Cuando la hipnosis cruzó los Andes - Mauro Vallejo - E-Book

Cuando la hipnosis cruzó los Andes E-Book

Mauro Vallejo

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Beschreibung

Cuando la hipnosis cruzó los Andes constituye una investigación histórica ampliamente documentada del dispositivo de la hipnosis bajo una premisa que avanza a contrapelo de sus imágenes prototípicas: no sólo, ni principalmente, la hipnosis se relaciona con la inmovilidad, sino que está relacionada fundamentalmente con cuerpos y objetos en movimiento. Sobre la base de la importancia concedida a los desplazamientos de ideas, saberes, objetos, personas, gestos y públicos en la configuración de dicho dispositivo, esta investigación busca elaborar una historia de la hipnosis trazando los movimientos de algunos de sus grandes practicantes a ambos lados de Los Andes entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. Sin embargo, antes que un compendio de estudios de caso con el objetivo de construir un perfil o retrato de cada uno de ellos, este procedimiento da cuenta más bien de una estrategia de visibilización de los procesos que se desencadenaron a raíz de los movimientos de estos taumaturgos itinerantes. De esta manera, más que indagar en los motivos de sus recorridos, los autores se proponen identificar los diversos efectos que tuvo este paradójico movimiento bilateral de representantes de la práctica de la inmovilidad.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Av. Luis Thayer Ojeda 95, of. 510, Providencia,

Santiago de Chile.

www.polvoraeditorial.cl

[email protected]

MARÍA JOSÉ CORREA & MAURO VALLEJO

CUANDO LA HIPNOSIS CRUZÓ LOS ANDES: MAGNETIZADORES

Y TAUMATURGOS ENTRE BUENOS AIRES Y SANTIAGO

(1880-1920)

1ª EDICIÓN, SANTIAGO: PÓLVORA ED., 2019. 329 P.;

13,8 X 21,5CM.

COMITÉ CIENTÍFICO: MARIANO RUPERTHUZ |

MARCELO SÁNCHEZ | MIGUEL MORALES

ISBN IMPRESO: 978-956-9441-27-1ISBN DIGITAL: 978-956-9441-61-5

© 2019, Pólvora Editorial

DISEÑO EDITORIAL Y PORTADA: CAMILA GONZÁLEZ S.

(ILACAMI)

Diagramación digital: ebooks [email protected]

CONTENIDOS

Introducción

Capítulo 1.Sonámbulas viajeras, patentes de invención y revistas de hipnosis. Alberto Díaz de la Quintana en Buenos Aires, 1889-1893

La tríada insuficiente

El currículum de un viajero

Gabinetes y revistas de hipnosis para la gran aldea

Una lombriz solitaria y los primeros altercados con las autoridades locales

Sonámbulas, sillones vibratorios y molinos de viento

Vengadores, plagiarios e inquilinos

Capítulo 2.Espiritismo, estafa y persecución internacional de un charlatán. El conde Baschieri, un Chevalier D’Industrie en Chile, 1907

El espiritismo se pone de moda

Un seductor peligroso frente a la alianza policial internacional

De espiritista a estafador: la latencia de un embaucador transnacional

Capítulo 3.De hidalgos embusteros, teósofos despechados y pioneros de la psicología. El conde de Das entre los porteños, 1892-1894

Paraná 45, entre Rivadavia y Piedad

Un conde en las pampas

Higienistas, comisarios desobedientes y católicos letrados

Confesiones despechadas y médicos a disposición

Nomadismo y teosofía

Capítulo 4.Institutos científicos, formación a distancia y fraude médico. Leovigildo Maurcica, un profesor de filosofía hipnótica en Santiago de Chile, 1913

La careta de profesor y el valor de la enseñanza

The New York Institute of Science y la ciencia del buen éxito

Universidades, institutos y las tensiones de la educación hipnótica

Ciencia y fraude

Capítulo 5.Un telépata en ambos márgenes de la cordillera. Enrique Onofroff, del temor al fraude, 1895-1913

Buenos Aires, 1905. José Ingenieros arrepentido e hipermnésico

Consumidores de telepatía

Lo profano y su buena salud

El veredicto moral o los límites de la erudición médica

El despertar del show hipnótico en Chile

Del hipnotismo científico al fraude recreativo

Epílogo (por Annette Mülberger)

INTRODUCCIÓN

Un individuo letrado de hoy en día no conoce de la hipnosis otra cosa que su figuración caricaturesca, moldeada a partir del recuerdo turbio de olvidables películas americanas, o de la rememoración vergonzante de algún show de ilusionismo entrevisto en la televisión o en algún teatro bullicioso. En esa imagen indeleble se destacan siempre algunos elementos prototípicos: el hipnotizador, generalmente una figura masculina de mediana edad, voz cavernosa, gestos decididos e intachable aplomo, adormece con sus poderes a una mujer joven. Muchas cosas pueden variar en esa escena simplificada. Por ejemplo, el ámbito donde transcurre: puede tratarse de un escenario con luces bajas y público expectante, de un consultorio sin testigos, o también de un anfiteatro médico lleno de hombres de guardapolvo. Igual de heterogéneos pueden ser los fines de ese acto: del mero entretenimiento a la búsqueda de una sanación, pasando por la exploración experimental de ilusiones o anestesias. Similar indeterminación puede afectar a los protagonistas: quien lleva las riendas del asunto no siempre es un médico abnegado, algo en sus gestos devela quizá que es un farsante sin escrúpulos, un feriante que ante el menor accidente ha de salir corriendo, o tal vez un criminal que usa sus poderes taumatúrgicos para convertir a la joven autómata en su arma homicida. El perfil de la hipnotizada reconoce, en esta imagen arquetípica, diferentes modulaciones: histérica analfabeta, burguesa curiosa o mujer de circo.

Dicha caricatura no carece de asideros ni de genealogías en que rastrear su formación. Aquella recupera la representación más clásica que ha quedado de la hipnosis tal y como se practicó, hasta su productivo hartazgo, en la segunda mitad del siglo XIX. Nos resulta casi imposible pensar en el hipnotismo decimonónico sin que de inmediato se agolpen en nuestra mente las imágenes que, por un motivo u otro, parecen tener la virtud de compendiar mágicamente los rasgos de aquel hecho cultural que aún sigue despertando el interés de los historiadores. No podemos evitar recuperar la elocuente pintura (Une leçon clinique à la Salpêtrière) con que André Brouillet inmortalizó, en 1887, la naturalidad y la seguridad con que Jean-Martin Charcot diserta sobre el cuerpo hipnotizado de Blanche Wittmann, la paciente que está a su lado.1 O una de las litografías que ilustran el tratado popular de medicina doméstica del “Dr. Younger”, en la cual el magnetizador mantiene sus manos a unos centímetros del cuerpo de su “paciente”, colocado en posición horizontal entre dos sillas, sirviendo su cuello y sus tobillos como únicos y dudosos puntos de apoyo.2

Estos últimos rastros icónicos y aquella mudable caricatura tienen un punto en común. Todas ellas insisten en el elemento que ha primado en nuestras representaciones más espontáneas del hipnotismo del siglo XIX, y que incluso ha contaminado los abordajes más informados y cuidadosos de dicho fenómeno histórico. Estamos habituados a equiparar hipnosis con inmovilidad o quietud. Cuando reflexionamos sobre este dispositivo que tan fecundo se mostró en el siglo XIX, pensamos casi por inercia en la rigidez de ese cuerpo hipnotizado. Sabemos que la inducción o la disolución de parálisis corporales fue apenas un capítulo minúsculo de un hipnotismo que podía ser empleado para muchos otros fines. Pero incluso cuando aceptamos tomar en consideración las escenas en que la inmovilidad era inexistente, ella continúa manteniendo su reinado como esquema explicativo. Incluso cuando damos su debida significación a los experimentos que se caracterizan más bien por la distancia o la acción —hipnotizaciones efectuadas desde una incierta lejanía, órdenes poshipnóticas merced a las cuales el sujeto se veía impelido a partir, asesinatos bajo hipnosis, entre otros— el análisis sigue acechando el instante en que la parálisis, el reposo o la quietud (de los cuerpos o de la voluntad) ordenaron los fenómenos a suceder.3

El objetivo de este volumen no es poner en entredicho la veracidad de esos modos de figurar el hipnotismo de los siglos XIX y XX, sino más bien documentar que ese dispositivo fue también, o incluso más, un enjambre de cuerpos y objetos en movimiento. La historia de la hipnosis debe ser narrada, en consecuencia, como la incesante secuela de viajes, desplazamientos y circulaciones. Y cabe señalar que ese carácter transeúnte afectó a todos los engranajes de la maquinaria sonambúlica: las ideas, los saberes, los objetos, las personas, los gestos y los públicos. El desarrollo y la propagación del hipnotismo a partir de mediados del siglo XIX respondió, en gran medida, a procesos de tráfico que han recibido la atención de los estudiosos en las últimas décadas: circulación de libros y folletos, que cruzaron fronteras gracias a iniciativas y azares, gracias a emprendimientos y descuidos de comerciantes, traductores, curiosos y sabios; irradiación de teorías o marcos comprensivos, que lograron cruzar los lindes de su territorio de nacimiento siguiendo trayectos asaz imprevisibles; difusión de los emplazamientos que hicieron posible la observación o el consumo de los hechos hipnóticos, en un momento de expansión rápida, por caso, de la idea de laboratorio de fisiología humana, en que procesos patológicos podían ser examinados in situ.4

Ahora bien, el presente libro hace foco en sólo una de las facetas de ese carácter trashumante del hipnotismo decimonónico. Los propios hipnotizadores, esos grandes artífices de inmovilidades legendarias, fueron viajeros pertinaces.5 Al hacer foco en la naturaleza itinerante de esos taumaturgos, este libro intenta echar luz en varios frentes. Primero, en la esencia fecunda de ese nomadismo. Más que indagar los motivos psicológicos o comerciales que motorizaron esos desplazamientos, nos interesa sopesar las consecuencias que produjeron, sobre todo aquellas que debían quedar fuera de los cálculos o previsiones de sus responsables.6 Recordar que la teosofía pudo echar raíces en Buenos Aires porque la sonámbula que acompañaba a un hipnotizador itinerante decidió sentar cabeza y separarse de su sospechoso acompañante, es quizá el modo más convincente de ilustrar ese aserto. Segundo, en los tejidos culturales que tornaban hacederos esos viajes o que, al menos, hacían factible la implantación pasajera de tal o cual hipnotizador inquieto en parajes lejanos y ajenos. En tal sentido, este libro no hace sino ensanchar los ejemplos de procesos que forman el canon en los estudios sobre migración. Amistades o afinidades construidas allende estas latitudes, fidelidades masónicas, empresarios teatrales que tenían ya aceitadas las estrategias de recepción y promoción de los artistas, o la existencia de un mercado internacional de títulos de experticia, se constituyeron como algunos de los factores que permitieron, en tal o cual caso, que un hipnotizador llegara a Santiago de Chile o a Buenos Aires, y encontrara allí un terreno más o menos propicio para hacer valer sus pericias. Tercero, en las dinámicas y actores sociales que —dicho con un término que reaprovecha nuestro sesgo de indagación— se movilizaron alrededor de las acciones de los visitantes no tan ilustres. Médicos, espiritistas, policías, jueces y consumidores de productos terapéuticos fueron algunos de los agentes sociales implicados en las historias que se desplegarán en estas páginas. Más aún, cabe anticipar que su participación en los episodios que aquí interesan debe ser descrita con un lenguaje que, una vez más, da la espalda al tópico de la permanencia o la inmovilidad: el examen de las aventuras sureñas de aquellos expertos en hipnosis ha de servir para iluminar costados dislocados o inestables de identidades que, por ese entonces, eran menos idén ticas de lo que solemos suponer. A modo de ejemplo, anticipemos que si los médicos tuvieron por derecho propio un lugar destacado en estos episodios, ello no se debió exclusivamente al hecho de que llevaron adelante campañas de persecución contra los hipnotizadores trashumantes que venían a cuestionar su monopolio o a poner en riesgo la salud pública; con tanto o mayor ahínco, esos mismos profesionales fueron los primeros en tomar clases de hipnosis con dichos maestros itinerantes, o fueron los encargados de ensalzar sus virtudes en la prensa o en los foros judiciales.

Este libro revisa las trayectorias de cinco hombres —Alberto Díaz de la Quintana, el conde Baschieri, el conde de Das, Leovigildo Maurcica y Enrique Onofroff— que pasaron por Santiago y Buenos Aires como parte de giras científicas, entusiasmos personales, escapes judiciales y necesidades comerciales, y explora con igual interés las respuestas que generaron en distintos vértices de la trama social. Estos cinco taumaturgos fueron sólo un fragmento de las decenas o centenas de hombres y mujeres que, hacia fines del siglo XIX e inicios del XX, cruzaron el Atlántico cautivando y provocando al público latinoamericano con habilidades que transitaban entre la magia y la ciencia. Magnetizadores, hipnotistas, galvanistas, ilusionistas y espiritistas fueron algunos de los apelativos usados para nombrar a estas figuras, que prometiendo leer la mente, controlar voluntades o contactarse con espíritus, alcanzaron proscenios y obtuvieron una visibilidad que interesa explorar. Si bien algunos permanecieron largos años en estas tierras y otros estuvieron sólo unos meses, su estadía en Chile y Argentina no pasó desapercibida. Su talento fue publicitado, alabado, seguido y también cuestionado tanto en Buenos Aires como en Santiago, por públicos diversos cuya recepción demostró la atracción que ejercía la hipnosis, su transversalidad dentro de la población y la versatilidad que alcanzaba su aplicación.

Cada uno de estos taumaturgos viajeros es el personaje central de alguno de los cinco capítulos que conforman este volumen. Dicho en otros términos, lo que el lector tiene en las manos es lo que, a primera vista, parece un compendio de estudios de caso. Este último rótulo vale siempre y cuando se tenga en mente lo que sigue. Si bien hemos hecho lo imposible por rastrear cada uno de los movimientos dados por estos hipnotizadores durante los meses o años de su permanencia en uno u otro margen de los Andes, nuestro interés no va dirigido a construir un retrato o identikit truncado de un sujeto en constante migración. La vigilancia metódica de sus gestos, o de las reacciones que ellos suscitaron, busca más bien hacer de estos visitantes los prismas transitorios con que aprehender dinamismos, tensiones y conflictos de aquellas sociedades en transformación, de forma tal de poder extraer conjeturas y diagnósticos sobre cosas que van más allá de las desventuras o ardides de esos expertos en hipnosis.

La huella dejada por ellos y por otros en estas trayectorias es lo que permite seguir sus pasos y reconstruir sus itinerancias. La prensa periódica, con sus diarios, revistas y magazines, los textos académicos surgidos de la mano de los médicos, los informes de las autoridades que intentaban comprender el alcance y las consecuencias del espectáculo hipnótico, los expedientes judiciales en los que se negoció el carácter criminal o ilegal de estos trashumantes, las varias imágenes —fotografías, grabados y caricaturas— que retrataron a los itinerantes y sus metáforas, las poesías y escritos literarios que describieron sus actos y recordaron sus pasos; he ahí el listado incompleto de los registros que dieron cuenta de la riqueza de ese nomadismo, de los tejidos culturales que gestaban y acompañaban los tránsitos, y de las dinámicas que se movilizaron con la llegada y el actuar de estos hipnotizadores.

Por motivos que resultan casi obvios, este libro se vincula constantemente con interrogantes y documentos relativos a la historia de la salud y sus múltiples agentes, y en tal sentido dialoga con, y complementa a, una historiografía que ha tendido a reconstruir las prácticas terapéuticas desde el foco de la medicina académica y, dentro de ésta, desde el registro clínico o de la salud pública.7 Huelga aclarar que en tales recuentos la hipnosis y sus cultores no son del todo visibles.8 Desaparecen bajo el protagonismo dado a aquellos hipnotizadores ungidos por el sello universitario, cuyos retratos, para colmo de males, tendieron a esconder o silenciar los posibles vínculos que los unieron a los itinerantes. No se trata de pasar por alto la creciente atención que la historia local ha prestado al accionar de los defensores de modos alternativos de sanación. Por fortuna, se multiplican las indagaciones sobre curanderos y sanadores que trabajaron durante el siglo XIX en ambos lados de la cordillera.9 Pero sucede como si la acumulación de esas narraciones no hiciera mella en la vieja hipótesis de la medicalización de las sociedades de fines de aquella centuria. En tal dirección, los capítulos recogidos en este volumen aspiran a fortalecer la pujante perspectiva que, junto con sopesar la alta significación que los competidores de los médicos tuvieron en el mercado de la salud y en los modos de concebir y actuar sobre los desarreglos corporales, invita a cuestionar seriamente la pertinencia de dicha hipótesis.10

El análisis de las peripecias de aquellos taumaturgos nómades obliga a reconocer, de un lado, que los médicos eran los abanderados de apenas una de las múltiples formas de representar los procesos patológicos; de otro lado, que incluso hablar de “médicos” supone un gesto algo aventurado, pues bajo este epíteto quedan englobados profesionales que entendían de modos disímiles la esencia o la causa de las enfermedades, la naturaleza de la acción sanadora o el lugar social de los diplomados.11 Por último —y más adelante volveremos sobre esto—, que la medicina se hallaba acosada en esos años por los mismos enigmas que afectaban a otras parcelas de la vida científica: ¿Cuáles eran los dispositivos más propicios para producir y comunicar ciencia? ¿Cuáles eran los emplazamientos ideales para llevar a cabo esa tarea? ¿Había que apostar por los hospitales universitarios y los laboratorios institucionales, o acaso el teatro, la tribuna periodística o la experimentación casera podían conducir a idénticos resultados? Esa indeterminación explica, en cierta forma, la seductora atracción que los taumaturgos ejercieron sobre algunos médicos, pues éstos veían en los primeros mucho más, o mucho menos, que diestros competidores: los hipnotizadores podían devolverles, cual espejos, la imagen a partir de la cual moldear su propia identidad.

Volvamos unos instantes la mirada hacia los materiales en que esta investigación hace pie. La prensa y los archivos judiciales, entre otros registros, ayudan a cambiar el foco permitiendo identificar nuevas tramas que modelaron la circulación y uso de la hipnosis. La prensa informa de los recorridos de los hipnotizadores, mapea sus pasos, trasluce contactos y también acusa los obstáculos que enfrentan. Ayuda a texturizar los momentos, los tiempos particulares que acompañan y definen la instalación de nuestros taumaturgos. Y, por sobre todo, recuerda que la hipnosis no sólo se expresó en los proscenios teatrales, sino también en las páginas de los periódicos, entendidos como uno de los principales medios de comunicación y de comercialización de su show. Esas páginas colaboraron en dejar testimonio de sus visitas y ayudaron a insertarlos en la naciente sociedad de consumo que agitaba las capitales latinoamericanas, como un elemento más de la densidad urbana, de los encuentros citadinos y de las interrogantes que proyectaba la ciencia. La búsqueda de estos itinerantes llevó a la revisión de periódicos y revistas de distinta relevancia en términos de circulación. El examen de esas fuentes no sólo allana el camino para la comprensión del florido espectro de representaciones que tal o cual actor letrado podía generar acerca de la hipnosis, sino que también sirve para captar con cuánta astucia y tino esos taumaturgos echaban mano de los recursos de la imprenta, ya fuese para dar publicidad a sus emprendimientos, ya para hacer oír su voz en las polémicas que despertaban.

Los expedientes judiciales, por su parte, acercan un haz de luz que no siempre coincide con las versiones de la prensa. Invitan a recorrer los patrones de lo permitido y lo prohibido en términos de los usos y abusos de la hipnosis, muestran las negociaciones que se construyen en tribunales respecto a las identidades que se defienden y se criminalizan, y, quizás lo más sugerente, permiten acceder a la voz mediada de nuestros protagonistas. La judicialización de hipnotizadores como Onofroff resulta muy atractiva, toda vez que se transforma en un patrón común y en una experiencia reiterada, por un lado, para quienes ofrecen salud desembarcados del contexto universitario y, por otro lado, para quienes enfrentan la etiqueta de ilegalidad en cada uno de los nuevos países en los que se presentan. Entonces, así como la visibilidad que los hipnotizadores alcanzaron en la prensa de Santiago y de Buenos Aires no fue para ellos un hecho sorpresivo —siendo que, incluso, dieron muestras de saber reaprovechar con presteza los rumores que sobre ellos circularon—, podemos pensar que la justicia tampoco los tomó desprevenidos, pues muchas veces supieron utilizar sus procedimientos a favor de sus propias estrategias e intereses. Esto explicaría, quizá, el atrevimiento de uno de nuestros hipnotizadores trashumantes, Leovigildo Maurcica, quien decidió dar el primer paso y exponerse ante la justicia con el fin de solicitar un permiso para ejercer como profesor de hipnosis, pese al riesgo que conllevaba (y conllevó) transformar un apercibimiento en una prohibición. Si bien no todos los itinerantes tuvieron que someterse a los tribunales, la mayoría enfrentó momentos de juzgamiento donde sus identidades fueron cuestionadas, puestas a prueba, revisadas, aprobadas o rechazadas, en función de su quehacer.

Organizado en cinco capítulos, cada uno dedicado a un itinerante, Cuando la hipnosis cruzó los Andes desanda las trayectorias de sujetos cuyos (presuntos) nombres no habían merecido un lugar de privilegio en narraciones previas sobre historia cultural de la ciencia o de la salud: Díaz de la Quintana, Baschieri, el conde de Das, Maurcica y Onofroff. A modo de recapitulación, señalemos que el interés —que por momentos debe luchar consigo mismo para no trocar en fascinación— por sus itinerarios nace de varios impulsos. En primer lugar, interesa aprovechar todo cuanto la hipnosis tiene de objeto histórico y de dispositivo de índole versátil. En otros términos, motoriza nuestra tarea el deseo de construir herramientas de análisis que hagan justicia al estatuto y la localización de la práctica cultural llamada hipnotismo. Esa práctica nació, se desarrolló y supo ganar fieles y detractores, habitando desde siempre zonas híbridas: entre la ciencia y el espectáculo, entre el saber y el mercado, entre lo académico y la charlatanería. En el reconocimiento de su status bifronte reside el secreto del potencial iluminador de la hipnosis desde el punto histórico. Una exégesis que tome a su cargo esa naturaleza incorregiblemente mestiza se transforma en el camino regio hacia interrogantes que resultan fundamentales a la hora de comprender las urdimbres científi-co-culturales de la etapa decimonónica y del cambio de siglo. Así, las más rigurosas investigaciones sobre el hipnotismo toman de modo indefectible la forma de ensayos que registran la porosidad constante entre saberes legos y conocimientos sofisticados, o que deben medir con precisión cuán reiterados y prolíficos fueron los mecanismos de retroalimentación entre el teatro y el laboratorio, entre la feria y la universidad, entre la ciencia y las tradiciones esotéricas.12 De esta manera, a las preguntas iniciales que despiertan las fuentes que habremos de revisar —¿cómo fueron recibidos estos itinerantes?, ¿quiénes se vincularon con ellos y de qué formas?, ¿qué discusiones favoreció su presencia en Buenos Aires y Santiago?, ¿qué recursos utilizaron y hacia qué audiencias apuntaron?— es menester quitar cualquier tenor anecdótico o circunstancial. Las respuestas a estas interrogantes no hacen sino mapear qué lógicas se ponían en juego en un contexto en que aún se estaban dirimiendo demarcaciones que ahora nos resultan espontáneas, relativas, en primera instancia, a quiénes y de qué forma debían estar a cargo de la producción y visibilización de los objetos científicos: ¿los académicos o los sabios amateurs?, ¿los sabedores de todo o los especialistas en un rincón particular de lo real? En segunda instancia, referentes al locus en que debía llevarse a cabo esa gesta modernizadora: ¿eran los tablados teatrales o las sociedades espiritistas, por definición, sitios legítimos para observar? En tercera instancia, a la urgencia de trazar contornos a lo verosímil o lo posible: si el fonógrafo y luego los rayos X eran realidades incuestionables, ¿por qué tildar de ridícula la probabilidad de la transmisión a distancia de los pensamientos?

En segundo lugar, y en diálogo con autores que han seguido otros circuitos de apropiación del saber científico e indagado en la potencialidad de nuevos escenarios para la transferencia del conocimiento, nos importa explorar aspectos de la conformación y legitimación de ciertos proyectos médicos, para revisar de qué manera los doctores de la región intentaron hacer valer sus prerrogativas y estudiar esos ensayos en su relación con otras fuerzas como el mercado y la recreación.13 Si bien este propósito se anuda a la pregunta sobre el desarrollo de la hipnosis, se distancia en cuanto conduce la reflexión hacia otras fuerzas que operaron en la conformación del aparataje y anclaje médico de la temprana modernidad. ¿Qué relación existió entre el mercado y la terapéutica?14 ¿Qué cruces se dieron entre las prácticas médicas y las de los hipnotizadores itinerantes?

En tercer lugar, creemos relevante poner en cuestión categorías como charlatán, curandero, médico y práctico, como respuesta a una interpretación binaria del proceso de conformación de lo médico sustentado en la academia y en el Estado. De esta forma, a través del estudio de las formas de recepción de los taumaturgos itinerantes por parte de la comunidad médica y de algunos órganos del Estado, como el judicial, interesa identificar y analizar los esfuerzos de las autoridades y de los propios médicos por dar contorno y definición a la medicina, estableciendo los límites de lo permitido. Este anhelo de purificar la medicina se implementó por medio de la identificación de algunos de sus elementos como ajenos, entre ellos, aquellas figuras que parecían extrañas al perfil profesional de los médicos titulados. ¿Qué normativas existieron y cómo se usaron para ordenar lo médico? ¿Dónde operaban esos resguardos y en qué direcciones? ¿Qué espacios de gestión se les permitió a los llamados charlatanes? Bajo este marco, pese a que los itinerantes quedaron subsumidos a la categoría de charlatanes, y su propuesta a la de charlatanería, sus historias dan cuenta de las dificultades para establecer estas divisiones y la influencia que la supuesta periferia médica seguía teniendo en legos y expertos. En este sentido, se reconoce que la especialización médica y el desarrollo terapéutico no surgió sólo desde la unión dentro de las comunidades científicas, sino también desde la diversidad y, en momentos, desde el caos y el conflicto.15

La evocación del tenor caótico y conflictivo de los procesos que marcaron el destino de la medicina práctica invita a rehuir de los reordenamientos asépticos que se desesperan por acuñar clasificaciones y catálogos de consistencia indeleble. La historia de la ciencia, o al menos la versión de ella que aún puede prometernos algo, ha sabido prescindir del ademán del botánico que todo lo encasilla: de un lado médicos y de otro quienes no lo son, en una esquina los científicos y en la otra el púbico lego, en un vértice lo que es ciencia y en el otro lo que no puede serlo. Sin afán militante ni aspavientos contestatarios, este volumen aspira a reconocer la naturaleza irreductible de quehaceres e identidades, y desconfía de toda lectura que intente armonizar o integrar experiencias disímiles. Ni los médicos que aparecen en estas páginas, ni menos aún los hipnotizadores no diplomados, caben en las etiquetas rudimentarias de médico, charlatán, curandero o farsante. Si éstas recorren el texto, ello es el resultado de un ejercicio narrativo y no de un uso que propone una definición única, ni una aproximación binaria. En este sentido, no sería sensato cuestionar la existencia de esos rótulos. Lo que está en juego, simplemente, es sopesar las ventajas de una forma de narrar el pasado que, sin diluir la disparidad esencial de las experiencias históricas, se siente más seducida por la figura del inventario que por la del clan.

El libro se inicia con la trayectoria de un médico viajero que cruza el Atlántico para llegar a Buenos Aires a mediados de 1889. Alberto Díaz de la Quintana es su nombre y prontamente se hace un espacio de ejercicio particular de la hipnosis, al inaugurar un gabinete hipnoterápico y promover proyectos editoriales relacionados a la sugestión. A sus andanzas se suma, en el segundo capítulo, un adivinador en fuga, el conde Baschieri, cuya seducción y malicia lo llevan de Buenos Aires a Santiago bajo el lente policial. El despliegue de su arte hipnótico y su vocación espiritista lo enfrentan a la justicia en 1907, dentro de una red de comunicación policial transnacional. El tercer capítulo se centra en el escurridizo conde de Das, hipnotizador ocultista que en 1892 llega a Buenos Aires desde Madrid, y que en los años venideros será un incansable difusor del esoterismo así como un obstinado prófugo en muchas ciudades del continente, incluyendo las de Chile; durante su estadía en Argentina, que se prolongará hasta 1894, estará al frente de muchas empresas: será el fundador de un pionero Instituto Psicológico Argentino y más tarde abrirá las puertas de la primera rama local de la teosofía. Acompañado por su esposa Antonia Martínez Royo, pondrá a prueba la paciencia de los higienistas y logrará construir alianzas con más de un médico porteño. El capítulo siguiente continúa con la figura de Leovigildo Maurcica, un antiguo homeópata presentado como profesor de filosofía hipnótica, cuya historia despliega las nuevas instituciones educativas que intentan dirigir la formación en el ámbito de la sugestión. Finalmente, el libro cierra con los itinerarios realizados por el hacendoso ilusionista Enrique Onofroff en Chile y Argentina, cuyas pausas y avances en el tiempo permiten seguir la trayectoria de la hipnosis en términos más amplios, ajustados a las dinámicas personales e institucionales que guiaron su aplicación y legitimación.

Este libro resulta de un proyecto realizado a cuatro manos. Si bien cada uno de nosotros estuvo a cargo de la búsqueda documental y del análisis inicial de los materiales relativos a cada región, el producto final revela el efecto de un abordaje mancomunado, hecho de repetidos intercambios y reescrituras. Tan intensa fue la colaboración entablada, que nos resulta imposible e improcedente deslindar qué fragmentos deberían llevar la firma de cada cual.

MARÍA JOSÉ CORREA16 Y MAURO VALLEJO

ENTRE SANTIAGO Y BUENOS AIRES

JULIO DE 2018

1 Sander Gilman, “The image of the hysteric”, en Sander Gilman, Helen King, Roy Porter, George Rousseau & Elaine Showalter, Hysteria beyond Freud (Berkeley: University of California Press, 1993), pp. 345-436.

2 D. Younger, The magnetic and botanic family physician, and domestic practice of natural medicine, with illustrations showing various phases of mesmeric treatment (London: E. W. Allen, 1887), p. 53.

3 La bibliografía histórica acerca de la hipnosis ha crecido de modo acelerado en los últimos años, y son cada vez más numerosas las monografías sobre su desarrollo en contextos y períodos bien recortados. Hay textos clásicos que siguen brindando un panorama general y razonado: Adam Crabtree, From Mesmer to Freud. Magnetic sleep and the roots of psychological healing (New Haven: Yale University Press, 1993); Alan Gauld, A history of hypnotism (Cambridge: Cambridge University Press, 1995); José María López Piñero, Del hipnotismo a Freud. Orígenes históricos de la psicoterapia (Madrid: Alianza Editorial, 2002); Luis Montiel & Ángel González de Pablo, En ningún lugar, en ninguna parte: estudios sobre la historia del magnetismo animal y del hipnotismo (Madrid: Frenia, 2003); Judith Pintar & Steven Jay Lynn, Hypnosis: A brief history (Chichester: Wiley-Blackwell, 2008); Alison Winter, Mesmerized: Powers of mind in Victorian Britain (Chicago: The University of Chicago Press, 1998). Entre las propuestas recientes está el dosier coordinado por Andreas-Holger Maehle & Heather Wolffram, “History of hypnotism in Europe and the significance of place”, The Royal Society Journal of the History of Science, 71(2), 2017.

4 Desde hace unas tres décadas, la propuesta de estudiar los procesos y agentes que hicieron posible la movilidad o el tránsito de la ciencia o del conocimiento ha significado una fecunda renovación en la agenda de trabajo, las hipótesis y las conclusiones de esa parcela de la labor historiográfica. Una reciente compilación de Carlos Sanhueza sirve de excelente muestrario de los alcances de dicho proyecto en lo que hace a la historia de la ciencia en nuestra región. Cf. Carlos Sanhueza (ed.), La movilidad del saber científico en América Latina. Objetos, prácticas e instituciones (siglos XVIII al XX) (Santiago: Editorial Universitaria, 2017).

5 En tal sentido, nuestro libro dialoga con las variadas investigaciones sobre “charlatanes” o “curanderos” que, amén de moverse a sus anchas en la región, fueron actores significativos en las tramas culturales o científicas que los alojaron. Cf. Jorge Márquez & Victoria Estrada, “Culebrero, tegua, farmaceuta y dentista. El Indio Rondín y la profesionalización médica en Colombia, 1912-1934”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 45(1), 2018, pp. 79-104; Steven Palmer, “La voluntad radiante del Profesor Carbell: medicina popular y populismo médico en Costa Rica en el decenio de 1930”, en Diego Armus (ed.), Entre médicos y curanderos. Cultura, historia y enfermedad en la América Latina moderna (Buenos Aires: Editorial Norma, 2002), pp. 259-292; Irina Podgorny, Charlatanería y cultura científica en el siglo XIX (Madrid: La Catarata, 2015); Ramón Velásquez, Joaquín Crespo. El último caudillo militar del liberalismo venezolano. Andanzas caraqueñas del curandero tachirense Telmo Romero (1884-1887) (Caracas: Ediciones Teura, 2011).

6 Oliver Hochadel, “The business of experimental physics: Instrument makers and itinerant lecturers in the German Enlightenment”, Science & Education, 16(6), 2007, pp. 525-537.

7 Pese a que la historiografía médica se ha expandido considerablemente en los últimos años en Chile, aún es reducida y acotada a ciertas problemáticas. Para una entrada al estado de esta producción, cf. María Soledad Zarate & Andrea del Campo, “Curar, prevenir y asistir: Medicina y salud en la historia chilena”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos [Online], Debates, junio 2014.

8 Ricardo Cruz-Coke, Historia de la medicina chilena (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1995). Cf. Ricardo González Leandri, Curar, persuadir, gobernar. La construcción histórica de la profesión médica en Buenos Aires, 1852-1886 (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1999).

9 Cf. Diego Armus (ed.), Entre médicos y curanderos, op. cit.; María Silvia Di Liscia, Saberes, terapias y prácticas médicas en Argentina (1750-1910) (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2003); José Allevi, Adrián Carbonetti & Paula Sedrán, “Médicos, administradores y curanderos. Tensiones y conflictos al interior del arte de curar diplomado en la Provincia de Santa Fe, Argentina (1861-1902)”, Anuario de Estudios Americanos, 75(1), 2018, pp. 295-322; Patricia Palma, “Sanadores inesperados: medicina china en la era de migración global (Lima y California, 1850-1930)”, História, Ciências, Saúde-Manguinhos, 25(1), 2018, pp. 13-31.

10 Quien probablemente ha avanzado con mayor acierto en esa dirección es Valeria Pita en su estudio de la heterogeneidad de actores sociales, representaciones e intereses que rodearon el tratamiento y la interpretación de la locura femenina en Buenos Aires en la segunda mitad del siglo XIX. Cf. Valeria Pita, La casa de las locas. Una historia social del Hospital de Mujeres Dementes, Buenos Aires, 1852-1890 (Rosario: Prohistoria, 2012).

11 Las fronteras y definiciones de la medicina y la charlatanería han sido revisadas y problematizadas desde fines de los años 80. Cf. Roy Porter, Quacks: Fakers and charlatans in English medicine (Stroud: Tempus, 2000); Waltraud Ernst (ed.), Plural medicine, tradition and modernity, 1800-2000 (Londres: Routledge, 2002); y Roger Cooter (ed.), Studies in the history of alternative medicine (Londres: Palgrave Macmillan, 1988).

12 Cf. Sofie Lachapelle, Conjuring science. A history of scientific entertainment and stage magic in modern France (Nueva York: Palgrave Macmillan, 2015); Annette Mülberger (ed.), Los límites de la ciencia. Espiritismo, hipnotismo y el estudio de los fenómenos paranormales (1850-1930) (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2016); Heather Wolffram, The stepchildren of science: Psychical research and parapsychology in Germany, c.1870-1939 (Nueva York: Editions Rodopi, 2009). Respecto de la pregunta por el cruce entre los procedimientos e instancias de la ciencia y aquellos de lo teatral, cabe recomendar la lectura de un reciente volumen que recoge ensayos históricos sobre esa temática en la región: María José Correa, Andrea Kottow & Silvana Vetö (eds.), Ciencia y espectáculo. Circulación de saberes científicos en América Latina, siglos XIX y XX (Santiago: Ocho Libros, 2016).

13 La investigación de Diego Armus acerca de la tuberculosis en Buenos Aires continúa siendo el proyecto más ambicioso y esclarecedor en lo relativo a la localización de las empresas médicas en dinámicas culturales más extensas, incluyendo el mercado. Cf. Diego Armus, La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950 (Buenos Aires: Edhasa, 2007).

14 A ese respecto, vale mencionar un volumen que compila ensayos históricos sobre la comercialización y difusión de medicamentos en la región, así como sobre los conflictos judiciales que ese proceso acarreó. Cf. Yuri Carvajal & María José Correa (eds.), Historia de los medicamentos. Apropiaciones e invenciones en Chile, Argentina y Perú (Santiago: Ocho Libros, 2016).

15 Alison Winter, “The construction of orthodoxies and heterodoxies in the Early Victorian life sciences”, en Bernard Lightman (ed.), Victorian science in context (Chicago: The University of Chicago Press, 1997), pp. 24-50.

16 Esta investigación se vincula con el proyecto Fondecyt 3130335, ejecutado entre 2013 y 2015, y con el Bakken Visiting Research Fellowship realizado durante el año 2014. Agradezco el apoyo prestado por Pablo Chávez y Nicolás Araya en el trabajo de fuentes.

CAPÍTULO1

SONÁMBULAS VIAJERAS, PATENTES DE INVENCIÓNY REVISTAS DE HIPNOSIS. ALBERTO DÍAZ DE LA

QUINTANA EN BUENOS AIRES, 1889-1893

La tríada insuficiente

El último día del mes de octubre de 1892 se distribuye en la ciudad de Buenos Aires una nueva entrega del “semanario ilustrado, político y literario” La Caricatura. En su sección central, a doble página, hallamos una típica ilustración satírica de la época. Siguiendo una costumbre muy arraigada en la cultura visual de aquel entonces, se utiliza la figura de una mujer para representar la desaliñada situación política. Ella puede hacer las veces de “La Patria”, “La República” o “La Nación”. Poco nos importa en esta ocasión deslindar su rol específico. Nos interesa más bien otro detalle del cuadro. La mujer, debilitada y casi moribunda, observa cómo desde su izquierda ingresa el líder político de turno, acompañado por una comitiva de hombres de la Iglesia, encabezados por Monseñor Aneiros, arzobispo de Buenos Aires. Sabiendo que vienen a darle la extremaunción, la mujer señala con su mano derecha hacia la puerta del otro extremo de la habitación. Por allí salen, algo presurosos, dos hombres elegantemente vestidos. Un pequeño texto indica el sentido del cuadro. La enferma dice:

Los médicos ya se fueron,

los curanderos se van,

y tu vienes con los curas,

¿cuándo me van a enterrar?

Este enunciado parece reflejar, de modo sucinto, el destino habitual de los cuerpos enfermos a fines de siglo. Quienes precisaban auxilios para sus dolores o malestares podían dirigir su reclamo a tres actores sociales distintos: a los médicos diplomados, a los curanderos o, en menor medida, a los sacerdotes, detentadores del consuelo espiritual. Ahora bien, aquella caricatura no hace justicia a un mercado de la salud habitado por personajes mucho más numerosos o, al menos, un mercado donde las identidades o las fronteras no siempre resultaban tan nítidas. Querer trazar una divisoria de aguas entre médicos y curanderos supone un gesto sobremanera cuestionable, pues aglutina en esas dos grandes categorías agentes muy distintos entre sí. En eso que se tildaba de “curanderismo” podían convivir individuos con rostros y trayectorias muy disímiles, desde sanadores iletrados hasta espiritistas eruditos, pasando por boticarios con buenos conocimientos de sus remedios. Lo mismo podría ser señalado respecto del bando contrario, pues la medicina de la segunda mitad del siglo XIX conformaba un muestrario no menos variopinto de retratos e idearios.

La Caricatura, año II, núm. 48, 31 de octubre de 1892

En este primer capítulo nos ocuparemos de uno de los tantos agentes de sanación que parece quedar fuera de esas clasificaciones rústicas. Reconstruiremos las tareas llevadas a cabo en Buenos Aires por un médico de origen español que, a resultas de su negativa a revalidar su título (y de su posterior fracaso en el intento), fue acusado repetidas veces de ejercicio ilegal de la medicina y expulsado a ese rincón compartido con otras clases de sanadores no diplomados. Si este español, llamado Alberto Díaz de la Quintana y Sánchez-Remón (1857-1911), recibió la atención de sus colegas porteños, ello se debió mayormente a la notoriedad y éxito de sus numerosas iniciativas, muchas de las cuales tuvieron que ver con el hipnotismo. En efecto, este médico extranjero sirve como ejemplo paradigmático de una primera categoría de hipnotizador trashumante. Ilustra de modo perfecto algunos de los circuitos y procesos que estuvieron detrás de la naturaleza itinerante del universo hipnótico, valiendo como ventana de acceso, por un lado, a los mecanismos a través de los cuales ese objeto novedoso desembarcó en estas playas; por otro lado, a los descalabros que esa llegada suscitó; y, por último, a las condiciones que aquí podían favorecer o entorpecer su recepción. En su caso cobran relieve algunos de los dinamismos y conflictos que acompañaron el flujo trashumante de la hipnosis en terreno latinoamericano. El estudio de las labores porteñas de Díaz de la Quintana aporta evidencias más que valiosas sobre las estrategias que algunos de esos hipnotizadores implementaron para ganar credibilidad ante los ojos de sus colegas y de sus clientes, así como sobre los conflictos que estos agentes podían tener con las autoridades sanitarias. Veremos que en su caso, al igual que en tantos otros referidos a acusaciones de curanderismo, las medidas represivas ensayadas por las oficinas gubernamentales resultaron poco eficaces, y es por ello que los representantes de la ortodoxia debieron librar su batalla en terrenos más efectivos, sobre todo el periodismo. La prensa periódica fue utilizada no solamente por estos últimos, sino también por las víctimas de las campañas contra el curanderismo, y Díaz de la Quintana aprovechó mejor que nadie la potencialidad de ese recurso. Durante los tres años de su permanencia en la capital argentina, nuestro personaje hizo mucho más: fundó revistas y periódicos, abrió gabinetes hipno-terápicos, escribió poemas, imprimió obras teatrales, patentó inventos y no se cansó de burlarse de los médicos locales. En algunas de esas aventuras no estuvo solo: algunos doctores porteños decidieron acompañarlo en sus gestas, y de tanto en tanto contó con la ayuda de una sonámbula que ya en Madrid había exhibido sus prodigios telepáticos.

El currículum de un viajero

Alberto Díaz de la Quintana llegó a Buenos Aires a mediados de 1889, y permaneció en la ciudad algo más de tres años. Poco después de su regreso a España, en 1893, presentó ante la Universidad Complutense de Madrid una tesis para obtener el grado de Doctor en Medicina. En la portada de la edición impresa de esa disertación figura un apretado sumario biográfico del autor. Al recorrer esas líneas, tenemos la impresión de estar ante la mixtura de un aventurero, un eterno prófugo y un diplomático. La aglomeración heteróclita de títulos y reconocimientos de los puntos más distantes del globo nos trae a la memoria el hábito de otro tipo de hipnotizadores trashumantes, los ilusionistas o los expertos en ciencias ocultas, que solían llevar en su pecho recónditas condecoraciones honoríficas, y acostumbraban también enorgullecerse de su pertenencia a ignotas Academias e Institutos. Según la tapa de la tesis de 1893, Díaz de la Quintana había estado detrás de una y mil iniciativas en Filipinas, Cuba, España y Argentina.

Licenciado en Medicina y Cirugía en 1882; [...] ex-presidente del Jurado de la primera Exposición Cubana de flores, frutos y aves; ex-presidente de la Sociedad protectora de Animales y de las plantas de la Isla de Cuba; [...] fundador y ex-presidente de la Sociedad de Higiene de la isla de Cuba; [...] corresponsal de honor, en Buenos Aires, de la Sociedad Magnética de Francia; [...] ex-director propietario y fundador de las revistas científicas Higiene, Medicina y Farmacia é Hipnotismo y Sugestión; ex-director propietario del diario de Higiene de Buenos Aires y del periódico El Extranjero; fundador y ex-presidente del Círculo Científico literario y Artístico de Manila; [...] privilegiado cinco veces por el Gobierno Argentino por inventos de electricidad médica é industrial.17

La manía itinerante parece superponerse en este caso con una extraña tendencia a hacer de todo: desde desempeñarse como jurado en un concurso de flores hasta presidir sociedades protectoras de animales, pasando por fundar revistas médicas o crear inventos de electricidad. Poeta, dramaturgo, clínico e inventor, Díaz de la Quintana ejerció casi todos los oficios humanos a lo largo de su vida. Pero, ante todo, fue un viajero incansable y un obstinado hipnotizador. Y es la confluencia de esas dos pasiones lo que interesa recuperar de su paso por Buenos Aires.

Catálogos de bibliotecas y archivos nos impiden poner en duda el abigarrado listado de oficios e identidades que este español decidió colocar en la primera página de su tesis de 1893. Esas fuentes y recursos ponen en evidencia que nuestro médico efectivamente hizo de todo durante su trayectoria nómade. Sabemos que hacia 1882-1883 estuvo en La Habana, y que allí puso en acto su versatilidad.18 Por otra parte, allí obtuvo, el 5 de julio de 1882, el título de Licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad de La Habana. Entre 1884 y 1886 trabajó en Madrid, llevando adelante una “Consulta especial de enfermedades de los niños” ubicada en la calle Divino Pastor.19 En 1886 lo encontramos en Manila, la capital de las Islas Filipinas, dirigiendo una revista titulada Medicina y Farmacia.20 A su regreso a la Península Ibérica publicó, bajo el seudónimo de Ximeno Ximénez, un volumen con sus impresiones sobre este último viaje.21

En aquellos días madrileños, entre 1887 y 1888, se inició en el arte del hipnotismo. Si bien no hemos podido dar con escritos sobre la materia salidos de su pluma, sí contamos con múltiples fuentes que detallan sus primeras incursiones en el universo del sonambulismo artificial. Díaz de la Quintana comenzó a utilizar esta herramienta curativa en el momento en que otros colegas y compatriotas por fin se adentraban con paso firme en esos terrenos. Ya desde 1882 los médicos españoles habían comenzado a traducir las obras más importantes de sus pares franceses, pero recién en 1886 el hipnotismo se convirtió para los doctores españoles en un asunto de verdadero interés.22 Entre 1886 y 1889 se multiplicaron las publicaciones y experiencias sobre la temática.23 Las principales revistas galénicas de ese entonces contienen artículos y reseñas sobre el tópico, y en esos 3 años vieron la luz numerosos tratados de tenor eminentemente práctico: El hipnotismo en la clínica, de Juan Giné y Partagás (1887-1888); Hipnotismo y sugestión, de Eduardo Bertrán Rubio (1888); El hipnotismo y la sugestión, de Abdón Sánchez Herrero (1888); entre otros.

Alberto Díaz de la Quintana fue, en tal sentido, uno de los tantos médicos españoles que a fines de la década de 1880 se sintieron atraídos por aquella novedad curativa. Sin embargo, el tipo de acercamiento que este hipnotizador viajero tuvo para con la novedad presentó características ciertamente peculiares. En efecto, lejos de contentarse con ensayar las bondades sanadoras de la hipnosis, Díaz de la Quintana se volcó de modo insistente hacia el atractivo espectacular de la herramienta. Junto con dictar algunas conferencias destinadas a sus pares médicos, ofreció en teatros y ante públicos profanos exhibiciones de los fenómenos más curiosos del hipnotismo. En Buenos Aires, tal y como veremos más tarde, repetiría ese tipo de prácticas.

Los primeros rastros sobre las pericias hipnóticas de Díaz de la Quintana se remontan a diciembre de 1887, y tienen que ver, precisamente, con este costado espectacular o casi teatral que era mirado con recelo por algunos médicos de aquel entonces, deseosos de reforzar la cientificidad de un tópico que se prestaba fácilmente a la asimilación con el espiritismo o el curanderismo. De hecho, el día 16 de aquel mes, nuestro personaje efectuó una demostración de hipnotismo en la redacción del periódico madrileño La Correspondencia de España, a la cual asistieron algunos médicos, colegas de otros diarios y público invitado. La velada tuvo una fuerte repercusión en otros órganos de prensa, sobre todo por los fenómenos prodigiosos que allí fueron exhibidos con el auxilio de una paciente llamada Carolina del Viso y Núñez. El nombre de dicha “histérica” habrá de retornar en estas páginas, pues ella figuró en muchas de las demostraciones públicas auspiciadas por Díaz de la Quintana en España. Más aún, por algún motivo que desconocemos, ella siguió al médico en su viaje hacia Buenos Aires, y en estas latitudes figuró junto a él en más de una ocasión: en la capital argentina también prestó su cuerpo hipnotizado para exhibiciones públicas, e incluso patentó un invento en simultáneo con Díaz de la Quintana, lo cual provocó la indignación de los médicos porteños.

Bajo estos buenos auspicios se inició la incursión de Díaz de la Quintana en territorio del hipnotismo. En su “gabinete”, ubicado en el número 5 de la Plaza de Bilbao, comenzó a remediar mediante hipnosis un conjunto heterogéneo de enfermedades: hemiplejia, reumatismo, histero-epilepsia, melancolía, incontinencia de orina, insomnio, locura, y un largo etcétera.24 Por esos meses, se encargó asimismo de repetir hasta la saciedad las demostraciones junto con su paciente predilecta, y dictó ante distintos públicos —profesionales y legos— algunas conferencias o disertaciones sobre aquella novedad curativa. En todas esas exhibiciones de Díaz de la Quintana lo que se repite no es solamente la presencia de Del Viso, sino también el afán de visualizar las facetas más maravillosas o “extrañas” del automatismo nervioso. Por ejemplo, el 24 de enero de 1888, en una velada en la casa del marqués del Busto, catedrático de la Facultad de Medicina, la pareja volvió a hacer de las suyas. La hipnotizó a diez metros de distancia, para luego inducirle los accidentes más vistosos, esos mismos que eran explotados por los ilusionistas y las sonámbulas de los teatros de entonces: la anestesia inmediata, la trasposición de sentidos o la catalepsia.25 Un detalle de esa velada respalda nuestra sugerencia de buscar un estrecho parentesco entre las iniciativas de Díaz de la Quintana y las de otros actores sociales que se movían muy cerca de los márgenes del mundo académico o científico. De hecho, en la casa del marqués se cruzaron, quizá por vez primera, dos de los personajes centrales del libro que el lector tiene en sus manos. Sus nombres volverían a converger en Madrid muy poco después, y lo mismo sucedería años más tarde del otro lado del Atlántico. Según la crónica que aquí revisamos, aquella noche de enero el galeno español improvisó una suerte de interconsulta con el polémico “conde de Das”, el ocultista y charlatán que por entonces se hacía pasar por médico en los círculos más refinados de la sociedad madrileña: “El Dr. italiano Sr. Daz, a quien presentó su enferma el Sr. Díaz de la Quintana, ha quedado admirado de las condiciones notabilísimas de la Sra. del Viso, no explicándose algunos de los fenómenos que en ella ha observado”.26

Cabe consignar que Díaz de la Quintana optó por dirigirse a auditorios ajenos a la medicina. Por ejemplo, a fines de enero de 1888 participó, siempre junto con Del Viso, de una sesión del Ateneo Antropológico, celebrada en el Colegio de San Carlos. Según las crónicas, la concurrencia fue tan numerosa que hubo necesidad de cambiar de salón. De todas las intervenciones realizadas por Díaz de la Quintana, la que más notoriedad alcanzó fue la conferencia que el 10 de febrero de 1888 dictó, junto con otros dos colegas, Amós Calderón y Ángel Pulido, en la Sociedad Española de Higiene, ante una “concurrencia extraordinaria y distinguida, en la que figuraban muchísimas bellas y aristocráticas damas y hombres eminentes en la política, las letras y las ciencias”.27 De acuerdo con las crónicas que se hicieron eco del evento, los tres oradores insistieron en la necesidad de desligar el hipnotismo de cualquier alarde teatral o afán de entretenimiento. Su meta era poner de relieve que la hipnosis era una cuestión de ciencia y no de esparcimiento. A todas luces, el cometido de los facultativos era dejar en claro que correspondía a la medicina española la explotación de ese recurso, y no a sujetos no diplomados o extranjeros, que lo utilizaban con el objetivo de ganar popularidad o prestigio ante el público más selecto. El destinatario de esas advertencias era evidente: en las semanas previas, el conde de Das se había convertido, a los ojos de muchos madrileños, en el gran especialista en hipnotismo. Había logrado ese reconocimiento sobre todo luego de realizar, el 13 de enero de ese año, una demostración ante la ex Reina Regente Isabel, que había sido ampliamente cubierta por la prensa periódica.28

Resulta evidente la contradicción entre las cautelas pregonadas por los tres conferenciantes y las acciones que uno de ellos, Díaz de la Quintana, venía realizando desde hacía varias semanas. Este último caía en todos los vicios denunciados por los dos colegas el 10 de febrero: utilizaba la hipnosis como atractivo teatral, se dirigía a la curiosidad de los legos y no a la mirada entrenada de los profesionales, se detenía sobre todo en los fenómenos más curiosos o extraordinarios del automatismo nervioso. Esas cautelas cientificistas no solamente reñían con los hábitos de nuestro hipnotizador, sino que resultaban incluso contradictorias con el modo mismo en que los tres médicos se comportaron aquella noche. Esa extraña paradoja fue señalada de manera punzante y precisa por el autor de la reseña más extensa que ha sobrevivido de aquella velada científica. Nos referimos al artículo publicado por Lorenzo Aycart en la Revista de Sanidad Militar unos días más tarde.29

Lo que denunciaba Aycart era, por supuesto, extensivo a otros profesionales de variadas latitudes. La historia del hipnotismo estuvo desde siempre marcada por la tensión entre los afanes de monopolio de la medicina, justificados muchas veces merced al argumento de la peligrosidad del uso teatral del hipnotismo, y una realidad porosa que no se amoldaba a esos sueños y prejuicios, y en la cual, por ejemplo, los magnetizadores de teatro eran muchas veces quienes enseñaban a los doctores los fenómenos hipnóticos, o quienes los introducían en el arte de provocar el sonambulismo artificial.30 Es imposible relatar la historia de la hipnosis sin atender a este costado teatral o de exhibición, pues si silenciáramos esta faceta no tendríamos forma de saber cómo o gracias a quién los médicos se aproximaron por vez primera a esos hechos, o cómo se convencieron de la objetividad de los mismos.31