La vida sin maquillaje - Maryse Condé - E-Book

La vida sin maquillaje E-Book

Maryse Condé

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Beschreibung

Después de rememorar su infancia en "Corazón que ríe, corazón que llora", Maryse Condé retoma el relato de su vida y nos invita a acompañarla en la apasionante travesía que marcó su juventud: un periplo que comienza en París, con un embarazo accidental y el abandono del hombre al que ama, y que la lleva a vagar por distintos países de África en busca de esa identidad que ya empezaba a entrever con el descubrimiento de la negritud. Costa de Marfil, Guinea, Ghana y Senegal conforman el poliédrico escenario de la transformación vital de Maryse, que se pasea por los círculos revolucionarios del socialismo africano y se entrega a la fiebre de la creatividad literaria al tiempo que se enfrenta a diversos desengaños amorosos, a los obstáculos de la maternidad no deseada y a los estragos emocionales de la orfandad. Narrar su historia tal y como es, sin maquillaje ni paliativos: ese es el eje que vertebra la obra, revelándonos un espíritu que, a pesar de sus terribles sufrimientos, conservó intacta su pasión por la vida. Honesta e irónica, delicada y brutal, Maryse Condé vuelve a ensanchar los límites de la autobiografía para construir un bello relato universal: el de una mujer desposeída que, sin dejarse arrastrar por los embates del destino, busca incansablemente la plenitud y la felicidad.

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La vida sin maquillaje

Maryse Condé

Traducción del francés a cargo de

 

 

 

 

 

Una letal compilación de damas asesinas, dotada de un vitriólico humor negro, que rescata del olvido a catorce maestras del crimen que hicieron de lo criminal un arte.

 

 

 

 

 

«Un libro magníficamente bien documentado y lleno de detalles de lo más sangriento. Maravilloso.»

Kirkus Reviews

 

«Este libro te atrapará y te mantendrá despierto toda la noche.»

People

Prólogo

por Martha Asunción Alonso

Quienes vengan de leer las enternecedoras memorias de infancia y adolescencia de la narradora guadalupeña Maryse Condé (Pointe-à-Pitre, 1937) sin duda llegarán a las puertas de La vida sin maquillaje ansiosos por averiguar qué soles se esconden tras la esquina de la Rue Cujas. ¿Qué le deparará el futuro a esa rebelde niña prodigio, heredera de una alta dinastía antillana de «Supernegros», a quien vemos cruzar con paso firme la última calle de Corazón que ríe, corazón que llora?

La protagonista de esa postal parisina de los años cincuenta tiene toda la vida por delante. Contempla el horizonte como se miran los juguetes por estrenar. En La vida sin maquillaje, sin embargo, escuchamos el relato de una exploradora que es consciente de haber recorrido gran parte del viaje. Hace un alto en el camino. Una pausa para observarse desnuda, sacudirse el fardo de las mentiras piadosas y poder, acto seguido, afrontar con mayor ligereza el penúltimo trecho de su travesía. La imagen que le devuelve el espejo contiene tantas luces como sombras. Y exactamente así, sin obviar ni un solo claroscuro, es como la comparte Maryse Condé.

El título resulta inequívoco. Nos encontramos ante un libro confesional, cuya intención manifiesta es la de narrarse desde la intimidad de la verdad, por muy incómoda que pueda llegar a ser. Condé aspira a retratarse sin activar los tramposos engranajes que tienden a ponerse en marcha, de manera más o menos inconsciente, en las escrituras del yo. Acomete el ejercicio de pintarse sin recurrir a los adornos ni a los artificios típicos del discurso (auto)biográfico. Aviso a navegantes: lo consigue. A La vida sin maquillaje no le sobra, en efecto, ni una flor. Ni un pétalo. El lector tiene en sus manos a un ser humano a la intemperie, en carne viva, contando y contándose las cicatrices con una crudeza y una lucidez sobrecogedoras.

La ganadora del premio Nobel Alternativo de Literatura en 2018 rememora aquí su periplo por África. Trata de esclarecer en qué medida el continente ha resultado decisivo en su forja como mujer, madre, académica y escritora de tardía pero fértil vocación. Reconstruye desde la madurez los episodios fundacionales de una identidad polifacética, compleja, fraguada en el nomadismo y en el compromiso por la libertad.

En cierto modo, la mirada que Maryse Condé le dedica a África en estas memorias nos recuerda al protagonista de la novela Papá Goriot, de Honoré de Balzac. Eugène de Rastignac, a la salida del cementerio, contempla París a sus pies y exclama, desafiante: «À nous deux maintenant!». De modo análogo, Condé emprende su odisea africana huérfana y dispuesta a conquistar la esencia originaria de un continente rico en contradicciones y desengaños. El lector la acompaña en una trepidante búsqueda de raíces que implica, ante todo, el aprendizaje de la libertad. Y también una lucha encarnizada por la ascensión social, la realización personal y el afán por domesticar la tierra mítica, en un vano intento de regresar al estado de gracia primigenio: al vientre de la madre.

Peregrinamos por París, Londres, Ghana, Guinea, Costa de Marfil, Benín y Senegal. Todo ello en pleno auge del movimiento cultural de la negritud, la efervescencia de las teorías panafricanistas, las independencias y los primeros pasos titubeantes de las nuevas naciones libres en la segunda mitad del siglo pasado. Por desgracia, el «socialismo a la africana» no tardaría en virar hacia el autoritarismo, el personalismo y la corrupción.

Maryse Condé pone de manifiesto su postura crítica y su visión desencantada sobre este particular. En ese sentido, La vida sin maquillaje encierra la cronología del nacimiento de una conciencia creadora para quien lo político y lo literario caminan de la mano. Supone una sagaz reflexión sobre los estragos del (neo)colonialismo, además de un testimonio privilegiado de los acontecimientos fundamentales del siglo XX.

Mencionaré, por ejemplo, uno de los primeros episodios de brutal represión sufridos por la Guinea del dictador Ahmed Sékou Touré: el denominado «complot de los profesores», acaecido en 1961. Maryse Condé, como leemos en La vida sin maquillaje, fue testigo del mismo y llegó a conocer en persona a Touré. Vivió además, con gran tristeza, el mandato de Kwame Nkrumah en Ghana, llegando incluso a ser arrestada y expulsada del país, acusada de espionaje. Todas estas traumáticas vivencias devienen leitmotivs en su obra, trufada de referencias históricas a las culturas, las artes y las letras africanas (las literaturas francófonas, por cierto, constituirán la principal línea de trabajo de Condé en su carrera como investigadora en la universidad neoyorquina de Columbia).

Por otro lado, me parece importante señalar que este segundo volumen de memorias viene a completar las claves fundamentales para la exégesis de la obra condeana que nos proporcionara el primero. La lectura de La vida sin maquillaje como continuación de Corazón que ríe, corazón que llora nos procura un valioso pasaporte para transitar por el imaginario condeano. Se comprende el modo en que la alquimia literaria transforma lo vivido en bálsamo creativo. Sanadora ficción.

En Corazón que ríe, corazón que llora, una inocente Maryse asiste por azar, siendo muy niña, a un parto complicado. En La vida sin maquillaje, somos testigos de los cuatro embarazos de Maryse, ya adulta, y del nacimiento de sus hijos: Denis, Sylvie, Aïcha y Leïla. Resulta de lo más natural que en el universo condeano la experiencia de la maternidad, clásicamente relegada a los márgenes del canon, se aborde de manera recurrente y en toda su ambigüedad. La maternidad de Condé me hace pensar en las representaciones plásticas que nos legó la artista Louise Bourgeois: una tela de araña protectora y depredadora al mismo tiempo. Se percibe con claridad el anhelo de resquebrajar el sinfín de mitos tenaces que asfixian, cual espesa capa de maquillaje, las vidas y los cuerpos de las mujeres.

Entre otras cosas, la lectura de La vida sin maquillaje permite entender mejor por qué en las historias de Condé abundan las «malas madres». Esas madres que no quieren, que no saben o que tal vez no pueden ejercer como tales. Las «niñas-madre». Madres solas, enfermas, desbordadas, que no se resignan a ser únicamente las mamás de alguien, que entregan a sus bebés en adopción, que abortan, presas de la culpa; que se debaten entre remordimientos terribles, que hacen daño, que se olvidan de cuidar(se), que huyen. Y también se visibilizan los malos embarazos. Las violencias simbólicas, sexuales y obstétricas. Los retoños no deseados, que pesan demasiado, que no se sienten amados y que, en consecuencia, van por la vida «acumulando moratones en el alma». Las hijas que siguen y seguirán tropezándose, por los siglos de los siglos, allí donde cayeron sus madres, pues ciertas piedras se heredan sin remedio con la sangre.

Igual que se hereda la resiliencia. A imagen de la propia Maryse Condé, sus heroínas ilustran a la perfección un refrán popular de Guadalupe y Martinica: «Fanm tombé pa janmé dézèspewé». La mujer, cuando se cae, nunca desespera.

A tenor de todo esto, podría afirmarse (y con frecuencia se afirma) que la literatura de Maryse Condé es feminista sin ambages. Ocurre que ella no siempre se muestra de acuerdo. Como le reprocha cariñosamente un fiel amigo en estas páginas, «Maryse nunca hace nada como los demás». De entre todas las etiquetas posibles, si fuera obligado elegir una, ella se quedaría con la que la estudiosa Michèle Praeger acuñó expresamente en su honor: «womanista».

Nuestra autora, con la pasión por la inconveniencia que la caracteriza, tampoco suele dar la razón a quienes la encasillan como escritora francófona o créole. Se complace en repetir una máxima ya célebre: «Ni escribo en francés ni escribo en criollo: escribo en Maryse Condé». Lo que equivale a decir que la literatura es, a fin de cuentas, la única matria del escritor. Y cada creador amasa su propio idioma materno, híbrido y transfronterizo. Personal e intransferible.

La vida sin maquillaje es, en gran medida, un diccionario del libre idioma condeano. Contextualiza la etimología de una lengua inconfundible. De puertas abiertas. Trenzada de criollismos, africanismos, anglicismos, hispanismos; de música clásica, son cubano, konpa haitiana, jazz, reggae; de los encuentros, salsas, especias, colores, latitudes, aromas, aprendizajes, licores, lecturas y paisajes más diversos.

La voz de Maryse Condé, en la que resuenan ecos de tantas costas, se debate contra la estrechez y la artificialidad de las categorizaciones homogéneas. Nos recuerda que los mares están llenos de archipiélagos. Que lo universal se construye, necesariamente, sobre racimos de islas. Incluso sobre las más diminutas, las más remotas, del color de los volcanes. Sí, esas también cuentan. Las que se confunden con una mota de polvo en los mapas de los museos. Las habitadas por mujeres como juncos que ningún huracán quiebra del todo, que existen sin ruido y que apenas necesitan agua o tierra para replantar sus raíces tantas vidas como sea preciso.

¡Cuánta falta nos hacen los libros que, como La vida sin maquillaje, nos invitan a (re)pensar el océano desde esas orillas!

Nadie (ni siquiera el lector) sale indemne de semejante travesía sin máscaras. Las heridas de ayer, limpias de maquillaje, duelen como si fueran frescas. La desnudez de la mirada amplifica cada mancha, cada arruga, cada desgarro. No obstante, la caída del disfraz tiene su parte positiva: permite descubrirse la piel en toda su inalterada belleza y realizar un recuento de cada lunar (los franceses los llaman, con acierto, «grains de beauté»).

A pesar de su dureza, no faltan lunares en La vida sin maquillaje. Un bebé en brazos. La bondad de los desconocidos. El placer compartido. El perdón. La música. La mesa puesta. La amistad. La salvación de la literatura. La salud. Las obras de arte. La selva. La sonrisa del hijo pródigo. La esperanza. El buen amor, por fin. Invito al lector a detenerse en estos y otros milagros, a apreciar en su justa medida los instantes benditos donde el sol, después de las tinieblas, brilla recién inventado por estas memorias.

Guadalajara, noviembre de 2019

La vida sin maquillaje

A Hazel Joan Rowley,

quien nos cerró la puerta tan bruscamente

que nos dejó sin palabras.

Vivir o escribir: hay que escoger.

JEAN-PAUL SARTRE

¿Por qué toda tentativa de contarse a una misma ha de desembocar en un amasijo de medias verdades? ¿Por qué las autobiografías o las memorias terminan, demasiado a menudo, reducidas a fantasías que difuminan el contorno de la pura verdad hasta hacerla desaparecer? ¿Por qué alberga el ser humano ese inmenso afán por pintarse una existencia tan diferente de la vivida? Por ejemplo, en las reseñas para periodistas y libreros que redactan mis encargados de prensa, siguiendo mis propias indicaciones, leo: «En 1958, Maryse Condé contrae matrimonio con Mamadou Condé, un actor guineano al que vio actuar en el Teatro del Odéon, en la obra Los negros de Jean Genet, con puesta en escena de Roger Blin; y se marcha con él a Guinea, el único país de África que votó “no” en el referéndum sobre la departamentalización propuesta por el general De Gaulle».[1]

Esas frases crean una imagen de lo más seductora: la de un amor iluminado por la militancia. No obstante, encierran numerosos engaños. Nunca vi a Condé actuar en Los negros. En la temporada que pasamos juntos en París, solo trabajó en oscuros escenarios donde, como él solía decir burlonamente, se dedicaba a «hacer negrerías». No encarnó el personaje de Archibald en el Teatro del Odéon hasta 1959, cuando nuestro matrimonio ya distaba mucho de ser un éxito y vivíamos la primera de nuestras muchas rupturas. En aquella época, yo impartía clases en Bingerville, en Costa de Marfil, donde habría de nacer Sylvie-Anne, nuestra primera hija.

Hoy, parafraseando a Jean-Jacques Rousseau en Las confesiones, proclamo que quiero «mostrar ante mis semejantes a una mujer en toda la verdad de la Naturaleza, y que esa mujer seré yo».

En cierto modo, siempre he sentido pasión por la verdad, algo que, tanto en el plano privado como en el público, con frecuencia se ha vuelto contra mí. En mi libro de recuerdos Corazón que ríe, corazón que llora, cuento cómo nació mi «vocación de escritora», por así decirlo. Tendría unos diez años. Fue, me parece, un 28 de abril, día del cumpleaños de mi madre, a quien idolatraba, pero cuyo carácter singular, complejo y caprichoso me desconcertaba sobremanera. Al parecer, elaboré un texto, mitad poema, mitad sainete, donde me esforzaba en retratar las múltiples facetas de su personalidad, a veces tierna y serena como la brisa del mar, otras veces burlona e hiriente. Mi madre me escuchó sin decir ni pío mientras yo, ataviada con una túnica azul, brincaba y hacía aspavientos frente a ella. Después, clavó en mí unos ojos que, estupefacta, descubrí anegados en llanto, y susurró:

—¿Así es como me ves?

Me invadió entonces una sensación de poder que jamás he dejado de intentar revivir, libro tras libro.

Esta anécdota, construida a posteriori, ilustra perfectamente los involuntarios (¿?) conatos de embellecimiento que me propongo denunciar. Lo cierto es que suelo aspirar a contrariar a mis lectores, hurgando en las heridas mejor maquilladas. Y en más de una ocasión he lamentado que ciertos dardos ocultos en mis textos les hayan pasado desapercibidos. Así, en mi última novela, Esperando a que suba la marea,[2] escribo:

¿Acaso un terrorista no es, simplemente, un marginado, un marginado de la tierra, de la riqueza, de la felicidad, que intenta a la desesperada, tal vez como un bárbaro, hacer escuchar su voz?

Esperaba que, en los puritanos tiempos que corren, semejante definición suscitara un alud de reacciones enfrentadas. En cambio, solo Didier Jacob, de Le Nouvel Observateur, me preguntó algo al respecto en una entrevista.

No obstante, el deseo de incomodar al lector no basta, por sí solo, para explicar la vocación literaria. La pasión por la escritura me enfermó casi sin darme cuenta. No la compararé con una dolencia de origen misterioso, pues me ha procurado alegrías inmensas. Se asemeja más bien a una urgencia algo aterradora, cuyas causas nunca he sabido discernir. No olvidemos que nací en una tierra que, en aquella época, carecía de museos, de salas de espectáculos al uso, y donde los únicos escritores a nuestro alcance pertenecían a los libros de texto y procedían de lugares lejanos.

No fui una escritora precoz que garabateara textos geniales con dieciséis años. Publiqué mi primera novela a los cuarenta y dos, edad a la que otros ya comienzan a recoger sus papeles, y tuvo una acogida espantosa, algo que encajé con filosofía e interpreté como un presagio de lo que sería mi futura carrera literaria. La principal razón por la que tardé tanto en empezar a escribir fue que estaba tan ocupada viviendo, sufriendo, que no me quedaba tiempo para nada más. De hecho, no me puse a escribir hasta que dejé de tener tantos problemas y me pude permitir reemplazar los dramas de verdad por los dramas de papel.

Hablé largo y tendido del ambiente en el que nací en Corazón que ríe, corazón que llora y, mayormente, en Victoire, la madre de mi madre. La exitosa película de Euzhan Palcy Calle cabañas negras popularizó una imagen muy concreta de las Antillas, pero ¡no! No todos somos condenados de la tierra que se desloman en las roñosas plantaciones de caña de azúcar. Mis padres pertenecían al núcleo de la pequeña burguesía y se autodenominaban pomposamente «los Supernegros». En su defensa diré que tuvieron una infancia terrible y que querían proteger a su descendencia a toda costa. Jeanne Quidal, mi madre, era la hija bastarda de una mulata analfabeta que nunca llegó a aprender francés. Mi abuela servía como criada en la casa de unos terratenientes blancos, los Wachter en la vida real, y la vergüenza y la humillación marcaron desde bien temprano la vida de su hija. Auguste Boucolon, mi padre, bastardo también, se quedó huérfano al fallecer su pobre madre, abrasada viva en el incendio de su cabaña. Puede decirse, sin embargo, que tan dolorosas circunstancias tuvieron consecuencias relativamente positivas. Los Wachter dejaron que mi madre asistiera a las clases del preceptor de su hijo, lo que le permitió recibir una educación «anormal», teniendo en cuenta su color, y convertirse en una de las primeras maestras negras de su generación. A base de becas, mi padre, un alumno de matrícula de honor, cursó unos estudios poco habituales en aquella época y terminó fundando un pequeño banco local, la Caja Cooperativa de Préstamos, dirigida a los funcionarios.

Una vez casados, Jeanne y Auguste fueron el primer matrimonio negro en poseer un automóvil, un Citroën cuatro caballos; en construirse en La Pointe una casa de dos plantas; en veranear en su «segunda residencia» a orillas del río Sarcelles, en Goyave. Con la altivez que otorga el éxito, consideraban que nada estaba a su altura y nos criaron, a mis siete hermanos y hermanas y a mí, en la arrogancia y en la ignorancia respecto a la sociedad que nos rodeaba.

Benjamina de una tribu numerosa, fui una niña especialmente mimada. Todos afirmaban que me aguardaba un futuro excepcional y yo me lo creía a pies juntillas. A los dieciséis años, cuando me marché a cursar estudios superiores a París, no tenía ni idea de criollo. Como no había asistido jamás a un lewoz,[3] no conocía los ritmos de la danza tradicional, el gwoka. Incluso la comida antillana me parecía vulgar y aburrida.

* * *

No trataré en estas páginas de mi vida actual, carente de grandes dramas, si exceptuamos los insidiosos avances de la vejez y de la enfermedad, acontecimientos sin originalidad alguna que, estoy segura, no interesarán a nadie. Más bien, trataré de comprender el lugar primordial que ha ocupado África en mi existencia y en mi imaginario. ¿Qué anduve buscando yo en África? Todavía no lo sé con certeza. A decir verdad, me pregunto si, a propósito de África, no podría apropiarme sin más de las palabras del personaje de Marcel Proust en Un amor de Swann:

¡Y pensar que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y que he sentido el amor más grande, y todo por una mujer que no me gustaba, que ni siquiera era mi tipo!

[1]. Celebrado el 28 de septiembre de 1958, este referéndum no tuvo el resultado que Francia esperaba: en lugar de contribuir a la departamentalización de las colonias africanas, fue el primer paso en el camino a su independencia. (Todas las notas son de la traductora.)

[2]. La novela En attendant la montée des eaux fue publicada en 2010, por la editorial JC Lattès.

[3]. En criollo de Guadalupe, veladas nocturnas de música, cuentos y bailes en corro, junto a un árbol o a un fuego.

I

«Mejor malcasada que solterona»

Refrán guadalupeño

Conocí a Mamadou Condé en 1958 en la Casa de los Estudiantes del África Occidental, un enorme edificio ruinoso situado en el Boulevard Poniatowski, en París. Por aquella época, yo no tenía más preocupaciones que África, su pasado y su presente, de modo que no tardé en trabar amistad con dos hermanas fulanis[4]de Guinea: Ramatoulaye y Binetou. Las conocí en un mitin político en la Rue Danton, en la sala de Les Sociétés Savantes,hoy desaparecida. Procedían de Labé y me llenaron la cabeza de sueños, enseñándome fotos en sepia de sus venerables padres, ataviados con caftanes de tela bazin,[5] sentados a la puerta de sus cabañas redondas con tejados de paja.

En la Casa de los Estudiantes abundaban las corrientes de aire, así que, para combatir el frío, Ramatoulaye, Binetou y yo nos dedicábamos a beber tazas y más tazas de té verde con menta en el salón, donde chisporroteaba una minúscula estufa de carbón. Entonces, una tarde, se nos acercó un grupo de guineanos.

A Condé todos lo llamaban «el Viejo», lo que constituía, como pronto aprendí, una señal de respeto; pero también se debía a que ya peinaba canas y aparentaba ser mayor que el resto de los estudiantes. Además, hablaba con el tono sentencioso de un sabio sentando cátedra. Sin embargo, su partida de nacimiento, datada en 1930, contradecía tanto su aspecto como su actitud. Como era exageradamente friolero, llevaba, enrollada al cuello, una gruesa bufanda tejida a mano y, bajo el tosco abrigo de color tierra, dos o tres jerséis. Me quedé muy sorprendida cuando me lo presentaron. ¿Un actor que estudiaba en la Escuela de la Rue Blanche? Pues su dicción dejaba mucho que desear. Por no hablar de su voz, terriblemente chillona, todo lo contrario a la de un barítono. ¡Seré sincera! En otros tiempos, ni siquiera le habría dirigido la palabra. Pero mi vida acababa de cambiar bruscamente de rumbo. De pronto, había dejado de ser quien era.

La arrogante Maryse Boucolon, heredera de los Supernegros, educada en el tajante menosprecio a los inferiores, adolecía de una herida mortal. Evitaba a mis antiguos amigos, presa de un único deseo: que todos me borraran de su memoria. Hacía tiempo que había abandonado el instituto Fénelon, y ya no me enorgullecía de ser una de las pocas guadalupeñas que preparaban los exámenes de acceso a las escuelas superiores con posibilidades de entrar en las instituciones de élite. ¡Y no era esta mi única medalla! Tras la publicación del gran ensayo «Piel negra, máscaras blancas» en la revista Esprit, indignada por lo que me pareció un retrato degradante de la sociedad antillana, le mandé al director una columna de opinión afirmando que Frantz Fanon no entendía absolutamente nada. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, en respuesta a mi colérica carta, el mismísimo Jean-Marie Domenach me invitó a acercarme a la Rue Jacob para exponerle mis críticas.

Pero los días dorados tocaron a su fin cuando el haitiano Jean Dominique se cruzó en mi camino; más tarde se convertiría en el héroe de The Agronomist, un documental hagiográfico del americano Jonathan Demme. No recuerdo muy bien cómo conocí a aquel hombre, pero su comportamiento tuvo unas consecuencias nefastas en mi vida. Lo nuestro fue un amor intelectual en toda regla. Como me había criado en una burbuja, yo no sabía nada de Haití. Jean Dominique me desvirgó de diversas maneras, que iban mucho más allá de lo meramente físico. Podría decirse que me iluminó, descubriéndome las gestas de los «africanos abigarrados», por retomar la expresión peyorativa de Napoleón Bonaparte. Gracias a él, supe del martirio de Toussaint Louverture, del triunfo de Jean-Jacques Dessalines[6] y de las tempranas dificultades que atravesó la nueva república negra. Además, me hizo leer Gobernadores del rocío de Jacques Roumain, Dios se ríe de Édris Saint-Amand y Compadre General Sol de Jacques Stephen Alexis. Me inició, en suma, en la extraordinaria riqueza de una tierra desconocida para mí. Sin lugar a dudas, fue él quien me sembró en el corazón esta querencia mía por Haití, que jamás en la vida se me ha marchitado.

El día en que, armándome de valor, le anuncié mi embarazo, se mostró feliz, muy feliz incluso; y exclamó a todo pulmón: «¡Esta vez voy a tener un mulatito!», pues ya era padre de dos niñas fruto de una unión anterior. Una de ellas, J. J. Dominique, terminaría convirtiéndose en escritora.

No obstante, al llegar a su casa al día siguiente, me lo encontré vaciando el piso y haciendo las maletas. Circunspecto, me explicó que una amenaza de gravedad excepcional se cernía sobre Haití: un médico, de nombre François Duvalier, se presentaba a las elecciones presidenciales. Como era negro, arrasaba entre las masas, hartas de presidentes mulatos y peligrosamente afines a la ideología del «negrismo». Ahora bien, Duvalier no poseía ninguna de las cualidades necesarias para desempeñar tan noble función, de modo que todas las fuerzas opositoras debían reunirse en el país y formar un frente común.

Ese mismo día, Jean Dominique se esfumó de mi vida, y nunca se molestó en mandarme una postal. Yo me quedé sola en París, incapaz de hacerme a la idea de que el padre de mi bebé me había abandonado. Era algo impensable. Me negaba a aceptarlo, pero solo hallé una única explicación posible: mi color. Jean Dominique era mulato, y su comportamiento, tan irresponsable, tan insensible, encajaba a la perfección con la actitud de quienes, estúpidamente, se erigían en aquel tiempo como la casta privilegiada. ¿Cómo interpretar aquellas diatribas suyas contra Duvalier? ¿Hasta qué punto era real su fe en la gente? Creo que no hace falta decirlo: para mí, no era más que un hipócrita consumado.

* * *

Soporté a duras penas los largos meses de aquel embarazo solitario. Un médico de la seguridad social estudiantil, juzgándome depresiva y desnutrida, me mandó ingresar en una clínica de la región de Oise, donde todo el mundo me mostró un cariño que jamás olvidaré. Allí descubrí, por vez primera, la bondad de los desconocidos. Finalmente, el 13 de marzo de 1956, cuando habría debido estar preparando con ahínco mi ingreso en la Escuela Normal Superior, di a luz, en un hospitalito del XV Distrito, a un niño al que llamé, al azar, Denis; lo cierto es que no me lo pensé mucho. Entretanto, mi queridísima madre murió repentinamente en Guadalupe. Abatida, me dio por creerme Marguerite Gautier. Me detectaron un brote de tuberculosis en el pulmón derecho y el mismo médico de la seguridad social estudiantil me envió a un sanatorio en Vence, en la región de los Alpes Marítimos. Iba a pasar allí más de un año.

—¿Por qué el destino se ensaña contigo de esta manera? —repetía, enfadada, Yvane Randal mientras me acompañaba a la estación. Ella era una de las pocas amigas que aún me quedaban en París.

Sumida en mi tristeza, yo ni siquiera la escuchaba. Carecía de recursos, de modo que tuve que dejar a mi precioso bebé en manos de los Servicios Sociales, en unas austeras oficinas que se elevaban sobre la Avenue Denfert-Rochereau. Sin embargo, he de decir que dos de mis hermanas mayores vivían en la capital. La primera, Ena, mi madrina, era tremendamente hermosa, melancólica y soñadora; siempre parecía estar rodeada de un aura de misterio. Vino a París para cursar estudios de Música y terminó casándose, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, con el poeta guadalupeño Guy Tirolien, alumno de la Escuela Nacional de Administración, que estaba destinado a convertirse, gracias a su poemario Balas de oro, en nuestro poeta nacional. El motivo de su divorcio constituye uno de los secretos más escandalosos de nuestra familia. Mientras su marido se consumía en un stalag[7] junto con Léopold Sédar Senghor, Ena lo engañaba con una camarilla de apuestos oficiales alemanes que la apodaban «Tesoro». En aquel momento, era la mantenida de un adinerado hombre de negocios. Ociosa la mayor parte del día, se dedicaba a tocar melodías de Chopin al piano y a beber como una cosaca. Gillette, mi otra hermana, tenía los pies más en la tierra. Trabajaba de asistente social en Saint-Denis, que por entonces era una barriada populosa y pobre, y estaba casada con Jean Deen, un estudiante de Medicina de origen guineano.

—¡No te mereces lo que te está pasando! —añadió Yvane, airada.

Lo cierto es que yo no sabía qué pensar. A ratos, albergaba la íntima convicción de ser víctima de una gran injusticia. Otras veces, sin embargo, una vocecilla me susurraba que lo tenía bien merecido: ese convencimiento de pertenecer a una especie superior, que me inculcaron desde niña, sin duda había enfurecido al hado. Aquella pesadilla me dejó más muerta que viva, desprovista de toda fe en el futuro; ahora les profesaba un miedo terrible a los traicioneros golpes que me reservaba el destino.

Mi estancia en Vence fue terriblemente aciaga. Como Marie-Noëlle en mi novela La Deseada, conservo un triste recuerdo de las horas interminables que pasé en la cama, de las transfusiones, del cansancio, de las náuseas, de la fiebre, de los sudores y del insomnio. Pero, a diferencia de Marie-Noëlle, yo no conocí el amor. En aquellas circunstancias, resultaba totalmente imposible. Cuando mejorábamos un poquito, nos daban permiso para ir a Niza una vez al mes, custodiadas por una enfermera de bata blanca. Pero, al vernos llegar, los viandantes se apartaban de nosotras, pues simbolizábamos la miseria y la enfermedad, y es bien sabido que no existe nada más contagioso. De modo que nos arrastrábamos hasta el mar y observábamos con envidia a aquellos que gozaban de salud, a aquellos que, medio desnudos y bronceados, se perseguían a brazadas por el agua. Yo pensaba con dolor en mi adorable bebé, y con odio en Jean Dominique. No obstante, como suele ocurrir en esta vida, aquellos largos meses también tuvieron su parte positiva. Gracias a una serie de autorizaciones especiales debidas a mi estado de salud, pude licenciarme en Filología Francesa por la Universidad de Aix-en-Provence. Decidí especializarme en francés, inglés e italiano, en vez de francés, latín y griego, como soñaba cuando estudiaba en el instituto.

En cuanto regresé a París, respondí a un anuncio del periódico y encontré trabajo en un departamento del Ministerio de Cultura, en la Rue Boissy-d’Anglas. Envalentonada por este empleo, me creí capaz de hacerme cargo de Denis y ponerle fin al sentimiento de culpa que me oprimía por dentro. Pero la vida no tardó en volverse un infierno. Mi padre nunca me había querido demasiado, de modo que, tras la muerte de mi madre, se desentendió completamente de mí y dejó de enviarme dinero. Sin embargo, jamás he llegado a comprender por qué Ena y Gillette también cambiaron de actitud respecto a mí. Cierto es que antes tampoco existía mucha complicidad entre nosotras, pues nos separaba una distancia de varios años, pero, aun así, se mostraban más bien amables y me invitaban regularmente a comer o a cenar en sus casas. Ahora, con mi embarazo y la huida de Jean Dominique, justo cuando más las necesitaba, parecían haberse esfumado. Si me atrevía a llamarlas por teléfono, buscaban apresuradamente cualquier excusa para colgar. ¿Acaso mi existencia violentaba su sensibilidad pequeñoburguesa? ¿Les decepcionaba verme desperdiciar mi brillante porvenir, preñada, abandonada igual que una criada? ¿Estaban reaccionando, a fin de cuentas, como las pequeñoburguesas que eran?

El caso es que solo contaba con un ridículo sueldo del Ministerio para mantenernos a mí y a mi bebé. Residía en un bonito edificio enfrente de la Embajada de Haití, en el XVII Distrito (lo que resulta un tanto irónico), aunque mi piso no tenía nada de lujoso: se trataba de un ático de una sola habitación, sin agua corriente y con aseo compartido. Cada mañana, atravesaba todo París para dejar a Denis en una guardería destinada a los hijos de los estudiantes en la Rue des Fossés-Saint-Jacques, en el V Distrito, y después me apresuraba rumbo al Ministerio, en Concorde. Al final de la jornada, realizaba el mismo recorrido en sentido inverso. Huelga señalar que jamás salía por las noches. ¡Con lo aficionada que era yo al cine, al teatro, a los conciertos y a comer en restaurantes! Pero no, no iba a ninguna parte. Nada más llegar a casa, bañaba a mi niño, le daba de comer y luego trataba de dormirlo cantándole nanas. Pronto se extendió el rumor de que mi brusca desaparición se debía al hecho de que era una «niña-madre», como se denominaba por entonces desdeñosamente a las «madres solteras»; y, a excepción de Yvane Randal y Eddy Edinval, que siempre me fueron fieles, todos los estudiantes antillanos empezaron a evitarme. Solo me codeaba con africanos que no sabían nada de mí y a quienes impresionaba con mis modales; también les intimidaba mi labia, aunque yo me sentía cada vez menos elocuente.

Me costaba Dios y ayuda pagar el alquiler. Cuando se me empezaban a acumular las facturas, el casero, un burgués de manual, con cabello del color de la nieve y perfil aristocrático, trepaba los seis pisos que conducían a mi triste morada y vociferaba:

—¡No estoy aquí para hacerte de padre!

En el Ministerio, por el contrario, me reencontré con esos gestos de bondad y simpatía que tanto me habían sorprendido durante mi estancia en la clínica de Oise. Citando a Tennessee Williams, me sentía rodeada por the kindness of strangers. Todos mis compañeros se apiadaban de mi juventud y de mi pobreza, y admiraban mi dignidad y mis agallas. Los fines de semana, me invitaban con frecuencia a comer en sus casas. Sus amigos se maravillaban ante la belleza de Denis, lo besuqueaban y lo trataban a cuerpo de rey. Al marcharme, las anfitrionas me metían en el bolso algo de ropa vieja, no solo para el niño; y también pan de especias y botes de leche en polvo Ovomaltine o de cacao Van Houten, destinados a fortificar tanto al hijo como a la madre, pues ambos estábamos en los huesos. En cuanto salía a la calle, derramaba lágrimas de humillación sobre la acera.

En cuanto a mi labor en la Rue Boissy-d’Anglas, creo recordar que mi departamento se encargaba de redactar las cartas de presentación de los proyectos culturales que más tarde se le exponían al ministro.

Pasados unos meses, me di cuenta de que no podía seguir soportando aquel ritmo, y me resigné a separarme otra vez de Denis. Se lo confié a una niñera profesional, la señora Bonenfant, que vivía en las inmediaciones de Chartres. Sin embargo, pronto me resultó imposible seguir pagándole sus 18 000 francos mensuales, de manera que desaparecí y no volví a poner un pie en Chartres. Pero la señora Bonenfant nunca me denunció. Se limitó a mandarme cartas y más cartas plagadas de faltas de ortografía, en las que me daba noticias de «nuestro» pequeño. «¡Te echa mucho de menos! —me aseguraba—. No hace más que llamarte.» Yo lloraba leyendo aquellas misivas, torturada por los remordimientos. Los días se sucedían en una niebla de sufrimiento y de mala conciencia. En pocas semanas, adelgacé ocho kilos. Los lectores me preguntan a menudo por qué mis novelas están repletas de madres que consideran a sus hijos una carga difícil de asumir, o de hijos que se sienten poco queridos y que se encierran en sí mismos. Resulta que hablo de mi propia experiencia. Yo quería con locura a mi niño, pero, pese a ello, su venida a este mundo destruyó las esperanzas que cimentaban el edificio de mi educación; por añadidura, no me veía capaz de satisfacer sus necesidades. En otras palabras, podría decirse que era una mala madre.

No conservo ningún recuerdo de cómo Condé empezó a cortejarme. Ni del primer beso ni del primer abrazo ni del primer placer compartido. Nada. Tampoco recuerdo nuestras conversaciones; ni que mantuviéramos ningún debate serio sobre tema alguno. Por diferentes motivos, ambos teníamos las mismas prisas por firmar los papeles. Yo aspiraba a reconquistar, gracias al matrimonio, un cierto estatus en la sociedad. Condé, en cambio, se moría por exhibir a su esposa universitaria, de buena familia, que hablaba francés mejor que las propias parisinas. Debo reconocer que Condé era un personaje complejo, dotado de un desparpajo un tanto chabacano, casi desagradable pero eficaz. Traté en vano de moldearlo a mi gusto, pero él me paraba los pies con esa determinación tan propia de los espíritus libres. Por ejemplo, intenté que se pusiera una parka, una prenda que estaba muy de moda en aquellos años.

—¡Cosas de jóvenes! ¡Ni que fuera yo un quinceañero…! —sentenciaba con voz nasal.

También traté de contagiarle mi pasión por los cineastas de la nouvelle vague, por los directores italianos, Antonioni, Fellini, Visconti; o por Carl Dreyer e Ingmar Bergman. Él, no obstante, se durmió como un tronco en la proyección de Los 400 golpes de François Truffaut (1958), y me costó horrores despertarlo al final, bajo las taimadas miradas de los demás espectadores. Mi fracaso más estrepitoso llegó cuando intenté iniciarlo en los poetas de la negritud, que había descubierto un par de años antes, cuando aún era alumna del Fénelon. Un día, Françoise, una compañera de clase que presumía de su militancia, me trajo un librito que llevaba por título Discurso sobre el colonialismo. Yo no sabía nada del autor. Sin embargo, su lectura me impactó tanto que, al día siguiente, fui corriendo a la librería Présence Africaine. Me compré todo lo que encontré de Aimé Césaire. Y, para disimular, también me llevé los poemas de Léopold Sédar Senghor y de Léon-Gontran Damas.

Condé, sin embargo, abría al azar el libro de mi escritor favorito, el Cuaderno de un retorno al país natal de Aimé Césaire, y declamaba con tono guasón:

Que 2 y 2 son 5

que el bosque maúlla

que el árbol saca las castañas del fuego

que el cielo se mesa la barba

et caetera, et caetera…[8]

—¿Qué narices quiere decir? —voceaba—. ¿Para quién escribe? Desde luego, no para mí, porque no entiendo ni una palabra.

Como mucho, toleraba a Léon-Gontran Damas, pues su estilo le parecía más simple y directo.

De todas formas, lo más increíble es que jamás le desvelé la existencia de Denis. Ni se me pasó por la mente confesárselo, consciente de que tal revelación daría al traste con nuestro proyecto de matrimonio. Aquellos tiempos no se parecían en nada a los que vivimos hoy. Si bien la virginidad de las mujeres tampoco se respetaba a rajatabla, la liberación sexual aún estaba lejos de ponerse en marcha. La ley Simone Veil[9] no se votaría hasta aproximadamente quince años más tarde. El hecho de tener un hijo «natural» no era algo que una pudiera confesar así como así.

Condé no levantó pasiones entre las contadas personas a quienes se lo presenté.

—¿Qué estudios tiene? —me preguntó con tono de suficiencia Jean, el marido de Gillette, cuando lo llevé a comer a Saint-Denis.

Ena, con quien nos vimos apresuradamente en un bar de la Place des Abbesses, llamó por teléfono a Gillette para contarle que, en la media hora escasa que duró nuestro encuentro, Condé acertó a meterse entre pecho y espalda seis cervezas y dos copas de tinto. Menudo borrachuzo. Yvane y Eddy se lamentaban:

—No se le entiende cuando habla.

Yo era la primera en darme cuenta de que Condé no era el hombre de mis sueños. Pero el hombre de mis sueños me había traicionado vilmente. Nos casamos una mañana de agosto de 1958, bajo un sol cegador, en el ayuntamiento del XVIII Distrito de París. Los plataneros verdeaban. Ena ni se dignó a presentarse, pero Gillette asistió a la ceremonia acompañada de su hija Dominique, que estuvo todo el tiempo enfurruñada, protestando porque aquello no le parecía una «boda-boda». Nos tomamos una copa de Cinzano rojo en el café de la esquina y acto seguido nos mudamos a un apartamento amueblado de la zona, un pisito de dos habitaciones que Condé acababa de alquilar.

No tardamos ni tres meses en separarnos. No es que nos peleáramos. Simplemente, no aguantábamos juntos mucho rato. Cualquier cosa que el uno dijese o hiciese sacaba de quicio al otro. A veces, como escudo, invitábamos a gente a casa, pero yo les tenía tanta ojeriza a sus amigos como él se la tenía a Yvanne y a Eddy. A lo largo del primer año, cuando supimos que me había quedado embarazada, intentamos varias veces retomar la convivencia, pero al final terminamos aceptando la ruptura. No sufrí demasiado ante lo que podría parecer un nuevo fracaso amoroso. De alguna manera, obtuve lo que quería: el título de madame y lucir una alianza en el dedo anular izquierdo. Aquel matrimonio me lavó la mancha de la «deshonra». Por culpa de Jean Dominique, desconfiaba de los hombres antillanos, me aterrorizaban; pero Condé era «africano». No «guineano», como enfatizaría yo después, para dar a entender que Sékou Touré y la independencia de 1958 habían tenido algo que ver en nuestro matrimonio; recordemos que aún no estaba lo suficientemente «politizada» para eso. Simplemente creía que, si me adentraba en el continente cantado por mi poeta favorito, podría volver a nacer. Volver a ser virgen. La esperanza volvería a relucir intacta para mí, de nuevo a mi alcance. Se disiparía el lacerante recuerdo de quien tanto daño me había hecho. No es de extrañar que mi matrimonio terminara fracasando. Deposité sobre los hombros de Condé un fardo demasiado pesado de anhelos y fantasías. Un fardo nacido de mis decepciones. Era, a todas luces, una carga demasiado voluminosa para él.

Ahora me doy cuenta, con una claridad que duele, de hasta qué punto aquella unión fue una pantomima. El amor, el deseo apenas contaban. A través de mí, él buscaba lo que le faltaba: la educación y la pertenencia a un ambiente familiar de buena reputación. El marido de Gillette dio en el blanco al preguntar qué estudios tenía. Condé solo se había sacado, raspando el aprobado, el título de primaria. Pasó su infancia en Siguiri y, como su padre murió siendo él muy joven, fue criado por su pobre madre, que se dedicaba a vender baratijas por los mercados. Pronto descubrió que el oficio de actor, por el que se había decantado sin verdadera vocación, solo para salir de Guinea y alardear del calificativo de estudiante, no le reportaría ningún prestigio. Como no contaba con ningún apoyo en la sociedad, sus ambiciones de «ser alguien en la vida», por decirlo a lo Marlon Brando en La ley del silencio, no tenían la menor posibilidad de realizarse.

En 1959, la Cooperación internacional estaba empezando a dar sus primeros pasos. Enseguida, un ala del Ministerio publicó una convocatoria para los franceses dispuestos a probar suerte en África. La oferta parecía hecha a mi medida. Cuando la descubrí en el instituto, África no era para mí más que un objeto literario; la fuente de inspiración de los poetas cuyas voces me rescataban de los sempiternos Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Valéry. Pero, poco a poco, las realidades africanas habían ido ocupando en mi vida un lugar cada vez más importante. No quería ni oír hablar de las Antillas, que me avivaban recuerdos demasiado dolorosos. De modo que me fui directa a las oficinas de selección. Todavía recuerdo la estupefacción del joven de mejillas sonrosadas y cabello rubio que tramitó mi solicitud. Me acribilló a preguntas:

—¿Se quiere marchar a África sola con un niño? ¿Y su marido? Pero ¿usted no acababa de casarse?

[4]. Etnia nómada del África occidental.

[5]. Tejido de algodón adamascado, rígido, muy apreciado en el África occidental.

[6]. Toussaint Louverture (1743-1803) dirigió la Revolución haitiana (1791-1804), que culminó con la abolición de la esclavitud. Murió enfermo en una cárcel de las montañas del Jura, la región más fría de Francia. Dessalines (1758-1806), antiguo esclavo sublevado, fue el primer gobernante de Haití tras la Revolución. Se autoproclamó emperador en 1804.

[7]. En alemán, «campo de concentración».

[8]. Aimé Césaire: Cuaderno de un retorno al país natal, México D. F., Ediciones Era, ١٩٦٩. Traducción de Agustí Bartra.

[9]. Esta ley de 1975, que toma su nombre de su principal impulsora, despenalizó el aborto en Francia.

«One flew over the cuckoo’s nest»

Miloš Forman

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