La deseada - Maryse Condé - E-Book

La deseada E-Book

Maryse Condé

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Beschreibung

La deseada es una exploración valiente y desprejuiciada de los orígenes más allá de las confidencias familiares, las medias verdades, la libertad y el amor, ganadora del prestigioso Prix Carbet de la Caraïbe en 1997. Un relato poderoso de Maryse Condé, Premio Nobel Alternativo 2018 y un referente excepcional de la literatura contemporánea en lengua francesa. ¿Qué sucede cuando se ha de crecer en medio del dolor y la falta de identidad? ¿Cómo se puede vivir en el misterio y la inquietud de no tener una historia que contar? En La deseada Maryse Condé responde a estas preguntas a través del relato de tres generaciones de mujeres isleñas unidas por la fuerza de la sangre, los abusos y la violencia. Esta novela es también el viaje que inicia Marie-Noëlle desde Guadalupe hasta Francia, pasando por EE. UU., para unir las piezas del puzle de su individualidad dejando a un lado las versiones de su madre Reynalda, su abuela Nina y su nodriza Ranélise. Con maternidades no deseadas y hombres de dudosa moral, La deseada responde a un grito particular: solo desde la invención de un lenguaje propio se empieza a vivir.   Críticas   "La deseada es una obra sobre cultura, raza y género". Infobae   "Los lectores de la nueva novela de Maryse Condé, La deseada, se ven envueltos en una tragedia que abarca tres generaciones y tres países: Guadalupe, Francia y América". The New York Times   "La duodécima y más autobiográfica novela de Maryse Condé, La deseada, regresa a sus raíces narrativas, donde las generaciones de mujeres del Caribe descubren la fuerza y la dignidad mientras soportan crueldades inhumanas y traiciones emocionales". Kirkus Review   "Condé demuestra, una vez más, su habilidad para captar con frescura la voz de la diáspora caribeña". Publishers Weekly   "En La deseada, Maryse Condé plantea los silencios en tres generaciones de mujeres isleñas". The Objective   "La deseada, novela galardonada con el Prix Carbet de la Caraïbe, nos habla sobre la memoria familiar, la maternidad y el exilio". Esquire   "Tres generaciones de mujeres isleñas unidas por la fuerza de la sangre, los abusos y la violencia". La Vanguardia

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La Deseada

Maryse Condé

Traducción del francés a cargo de

 

 

 

 

 

Condé en estado puro. Una novela conmovedora, salvajemente libre y moderna, sobre los orígenes familiares, los ritos de paso, las medias verdades, la libertad y el amor.

 

 

 

 

 

«En una novela repleta de heroínas tan impactantes como apasionadas, Maryse Condé demuestra una vez más su capacidad para captar con gracia la voz de la diáspora del Caribe.»

Publishers Weekly

 

«En "La Deseada" las tragedias de cada generación se repiten e impiden que no se piensen en ellas como conjunto.»

The New York Times.

Para Sylvie, Aïcha y Leïla.

Excepto la felicidad, nada es esencial.

CANCIÓN MARTINIQUESA

Primera parte

1

Ranélise le había descrito el espectáculo de su nacimiento tantas veces que ella terminó por creerse la actriz principal. Más que el papel de bebé aterrorizado y pasivo que madame Fleurette, la comadrona, arrancaba de entre los muslos ensangrentados de su madre, creía haber desempeñado el rol de lúcido testigo e, incluso, de auténtica protagonista del acontecimiento, por encima de la propia parturienta —Reynalda—, a quien se imaginaba recostada, mordiéndose los labios y apretando los puños, con una mueca de indecible dolor en el rostro. Años más tarde, frente a un cuadro de Frida Kahlo que representa la llegada de la artista a este mundo, sintió que aquella mujer desconocida lo había pintado para ella.

Eran las tres de la tarde. Hacía un tiempo espléndido y vibrante. Era martes de Carnaval. Día de fiesta. Las bandas de mas[01] inundaban las calles de La Pointe. Desde el domingo, se preparaban en secreto para desfilar juntas desde los suburbios hasta la Place de la Victoire. Retumbaban los latidos del gwoka.[02] Algunos mas se cubrían con hojas secas de banano. Otros se untaban el cuerpo con alquitrán y corrían restallando látigos, sinuosos como serpientes. También los había con cuernos de buey o de toro y con los disfraces recubiertos de espejitos, de pedazos de cristal o de mica de todos los tamaños que captaban y reflejaban los rayos del sol. Estos eran los terroríficos mas a’kon y provenían de la barriada de Casamance. Los burgueses y sus hijos los esperaban acodados en los balcones, entre buganvillas y palmeras enanas. Habían hecho acopio de moneditas para lanzárselas. A sus pies, el pueblo pataleaba y se emborrachaba.

El canal Vatable parecía un barrio fantasma, pues el gentío se agolpaba en el centro de la ciudad. Los moko zombis[03]más despistados no tardaban en darse cuenta de su error y en salir disparados hacia la Rue Frébault, no sin antes dejar constancia de su presencia asestando con los zancos un par de sonoras patadas en los postigos cerrados de las ventanas. En el modesto apartamento de Ranélise, tras las persianas, no se escuchaba ni el barullo del gwoka ni el pitido de los silbatos ni la estridencia de las carracas que acompañaban a los mas. Tampoco se escuchaba la algarabía de la multitud. Lo único que turbaba el silencio eran las quejas ahogadas de Reynalda, cuyas caderas de quinceañera, demasiado estrechas, se negaban a colaborar; los juramentos en criollo de madame Fleurette, maternal y exasperada al mismo tiempo: «¡Empuja, empuja, por el amor de Dios, haz el favor!»; y, para terminar, el balido frágil y tenaz de un recién nacido.

Madame Fleurette era una mulata hermosa, matrona experimentada aunque sin estudios, siempre dispuesta a ayudar. Tanto en época de lluvias como en período de sequía, callejeaba por los arrabales en su bicicleta Flying Pigeoncon el objetivo de socorrer a las pecadoras a las que rechazaba el Hospital General y a las que las monjas del hospicio de Saint-Jules tampoco podían atender. Cuando Reynalda empezó a tener contracciones, Ranélise —que la salvó de morir ahogada y le abrió las puertas de su casa— y Claire-Alta —la hermana pequeña d]e Ranélise— reconocieron la bicicleta de madame Fleurette aparcada frente a una chabola incluso en un día de fiesta como aquel, y acudieron a pedirle ayuda. No fue un parto fácil. Una vez finalizado, Ranélise y Claire-Alta se deshicieron en palabras de gratitud y acompañaron a madame Fleurette hasta el barreño de agua limpia del patio. De pronto, Reynalda emitió un gruñido tan funesto que las mujeres se dieron media vuelta alarmadas. Tenía cara de estar muerta en vida. La fina sábana que la cubría se había empapado de sangre en un abrir y cerrar de ojos. En el suelo se formó un gran charco rojo. Por suerte, el hospicio de Saint-Jules no quedaba demasiado lejos. Las monjas tumbaron a Reynalda en la cama aún caliente de la parturienta que acababa de pasar a mejor vida, y se pusieron manos a la obra.

Cuando Ranélise salió de Saint-Jules, al filo de la medianoche, los fuegos artificiales lanzados desde el muelle surcaban el cielo, multicolores; zigzagueaban y se perdían en dirección a la isla de Dominica. Las calles estaban a rebosar de niños, de mujeres y de hombres vociferantes. Los borrachos daban tumbos. Envueltos en un griterío infernal, los mas orquestaban una última bacanal.

Entró en casa y corrió hacia la pequeña, que seguía exactamente donde la habían olvidado. Ajena a todo, dormía plácidamente. Tenía la carita mancillada de mierda y de sangre seca. Olía a pescado podrido. A pesar de ello, Ranélise sintió una oleada de amor que le desbordaba el corazón y se dirigía hacia aquel cuerpecito. Siempre había deseado tener un bebé. En su lugar, el Señor solo le había enviado un aborto tras otro, una criatura muerta tras otra, una muerte súbita tras otra. Estrechó a aquella niñita contra su pecho, convencida de que Dios, por fin, se arrepentía de haberla hecho sufrir tanto. Cubriéndola de besos, decidió llamarla Marie-Noëlle, aun naciendo en pleno Carnaval. Le parecía un nombre precioso. Pues Marie es el nombre de la Santa Virgen, madre de todas las virtudes; y Noëlle tiene que ver con la noche milagrosa en que nació el Niño Jesús, destinado a purgar todos los pecados de la humanidad. Le dio un baño caliente. Perfumó el agua tibia con esencia de rosas, un manojo de hojas de guanábana y un puñado de violetas de España. Luego la secó con una tela fina y la acostó bocabajo para evitarle sobresaltos nocturnos, gases y pesadillas.

Ranélise era muy negra. Grandullona. Trabajaba como cocinera en el Babor Estribor, un restaurante de poca monta, pero de buena mesa que estaba en Bas de la Source. Se le daban de maravilla los lambis:[04] arrancarlos de la concha, enjuagarlos con una salmuera secreta donde ponía un puñado de hojas de agar; ablandarlos con un mazo que ella misma había fabricado con una estaca de guayacán y servirlos tan tiernos que se deshacían en la boca, como si fuera cordero bañado en salsa. Gérardo Polius, el alcalde comunista de La Pointe, comía en el Babor Estribor cuatro días a la semana. Venía exprofeso desde Le Moule o desde La Boucan. Lo acompañaba medio ayuntamiento. Meses antes, Ranélise estaba de compras por Carénage, charlando tan tranquila con su pescador de cabecera, cuando de repente vio un paquete de tela flotando como una boya en el agua. Intrigada, se acercó y distinguió un brazo, una pierna, un pedazo de nalga. Se puso a gritar para alertar a los viandantes y, con ayuda de un palo, repescaron a la náufraga cuyo corazón aún se empeñaba débilmente en latir.

Era muy joven. Casi una niña. Catorce años. Quince, a lo sumo. Tenía los senos aún sin desarrollar, parecían dos bulbos de mango. Ranélise tenía un corazón de oro. Se la llevó a casa. Le dio friegas con aceite de alcanfor y la obligó a beber infusiones de cardo bendito con un chorrito de ron para entonarla. Después la abrigó con un camisón grueso, de los que ella misma se ponía en época de lluvias. El primer día no hubo manera de sacarle más que frases entrecortadas. Decía llamarse Reynalda Titane. Su madre, de nombre Antonine, aunque todos la llamaban Nina, servía como criada en casa de Gian Carlo Coppini. Gian Carlo Coppini era un joyero italiano de la Rue Nozières y su tienda, Il Lago di Como, siempre estaba abarrotada de compradores y de curiosos. Gian Carlo Coppini se parecía a Jesucristo: tenía el pelo y la barba muy largos, sedosos y rizados. Su séquito lo componían mujeres: una esposa, siempre embarazada o pariendo; dos hermanas, eternamente vestidas de negro y tocadas con mantillas de encaje; no sé cuántas hijas. Gracias a él, Nina había podido enviarla a la escuela municipal de Dubouchage. Y a Reynalda le encantaba la escuela. Francés. Historia. Ciencias Naturales. Sacaba buenas notas y había terminado la primaria.

La gente aconsejó a Ranélise que pusiera a Reynalda de patitas en la calle. ¿Y si resultaba ser una delincuente en busca y captura por los gendarmes? Pero, al hablarle Ranélise de volver a Il Lago di Como, Reynalda se arrodilló y le empapó los pies con sus lágrimas de María Magdalena. Reveló entonces que se encontraba en estado. Por eso se había lanzado al agua. Ranélise se quedó mirándola boquiabierta. ¿Querer matarse por un embarazo? ¿Acaso no sabía que los hijos son un regalo del Señor? ¿Un auténtico milagro? La mujer que ve cómo se le infla y redondea el vientre debería hincarse de hinojos, golpearse el pecho y exclamar: «¡Alabado sea Dios!».

Reynalda no se sinceraba con nadie. Excepto a veces con Claire-Alta, que tenía más o menos su edad. Ranélise no tuvo agallas para echarla y le encontró un trabajo en el restaurante Babor Estribor. En la cocina, donde nadie la viera, porque los clientes se quejaban. La preñada les quitaba las ganas de beber ron.

El segundo recuerdo inventado de Marie-Noëlle era el de su bautizo. Fue en plena Cuaresma, un sábado. Ese día estaba reservado para los bastardos, esos niños que ignoran el nombre de sus padres. La iglesia de Saint-Jules, aneja al hospicio homónimo, era una construcción de madera con la nave central en forma de quilla de barco. Había resistido a los incendios y a los terremotos que venían azotando La Pointe desde el inicio de los tiempos. En la actualidad, faltaban numerosas persianas; las vidrieras lucían resquebrajadas y el rosetón parecía ladeado, como el madrás[05]de una vieja cansada de existir. Ranélise, su madrina, la sostenía en brazos como si fuera una reliquia. ¡Daba gloria verla aquel día! Estaba radiante. Vestía un conjunto azul satinado con lunares y ribetes blancos, y un tocado con capelina. Uno de sus muchos buenos amigos, trajeado de negro y con corbata oscura, ejercía de padrino. Cantaban a coro: «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria».

La pila bautismal se encontraba frente a una de las pocas vidrieras intactas. Representaba la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen. Chupándose el dedo, con la mejilla apoyada en el seno generoso de Ranélise, Marie-Noëlle no prestaba atención ni a la homilía del cura ni a las promesas de sus padrinos. No podía despegar los ojos de la imagen celestial del arcángel Gabriel, con su capa azul, con las enormes alas abiertas y con aquel ramillete de flores de lis en la mano. A su alrededor, los demás bebés lloriqueaban o chupeteaban granos de sal. Marie-Noëlle, absorta en su visión, se sabía infinitamente superior. ¿Acaso no aseguraba Ranélise que ella era la niña más maravillosa del mundo? El día del bautizo hubo música. No solo las acostumbradas mazurkas, biguines, wa-bap y demás ritmos tradicionales. Los Léonidas, dos cooperantes llegados de Senegal, pincharon discos y explicaron a los asistentes quiénes eran los griots de África. Todos los escucharon maravillados.

Sin embargo, por más que Ranélise también se lo hubiera descrito muchas veces, Marie-Noëlle no guardaba ningún recuerdo del día en que su madre se marchó. Fue en septiembre. Era todo lo que sabía. En un mes de septiembre cargado, como suele ser habitual, de ciclones y de tormentas amenazadores. La cólera del cielo parecía no tener fin. Una o dos semanas después del bautizo, Reynalda anunció que se marchaba a trabajar a la metrópolis. ¿A la metrópolis? ¡Pues sí! Como a tantos otros compatriotas, el BUMIDOM[06] le había conseguido un puesto en casa de Jean-René Duparc, que vivía en el bulevar Malesherbes, distrito diecisiete, París. La familia del tal Jean-René contaba con tres hijos pequeños necesitados de una niñera. Gérardo Polius dejó bien clara su postura. También los vecinos. Ranélise, por el contrario, brincaba de alegría, como una niña con zapatos nuevos. Le regaló a Reynalda tres billetes de cien francos. Antes de marcharse, Reynalda le confió a Claire-Alta que no entraba en sus planes pasarse la vida de criada.

Se proponía estudiar y llegar a ser alguien en la vida.

Los primeros años de Marie-Noëlle fueron pura magia. De la mano de Ranélise, aprendió a caminar en un sotobosque lleno de lianas arborescentes, campanillas inmaculadas y heliconias de espléndidos pétalos amarillos. Rodeada de flores púrpuras del paraíso. Una brisa fresca destilaba solo para ella las fragancias de los brotes, de la tierra, del viento y de la lluvia; y la infancia transcurría en un jardín perfumado. A simple vista, podría parecer que Marie-Noëlle no poseía gran cosa. Una esclava con su nombre. Una cadena. Tres medallitas (una de las cuales mostraba al niño Jesús, su patrón). Algo de ropa en un cestillo de mimbre. Nunca tuvo triciclos ni cochecitos de juguete ni muñecas Barbie. Solo un patinete de segunda mano con el que se tiraba a toda velocidad por las cuestas del canal Vatable o por los callejones del cerro Udol. Pero la felicidad de un niño no se mide en oro ni en juguetes caros. Se mide en palpitaciones del corazón, y el de Ranélise solo latía por ella. Las manos de Ranélise resultaban suaves, muy suaves, incluso al cepillarle el cabello. Marie-Noëlle lo tenía muy largo y enredado. Jamás le propinó ni un solo cachete ni un bofetón o un correazo en las nalgas. Nunca la castigó de cara a la pared o con los brazos en cruz en el patio bajo el sol abrasador. Ni tan siquiera llegó a decirle una palabra más alta que otra. Todo lo contrario: la llamaba con infinidad de apelativos cariñosos y no cesaba de prodigarle mimos, caricias y besitos en el cuello.

El lunes de Pascua, metían en un cesto una tartera de lambi en salsa colombo y otra de arroz, y se marchaban en la furgoneta de unos amigos hasta la playa de Grande-Anse, en Deshaies. Marie-Noëlle se reía y chapoteaba con sus braguitas de algodón, mientras los rastafari de largas trenzas salvajes jugaban al fútbol o aporreaban el gwoka.

La llegada de Marie-Noëlle puso patas arriba la existencia de Ranélise. Hasta entonces, había sido una mujer algo ligera de cascos. Bueno, mucho. Los cotillas llevaban la cuenta de los hombres que entraban en su casa, de soslayo, al ocaso, para no salir hasta la mañana siguiente al despuntar el alba. El primero en la lista era Gérardo Polius, el alcalde comunista, que la visitaba con frecuencia desde hacía veinte años. También Alexis Alexius, su teniente de alcalde, visitaba a Ranélise a espaldas del jefe. Casi nadie la criticaba, porque era un trozo de pan. Siempre ayudaba al prójimo, daba limosna a los más desfavorecidos y les encontraba trabajillos a los parados o una plaza en la guardería a algún chiquitín. De un día para otro, se metió en cintura. Excepto Gérardo Polius, ya ningún hombre pasaba la noche en su casa. Sin haber recibido los sacramentos, Ranélise siempre se llevó bien con los curas de Saint-Jules y había organizado veladas de villancicos en su patio en época de Adviento. En lo sucesivo, empezó a acudir con diligencia a todas y cada una de las misas. No comulgaba ni se confesaba, pero desfilaba en las procesiones de la Virgen del Gran Retorno, con la cabeza gacha, circunspecta y golpeándose el pecho como si no cesara de agradecerle al Señor la felicidad que le había otorgado.

Se vio, desde preescolar, que Marie-Noëlle no salió mal parada en el reparto de dones intelectuales. Siempre era la primera. Sacaba matrículas de honor en todo y Ranélise, ufana, fantaseaba con el futuro. Se veía a sí misma convertida en la madre de una maestra. Quizá en madre de matrona. Olvidó por completo que Marie-Noëlle no era fruto de su vientre. No resultó difícil, pues Reynalda no movía un dedo para que su hija la recordara con cariño. Fue pasando el tiempo. Meses. Años. Prácticamente no recibían ninguna noticia suya. Como mucho, una tarjeta de felicitación navideña sin dirección en el remite. Clodomire Ludovic, un antiguo cartero que había ejercido en el distrito trece de París, y ahora disfrutaba de su jubilación en la isla, afirmaba habérsela encontrado un día en mitad de la Place d’Italie. Reynalda lo había mirado fijamente, aparentando no conocerlo. A pesar del tiempo transcurrido, la gente seguía acordándose de Reynalda Altamira. No todos los días se repescan ahogadas en Carénage. Ahogada por accidente, ¿o no? Si todas las chiquillas preñadas hicieran lo mismo, la humanidad se extinguiría. Poco a poco, fue calando entre los lugareños el recuerdo de una Reynalda extravagante y huraña que no quiso resignarse a su suerte.

Cada vez que alguien hablaba de su madre, Marie-Noëlle experimentaba una sensación de peligro. Le parecía que un viento helado le soplaba insidiosamente en la nuca y que estaba a punto de sufrir un infarto. Se las ingeniaba para cambiar a toda prisa de tema de conversación, enseñando su última redacción o recitando la lección correspondiente. A veces, en mitad de la noche, no podía evitar pensar en su madre y se incorporaba sobresaltada, como si acabara de despertarse de una pesadilla. Se echaba a llorar, sin consuelo, hasta que la luz del día le secaba las mejillas.

De camino a la escuela, solía dar un rodeo por la Rue Nozières y observaba Il Lago di Como. Estaba en la planta baja de una casona de madera de dos pisos que pedía a gritos, al menos, una mano de pintura. Intuía que aquel establecimiento de aspecto ordinario, angosto como un túnel y con la luz eléctrica encendida a todas horas, encerraba el secreto de su nacimiento. ¿Qué acontecimientos habían acaecido allí unos años antes? ¿Eran tan terribles como para que su madre, con apenas quince años, se lanzara al mar y escogiera la muerte?

Un día, cuando tendría unos diez años, se armó de valor, empujó la puerta y se mezcló con la masa de fisgones que admiraban los camafeos, los pendientes y la orfebrería florentina. La matriarca, marchita y paliducha, reinaba en la caja. Las dos hermanas, con sus mantillas, charlaban con los clientes. En un rincón, tres o cuatro niñitas jugaban con muñecas de trapo. La barba y los hermosos cabellos de seda, ya de color pimienta con sal, le caían a Gian Carlo Coppini sobre los hombros. Escrutaba una piedra de color verde con una lupa en el ojo derecho. Era judío, sí, por el bonete negro que le ceñía la frente. Pasados unos instantes, posó el pedrusco en el mostrador y miró alrededor. Advirtió la presencia de Marie-Noëlle, de pie en una esquina, y le dedicó una sonrisa dulce, magnánima, que dejaba al descubierto unos inesperados colmillos carnívoros. Parecía Jesucristo en persona, rodeado de los apóstoles. Entonces emergió de la trastienda una joven criada. En una bandeja cubierta con un paño blanco bordado, traía una taza de asa dorada, un azucarero y una cafetera. Esta sirvió el café en la taza y añadió dos cucharadas de azúcar, con sumo cuidado, como si temiera las represalias. El penetrante aroma inundó la tienda.

Gian Carlo Coppini le dio las gracias con un ademán de la mano que también significaba que podía retirarse. Después, con la unción del cura que bebe el vino de misa y con la teatralidad de un actor, bajó la mirada y se llevó la taza a los labios, que sobresalían como dos capullos de rosa entre la espesura de la barba. Cuando Marie-Noëlle volvió a encontrase bajo la luz del sol, se apoyó contra la tapia, medio desfallecida por la emoción.

Sí, no cabía duda: aquel desconocido había representado un papel fundamental en su nacimiento.

[01] Máscaras típicas de carnaval en el archipiélago antillano de Guadalupe. (Todas las notas son de la traductora.)

[02] Timbal guadalupeño de gran tamaño.

[03] Los zombis, en las culturas populares caribeñas, son almas errantes con cuitas pendientes. Los moko zombis son personajes zancudos de carnaval.

[04] Caracol marino comestible.

[05] Pañoleta de algodón, con estampado a cuadros de vivos colores, con la que las mujeres antillanas se cubren la cabeza o se fajan los riñones para trabajar. Existe también un madrás de fiesta.

[06] Bureau pour le développement des migrations dans les départements d’outre-mer. Este organismo propició, en los años 60-70, la migración a la Francia metropolitana de los habitantes de las regiones ultramarinas.

2

El 5 de julio de 1970 cuando Marie-Noëlle, con diez años recién cumplidos, se preparaba para comenzar la secundaria en el Instituto Michelet, el cartero dejó en el alféizar un aviso de recibo. Se trataba de una carta certificada dirigida a mademoiselle Ranélise Tertullien.

Aquello causó una fuerte sensación.

En primer lugar, porque Ranélise jamás recibía correo, al margen de la tarjeta de felicitación navideña de Reynalda, el catálogo de la tienda Trois-Suisses y las notitas amorosas de Hacienda. Ni siquiera sabía cómo se recogía una carta certificada. ¿Dónde había metido el dichoso documento de identidad nacional que nunca utilizaba? ¿En la mesilla de noche? ¿En la cómoda? ¿En el cestillo de mimbre donde guardaba la cubertería? Después de buscar durante horas, cuando estaba ya a punto de ponerle una vela a san Expedito, patrón de las causas perdidas, lo encontró en la cómoda, debajo de un montón de sábanas. Y se presentó en la oficina de correos de reciente apertura en el barrio de Bergevin, cerca de la nueva estación de autobuses.

Como no leía muy bien que digamos, le encomendó el sobre a Marie-Noëlle. Sin necesidad de abrirlo y averiguar su contenido, la niña supo que su peor pesadilla estaba a punto de hacerse realidad.

Aquel sobre grueso de papel de estraza contenía un cheque, un billete de avión, un par de formularios con encabezamiento de Air France y un texto breve.

La letra, escrita en papel de color crema, lucía segura de sí misma, elegante incluso:

En Savigny-sur-Orge, a 27 de junio.

Querida Ranélise:

Al contrario de lo que tal vez puedas pensar, no me he olvidado de mi hija. Ha llegado el momento de ocuparme de ella como es debido, pues por fin me encuentro en condiciones de proporcionarle una vida digna.

Te agradecería que me hicieras llegar por correo sus boletines de notas y la cartilla médica. Te mando un billete de avión para mediados de octubre y dinero para que le compres algo de ropa. Solo tienes que firmar los papeles. He contratado el servicio especial de acompañamiento para menores.

Siempre te estaré agradecida por tanta bondad.

REYNALDA TITANE

P.D.: Ahora trabajo como asistente social en el Ayuntamiento de Savigny-sur-Orge.

Ranélise se cayó redonda. Las vecinas acudieron en tropel, y le frotaron las sienes y las muñecas con alcohol de alcanfor. Cuando volvió en sí, rompió a llorar desconsolada, a gemir en voz alta y a increpar al destino. ¡No se había pasado diez años criando y adorando a aquella niña para enviársela de vuelta ahora, lo mismo que un paquete, a la desalmada que había sido capaz de abandonarla indefensa a su suerte! ¿Quién de las dos era la verdadera madre de la niña? ¿La que la cuidó durante el sarampión, la viruela y las otitis; o la que se hacía la interesante en Francia? ¿Acaso no había leyes para proteger a las gentes de bien y hacer justicia en el mundo? ¡No! Jamás se separaría de Marie-Noëlle. El coro de vecinas asentía. Después se levantó y se armó con la sombrilla dispuesta a salir. No tenía por costumbre molestar a Gérardo Polius en el trabajo ni hacer alarde de su relación. Pero aquel día precisaba de sus consejos como experto. Después de todo, Gérardo era licenciado en Derecho. Abogado. Aunque en la actualidad ya no ejercía.

Cuando Ranélise llegó al Ayuntamiento, fuera de sí y con los ojos hinchados de tanto llorar, Gérardo estaba encerrado en el despacho en compañía de dos concejales y del encargado de los servicios municipales de limpieza. Durante dos largas horas, Ranélise estuvo contándole la conmovedora historia a toda la plantilla de empleados y esperando a ser recibida. Gérardo leyó en silencio la carta, la escuchó paciente y, por fin, sentenció con tristeza, a sabiendas de lo mucho que Marie-Noëlle significaba para ella:

—¡Mira que te lo dije! Tenías que haber regularizado la situación y adoptarla. Así, no puedes hacer nada. La madre biológica está en su derecho.

Ranélise le martilleó el pecho a puñetazos y lo acusó de no tener corazón. Gérardo, compungido, no le pudo decir otra cosa y la mujer terminó derrumbándose entre maldiciones. Cuando se hubo sosegado, la mandó llevar a casa en su Citroën Tiburón.

Por la tarde, le entró una fiebre altísima a Marie-Noëlle. A las nueve, tenía más de cuarenta grados y los ojos, rojos como brasas, amenazaban con salírsele de las cuencas. A eso de las diez, empezó a gemir y a chillar como un bebé; a pronunciar palabras sin sentido. A ratos, parecía recobrar la lucidez y exclamaba con voz rota:

—¡Me quiero quedar con mamá!

Más tarde, se puso a convulsionar de forma tan violenta que por poco no se cae de la cama, y hubo que amarrarla al cabecero con un par de sábanas.

Madame Fleurette, la única que accedió a desplazarse de madrugada, le diagnosticó un brote de malaria cerebral e intercedió para que la admitieran en el servicio de urgencias del Hospital General. Pero el joven médico de guardia interpretó los síntomas como un simple cuadro de dengue y le recetó sulfamidas. A las cuatro de la madrugada, Marie-Noëlle vomitó hasta la primera papilla, lo mismo que los enfermos de fiebre tifoidea. Soltaba por la boca un líquido espeso y pestilente. Tras esto, rígida como una muerta, entró en coma. Los médicos tiraron la toalla. La gente ya anticipaba un entierro doble, dando por sentado que Ranélise se moriría de pena. Sin embargo, Marie-Noëlle sobrevivió. Tras una semana en un coma profundo, en una cama aislada por un biombo para no intimidar al resto de los enfermos, abrió de nuevo los ojos y llamó a mamá. Ranélise, que no se había despegado ni un instante de su lado, se arrodilló llorando y gritando «Hosanna» a todo pulmón. Es de justicia decir que la Marie-Noëlle que salió del Hospital General una mañana de julio, medio en brazos de Ranélise, no era la misma que había ingresado un mes antes. Había muerto el angelito mofletudo, travieso, caprichoso y cariñoso que hiciera las delicias de Ranélise. Se transformó en un fantasma esquelético, mohíno y de ojos apagados que escrutaban a la gente de un modo sumamente incómodo, como si persiguieran en los rostros ajenos una obsesión íntima. Pasó de no callarse ni debajo del agua, de derrochar imaginación y de ponerle a Ranélise la cabeza como un bombo con sus cuentos fantásticos, a no decir esta boca es mía. Se tiraba horas enteras sin moverse, mirando fijamente al vacío, para después apoyar la mejilla en el hombro de Ranélise y romper a llorar en silencio.

Ranélise, que en su vida se había tomado unas vacaciones y que trabajaba como una mula de sol a sol, le pidió prestado algo de dinero a Gérardo. Así pudo alquilar una casa en Port-Louis, a orillas de la playa de Souffleur, para que la niña cambiara de aires.

Antes de que la devastaran los ciclones y de que el negocio de la caña desapareciera, Port-Louis era indudablemente el enclave más bonito de Grande-Terre. Un cielo azulísimo siempre despejado. Aire puro. Una hilera de caserones de madera con refinados balcones floridos y con galerías de anchas ventanas decoraba el paseo marítimo. Pertenecían a los mandamases metropolitanos, descendientes de los terratenientes blancos. Los domingos, llenaban la iglesia de muecas desdeñosas, de perfumes y de ropas almidonadas; y echaban en el cestillo de las limosnas, como si nada, el salario mensual de sus empleados.

Port-Louis era, por añadidura, una zona muy dinámica. Beauport era el epicentro. En la época de la cosecha, hordas de carros metálicos tirados por tractores se dirigían a la fábrica, pues las carretas de bueyes se habían quedado anticuadas y ya solo las utilizaban los pequeños agricultores. Por añadidura, Beauport estaba rodeada por una red de cuarenta kilómetros de vías férreas por donde diariamente transitaban cinco locomotoras y doscientos vagones.

Ranélise alquiló la última casa del paseo marítimo. Desde el modesto jardín, algo descuidado, en el que acertaban a crecer unas calas enormes, se entreveían las tumbas del cementerio, adornadas con las flores rojas de los flamboyanes y los racimos amarillos de los jazmines de Cuba. Ranélise tenía su propia teoría sobre cómo curar cualquier trastorno: el mar es mano de santo. Al amanecer, cuando solo las barquitas de los pescadores pespunteaban el azul infinito, despertaba a Marie-Noëlle y la llevaba a rastras a la playa. Envuelta en una vieja combinación, también ella se adentraba en las olas con cautela, se persignaba varias veces, tomaba un poco de agua entre las manos, se la bebía a sorbitos y volvía a sentarse en la arena. Pero Marie-Noëlle, que había tomado clases de natación en la escuela, daba grandes brazadas en dirección al horizonte, como si quisiera alcanzarlo. Cuando las casas del pueblo se alejaban diminutas y rematadas por un arco dorado, paraba de nadar, recuperaba el aliento y flotaba haciéndose la muerta. El lento vaivén de las olas la calmaba, meciéndola adelante y atrás como a un bebé en su cuna. Se soltaba el cabello y se dejaba llevar por las fantasías de la corriente e imaginaba que se iba convirtiendo en alga o en animal marino; un erizo o un caballito de mar. El aroma especiado del agua la calmaba, como un bálsamo. Al sur, contemplaba el mar abierto. El azul insondable. Si miraba hacia el norte, veía la cresta azulada de las montañas. Si miraba hacia el interior del agua, la gran blancura del fondo la llamaba, y experimentaba la tentación de zambullirse en la paz eterna. Luego pensaba en Ranélise, que la estaba esperando en la orilla, y regresaba.

Aquellos baños cotidianos, sumados a una alimentación equilibrada y a constantes caminatas, acortaron la convalecencia de Marie-Noëlle. En alguna ocasión, llegaban hasta Massioux, Gros-Cap o Pombiray. Y los críos de los zindiens[07] —en el transcurso del Segundo Imperio, estos habían reemplazado a los negros en los campos de caña— se asomaban a los porches para estudiar a la extraña pareja: una negra guapa y fuerte, muy recta bajo la sombrilla, sin dignarse a mirar a nadie, precediendo a un alfeñique de trenzas bailongas, descoloridas por el agua del mar que, por el contrario, se quedaba mirando a todo el mundo. Antes de aquello, Marie-Noëlle prácticamente no había salido de La Pointe ni del canal Vatable. Así que todo la fascinaba. Se detenía, curiosa, frente a los abigarrados templos hindúes de Mariémin que se elevaban, rojos y amarillos, entre el follaje protector de los árboles. ¿Qué ocurriría entre sus altos muros tricolores? ¿Qué misteriosos designios conectaban los ghats[08] del Ganges con los senderos pedregosos de Guadalupe? O bien se quedaba sin aliento al correr por las alamedas bordeadas de cocoteros enanos y palmeras, vestigios de las plantaciones que en otro tiempo jalonaran la cuenca azucarera. Respiraba el olor al guarapo de la fábrica de Beauport y soñaba con colgarse, como los negritos salvajes, del último vagón de los trenes de la caña de azúcar que atravesaban la planicie echando humo. En resumen, iba recobrando las fuerzas poco a poco casi sin darse cuenta gracias a la belleza de la tierra natal.

Nunca volvió a ser la niña que fue. Nunca jamás. La enfermedad y la larga convalecencia la obligaron a retrasar su vuelo a Francia hasta el 31 de octubre. Para entonces, el curso escolar ya había empezado.

Marie-Noëlle guardaría para siempre en algún rincón de la mente el desfile de sensaciones e imágenes del coma que superó en el Hospital General.

Unas veces hacía frío, un frío que calaba los huesos. Otras, le parecía estar en los altos hornos del infierno. Sentía como si la piel se le fuera a enrojecer, a calcinar y a dejarla desnuda, reducida a un inmundo paquete de vísceras. Nunca salía el sol. Vivía en las tinieblas. Bajo los párpados, veía extrañas formas anudarse, desanudarse, huir, flotar, como paños abultados, como tristes bufandas de seda o de plástico. De repente, aparecían un manchas de color impreciso, de tonos azulados, violáceos o grisáceos con pinceladas rojas y amarillas. Se agrandaban hasta cegarla. Al guiñar los ojos, sin transición, las manchas se adelgazaban y se hacían pequeñas. También tercas. Dibujaban constelaciones de minúsculos puntos, titilantes como los faros de los coches a lo lejos o como las pupilas de una manada de animales acechando en la espesura. Bruscamente, todo se derretía y el mundo volvía a cubrirse de un terciopelo denso, compacto. Y ella se quedaba en la más absoluta oscuridad, jadeando aterrorizada.

Por momentos, la cabeza se le llenaba de ruidos. Sentía que le iba a estallar y que la cera del cerebro se le iba a escurrir, tibia, por la funda de almohada donde se leían las siglas del hospital en grandes letras azules. Era como si un ciclón se estuviera gestando al otro lado de la Tierra, aclamado por el rumor de la caña y por los ladridos del vendaval. Los frutipanes, los mangos y los cocoteros iban cayendo los unos detrás de los otros en mitad de un estruendo apocalíptico. Las puertas de las cabañas daban portazos y salían despedidas por los aires, arrancadas de cuajo, convertidas en vulgares pedazos de chatarra. Las persianas volaban hechas añicos. Las techumbres de chapa rasgaban el aire con sus filos oxidados. Marie-Noëlle escuchaba el alboroto de los chiquillos desesperados, escondidos bajo los fregaderos, lloriqueando sin cesar. Escuchaba hasta que el mundo se callaba y el silencio lo envolvía todo. Un silencio más terrible, si cabe, que el ruido. Entonces, atravesaba la inmensidad de la nada.

Otros días, sin embargo, se encontraba mejor. El sol pugnaba por salir. Marie-Noëlle acertaba a distinguir el recuadro azul y blanco de la ventana, el estrecho campanario de la catedral de Saint-Pierre y Saint-Paul, y el reloj que daba la una y cuarto a cualquier hora, en cualquier estación. Percibía las figuras de los médicos, siempre tan ajetreados. Veía agitarse las tocas blancas de las monjitas, blandiendo jeringuillas o atareadas en torno al gotero. Distinguía a Ranélise sentada junto a la cama, inclinada sobre ella o danzando por la habitación, sollozando sin pudor. Escuchaba incluso la música familiar de su voz. Ranélise se quejaba, enumerando todos los sacrificios realizados, todas las pruebas que había soportado a lo largo de aquellos diez años de maternidad. ¡Ah, no! ¡El Señor no podía arrebatarle a su niña! ¿A qué se estaría refiriendo, a la enfermedad y a la muerte o bien a la carta de Reynalda? En cualquier caso, para ella ambas cosas suponían la misma muerte. Marie-Noëlle habría querido responderle. Habría querido consolarla y asegurarle que, pasara lo que pasara, siempre la querría más que a nadie en el mundo. Pero no era capaz. Las palabras se le atascaban en la garganta, frenaban en seco. Permanecía vegetal en la cama, sin reacción aparente, prisionera de la soledad. Se le llenaban los ojos de lágrimas. El dolor pesaba como una losa y la arrinconaba entre las sábanas ásperas, ajadas por cientos de coladas con lejía.

Marie-Noëlle llevaría eternamente esas visiones y sensaciones en su interior. Sin previo aviso, reaparecían y volverían a poseerla durante toda su vida. El tiempo se detendría. En mitad de una frase o de un gesto, se quedaría ausente, inmóvil, con los ojos vacíos, como una lela.

A las malas lenguas no les pasaron desapercibidos aquellos lapsus. Fueron la comidilla del barrio. Poco a poco, los vecinos terminaron por acostumbrarse. Se encogían de hombros y la tildaban de majareta. Lo mismo que la madre. Menuda loca la madre. Loca de atar.

[07] Apodo para designar, en el criollo de Guadalupe, a las personas hindúes.

[08] Escalinatas sagradas, para abluciones o cremaciones.

3

Nadie le describió nunca a Marie-Noëlle el día de su llegada a París. Su memoria se ocupó de forjar ese recuerdo.

Ranélise, al final, terminó encajando como buenamente pudo aquel golpe tan bajo del destino. Se aguantó a duras penas el llanto y empezó a llenar una maleta de jerséis de lana. Encargó al padre Simonin cuatro misas por Marie-Noëlle. La llevó a que se confesara cuatro sábados seguidos. Con las manos piadosamente juntas bajo la barbilla, la escoltó después hasta el altar para que comulgara. Finalmente, una noche después del trabajo, abrió el álbum que guardaba en el último cajón de la cómoda y le enseñó una fotografía de su madre, tomada el día de la celebración informal de la primera elección de Gérardo Polius como alcalde de La Pointe. Reynalda estaba embarazada de casi nueve meses. El abultado vientre le levantaba el vestido de cuadros con poca gracia. A su alrededor se veía a Ranélise, a Claire-Alta, a Gérardo Polius y a Alexis Alexius, el teniente de alcalde que, por entonces, aún frecuentaba la casa y la cama de Ranélise. Todos, con la mirada perdida, alzaban las copas al nivel del objetivo y forzaban una sonrisa de oreja a oreja. Todos igual de ausentes. Excepto ella. El rostro anguloso de rasgos delicados reflejaba, más que tristeza o rabia, un cansancio extremo. Como si una idea fija le rondara la cabeza: terminar con todo. Marie-Noëlle no se dejó ablandar por aquel semblante ni por la visión de la montaña de carne en cuyo seno ella misma, acurrucada, se escondía del mundo. Ranélise empezó a soltarle un sermón sobre la necesidad de perdonar a Reynalda por aquellos diez años de abandono, como Jesús había perdonado que Pedro lo negara hasta tres veces. Pero Marie-Noëlle la interrumpió con determinación y preguntó quién era su padre, pues no existe en la tierra un solo niño sin padre. No era la primera vez que tenía aquella pregunta en la punta de la lengua. Siempre, en el último segundo, terminaba callándosela. En realidad, tenía miedo de escuchar la respuesta. Porque el color de su piel contrastaba con el negro negro que imperaba a su alrededor, al igual que la melena pajiza y los ojos que, en función de la luz, viraban al verde o al pardo. Su padre era, sin lugar a dudas, un hombre de piel clara. ¿Un mulato? ¿Un negro del archipiélago de Las Santas?[09] ¿Un vulgar chabin[10] rojo cual cangrejo de río? ¿Tal vez incluso un blanco? ¿Un local o un metropolitano? ¿Un gendarme o un policía nacional? ¿Qué hacer con semejante linaje?

Ranélise escurría el bulto. ¿Y eso qué más daba? ¿Desde cuándo los padres cuentan para algo? Lo único que cuenta de veras es el vientre materno: fortaleza cuyas puertas, un buen día, se fuerzan con dolor. Desde tiempos inmemoriales, la sabiduría popular sentencia que los hijos son de sus madres. Y no hay más que hablar. Si la madre es negra, negro es el niño… Marie-Noëlle desconectaba. Se juraba a sí misma que, por muchos años que tardara, algún día llegaría al fondo de aquel asunto. Por las fotos, se había figurado que su madre era fea. Alta cuando en realidad era menuda. Entrada en carnes cuando en realidad pesaría lo mismo que una adolescente. Madura como Ranélise o como las madres de sus compañeras de la escuela en Dubouchage cuando en realidad se conservaba sin una sola arruga. Podría pasar por su hermana mayor. O por una tía joven, como Claire-Alta. Marie-Noëlle, maravillada, la devoraba con los ojos y se moría de ganas, a pesar de la tristeza que la embargaba por haber perdido a Ranélise, de echarse a los brazos de Reynalda y de murmurarle al oído:

—¡No me puedo creer que seas tan bonita!

Reynalda la estaba esperando en el rincón reservado a los padres de los menores que viajan con el servicio especial de acompañamiento, con la espalda apoyada en una columna, igual que esas plantas a las que ponen un palo detrás para que no se tuerzan. Tenía el rostro inexpresivo, como si llevara una máscara o una piel de lobo para esconder sus verdaderos sentimientos. Venía embutida en un abrigo azul marino poco favorecedor de corte militar y abrochado hasta el cuello. Un gorrito de lana amarillo, verde y rojo le iluminaba la cabeza de una inesperada claridad. Miró a Marie-Noëlle furtivamente, como si le tuviera miedo; esbozó algo parecido a una sonrisa y desvió la mirada a toda prisa sin agacharse a darle un beso. Mientras firmaba los papeles le preguntó a la azafata, en un francés que chocaba con el nasal acento criollo de Ranélise o de Claire-Alta:

—¿Qué tal ha ido el viaje?

Se hizo con la maleta de Marie-Noëlle y la acompañó hacia la salida.

En el exterior, el cielo temblaba gris a ras de los tejados. Nevaba.

¿De veras lo hacía? Rara vez nieva en París. Menos aún a primeros de noviembre. En cualquier caso, en el recuerdo de Marie-Noëlle caían gruesos copos de nieve. Revoloteaban como insectos nocturnos en torno a la llama de un quinqué. Los edificios, las aceras, los autobuses y los coches en doble fila lucían recubiertos de un polvo blanco. Los árboles exhibían unas ramas como muñones envueltos también por un vendaje blanco. Marie-Noëlle tiritaba sin saber por qué. Le costaba trabajo seguir el ritmo de Reynalda, que caminaba con mucha destreza y celeridad por aquel laberinto. Daba la impresión de que ya estaban fuera. Por fin, se detuvo frente a un coche negro. Marie-Noëlle se quedó de piedra. No porque fuera a montar en coche. ¿Acaso el Citroën Tiburón de Gérardo Polius —un cuatro latas, pero que funcionaba a la perfección— no la había llevado al aeropuerto Le Raizet? Sencillamente, era la primera vez que veía a una mujer al volante. En La Pointe solo conducían los hombres. Jobby, el chófer de Gérardo, lo hacía fanfarroneando y cambiando de marcha con solemnidad, como si manipulara el cuadro de mandos de un avión. Además, Marie-Noëlle se había hecho a la idea, por lo que contaba Ranélise, de que su madre era pobre. ¿No estaría engañándolos a todos y sería millonaria? El coche se lanzó a las calles desiertas, típicas de un día festivo por la mañana. En comparación con las de La Pointe, resultaban tristísimas, animadas únicamente por los semáforos en rojo o en verde que titilaban en los cruces. Reynalda no decía ni pío: no le preguntaba cómo se encontraba, cómo estaban Ranélise ni Claire-Alta, qué se cocía por La Pointe. El trayecto parecía no tener fin y Marie-Noëlle se sentía paralizada por la angustia.

Por aquellos años, la barriada Jean-Mermoz de Savigny-sur-Orge no se diferenciaba en nada del resto de los guetos del extrarradio. El lugar era deprimente, pero tranquilo. De cuando en cuando, había alguna rencilla entre los vecinos. Un marido pegaba a su mujer. Un guateque terminaba mal. La policía hacía acto de presencia, pero nunca llegaba la sangre al río. Se contaban una decena de bloques que algún arquitecto con alma de poeta había mandado en su día decorar con dibujos de nubes. Blanco, azul pálido, azul marino, gris claro, gris más oscuro. En los patios asfaltados, acolchados de nieve aquel 1 de noviembre, jugaban unos niños de piel morena, pues el barrio acogía a una colonia considerable de africanos, de antillanos y de reunioneses. Estos dos últimos se llevaban bien. Conversaban en criollo. Desfilaban juntos por las calles en los meses de carnaval. Celebraban las bodas o los bautizos en el salón de actos con frescos en los muros, obra de un martiniqués que se las daba de artista. De mutuo acuerdo, no se mezclaban con los africanos. Con ninguno. Ni del norte ni del sur ni del Sahara. Pertenecían a otra raza. Cada uno en su casa, y Dios en la de todos.

Como los ascensores no funcionaban, Reynalda y Marie-Noëlle subieron en fila india por la escalera del bloque A (de color gris pálido). Reynalda vivía en la tercera planta, en un apartamento que, comparado con el pisito de Ranélise, parecía vacío: faltaban la mesa baja, el tresillo, el puf, el sofá, la cómoda, el armario, el perchero, la cama con y sin dosel, el espejo… Aparte de algunas láminas por las paredes, no había más que unos cuantos muebles desparejos, dispersos sin orden ni concierto por el piso. El suelo estaba cubierto con parches de alfombra. No obstante, la frialdad del decorado no fue lo que más impactó a Marie-Noëlle. Un niño pequeño, de un año aproximadamente, regordete y descalzo, se tambaleaba y gritaba sin convicción, pero con insistencia en un parque hasta arriba de juguetes. A ratos, propinaba un manotazo a algún muñeco barnizado de lágrimas. Al ver a Reynalda, dejó de llorar y se puso a dar saltitos agitando los brazos. Marie-Noëlle se dio media vuelta y Reynalda asintió con un meneo de cabeza, casi imperceptible:

—¡Es tu hermanito, Garvey!

Marie-Noëlle siempre había deseado la compañía de otro niño en casa. Sabía de sobra que no podía contar con Ranélise. Esta había parido a dos o tres bebés muertos que yacían en el cementerio de Briscaille. Tampoco podía contar con Claire-Alta, pues le tenía un miedo atroz al embarazo. Así que se consolaba con los retoños de otras. En el canal Vatable todos conocían aquella pasión suya por los niños. Los miércoles, cuando no había escuela, las vecinas salían disparadas rumbo al mercado y la dejaban, tan tranquilas, al cuidado de sus recién nacidos. Cuando volvía del Babor Estribor, Ranélise solía encontrársela estudiando la lección o terminando los deberes con algún crío en el regazo. ¿Un hermanito? Un obsequio así bastó para iluminarle a Marie-Noëlle el luto del primer día. Con el corazón a mil por hora, se inclinó hacia Garvey. El pequeño se dejó acariciar. En ese momento, hizo su aparición un hombre. Muy alto y escuálido, con la pelambrera rojiza, descuidada y enredada. Traía en las manos un plato de papilla y un biberón. Sonrió a Marie-Noëlle, como si fueran viejos amigos, y exclamó alegre:

—¡Por fin!

A continuación la abrazó y la besó con efusividad. Volvió a salir el sol.

Ludovic siempre se tomaba algo de tiempo para reflexionar cuando alguien le preguntaba de dónde era. Su padre había emigrado desde Haití a Ciego de Ávila, en Cuba, donde los jornaleros de la caña de azúcar estaban mucho mejor remunerados. Allí había tenido tres hijos con otra obrera de los campos de caña. Vivió un tiempo en Santo Domingo, donde tuvo no sabía cuántos hijos más. Después regresó a Haití, porque sentía nostalgia del aroma agrio a tierra quemada de su país natal. Ludovic llevaba desde los dieciocho años siguiendo sus pasos y deambulando por el mundo. Había dejado atrás, muy atrás, el dolor sin fondo de Haití; y había probado suerte en los Estados Unidos de América, en Canadá, en Alemania y en África, antes de aterrizar en Bélgica y cruzar la frontera hasta París. Había sido mozo de carga en los muelles de Nueva York, maestro en Koulikoro (Mali), periodista en Maputo (Mozambique) y músico callejero a los pies del carrillón en Bruselas. Tanto ir y venir le había pasado factura a su rostro: tenía los párpados arrugados, dos trincheras en torno a la boca y la frente llena de surcos. Un brillo de melancolía persistía en sus ojos, como si no pudiera olvidar la miseria sin fin que había contemplado. Solo tenía el título de educación primaria. Había estudiado en la escuela de la vida. Sin embargo, como hablaba cinco idiomas, ahora trabajaba en un centro municipal para jóvenes delincuentes. Marie-Noëlle había crecido escuchando llorar a las vecinas que venían a confiarle a Ranélise el sabor amargo de sus existencias: los insultos y las vejaciones de sus maridos, el abandono… Ella misma se había criado sin la presencia ni el afecto de un padre y había terminado pensando que así era la vida. Estaba convencida de que los hombres formaban parte de una especie distinta, singular y más bien maligna, que únicamente se preocupaba por su propio bienestar.

Nada más poner un pie en Savigny-sur-Orge, aquella convicción comenzó a tambaleársele. Ludovic era el poto-mitan[11]