercanía de la mar siempre inundaba su corazón de una cierta tristeza, pues casi nunca se bañaba en sus aguas, cuando en realidad desearía perderse por completo en ellas cada día. Jean-Pierre y Eulalie ya estaban demasiado mayores para ir a la playa. La única excepción era el Lunes de Pascua, cuando toda la familia degustaba allí el tradicional cangrejo en salsa con espinacas.

Porte-Océane se extendía al fondo de una coqueta bahía donde antaño se apiñaban hordas de navíos negreros llenos a rebosar de su triste carga. En la actualidad, los paquebotes de crucero habían sustituido a los esclavistas. Desde primera hora de la mañana, los turistas de todos los colores y procedencias —chinos, japoneses, franceses, alemanes, americanos— invadían las calles, plazas y mercados, y regateaban con los tesoros de la región formando una cacofonía monumental de lenguas y colores.

El palacio donde Jean-Pierre debía recibir su medalla se llamaba El Rialto y era un edificio de ensueño, un capricho del millonario italiano Massimo Coppini que databa de 1943. Íntimo de Benito Mussolini, Massimo Coppini había tenido mejor olfato que su amigo el Duce y había huido de Italia con su desorbitada fortuna justo antes de la debacle del Tercer Reich. El Rialto albergaba una sucesión de salones a cuál más lujoso, decorados con cuadros de los mejores artistas de la región. Destacaban una tela de Nelson Amandras, artista venezolano, y una «Ciudad imaginaria» pintada por el haitiano Préfète Duffaut. Como los seres humanos nunca son del todo blancos ni del todo negros, resultó que MassimoCoppini no era solo un asesino de judíos, sino también un alma generosa que dio indiscutibles muestras de bondad. Mandó construir una serie de guarderías denominadas La Gota de Leche, donde las madres solteras podían alojarse gratis con sus retoños.

Cuando Jean-Pierre, Eulalie y Pascal hubieron atravesado el vasto patio adoquinado, orgullo del Rialto, descubrieron con estupor que la entrada no era libre. Unos hombres, vestidos con camisetas negras donde iba impreso en letras blancas o bordado de mala manera el eslogan «Igualdad para todos», examinaban con cara de pocos amigos las invitaciones de la gente. Si tenías la mala suerte de no poseer una, de inmediato te exigían nada menos que diez euros. Pascal quedó demasiado impactado como para limitarse a seguir a sus padres al interior del palacio y mezclarse sin más con los invitados para intercambiar palabras superficiales.

Interpeló a un joven de su edad cuyo torso apenas se intuía bajo una camisa de algodón descolorida con estampado de cuadros. Iba embutido en un pantalón vaquero que, a decir verdad, no tenía mejor pinta.

—¿Qué pasa? —le preguntó Pascal—. ¿Por qué hay que pagar entrada? ¿Desde cuándo El Rialto es una cueva de ladrones?

El joven replicó sin alterarse:

—¿Ladrones? No son ellos los que merecen ese nombre. Tienes delante a los obreros de la empresa nacionalizada Le Bon Kaffé.

—Le Bon Kaffé —repitió Pascal sin entender.

El muchacho se llevó una mano a la frente y se mofó:

—¡Sí que ves las noticias tú! Hace semanas que esta pobre gente tiene al país en jaque, los que no acaban enchironados o molidos a palos por la policía, claro. ¿En serio no te suenan de nada los obreros de Le Bon Kaffé?

En efecto, Pascal recordaba haber visto varios reportajes en la televisión sobre aquel movimiento de revuelta popular, pero no les había prestado la menor atención. Desde luego, no ignoraba que este mundo está mal hecho: mientras que algunos degustan los más finos manjares, otros se mueren de hambre, no tienen acceso a la educación e ignoran lo que les depara el porvenir. Pero estas reflexiones no le quitaban el sueño.

—Tranquilo, hombre —dijo—. Anda, ven, que te invito a un trago.

Los dos muchachos recorrieron las calles y avenidas cercanas, pero los comerciantes ya habían echado el cierre. Al final encontraron un bar en una callejuela lateral con vistas a la mar. Daba la impresión de que, estirando los brazos y tirándote de cabeza, podías alcanzarla y perderte en su oleaje.

El muchacho se presentó:

—Me llamo José Dampierre. Mi padre, Nelson Bouchara, es el sirio más rico de este jodido país. Llegó con lo puesto, con una mano delante y otra detrás. Ahora está podrido de dinero. Por desgracia, nosotros ni hemos olido su fortuna. Le hizo cuatro hijos a mi madre y después se desentendió por completo. El último, Alexandre, es mudo. Sordomudo, mejor dicho.

Pascal le tendió su cajetilla de tabaco y José exclamó:

—¡Pero si son Lucky Strike! ¡Lucky Strike! Nunca en mi vida he fumado cigarrillos americanos.

[3]. Este día se celebra, según la tradición francesa, la fiesta de los «poissons d’Avril». Se gastan bromas y se cuelgan peces («poissons») de papel en la espalda de las víctimas. Equivale al día de los Santos Inocentes (28 de diciembre) en España y en muchos países de América Latina.

5

Pascal y José no tardaron en volverse inseparables. Harto de ver a su madre arrodillada en charcos de agua sucia fregando el suelo de los señores y pariendo hijos sin cesar para el sirio más rico del país, José había agarrado el petate nada más cumplir los diecisiete años y se había largado de la chabola familiar dando un portazo. Abandonó Fond-Zombi y se instaló en Bois Jolan, en casa de un hermanastro de su madre que, además, era su padrino y había muerto sin descendencia.

Bois Jolan es uno de los municipios más pobres del país. Nada supera la fealdad de sus cabañas decrépitas y cojas. Pero también es el reino de la mar. Cuando esta se levanta de buen humor, acude suave, muy suave, a acariciar la resplandeciente arena. Cuando monta en cólera, arroja olas gigantes y truena enfurecida. Por la noche, se calma y tararea con su inimitable vocecilla.

Al marcharse de Fond-Zombi, José se llevó consigo a su hermano menor, Alexandre, pues su madre no podía seguir pagando la desorbitada cuota que costaba su escolarización en el Instituto Mortimer. Alexandre era un crío de diez años, bello y delicado como una niñita. No sabía hablar, pero a cambio sabía reír como nadie. ¿De qué? Quién sabe. Probablemente de las quimeras y las sandeces que se le pasaban por la cabeza. Su boca emitía un gorjeo constante, parecido al de las tórtolas: grititos más o menos agudos pero siempre afinados, que no cesaban en ningún momento. José lo quería con locura y Pascal no tardó en sentir lo mismo.

A Pascal enseguida le gustó la vida en Bois Jolan, tan diferente al lugar donde él había crecido: hombres sentados en la arena remendando sus redes y contando un torrente de chistes que le habrían sacado una sonrisa a un muerto, amas de casa que se peinaban con graciosos moñitos y andaban arrastrando las pantuflas, el olor de la salmuera del pescado puesto a ahumar… De hecho, le gustó tanto que no tardó en instalarse definitivamente con José. Por extraño que pueda parecer, en ningún momento se planteó compartir con su amigo el secreto de su origen y no le reveló la identidad de su supuesto padre.

La noche en que tomó la decisión de mudarse con José, tuvo un sueño. Un hombre cuyo rostro no acertó a distinguir le susurraba con un fuerte acento extranjero (¿español?): «A partir de ahora, te haré pescador de hombres». Se despertó tiritando en la espesa noche. Pescador de hombres. ¿Qué significaba eso? Los hombres no son alegres pececillos coloreados de rojo o azul como los que se exhiben a través del cristal de un acuario. No se dejan manipular con facilidad; son desobedientes y piensan solo en sí mismos.

José y Alexandre no trataban a Pascal como a un mesías, sino como a un hermano mayor por el que sentían gran cariño. Al despuntar el alba, José y Pascal dejaban a Alexandre dormido sobre el montón de harapos que le hacía las veces de camastro, subían a bordo de su barquito saintois[4] y se iban a pescar. El mundo parecía recién estrenado. Todo era del mismo color blanco lechoso. No se escuchaba más ruido que los susurros de los espíritus resoplando al desperezarse y encaminarse a sus quehaceres. Solo una cosa afligía a Pascal: las capturas del día apenas cubrían el fondo del bote, y regresaban a la orilla con las manos casi vacías.

Para remediarlo, se le ocurrió una idea:

—Oye, ¿y si pusiéramos las nasas cerca del islote Bornéo? Nos iría mejor, ¿no te parece? —le proponía sin cesar a José. Este negaba con la cabeza e invariablemente respondía:

—En el islote Bornéo no crece un solo árbol. No hay más que arena y cactus. Si ponemos las nasas por allí, en pocos minutos saldremos ardiendo como antorchas.

Un día, contra todo pronóstico, José accedió. A primera vista, sus reticencias estaban bien fundadas. El islote Bornéo, rojizo y pelado, solo albergaba cactus enanos que emergían a duras penas del suelo pedregoso y un par de cabañas ruinosas donde antaño los marineros secaban o ahumaban el pescado. Sin embargo, cuando regresaron al día siguiente para retirar las nasas, descubrieron un botín que superaba con creces todas sus expectativas: tencas, papardas, merlos, jureles, pargos, doradas, dracos e incluso pequeños tiburones blancos atrapados en las jaulas. La barca pesaba tanto que el timón no respondía y tardaron horas en regresar a Bois Jolan.

¡Peces y más peces! En un abrir y cerrar de ojos, la buena nueva se extendió por el pueblo y la multitud se agolpó en la orilla.

Para entender semejante revuelo, es preciso saber que antaño el pescado fresco abundaba en el país. Empezó a escasear cuando los ricachones japoneses y chinos arramblaron con todo. Los mayores recordaban con nostalgia los viejos tiempos, cuando no existían las especies protegidas y todo podía comerse. Había un sinfín de restaurantes que se forjaron buenas reputaciones por los blaffs[5]y las brochetas que preparaban con pescado de Bois Jolan, y no existía cocina donde no flotaran los efluvios de los courts-bouillons,[6]aderezados —o no— con chiles bondaman Jacques.[7] Los pescadores pesaban en su balanza Roberval[8] kilos de tortuga de carne verde o generosas rodajas de atún —cuya sangre, por cierto, es idéntica a la de los humanos—, y vaciaban con gran habilidad las conchas de los lambis.[9] Tampoco se olvidaban de desenmarañar los largos tentáculos de los pulpos, erizados de ventosas.

Aquella fue la primera de las muchas «pescas milagrosas» de Pascal, como enseguida las bautizaron a lo largo y ancho del país. Estas traerían consigo multitud de reyertas, enfrentamientos y acaloradas peleas. Habrían podido desembocar en una auténtica tragedia de no ser porque el alcalde de Bois Jolan, Norbert Pacheco, decidió intervenir.

Menudo personaje, el tal Norbert Pacheco. No solo era alcalde de Bois Jolan, sino que ocupaba un puesto muy importante en la dirección de la empresa nacionalizada Le Bon Kaffé. Cuando los obreros comenzaron a marchar y manifestarse por todo el país, no dudó en enviarles patrullas de gendarmes, que los molieron a palos y los metieron sin contemplaciones en el calabozo.

Le Bon Kaffédaba trabajo a tres cuartos de los hombres y de las mujeres en edad activa del país. En los folletos turísticos, presumía de su labor social. Ponía a disposición de sus empleados, a cambio de un módico alquiler, espaciosos apartamentos situados en altas torres de hormigón que proliferaban como setas por todas partes. Poseía además un colegio y dos liceos muy cotizados. Los padres estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de que admitieran allí a sus hijos. Los alumnos vestían un coqueto uniforme a rayas y lucían auténticos sombreros Panamá fabricados en América Latina.

Pero todo esto era pura fachada: los obreros de Le Bon Kaffése quejaban de estar explotados y de cobrar salarios miserables, lo cual explicaba su descontento.

En cuanto se produjeron los primeros altercados en Bois Jolan, Norbert Pacheco volvió a las andadas. Desplegó por la playa varias patrullas de gendarmes que obligaron a los compradores a esperar su turno en fila india y a abstenerse de cualquier comentario. Ese era el precio del restablecimiento de la calma.

[4]. Como gentilicio, este término designa a los guadalupeños originarios del archipiélago de Les Saintes. Entre estos, debido a su mestizaje en época colonial con franceses bretones de tez clara, no es infrecuente encontrar personas de piel oscura, rasgos antillanos y ojos claros. Como sustantivo, la palabra se refiere a una embarcación de pesca típica de estas islas, fabricada con madera local.

[5]. Guiso típico de pescado marinado con lima y especias. Normalmente, se sirve acompañado de verduras y arroz.

[6]. Caldo corto de pescado escaldado.

[7]. En las Antillas, los chiles habaneros, muy picantes, se conocen como bondaman Jacques o bondamanjak. La expresión es humorística, al aunar las palabras «bonda» («nalgas, trasero») y «man» («señora, esposa») con el nombre propio «Jak» (Jacques). En criollo, resulta frecuente el uso de «man» junto a un nombre para referirse a la mujer de alguien. Así las cosas, la denominación bondamanjak alude con picardía (ya sea por el picor o por el calor que producen, o bien por su forma) al trasero de la esposa de un tal Jacques.

[8]. En el siglo XVII, el matemático Gilles Personne, natural de Roberval (al norte de Francia), colocó los platos de la balanza sobre el astil (en la tradicional balanza romana se encontraban por debajo).

[9]. Caracol marino comestible.

6

Después de la cuarta pesca milagrosa, Pascal se sinceró con José y le habló de sus supuestos orígenes. Él lo dejó explayarse y, en un momento dado, lo interrumpió riendo:

—Lo sé desde hace tiempo. ¿Es una tontería o te lo tomas en serio?

Pascal no supo qué responder y, tras un breve silencio, confesó:

—Ni yo mismo lo sé. Ojalá tuviera claro qué hay de cierto en las habladurías.

Los dos amigos no volvieron a tocar el tema.

Unos meses después Pascal recibió una visita inesperada: Jean-Pierre. Estaba solo en casa, pues José había salido para acompañar a Alexandre al Instituto Mortimer. Padre e hijo llevaban más de un año sin verse. Pascal se había comportado como un cobarde con sus padres: les había informado por carta de que abandonaba El Jardín del Edén para instalarse definitivamente con José en Bois Jolan. No se había atrevido a decirles que no se sentía del todo hijo suyo y que necesitaba entender la confusa misión que muchos le atribuían. Se limitó a esgrimir una serie de argumentos, a cuál más vago y rebuscado, que traicionaban las dudas de su corazón y los remordimientos que lo atenazaban. Insistió mucho en que estaba a punto de cumplir veinte años y, por tanto, era perfectamente capaz de decidir qué hacer con su vida. Además, como sus padres bien sabían, a Pascal nunca le había terminado de gustar el entorno burgués donde lo obligaban a vivir, su arrogancia, su indiferencia ante cualquier asunto que no le afectara directamente.

Pero la realidad era muy distinta. Todos los niños adoptados pasan por esa etapa, los psicólogos no se cansan de repetirlo. Tienden a minimizar los cuidados que reciben de sus padres adoptivos y se obsesionan con su verdadero origen. Pascal nunca conocería los besos de su auténtica madre, su ternura, el gusto y el olor de su piel. A veces, se sorprendía a sí mismo persiguiendo a mujeres desconocidas por la calle, seducido por sus formas maternales. Se pasaba la vida debatiéndose entre dos extremos inalcanzables: saber a dónde iba y de dónde venía.

Jean-Pierre aparcó su pick-up frente a la cabaña de José y se apeó del vehículo con gran dificultad. Pascal lo observó acercarse con el corazón en un puño. Nunca habría imaginado que su padre pudiera envejecer tanto en tan poco tiempo. Estaba calvo, orondo, y le costaba mucho trabajo caminar: arrastraba los pies y se detenía a cada instante para resoplar. Se saludaron con dos besos.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo? —preguntó Pascal, preocupado.

—Los médicos dicen que es artrosis —respondió Jean-Pierre—. Se trata de un mal bastante común a mi edad, pero no te negaré que es una lata.

Se dejó caer derrengado en una silla.

—Lo peor son las piernas —gimió—. Me temo que pronto no podré andar siquiera.

Pascal se arrodilló ante su padre, le arremangó el pantalón de tela gris y descubrió dos miembros rojizos, hinchados, recubiertos de una piel que parecía una capa de escamas, translúcida y moteada de manchas oscuras. Masajeó ambas piernas con suavidad. Al cabo de un rato, le ordenó:

—Levántate y anda.

Jean-Pierre obedeció y se aventuró a dar un par de pasos por la estancia, exclamando atónito:

—¿Qué tienes en las manos? De pronto me duele mucho menos.

Padre e hijo se miraron con ternura, al borde de las lágrimas. Pero Jean-Pierre enseguida se recompuso: