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A lo largo de 1855 Alarcon publica en la prensa madrileña celebres articulos, como La Noche-Buena del poeta, El pañuelo, Lo que se ve con un anteojo, La fea, Cartas a mis muertos, reunidos en el año 1871 con el generico nombre Cosas que fueron. Se trata de un cuadro de costumbres de la España del XIX.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Pedro Antonio de Alarcón
Cosas que fueron: cuadros de costumbres
Cosas que fueron: cuadros de costumbres Prólogo de la primera edición La nochebuena del poeta
I -
- II -
- III -
- IV -
- V -
- VI -
- VII -
- VIII -
- IX –
Las ferias de Madrid
- I -
- II -
- III –
El pañuelo
Cuadro de batista
- I –
Si yo tuviera cien millones...
- I -
- II -
- III -
- IV –
Cartas a mis muertos
Prefacio
- I -
- II -
- III -
- IV -
- V -
- VI -
- VII -
- VIII -
- IX -
- X -
- XI –
Lo que se ve con un anteojo
- I -
- II -
- III -
- IV -
- V -
- VI -
- VII –
El año nuevo
- I -
- II -
- III –
La fea
- I -
- II -
- III -
- IV -
- V -
- VI –
Diario de un madrileño
- I - Sonrisas hipocráticas.- Soles de invierno
- II - La Semana Santa
- III- El Sábado de Gloria
- IV- La nueva primavera
- V - El verano en Madrid.- Recuerdos del invierno y de otros veranos
- VI - Más delicias de Madrid.- Un paseo matinal
- VII - Caracteres de un domingo.- Sobre los marianos.- La vida en abreviatura
- VIII - Locomoción
- IX - El otoño en la corte
- X - La apertura del Teatro Real Al Excmo. Señor D. Manuel M. de Santa Ana Padrino que fue de la primera edición del presente libro, publicado el año de 1871, dedica también esta edición
Su afectísimo amigo y compañero, El autor.
El genio ha menester del eco, y no se produce eco entre las tumbas.
La palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie.
Escribir como escribimos en Madrid es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo desespe-rado y triste para uno solo... Ni escribe uno siquiera para los suyos.
¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí?
Lloremos, pues, y traduzcamos.
(Mariano José de Larra.)
Con estas dolorosas palabras, arrancadas a la conciencia de su genio, quejábase el malogrado Fígaro hace años del indiferentismo de aquella época en que, sin embargo, brotaban a su vista las maravillas del arte romántico, repetía al aire las armoniosas desesperaciones de Espronceda y esparcíanse los ánimos con las sales y agudezas de Bretón de los Herre-ros. Quien no creaba, aspiraba a crear, o te-nía, como timbre de su vida pública, a gala y blasón cultivar algún género de literatura o rozarse al menos con los sacerdotes del arte, enorgulleciéndose si alguna vez lograba penetrar en el sancta sanctorum ante cuyo dintel se detenían con respeto los profanos.
¿Qué hubiera dicho Larra, viendo el oficio sustituir al arte y el desprecio a la indiferencia de que tanto se condolía, y que sólo llorar le era ya dado, pues ni necesidad hay hoy de traducir? ¿No se venden más libros franceses que españoles?
Las letras van de caída: el vulgo, que tanto atormentaba a Horacio, ha ingresado en la orquesta, y con su ruido de gigante apaga todas las melodías. No hay a quien acusar de indiferente, porque no es posible que nadie se deje oír entre semejante barahúnda, ver entre nivel tan constante, ni admirar entre igualdad tan deseada. Publicar un libro de recreo, en este pobre país desvencijado, es convidar a mieles al hambriento o a hacer cuadros vivos al desnudo. Cuando nuestras revoluciones han provenido de fuera, han traído entre sus negros pliegues de desventuras momentáneas algo fecundo que, semejante al polen aca-rreado por las tempestades, debía producir frutos iguales a aquellos que en campos más dichosos confiaron sus semillas al hálito del huracán pasajero.
Así vimos venir con la influencia del poder absoluto de Luis XIV los reglamentistas literarios que fustigaron a los autores de pasadas Anarquías, y con la revolución e invasión francesas la libertad de pensamiento y el instinto de independencia artístico y propio, triunfante en aquella lucha, como el territorial y político.
Pero cuando las revoluciones no provienen de influencias generales, sino de exclusivas y fatales desesperaciones, el vulgo, desconfia-do, a nadie reconoce por jefe, teme encontrar el engaño donde está la autoridad, la celada misteriosa donde te enseñan el deleite, y, sin fiarse de nadie, temeroso de todo el mundo, no consiente en ser espectador de nada. Que-riendo intervenir en todo, todo se degrada a su contacto, hasta que, convencido, como el niño que quiere acariciar la luna, de su libre impotencia, resígnase escarmentado, oye razones, atiende a consejos y confía, aun ame-nazando con su cólera, a manos más expertas que las suyas, lo que éstas rompen o desba-ratan para que aquéllas construyan o edifi-quen. Entonces los sabios crean, los cantores modulan, los poetas cantan, y el vulgo, replegándose como en las tragedias antiguas a las filas del coro, deja que le enorgullezcan sus héroes o que le entusiasmen y glorifiquen sus artistas.
Promovida, a mi ver, nuestra aún no ter-minada revolución política, más bien por la desesperación que en todos causaban constantes causas de seguros males, que por el deseo de nuevos ideales filosóficos, antes fue acto de cólera y término de paciencia, que meditado deseo de nuevas y radicales formas.
Así es que la sociedad no tuvo que estreme-cerse en sus cimientos, y, más bien como axioma que como problema revolucionario, continuó siendo un hecho en sus primeros días la anterior forma del Estado. No sólo no cambiaron las ideas, sino que conquistaron para sí adversarios antiguos; pero lo que la común desgracia había derrocado tenía que reconstruirlo la desconfianza común. El núme-ro fue Deus ex machina, la cantidad engendró la calidad, y ufana y orgullosa de su anterior potencia, largo tiempo ha de durar la tutela de todos sobre el hijo que todos engendraron.
Este será período de vulgo, que vulgo es la desconfianza erigida en sistema, y no otra cosa impele a los que están por diversos empujes combatidos. Entretanto, sólo una forma artística extravagante o la conveniencia de los más darán triunfo pasajero a todo aquello que en artes, ciencias o gobierno se elabore.
Quisiera engañarme; pero hablo con entera convicción. No ha mucho se publicaron las excelentes obras del malogrado Bécquer.
Leed las colecciones de los periódicos. Pocas plumas se han deslizado sobre el papel en su alabanza o censura, y aquel conjunto de sublimes creaciones o delicadísimos detalles pasa inadvertido ante la grosera mirada del vulgo. ¿Qué escritos han acogido los admirables poemas de Campoamor? ¿Cuáles las poesías del autor de este libro? Algún saludo amigable, apoyo más bien a la especulación industrial que reflejo de atención literaria, es todo el triunfo que puede prometerse el autor del mejor libro en estos prosaicos días. ¿Significa tal cosa que estas obras no se lean? No, por cierto. Hay quien las lee, hay quienes las aprenden de memoria; pero escribir sobre ellas, manifestar pública admiración, declarar que se ha dejado uno dominar por algo. ¿A qué conduce eso? ¿Qué ventajas trae? ¿Por qué aumentar una piedra al pedestal sobre que ha de colocarse un individuo a quien ma-
ñana quizá convenga no ver tan elevado? En las épocas en que reina el vulgo la Humanidad se parece a los líquidos por su fluida tenden-cia al nivel constante. Si elige un jefe, si aplaude un concepto, si compra un libro, es por hallar representada en ellos su propia vulgaridad. En semejantes momentos el genio sólo se eleva sobre la multitud, tiranizándola como Napoleón, engañándola como Sixto V, o esperando en el reposo del retiro o de la tumba a que tiempos mejores le hagan completa justicia.
Una cosa es popularidad y otra vulgaridad.
Ser amado de las multitudes no es ir envuelto entre ellas. Popular fue Moratín y Comellas fue vulgar. Más tuvo que luchar Washington para no dejarse arrastrar por el vulgo, que para conquistar su gloria inmarcesible, y en tales momentos es cuando debe apreciar el hombre recto en todo lo que vale la fortaleza de los que se resisten a exigencias del momento, prestando fidelidad a los eternos principios de lo bueno y de lo bello.
No dejarse, pues, dominar por el vulgo, ni por huir de él separarse de la verdad para dar en la extravagancia, es el punto matemático, el fiel justo e infranqueable donde debe des-arrollarse el espíritu. Quien logra conseguir empresa tan difícil ha hecho una gran cosa; pero el que lo ejecuta en España, donde sólo su propia conciencia le avisa que ha obrado bien, es un héroe.
Al número de éstos, y no me ciega el cariño, pertenece el autor de este libro, D. Pedro Antonio de Alarcón.
Cosas que fueron titula su libro, y a la lec-tura de tan sencillo lema ya se conoce que habla un artista. Lacrimae rerum!, exclamaba Virgilio en su hermosísimo idioma para dar idea de ese mundo de melancolías en que se cierne el espíritu, recordando tiempos que huyeron, a presencia de los mudos objetos que fueron testigos de risueños planes y desengañadoras alegrías. Cosas que fueron, es decir, esperanzas convertidas en realidades, reflejos de aquella época que fue la juventud del autor, la mía, la de todos los que hoy van encaneciendo; sueños que, gracias al milagro de la Imprenta y a la fantasía del narrador, jamás perderán su magia; muertos que vivirán siempre; artistas que conquistarán inex-tinguibles aplausos; sucesos idos que no pasarán nunca; retratos que no se borrarán ja-más; frases, suspiros, notas, líneas, países, aventuras, galanteos, puerilidades, llantos, risas, profecías, historias, toda un alma rica de ilusiones y de observación, de gloria y de sentimientos; toda una colección de años encerrados en un libro, siempre frescos y colo-reados con su vigor primitivo, a la manera que el transparente y bruñido cristal encierra en corto espacio olorosas y puras las mil flores cuyos gérmenes, esparcidos por el exten-so llano, nacieron al beso del ardiente sol de un día de primavera.
Cosas que fueron, es decir, cosas que se-rán siempre; pues, como dice Augusto Ferrán en sus cantares:
No otra cosa es un recuerdo Que una esperanza perdida.
Este es el libro a que he de poner prólogo, condenado a perpetuo encierro, ante la conti-nuada expectación del público, entre un título que lleva en sí mil promesas y una colección de trabajos que son la ejecutoria brillante de uno de los escritores más personales, más distinguidos y más
Espontáneos que honran nuestra moderna literatura. No sé qué mala pasada habré jugado a Alarcón siendo niños; ignoro si querrá vengarse de algún artículo político mío, siendo hombres, o si intentará desacreditarme para burlarse de mi siendo viejos; pero es el caso que escribiendo estoy y aun vacilo, pues para honra mía es mucho y para mi autoridad po-co, ser yo precisamente designado por él para abrir las puertas del edificio de su ingenio.
¡Quizá no teniendo otra cosa que darme en premio del afecto que le profeso, quiera rega-larme un pedazo de su fama encadenándome a sus escritos! ¡Si esto es así, sea! Ya que no pude edificar el templo de Efeso, lo destruiré.
Ya que no puedo publicar un libro como este, emborronarlo.
Los artículos que contiene esta obra no fueron escritos con la previsión de verlos nunca juntos. Como si fueran pedazos de las entrañas de un internacionalista, cada uno es hijo de la casualidad, y todos fueron publicados en tal o cual periódico, a medida que el autor los iba escribiendo, no enjuta muchas veces la tinta del original, cuando ya estaban impresos y eran del dominio público. En cualquier país rico o no indiferente, hubiera bas-tado la favorable acogida que obtuvieron sus repetidas inserciones en otros periódicos, y el ingenio y originalidad que revelaban para que algún editor hubiera tratado, en aras de su propio interés, de convertir al periodista en base de su fortuna, al propio tiempo que for-maba la suya. Pero si Fortuny, Rico, Zamacois y otros pintores han encontrado en el extranjero un Goupil para sus cuadros, aún no han florecido para los escritores de España los Levy, Dentu y demás inteligentes libreros de vecinas y de luengas tierras, a pesar de ser el habla de Cervantes la más extendida por ambos hemisferios, gracias al esfuerzo de nuestros valerosos e intrépidos progenitores.
Transformado en editor de novelas de a dos cuartos la entrega, prosigue aún su intrépido camino a través del populoso vulgo el antiguo publicador de romances de ciego, viniendo a sustituir a esta literatura en verso, su digna hermana, la que aseguraba hace poco que siendo de noche, sin embargo llovía, y otros milagros por el estilo. Todavía no ha entrado el público español por eso de comprar un libro de un tirón, aunque debo decir, en honor a la verdad, que de cada vez se va operando un saludable trastorno en nuestras rancias y po-co civilizadas costumbres, pues las gentes bañes convenciendo de que más vale comprar un libro bueno por un duro, que no ir realito a realito, como quien lo da con miedo, depositando 80 reales en manos de un editor por otras tantas entregas, llenas de más dislates que trazos de buril contiene la madera de los grabados. Gracias a este pordioserismo de la industria librera, sólo el periódico es el punto donde de cuando en cuando, y si lo permiten los extractos del Congreso o del Senado, las noticias del extranjero, de las provincias y de la capital, los anuncios, la Bolsa y algún que otro comunicado, de esos que se pagan bien, es permitido hacer pinitos literarios a algún escritor de buen gusto, con cuyos trabajos tendría en Francia, Inglaterra o Alemania lo bastante para ser solicitado de editores por todo el resto de su vida, mientras el limón tuviera jugo, y éste produjera con el laboreo de la industria sendos capitales para el pro-ductor y el industrial.
Escribiendo artículos, pues, ha pasado muchos años el Sr. Alarcón; por consiguiente, figúrese el público si serán innumerables.
Aparte los políticos, que formarán acaso otro tomo, ha prescindido de centenares de revistas de Madrid, de críticas de teatros, de folle-tines, de polémica, etc., etc., donde, así tomo Bukingham dejaba caer perlas a su paso, él tiene desparramadas, entre un estilo siempre bello y fácil, profundas observaciones peregrinas ocurrencias o genialidades tan propias, y exclusivas, como encantadoras y felices. -
Colecciónanse únicamente aquí los artículos que tienen algo genérico, los que retratan costumbres, los didácticos o los que son literarios por sí mismos. Para poder apreciarlos en todo lo que valen como estilo, basta leerlos; mas para hacerse cargo de las facultades intelectuales de su autor, unidas a la claridad del juicio o a la intuición del genio, preciso os retrotraer la imaginación a la época en que se escribieron.
Hace quince años España continuaba siendo el mismo territorio que hacía exclamar a Espronceda:
¡Cuán solitaria la nación que un día!
Poblara inmensa gente:
La nación cuyo Imperio se extendía
¡Del Ocaso al Oriente!
Víctima del egoísmo europeo, después de haber herido en medio del corazón al tirano que oprimía el continente, y desangrada en la guerra civil, su política exterior era nula, su industria exigua, sus vías de comunicación vergonzosos anacronismos, y la voz de sus cañones, que hablan atronado al mundo lo mismo en su apogeo que en su agonía, no había vuelto a resonar desde muchos años. La Marina, que iba renaciendo, estaba virgen y deseaba, para probar sus bríos, las cuestiones que luego llegaron de África, América y Oceanía. No había renacido la pintura española.
Madrid se moría de sed, las zarzuelas levan-taban se prepotentes y pretenciosas, el francés era fiel contraste de los héroes de salones, no se sospechaba la caída de una mo-narquía y de un imperio, el poder temporal sosteníase firme y enhiesto; la Internacional era una profecía horrible, un fantasma del miedo, y los gérmenes de la disolución social que hemos visto y que el autor señalaba, no eran, ni mucho menos, datos seguros para raciocinar con acierto en medio del desaliento y de la desesperación que mudos reinaban en las almas.
Era preciso hallarse dotado de gran fe en el arte, de excepcional inteligencia y de una perspicuidad de juicio admirable para escribir entonces esto que va a leerse coleccionado, sin que ninguno de los sucesos ocurridos sea mentís inexorable de las fantasías del escritor.
Todo lo que éste deseaba o temía se ha ve-rificado ya. La modesta línea, cuya inaugura-ción describía en el artículo De Alicante a Valencia(1), es una red de ferrocarriles, y los doce años de silencio que median entre las profecías del autor y la publicación de este libro, son el cable submarino, el istmo de Suez roto, la perforación del Mont-Cenis, la caída de Francia, la formación de Italia y de Alemania, la gloria del Callao, la revolución de España, todo, en fin, lo que antes era un siglo. Vese además en estos artículos el tedio del soltero, su ardiente afán de descifrar un porvenir que hoy (digna recompensa a tantas penalidades) es una casa tranquila, una mujer hermosa, pura y buena, y una familia encantadora. En su estilo bullen la agitación de un hijo del siglo XIX, la tristeza de un español que no sabe de qué ufanarse, la angustia de un corazón afectuoso que llora sobre todo lo que desaparece; que en La Nochebuena clama por el hogar; en Las ferias de Madrid se revuelve contra esta vida de hotel que vamos adoptando, gimiendo sobre los muebles pro-fanados o las reliquias santas, vendidas al peso, y en el Mapa poético de España condué-
lese viendo desaparecer los varios caracteres, trajes y costumbres de las provincias. La cualidad que más revela el autor en este libro, formado, como las diversas capas geológicas de la tierra, por diversas influencias e impre-siones, es su idoneidad para todos los géneros de literatura.
Si queréis ver un crítico, más libre de la tutela de los preceptistas que el eminente Larra, leed los artículos sobre Fanny, Edgard Poe, Los Pobres de Madrid, La desvergüenza, Las zarzuelas. En ellos, más que con el cartabón y la escuadra de los preceptos, hácese la crítica depurando en un crisol filosófico la esencia moral y social de las cosas.
Si queréis deleitaros con un espiritualismo lúcido y con un ascetismo inteligente, los ve-réis relucir en su Carta a Castelar, en De Vi-llahermosa a la China y en el Año nuevo.
Los artículos Bellas Artes, La Ristori, y el viaje De Alicante a Valencia son la ejecutoria de un artista.
Como escritor analítico son muestras de admirable observación y claridad de percep-ciones El pañuelo, La fea, Autopsia, A una máscara, Cartas a mis muertos, etc.
Como estilista sin rival, como personalidad sin parecido en el terreno de las letras, donde brilla la figura de Alarcón con luz propia y be-llísima, sirven de ejemplos constantes Las ferias, El pañuelo, los trozos del Diario de un madrileño y las Visitas a la Marquesa donde hay diálogos, descripciones y discursos que bastan por sí solos a hacer este libro una joya más de nuestra literatura y un digno modelo para los que se dediquen en España a esta forma tan difícil y compleja, tan sin reglas y sin criterio, como que responde a la manera pública que tienen de manifestarse cosas tan difíciles de manosear como el hogar doméstico, la fiesta de familia, la aventura galante y todo ese mundo de acciones individuales que, por medio de la imprenta periódica, tienen su crítica constante en las columnas de los pe-riódicos.
Clasificados ya por géneros los diferentes artículos que esta obra contiene, preciso se hace que justifiquemos nuestras alabanzas, ocupándonos de la importancia del escritor y sometiendo al análisis el conjunto de sus ins-piraciones para deducir el carácter general que en ellos se revela, la resultante, por de-cirlo así, que producen fuerzas a tan opuestos fines dirigidas, y encontrar la unidad literaria y progresiva que dé justo título al Sr. Alarcón para figurar entre nuestros primeros escritores.
Así como el término de todos nuestros juicios son ideas absolutas, así todas nuestras acciones, por diversas y complejas que hayan sido, deben contener un fin único, invariable; y si tal cosa no se ha realizado, puede decirse del individuo que no ha vivido o que ha derro-chado su vida y dejado eva [...]