El escándalo - Pedro Antonio de Alarcón - E-Book

El escándalo E-Book

Pedro Antonio de Alarcón

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El escándalo es una novela confesional de Pedro Antonio de Alarcón, es decir, una novela sobre el pecado y la redención que trata desde una perspectiva moralista el tema del amor frustrado.-

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Pedro Antonio de Alarcón

El escándalo

 

Saga

El escándalo

 

Copyright © 1861, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726550924

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A la memoria

Del insigne poeta, filósofo, orador y estadista D. NICOMEDES PASTOR DÍAZ, ministro que fue de Fomento, de Estado y de Gracia y Justicia, individuo de número de la Real Academia Española, rector de la Universidad de Madrid, etc., etc.

Dedica este libro en testimonio de inextinguible cariño filial, admiración y agradecimiento, Su inconsolable amigo, P. A. DE ALARCÓN.

ESCORIAL, JUNIO DE 1875.

Escándalo. m. La acción o palabra que es causa de que alguno obre mal, o piense mal de otro. Comúnmente se divide en activo y pasivo entre los sumistas. El activo es el dicho o hecho reprensible que es ocasión del daño y ruina espiritual en el prójimo. El pasivo es la misma ruina espiritual o pecado en que cae el prójimo por ocasión del dicho o hecho de otro...

 

( Diccionario de la Lengua Castellana, por la Academia Española.)

Libro I

Fabián Conde

I

La opinión pública

El lunes de Carnestolendas de 1861 -precisamente a la hora en que Madrid era un infierno de más o menos jocosas y decentes mascaradas, de alegres estudiantinas, de pedigüeñas murgas, de comparsas de danzarines, de alegorías empingorotadas en vistosos carretones, de soberbios carruajes particulares con los cocheros vestidos de dominó, de mujerzuelas disfrazadas de hombre y de mancebos de la alta sociedad disfrazados de mujer; es decir, a cosa de las tres y media de la tarde-, un elegante y gallardo joven, que guiaba por sí propio un cochecillo de los llamados cestos, atravesaba la Puerta del Sol, procedente de la calle de Espoz y Mina y con rumbo a la de Preciados, haciendo grandes esfuerzos por no atropellar a nadie en su marcha contra la corriente de aquella apretada muchedumbre, que se encaminaba por su parte hacia la calle de Alcalá o la Carrera de San Jerónimo en demanda del Paseo del Prado, foco de la animación y la alegría en tal momento...

El distinguido automedonte podría tener veintiséis o veintiocho años. Era alto, fuerte, aunque no recio; admirablemente proporcionado, y de aire resuelto y atrevido, que contrastaba a la sazón con la profunda tristeza pintada en su semblante. Tenía bellos ojos negros, la tez descolorida, el pelo corto y arremolinado como Antínoo, poca barba, pero sedosa y fina como los árabes nobles, y gran regularidad en el resto de la fisonomía. Digamos, en suma, que era, sobre poco más o menos, el prototipo de la hermosura viril, tal como se aprecia en los tiempos actuales, esto es, tal como lo prefiere y lo corona de rosas y espinas el gran jurado del bello sexo, único tribunal competente en la materia. En la Atenas de Pericles aquel joven no hubiera pasado por un Apolo; pero en la Atenas de lord Byron podía muy bien servir de Don Juan. Asemejábase, en efecto, a todos los héroes románticos del gran poeta del siglo, lo cual quiere decir que también se asemejaba mucho al mismo poeta.

Sentado, o más bien clavado a su izquierda, iba un lacayuelo ( groom en inglés) que no tendría doce años, tiesecillo, inmóvil y peripuesto como un milord, y ridículo y gracioso como una caricatura de porcelana de Sèvres, especie de palillero animado, cuyo único destino sobre la tierra parecía ser llevar, como llevaba, entre los cruzados brazos, el aristocrático bastón de su dueño, mientras que su dueño empuñaba la plebeya fusta.

La librea del groom y los arreos del caballo ostentaban, en botones y hebillas, algunas docenas de coronas de Conde. En cambio, el que sin duda estaba investido de tan alta dignidad hacía gala de un traje sencillísimo y severo, impropio del día y de su lozana juventud, si bien elegante como todo lo que atañía a su persona. Iba de negro, aunque no de luto (pues los guantes eran de medio color), con una grave levita abotonada hasta lo alto, y sin abrigo ni couvrepieds que lo preservasen del frío sutil de aquella tarde, serena en apariencia, pero que no dejaba de ser la tarde de un 27 de febrero... en Madrid.

Indudablemente, aquel joven no cruzaba la Puerta del Sol en busca de los placeres del Carnaval. Algún triste deber le había sacado de su casa... Algún puñal llevaba clavado en el corazón... Así es que no respondía a ninguna de las bromas que, de cerca o de lejos, le dirigían con atiplados gritos todas las máscaras de buen tono que lo divisaban; antes las recibía con visible disgusto, con pena y hasta con miedo, sin mirar siquiera a los que lo llamaban por su nombre o hacían referencia a circunstancias de su vida...

Algunas de aquellas bromas lo habían impacientado e irritado de un modo evidente. Relámpagos de ira brillaron más de una vez en sus ojos, y aun se le vio en dos o tres ocasiones levantar el látigo con ademán hostil. Pero tales accesos de cólera terminaban siempre por una sonrisa amarga y por un suspiro de resignación, como si de pronto recordara algo que lo obligase a contener el impetuoso denuedo que revelaba su semblante. Veíase que el dolor y el orgullo reñían cruda batalla en el espíritu de aquel hombre... Por lo demás, bueno es advertir también que los enmascarados más insolentes procuraban apostrofarlo desde muy lejos y al abrigo de la apiñada multitud...

-¡Adiós, Fabián! -le había dicho un joven vestido de gran señora, saludándolo con el pañuelo y el abanico, y dando al mismo tiempo ridículos saltos.

-¡Mirad, mirad! ¡Aquél es Fabián Conde! -había exclamado otro, señalándolo al público con el dedo, cual si lo pregonara ignominiosamente-. ¡Fabián Conde, que ha regresado de Inglaterra!

-¡Adiós, conde Fabián! -había chillado un tercero pasando a su lado y haciendo groseras cortesías.

-¡Es un conde! -murmuraron algunas voces entre la plebe.

-Pero, ¿en qué quedamos, Fabián? -prorrumpió en esto a cierta distancia una voz aguda y penetrante como la de un clarín-: ¿eres Conde de título, o sólo de apellido, o no lo eres de manera alguna?

El auditorio se rió a carcajadas.

¡Auditorio terrible el pueblo..., la masa anónima..., el jurado lego..., la opinión pública!

Fabián se estremeció al oír aquella risa formidable.

-¡Calla! ¡Es un conde postizo! -dijo cierta mujer muy fea, que vendía periódicos.

-¡Pero es un real mozo! -arguyó otra bastante guapa, que vendía naranjas y limones.

El joven miró a ésta con agradecimiento.

-¡Pues bien podía haber echado por otras calles, supuesto que no va al Prado como todo el mundo! -replicó la primera, llena de envidia.

-¡Eh, señor lechuguino, vea usted por dónde anda! -gritó un manolo, mirando con aire de desafío al llamado Fabián.

Éste se mordió los labios, pero no se dio por entendido, y siguió avanzando lentamente, con más cuidado que nunca, refrenando a duras penas el caballo, que también parecía deseoso de pisotear a aquella desvergonzada chusma.

-¡Adiós, ilustre Tenorio, terrible Byron! ¿Has hecho muchas víctimas en Londres? -exclamaba en tanto otra máscara-. ¡Como voy vestido de mujer, no me atrevo a acercarme a ti!... ¡Eres tan afortunado en amores!

-¡Paso! ¡Paso!... -voceó más allá otro de aquellos hermafroditas-. ¡Paso a Fabián Conde, al César, al Gengiskan, al Napoleón de las mujeres!

El público aplaudió, creyendo que aquel su aplauso venía a cuento.

-¡Milagro, hombre! ¡Milagro! -añadió un elegante pierrot, haciendo mil jerigonzas-. ¡Fabián Conde no se ha disfrazado este Carnaval!... ¡Los maridos están de enhorabuena!

-¿Qué sabes tú? -agregó un mandarín chino-. ¡Irá a que lo vista con su traje de terciopelo rojo la dama de la berlina azul!

Nuevo aplauso en la muchedumbre, que maldito si sabía de qué se trataba.

-¡Fabián! ¡Fabián! -vociferó, por último, a lo lejos un lujoso nigromante, no con voz de tiple, sino con el grave y fatídico acento que emplean los cómicos cuando representan el papel de estatua del Comendador-: ¡Fabián! ¿Qué has hecho de Gabriela? ¿Qué has hecho de aquel ángel? ¡Te vas a condenar! ¡Fabián Conde! ¡Por la primera vez te cito, llamo y emplazo!

Estas palabras causaron cierta impresión de horror en los circunstantes, y un sordo murmullo corrió en torno de Fabián como oleada de amargos reproches.

El joven, que, según llevamos dicho, había soportado a duras penas las agresiones precedentes, no pudo tolerar aquella última... Botó, pues, sobre el asiento, tan luego como oyó el nombre de Gabriela, y buscó entre el gentío, con furiosa vista, al insolente que lo había pronunciado...

-¡Aguarda -dijo-, y verás cómo te arranco la lengua!

Pero reparó en que el público hacía corro, disponiéndose a gozar de un gran espectáculo gratis; vio, además, que el hechicero huía hacia la calle de Alcalá, metiéndose entre un complicado laberinto de coches; comprendió que todo cuanto hiciera tan sólo serviría para aumentar el escándalo, y, volviendo a su primitiva actitud de dolorosa mansedumbre, ya que no ilimitada paciencia, fustigó el caballo a todo evento, abrióse paso entre la gente, no sin producir sustos, corridas y violentos encontrones, y logró al cabo salir a terreno franco y poner el caballo al galope.

-¡Fabián! ¡Fabián Conde! ¡Conde Fabián! -gritaban entretanto a su espalda veinte o treinta voces del pueblo, que a él se le antojaron veinte o treinta mil, o acaso un clamor universal con que lo maldecían todos los humanos...

-¡Gabriela! ¡Gabriela! ¿Qué has hecho de Gabriela? -aullaban al mismo tiempo, corriendo detrás de él, los chiquillos que habían oído el apóstrofe del nigromante.

-¡A ése! ¡A ése! -clamaron otros más allá, creyendo que se trataba de un ladrón o de un asesino, y persiguiéndolo también encarnizadamente.

Por último, algunos perros salieron asimismo en pos del disparado carruaje, uniendo sus estridentes ladridos a la silba soez con que las turbas salpimentan todas sus excomuniones, y este innoble séquito fue acosando a Fabián hasta muy dentro de la calle de Preciados, como negra legión de demonios, ejecutora de altísima sentencia.

Una vez allí, y desesperando ya de darle alcance, detuviéronse los chiquillos y le tiraron algunas piedras, que pasaron muy cerca del fugitivo coche, mientras que los perros hacían alto y le lanzaban sus últimos y más solemnes aullidos de reprobación...

Entonces, viéndose ya sin testigos y libre de aquella batida infernal, el desgraciado joven entregó las riendas al groom, sepultó el rostro entre las manos y lanzó un sollozo semejante al rugido de león moribundo.

-¿Adónde vamos, señor? -le preguntó poco después el lacayuelo, cuyo terror y extrañeza podréis imaginaros.

-¡Trae! -le contestó el conde, empuñando de nuevo las riendas.

Y levantó la frente, sellada otra vez de entera tranquilidad, asombrosa por lo repentina. Para serenarse de aquel modo, había tenido que hacer un esfuerzo verdaderamente sobrehumano. Una tardía lágrima caía, empero, a lo largo de su rostro...

De la calle de Preciados salió el joven a la plazuela de Santo Domingo, que atravesó al paso, sin que las máscaras de baja estofa que allí había le dirigiesen la palabra; tomó luego por la solitaria calle de Leganitos, que, como situada ya casi extramuros, respiraba un sosiego impropio de aquel vertiginoso día, hasta que, por último, llegado a la antiquísima y ruinosa calle del Duque de Osuna, paró el coche delante de un caserón destartalado y viejo, cuya puerta estaba cerrada como si allí no viviera nadie.

Era el convento..., quiero decir, era la Casa de la Congregación denominada Los Paúles.

Fabián echó pie a tierra; acercóse a aquella puerta aceleradamente; asió el aldabón de hierro con el desatinado afán de un náufrago, y llamó.

II

La portería del otro mundo

El edificio, que todavía existe hoy en la calle del Duque de Osuna con el nombre de LosPaúles, no alberga ya religiosos de esta Orden. La intolerancia liberal ha pasado por allí. Pero en 1861 era una especie de convento disimulado y como vergonzante, que se defendía de la Ley de supresión de Órdenes religiosas de varones, alegando su modesto título de Casa dela Congregación de San Vicente de Paúl, con que se fundó en 6 de julio de 1828.

Seguían, pues, viviendo allí en comunidad, tolerados por los gobernantes de entonces, varios Padres Paúles, bajo la dependencia inmediata de un Rector, o Superior Provincial, que a su vez dependía del Superior General, residente en París; dedicados al estudio, a la meditación o a piadosos ejercicios; gobernados por la campana que los llamaba a la oración colectiva, al refectorio o al recogimiento de la celda, y alejados del mundo y de sus novedades, modas y extravíos...; a lo cual se agregaba que solía hospedarse también allí de vez en cuando, en lugar de ir a mundana fonda, algún obispo, algún predicador ilustre o cualquier otro eclesiástico de nota, llegado a Madrid a asuntos particulares o de su ministerio.

Tal era la casa a que había llamado Fabián Conde.

Transcurrieron algunos segundos de fúnebre silencio, y ya iba el joven a llamar otra vez cuando oyó unos pasos blandos y flojos que se acercaban lentamente; luego pasaron otros momentos de inmovilidad, durante los cuales conoció que lo estaban observando por cierta mirilla que había debajo del aldabón de hierro, hasta que, por último, rechinó agriamente la cerradura y entreabrióse un poco la puerta...

Al otro lado de aquel resquicio vio entonces Fabián a un viejo que en nada se parecía a los hombres que andan por el mundo; esto es, a un medio carcelero, medio sacristán, vestido con chaqueta, pantalón y zapatos de paño negro, portador, en medio del día, de un puntiagudo gorro de dormir, negro también, que, por lo visto, hacía las veces de peluca; huraño y receloso de faz y de actitud, como las aves que no aman la luz del sol, y para el cual parecían escritas casi todas las Bienaventuranzas del Evangelio y todos los números de los periódicos carlistas. Dijérase, en efecto, que era naturalmente pacífico, manso, limpio de corazón y pobre deespíritu; que lloraba y tenía hambre y sed de justicia, y que había ya sufrido por ella algunapersecución. En cambio, su ademán al ver al joven, al groom y aquel tan profano cochecillo, no tuvo nada de misericordioso.

-¡Usted viene equivocado! -dijo destempladamente sin acabar de abrir el portón y tapando con su cuerpo la parte abierta.

-¿No es éste el convento de los Paúles? -preguntó Fabián con dulzura.

-¡No, señor!

-¿Cómo que no? Yo juraría...

-¡Pues haría usted mal en jurarlo! ¡Ya no hay conventos! Ésta es la Congregación de Misioneros de San Vicente Paúl.

-¡Bien! Es lo mismo...

-¡No es lo mismo!... ¡Es muy diferente!

-En fin, ¿vive aquí el padre Manrique?

-¡No, señor!

-¡Demonio! -exclamó Fabián.

-¡Ave María Purísima! -murmuró el portero, tratando de cerrar.

-¡Perdóneme usted!... -continuó el joven, estorbándolo suavemente-. Ya sabrá usted de quién hablo..., del célebre jesuita..., del famoso...

-¡Ya no hay jesuitas! -interrumpió el conserje-. El rey don Carlos III los expulsó de España..., y ese padre Manrique, por quien usted pregunta, no vive acá, ¡ni mucho menos!... Sólo se halla de paso, como huésped..., ¡y esto por algunos días nada más!

-¡Gracias a Dios! -dijo Fabián Conde.

-¡A Dios sean dadas! -repuso el viejo, abriendo un poco más la puerta.

-¿Y está ahora en casa ese caballero? -preguntó el aristócrata con suma afabilidad.

-Sí, señor mío...

-¿Y está visible?

-¡Ya lo creo! Tan visible como usted y como yo...

-Digo que si se le podrá ver...

-¿Por qué no se le ha de poder ver? ¿No le he dicho a usted que está en casa?

-Pues, entonces, hágame el favor de pasarle recado.

-¡No puedo!... Suba usted si gusta... Mi obligación se reduce a cuidar de esta puerta.

Y, hablando así, el bienaventurado la abrió completamente y dejó paso libre a Fabián.

-Celda..., digo, cuarto número cinco... -continuó gruñendo-. ¡Ahí verá usted la escalera!... Piso principal...

-Muchísimas gracias... -respondió el joven, quitándose el sombrero hasta los pies.

-¡No las merezco! -replicó el conserje echando otra mirada de recelo al groom y al cochecillo, y complaciéndose en cerrar la puerta de golpe y dejarlos en la calle.

-¡Hum, hum! -murmuró enseguida-. ¡Estos magnates renegados son los que tienen la culpa de todo!

Con lo cual, se encerró de nuevo en la portería, santiguándose y rumiando algunas oraciones.

Fabián subía entretanto la anchurosa escalera con el sombrero en la mano, parándose repetidas veces, aspirando ansioso, si vale decirlo así, la paz y el silencio de aquel albergue, y fijando la vista, con la delectación de quien encuentra antiguos amigos, en los cuadros místicos que adornaban las paredes, en las negras crucecillas de palo, que iban formando entre ellos una Vía Sacra, y en la pila de agua bendita que adornaba el recodo de la meseta, pila en que no se creyó sin duda autorizado por su conciencia para meter los dedos; pues, aunque mostró intenciones de realizarlo, no se resolvió a ello en definitiva.

Llegó al fin al piso principal, y a poco que anduvo por una larga crujía desmantelada y sola, en la que se veían muchas puertas cerradas, leyó sobre una de ellas: Número 5.

Detúvose; pasóse la mano por la todavía ardorosa frente, y lanzó un suspiro de satisfacción, que parecía decir:

- «He llegado.»

Después avanzó tímidamente, y dio con los nudillos un leve golpe en aquella puerta...

-Adelante... -respondió por la parte de adentro una voz grave, melodiosa y tranquila.

Fabián torció el picaporte y abrió.

III

El padre Manrique

La estancia que apareció a la vista del joven era tan modesta como agradable. Hallábase esterada de esparto de su color natural. Cuatro sillas, un brasero, un sillón y un bufete componían su mueblaje. Cerca del bufete había una ventana, a través de cuyos cristales verdegueaban algunas macetas y entraban los rayos horizontales del sol poniente. Dos cortinas de percal rameado cubrían la puertecilla de la alcoba. Encima del bufete había un crucifijo de ébano y marfil, muchos libros, varios objetos de escritorio, un vaso con flores de invernadero y un rosario.

Sentado en el sillón, con los brazos apoyados en la mesa, y extendidas las manos sobre un infolio abierto, encuadernado en pergamino, cuya lectura acababa de interrumpir, estaba un clérigo de muy avanzada edad, vestido con balandrán y sotana de paño negro y alzacuello enteramente blanco. No menos blancas eran su cara y su cabeza; ni el más ligero asomo de color o de sombra daba matices a su cutis ni a los cortos y escasos cabellos que circuían su calva. Dijérase que la sangre no fluía ya bajo aquella piel; que los nervios no titilaban bajo aquella carne; que aquella carne era la de una momia. Tomárase aquella cabeza fría y blanca por una calavera colocada sobre endeble túmulo revestido de paños negros.

Hasta los ojos del sacerdote, que eran grandes y oscuros, carecían de toda expresión, de todo brillo, de toda señal de pasión o sentimiento: su negrura se parecía a la del olvido. Sin embargo, aquella cabeza no era antipática ni medrosa; por el contrario, la noble hechura del cráneo, la delicadeza de las facciones, lo apacible y aristocrático de su conjunto, y no sé qué vago reflejo del alma (ya que no de la vida), que se filtraba por todos sus poros, hacía que infundiesen veneración, afecto y filial confianza, como las efigies de los santos. Fabián creyó estar en presencia del propio San Ignacio de Loyola.

El clérigo se incorporó un poco, sin dejar su sitio, ni casi su postura, al ver aparecer al joven.

-¿Es el ilustre padre Manrique a quien tengo el honor de hablar? -preguntó reverentemente el conde, deteniéndose a la puerta.

-Yo soy el indigno siervo de Dios que lleva ese nombre -contestó con gravedad el anciano.

Y, designándole una silla que había al otro lado del bufete, añadió con exquisita cortesía:

-Hágame la merced de tomar asiento y de explicarme en qué puedo servirle.

Hablando así, tornó a sentarse por su parte, y cerró el libro, después de registrarlo.

Fabián no se había movido de la puerta. Sus ardientes ojos recorrían punto por punto toda la habitación y se posaban luego en el sacerdote con una mezcla de angustia, agradecimiento, temor retrospectivo y recobrada tranquilidad, que no le permitía andar, ni hablar, ni respirar siquiera... Había algo de infantil y de imbécil en su actitud, hija de muchas emociones, hasta entonces refrenadas, que estaban para estallar en lágrimas y gemidos...

Sin duda lo conoció así el jesuita. Ello fue que dejó su asiento, acercóse a Fabián, y lo estrechó entre los brazos, diciéndole:

-Cálmese usted, hijo mío...

-¡Padre! ¡Padre! -exclamó por su parte Fabián-. ¡Soy muy desgraciado! ¡Yo quiero morir! ¡Tenga usted piedad de mi alma!

Y, apoyando su juvenil cabeza en la encanecida del padre Manrique, prorrumpió en amarguísimo llanto.

-¡Llore usted, hijo! ¡Llore usted! -decía el anciano sacerdote con la dulce tranquilidad del médico que está seguro de curar una dolencia-. ¡Probablemente todo eso no será nada!... ¡Vamos a ver!... Siéntese aquí, con los pies junto al brasero... Viene usted helado, y además tiene usted algo de calentura.

Y, acompañando la acción a las palabras, colocó a Fabián cerca de la lumbre, que removió luego un poco con la paleta.

Enseguida penetró en la alcoba, de donde no tardó en volver trayendo un vaso de agua.

-Tome usted para el cuerpo... -le dijo afablemente-. Después..., cuando usted se calme, trataremos del espíritu, para el cual hay también un agua purísima, que nunca niega Dios a los verdaderos sedientos.

-¡Gracias, padre! -suspiró Fabián después de beber.

-No tiene usted gracias que darme... -replicó el sacerdote-. Dios es la gracia, et gratisdatur. A esa agua del alma me refería hace un momento.

-¡Dios!... -suspiró Fabián, inclinando la frente sobre el pecho con indefinible tristeza.

Y no dijo más.

El jesuita se calló también por el pronto. Cogió otra silla, sentóse enfrente del conde y volvió a menear el brasero.

-Continúe usted, hijo mío... -añadió entonces dulcemente-. Iba usted a hablar de Dios.

Fabián levantó la cabeza, pasóse las manos por los ojos para acabar de enjugarlos, y dijo:

-Es usted muy bueno, padre; pero yo no quiero engañar a usted ni quitarle demasiado tiempo, y paso a decirle quién soy, cosa que todavía ignora, y a explicarle el objeto de mi visita.

-Se equivoca usted, joven... -replicó el padre Manrique-. Aunque no le conozco a usted, yo sé ya quién es y a qué viene. Al entrar me lo dijo usted todo, sólo con decirme que era desgraciado... Esto basta y sobra para que yo le considere un amigo, un hermano, un hijo. Por lo demás, hoy tengo mucho tiempo libre. Hoy es la gran fiesta del mundo, como ayer y como mañana... Pasado mañana, Miércoles de Ceniza, empezarán a venir los heridos de la gran batalla que Satanás está librando a las almas en este momento. Puede usted, de consiguiente, hablar de cuanto guste..., y, sobre todo, hablar de Dios Nuestro Señor...

-Sin embargo -repuso el conde, eludiendo aquel compromiso-, mi historia propia ha de ser muy larga, y debo entrar en ella resueltamente. Ahora lo que no sé... es cómo referir ciertas cosas... Mi lenguaje mundano me parece indigno de que usted lo escuche.

-Hábleme usted como cuando confiesa... -insinuó el jesuita con la mayor naturalidad.

-Padre, yo no confieso nunca... -balbuceó Fabián, ruborizándose.

-Pues ya ha principiado la confesión. Continúe usted, hijo mío.

El desconcierto del joven era cada vez más grande.

-Me he explicado mal -se apresuró a añadir-. Yo confesé algunas veces..., antes de haber pecado..., cuando todavía era muy niño. Mi madre, mi santa madre me llevaba entonces a la iglesia. Pero después...

-Después, ¿qué?

-¡Mi madre murió! -gimió Fabián melancólicamente.

-¡Ella nos escucha! -pronunció el padre Manrique, alzando los ojos al cielo y moviendo los labios como cuando se reza.

Fabián no rezó, pero se sintió conmovido hasta lo profundo de las entrañas ante aquella obsequiosa oración.

-Conque decíamos... -prosiguió el clérigo, así que acabó de rezar- que, por resultas de haberse quedado sin madre, ya se creyó usted dispensado de volver a la iglesia...

-No fue ésa la verdadera causa... -replicó Fabián con mayor turbación-. Mucho influyó sin duda alguna aquella pérdida en mi nuevo modo de vivir... Pero además...

- Además... ¿qué?... ¡Vaya! Haga usted otro esfuerzo y dígamelo con franqueza... ¡Yo puedo oírlo todo sin asombrarme!

-Ya sé que usted es el confesor favorito de nuestras aristócratas... -repuso el joven atolondradamente-. Por eso el nombre de usted, unido a la fama de sus virtudes y de su talento, llena los salones de Madrid..., mientras que su reputación como orador...

-¡Cortesano! -interrumpió el padre, reprimiendo una sonrisa de lástima-. ¡Quiere usted sobornarme con lisonjas!

Fabián le cogió una mano y se la besó con franca humildad, diciendo:

-Yo no soy más que un desgraciado, a quien no le queda otro refugio que la bondad de usted, y que se alegra cada vez más de haber venido a esta celda... Aquí se respira... Aquí puede uno llorar.

-¡Sea todo por Dios! -prosiguió el eclesiástico, cuya sonrisa se dulcificó a pesar suyo-. Conque... ¿decía usted que además?... Estábamos hablando de la Iglesia de nuestro divino Jesús...

-¡Oh, se empeña usted en oírlo! -exclamó avergonzado el conde-. Pues bien, padre: ¡no es culpa mía!... ¡Es culpa de estos tiempos! ¡Es la enfermedad de mi siglo!... ¡Si supiera usted con qué afán busco esa creencia! ¡Si supiera cuánto daría por no dudar!...

-Pero, en fin... ¿Lo confiesa usted, o no lo confiesa?

-Sí, padre: ¡lo confieso! -tartamudeó Fabián lúgubremente-. Yo no creo en Dios.

-¡Eso no es verdad! -prorrumpió el jesuita, cuyos ojos lanzaron primero dos centellas y luego dos piadosas lágrimas.

-¿Cómo que no es verdad?

-¡A lo menos no es cierto, aunque usted se lo imagine insensatamente! Y, si no, dígame usted, desgraciado: ¿quién le ha traído a mi presencia? ¿Qué busca usted aquí? ¿De qué puedo yo servirle si no hay Dios?

-Vengo en busca de consejo... -balbuceó el conde-. Me trae un conflicto de conciencia...

El anciano exclamó tristemente:

-¡Consejo! ¿Pues no está su mundo de usted lleno de sabios, de filósofos, de jurisconsultos, de moralistas, de políticos? Usted, por lo que revela su persona, debe vivir muy cerca de todas esas lumbreras del siglo que le han arrebatado la fe que le inspiró su madre... ¿Por qué viene, pues, a consultar con un pobre escolástico a la antigua, con un partidario de lo que llaman ustedes el obscurantismo, con un hombre que no conoce más ciencia que la palabra de Dios?

-Podrá ser verdad... -respondió Fabián ingenuamente-. Ahora me doy cuenta de ello... ¡Yo he venido aquí en apelación contra las sentencias de los hombres!... ¡Yo he venido en busca de un tribunal superior!... Sin embargo..., distingamos...: no he venido porque yo crea en ese tribunal, sino porque dicen que usted cree...

-¡Donosa lógica! -exclamó el jesuita-. ¡Viene usted a pedir luz al error ajeno! ¡Viene usted a hallar camino en las tinieblas de mi superstición! ¿No será más justo decir que viene usted dudando de su propio juicio, desconfiando de sus opiniones ateas, admitiendo la posibilidad de que exista el Dios en quien yo creo?

-¡Oh! No, padre..., ¡no! ¡Usted me supone menos infeliz de lo que soy! Yo no dudo: yo niego. ¡Mi razón se resiste, a pesar mío, a creer aquello que no se explica!

-¡Se equivoca usted de medio a medio! -replicó el anciano desdeñosamente-. ¡Usted cree en muchas cosas inexplicables! ¡Usted principia por creer en la infalibilidad de su razón, no obstante ser ella tan limitada que no se conoce a sí misma! Y si no, dígame: ¿Sabe cómo la materia puede llegar a discurrir? Y, si por fortuna no es usted materialista, ¿sabe lo que es espíritu? ¿Sabe cómo lo inmaterial puede comerciar con lo físico? ¿Sabe algo, en fin, del origen y del objeto de esa propia razón en que tanto cree, y a la cual permite a veces negar que los efectos tengan causa, negar que el mundo tenga Criador, negar que pueda existir en el infinito universo un ser superior al hombre? ¿Sabe usted otra cosa que darse cuenta de que ignoramos mucho en esta vida? «Sólo sé que no sé...», dijo el mayor filósofo de los siglos.

-Padre, ¡me deslumbra usted, pero no me convence! -respondió Fabián cruzando las manos con desaliento.

-¡Ya se irá usted convenciendo poco a poco! -repuso el padre Manrique, sosegándose-. Pero vamos al caso. Decía usted que lo trae a mi lado un conflicto de conciencia... Expóngamelo, y veamos si su propia historia nos pone en camino de llegar hasta el conocimiento de ese pobre Dios, cuyo santo nombre no se cae nunca de los labios de los llamados ateos, como si no pudieran hablar de otra cosa que de la desventura de tenerle ofendido... ¡Por algo más que porque tengo sotana y manteo me habrá usted buscado, en lugar de ir a casa de un médico o de un jurisconsulto!... Y digo esto del médico, porque supongo que la conciencia figurará ya hoy también en los tratados de Anatomía. Conque hable usted de su conflicto.

-¡Ah! Sí... -murmuró el joven, como si estuviera solo-. ¡Por algo he buscado a este sacerdote! La sabiduría del mundo no tiene remedios para mi mal, ni solución para el problema horrible que me abruma... La sociedad me ha encerrado en un círculo de hierro, que ni siquiera me deja franco el camino de la muerte... ¡Oh! ¡Si me lo dejara!... Si suicidándome pudiera salir del abismo en que me veo, ¡cuán cierto es que hace ya tres días todo habría terminado!...

-¡No todo! -interrumpió el padre Manrique-. ¡Siempre quedaría pendiente la cuenta delalma..., que es de fijo la que le impide a usted suicidarse!

-¡La cuenta del alma! -repitió el joven-. ¡También es eso cierto! Yo le llamaba la cuenta de los demás, la cuenta de los inocentes... Pero veo que en el fondo...

-En el fondo es lo mismo... -proclamó el sacerdote-, y todo ello significa la cuenta conDios! ¿Se convence usted ya de que no es ateo? Si lo fuera..., no tiene que esforzarse en demostrármelo, se habría pegado un tiro muy tranquilamente, seguro de poner así término a sus males y de olvidarlos... Todo esto dice el trágico semblante de usted... Pero, amigo, usted no abriga esa seguridad: usted teme, sin duda, no matar su alma al propio tiempo que su cuerpo; teme recordar desde otra parte los infortunios de la tierra; teme acaso que allá arriba le pidan cuenta de sus acciones de aquí abajo.

-¡Ojalá creyese que allí puede uno darlas! -prorrumpió Fabián con imponente grandeza-. ¡Ya habría volado a los reinos de la muerte a sincerarme de la vil calumnia que me anonada hoy en la vida!

-¡No es menester ir tan lejos ni por tan mal camino para ponerse en comunicación con Dios! ¡ Desde este mundo le es fácil a usted sincerarse a los ojos del que todo lo ve!... - respondió el discípulo de San Ignacio.

-¡Pero es que yo no puedo ya vivir en este mundo! ¡Lo que a mí me sucede es horrible, espantoso, muy superior a las fuerzas humanas!

-¡Joven! ¡Pobre idea tiene usted de las fuerzas humanas! -replicó el jesuita-. ¡Nada hay superior a ellas en nuestro globo terrestre cuando el limpio acero del espíritu se templa en las mansas aguas de la resignación! Yo niego que los males de usted sean incurables... ¡Los he visto tan tremendos convertirse de pronto en santo regocijo! Pero, en fin, sepamos qué le sucede a usted... De lo demás ya trataremos..., pues confío en que nuestra amistad ha de ser larga... ¡Con un joven tan gallado, de fisonomía tan noble, y que tan fácilmente llora y hace llorar a quien le escucha, es fácil entenderse! Aguarde un poco... Voy a echar la llave a la puerta, para que nadie nos interrumpa. Además, le pondré a usted aquí otro vaso de agua, ya que el primero le ha sentado tan bien. ¡Oh, la vida..., la vida!... La vida se reduce a dos o tres crisis como ésta.

Así habló el padre Manrique; y, después de hacer todo lo que iba indicando, sentóse otra vez enfrente del joven; cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos y agregó solemnemente:

-Diga usted.

Fabián, que había seguido con cierto arrobamiento de niño mimado o de bien tratado enfermo el discurso y las operaciones del jesuita, asombrándose de hallarse ya, no sólo tranquilo, sino hasta casi contento, tuvo que recapacitar unos instantes para volver a sentir todo el peso de sus desventuras y coordinar el relato de ellas...

No tardó en cubrirse nuevamente de nubes el cielo de su alma, y entonces principió a hablar en estos términos:

Libro II

Historia del padre de Fabián

I

Primera versión

-Padre: yo soy Antonio Luis Fabián Fernández de Lara y Álvarez Conde, conde de la Umbría...

El jesuita abrió los ojos, miró atentamente a Fabián y volvió a cerrarlos.

-Paréceme notar -exclamó el joven, mudando de tono- que este título no le es a usted desconocido...

-Lo conozco... como todo el mundo -respondió suavemente el padre Manrique.

-¿Alude usted a la historia de mi padre?

-Sí, señor.

-Pues entonces debo comenzar por decirle a usted que, si sólo conoce su historia como todo el mundo, la ignora completísimamente...; y perdóneme la viveza de estas expresiones.

-Conozco también la rehabilitación de su señor padre (Q.E.P.D.), declarada por el Senado hace poco tiempo -añadió el sacerdote sin abrir los ojos.

-¡Aquélla fue su segunda historia, no menos falsa que la primera! -replicó Fabián con doloroso acento.

-¡Ah!... En ese caso, no he dicho nada...-murmuró el anciano respetuosamente-. Continúe usted, hijo mío.

-Yo le contaré a usted muy luego la historia cierta y positiva... -prosiguió Fabián-. Pero antes cumple a mi propósito decir por qué grados y en qué forma me fui enterando de la tragedia que le costó la vida a mi padre; tragedia que está enlazada íntimamente con mis actuales infortunios.

Contaba yo apenas catorce años, y vivía en una casa de campo del reino de Valencia, sin recordar haber residido nunca en ninguna otra parte, cuando la santa mujer que me había llevado en sus entrañas, y que era todo para mí en el mundo, como yo lo era todo para ella, viéndose próxima a la temprana muerte que le acarrearon sus pesares, llamóme a su lecho de agonía después de haber confesado y comulgado, y allí, en presencia del propio confesor, cura párroco de un pueblecillo próximo, me dijo estas espantosas palabras:

-«Fabián: ¡me voy!... Tengo que dejarte solo sobre la tierra... ¡Lo manda Dios! Ha llegado, pues, el caso de que te hable como se le habla a todo un hombre; que eso serás desde mañana, no obstante tu corta edad: ¡un hombre... libre..., dueño de sus acciones..., sin nadie que lo aconseje y guíe por los mares de la vida!... Fabián: hasta aquí has estado en la creencia de que tu padre, mi difunto esposo, fue un oscuro marino que murió en América, dejándonos un modesto caudal... ¡Pero nada de esto es cierto! Lo cierto es una cosa horrible, que yo debo revelarte para que nunca te la enseñe el mundo por medio de crueles desvíos, o sea, para que jamás hagas imprudentes alardes de tu noble cuna, que al cabo podrías conocer andando el tiempo, aunque yo nada te contase. Fabián: mi marido fue el general don Álvaro Fernández de Lara, conde de la Umbría. Durante la guerra civil estaba bloqueado en una plaza fuerte de la provincia de que era comandante general, y se la vendió a los carlistas por dinero. Para ello se valió de un inspector de policía, llamado Gutiérrez, que mantenía relaciones en el campo del Pretendiente. Pero la traición de ambos fue inútil: en tanto que tu padre salía de la plaza a media noche y entregaba las llaves al enemigo, el jefe político de aquella provincia, advertido de lo que pasaba, atrancó las puertas, las defendió heroicamente a la cabeza de la huérfana guarnición, y consiguió rechazar a los carlistas, bien que teniendo la desgracia de ver morir a su esposa, herida por una bala de los contrarios que penetró en la casa del Gobierno... Los carlistas entonces, viendo que, en lugar de apoderarse de la ciudad, habían tenido muchas bajas en tan estéril lucha, asesinaron a tu padre y a Gutiérrez, y recobraron la suma que les habían entregado. El Gobierno nombró al jefe político marqués de la Fidelidad, y declaró al conde de la Umbría traidor a la patria; embargó a éste sus cuantiosos bienes - que por la desvinculación eran libres-, y suprimió su título de conde para extinguir hasta el recuerdo de aquella felonía. Puedes graduar lo que yo he padecido desde entonces... ¡Bástete ver que tengo treinta y dos años y que me muero! Yo estaba en Madrid contigo cuando ocurrió la desgracia de tu padre, desgracia incomprensible, atendidas las grandes pruebas que hasta entonces había dado de hidalguía, de entereza de carácter, de adhesión a la causa liberal y de indomable valor... No bien tuve noticias de aquella catástrofe, sólo pensé en ti y tu porvenir. Me apresuré, pues, a ocultarte a los ojos del mundo, para que nunca se te reconociese como hijo del desventurado cuyo nombre inspiraba universal horror, y me vine contigo a esta casa de campo, que compré al intento, y donde nadie ha sospechado quiénes somos... Sólo lo sabe, bajo secreto de confesión, el virtuoso eclesiástico que nos escucha, y al cual le debemos, tú el haber recibido educación literaria en esta soledad, y yo consuelos y auxilios de verdadero padre. En su poder se halla todo mi caudal..., quiero decir, todo tu caudal..., mucho mayor de lo que te imaginas, pues asciende a dos millones de reales en oro, billetes del Banco y alhajas... ¡Puedes disfrutarlo sin escrúpulo ni remordimiento alguno! Lo heredé de mis padres. Es el producto de la venta de todas mis fincas, que enajené al enviudar para que no quedase rastro de mi persona. Sigue siempre diciendo que eres hijo del marino Juan Conde..., que nunca existió. Nadie podrá contradecirte, pues hace diez años que el mundo entero nos da por muertos al hijo y a la viuda del conde de la Umbría. El nombre de Fabián Conde, que estás ya acostumbrado a llevar, te lo he formado yo con tu último nombre de pila y con el apellido de mi madre, y detrás de él nadie adivinará al que durante los cuatro primeros años de su vida se llamó Antonio Fernández de Lara. Mi deseo y mi consejo es que, así que yo muera, te vayas a Madrid con el señor cura, el cual hará que ingreses en un colegio o academia donde puedas terminar tu educación literaria, y colocará tu herencia en casa de un banquero. No la malgastes, Fabián... Piensa en el porvenir. Estudia primero mucho; viaja después; trabaja, aunque no lo necesites; créate un nombre por ti mismo; olvida el de tu padre... y sé tan dichoso en esta vida como yo he sido desventurada.»

El joven hizo una pausa al llegar aquí, y luego añadió con voz tan sorda que semejaba el eco de antiguos sollozos:

-Mi madre falleció aquella misma noche.

El padre Manrique elevó los ojos al cielo, y a los pocos instantes los volvió a entornar melancólicamente.

Reinó otro breve silencio.

II

Un hombre sin nombre

-Once años después de la muerte de mi madre -continuó Fabián-, era yo en Madrid lo que se suele llamar un hombre de moda. Había estado cuatro años en un colegio, donde aprendí idiomas, música, algunas matemáticas, historia y literatura profanas, equitación, dibujo, esgrima, gimnasia y otras cosas por el estilo; en cambio de las cuales olvidé casi por completo el latín y la filosofía escolástica, de que era deudor al viejo sacerdote. Había hecho un viaje de tres años por Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, deteniéndome sobre todo en esta última nación a estudiar el arte de la escultura, que siempre ha sido mi distracción predilecta y en el que dicen alcancé algunos triunfos. Había, en fin, regresado a España y dádome a conocer en esta villa y corte como hombre bien vestido, como temible duelista, como jinete consumado, como jugador sereno, como decidor agudo y cruel (cuyos sarcasmos contra las flaquezas del prójimo corrían de boca en boca), y como uno de los galanes más afortunados de que hacía mención la crónica de los salones... Perdone usted mis feroces palabras... Le estoy hablando a usted el lenguaje del mundo, no el de mi conciencia de hoy...

Tenía yo a la sazón veinticinco años, y había ya gastado la mitad de mi hacienda, además de sus pingües réditos. De vez en cuando preguntábanse las gentes quién era yo... La calumnia, la fantasía o la parcialidad, es decir, mis muchos enemigos, émulos y rivales, la pequeña corte de aduladores de mis vicios, o las mujeres que se ufanaban de mis preferencias, inventaban entonces tal o cual historia gratuita, negra o brillante, horrible o gloriosa, que al poco tiempo era desmentida, y yo continuaba siendo recibido en todas partes, gracias a la excesiva facilidad que halla en Madrid cualquier hombre bien portado para penetrar hasta las regiones más encumbradas. Recuerdo que fui sucesivamente hermano bastardo de un reyezuelo alemán; hijo sacrílego de un cardenal romano; jefe de una sociedad europea de estafadores; agente secreto del emperador de Francia; un segundo Monte-Cristo, poseedor de minas de brillantes, etc.; y, como resumen de todo, seguían llamándome Fabián Conde, que era lo que mis tarjetas decían.

III

Otro hombre sin nombre

-En tal situación (esto es, hace por ahora un año), presentóse cierto día en mi casa una especie de caballero majo, como de cincuenta y cinco años de edad, vestido con más lujo que elegancia, y llevando más diamantes que aseo en la bordada pechera de su camisa; tosco y ordinario por naturaleza y por falta de educación, pero desembarazado y resuelto como todas las personas que han cambiado muchas veces de vida y de costumbres; hombre, en fin, robusto y sudoroso, que parecía tostado por el sol de todos los climas, curtido por el aire de todos los mares y familiarizado con todas las policías del mundo... Díjome que hacía poco tiempo había llegado de América y que tenía que hacerme revelaciones importantísimas...

Yo temblé al oír este mero anuncio, adivinando en el acto que aquel personaje de tan sospechosa facha era poseedor de mi secreto e iba a poner el dedo en la envejecida llaga de mi corazón. ¿Qué revelaciones podía tener que hacerme nadie, sin saber antes mi verdadero nombre?

-Espéreme usted un momento... -le dije, pues, dejándolo en la sala.

Y pasé a mi cuarto, cogí un revólver, me lo guardé en el bolsillo, torné en busca del falso caballero, lo conduje al aposento más apartado de la casa, cerré la puerta con llave y pasador, y díjele ásperamente:

-Siéntese usted y hable, explicándome ante todo quién es y por quién me toma.

-Me parecen muy bien todas estas precauciones... -respondió el desconocido, arrellanándose en una butaca con la mayor tranquilidad.

Yo permanecí de pie enfrente de él, pensando (pues debo confesárselo a usted todo) en qué haría de su cadáver, dado caso de que se confirmaran mis recelos; o en si me convendría más tirarme yo mismo un tiro, contentándome con los veinticinco años que había vivido sin que el mundo se enterase de mi desdicha.

-Si resulta que este hombre es el único que sabe la verdad -concluí en mis adentros-, debo matarlo... Pero si resulta que lo saben otras personas, yo soy quien debe morir.

-Mi nombre no viene a cuento ahora... -decía entretanto el forastero-. Pero si el señor se empeña en oír alguno, le diré cualquiera de los que he usado en Asia, África, América y Europa. En cuanto a lo de por quién lo tomo a usted, yo lo tomo por su propia persona; esto es, por Antonio Luis Fabián...

-¡Basta! -exclamé sacando el revólver-. Dispóngase usted a morir.

-¡Bravo mozo! -repuso el hombre de los diamantes sin moverse ni pestañear-. ¡Reconozco tu buena sangre! ¡No hubiera procedido de otra manera el difunto conde de la Umbría!

-¿Cómo sabe usted mi nombre? ¿Quién lo sabe además de usted? -grité fuera de mí-. ¡Responda usted la verdad! ¡Considere que en ello le va la vida!

-¡Tranquilícese, y guarde las armas para mejor ocasión! -replicó el atrevido cosmopolita-. Voy a contestarle al señor a sus preguntas, no por miedo, sino por lástima al estado en que se encuentra, y porque me conviene que recobre la calma antes de pasar a hablarle de negocios. Nadie, sino yo, conoce su verdadero nombre..., y si yo lo conozco, es porque siempre descubro aquello que me propongo descubrir.

«Cuatro meses hace que llegué a España, sin otro objeto que saber el paradero de la esposa del conde de la Umbría, y debo declararle al señor que cualquier otro que no fuera mi persona habría desesperado de conseguirlo a poco de dar los primeros pasos... ¡Tan hábilmente habían borrado ustedes las huellas de los suyos! «Debieron de morir pocos meses después que el conde» -me decían unos-. «Debieron irse a Rusia, a Filipinas o al corazón de África» -me contestaron otros-. «Nada ha vuelto a saberse de ellos» -añadían los de más allá-. «La viuda vendió su hacienda propia, y desapareció con su hijo; los mismos parientes del conde y de ella han desesperado de averiguar si son vivos o muertos; sin duda naufragaron en alguna navegación que hicieron con nombres que no eran los suyos...». Así me respondían los más enterados.

»Pero yo no desesperé por mi parte, y me constituí en medio de la Puerta del Sol, es decir, en el centro de toda España, con la nariz a los cuatro vientos, esperando que mi finísimo olfato acabaría por ponerme en la pista de ustedes... Me hice amigo de todos los polizontes de Madrid, y pasábame días y noches preguntándoles, siempre que veía una mujer de cuarenta años o un joven de veinticinco: «¿Quién es ésa? ¿Quién es ése?»; tan luego como notaba que había algo dudoso u obscuro en la historia de aquel personaje, dedicábame a aclararlo por mí mismo.

»Así las cosas, oí hablar del misterioso Fabián Conde y de todas las extravagantes genealogías que le inventaban. Procuré ver a usted: lo vi en el Prado, y lo hallé bastante parecido al difunto conde de la Umbría. «¡Él es!...» -me dije sin vacilar-. Entonces apelé a mi excelente memoria, y ésta me recordó que el hijo del general Fernández de Lara, si bien se llamaba Antonio Luis, cumplía años el 20 de enero, día de San Fabián y San Sebastián, y que el segundo apellido de la señora condesa era Conde. Pero no bastaba esto, y púseme a investigar cómo y cuándo apareció usted en Madrid. Pronto supe que fue a la edad de catorce años y en cierto colegio de la calle de Fuencarral. Fui al colegio, y allí averigüé que Fabián Conde ingresó en él como sobrino y pupilo de un cura de cierta aldea. Encaminéme a la aldea. El cura había muerto; pero todo el mundo me dio razón detallada de la niñez de Fabián, pasada en una casa de campo, a solas con su madre, virtuosísima señora que murió allí, y de quien yo había oído hablar al conde... Pedí entonces un certificado de su partida de sepelio, y en ella encontré el nombre y pila y el apellido paterno de la condesa, seguidos de un gran borrón, al parecer casual, que ni al nuevo cura ni a mí nos permitió leer de quién era viuda aquella señora... Pero, ¿a qué más? Yo no trataba de ganar un pleito, sino de convencerme de una cosa, y de esa cosa ya estaba convencido... Fabián Conde..., quiero decir, usted era hijo del conde de la Umbría...

»Repito a usted, señor, que guarde ese revólver... ¡Mire que si no, va a quedarse sin saber lo que más le interesa!»

-¡Dígamelo usted pronto! -le respondí, volviendo a apuntarle con el arma.

-¡Qué necedad! -continuó el desconocido, sin alterarse ni poco ni mucho-. ¡Pues bien: lo que tengo que añadir, para que ese pícaro revólver se caiga al suelo, es que el nombre del conde de la Umbría puede pronunciarse con la frente muy alta a la faz del universo, y que usted será el primero en proclamar mañana que es el suyo! ¡No a otra cosa he venido de América en busca de usted!

Excuso decir la alegría y el asombro con que oí estas últimas palabras. Aquel hombre, de aspecto tan odioso, me pareció de pronto un ángel del cielo.

-¿Quién es usted? ¿Qué está diciendo? ¡Explíquese, por favor! ¡Tenga piedad de un desgraciado!

Así, gemí, no pudiendo sofocar mi emoción, y caí medio desmayado en los brazos del forastero, quien ya se levantaba para auxiliarme.

Colocóme éste en otra butaca, y luego que me hube serenado, prosiguió:

-«Suspenda usted mi juicio acerca de mi persona, y no me dé gracias ni me cobre cariño. ¡Yo sólo soy acreedor al odio de usted, o a su desprecio! Además, el bien que estoy haciéndole no es desinteresado... ¡Ay! ¡Ojalá lo fuera! ¡Acabo de comprender que debe de ser muy dulce contribuir a la felicidad de alguien!... Pero yo no nací para practicar esta virtud ni ninguna otra... ¡Cada hombre tiene su sino!... En fin, entremos en materia, y óigame el señor sin rechistar, que la historia nos interesa mucho a los dos.»

IV

Segunda versión de la historia del conde de la Umbría

«El Conde de la Umbría, descendiente de una de las más antiguas casas de Valladolid, poseedor de grandes riquezas, general a los treinta años, casado con una dignísima señora y hombre de gallarda figura, que me parece estar mirando, y de un valor y unos puños sólo comparables a la firmeza de su carácter y a su entusiasmo por la causa liberal, no tenía más que un flaco, que pocos grandes hombres han dejado de tener..., y éste flaco eran las mujeres.

»Durante su mando en la provincia de que era comandante general se enamoró perdidamente de la esposa del gobernador civil (o jefe político, como se decía entonces), hermosísima señora, que no tardó en corresponderle con vida y alma, sin que el jefe político, que era muy celoso, pareciese abrigar la menor sospecha. Llamábase éste don Felipe Núñez, y su mujer, doña Beatriz de Haro.

»Invadió por entonces aquella provincia un verdadero ejército de facciosos, y su padre de usted, que disponía de muy escasas tropas, tuvo que batirse a la defensiva, con gran heroísmo por cierto, hasta que se vio obligado a encerrarse en la capital, que por fortuna era plaza fuerte, bien que no de primer orden ni mucho menos. Una gran tapia aspillerada rodeaba la población, defendida principalmente por un castillo o ciudadela en bastante buen estado, de donde no era fácil apoderarse sin ponerle sitio en toda regla.

»Contentáronse, pues, los carlistas, por de pronto, con bloquear estrechamente la plaza, esperando refuerzos para combatirla, y su padre de usted ordenó desde luego que se trasladasen al castillo todos los fondos públicos y todas las oficinas, disponiendo que las autoridades pasasen allí la noche, «a fin, dijo, de poder celebrar consejo con ellas en el caso de que la ciudad fuese atacada repentinamente».

»Pero el verdadero objeto del enamorado general, al dictar esta última orden, fue hacer dormir fuera de casa al jefe político, y facilitarse él los medios de pasar libremente las noches al lado de la hermosa y rendida doña Beatriz. Para ello, así que todo el mundo se acostaba en el castillo, salía de él nuestro conde por una poterna que daba al campo; caminaba pegado a las tapias que rodeaban la ciudad, llegaba a una puertecilla de hierro perteneciente a la huerta del Gobierno Civil, fortísimo edificio que había sido convento de frailes, y allí se encontraba con la persona que servía de intermediaria y confidente en aquellos amores.

»Esta persona era un tal Gutiérrez, inspector de policía y hombre de entera confianza para el jefe político, pero más aficionado a su padre de usted y a su noble querida (de quienes recibía grandes regalos) que al ruin y engañado esposo...; pues a éste no lo quería nadie por lo cruel y soberbio que era; soberbia y crueldad que iban unidas a una cobardía absoluta y a un espíritu artero, falaz e intrigante, basado en la envidia y en la impotencia. Su mujer lo despreciaba; Gutiérrez lo aborrecía. El general se reía de él a todas horas.

»Muchas noches iban ya del indicado manejo. Gutiérrez, encargado por el jefe político de la custodia de su mujer y de su casa, abría la puertecilla de hierro al general y lo conducía a las habitaciones de doña Beatriz a escondidas de toda la servidumbre, y, antes del amanecer, lo acompañaba de nuevo hasta dejarlo fuera de la huerta...

»Así las cosas, llamó un día el jefe político a Gutiérrez; encerróse con él y le dijo:

»'-Lo sé todo. ¡Yo mismo he seguido al general una noche de luna y lo he visto penetrar por la puerta que usted le abría!... Creo que usted y yo nos conocemos lo bastante para no necesitar hablar mucho. Usted calculará lo que yo soy capaz de hacer, y lo que le espera a usted sin remedio humano, si se aparta un punto de mis instrucciones, y yo sé por mi parte todos los prodigios que usted llevará a cabo para librarse de la ruina, del presidio y hasta de la muerte, y ganarse además en pocas horas la cantidad de veinticinco mil duros... Así, pues, me dejo de rodeos, y voy derechamente al negocio. El ejército carlista se halla acampado a menos de una hora de aquí... Esta noche, enseguida que oscurezca, y después de decir al general que mi mujer lo aguarda indefectiblemente a la hora de costumbre, montará usted a caballo e irá a avistarse con el cabecilla***. Le dirá usted, de parte del general Fernández de Lara, conde de la Umbría, que la proposición que rechazó éste la semana pasada de entregar el castillo por medio millón de reales, le parece ya admisible, no precisamente por codicia de la suma, sino porque el conde está disgustado del Gobierno de Madrid, y siente además que las ideas de sus antepasados, favorables al régimen absoluto, principian a bullir en su alma. Hecho el trato, manifestará usted al cabecilla que el general saldrá de la fortaleza esta misma noche a las doce, llevando consigo la llave de la poterna. Los demás artículos del convenio los dejo a la sagacidad de usted, que sabrá componérselas de modo que no se le escapen los veinticinco mil duros..., con los cuales se irá usted a donde yo nunca más le vea, ni puedan alcanzarle las garras de la justicia... ¿Estamos conformes?'

»Gutiérrez, que durante aquel discurso había pesado el pro y el contra de todo; Gutiérrez, que comprendió que, si se negaba a aquella infamia, el jefe político sería tan feroz e implacable con él como disimulado y cobarde seguiría siendo con el intrépido general, a quien nunca se atrevería a pedir cuentas de su honra; el pobre Gutiérrez, que por un lado se veía perdido miserablemente y por otro podía ganarse medio millón a costa de mayores o menores riesgos; Gutiérrez, digo, aceptó lo que se le proponía...

»¿A qué afligir a usted especificándole los repugnantes preparativos de lo que ocurrió aquella noche? Baste decir que cuando el conde de la Umbría se encaminaba, a eso de la una, enteramente solo, a la puertecilla de hierro de la Jefatura, llevando en el bolsillo la llave de la poterna por donde había salido del fuerte, no reparó en que dos hombres lo observaban a la luz de la luna, escondidos entre las hierbas del foso; ni menos descubrió que, a doscientos pasos de allí, había otros tres hombres montados a caballo y ocultos entre los árboles; ni notó, por último, que algo más lejos, en la depresión que formaba el lecho del río, estaban tendidos en el suelo ochocientos facciosos, cuyas blancas boinas y relucientes fusiles parecían vagas refulgencias del astro de la noche.

»Los dos emboscados de a pie eran dos oficiales carlistas que conocían mucho al general.

»Los tres del arbolado eran: Gutiérrez (que tenía ya los veinticinco mil duros en un maletín sujeto a la montura de su caballo), y dos coroneles facciosos que, pistola en mano, custodiaban al polizonte, esperando, para dejarlo huir en libertad con el dinero, a que cierta señal convenida les dijese que los dos oficiales habían reconocido al general Fernández de Lara...

»Sonó al fin en el foso un canto de codorniz, perfectamente imitado con un reclamo de caza, y luego otro, y después un tercero, cada uno de ellos de cierto número de golpes...